PRÓLOGO

Constantinopla

1341-1346

Era temprano por la mañana y la niebla, como una gasa gris deshilachada, se extendía sobre las aguas tranquilas del Cuerno de Oro. La ciudad de Constantino dormía, ignorante de que su emperador había muerto.

Un personaje solitario salió del Palacio Imperial sin que los guardias lo interrogaran y cruzó el vasto parque verde de detrás del Senado. El hombre que caminaba tan resueltamente en dirección al Palacio de Mangana era Juan Cantacuceno, desde hacía trece años verdadero gobernante del tambaleante Imperio bizantino. Detrás de Juan estaba Andrónico III, yaciendo ya en su féretro.

El gentil Andrónico había sido responsable, sin quererlo, del asesinato de su hermano menor y de la subsiguiente muerte prematura de su propio padre. Se había visto obligado a destronar a su furibundo abuelo, Andrónico II. El viejo había jurado matarle. Para erigirse en emperador, Andrónico había contado con la eficaz ayuda de su buen amigo Juan Cantacuceno, una de las inteligencias más brillantes de Bizancio.

Pero Andrónico III, una vez satisfecho el deseo de su corazón, resultó que prefería la caza, las fiestas y las mujeres hermosas a las cargas del Estado. Aquellos enojosos asuntos los dejaba en manos de su amigo de confianza, el canciller Juan Cantacuceno. El canciller trabajaba duro. Gobernaba suavemente. Todos los deseos del emperador se veían satisfechos.

La madre del emperador, Xenia-María, y la esposa de aquél, Ana de Saboya, desconfiaban de Juan Cantacuceno. Sabían que el canciller era ambicioso. Pero Andrónico se negaba a destituir al amigo que tan bien le había servido.

Pero ahora Andrónico había muerto y su heredero aún no había cumplido once años. La familia real había triunfado sobre Juan Cantacuceno al obtener un documento firmado por Andrónico en su lecho de muerte, que designaba a la emperatriz Ana como única regente del joven emperador. La guerra civil era inminente. Juan Cantacuceno no estaba dispuesto a tolerar que la vengativa madre italiana del muchacho y sus sacerdotes gobernasen el Imperio.

Sin embargo, Juan tenía que poner primero a salvo a su familia. La emperatriz no repararía en recurrir al asesinato. Pero tampoco él se pararía en barras, pensó sonriendo Juan.

Su hijo mayor, Juan, de quince años, se quedaría con él. Mateo, que tenía seis, sería puesto en sagrado, en el monasterio anejo a la iglesia de San Andrés, cerca de la Puerta de Pege. Su segunda esposa, Zoé, sus hijas y su sobrina se alojarían en conventos. Juan estaba seguro de que la devota Ana no violaría los refugios religiosos.

Su primera esposa, María de Bursa, había muerto cuando su hija mayor, Sofía, tenía casi tres años, y el pequeño Juan, cinco. Él le había guardado luto durante un año y, entonces, se había casado con una princesa griega, Zoé de Macedonia. Diez meses más tarde había nacido Elena, que ahora tenía ocho años, seguida dieciocho meses más tarde por el hijo menor y, al cabo de dos años, por su hija más pequeña, Teadora, que tenía ahora cuatro y medio. Dos hijos gemelos habían muerto un año después a causa de una epidemia. Zoé estaba de nuevo embarazada.

Juan entró en el Palacio de Mangana y se dirigió a toda prisa a sus habitaciones, donde lo recibió su criado León.

– ¿Ha muerto, mi señor?

– Sí -respondió Juan-. Hace unos minutos. Lleva a Mateo a San Andrés, inmediatamente. Yo despertaré a mi esposa y a las niñas.

Se dirigió corriendo al ala destinada a las mujeres, sorprendiendo a los guardias eunucos que dormitaban delante de las puertas.

– Despídete de Mateo, amor mío -dijo a Zoé-. León lo llevará inmediatamente a San Andrés.

No era momento para discusiones prolongadas.

Entonces pasó al dormitorio que compartían Sofía y Eudoxia y las despertó.

– Vestios. El emperador ha muerto. Iréis a Santa María de Blanquerna para estar seguras.

Sofía se estiró lánguidamente y su camisón se deslizó, dejando al descubierto un pecho rollizo y dorado. Sacudió hacia atrás los cabellos negros como el azabache y frunció los rojos labios. Cada día se parecía más a su madre, pensó él. Si no podían casarla en seguida, un convento sería el mejor lugar para ella.

