Capítulo 4

Después de que pasó el funeral, toda la gente, sus padres, los padres de Krystyna, sus hermanos y hermanas, le decían a Eddie:

– Ven a la granja a pasar unos días. Ven con nosotros. No te quedes solo en tu casa.

Pero Eddie no tenía deseos de abandonar su casa, ni tampoco quería dejar de trabajar. Estar ocioso sólo lograría hacer que el tiempo pasara con más lentitud.

– Anne, Lucy -preguntó a sus hijas-, ¿quieren ir a pasar algunos días a la casa de la abuela Pribil o de la abuela Olczak?

– ¿Vendrás tú también? -le preguntó Anne.

– No, mi amor. Ya es tiempo de que yo vuelva al trabajo. No he ido en cuatro días y ya fue suficiente.

– Entonces quiero volver a casa contigo.

– También yo -aseguró Lucy.

Irene se acercó a Eddie.

– ¿Qué harás por la mañana, cuando tengas que estar en la iglesia antes ele que ellas salgan para la escuela?

– No sé.

– Yo podría ir, Eddie. Podría ir cualquier día… de hecho, todos los días, para darles su desayuno y vestirlas para la escuela.

– ¡Oh! No, Irene, eso sería mucho pedir.

– Me agradaría mucho hacerlo. Sé cómo las cuidaba Krystyna y puedo hacer lo mismo. Te aseguro que lo haría con gusto.

– Pero tendrías que conducir desde la granja todos los días.

– ¿Seis kilómetros? Eso no es nada. Puedo usar la camioneta vieja de papá.

Anne tiró de la manga de su padre.

– ¿Puede? ¿Sí?

– ¿Sí, papi? ¡Por favoooor! -repitió Lucy.

Eddie no hizo caso de la advertencia que pasó por su mente, y que desapareció ante las palabras de su cuñada. Se hallaba agotado física y emocionalmente y le pareció sencillo aceptar la solución que le proponía.

– Está bien, Irene. No podré pagarte mucho, pero…

– ¡Oh, por el amor de Dios! No seas tonto, Eddie. No aceptaría ni un centavo tuyo aunque me lo suplicaras. Son mis sobrinas y las amo -no añadió "y a ti también", pero lo pensó.

Él le apretó el brazo, la mitad en la manga y la mitad sobre la piel desnuda y respondió:

– Muchas gracias, Irene -palabras que lograron estremecerla.


Al día siguiente Irene llegó a las siete de la mañana. Él estaba a medio vestir y corrió a abrir la puerta con la camisa por fuera todavía. Irene llevaba puesto un poco de maquillaje y no se atrevió a mirarlo a los ojos.

Eddie la dejó en la cocina y cerró la puerta de su habitación cuando oyó que subía a despertar a las niñas.

Cuando terminó de vestirse y bajó, ella había preparado Coco-Wheats, cereal caliente para las niñas y avena, café y pan tostado para él. La mesa estaba puesta con un mantel de flores y colocó en ella la taza grande favorita de Eddie, crema y azúcar. Todo se hallaba listo y en su sitio. Las niñas ya estaban sentadas, todavía en pijama. Al lado de cada uno de sus tazones de cereal, Irene puso una de las pastillas de vitaminas que tomaban a diario.

Eddie se detuvo en seco en el umbral de la cocina y examinó la réplica perfecta de la rutina matutina de su esposa; de pronto dio cuenta de lo que estaba haciendo Irene. Quería gritarle que se marchara, que ella no era Krystyna, que no tenía que fingir que lo era… pero la necesitaba.

Cuando por fin entró en la habitación, Irene lo vio y no pudo evitar sonrojarse.

– Yo… eh… creo que te gusta la avena, ¿verdad? -tartamudeó.

– Eh, sí. ¡Sí! La avena está bien -tiró de su silla.

Eddie se sentó, pero ella permaneció de pie. El le dirigió una mirada de sorpresa.

– ¿No vas a comer nada?

– ¡Oh!, yo comí en casa.

– ¡Ah! -exclamó. No muy seguro de cómo tratarla-. Bueno.

– Si tienes una moneda para que cada una compre su almuerzo en la escuela, la ataré a sus pañuelos.

– Seguro -metió la mano al bolsillo de su pantalón para buscar las monedas. Era extraordinario. Irene conocía cada detalle de su rutina mañanera.

