PRIMERA PARTE

Teodora

1350-1351

CAPÍTULO 01

El convento de Santa Catalina, en la ciudad de Bursa, era pequeño, pero rico y distinguido. No siempre lo había sido, pero la reciente prosperidad se debía a la presencia de una de las esposas del sultán. La princesa Teadora Cantacuceno vivía entre las paredes del convento.

Teadora Cantacuceno tenía ahora trece años y era sin duda alguna núbil. Pero el sultán Orján había cumplido sesenta y dos años y tenía un harén lleno de mujeres núbiles, algunas inocentes y otras con mucha experiencia. A fin de cuentas, la pequeña virgen cristiana del convento sólo había sido una necesidad política. Y allí permaneció, olvidada por su esposo otomano.

Pero si la hubiese visto, ni siquiera el fatigado Orján habría hecho caso omiso de Teadora. Había crecido mucho y tenía largos y bien formados los brazos y las piernas, torso esbelto, firmes, altos y cónicos senos, de salientes y sonrosados pezones, y hermosa cara en forma de corazón. Su piel era de un suave color crema, pues, aunque le gustaba estar al aire libre, nunca la tostaba el sol. Los oscuros cabellos de color caoba, con destellos dorados, pendían sobre la espalda hasta el principio de las caderas, suavemente onduladas. Los ojos violeta eran sorprendentemente claros y tan cándidos como habían sido siempre. La nariz era pequeña y recta, y la boca, sensual, con un gordezuelo labio inferior.

Tenía casa propia dentro del recinto del convento, compuesta de una antecámara para recibir a los visitantes (aunque no acudía ninguno), un comedor, una cocina, dos dormitorios, un baño y las dependencias de los criados. Allí vivía en aislado semi-esplendor, sin carecer de nada. Estaba bien alimentada, bien guardada y muy aburrida. Raras veces se le permitía salir del convento y cuando lo hacía debía cubrirse con un tupido velo y soportar la escolta de al menos media docena de severas monjas.

Teadora tenía trece años, y era verano, cuando su vida cambió súbitamente. Era una tarde cálida y todos los servidores dormitaban bajo el pegajoso calor. Teadora estaba sola, pues incluso las monjas dormían mientras paseaba por el desierto y amurallado jardín del convento. De pronto, una suave brisa le trajo el aroma de los melocotones que estaban madurando en uno de los huertos del convento; pero la puerta del huerto estaba cerrada. Esto molestó a Teadora, y su deseo de comer un melocotón era tan apremiante que buscó otro medio de entrar en el huerto y lo encontró.

En el sitio donde se encontraba la pared del jardín con la del huerto, en el lado de la calle de la finca del convento, había una parra grande y nudosa. Arremangándose el sencillo vestido verde de algodón, Teadora se encaramó a la parra. Después, riendo para sus adentros, caminó cuidadosamente por encima de la tapia, buscando otra parra por la que poder descender al huerto. La encontró, bajó, tomó alguna de las frutas más maduras y se las guardó en los bolsillos. Entonces, volvió a subir al muro.

Pero éste era viejo y estaba desgastado en varios puntos. Los únicos que habían paseado por la tapia durante muchos años eran los gatos de la ciudad, que frecuentemente vulneraban la intimidad de los jardines del convento. Entusiasmada con su éxito, Teadora no midió bien dónde ponía el pie y sintió que se caía. Pero, para su sorpresa, no dio en el suelo, sino que cayó, chillando, en los brazos vigorosos de un joven.

Aquellos brazos la acunaron, suavemente pero con firmeza, y parecieron no tener prisa por soltarla. Unos ojos negros como el azabache la miraron de arriba abajo y con admiración.

– ¿Eres una ladrona? ¿O simplemente una monjita traviesa? -preguntó él.

– Ni una cosa ni otra. -Le sorprendió ver que podía hablar-. Suéltame, señor, te lo suplico.

– No hasta que sepa quién eres, ojos violetas. No llevas velo, luego no puedes ser turca. ¿Quién eres?

Teadora no había estado nunca tan cerca de un hombre, a excepción de su padre. No era desagradable. El pecho de aquel hombre era duro, en cierto modo tranquilizador, y él olía a luz de sol.

– ¿Se te ha comido la lengua el gato, pequeña? -preguntó suavemente.

Ella se ruborizó y se mordió el labio, con irritación. Tenía la desagradable impresión de que él sabía lo que había estado pensando.

– Estoy estudiando en el convento -respondió-. Por favor, señor, ¿quieres ayudarme a subir de nuevo a la pared? Si ven que he salido, me reñirán.

El la dejó en el suelo, se encaramó rápidamente a la tapia, le tendió los brazos y la ayudó a subir. Después saltó ligeramente al jardín del convento y levantó los brazos.

– Salta, ojos violetas. -La asió fácilmente y la puso en pie-. Ahora no te reñirán. -Rió entre dientes-. ¿Por qué diablos tenías que subir a la pared?

Sintiéndose ahora mucho más segura, lo miró maliciosamente. Se metió la mano en un bolsillo de la túnica y sacó un melocotón.

– Quería comer uno de éstos -explicó sencillamente, y lo mordió. El zumo le resbaló por la barbilla-. La puerta estaba cerrada; por esto me subí a la tapia.

– ¿Consigues siempre lo que quieres?

– Sí, pero generalmente no quiero muchas cosas -respondió ella.

El se echó a reír.

– Me llamo Murat. ¿Y tú?

– Teadora.

– Demasiado formal. Te llamaré Adora, porque eres la más adorable de las criaturas.

Ella se ruborizó; después lanzó una exclamación de sorpresa, cuando él se inclinó para besarla.

– ¡Oh! ¿Cómo te atreves, señor? ¡No debes volver a hacerlo! Soy una mujer casada.

Los ojos negros centellearon.

– Sin embargo, Adora, apostaría a que éste ha sido tu primer beso. -Ella se ruborizó de nuevo y trató de volverse, pero él le asió suavemente la barbilla entre el índice y el pulgar-. Y también apostaría a que estás casada con un viejo. Ningún joven con sangre en las venas permitiría que languidecieras en un convento. Eres terriblemente hermosa.

Ella lo miró y él vio, con asombro, que, bajo la luz del sol, los ojos adquirían un color de amatista.

– Es verdad que no he visto a mi marido durante varios años, pero no debes hablarme de esta manera. Es un buen hombre. Y ahora márchate, por favor. Si te sorprendiesen aquí, podrías pasarlo mal.

Él no hizo ademán de marcharse.

– Mañana por la noche empieza la semana de luna llena. Te esperaré en el huerto.

– Desde luego, no iré.

– ¿Te doy miedo, Adora? -la incitó él.

– No.

– Entonces, demuéstralo y ven.

Alargó los brazos, la asió y la besó suavemente, con una pasión amable y controlada. Ella cedió por un brevísimo momento, y todas las cosas que ella y sus condiscípulas habían comentado acerca de los besos pasaron por su mente, y comprendió que nada sabían aquéllas de la verdad. Esto era de una dulzura increíble, un éxtasis imposible de imaginar, un fuego embriagador que le debilitaba las piernas.

Soltándole la boca, la atrajo él dulcemente hacia sí. Sus miradas se encontraron un momento, en una extraña comprensión. Entonces, súbitamente aterrorizada por su reacción, Teadora se desprendió y se alejó corriendo por el camino de grava. La siguió una risa burlona de él.

– Hasta mañana, Adora.

Refugiándose primero en su casa y después en su dormitorio, Teadora se derrumbó en la cama, temblando violentamente, olvidándose de los melocotones, que se le cayeron de los bolsillos y rebotaron en el suelo.

No sabía que un beso pudiese ser tan… buscó la palabra adecuada… ¡tan poderoso! ¡Tan íntimo! Ciertamente, era lo que había sido. ¡Intimo! Una invasión de su persona. Sin embargo, pensó, mientras una pequeña sonrisa bailaba en sus labios, le había gustado.

Murat había acertado al presumir que nunca la habían besado. En realidad, Teadora no sabía nada de lo que ocurría entre un hombre y una mujer, pues, salvo los primeros cuatro años, había pasado toda su vida joven entre las paredes de un convento. Cuando se había casado, Zoé se había abstenido prudentemente de comentar los deberes del matrimonio a una niña a quien faltaban todavía años para llegar a la pubertad. En consecuencia, la joven esposa del sultán los ignoraba por completo.