– ¡Oh, padre! ¿Por qué tenemos que ir a un convento? Con la guerra civil habrá muchos apuestos soldados por ahí.

El no perdió tiempo en discusiones, pero no le pasó inadvertida la expresión licenciosa de su mirada.

– Disponéis de cinco minutos -dijo severamente, dirigiéndose a toda prisa al dormitorio de sus otras hijas. Aquí se detuvo para contemplar con satisfacción a las dos pequeñas que estaban durmiendo.

La adorable Elena se parecía mucho a Zoé, con sus cabellos rubios como el sol y sus ojos azules como el cielo. En definitiva, se casaría con el niño emperador que era el heredero de Andrónico.

La pequeña Teadora dormía con el pulgar en la boca, visible el suave perfil de su cuerpecito inocente a través del tenue tejido de algodón. Era la hija misteriosa. Juan se maravillaba a menudo de que, entre todos sus hijos, fuera la única en poseer una mente rápida e intuitiva como la de él. Aunque apenas salida de la primerísima infancia, Teadora parecía mucho mayor. Sus facciones eran delicadas, como lo habían sido las de su madre: cuando creciese, sería de una belleza extraordinaria. Su color era único en la familia. La piel era como la crema de leche, con unos suaves toques rosados de albaricoque en las mejillas. Los cabellos eran oscuros, del color de la caoba bruñida, y resplandecían con destellos dorados. Unas pestañas extraordinariamente largas, negras pero con las puntas de oro, velaban los ojos sorprendentes de Teadora, unos ojos que cambiaban desde el color amatista a un púrpura intenso. Juan se sorprendió de pronto al ver aquellos ojos abiertos y fijos en él.

– ¿Qué pasa, padre?

Él le sonrió.

– Nada que debas temer, pequeña. El emperador ha muerto, y tú, Elena y vuestra madre pasaréis un tiempo en Santa Bárbara.

– ¿Habrá guerra, padre?

De nuevo le sorprendió, y también se sorprendió a sí mismo al responder francamente:

– Sí, Teadora. La emperatriz fue designada por el emperador en su lecho de muerte. Es la única regente.

La niña asintió con la cabeza.

– Despertaré a Elena, padre. ¿Disponemos todavía de mucho tiempo?

– Sólo el necesario para vestiros -respondió él.

Salió de la habitación, sacudiendo la cabeza al ver la rapidez con que había captado ella la situación. ¡Ojalá hubiese sido un chico!

Teadora Cantacuceno se levantó de la cama. Vertió tranquilamente agua en una jofaina y se lavó la cara y las manos. Entonces se puso una sencilla túnica verde sobre la camisa y calzó unas botas de calle sobre los menudos pies. Volvió a llenar la jofaina con agua limpia y sacó un vestido de color de rosa y otro par de botas.

– Elena -llamó-. Elena, ¡despierta!

Elena abrió sus hermosos ojos azules y miró con irritación a su hermana pequeña.

– Apenas ha amanecido, mocosa. ¿Por qué me despiertas?

– ¡El emperador ha muerto! Tenemos que ir a Santa Bárbara con nuestra madre. Vístete, o te quedarás aquí y la vieja Xenia-María te meterá en su cámara de tortura.

Elena saltó de la cama.

– ¿Adónde vas tú? -gritó.

– A buscar a nuestra madre. ¡Date prisa, Elena!

Teadora encontró a su madre despidiéndose de Mateo fuera del palacio. La niña y su hermano sólo se llevaban dos años y habían estado siempre muy unidos. Ahora se abrazaron y Mateo murmuró:

– Tengo miedo, Tea. ¿Qué será de nosotros?

– No nos pasará nada -le tranquilizó ella. Señor, ¡qué chico tan simpático!, pensó-. Nuestro padre nos encierra en la iglesia para mayor seguridad. Pronto volveremos a estar juntos. Además, te sentará bien librarte de todas las mujeres.

El se animó al oír sus palabras y, después de abrazarla, se volvió de nuevo a su madre. La besó, montó a caballo y se alejó resueltamente, seguido de cerca por León.