Eddie terminó su café y dejó la taza en la mesa.

– Tengo que ir a tocar la primera campanada -explicó al tiempo que se levantaba de la mesa.

Le dio un abrazo a cada una de sus hijas, un poco más prolongado que el de costumbre. Odiaba tener que dejarlas al cuidado de Irene; no porque ella no fuera a hacer un buen trabajo al prepararlas para la escuela, sino porque estaría iniciando una nueva rutina sin su esposa. Cada paso que daba lo hacía sentir como si la traicionara. Sin embargo, no sabía qué otra cosa podía hacer.


Cuando las niñas estuvieron listas para salir, Irene les entregó sus pañuelos con la moneda atada a un extremo, las abrazó y las besó en la mejilla.

– ¿Quieren que esté aquí a las cuatro de la tarde, cuando vuelvan de la escuela? -les preguntó.

– Bueno, supongo que sí -respondió Anne.

– ¿Te quedarás aquí todo el día? -indagó Lucy.

– No. Voy a regresar a la granja tan pronto como termine de lavar estos platos, pero puedo volver aquí cuando acabe la escuela, si ustedes quieren.

– Podemos quedarnos solas un rato -respondió Anne-. Ya no somos bebés.

– No, claro que no. Sólo pensé que… -le dio unos golpecitos a Anne en el hombro-. Bueno, de cualquier manera, no olviden llevar sus suéteres.

Un momento más tarde las dos pequeñas se marcharon a la escuela; Anne, en su papel de hermana mayor, sujetaba de la mano a Lucy mientras avanzaban por la calle.

– ¿La tía Irene va a ser nuestra nueva madre? -preguntó Lucy.

– ¿Cómo puede ser nuestra madre si es nuestra tía?

– No sé -Lucy se encogió de hombros-. Está haciendo todo lo que hacía mamá, así que sólo pensé que podría pasar.

– Es sólo nuestra niñera. Eso es todo.

– ¡Oh! Bueno, ¿ella nos va a hacer nuestros vestidos blancos para la Pascua?

– No sé. Puedes usar el mío del año pasado.

– No quiero tu vestido viejo. Mi mami me prometió que me haría uno nuevecito para la Pascua. ¿Y ahora quién me lo va a hacer?

– Pues yo qué voy a saber quién te lo va a hacer -a Anne le resultaba difícil evitar que el labio inferior le temblara.

Lucy se detuvo, se soltó de un tirón de la mano de Anne y de pronto comenzó a llorar.

– ¡No quiero que mami esté muerta! ¡Quiero que me haga mi vestido para la Pascua! ¡Voy a regresar a casa!

Anne la sujetó de la mano.

– No puedes volver a casa.

– ¡Quiero a mi mamiiiii! -gritó Lucy.

Anne, que también quería que su madre volviera, abrazó a Lucy y le acarició el cabello como su madre lo hubiera hecho.

– Ven, Lucy, vamos. Vamos a ver a la hermana Regina. Ella sabrá qué hacer.

La hermana Regina estaba escribiendo en la pizarra cuando las niñas llegaron: "Doce de septiembre, la fiesta del Más Sagrado Nombre de María". Algunos de sus estudiantes ya habían llegado y charlaban entre las mesas.

– Buenos días, hermana -saludó Anne.

Lucy trató de decir lo mismo, pero sus palabras sonaron entrecortadas por el llanto.

– Buenos días, niñas. ¡Oh, Dios! Lucy, ¿qué te ocurre? -inquirió la hermana Regina con voz comprensiva mientras dejaba el gis a un lado.

– Quiere volver a casa, pero mamá no está ahí.

Lucy no se movió, sólo se frotaba los ojos y sollozaba.

– Quiero… quiero a mi mm… mami…

Algunos de sus compañeros de clase se volvieron para mirarla con curiosidad.

– Vengan conmigo -pidió la hermana y las tomó de la mano para llevarlas por el guardarropa hasta el salón floral. Contra una de las paredes, un camastro de metal cubierto con una manta del ejército hacía las veces de enfermería. La hermana se sentó e hizo que las niñas hicieran lo mismo. Sintió cómo se acurrucaban a su lado, pequeñas, desoladas y con una gran confianza en ella. A pesar de que la Santa Regla se lo prohibía, las abrazó.

– Ahora dime, ¿qué te ha hecho llorar en este día tan bello?

– Quiere que nuestra mami regrese.