Ahora se preguntaba acerca del apuesto joven cuyos vigorosos brazos la habían salvado de una grave lesión. Alto y tostado por el sol, sabía que era tan blanco como ella, pues así aparecía la piel donde habían sido recién cortados los cabellos. Sus ojos, negros como el azabache, eran acariciadores, atrevidamente cálidos, y su sonrisa, que había revelado unos dientes blancos, sumamente descarada.

Desde luego, no volvería a verle. Era simplemente inconcebible. Sin embargo, se preguntó si él acudiría realmente a la noche siguiente. ¿Tendría la audacia de volver a subir a la pared del huerto del convento? Sólo había una manera de saberlo. Se escondería en el huerto antes del anochecer y observaría. Cuando llegase él, si venía, naturalmente no se descubriría. Permanecería oculta hasta que se marchase. Pero al menos su curiosidad quedaría satisfecha.

Rió entre dientes, imaginándose la decepción de él. Evidentemente se consideraba irresistible, si esperaba que una joven respetable saliese a escondidas para reunirse con él. ¡Pronto se desengañaría!

CAPÍTULO 02

A Murat le había divertido su encuentro con la joven Teadora. Era un hombre adulto, experto en las artes del amor. La dulzura de ella, su franca inocencia, le habían encantado.

Legalmente, era la tercera esposa de su padre. Pero tenía la impresión de que era virtualmente imposible que el sultán Orján la llevase un día a su palacio y mucho menos a su cama. La princesita no era más que un instrumento político. Murat no sentía el menor remordimiento de coquetear con ella. Era un hombre honrado y no tenía intención de seducirla.

Murat Bey era el menor de los tres hijos del sultán. Tenía un hermano, Solimán, y un medio hermano, Ibrahim. La madre de Ibrahim era hija de un noble bizantino que era pariente lejano de Teadora. Se llamaba Anastasia y miraba con altivo desdén a la madre de Murat, que era hija de un jefe de cosacos georgiano. Anastasia era la primera esposa del sultán, pero la madre de Murat, llamada Nilufer, era su favorita. Sus hijos eran los preferidos de su padre.

El medio hermano de Murat, Ibrahim, era el mayor de los hijos del sultán, pero se había caído de cabeza cuando era muy pequeño y, desde entonces, nunca se había encontrado bien. Vivía en su propio palacio, cariñosamente cuidado por sus esclavos y por sus mujeres, todas las cuales eran estériles. El príncipe Ibrahim tenía, alternativamente, períodos normales y otros de furiosa locura. Sin embargo, su madre esperaba que sucedería a su padre como sultán y se afanaba astutamente con este fin.

El príncipe Solimán tenía también su propio palacio, pero había engendrado dos hijos y varias hijas. Murat no tenía hijos. Había elegido, deliberadamente, mujeres que no pudiesen tenerlos. El hijo más joven de Orján sabía que su padre nombraría a Solimán como su sucesor.

Aunque Murat quería a su hermano mayor, pretendía disputarle el Imperio cuando muriese su padre. Pero siempre cabía la posibilidad de que perdiese, lo cual significaría no sólo su propia muerte, sino de la de toda su familia. Por esto había decidido no tener hijos hasta que fuese sultán y pudiesen nacer con relativa seguridad.

Una mera casualidad había hecho que pasara aquella tarde por delante del convento de Santa Catalina. Había ido a visitar a una deliciosa y encantadora viuda que vivía en un barrio cercano. Y había pasado por el convento justo a tiempo de atrapar a Adora. Rió entre dientes. ¡Menuda picaruela! Había querido comer melocotones y había salido a buscarlos. Sería una buena esposa para algún hombre. Se detuvo y una sonrisa le iluminó el semblante. La ley musulmana establecía que un hombre podía tomar por esposa a cualquiera de las de su padre muerto, con tal de que no cometiese incesto. ¿Cuánto tiempo podía vivir Orján?

La muchacha estaba a salvo y no era probable que fuese llamada a servir a su real señor. Habían olvidado a Teadora Cantacuceno. Mejor así, pensó severamente Murat, pues habían circulado rumores, durante los últimos años, sobre depravaciones sexuales practicadas por su padre, en un esfuerzo por conservar su virilidad.


Murat se preguntó si ella acudiría la noche siguiente. Le había reñido por besarla, la primera vez. Pero había cedido la segunda, y él había sentido la agitación que la había conmovido antes de echar a correr.

El día siguiente pareció muy largo a Teadora. Como era pleno verano, el colegio del convento estaba cerrado y las hijas de los cristianos ricos de Bursa se habían retirado con sus familias a las villas de la orilla del mar. Nadie pensó en invitar a la hija del emperador a pasar las vacaciones con ellos. Los que simpatizaban con ella no se atrevían a hacerlo, teniendo en cuenta su elevada posición. Los otros la consideraban desprestigiada por su matrimonio, aunque nunca osarían expresarlo en público. Por consiguiente, las circunstancias obligaron a Teadora a permanecer sola en un momento de su joven vida en que necesitaba una amiga.

De mentalidad despierta, leía y estudiaba cuanto podía. Pero la inquietaba un afán que no podía definir ni comprender. Y no había nadie en quien pudiese confiar. Estaba sola, como siempre. Sus condiscípulas se mostraban amables, pero nunca estaba con ellas el tiempo suficiente para entablar una verdadera amistad. Sus criados eran esclavos del palacio y los cambiaban tres veces al año, ya que servir a la joven esposa del sultán en su convento se consideraba una tarea muy aburrida. Como consecuencia de todo ello, la esposa del sultán sabía del mundo y de los hombres menos que cualquier otra muchacha de su edad. Y estaba ansiosa de aventuras.

Cuando la cálida tarde tocaba a su fin, Teadora asistió a vísperas en la iglesia del convento. Después comió un poco de capón, una ensalada de lechugas tiernas del huerto del convento y el último de sus hurtados melocotones. Bebió un delicado vino blanco de Chipre.

Ayudada por sus esclavas, se bañó con agua tibia y ligeramente perfumada para aliviar el calor. Después se puso una corta camisa blanca de seda, pasándola por encima de sus oscuros cabellos, que fueron destrenzados y cepillados.

Esperó los breves momentos entre la puesta del sol y el anochecer, en que podría deslizarse en el huerto sin que la descubrieran. Ahora tenía una llave, pues se había atrevido a pedirla a la reverenda madre y, para su sorpresa, se la habían concedido.

– Este calor me pone nerviosa -había dicho a la monja. Si pudiese entrar en los huertos, tendría más espacio para pasear-. ¿Y podría comer algún melocotón?

– ¡Claro que sí, pequeña! Todo lo nuestro es también de vuestra alteza real.

En el convento reinaba ahora el silencio. Y el barrio residencial que lo rodeaba estaba igualmente callado. Sólo las pequeñas criaturas del crespúsculo rompían, piando y gorjeando, la quietud purpúrea. Teadora se levantó y se echó una capa ligera y de color oscuro sobre la camisa de noche. Salió de su dormitorio de la planta baja por una ventana y echó a andar apresuradamente por el camino de grava en dirección al huerto. Las blandas zapatillas de cabritilla no hacían virtualmente el menor ruido. Llevaba la pequeña llave fuertemente apretada contra la húmeda palma de la mano.

Para su alivio, la pequeña puerta del huerto se abrió sin hacer ruido. Después de cerrarla cuidadosamente, se apoyó en ella, entornando los párpados, aliviada. ¡Lo había hecho!

– ¡Has venido! -exclamó una voz grave y profunda, que rompió el silencio.

Ella abrió mucho los ojos.

– ¡Oh…! ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó, ofendida.

– ¿No convinimos ayer en que nos encontraríamos aquí esta noche? -preguntó él, y ella percibió la risa disimulada en su voz.

¡Oh, por santa Teodosia! Se imaginará que soy una cualquiera, pensó. Y haciendo acopio de toda la dignidad posible, dijo severamente:

– Sólo he venido a decirte que no debes violar el sagrado de este convento, del que los huertos forman parte.

Su corazón palpitaba furiosamente.

