Capítulo 7

Se corrió la voz entre toda la familia de que Jean se hallaba en casa y el domingo, después de misa, la casa se encontraba llena: ahí estaba la abuela Rosella, sus hermanas y hermanos y sus respectivas familias. Al servir la comida había dieciocho personas alrededor de la mesa y, sin haberlo planeado, comida suficiente para todos.

Regina esperó a que los niños se retiraran de la mesa para anunciar la noticia a su familia. Cuando se volvieron a llenar las tazas de café y el grupo estaba tranquilo y reposado, ella decidió hablar:

– Tengo algo que quiero decirles a todos.

Con todas las miradas fijas en ella, la hermana Regina manifestó con voz suave, pero resuelta.

– He decidido que ya no quiero ser monja. Voy a solicitar una dispensa de mis votos.

Berta se llevó las manos a los labios. Su mirada se cruzó por un instante con la de Frank. Los dos la miraron con la boca abierta. Nadie sabía qué decir. Berta fue la primera en hablar.

– No hablas en serio, Regina.

– Sí, mamá, hablo en serio.

– ¿Cómo puedes hacernos esto?

"No te estoy haciendo nada, madre", pensó Regina. Entonces todos comenzaron a hablar al mismo tiempo.

– Nadie deja el convento.

– Jesús, María y José…

Se escucharon susurros al tiempo que se santiguaban.

– Es por ese hombre que te trajo a casa, ¿no es verdad?

– ¿Un hombre la trajo a casa?

– ¡Chitón! ¡Bajen la voz! ¡Los van a oír los niños!

Los comentarios siguieron sin cesar hasta que la abuela Rosella rompió en llanto.

Frank se levantó y rodeó la mesa para llegar hasta ella.

– Madre -comenzó al tiempo que se arrodillaba-, no es el fin del mundo.

– Sí lo es… Para mí lo es -levantó su avejentado rostro-. Lo único que siempre quise fue que mi pequeña Jean fuera monja y lo que hace ahora es traicionarme.

Regina sintió que la furia estallaba en su interior, pero mantuvo la voz tranquila.

– No te estoy traicionando, abuela.

– A Dios entonces. Traicionas a Dios. Hiciste votos ante Él.

– Esos votos pueden revocarse.

Rosella levantó la voz.

– ¡Es por un hombre! ¡Es por eso! ¡Las monjas no renuncian a sus hábitos a menos que haya un hombre de por medio!

La madre de Jean intervino:

– Si se trata de un hombre, Jean, es mejor que nos lo digas ahora. De cualquier manera lo sabremos tarde o temprano.

Alguien comenzó a recitar un acto de fe y el alboroto aumentó de inmediato.

La hermana Regina Marie, de la orden de San Benito, que por lo general mantenía una apariencia de compostura que los mismísimos santos le hubieran envidiado, se puso de pie y gritó:

– ¡Silencio, todos ustedes! ¡Cállense en este mismo instante!

Todos cerraron la boca de golpe y la miraron.

La voz le temblaba cuando comenzó a hablar:

– Lamento haberles gritado, pero es algo que no se me permitió hacer durante once años… gritar. Hay un párrafo en nuestra Santa Regla al respecto -recorrió uno a uno el círculo de rostros-. ¿Pueden imaginar lo que es tener que vivir sin gritar? ¿O sin tocar a otro ser humano? ¿O sin que se les permita tener un amigo especial o hablar en la calle con las personas que conocen? ¿Saben lo que es no poder tener un reloj para ver la hora cuando lo deseen? ¿No poder comprar una botella de champú ni escribirle una carta a su abuela sin que alguien más la lea? Durante años no pude escribirles para contarles mi creciente insatisfacción. Si hubiera podido hacerlo, tal vez no habría llegado a este punto en el que siento tantos deseos de ser libre.

Todos estaban sentados con la barbilla inclinada y pensativos.

Ella continuó:

– Tomé la decisión de ser monja cuando tenía apenas once años. Piénsenlo… ¡Once! Ni siquiera había terminado de crecer, ni había ido a la feria del condado sin mamá y papá, ni sabía lo que era tener novio. ¿Cómo puede una niña de once años saber a lo que se está comprometiendo?

Miró a las personas alrededor de la mesa. Algunos rostros se habían levantado y su expresión ya no era tan dura.