– ¡Oh!, Lucy querida, todos quisiéramos lo mismo, pero déjame decirte algo. Cuando entraste en el salón hace un momento, ¿sabes lo que estaba escribiendo en la pizarra? El nombre de la fiesta que se celebra hoy. ¿Sabes cuál es?

Lucy la miró con el rostro lloroso y negó con la cabeza.

– Pues es la fiesta del Sagrado Nombre de María. Eso significa que si hoy le pedimos a la Virgen Santísima que interceda por nosotros en cualquier cosa, tenemos buenas posibilidades de que nos escuche. Creo que deberíamos preguntarle a la Virgen María si tu madre se siente feliz en el cielo. ¿Quieres que lo hagamos?

– Supongo que sí.

La hermana siguió abrazando con fuerza a las niñas, cerró los ojos y comenzó a orar en voz alta.

– Queridísima María, madre de Jesús, que lo amó y lo cuidó de la misma forma en que Krystyna amó y cuidó a sus hijas, Anne y Lucy, deseamos elevar una plegaria para que el alma de su madre sea feliz y se encuentre con Jesús. Quieren que ella sepa que harán todo lo posible por perseverar aquí en la Tierra.

– ¿Hermana? -susurró Lucy.

Miró aquel rostro angelical que se levantaba hacia ella.

– ¿Sí, Lucy?

– ¿Qué es perseverar?

– Quiere decir que haremos nuestro mejor esfuerzo aun cuando sea difícil. Pero piensa, tendrás ayuda especial, no sólo de Jesús, sino de tu propia madre, que ahora vive en el cielo con él.

– Pero, ¿cómo me va a ayudar? ¿Mi mami puede hacerme mi vestido para la Pascua?

– No, no puede, pero encontrará la manera de que tengas uno.

– ¿Cómo?

– Bueno, tu mami es ahora un ángel, y los ángeles siempre encuentran la manera de hacer las cosas.

Ante la firme convicción de la monja, Lucy le dirigió una temblorosa sonrisa.

– Y ahora, ¿saben qué? -la voz de la hermana se animó-. Los demás niños ya llegaron y es hora de ir a la iglesia a oír misa. Su papi estará tocando la campana. ¿No quieren ir a verlo?

Anne se puso de pie y antes de que la hermana pudiera levantarse giró y se lanzó hacia ella en un espontáneo abrazo. Apretó su mejilla tibia contra la mejilla fría de la hermana. En el interior de la hermana Regina estalló una burbuja de felicidad que extendió su bondad como si Krystyna, el ángel, en realidad las estuviera cuidando a todas. ¡Fue un abrazo tan inesperado! Era el tipo de cosas que una madre recibe todo el tiempo y que da por sentado, pero la hermana Regina nunca había recibido un abrazo semejante, y eso bastó para despertar en ella todos sus instintos maternales, que buscaron la luz como lo hacen las flores silvestres que crecen en las grietas de las rocas.

La hermana caminó con las niñas al salón de clases, experimentando un sentimiento nuevo y rebosante en el corazón. Lo ocurrido en el salón floral la hizo pensar en los hijos propios a los que había renunciado para convertirse en monja. Era extraño que no lo hubiera considerado en aquel entonces. Cuando creció nunca imaginó que podría haber algo más para ella en la vida que ser monja. Su abuela le había metido la idea en la cabeza, y las monjas que la educaron la habían reforzado al asegurarle que convertirse en religiosa era un verdadero privilegio, más noble y satisfactorio que cualquier otro camino que pudiera tomar en la vida y que debía sentirse bendecida al tener el don de la vocación. Dios la había elegido.

Cualquiera puede ser esposa y madre, le habían confiado, pon sólo las elegidas pueden tener vocación religiosa.

"¡Pero miren a lo que renuncié!", se decía en aquel momento.

Pidió a los niños que formaran una hilera y los guió a la iglesia. La campana ya estaba sonando cuando subieron por los escalones y entraron en el atrio, pero el señor Olczak dejó de tocar cuando vio que sus hijas se dirigían hacia él. Se dio cuenta de que Lucy había estado llorando. La niña corrió los últimos dos escalones y él se hincó sobre una rodilla y la levantó; luego incluyó a Anne en su abrazo. La hermana Regina comparó el amor que ella, como religiosa, sentía por su Dios con el que aquel padre y sus hijas sentían el uno por las otras y se sintió fulminada con esta nueva revelación: "Estaban equivocadas", pensó. "Todas estaban equivocadas. Ellos son los elegidos. Yo fui la que dejó pasar la vida".