– Comprendo -asintió gravemente él-. Se me ocurrió que tal vez vendrías temprano para poder esconderte y ver si yo venía. -Siguió un silencio que pareció eterno-. Te has puesto colorada -añadió maliciosamente.

– ¿Có… cómo lo sabes?

Él le tocó delicadamente la cara y la joven dio un salto atrás.

– Tienes las mejillas calientes.

– Esta noche hace calor -replicó rápidamente ella. El rió de nuevo, con aquella risa suave. Le asió la mano y dijo imperiosamente:

– ¡Ven! He encontrado un lugar perfecto para nosotros, en mitad del huerto, debajo de los árboles. Allí no podrán vernos. -Tiró de ella, se agachó debajo de las ramas extendidas de un árbol frondoso y la atrajo tras de sí-. Aquí estamos seguros -dijo-, y esto es… muy íntimo. -Para su asombro, ella rompió a llorar. Murat, sorprendido, la abrazó-. Adora, ángel mío, ¿qué te pasa?

– Yo… yo… tengo miedo -balbuceó ella, sollozando.

– ¿De qué, paloma?

– De ti -gimió ella.

En aquel momento él se dio cuenta de lo muy inocente que era ella en realidad. Delicadamente, hizo que se sentara sobre su capa, extendida encima de la hierba.

– No tengas miedo, Adora. No te haré daño.

La abrazó cariñosamente, estrechándola sobre su pecho, y pronto quedó empapada la pechera de su camisa.

– Yo… yo nunca había estado con un hombre -confesó ella, y sus sollozos se mitigaron un poco-. No sé lo que debo hacer, y no quisiera que me tomaran por una ignorante.

El contuvo la risa.

– Adora -dijo gravemente-, creo que será mejor que sepas quién soy, como sé yo quién eres tú, alteza. -Percibió que ella ahogaba una exclamación-. Soy el príncipe Murat, tercer hijo del sultán Orján. Los rumores podrían hacerte creer que soy un libertino. Pero me rijo por el Corán y, ciertamente, jamás seduciría a una esposa de mi padre…, aunque sea muy tentadora. Y sólo un instrumento político.

Durante un momento, todo quedó en silencio. Entonces preguntó ella:

– ¿Has sabido quién soy desde el principio?

– Casi. Cuando nos conocimos, volvía al palacio después de visitar a una amiga que vive cerca de aquí. Forzosamente tenía que pasar por delante de Santa Catalina. Cuando me dijiste tu nombre, comprendí de pronto que debías ser la Teadora.

– ¿Y me besaste, a pesar de saber quién era? ¿Y me citaste? ¡Eres despreciable, príncipe Murat!

– Pero has venido, Adora -le recordó él, a media voz.

– ¡Sólo para decirte que no debes volver aquí!

– No. Ha sido porque sentiste curiosidad, paloma. Confiésalo.

– No confieso nada.

El adoptó ahora un tono más amable.

– La curiosidad no es un delito, amiga mía. Es natural que una joven sienta curiosidad por los hombres. Sobre todo si está recluida en un claustro. Dime, ¿cuándo fue la última vez que viste a un hombre?

– El padre Besarión me confiesa todas las semanas -contestó remilgadamente ella.

El rió en voz baja.

– He dicho un hombre, no el seco envoltorio de un viejo sacerdote.

– No he visto a ningún hombre desde que entré en Santa Catalina. Los otros alumnos no viven aquí, y ninguno viene a visitarme -explicó lisa y llanamente ella.

El alargó un brazo y cubrió la fina manita con su mano grande y cuadrada. Su tacto era cálido. El sintió que la joven se relajaba.

– ¿Estás muy sola, Adora?

– Tengo mis estudios, príncipe Murat -respondió ella. -Pero no amigos. ¡Pobre princesita! Ella retiró la mano.

– No necesito que nadie me compadezca. ¡Y menos tú!

Había salido la luna. Era llena y redonda; su luz brillante producía reflejos de plata en los gordos melocotones dorados que pendían, como globos perfectos, de las cargadas ramas. También iluminó la blanca tez de Teadora Cantacuceno, y Murat vio que su actitud era orgullosa, aunque se esforzaba en que las lágrimas no llenasen sus ojos amatista.

– No te compadezco, paloma -aseguró él-. Sólo lamento que una joven tan animada como tú haya tenido que casarse con un viejo y encerrarse en un convento. Fuiste hecha para recibir las caricias apasionadas de un hombre joven.

– Soy princesa de Bizancio -declaro fríamente ella-. Nací con este título, incluso antes de que mi padre fuese emperador. Y es deber de una princesa contraer el matrimonio que sea más beneficioso para su familia. Mi padre, el emperador, deseó que me casara con el sultán. Como buena hija cristiana, no podía oponerme a sus deseos.

– Tu devoción filial es encomiable, Adora; pero hablas como una niña, que es lo que eres. Si hubieses conocido el amor, no serías tan dura e inflexible.

– Mi familia me quiere -replicó indignada.

– ¿Ah, sí? Tu padre te ofreció como esposa a un hombre que podría ser tu abuelo, simplemente para que las tropas del sultán le ayudasen a conservar el trono que había robado -dijo Murat-. Dio a tu hermana por esposa a su rival, el muchacho emperador. Al menos tiene un marido sólo tres años mayor que ella. Y si el joven Juan venciese en definitiva al viejo Juan, la vida de vuestro padre no correría peligro, ¡porque su hija sería emperatriz! Pero y tú ¿qué? Sabes que tu hermana Elena ha dado recientemente a luz a su primer hijo, un varón. ¡Ella predica la guerra santa contra el «infiel»! Sin duda Elena te quiere muchísimo. Y cuenta, para sus hazañas, con la ayuda de tu media hermana, Sofía, cuya piedad sólo es superada por sus excesos sexuales, que son el escándalo de Constantinopla. ¿Cuándo fue la última vez que cualquiera de ellas se comunicó contigo? ¿Y qué me dices de tu hermano, Mateo, que va a hacerse fraile? ¿Te ha escrito? ¿Son éstas las personas que te quieren?

– Mi padre hizo lo que era mejor para el Imperio -manifestó ella, con irritación-. ¡Es un gran gobernante! En cuanto a mis hermanas, Sofía era ya una mujer cuando yo era aún una niña. Apenas la conozco. Elena y yo siempre hemos sido rivales. Ella puede hablar de guerra santa -y aquí su voz se hizo desdeñosa-, pero nunca se producirá. El Imperio apenas si puede defenderse, y mucho menos luchar contra el sultán. -Su visión de esta realidad política impresionó a Murat-. Mi madre -siguió diciendo ella-me tiene informada de todo. Aunque no nos hemos visto desde que salí de Constantinopla, me escribe todas las semanas. Y mi señor Orján tiene un mensajero especial, para mí sola, que me trae directamente las cartas desde la costa y se lleva mis respuestas. Mi medio hermano Juan murió en combate pocos meses después de venir yo aquí, y se me comunicó inmediatamente su muerte, para que pudiese rezar por su alma. Mi madre no puede visitarme. Seguramente sabes que el viaje es peligroso. ¡Y la esposa del emperador de Bizancio sería una buena presa para los piratas y los ladrones! Pero a mí me quieren mucho, príncipe Murat. ¡Mucho!

– Tú no sabes nada del amor -dijo enérgicamente él, colocándola sobre sus rodillas y sujetándola con firmeza-. Solamente recuerdas el vago afecto de una niña por su familia. Nadie te ha tocado nunca realmente, ni agitado tu orgulloso y frío corazoncito. ¡Pero yo lo haré, Adora! Te despertaré a la vida…, al amor…, ¡a ti misma!

– No tienes derecho -le reprendió furiosamente ella, pugnando por desprenderse de sus manos-. ¡Estoy casada con tu padre! ¿Es así como cumples el Corán? ¿Qué ha sido de tu promesa de no seducirme?

El sonrió con gravedad.

– Cumpliré aquella promesa, mi inocente y pequeña doncella. Hay cien maneras de complacerte sin robarte la virginidad. ¡Empezaremos ahora las lecciones!

Pero, cuando él empezaba a inclinarse, la joven apoyó las manos contra su pecho para detenerlo.