– Y todos me repetían que sería una monja maravillosa. La abuela me lo decía. Mi madre me lo decía. Las monjas de la escuela me lo reiteraban. Así que me volví monja y durante mucho tiempo fui feliz. En mi comunidad religiosa existe un maravilloso sentido de pertenencia. Reina la sensación de un propósito para cada hora de cada día, de hacer el bien, y de cambiar el mundo de una manera importante. Y me encanta enseñar… Algunos de los niños han llegado a ser muy especiales para mí, al igual que sus familias. Y por supuesto -continuó-, desde un punto de vista más práctico da una seguridad tremenda vivir en un convento. Todas mis necesidades mundanas se encuentran cubiertas: alimento, ropa, abrigo, compañía, un trabajo, un lugar adonde ir si enfermo, un hogar en mi vejez. Cuando deje la orden, no me quedará nada. Tendré que empezar de nuevo… como un ser desplazado. Tal vez ahora puedan entender lo difícil que ha sido para mí tomar esta decisión.

Nadie pronunció una sola palabra, así que ella continuó, con la esperanza de que le creyeran:

– Y no es que haya extrañado las cosas mundanas, pero quiero… -su voz se volvió tierna y anhelante- lo que más anhelo es un amigo. Alguien con quién poder hablar de todo esto. Y si ese amigo fuera hombre, ¿me perdonarían? Porque sí tengo un amigo y es hombre, y sí, es la persona que me trajo a casa. Su esposa murió en septiembre pasado y en su dolor él se volvió hacia mí. ¡Oh!, no físicamente. Hablamos y rezamos juntos. Tiene dos hermosas hijas y las quiero y siento mucho pesar por ellas. Cuando su madre murió tenía deseos de abrazarlos a los tres, pero eso está prohibido para mí.

Su voz caía sobre la familia entera como pétalos de rosa sobre el césped.

– Hice un voto de castidad, así que si les digo que amo a ese hombre, y creo que así es, ustedes pensarán que él es la razón por la que me alejo de mi vocación, pero él fue la gota que derramó el vaso. Todas las otras razones se presentaron antes.

En ese preciso instante uno de los niños llegó a la puerta y le preguntó a los adultos:

– ¿No van a lavar los platos y a jugar a las cartas?

La primera en moverse fue la abuela Rosella… era el modo más fácil de escapar.

– Vamos, muchachas -dijo a sus hijas-. Los platos nos están esperando.

Esa tarde no jugaron cartas. En vez de ello, cuando terminaron de lavar los platos, los hermanos y hermanas se retiraron uno a uno, llevándose con ellos a sus familias y sus asadores vacíos. Cuando la abuela se disponía a partir, Regina la acompañó a su auto. La anciana le dio a su nieta un largo abrazo y comentó:

– No sé, Regina. No sé. Creo que deberías hacer un retiro, asegurarte de que haces lo correcto. ¿Lo harás, por mí?

Regina suspiró.

– De acuerdo, abuela, te lo prometo.


Poco después de Navidad, el padre de la hermana Regina la llevó al convento de San Benito y la dejó en el portal que ella recordaba tan bien. No había cambiado nada desde que estudió ahí su noviciado. En la capilla, que la empequeñecía con sus arcos barrocos de granito y la hacía sentir humilde por su domo con un vitral emplomado, pasó los siguientes cuatro días en oración, abierta a Dios, invitándolo a su mente y a su corazón, a que la hiciera regresar a su vocación.

Sin embargo, al final del cuarto día nada de lo que oyó, sintió o percibió le pedía que siguiera siendo una monja benedictina. En vez de ello, salió de ahí con la convicción inamovible de que su decisión de marcharse era la correcta.

Así llegó aquella última tarde a la aterradora puerta de roble de la oficina de la priora, la hermana Vincent de Paul, para pedir la dispensa de sus votos.

El corazón de la hermana Regina latía con fuerza cuando hizo la solicitud. No obstante, la priora Vincent de Paul reaccionó con serena consideración.

– Estoy segura de que ha pedido la guía del Señor para tomar esta decisión.

– Sí, madre.

– Y que ya la ha comentado con su consejera espiritual.

– Y con mi sacerdote. Mi familia también lo sabe.

– Bueno, entonces me parece que ya ha tomado su decisión.