Irene llegó hasta la entrada del salón de clases para recoger a Anne y a Lucy a las cuatro en punto de la tarde, cuando terminó la escuela. Las pequeñas corrieron alegremente a saludar a su tía y la hermana sonrió con alivio al saber que habría alguien que estaría pendiente de ellas.

Luego la hermana Regina acompañó al resto de sus alumnos afuera; la mitad de ellos regresaba a casa caminando y la otra abordaba los autobuses escolares. La hermana volvió al salón de clases en cuanto los autobuses se marcharon.

Aquél era su momento favorito del día. Cuando ya no había chiquillos, la habitación le pertenecía por completo. Se acercó a la pizarra, se arremangó y comenzó a borrarla; en ese momento el señor Olczak la saludó desde la puerta.

– Buenas tardes, hermana.

El corazón le dio un vuelco cuando se volvió y lo encontró de pie en el umbral, con el mechudo en la mano. Junto a él, en un cubo con ruedas tenía diversos implementos de limpieza.

– Buenas tardes, señor Olczak.

– ¿Cómo se portaron mis niñas hoy? -entró en el salón y comenzó a limpiar el suelo siguiendo el perímetro de la habitación.

– Esta mañana Lucy se angustió un poco, pero Anne me la trajo y tuvimos una conversación tranquila lejos de los demás niños, antes de que lo vieran a usted en la iglesia. Después de eso las dos parecían más serenas.

Él dio vuelta en la esquina y caminó hacia el fondo del salón.

– Se lo aseguro, hermana, en verdad estoy agradecido de que la tengan a usted. Esta mañana yo también sentía que necesitaba alguien con quién hablar.

La hermana sabía que no debía alentar ninguna conversación personal, así que en lugar de responderle le sonrió y se sentó frente a su escritorio.

El recorrió el tercer pasillo del salón y volvió a detenerse en la parte de atrás.

– Irene fue a casa esta mañana -dijo-. En cierta forma ella, bueno, tomó el lugar de Krystyna,… ya sabe a qué me refiero…

La hermana sólo asintió.

– Me dio gusto que fuera a vestir a las niñas y a prepararlas para venir a la escuela, pero en cierta forma resentí que estuviera ahí, invadiendo el territorio de Krystyna.

En toda su vida, nunca un hombre adulto había confiado en ella de aquel modo. Era algo por completo inesperado y la hermana Regina se sintió un poco desconcertada por su franqueza. En ese momento la Santa Regla pegaba de brincos con locura para llamar su atención, pero ella la pasó por alto. Después de todo, las hijas de Eddie eran sus alumnas: lo que él tuviera que decir las afectaba a ellas, ¿no era cierto?

– Es perfectamente comprensible.

– Yo pienso que es muy egoísta de mi parte, ¿no lo cree?

Sus miradas se cruzaron de un extremo a otro del salón.

– Si fuera usted, no me preocuparía por ser un poco egoísta durante algún tiempo, señor Olczak.

– Irene sabe dónde está todo… ¿comprende a lo que me refiero? Sabe dónde guardaba Krystyna todas las cosas, y de pronto tuve la sensación de que ella… bueno… de que trataba de ser Krystyna. Eso no me gustó mucho -trataba con todas sus fuerzas de contener las lágrimas.

Desde afuera llegaba el ruido sordo de una fábrica de bloques de cemento que parecía el latido de un corazón, como el que se escucha al poner el oído en el pecho de una persona, y la hermana Regina imaginó por un momento que era el corazón del señor Olczak, hecho pedazos, y que ella tenía el oído pegado a su pecho para tratar de encontrar una forma de curarlo.

Intentó apagar la urgencia que sentía de acercarse a él y consolarlo. Como estaba prohibido hacer semejante cosa, le respondió con la voz más serena que pudo.

– Es natural que desee que el lugar de Krystyna permanezca inviolable. Sólo tiene que recordar que la única intención de Irene es ayudarlo. No pierda su tiempo sintiéndose culpable por su reacción ante ella. No creo que Dios lo encuentre falto de caridad, señor Olczak. Creo que Él comprende muy bien por lo que está usted pasando.

Ella vio cómo se aliviaba la tensión de los hombros de Eddie.