Después salieron Sofía y Eudoxia, escoltadas, para su satisfacción, por una tropa de guardias de los Cantacuceno. Las chicas se pavoneaban y reían entre dientes, chocando deliberadamente con los jóvenes soldados, frotando sus pechos oscilantes contra los brazos y las espaldas varoniles. Zoé las amonestó vivamente. Ellas la miraron con mal talante, pero obedecieron. Era una buena madrastra, más liberal que la mayoría de ellas, y ambas niñas los sabían.

Juan Cantacuceno acompañaría a su esposa y a las dos hijas pequeñas. Había distribuido prudentemente a su familia entre varias residencias, para ocultar mejor su paradero. El monasterio de Mateo estaba cerca de la Puerta de la Pege, en el extremo occidental de la ciudad. El convento de Sofía y Eudoxia estaba cerca de la Puerta de Blanquerna, en la parte nororiental de la urbe. Zoé y las pequeñas estarían en Santa Bárbara, a orillas del río Lycus, fuera de la antigua muralla de Constantino, cerca de la Quinta Puerta Militar.

Juan ayudó a su esposa embarazada a acomodarse junto a Teadora y Elena en su litera. Casi había amanecido y los colores del arco iris se tamizaban a través de las nubes grises y doradas, moteando las aguas del Cuerno de Oro.

– ¡Es la ciudad más hermosa del mundo! -suspiró Teadora-. Nunca querré vivir en otro lugar.

Zoé sonrió a su hija pequeña.

– Puede que tengas que hacerlo, Tea. Algún día podrías casarte con un príncipe que viva en otro lugar. Entonces tendrías que marcharte de aquí.

– ¡Preferiría morir! -declaró apasionadamente la niña.

Zoé sonrió de nuevo. Teadora podía tener la inteligencia brillante de su padre, pero seguía siendo una hembra. Tarde o temprano tendría que aprender a aceptarlo. Algún día conocería a un hombre y entonces, pensó Zoé, la ciudad le importaría muy poco.

Pasaron por delante de Santa Teodosia y, aunque estaban aún en la ciudad, el paisaje era más suburbano, con villas de aspecto confortable, construidas en medio de deliciosos jardines. Cruzaron el puente sobre el río Lycus y abandonaron la Vía Triunfal para seguir por una carretera sin pavimento. Al cabo de aproximadamente un kilómetro y medio, otro giro a la derecha los llevó a las grandes puertas de bronce emplazadas dentro de los muros de ladrillo enjalbegados del convento de Santa Bárbara. Después de entrar los recibió la reverenda madre Tamar. Juan Cantacuceno hincó la rodilla y besó el anillo de la fina mano aristocrática que ella le tendía.

– Pido asilo en sagrado para mis hijas, mi esposa y la criatura que lleva en su seno -pidió, formalmente.

– Les concedemos asilo, mi señor -respondió la alta y austera mujer.

El se levantó, ayudó a Zoé a bajar de la litera y la presentó. Al ver a las niñas, el semblante de la madre Tamar se suavizó.

– Mis hijas, la princesa Elena y la princesa Teadora -dijo pausadamente Juan.

Ya, pensó la monja. ¡Así están las cosas! Bueno, su familia tiene derecho a estos títulos, aunque raras veces los han utilizado.

Juan Cantacuceno llevó a su esposa a un lado y habló en voz baja con ella durante unos momentos; después la besó cariñosamente. Luego habló con sus hijas.

– Si soy una princesa, tendré que casarme con un príncipe, ¿no es verdad, padre? -preguntó Elena.

– Eres princesa, querida, pero pretendo que algún día llegues a ser emperatriz.

Elena abrió de par en par los ojos azules. Después preguntó:

– Y Tea, ¿será también emperatriz?

– Todavía no he elegido un marido para Teadora.

Elena dirigió una mirada triunfal a su hermana pequeña.

– ¿Por qué no la casas con el Gran Turco, padre? ¡Tal vez a él le gusten los ojos violáceos!

– Nunca me casaría con ese viejo infiel -exclamó Teadora-. Además, nuestro padre no consentiría nunca que fuese desgraciada. ¡Y con esta boda lo sería, ciertamente!

– Tendrías que casarte con él si nuestro padre lo ordenase. -Elena era insoportablemente pretenciosa-. Y entonces tendrías que marcharte de la ciudad. ¡Para siempre!

– Si me casara con aquel viejo -replicó Teadora-, haría que levantase un ejército para capturar la ciudad. ¡Entonces sería yo, y no tú, su emperatriz!