– Tu padre…

– Mi padre -la interrumpió él, mientras le aflojaba las cintas de la bata -nunca te llamará a su lado. Cuando muera, Adora, y sea yo el sultán, convendré con el emperador de Bizancio que te conviertas en mi esposa. Mientras tanto, te enseñaré las artes del amor.

Y antes de que ella pudiese seguir protestando, encontró su boca. La muchacha no podía defenderse, tan fuerte la sujetaba él. Apenas si podía respirar, el corazón le palpitaba furiosamente y podía sentir el de Murat, debajo de las palmas de sus manos, latiendo con el mismo ritmo que el suyo. Trató de volver la cabeza, pero una mano la sujetó, introduciéndose en la perfumada y sedosa mata de pelo.

La boca de Murat era cálida y firme, pero sorprendentemente tierna. Este beso era más terriblemente maravilloso que el de la primera vez y la joven sintió, una vez más, que flaqueaba su resistencia. Al relajarse, el beso se hizo más intenso y ella se sintió cada vez más débil. Sus jóvenes senos cobraron una extraña tensión y le dolieron los pezones.

Él aflojó su presa y libró la boca de ella de su dulce cautiverio. Teadora se había quedado sin habla y yacía rendida sobre las rodillas de él. Murat le sonrió y trazó una línea suave con el dedo en su mejilla. Ella tenía la boca seca. Su pulso se aceleró. Le daba vueltas la cabeza, pero consiguió decir:

– ¿Por qué haces esto?

– Porque te quiero -dijo pausadamente él, y ella tembló al percibir la intensidad de su voz.

De nuevo se posó en la suya la boca de él, pero esta vez no le besó solamente los labios, sino también los ojos, la nariz, las mejillas, la frente y el mentón. Y estos delicados besos provocaron pequeños estremecimientos cálidos y fríos en todo su cuerpo. Ella cerró los ojos y suspiró con no disimulado placer.

Los negros ojos de él parpadearon.

– Te gusta -la acusó, riendo suavemente-. ¡Te gustan los besos!

– ¡No!

¡Oh, Señor! ¿Cómo podía actuar de esta manera? De nuevo trató de desprenderse, pero Murat encontró de nuevo su boca, y ahora ella sintió que la lengua de su compañero se deslizaba ligeramente sobre sus apretados labios. Ejerciendo una presión insistente sobre los cerrados dientes, él murmuró sobre la boca de Teadora:

– Ábrelos, Adora. No puedes negarme esto, paloma.

Ella abrió los labios y él le introdujo la lengua en la boca. La acarició hasta que ella estuvo a punto de desmayarse con la intensidad del beso. La impresión aumentó y ella empezó a temblar.

Cuando Murat apartó la boca, sostuvo a Teadora cariñosamente y la miró con los ojos entornados. Los jóvenes senos subían y bajaban rápidamente, y los pezones destacaban como pequeños capullos a través de la tenue camisa. A él le latía furiosamente el corazón, con un júbilo que jamás había experimentado antes. Ansiaba tocar aquellos pequeños bultos tentadores, pero se contuvo. Era demasiado pronto para someterla más a su propia naturaleza sensual.

No había creído que pudiese existir tanta inocencia. En su mundo, la mujer acudía al hombre perfectamente adiestrada para complacerlo. Podía ser virgen, pero había sido cuidadosamente enseñada a dar y recibir satisfacción. En cambio, aquella adorable criatura no había sido tocada por hombre o mujer alguno. ¡Sería suya! No permitiría que nadie más la poseyese. La moldearía, le enseñaría a complacerlo. Sólo él conocería su dulzura.

Ella abrió los ojos y lo miró. Su cara estaba muy pálida y sus bellos ojos eran como violetas grandes sobre la nieve.

– Muy bien, querida -dijo amablemente él-. Hemos terminado la lección por esta noche. -Entonces la zahirió-: Sin embargo, me complace que te hayan gustado mis besos.

– ¡No es cierto! -silbó ella-. ¡Te odio! ¡No tenías derecho a hacerme eso!

Él prosiguió, como si Teadora no hubiese dicho nada:

– Continuaremos mañana por la noche. Tu educación como mujer no ha hecho más que empezar.

Ella se irguió.

– ¿Mañana por la noche? ¿Estás loco? ¡No habrá mañana por la noche! ¡No volveré a verte! ¡Jamás!

– Te encontrarás conmigo aquí, en el huerto, cuando me plazca, Adora. Si no vienes, llamaré a la puerta del convento y exigiré que me dejen verte.

– ¡No te atreverías!

Pero sus ojos estaban llenos de duda.

– Me atrevería a casi todo para verte de nuevo, paloma. -Se irguió, levantándola también a ella. La envolvió delicadamente en su capa y la condujo en silencio hacia la puerta del huerto-. Hasta mañana por la noche, Adora. Sueña conmigo.

Y entonces saltó por encima de la pared y desapareció en la noche.

Ella abrió la puerta con dedos temblorosos, la cruzó, volvió a cerrarla y voló a través de los jardines hacia su propia casa. En la relativa seguridad de su dormitorio, revivió mentalmente la escena del huerto. Se dio cuenta de que, si bien la había besado a conciencia, él no la había tocado de otra manera. ¡Y ella lo deseaba! Le dolía todo el cuerpo con un afán que no comprendía. Tenía hinchados los pechos y doloridos los pezones. Sentía tenso el vientre y palpitaciones en el lugar secreto entre las piernas. Si esto era ser mujer, no estaba segura de que le gustase.

Pero el problema más grave radicaba en la amenaza del príncipe Murat de presentarse en la puerta del convento. Su rango haría que las monjas lo obedeciesen. ¿Por qué habían de negar al hijo del sultán el permiso para visitar a su madrastra? Incluso podrían creer que el propio sultán lo había enviado. Cuando se supiese la verdad, la inocente y pequeña comunidad religiosa sería castigada y denigrada. Si se negaba a ver al príncipe y decía la verdad a la madre María Josefa, Murat podría ser castigado, tal vez incluso muerto por su audacia. Teadora no creía que pudiese vivir con una muerte sobre su conciencia. Estaba atrapada. Se encontraría con él a la noche siguiente.

Sin embargo, mientras yacía en su casto lecho, recordó la voz grave de él que le decía: «Mi padre nunca te llamará a su lado. Cuando muera y sea yo el sultán, convendré con el emperador de Bizancio que te conviertas en mi esposa.» Se echó a temblar. ¿Eran siempre los hombres tan apasionados?

¿Era posible que él fuese algún día su señor? Era una idea tentadora. Desde luego, era un hombre muy atractivo, con sus ojos negros como el azabache, sus cabellos oscuros y ondulados, su cara tostada por el sol y aquellos dientes blancos resplandeciendo al sonreír descaradamente.

Se estremeció de nuevo. El mero recuerdo de sus besos le daba vértigo, ¡y esto estaba mal! ¡Muy mal! Aunque el sultán Orján nunca la llamase a su lado, ella era su esposa.

Aquella noche no pudo dormir y por la mañana estaba de mal humor. No lograba concentrarse en su libro. Enredó los hilos del bordado y lanzó la tela al suelo, enfurecida. Sus esclavas estaban asombradas, y cuando una mujer mayor la interrogo, temiendo que estuviese enferma, Adora le tiró de las orejas y después se echó a llorar. Iris, la esclava, fue lo bastante prudente para no insistir. Se sintió aliviada cuando la princesa le confesó, llorosa, que había dormido mal. Inmediatamente preparó un baño caliente para su joven señora y, cuando

Teadora se hubo bañado y recibido un masaje, Iris la metió en la cama. Después le sirvió una copa de vino con especias en la que había puesto un suave narcótico.

Cuando se despertó Teadora, los últimos rayos del sol estaban tiñendo el cielo del oeste y las montañas purpúreas de alrededor de la ciudad estaban ya coronadas con débiles estrellas de plata. Iris trajo a la princesa un pichoncito asado, de piel tostada y dorada. La bandeja contenía también lechuga tierna, un panal y una jarra de vino blanco. Teadora comió despacio, absorta en sus pensamientos.

El príncipe le había dado palabra de no atentar contra su virginidad. Y si él le había dicho la verdad, no era probable que viese nunca al sultán. En cambio, era muy posible que el príncipe Murat fuese algún día su verdadero marido.