– ¿Sabe algo, hermana? No ha habido una sola vez en la que no me haya sentido mejor después de hablar con usted -logró incluso dirigirle una sonrisa.

– Sí, claro, eso es… -la religiosa comprendió que pisaba terrenos prohibidos y terminó sin demasiada convicción-… es bueno, señor Olczak.

La hermana acercó una pila de trabajos de ortografía de los niños de cuarto grado al centro del escritorio y comenzó a corregirlos. Él vació el cubo de basura y en seguida comenzó a lavar la pizarras.

– Bueno, hermana Regina -le dijo cuando terminó-, la veré mañana.

– Sí, adiós, señor Olczak.

Cuando él se marchó, la hermana se quedó inmóvil, al darse cuenta del remolino de sentimientos y confusión que le había provocado el hombre que acababa de salir. Era el tipo de respuesta femenina que se había negado a sí misma cuando tomó los hábitos. Y estaba prohibida.

Entrelazó los dedos en un gesto que denotaba tensión. Bajó la cabeza hasta sus nudillos y cerró los ojos. "Dios mío", oró, "ayúdame a permanecer pura de corazón e inmaculada de cuerpo como tu bendita madre. Ayúdame a mantener los votos que he hecho y a resistir estos impulsos mundanos. Permite que me sienta satisfecha con la vida que he elegido, para que siempre pueda servirte con el corazón y el espíritu puro. Amén".


Cuando Eddie entró en su casa percibió el olor a pollo cocido y café. Irene se hallaba en la cocina y sacaba unos esponjados y blancos ravioles de una olla cuando él llegó a la puerta. Ella lo miró. Y él a ella.

Irene se sonrojó. Él frunció el entrecejo. Ella se dio cuenta de que estaba molesto y sintió mariposas en el estómago.

– Lucy quería ravioles -explicó en tono de disculpa.

– Lucy siempre quiere ravioles. Irene…

Ella se dirigió a la puerta trasera y llamó a las niñas, que estaban en su casita de juegos, a través de la malla.

– ¡Niñas! ¡Ya es hora de cenar!

– Irene, te agradezco tu ayuda, pero…

– No. No digas más. Sólo iba a poner la comida en la mesa y después me iba a marchar. Te lo aseguro, Eddie.

Aunque Irene trató de ocultar sus lágrimas, Eddie notó de inmediato que le brillaban en los ojos. Verla así lo hizo sentirse muy mal y terminó por ablandarse.

– Escucha, te tomaste la molestia de preparar esta magnífica cena. Es justo que te sientes y comas con nosotros.

Las niñas irrumpieron empujándose.

– ¿Ya están los ravioles? -exclamó Lucy.

La comida estaba servida en la mesa, caliente y con un olor delicioso, y aunque Irene le dirigió una mirada anhelante, lo hizo mientras retrocedía.

– Mamá me espera -le aseguró a Eddie. Luego se dirigió a sus sobrinas-: Niñas, asegúrense de lavarse bien antes de comer. Vengan a darme un abrazo. Adiós, corazón. Adiós, querida -las abrazó a las dos y en seguida salió a toda prisa.

Las niñas corrieron al lavabo para tomar la barra de jabón, mientras Eddie seguía a Irene hasta la puerta del frente; se sentía culpable por resentir su amabilidad. Recordó las palabras de la hermana Regina. Irene sólo pretendía ayudar. Además, probablemente necesitaba estar cerca de él y de las niñas para poder vencer su propia e inmensa pena.

La alcanzó y le puso una mano en el hombro.

– Irene.

– Eddie, no quise… bueno, tú sabes.

El le apretó el hombro y luego dejó caer la mano.

– Lo sé.

Ella se volvió a mirarlo.

– ¿Qué quieres que haga?

– Necesito tu ayuda, Irene -admitió Eddie con un suspiro.

– De acuerdo entonces. ¿Quieres que venga mañana?

– Sí, si no te molesta -respondió él, resignado.

Ella abrió la puerta y afirmó:

– Aquí estaré.

Eddie la miró salir corriendo hasta la camioneta que estaba estacionada junto a la acera. Irene subió y se marchó con una prisa poco usual en ella. Él se dio cuenta de lo mucho que la había lastimado sin querer.