– ¡Elena! ¡Teadora! -las riñó suavemente Zoé.

Pero Juan Cantacuceno se rió de buen grado.

– Ay, chiquita -se chanceó, revolviendo los cabellos de Teadora-, ¡tendrías que haber sido un chico! ¡Qué ardor! ¡Qué espíritu! ¡Qué maldita mente lógica! Te buscaré el marido que más te convenga; te lo prometo.

Se inclinó y besó a sus dos hijas; después cruzó la puerta, montó a caballo, agitó una mano y se alejó al galope, seguro de que su familia estaba a salvo. Ahora podía empezar su lucha por el trono de Bizancio.

No era una guerra fácil, pues la población de Bizancio estaba dividida en cuanto a lealtad. Tanto los Paleólogo como los Cantacuceno eran familias antiguas y respetadas. ¿Apoyaría el pueblo al joven hijo de su difunto emperador o al hombre que, en la práctica, había gobernado el Imperio durante años? También había la arraigada sospecha, alentada por la facción Cantacuceno, de que la emperatriz Ana de Saboya pretendía llevar de nuevo a Bizancio hacia la odiada Roma.

Juan Cantacuceno y su hijo mayor salieron de la ciudad para conducir sus fuerzas contra el joven Juan Paleólogo. Ninguno de los bandos quería causar daño a su amada ciudad de Constantino. La guerra se desarrollaría fuera de la capital.

Aunque Cantacuceno prefería la diplomacia a la guerra, no había alternativa. Las dos emperatrices viudas deseaban su muerte, y lo que hubiese debido ser una rápida victoria se convirtió en una guerra que duró varios años, mientras los volubles bizantinos cambiaban constantemente de bando. Por fin Juan Cantacuceno buscó la ayuda de los turcos otomanos que gobernaban al otro lado del mar de Mármara. Aunque los soldados mercenarios de Bizancio combatían bien, Cantacuceno no podía estar nunca seguro de cuántos podía perder en favor de un mejor postor. Necesitaba un ejército en el que pudiese confiar.

El sultán Orján había recibido ya una petición de ayuda de los Paleólogo. Desgraciadamente, sólo le habían ofrecido dinero, y el sultán sabía que su tesoro imperial estaba vacío. Juan Cantacuceno le ofreció oro (en realidad lo tenía), la fortaleza de Tzympe, en la península de Gallípoli, y su hija menor, Teadora. Si Orján aceptaba la oferta, Tzympe daría a los turcos su primer punto de apoyo en Europa, y sin derramar ni una gota de sangre. Era un ofrecimiento demasiado tentador para rehusarlo, y el sultán aceptó. Envió seis mil de sus mejores soldados a Juan Cantacuceno y, junto con las fuerzas bizantinas, tomaron las ciudades costeras del mar Negro, asolaron Tracia y amenazaron seriamente Adrianópolis. Poco después, pusieron sitio a Constantinopla, adonde había huido el joven emperador.

A salvo detrás de los muros del convento de Santa Bárbara, la pequeña Teadora no sabía nada de su proyectado matrimonio con un hombre que tenía cincuenta años más que ella. Pero su madre sí que lo sabía y lloró al pensar en que habría de sacrificar a su exquisita hija. Sin embargo, tal era la suerte de las princesas reales, cuyo único valor se basaba en el comercio matrimonial. Zoé creía realmente que el sultán sólo había ayudado a Juan porque deseaba a Teadora. Zoé era una mujer devota y la Iglesia mantenía vivos los relatos acerca de las malas costumbres de los infieles. A la ansiosa madre no se le ocurrió pensar que el sultán estaba sobre todo interesado en Tzympe.

Fue Elena quien dio maliciosamente la noticia a su hermana menor. Cuatro años mayor que Teadora, era bella como un ángel, de cabellos de oro y adorables ojos azules. Pero no era un ángel. Era egoísta, vanidosa y cruel. La amable Zoé no ejercía influencia sobre Elena.

Un día en que la madre Tamar había dejado solas a las niñas para que practicasen con un nuevo bordado, Elena murmuró:

– Te han elegido un marido, hermana. -Después, sin esperar a que Teadora preguntase quién era él, prosiguió-: Vas a ser la tercera esposa del viejo infiel. Pasarás el resto de tus días encerrada en un harén… ¡mientras que yo gobernaré en Bizancio!