Se fue haciendo de noche. Cuando acabó de comer, Teadora se lavó las manos en una jofaina de plata llena de agua de rosas. El dormir le había devuelto su buen humor. Despidió a sus esclavas para la noche. A diferencia de la mayoría de las mujeres de su clase, era capaz de vestirse y desnudarse sola. Desdeñaba la terrible ignorancia y la pereza de la mayoría de las mujeres de alta cuna. Se puso un caftán de seda violeta, con una hilera de botones de pequeñas perlas en la pechera. El color destacaba sus ojos de amatista, pero era lo bastante oscuro para no requerir una capa. Calzaba zapatillas de cabritilla a juego. Sus cabellos oscuros pendían sobre la espalda, sujetos solamente con una cinta de seda.

Se deslizó sin ruido hacia el huerto y se dirigió al árbol que los había encubierto la noche anterior. El no estaba allí. Pero antes de que pudiese decidir si volver a casa o esperar, las cargadas ramas se separaron con un crujido, y él se plantó a su lado.

– ¡Adora!

Deslizó un brazo alrededor de su fina cintura y la besó, y ella correspondió a su beso por primera vez. Sus labios suaves se abrieron de buen grado y su lengua fue como una pequeña llama en la boca de él. Para su satisfacción y asombro, él se estremeció, y Teadora sintió una sensación de triunfo al pensar que, siendo una virgen inexperta, podía excitar a un hombre tan sensual y experimentado. Por un brevísimo instante, fue dueña de la situación.

Pero entonces, mientras la ceñía con un brazo, él desabrochó con la otra mano los botones superiores del caftán y la deslizó para acariciar un seno. Ella jadeó y le agarró aquella mano.

Él rió en voz baja.

– Lección número dos, paloma -y le apartó la mano.

Ella estaba temblando con una mezcla de miedo y de placer, aunque al principio no pudo identificar la segunda sensación. La mano de Murat era suave, y acariciaba con ternura la carne blanda.

– ¡Por favor, oh, por favor! -murmuró ella, suplicante-. ¡Basta, te lo ruego!

Pero él frotó el sensible pezón con el pulgar y Adora casi se desmayó de placer.

Cuando las bocas se unieron de nuevo, Teadora creyó que iba a morir con su dulzura. El la miró de arriba abajo, rebosando ternura en sus ojos negros.

– Recuerda siempre, mi pequeña virgen, que yo soy el dueño.

– ¿Por qué? -consiguió decir ella, aunque con voz entrecortada-. Dios otorgó a la mujer el privilegio de traer al mundo nuevas vidas. Entonces, ¿por qué hemos de estar sometidas a los hombres?

Él se sorprendió. Adora no era la hembra suave y complaciente que había imaginado al principio, sino la más rara e intrigante de las criaturas: una mujer con mente propia. Murat no estaba seguro de aprobarlo. Pero al menos, pensó, no me aburriré con ella. ¡Y qué hijos podrá darme!

– ¿No creó Alá a la mujer en segundo término, de una costilla del hombre? -dijo rápidamente-. Primero fue el hombre. Por consiguiente tiene que ser superior, dueño de la mujer; de no haberlo querido así, habría creado a la mujer primero.

– Esta no es una consecuencia necesaria, mi señor -replico ella, sin dejarse impresionar.

– Entonces, sé mi maestra, Adora, e instrúyeme -le pidió él, divertido.

– No te atrevas a burlarte de mí -espetó, furiosa Teadora.

– No me burlo de ti, paloma, pero tampoco deseo discutir la lógica de la superioridad de los hombres sobre las mujeres. Deseo hacerte el amor.

Y sintió que ella temblaba de nuevo y empezó a acariciar los suaves senos.

La delicada mano desabrochó los restantes botones del caftán para desnudarla. La mano se movió hacia abajo para tocar la pequeña curva del vientre. La piel era como la seda más fina de Bursa, fresca y suave; sin embargo, los músculos estaban tensos bajo sus hábiles dedos. Esta nueva confirmación de su inocencia satisfizo su vanidad.

La mano descendió todavía más y un dedo largo y delgado la tocó más íntimamente. Entonces, por un instante, se encontraron sus miradas y él descubrió franco terror en los ojos de Teadora. Se detuvo y le acarició la mejilla.

– No me tengas miedo.

– No te tengo miedo -dijo ella, con voz temblorosa-. Sé que esto está mal, pero quiero que me toques. Sin embargo, cuando lo haces, siento temor.

– Cuéntamelo -le pidió él, amablemente.

– Siento que pierdo el dominio de mí misma. No quiero que te detengas, aunque sé que debes hacerlo. -Tragó saliva y prosiguió-: Quiero saberlo todo acerca de ser una mujer, incluso el acto definitivo del amor. Estoy casada, pero no soy tu esposa, ¡y lo que hacemos está mal!

– No -dijo enérgicamente él-. ¡No hacemos nada malo! Nunca irás a mi padre. Para él, no eres más que una necesidad política.

– Pero, cuando enviude, tampoco iré a ti. Pertenezco al Imperio de Bizancio. Cuando tu padre deje de existir, mi próximo matrimonio será concertado como lo ha sido éste.

– Me perteneces a mí -declaró roncamente él-, ahora y siempre.

Ella sabía que estaba perdida, pasara lo que pasase. Lo amaba.

– Sí -murmuró, sorprendida de sus propias palabras- ¡Sí! ¡Te pertenezco, Murat!

Y al unir furiosamente las bocas, Adora sintió que la inundaba un gozo salvaje. Ya no tenía miedo. Unas manos apasionadas la acariciaron, y su cuerpo joven buscó ansiosamente el contacto. Sólo una vez gritó ella, cuando los dedos de Murat encontraron el camino de su más dulce intimidad. Pero él acalló sus protestas con la boca y sintió los fuertes latidos de su corazón bajo los labios.

– No, paloma -murmuró afanoso-, deja que mis dedos encuentren su camino. Todo será dulce, mi amor, te lo prometo.

Sintió que ella se relajaba lentamente en sus brazos. Sonriendo, acarició la carne sensible mientras la niña gemía suavemente, moviendo las finas caderas. Sus pestañas proyectaban unas sombras oscuras sobre la blanca piel. Por fin, Murat consideró que ella ya estaba dispuesta e introdujo suavemente un dedo en su interior.

Adora jadeó, pero antes de que pudiese protestar se perdió en una oleada de dicha que la poseyó por completo. Se arqueó para recibir su mano, flotando ingrávida hasta que la tensión interior se rompió como un espejo en un arco iris de luces resplandecientes.

Por fin abrió los ojos de amatista y preguntó, con voz maravillada:

– ¿Cómo es posible tanta dulzura, mi señor? Él le sonrió.

– No es más que un anuncio de deleite, paloma. Sólo un anunció de lo que vendrá después.

CAPÍTULO 03

En Constantinopla, la noche era tan oscura como el humor del emperador Juan Cantacuceno. Su amada esposa, Zoé, había muerto en un último y fútil intento de darle otro hijo. La horrible ironía fue que había gastado sus últimas fuerzas en sacar dos hijos gemelos de su debilitado y agotado cuerpo. Desgraciados pedazos de humanidad deforme, estaban unidos por el pecho y tenían, según dijo el médico, un solo corazón. Gracias a Dios, aquellos monstruos habían nacido muertos. Por desgracia, su madre les había seguido.

Por si esta tragedia fuese poco, su hija Elena, esposa del co-emperador Juan Paleólogo, estaba conspirando con su marido para destronarlo y adquirir el dominio completo del Imperio. Mientras su madre había vivido, Elena había sido reconocida solamente como esposa del joven Paleólogo. Zoé era la emperatriz. Ahora Elena quería que la reconocieran como emperatriz.

– ¿Y si vuelvo a casarme? -preguntó su padre.

– ¿Y por qué diablos tendrías que casarte de nuevo? -replicó su hija.

– Para dar más hijos al Imperio.

– Mi hijo Andrónico es el heredero. Después viene el otro hijo que llevo ahora en mi seno.

– No hay ningún decreto que así lo determine, hija mía. -¡Oh, padre!

Elena se parecía cada día más a la suegra de Juan, la horrible Ana de Saboya.