– Sí, madre.

– Cerrará de esta manera un capítulo importante en su vida, conozco a muchas monjas que consideraron adecuado abandonar la orden, y cada una de ellas, en su nueva vida, se ha convertido en un gran aliado nuestro. Así que -buscó un formulario y se lo pasó por encima del escritorio- lo único que tiene que hacer es llenar la solicitud oficial y yo se la haré llegar a la hermana Grace, la presidenta de la congregación; ella la enviará a Roma.

Llenar el formulario fue un trámite tan rápido que le pareció una ironía, después de todos los años que había estudiado y se había preparado para convertirse en monja.

La hermana Vincent estampó su firma y colocó el documento en medio del papel secante de su escritorio; luego colocó las manos a los lados y miró a la hermana Regina.

– Sin duda sabe que la dispensa puede tardar hasta seis meses.

– Sí, madre.

– Durante ese tiempo debe recordar que todavía está obligada a obedecer sus votos perpetuos. Y por obvias razones sería mejor no hacer público el hecho de que ha solicitado una dispensa.

– Sí, madre.

– Muy bien -la hermana Vincent se levantó, metió las manos debajo del escapulario delantero de su hábito-. Que el Señor esté con usted, hermana Regina.

– Gracias. Que Dios la bendiga, madre.

– Y a usted también.

La sensación de ironía continuó cuando la hermana Regina abandonó los terrenos del convento de San Benito y caminó lentamente por la calle hacia la parada del autobús con su maleta. Había esperado que la priora la sometiera a un intenso interrogatorio, pensó que tendría que defender su decisión como hacen los criminales frente a sus acusadores. Pero, en vez de eso, la priora acató su decisión con la mayor seriedad y respeto. Parecía haber una regla no escrita que rezaba: "No obligamos a nadie a quedarse si no lo desea".


Los días del invierno pasaban tristes y fríos, con pocos cambios en la rutina, salvo por la devoción de las Cuarenta Horas, cuando todas las luces de la iglesia se mantenían encendidas durante cuarenta horas consecutivas de plegarias.

Fue después de este período que Eddie tuvo que ir al norte del pueblo, a Wroebel and John's, a comprar paño de franela para pulir bronce. Mientras estaba ahí, John Wroebel le comentó:

– Así que perderemos a la hermana Regina, ¿eh? Es una lástima, ¿no es cierto?

Eddie se puso súbitamente en alerta.

– ¿Perderla? ¿A qué te refieres?

– Dejará de ser monja. ¿No lo sabes? Parece que ya comenzó el proceso definitivo de separación de la iglesia.

John le tendió a Eddie su cambio, pero él no lo tomó.

– ¿Quién te lo dijo?

– El padre Teddy -era el hermano de John, un sacerdote de la iglesia de Santa María en Alexandria, Minnesota. Había sido uno de los sacerdotes invitados en el pueblo durante la devoción de las Cuarenta Horas-. Aquí tienes tu cambio, Eddie.

Eddie apenas sintió las monedas caer en su palma antes de alejarse. Salió y se fue directo a San José; durante todo el camino se preguntó si sería cierto.

La idea que tenía fija en la mente era ir con Regina y preguntarle sin rodeos. Cuando se asomó a su salón de clases, ella estaba de espaldas y recorría las hileras entre los bancos, mientras los niños se inclinaban en silencio sobre sus libros abiertos. Eddie dio unos golpecitos en la puerta y preguntó:

– Discúlpeme, hermana ¿puedo hablar con usted un minuto?

Ella se volvió y sus miradas se encontraron por encima del ambiente encerrado del salón. El notó un asomo de gusto que ella no alcanzó a ocultar por completo.

– ¿Sí, señor Olczak? -susurró ella mientras se acercaba.

– ¿Podría venir al salón floral un momento, por favor?

Ella enarcó las cejas, sorprendida.

– ¿Por favor? -repitió él y pasó a través del vestidor. Abrió la puerta del salón floral y se volvió para mantenerla abierta mientras esperaba que ella pasara.

La hermana dirigió una rápida mirada a sus alumnos. Todos estaban en orden y concentrados en su trabajo. Volvió la vista al suelo, pasó al lado de Eddie y entró en la privacidad del salón floral.