– ¡Mientes! -la acusó Teadora.

Elena rió entre dientes.

– No, no miento. Pregúntaselo a nuestra madre. Llora bastante a menudo últimamente. Padre necesitaba soldados de quienes pudiese fiarse, y te ofreció a cambio de ellos. Tengo entendido que a los turcos les gusta tener niñas pequeñas en la cama. ¡Incluso niños! Ellos… -y bajó la voz para describir una perversión particularmente ruin.

Teadora palideció y resbaló despacio hasta el suelo, en un desmayo. Elena la miró con curiosidad durante unos momentos y después gritó pidiendo ayuda. Cuando su madre la interrogó, la niña dijo descaradamente que no sabía por qué se había desmayado su hermana, mentira que se descubrió rápidamente cuando Teadora recobró el conocimiento.

Raras veces castigaba Zoé físicamente a sus hijos, pero en esta ocasión abofeteó varias veces la cara presuntuosa de Elena.

– Lleváosla -ordenó a la servidumbre-. Lleváosla de aquí, antes de que la mate a palos. -Entonces tomó a su hija menor en sus cariñosos brazos-. Ven aquí, pequeña. Ven aquí, mi amor. La cosa no es tan mala.

Teadora sollozó.

– Elena me ha dicho que al sultán le gusta tener niñas pequeñas en la cama. ¡Ha dicho que me haría daño! Que cuando un hombre ama a una mujer, le hace daño, y que con las niñas pequeñas es peor. ¡Yo no soy todavía una mujer, madre! ¡Seguro que me moriré!

– Tu hermana es deliberadamente cruel y también está mal informada, Teadora. Sí, te casarás con el sultán. Tu padre necesitaba la ayuda que podía prestarle Orján, y tú no estabas todavía prometida. Es honroso deber de una princesa servir a su familia con un matrimonio ventajoso. Si no, ¿para qué sirve una mujer?

»Sin embargo, no vivirás en la casa del sultán hasta que empieces a dar señales con tu sangre de que eres mujer. Tu padre ha impuesto esta condición. Si tienes suerte, Orján morirá antes y tú volverás a casa para contraer un buen matrimonio cristiano. Mientras tanto, residirás en tu propia casa, a salvo dentro de los muros del convento de Santa Catalina, en Bursa. Tu presencia allí será garantía de la ayuda otomana a tu padre.

La niña sorbió por la nariz y se arrimó a su madre.

– No quiero ir. Por favor, no me hagas ir, madre. Antes prefiero profesar y permanecer aquí, en Santa Bárbara.

– ¡Hija mía! -Teadora miró, sobresaltada, la cara afligida de su madre-. ¿No has oído lo que te he dicho? -exclamó Zoé-. Eres Teadora Cantacuceno, princesa de Bizancio. Tienes un deber. Este deber es ayudar a tu familia lo mejor que puedas, y nunca has de olvidarlo, hija mía. Cumplir el deber no siempre resulta agradable, pero es lo que nos separa de la chusma. Ésta sólo piensa en satisfacer sus bajos instintos. Tú no debes rehuir nunca tu deber, hija querida.

– ¿Cuándo debo marcharme? -murmuró la niña.

– Tu padre pone sitio a la ciudad. Cuando la tome, ya veremos.

Pero Constantinopla no era fácil de tomar, ni siquiera por unos de los suyos. Por el lado de tierra, las murallas, de veinticinco pies de grueso, se alzaban a tres niveles detrás de un foso de dieciocho metros de anchura y seis de profundidad. Normalmente seco, el foso era inundado durante un asedio por una serie de caños. La primera muralla era baja, empleada para resguardar a una línea de arqueros. La siguiente se alzaba a ocho metros por encima del segundo nivel y protegía a más soldados. Más allá estaba el tercero y más sólido baluarte. En las torres, de unos veinte metros de altura, había arqueros, máquinas de fuego griegas y catapultas.

Por el lado de mar, Constantinopla estaba protegida por una sola muralla con torres que se alzaban a intervalos regulares, y que encerraba también cada uno de sus siete puertos. A través del Cuerno de Oro se había tendido una gruesa cadena que impedía el paso a embarcaciones no deseadas. Y al otro lado del Cuerno, las dos poblaciones de Gálata y Pera estaban también bien amuralladas.