– Mi marido -siguió diciendo-es el emperador legítimo de Bizancio y, por consiguiente, nuestro hijo es el verdadero heredero. Seguro que ahora te has dado cuenta de ello. Dios ha hablado con toda claridad. Tu hijo mayor ha muerto y mi hermano Mateo ha escogido la vida monástica. En los últimos seis años, mi madre abortó cinco veces de seis hijos. Ahora Dios te la ha quitado, en señal evidente de desaprobación. ¿Qué más quieres? ¿Tendrán que grabarse las palabras de Dios en nubes de fuego sobre la ciudad para que las aceptes?

– El vidente Belasario ha predicho que de mi semilla nacerá un nuevo imperio de Constantinopla. ¿Cómo podría ser esto, si no tuviese hijos que prolongasen mi linaje?

– Tal vez a través de mí, padre -apuntó taimadamente Elena.

– O de tu hermana Teadora -replicó él.

Elena echó chispas por los ojos y, sin añadir ni una palabra, salió de la habitación. Juan Cantacuceno empezó a pasear arriba y abajo. Tendría más hijos, pero antes de tomar otra esposa noble debía asegurar su posición. Juan Paleólogo debía ser eliminado, junto con su engreído retoño. Casada con otro, Elena se olvidaría de todo. Tal vez ofrecería su rubia belleza al heredero del sultán Orján, el príncipe Solimán.

Esta idea le hizo recordar a su hija menor, Tea. ¿Cuántos años tenía ahora? ¿Trece? Eso creía. Desde luego, los suficientes para cohabitar y tener un hijo. Él necesitaría nueva ayuda militar del sultán, una ayuda que sería más fácil de obtener si Orján estuviese enamorado de su joven esposa. Sobre todo de una joven esposa que proclamase la virilidad de un viejo marido con un vientre lleno de nueva vida.

La niña estaba todavía en su convento, y la última miniatura que había recibido de ella mostraba a una joven criatura lo bastante hermosa para excitar a una estatua de piedra. El único inconveniente era que tenía una gran inteligencia. La madre María Josefa no paraba de escribirle sobre las dotes intelectuales de la chica. Lástima que no hubiese sido un hijo varón. Bueno, le escribiría diciéndole que se comportase con docilidad, modesta y dulcemente, ante su marido.

También escribiría esta noche a Orján, recordándole que el contrato matrimonial exigía la consumación de la unión cuando la joven llegase a la pubertad. Y ciertamente, ella era ahora púber. Esto significaba, desde luego, que tendría que abonar el tercio final de la dote de Teadora y entregar la fortaleza de Tzympe; pero no importaba. Abrió la puerta de sus habitaciones privadas y llamó al monje que era su secretario.

Varias semanas más tarde, en Bursa, el sultán Orján rió entre dientes al leer la correspondencia recién llegada de su suegro y compañero gobernante. Sabía muy bien la razón que se escondía detrás del súbito deseo del bizantino de que se consumase su matrimonio con Teadora Cantacuceno. Juan Cantacuceno preveía otra lucha por su bamboleante trono y necesitaba el apoyo del otomano. Le ofrecía la virginidad de su hija más el resto de su dote en oro. Más importante aún, entregaría al fin Tzympe a los turcos.

Orján, el otomano, se había vuelto sexualmente insaciable en su vejez. Cada noche le ofrecían una virgen nueva y bien instruida. Su apetito variaba y se rumoreaba que incluso, en ocasiones, se divertía con muchachos. Su joven esposa, Teadora, era absolutamente inocente. Se tardaría meses en adiestrarla de manera que pudiese complacer a su señor.

Pero no había tiempo para esto. Su padre quería que quedase encinta, como prueba de la consumación, y Orján deseaba Tzympe y el resto del oro de la dote. Cuando los grandes gobernantes hacen proyectos juntos, las cosas pueden arreglarse.

Se determinaría el ciclo lunar de la doncella y él la poseería durante los cuatro días de mayor fertilidad. Esperaba que entonces se rompiese el lazo de ella con la luna. Pero si no era así, se repetiría la operación las veces que fuesen necesarias hasta que resultase fructífera.

Teadora no le interesaba en absoluto. Como instrumento político, había sido olvidada y, para su fastidio, volvía ahora a primer plano.

El había experimentado la emoción llamada amor en su Juventud con Nilufer, su segunda esposa y madre de sus dos hijos predilectos. Ahora, todo esto había quedado atrás. Lo único que tenía era el placer físico que le daban las hábiles y Jóvenes esclavas y los muchachos de su harén.

Lamentaba tener que cubrir a la doncella como un toro a una vaca, y este resentimiento se contagiaría probablemente a Teadora. Tal vez la propia muchacha había sugerido esto a su padre, empeñada en mejorar su posición. Bueno, él cuidaría de que fuese tratada con el respeto debido a su rango. La preñaría lo más rápidamente posible y, después, se desentendería de ella.

En aquel mismo momento, Teadora Cantacuceno estaba en los vigorosos brazos del príncipe Murat. Los dos se adoraban con la mirada.

– ¡Te amo! -susurró ella, con voz temblorosa-. ¡Te amo!

– Y yo te adoro, paloma. ¡Por Alá! ¡Cuánto te amo!

– ¿Cuánto tiempo, mi señor, cuánto tiempo tendremos que esperar para atrevernos a casarnos, cuando él se haya ido? Quiero caminar contigo a plena luz bajo los olivos. ¡Quiero que el mundo sepa que soy tuya!

– Yo amo a mi padre -dijo lentamente él-. No quisiera desear algo que es suyo. Pero él sólo busca, en su vejez, más oro y los placeres sensuales que se le ofrecen. Ya no volver a acaudillar nuestros ejércitos.

– ¿Extenderías tú vuestro reino? -preguntó ella.

– ¡Sí! Cruzaría el Bósforo y gobernaría la propia ciudad de Constantinopla. ¿No te gustaría volver a casa, amada mía, como reina de la ciudad donde naciste?

– ¡Sí! -exclamó ella, con tanta energía que él se echó a reír.

– ¿No te importa que expulse de allí a tu hermana y su marido? Eres una pequeña salvaje, Teadora Cantacuceno.

– Antes de que me convirtiese en esposa del sultán, mi hermana solía torturarme diciéndome que un día gobernaría ella en Constantinopla, mientras que yo estaría desterrada e el harén del sultán. ¡Me encantaría volver a la ciudad como esposa de su conquistador!

– ¿Aunque sea un conquistador musulmán?

– Sí, mi señor. Aunque sea un conquistador musulmán. Ambos adoramos al mismo Dios, ¿no? No soy tonta, Murat, aunque sea mujer. Dentro de los límites de este reino, un viajero puede andar seguro a cualquier hora del día o de la noche. Los no musulmanes pueden profesar libremente la religión que deseen. Se administra justicia a todos los que se someten a la ley del cadí, sean ricos o pobres. Me avergüenza decir que no puedo atribuir estas virtudes al Imperio y a sus gobernantes. Prefiero vivir bajo un régimen otomano, como muchos no musulmanes.

– ¡Maravillosa criatura! -dijo él, con admiración-. Aunque me parece extraño hablar francamente con una mujer, encuentro que tu lógica es infalible.

– Soy hija de mi padre -presumió ella-. Él es muy inteligente y erudito. Siempre decía que yo hubiese debido nacer varón.

El príncipe sonrió.

– Estaba equivocado, paloma. No hay una mujer más exquisita que tú. -Y la abrazó suspirando profundamente y enterrando la cara en la fresca y perfumada mata de sus cabellos-. ¡Ay, amada mía, cuánto te quiero!

En lo alto, las estrellas viajaban por el cielo hacia la mañana. Casi había amanecido cuando Teadora volvió a su casa y se durmió. Iris la despertó, demasiado pronto.

– Disculpadme, Alteza, pero el jefe eunuco blanco ha venido del palacio para veros.

Teadora se alertó al instante. Nunca, desde que había llegado de pequeña a Bursa para instalarse en aquella casa, nadie importante había venido de palacio para verla.

– Dile que iré inmediatamente, Iris.

La mujer hizo una reverencia a su ama, salió y transmitió el mensaje al jefe eunuco. Iba a volverse cuando él la detuvo.