El primero cerró la puerta a sus espaldas y después, también la que daba al pasillo. Se detuvo frente a la religiosa, cara a cara, más cerca de lo que había estado jamás.

– ¿Es cierto? -preguntó-. ¿Va a dejar la orden?

Ella lo miró sorprendida.

– ¿Quién se lo dijo?

– John Wroebel. El padre Teddy se lo comentó.

Ella volvió la cabeza; no quería mentir, pero estaba obligada a callarse la verdad.

El tocó el manto blanco que llevaba bajo la barbilla y la obligó a levantarla. Y ahí dejó el dedo, sobre la tela almidonada e inmaculada que nunca antes había tocado.

– ¿Es cierto?

– ¿Qué hace? No debe tocarme.

Entonces ella lo tocó a él deliberadamente por primera vez: le retiró la mano para escapar, pero cuando trató de escabullirse, él se movió más rápido; la sujetó de la delgada manga negra e hizo que se quedara.

– ¿Sabe lo asustado que estoy? -se veía sonrojado y una vena le sobresalía en la frente-. ¿Cree que esto es fácil para mí?

– ¡Suélteme! -le sujetó las muñecas y trató de hacer que la soltara, pero él era tan fuerte que no pudo lograrlo.

– Hermana, por favor, si esto tiene algo que ver conmigo…

– ¡No, por favor! -exclamó suplicante, con los ojos cerrados.

– ¿Cuándo decidió marcharse? ¿Cuándo?

– Por favor, señor Olczak… me está lastimando.

Él la soltó.

– Lo lamento, hermana -susurró-, pero tengo que saberlo. ¿Cuándo se irá? ¿Y por qué? Por favor, sólo dígamelo. ¿Tiene algo que ver conmigo? Tengo la impresión de que sí.

– Sigo siendo una monja. Esto está prohibido.

– ¿Cuándo se irá? ¿Adonde? -la sujetó del brazo una vez más.

Ella cerró los ojos y comenzó a rezar con desesperación:

– Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú…

– Me parece que existen algunos sentimientos entre nosotros, ¿no es verdad?

– Por favor, señor Olczak -susurró ella débilmente.

– Entonces sólo respóndame una pregunta. ¿Cuándo será libre?

Ella abrió la boca; tenía lágrimas en los ojos.

– Tengo que saber -insistió él en voz baja-. ¿Cuándo?

– Tarda seis meses -susurró ella-. Ahora déjeme ir -él la soltó con cuidado y dejó caer las manos -. Si tiene algo de consideración no vuelva a hacer esto, por favor.

– Muy bien. Lo lamento, hermana.

– Debo regresar con los niños.

Él se hizo a un lado y le permitió llegar a la puerta. La hermana salió rápidamente y volvió a su salón de clases.


Llegó la cuaresma, triste y al parecer interminable. Acorde con el espíritu melancólico de esa época del año, Eddie y la hermana Regina soportaban el peso de sus sentimientos como la penitencia que podían ofrecer a Dios: "Practicaré la paciencia. No sucumbiré a mis tentaciones. En vez de ello voy a orar y haré buenas obras".

Así que si él tenía que limpiar su salón después de clases, cuando ella todavía estaba ahí, pasaban por ese momento de titubeo cuando Eddie aparecía en la puerta y entraba. Ella lo miraba desde su escritorio sin decir nada. El cruzaba la puerta y se detenía ahí, a su vez, sin pronunciar palabra. Por lo general, era ella la primera en recuperarse y romper el silencio.

– Hola, señor Olczak -lo saludaba para luego volver al trabajo.

– Hola hermana -respondía él. Luego, mientras barría, limpiaba, borraba y fregaba, los dos fingían una indiferencia que sólo les servía para hacerlos más conscientes al uno del otro. Y si los latidos de sus corazones se aceleraban cuando se encontraban en el corredor, y si se quedaban sin aliento, lo ocultaban bien.

El ambiente sombrío cambió a mediodía del Sábado de Gloria. ¡La cuaresma llegaba a su fin! ¡El ayuno había terminado! Los niños de la parroquia podían comer los dulces a los que habían renunciado durante la cuaresma; ¡los adultos podían comer carne! Y Eddie tocó de nuevo las campanas.

Las tocó una y otra vez, más tiempo que en cualquier otra época del año, y con ese sonido su espíritu se reanimó.