La ciudad estaba bajo asedio desde hacía un año. Y durante este año, sus puertas habían permanecido cerradas para Juan Cantacuceno. Pero la presencia de su ejército junto al lado de tierra de la ciudad, y la flota del sultán frente a los puertos, estaban causando un pernicioso efecto. La comida y otros artículos de primera necesidad empezaban a escasear. Las fuerzas de Cantacuceno encontraron la fuente de uno de los principales acueductos y desviaron el agua, de modo que el suministro quedó cortado para Constantinopla.

Entonces estalló la peste. Murió la hija menor, a quien Zoé Cantacuceno había dado a luz en el refugio. Temeroso de perder también a Teadora, y con ella, la ayuda del sultán, Juan Cantacuceno buscó la manera de que su esposa y sus dos hijas menores pudiesen huir de la ciudad.

En el convento de Santa Bárbara, sólo dos personas estaban enteradas de la partida: la reverenda madre Tamar y la hermanita portera. La noche elegida no había luna y, por una afortunada coincidencia, estalló una tormenta.

Vistiendo el hábito de la orden que las había amparado, Zoé y sus hijas salieron de noche y se dirigieron a la Quinta Puerta Militar. A Zoé le palpitaba con fuerza el corazón y le temblaba la mano con que sostenía la linterna que alumbraba su camino. Durante toda su vida había estado rodeada de esclavos. Nunca había andado a pie por la ciudad y, mucho menos, sin escolta. Era la mayor aventura de su vida y, aunque asustada, caminaba con resolución, respirando y dominando el miedo

El viento agitaba sus toscas y negras faldas. Grandes goterones de lluvia empezaron a salpicarlas. Elena gimió y su madre le ordenó severamente que se callase. Teadora mantenía gacha la cabeza, caminando tenazmente. Los meses durante los cuales su padre había asediado la ciudad habían sido un respiro para ella. Y al término de este viaje la esperaba su prometido, el sultán. Teadora lo temía. A pesar de las palabras tranquilizadoras de su madre, no podía librarse de los malos augurios de Elena, y estaba asustada. Pero no lo demostraba. No quería dar a Elena esta satisfacción, ni afligir más a su madre.

La Quinta Puerta Militar se alzó ante ellas y Zoé buscó el salvoconducto debajo de su hábito. Había sido firmado por un general bizantino que estaba en la ciudad y era amigo de Juan Cantacuceno. Zoé se aseguró de que sus hijas tuviesen bien cubierto el rostro por el espeso velo negro.

– Recordad -les advirtió-que debéis mantener siempre bajos los ojos, ocultar las manos en las mangas del hábito y no pronunciar ni una palabra. Elena, sé que has llegado a una edad en que los hombres jóvenes te fascinan, pero recuerda que no deben interesar a las monjas. Si coqueteases y llamases la atención, nos capturarían. Y entonces no llegarías nunca a ser emperatriz; así pues, no olvides mis palabras.

Un momento más tarde, un joven soldado les cerró el paso.

– ¡Alto! ¿Quién vive?

Se detuvieron.

– Soy la hermana Irene, del convento de Santa Bárbara -anunció Zoé-. Mis dos ayudantes y yo nos dirigimos a extramuros, a asistir a una mujer que está de parto. Éste es mi salvoconducto.

El guardia miró brevemente el pergamino.

– Mi capitán os recibirá en el cuarto de guardia, buena hermana. Vos y vuestras acompañantes podéis seguir adelante. -Señaló la escalera de la torre y una puerta que había en el rellano.

Subieron despacio por la escalera sin barandilla, azotadas por el fuerte viento, en el lado de la torre. Elena resbaló una vez y lanzó un grito de espanto. Teadora la sujetó y la mantuvo en pie. Por fin llegaron a su meta. Empujaron la puerta y entraron en el cuarto de guardia.

El capitán tomó el pergamino de la blanca y fina mano de Zoé.

– ¿Sois médico? -preguntó.

En Bizancio no era raro que hubiese mujeres médicos. -Sí, capitán.

– ¿Querríais echarle una mirada a uno de mis hombres? Hoy se ha caído y creo que se ha roto una muñeca.

– Desde luego, capitán -respondió amablemente Zoé, con más seguridad de la que sentía-. Pero, ¿podría hacerlo a mi regreso? El caso de su hombre no es desesperado, y la mujer a quien vamos a atender es la joven esposa de un viejo mercader que no tiene hijos. Siempre ha sido muy generoso con santa Bárbara, y su ansiedad es grande.

