EPÍLOGO BURSA

Los huertos del convento de Santa Catalina yacían tranquilos bajo el frío sol de diciembre. Las ramas desnudas de los árboles susurraban suavemente bajo una débil brisa. Aunque el convento primitivo y sus huertos habían sido destruidos cuando Tamerlán el Tártaro había tomado la ciudad unos veinticinco años antes, los había reconstruidos la princesa Teadora, matriarca de la familia otomana. En el centro del nuevo huerto habían construido una pequeña tumba de mármol. Contendría los restos de la anciana cuando ésta soltase al fin su firme presa sobre la vida.

Tenía ahora noventa años. Había sobrevivido a Orján, a Alejandro y a Murat. Había sobrevivido a todos sus hijos e incluso a su nieto Mohamed. Estaba en paz consigo misma y con sus recuerdos, salvo el de su hijo Bajazet. Pues Bajazet, en su creciente arrogancia, había destruido el imperio que tan concienzudamente construyó Murat. Bajazet había sido responsable de muchas muertes, incluidas la de la gentil Despina e incluso la suya propia en manos del gran guerrero tártaro Tamerlán, que había vencido al joven sultán y a sus ejércitos.

Teadora recordaba demasiado bien el día en que Tamerlán y su ejército entraron en Bursa. Pillaron, saquearon, violaron e incendiaron, en su paso a través de la ciudad. ¡Convirtieron las mezquitas en cuadras para sus caballos! A Tamerlán le tenía sin cuidado la opinión pública. Les mostraría quién era el nuevo amo.

Había dividido el Imperio a su antojo, sorprendiendo a Teadora al aplicar a su familia las mismas medidas lógicas que antaño había empleado Murat para controlar a los Paleólogo. El khan se había reído de la cólera de ella, diciendo:

– Que los cachorros de Bajazet luchen entre ellos por su Imperio. No les causaré verdadero daño y podré volver a Samarcanda seguro de que no dejo ningún cuchillo a mi espalda.

Teadora no podía reconocer la victoria sobre ella.

– Vos habéis retrasado cincuenta años el Imperio -dijo-, pero nosotros triunfaremos al fin. El Imperio se mantendrá y prosperará en tiempos venideros. En cambio, Tamerlán, si es recordado, sólo lo será como uno de muchos molestos incursores mongoles.

La flecha dio en el blanco.

– Mujer, tenéis la lengua de una víbora -espetó él-. No es extraño que hayáis sobrevivido a casi toda vuestra familia. Vuestro veneno os mantiene viva. -Después, confesó de mala gana-: No os parecéis a ninguna hembra que jamás haya conocido. Sois demasiado fuerte para ser una simple mujer. ¿Quién sois, en realidad?

Teadora se dirigió a la puerta de la habitación. Se volvió lentamente y dijo:

– No habéis conocido nunca a ninguna mujer como yo, ni la conoceréis en el futuro.

Su expresión era orgullosa y burlona.

– Soy Teadora Cantacuceno, princesa de Bizancio. Adiós, tártaro.

Y salió.

Ahora, la anciana suspiró. ¡Habían sido tantos años de luchas, de guerra civil! Se había animado cuando su nieto Mohamed subió al poder y restableció un gobierno firme y estable. Pero murió repentinamente y su hijo Murat II se vio obligado a enfrentarse en combate a su hermano menor y matarlo, antes de iniciar la nueva organización de sus tierras. Como su homónimo, el joven Murat II unificó su Imperio. Ahora en él reinaba la paz. Pero lo cierto era que, una vez más, los otomanos se preparaban para avanzar sobre Constantinopla.

Teadora estaba ahora apartada de las tareas de gobierno.

Se había marchado del palacio de Bursa al morir Mohamed. Todos sus viejos amigos habían muerto hacía tiempo, incluidos Iris y Alí Yahya. Por consiguiente, había vuelto a su casita dentro de los muros de Santa Catalina. Desde luego, la atendían bien y la respetaban en sumo grado, pero se sentía sola. Sólo le quedaban sus recuerdos y quería estar donde estos recuerdos eran más vivos.

Aquella tarde paseaba despacio por los huertos silenciosos. Aunque sus cabellos eran de plata, su porte era todavía orgulloso. Se había encogido un poco con los años, pero sus ojos violetas no se habían empañado. Detrás de ella caminaban dos jóvenes monjas cuya tarea era cuidarla. A Teadora no le gustaba su presencia, pero el sultán lo había ordenado. Sin embargo, no permitiría que turbasen sus recuerdos. Como eran dos criaturas sumisas, sólo hablaban cuando su irritable señora les dirigía la palabra. Para ellas, los huertos eran un desnudo lugar invernal. Temblando, se arrebujaron en sus capas negras.

Para Teadora era pleno verano y los árboles estaban cargados de melocotones dorados y maduros.

– ¡Adora!

Ella se detuvo y miró hacia arriba, sorprendida por el sonido de aquella voz después de tantos años. Murat estaba de pie delante de ella tal como lo había visto la primera vez, alto, joven y hermoso. Sus ojos negros centellearon, y se rió de su sorpresa.

– ¡Murat!

– Ven, paloma. -El sonrió y le tendió las manos-. Ha llegado tu hora.

Los ojos de Teadora se llenaron de lágrimas.

– ¡He esperado tanto tiempo a que vinieras a buscarme! -dijo ella y, alargando una mano, tomó la de él.

– Lo sé, paloma. Ha pasado mucho tiempo, pero nunca volveré a dejarte. Ven ahora. No está lejos.

Y Teadora se fue con él sin replicar, deteniéndose sólo un momento para mirar atrás a las dos mujeres que, gritando temblorosamente, se inclinaron sobre el cuerpo encogido de la anciana de cabellos plateados.

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