Aún así extrañó a Krystyna la noche del Sábado Santo con un dolor muy intenso. La Pascua siempre había significado ropa nueva para todos. Les compró a las niñas abrigos nuevos, iguales y de color lavanda, del catálogo de Montgomery Ward, además de sus guantes, zapatos, calcetas largas y crujientes velos, todo en color blanco para la procesión de esa noche. Pero, mientras los tres se dirigían a la iglesia de San José en aquel anochecer primaveral, las niñas caminaban con tristeza una a cada lado de Eddie, en lugar de ir entre él y Krystyna, como habían hecho siempre. El ruido de los tacones que golpeaban la acera le hizo sentir un nudo en la garganta y Eddie tuvo que alzar la mirada al cielo para obligarse a pensar en algo más y evitar que los ojos se le llenaran de lágrimas.

En la iglesia, las niñas le ayudaron a tocar la primera llamada y se animaron un poco cuando el peso de las campanas las elevó por los aires. También lo acompañaron a encender las luces y a iluminar al máximo el lugar.

Cuando volvieron al vestíbulo, ya estaban llegando algunas personas. Las madres alisaban el cabello de los niños y colocaban los velos en las cabezas de las niñas. Los padres recogían los abrigos y los llevaban al interior. Las monjas organizaban la procesión y trataban de acallar los susurros de los niños. El órgano comenzó a tocar y los monaguillos se apresuraron a encender las velas. Alguien le tocó el codo a Eddie.

– Hola, Eddie.

El se volvió.

– ¡Ah, hola, Irene! -se veía muy bonita esa noche, con su nuevo abrigo de color rosado claro y un sombrero con un velo muy fino que le flotaba sobre el cabello meticulosamente rizado. Se había delineado las cejas con un lápiz, usaba un color rojo encendido en los labios y se había oscurecido las pestañas tal y como Krystyna solía hacerlo. Además se veía mucho más delgada.

– Felices Pascuas -expresó ella.

– Te deseo lo mismo.

– Felices Pascuas, niñas.

Desde el otro lado del vestíbulo, mientras ponía en fila a sus alumnos para la procesión, la hermana Regina observaba el encuentro entre Irene y Eddie. Vio cómo ella le tocaba el codo y que él se volvía a mirarla para conversar. Luego Irene se arrodilló para volver a atar los lazos de las niñas. Irene estaba más delgada y, con su nueva figura, se parecía mucho más a Krystyna. Las dos niñas sonrieron, la abrazaron y le dieron un beso. Cuando Irene se puso de pie, Eddie también le sonrió y le tocó el hombro mientras conversaban. Por un instante, se notó una chispa de coquetería en la manera como Irene movió la cabeza y en la leve inclinación de su cuerpo hacia el de Eddie.

Una reacción extraña asaltó el pecho de la hermana; fue como si una mano atrapara y retorciera su corazón: eran celos.

Sorprendida por aquella reacción, la hermana se volvió, pero la verdad era innegable y evidente. Irene Pribil era lo más próximo a la madre de las niñas que existía en el mundo. Tenía el toque mundano para cuidarlas con el estilo que tenía Krystyna, algo que la hermana Regina nunca había aprendido. Irene podía coquetear, practicar sus artimañas con su cuñado, peinarse el cabello con mucho estilo y hasta bajar de peso en un esfuerzo por conquistarlo. Podía demostrar sus habilidades como madre sustituta y, ¿quien lo sabía?, tal vez hasta lograra que él le propusiera matrimonio.

Regina, en cambio, tenía prohibido expresar sus sentimientos. Estaba obligada a mostrarse distante y a fingir que no sentía nada por Eddie. Tal vez él se había sentido lastimado porque ella no le contó sus planes de dejar la orden. Tal vez lo tomó como una señal de que él no significaba nada especial para ella. Quizá, antes de que llegara su dispensa, él reconsideraría su relación con Irene y se daría cuenta de que era la madrastra perfecta para las niñas.

Cómo ansiaba ir hasta él y decirle: "Te amo, a ti y a tus hijas, pero sigo atada por mis votos hasta que llegue mi dispensa. Por favor, ten paciencia. Por favor, espérame".

Pero no podía hacerlo, por supuesto, porque sería un pecado.

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