Teadora escuchaba con verdadero asombro. La voz de Zoé era tranquila, y su excusa, plausible. En aquel momento, el respeto de Teadora por su madre se centuplicó.

– Sufre fuertes dolores, hermana -objetó el capitán. Zoé sacó una cajita de su hábito y tomó de ella dos pequeñas píldoras doradas.

– Haga que su hombre tome esto -dijo-. Le calmará el dolor y dormirá hasta que yo regrese.

– Gracias, buena hermana. ¡Soldado Basilio! Acompañe a la doctora y a sus monjas hasta el portalón del foso. Saludó correctamente y les deseó buen viaje. Ellas siguieron en silencio al soldado por varios tramos de escalera y un largo corredor de piedra, de paredes mojadas y cubiertas de moho verde. Aquel túnel estaba húmedo y muy frío. El pasillo estaba iluminado a intervalos con antorchas en soportes de hierro herrumbroso.

– ¿Dónde estamos? -preguntó Zoé a su guía. -Debajo de las murallas, señora -respondió aquél-. Las dejaré en una pequeña poterna al otro lado del foso. -¿Pasaremos por debajo del foso? -Sí, hermana -sonrió el soldado-. Sólo medio metro de tierra y unas pocas baldosas entre nosotros y casi un mar de agua.

Al caminar detrás de su madre, Teadora sintió una oleada de pánico en el pecho, pero la dominó con valentía. A su lado, la pálida Elena respiraba a duras penas. Lo que nos faltaba, pensó Teadora: ¡que Elena se nos desmaye! Alargó una mano y pellizcó con fuerza a su hermanita mayor. Elena ahogó una exclamación y le lanzó una mirada envenenada, pero el color empezó a volver a sus mejillas.

Delante de ellas había una pequeña puerta en la pared. El soldado se detuvo, volvió a encender la linterna de Zoé, introdujo una llave muy grande en la cerradura y le dio la vuelta lentamente. La puerta se abrió sin ruido y el viento penetró en el túnel, sacudiendo los hábitos. La linterna vaciló.

– Buena suerte, hermanas -deseó el soldado, mientras ellas se adentraban en la noche.

La puerta se cerró rápidamente a sus espaldas. Guardaron silencio durante un momento; después, Zoé levantó la linterna y dijo:

– Aquí está el camino. Vuestro padre dijo que lo siguiéramos hasta que encontrásemos a sus hombres. Vamos, hijas mías, no pueden estar lejos.

Habían andado unos minutos cuando Teadora suplicó: -Espera un momento, madre. Quisiera echar una última mirada a la ciudad. -Su joven voz tembló-. Tal vez no volveré a verla. -Se volvió, pero sólo distinguió las grandes murallas y las torres, que se recortaban oscuras sobre un cielo casi impenetrable. Suspiró decepcionada y dijo tristemente-: Sigamos adelante.

Ahora la lluvia era más intensa, sacudida por el viento. Caminaron mucho rato. La pesada ropa se hizo todavía más pesada con la lluvia, y llevaban los zapatos empapados. Cada paso era un tormento. De pronto oscilaron unas luces delante de ellas. En seguida las rodearon unos soldados y vieron la cara amiga de León.

– ¡Majestad! ¡Loado sea Dios, ya que al fin estáis a salvo con nosotros, y las princesas también! No estábamos seguros de que pudieseis venir esta noche, a causa del tiempo.

– El tiempo ha sido un don de Dios, León. No había nadie en las calles que pudiese observar nuestro paso. Sólo hemos visto tres personas desde que salimos del convento. Todas ellas soldados.

– ¿No habéis tenido obstáculos, majestad? -Ninguno, León. Pero estoy ansiosa de ver a mi marido. ¿Dónde está?

– Esperando en el campamento principal, a pocos kilómetros de aquí. Si Vuestra Majestad me lo permite, os ayudaré a subir al carro. Lamento que sea un tosco medio de transporte, pero siempre es mejor que ir andando.

Los días siguientes fueron confusos para Teadora. Habían llegado sanas y salvas al campamento de su padre, donde les esperaba un baño caliente y ropa seca. Ella durmió unas pocas horas y la despertaron para emprender el viaje a Selimbria, donde su padre había instaurado la capital temporal. Fueron dos largos días en carro, por caminos enfangados y bajo lluvias torrenciales.