– ¿Cómo te llamas, mujer?

– Iris, señor -respondió ella, agachando la cabeza.

– ¿Te portas bien con tu ama?

– Sí, señor.

– ¿Confía ella en ti?

– ¿En qué, señor?

Iris fingía ser estúpida.

– En todo. ¿Te confía secretitos? ¿Sueños y esperanzas de muchacha?

Iris levantó los ojos y miró fijamente al eunuco.

– Señor -dijo pausadamente-, mi pequeña ama ha estado enclaustrada aquí desde la infancia. La única persona a quien ve es el anciano sacerdote que actúa como su director espiritual. Raras veces sale del convento. ¿Qué secretos puede tener? No los confía a nadie, porque no los tiene. Las esclavas enviadas del palacio para servir a la princesa trabajan en turnos de tres meses, por lo que apenas tiene tiempo de entablar amistad con ellas. La mayoría la sirve solamente una vez, pero a mí me han pedido que vuelva en varias ocasiones.

– ¿Por qué? -quiso saber él, observándola desde debajo de los hinchados parparos.

– Porque mi posición era ventajosa, señor. Yo no fui siempre una esclava.

– Te nombraré primera doncella de la princesa Teadora. En justa compensación, me tendrás plenamente informado de su vida. Ella irá pronto a reunirse con el sultán. Ahora dime: ¿cuándo fue su último periodo? La mujer lo pensó y dijo: -Hace casi dos semanas, señor.

– Exactamente, ¿cuántos días desde la primera señal de sangre, Iris?

– Doce, señor.

El eunuco frunció el ceño.

– Tendrá que ir hoy o habríamos de esperar otro mes -dijo el jefe blanco de los eunucos, hablando consigo mismo-. No empaquetes nada para tu ama. Allí tendrá de todo.

– Está estudiando, señor. Querrá tener sus libros. No es perezosa, como otras mujeres.

El eunuco pareció sorprendido. Pero no era antipático.

– Muy bien, Iris; cuidaré de que los libros de la princesa sean enviados al palacio. Pero no hoy. Apenas tendremos tiempo de hacer lo necesario. -Buscó debajo de la holgada vestidura, sacó dos pequeños sobres y se los dio-. Que tu ama tome los polvos del sobre azul antes de salir de aquí. Deberá tomar los del otro al ponerse el sol.

– Por favor, señor -dijo audazmente Iris-, ¿qué son? ¿No le harán daño?

– Son drogas para relajarla y preparar su cuerpo virgen para las atenciones de su marido esta noche. Pero eres muy atrevida, Iris. No me hagas preguntas o retiraré lo de tu designación.

Se abrió la puerta de la antecámara y entró Teadora. El eunuco la observó rápidamente con ojos prácticos. Lo que vio lo satisfizo. Tenía una estatura regia. Era más delgada de lo que gustaba a su amo, pero los altos, llenos y cónicos senos lo compensaban sobradamente. Tenía blanca la piel y los ojos eran de color de amatista… ¿o más bien violetas? Los brillantes cabellos oscuros le llegaban hasta las caderas. Tenía incluso los dientes blancos y bien formados. Todo ello era señal de excelente salud física y mental.

El eunuco se inclinó cortésmente.

– Soy Alí Yahya, Alteza Real. Sois la más afortunada de todas las mujeres, mi princesa. Vuestro señor marido, el sultán Orján, hijo del sultán de los Gazi, Gazi hijo de Gazi, marqués del Héroe del Mundo, ha elegido la de hoy para que sea vuestra noche de todas las noches. Vuestro matrimonio, celebrado cuando sólo erais una niña, se consumará esta noche… Que Alá os bendiga y que seáis fecunda con la simiente de mi señor.

Teadora lo miró sin comprender durante un momento. Después palideció mortalmente y se derrumbó en el suelo. El eunuco contempló la forma inmóvil. Era una joven encantadora. El sultán quedaría complacido.

– Nerviosismo de virgen -dijo a Iris, que se había arrodillado junto a la muchacha y le daba palmadas en las muñecas-. Enviaré una litera dentro de una hora. Estad preparadas.

Cuando Teadora volvió en sí, se encontró con que el brazo vigoroso de Iris la sostenía por los hombros. La otra mano le aplicaba un vaso de vino entre los labios.

– Bebed, mi princesa, y no tengáis miedo. Alí Yahya me ha nombrado vuestra primera doncella. No os dejaré y, piense lo que piense esa gorda babosa, ¡sólo os seré fiel a vos! Bebed, Pequeña. Esto os sentará bien.

Teadora engulló el vino, aún mareada. ¿Qué le había dado e pronto al sultán? ¿Acaso había descubierto lo del príncipe Murat? ¡No! Imposible. Entonces, ¿por qué?

– ¿Cuándo tenemos que ir a palacio? -preguntó.

– La litera llegará dentro de una hora, tal vez menos.

¡Oh, dulce Jesús! No había tiempo para enviar a buscar a Murat y, una vez estuviese en palacio, no se atrevería a ponerse en contacto con él. ¡Oh, Dios mío! Esto debía de ser un castigo. Si no había cometido adulterio de hecho, sí que lo había cometido en su corazón, y ahora Dios la castigaba. ¡Ser esposa de un viejo, cuando amaba a su hijo! Vivirían en el mismo palacio, posiblemente incluso se verían, ¡y nunca podrían hablarse! Teadora empezó a llorar violentamente.

Sin comprender la verdadera naturaleza del dolor de su ama, Iris trató de consolarla.

– No lloréis, pequeña. Esto tenía que llegar, y todas las mujeres deben aceptar su destino. Desde luego, yo desearía que tuvieseis un marido más joven, pero dicen que el sultán es todavía muy potente y un buen amante.

Viendo que Teadora tenía cerrados los ojos en su angustia, Iris vertió el contenido del primer sobre en el vino. Después observó cómo lo bebía la muchacha, quien ignoraba que estaba drogado.

No quedaba tiempo. Las monjas estaban en el patio y la rodeaban para despedirla y encomendarla a Dios.

– Si podéis ayudar a los cautivos y esclavos cristianos, Alteza -dijo la madre María Josefa-, tened la bondad de hacerlo. Sufren mucho y para vos es un deber asistirlos. Nosotras estamos dispuestas a ayudaros en todos vuestros esfuerzos caritativos.

Teadora asintió torpemente con la cabeza y dejó que la ayudasen a meterse en la gran litera. Iris subió detrás de ella, corrió las cortinas y partieron. La esclava miró a la pálida muchacha sentada delante de ella. La princesa callaba, no hacía el menor ruido; pero las lágrimas seguían rodando por sus mejillas. Iris estaba preocupada.

Sólo hacía cinco años que era esclava, pero conocía el mundo mejor que la mayoría. Estas no eran lágrimas de una esposa asustada, sino las de una mujer que tenía roto el corazón. Pero ¿por qué había de tenerlo ella? Iris sabía que Teadora no deseaba ser monja; por consiguiente, no era esto. Sólo cabía otra posibilidad, y era tan remota que parecía absurda. Sin embargo…, al recordar el comportamiento de la princesa durante los últimos dos meses, Iris empezó a comprender muchas cosas.

Respiró hondo. Lo que iba a hacer era muy peligroso. No tenía pruebas y, si se veía acorralada, la princesa podía ordenar su muerte al instante. Se inclinó hacia delante y dijo, en voz muy baja:

– Si hemos de hablar, Alteza, tiene que ser ahora. Cuando estemos en palacio nos espiarán constantemente, no sólo los subordinados del jefe de los eunucos, sino los que están a sueldo de las otras dos esposas del sultán… y sabe Dios de cuántas de sus favoritas. Todas tratarán de desacreditaros para encumbrarse ellas. Si queréis descargar vuestra mente y decirme lo que os aflige, tiene que ser ahora. Por favor, Alteza. Deseo seguir siendo vuestra amiga y me parece evidente que lloráis por un hombre.

Los ojos violetas que la miraron estaban tan llenos de dolor que Iris casi lloró a su vez.

– Te lo diré -accedió Teadora-, pues tengo que contarlo a alguien o me volveré loca. Si me traicionases, me harías un favor, pues ahora preferiría estar muerta.