La comida que Irene les había preparado estaba deliciosa. Apresuró a las niñas para que terminaran de cenar, le avisó a la señora Plotnik, su vecina de al lado, que saldrían a jugar con un grupo de chicos del rumbo y después corrió a la iglesia a tocar el ángelus. Cuando regresó a casa se puso a lavar los platos y llamó a las niñas para que tomaran su baño.

Llenó de agua la bañera y las dejó con órdenes de no tocar el talco de su madre. Un minuto después cerró la puerta del baño, pero ésta se abrió de nuevo y Anne salió y le tendió una nota.

– Mira lo que me encontré en el cesto de la ropa sucia, papá.

La nota estaba escrita con lápiz y la letra era casi ilegible. Sin hacer caso de los errores de ortografía y puntuación, la nota decía:


Eddie, me llebe tu ropa a casa para lavar Y puedes venir por ella mañana y ya estará planchada tía Katy.


La tía Katy Gaffke era hermana de su madre. Vivía a dos minutos a pie, de la casa de Eddie. Polaca de nacimiento, nunca había sido muy buena para escribir en el idioma del país que la acogió, pero él entendió el mensaje y el amor ocultos en aquel acto de caridad.

Al día siguiente, cuando pasó a verla a su casa, encontró sus camisas recién planchadas y colgadas en la puerta de la cocina, y a la tía Katy sentada en una mecedora baja, sin brazos, en su porche cerrado con cristal, profundamente dormida.

Se inclinó y le tocó el hombro.

– ¿Tía Katy?

Ella despertó con un ligero sobresalto.

– Eddie, no te oí llegar -lo vio y le dijo-: Siéntate, siéntate.

Se sentó en el sofá cama, que estaba cubierto con gruesos tapetes hechos en casa, que hacían que el colchón fuera casi tan duro como un banco de la iglesia.

– Aprecio mucho que hayas lavado y planchado nuestra ropa, tía Katy -comenzó él.

Ella hizo un gesto con la mano para restarle importancia.

– Me da algo qué hacer.

– Me gustaría pagarte.

– Tal vez te gustaría, pero no lo harás. Lo que es más, pretendo seguir yendo por tu ropa todos los lunes, cuando lavo la mía.

El se levantó y la besó en la frente. Luego volvió a sentarse. Su tía olía a jabón de lejía hecho en casa y a fiambre de cerdo.

– ¿Cómo están las niñas? -preguntó.

– Irene viene por las mañanas a vestirlas para la escuela.

– ¿Y por las tardes?

– Ha estado viniendo también, pero creo que es mucho pedirle.

– Diles que vengan conmigo. Jugarán aquí después de la escuela tan bien como lo harían en su propia casa.

– ¿Estás segura?

– Me harán compañía. Los días se han vuelto muy largos para mí desde que tu tío Tony murió.

– ¿De verdad estás segura, tía Katy?

– Todavía no han aprendido a hacer tapetes caseros, ¿verdad?

– No.

– Bueno, tienen que aprender, ¿no lo crees? Yo las mantendré ocupadas. Cuenta con ello.


Y así fue como establecieron una rutina. Por las mañanas Irene llegaba antes de la hora de la escuela y por las tardes la tía Katy las cuidaba. Preparaba la cena para los cuatro y les enseñó a las niñas a secar los platos. El día de lavado Eddie corría hasta la casa de su tía a media mañana y le ayudaba a sacar y vaciar en el patio las tinas en las que lavaba. Los sábados limpiaba su propia casa. Las niñas aprendieron a sacudir y a desempolvar las alfombras. Los domingos se peinaban ellas mismas lo mejor que podían. Y los días de escuela, a las cuatro, Eddie no tenía nada de qué preocuparse.

Browerville era un pueblo pequeño y seguro donde los padres vigilaban a todos los niños por igual, no sólo a los suyos. Cada adulto del pueblo sabía no sólo cómo se llamaban todos los pequeños, sino que también conocía el nombre de sus perros. Las puertas nunca estaban cerradas, así que las niñas podían entrar en cualquier casa y pedir lo que necesitaran. Si se caían y requerían de una tirilla, alguien de seguro se las pondría. Si les diera hambre y quisieran un bocadillo, cualquiera les habría ofrecido un vaso de leche y galletas. Si se sintieran tristes y necesitaran a su madre, siempre habría un par de brazos amorosos que las consolarían.

Sí, sus amigos, vecinos y parientes se ocupaban de todo. De todo, menos de la soledad.

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