Habían transcurrido casi seis años desde que ella y su padre se habían visto por última vez. Juan Cantacuceno abrazó a su hija y la echó atrás para poder mirarla a placer. Satisfecho con lo que veía, sonrió y dijo:

– Orján Gazi estará contento contigo, Tea. Te estás convirtiendo en una auténtica beldad, hija mía. ¿Has tenido ya tu primera sangre?

– No, padre -respondió tranquilamente ella, y que sea por muchos años, pensó.

– Lástima -replicó el emperador-. Tal vez debería enviarle a tu hermana en vez de a ti. A los turcos les gustan las rubias, y ella es ya una mujer.

¡Sí, sí!, pensó Teadora. ¡Envía a Elena!

– No, Juan -intervino Zoé Cantacuceno, levantando la mirada de su bordado-. Tea cumplirá gustosa su deber para con nuestra familia. ¿Verdad que sí, mi amor?

– Sí, madre -murmuró Teadora.

Zoé sonrió.

– El joven Paleólogo tiene diecisiete años, un joven en condiciones de acostarse con su esposa. Elena tiene catorce y puede recibir un marido. Deja las cosas como están, mi señor.

– Tienes razón, amor mío -dijo Juan, asintiendo con la cabeza.

Y varios días más tarde, se celebró la boda de Teadora. El novio no estuvo presente, sino que fue representado por un apoderado cristiano. Después, la novia fue llevada al campamento militar del emperador, donde ascendió a un trono enjoyado, en un pabellón alfombrado que el sultán envió para la ocasión. El trono estaba rodeado de cortinas de seda roja, azul, verde, plata, púrpura y oro. Abajo, soldados cristianos y musulmanes presentaban orgullosamente armas. Solamente Juan, como emperador, montaba a caballo. A una señal suya, se descorrieron las cortinas del pabellón y apareció la novia, rodeada de eunucos arrodillados y de antorchas nupciales.

Flautas y trompetas proclamaron que Teadora Cantacuceno era desde aquel instante esposa del sultán Orján. Mientras, el coro entonaba alegres canciones por la felicidad de la novia y encomiando su caridad y su devoción a la Iglesia. Teadora guardaba silencio a solas con sus pensamientos. En la iglesia había estado enfurruñada, pero su madre le había advertido después que, si no parecía feliz, esto molestaría a los soldados. Por consiguiente, había adoptado una sonrisa fija.

A la mañana siguiente, cuando estaban a punto de llevársela, sufrió un ataque de llanto y su madre la consoló por última vez.

– Todas las princesas sienten esto cuando se separan por primera vez de sus familias -dijo Zoé-. Yo lo sentí. Pero tú no debes compadecerte, hija mía. Eres Teadora Cantacuceno, princesa de Bizancio. Tu cuna te coloca por encima de todas las demás, y nunca debes mostrar debilidad delante de tus inferiores.

La niña se estremeció y respiró hondo. -¿Me escribirás, madre?

– Con regularidad, querida mía. Y ahora, sécate los ojos. No querrás insultar a tu señor con tus lágrimas.

Teadora hizo lo que su madre ordenaba y la condujeron a un palanquín con cortinas de oro y púrpura. Era para conducirla a un barco que habría de llevarla junto al sultán Orján, quien la esperaba en Scutari, al otro lado del mar de Mármara. El sultán había enviado una tropa de caballería y treinta barcos para escoltar a su esposa.

Teadora parecía pequeña y vulnerable con su túnica azul pálido, a pesar de los elegantes bordados de flores de oro que adornaban los puños, el dobladillo y el cuello. Zoé estuvo a punto de llorar al ver a su hija. La pequeña parecía sofisticada y, sin embargo, sorprendentemente joven.

Ni el emperador ni su esposa la acompañaron al barco. Desde el momento en que Teadora subió al palanquín real, estuvo sola. Y seguiría estándolo durante mucho tiempo.

Un año más tarde, las puertas de Constantinopla se abrieron para Juan Cantacuceno. Varias semanas después de esto, su hija Elena se casó con el joven co-emperador Juan Paleólogo. La boda se celebró con toda la pompa propia de la Iglesia ortodoxa.

Загрузка...