Y poco a poco fue desgranando la tierna y pequeña historia, a trompicones, hasta que no le quedó nada por decir.

Iris suspiró. No sería fácil, pero, habiendo permitido que su ama traspasase parte de la carga sobre sus hombros, ahora podía concentrarse en prepararla para lo que había de venir.

– Trataré de hablar con el príncipe -prometió a Teadora, y fue recompensada por una sonrisa que iluminó todo el ser de la muchacha-. Pero, señora mía, debéis aceptar el hecho de que sois esposa del sultán. Esta noche se consumará el matrimonio, y también debéis aceptarlo.

– Creía que él me había olvidado, Iris. Desde que me trajo a Santa Catalina, nunca había dado muestras de que conociese mi existencia. ¿Por qué ahora?

No lo sé, mi princesa, pero creo que la respuesta que buscamos sólo podemos encontrarla en el palacio del sultán, ¿in embargo, permitidme una advertencia, mi princesa. Sois muy inocente y no conocéis la malicia de las personas. En palacio, no debéis fiaros de nadie, salvo de mí. Cuando deseemos hablar en privado, deberemos hacerlo solamente al aire libre. Hay espías en todas partes.

– Tú has estado en el palacio, Iris, ¿cómo es? ¿Estaremos aisladas, o viven juntas todas las mujeres?

– Una parte del palacio está reservada a las mujeres, pero las esposas y las favoritas del sultán tienen apartamentos y habitaciones propios dentro del harén. El jefe de los eunucos me nombró vuestra primera doncella, pero tendréis otras esclavas y eunucos. Vuestro rango lo requiere.

– ¿Podemos confiar en ellos, Iris?

– ¡No! Todos serán espías de alguien. Pero los toleraremos por ahora, hasta que podamos elegir nuestra propia gente. No temáis, mi princesa, yo os protegeré.

La litera se detuvo, y se descorrieron las cortinas y Alí Yahya ayudó a Teadora a bajar a un patio embaldosado.

– Tened la bondad de seguirme, Alteza -dijo.

Lo siguieron por un laberinto de corredores hasta que él se detuvo delante de una puerta de madera tallada que, al abrirla, conducía a una pequeña habitación.

– Aquí está vuestro dormitorio, princesa.

Iris miró con incredulidad a su alrededor. ¿Estas dos pequeñas habitaciones para su señora? Rezó rápidamente una oración mental para poder ver el día siguiente y se volvió al jefe de los eunucos.

– ¿Es mi señora una esclava para que la insultéis de esta manera? Estas habitaciones no son dignas para un perro, mucho menos para la hija de un emperador. ¿Dos habitaciones diminutas con ventanas enrejadas y que dan a un patio interior? ¿Dónde está su jardín? ¿Dónde están sus criados?

– Tu señora no goza todavía del favor de mi amo.

– Mi señora no tiene que buscar el favor de tu amo -respondió audazmente Iris-. ¡Es hija del emperador! En Santa Catalina, sus criadas tenían habitaciones mejores que éstas. No sé cómo disfrutará el sultán de su noche de bodas cuando se queje la novia de su morada.

Alí Yahya pareció confuso. No creía que esta muchacha inexperta pudiese complacer a su experimentado y hastiada señor. Sin embargo, podía ocurrir. Y si era así…

– Desempeñas el cargo que te destiné de la forma más admirable, Iris -dijo secamente-. Esto no es más que un lugar para que descanse tu ama. Era necesario que la trajésemos hoy a palacio, pero no pudimos preparar sus habitaciones a tiempo. Dentro de una hora, estarán en condiciones de recibir a la princesa. Enviaré una muchacha con algo de comer y, entonces, todo será perfecto -concluyó y, recogiendo los restos de su dignidad, se marchó rápidamente.

– ¡Hum! -bufó Iris-. La serpiente se escapó con bastante rapidez.

– Esto no importa -dijo suavemente Teadora.

– ¡Sí que importa! Pase lo que pase, niña mía, nunca debéis olvidar que sois Teadora Cantacuceno, hija del emperador Juan. Mantened alta la cabeza en esta casa, mi señora, o vuestros inferiores os atropellaran.

Al cabo de una hora las condujeron a una serie de seis grandes y ventiladas habitaciones, que contaban con un hermoso jardín amurallado, con varias fuentes de azulejos y vista a las montañas.

– Mi señora se siente satisfecha -dijo altivamente Iris, al observar la presencia de doce esclavas y dos eunucos negros. Alí Yahya asintió con un ademán.

– Lleva inmediatamente a tu señora a la encargada de los baños. Tardarán el resto de la tarde en prepararla para esta noche.

Generalmente, los baños del harén eran ruidosos y estaban llenos de mujeres parlanchinas. Pero esta tarde las mujeres de la casa del sultán estaban siendo entretenidas por un anciano mago egipcio. La encargada del baño recibió animadamente a Teadora y, antes de que la sorprendida princesa se diese cuenta de lo que ocurría, se encontró completamente despojada de sus vestiduras y vio que sometían su cuerpo desnudo a una minuciosa inspección. Sus partes más íntimas fueron estrujadas, separadas, manoseadas, incluso olidas en busca je algún síntoma de enfermedad. Teadora se ruborizó hasta a raíz del cabello y experimentó una sensación impotente de Vergüenza y ultraje.

Satisfecha al fin, la señora del baño se echó atrás.

– Vuestro cuerpo está sano e impecable, Alteza. Sois fresca como una rosa. Esto me complace, pues el sultán aborrece todas las imperfecciones. Podemos seguir adelante.

Teadora sintió ganas de reír. Todos estaban terriblemente preocupados de que gustase al sultán; en cambio, a ella le tenía sin cuidado. Lo único que quería era volver al convento de Santa Catalina, para encontrarse con Murat en el huerto. ¡Murat! ¡Murat! Repitió en silencio su nombre, una y otra vez, mientras las mujeres untaban con una pasta de color de rosa y que olía a almendras las zonas vellosas de su cuerpo.

Teadora no sabía que los baños de los hombres estaban al otro lado de los del harén. Y mientras permanecía sumisamente en el suyo, los hijos predilectos de Orján, Solimán y Murat, charlaban en amable compañía dentro de la caldeada habitación.

– ¿Qué hay de ese rumor de que Juan Cantacuceno busca nuestra ayuda contra su yerno? -preguntó Murat.

– Es cierto -afirmó Solimán-. Por esto la princesa Teadora será desflorada esta noche.

Murat se sintió envuelto en una oleada de vértigo. Su hermano no se dio cuenta y prosiguió:

– El viejo habría dejado tal vez a la niña en su convento, pero el padre insistió en que se cumpliesen todas las cláusulas del contrato matrimonial. Nuestro padre no pudo resistir la tentación de recibir el último tercio de la dote de la pequeña bizantina. Esto incluye Tyzmpe, a donde me enviarán para mandar en el fuerte. ¿Querrás venir?

– ¿Está ya aquí la princesa? -preguntó Murat, esperando que su tono fuese casual.

– Sí. Y es una bonita pieza, aunque demasiado pálida para mi gusto. La vi de refilón cuando llegó esta tarde. Probablemente estaba asustada, la pobrecilla. Bueno, mañana se encontrará mejor. Nuestro padre puede ser viejo, pero todavía sabe dejar a las mujeres con ganas de repetir. Ojalá conservemos nosotros la potencia tanto tiempo como él, ¿no es verdad, hermano?

– Sí, sí -dijo distraídamente Murat, puesto todo su corazón en Teadora, su paloma, su preciosa y pequeña amada.

Solimán siguió charlando.

– La dama Anastasia dice que, probablemente, la princesita incitó a su padre para mejorar su posición. Dice que todos los Cantacucenos son ambiciosos.

– Ya tengo bastante vapor -dijo Murat, levantándose. Salió al tepidarium, agarró una jofaina y vomitó en ella-. El maldito pescado debía de estar corrompido -murmuró, mientras ponía la jofaina en manos de un esclavo.

Después de lavarse la boca con agua de menta, se vistió y se dirigió a las habitaciones de su madre.

Para su inmensa sorpresa, Anastasia estaba con Nilufer.

– ¿Es cierto -preguntó bruscamente-que el viejo sátiro se acostará con la joven bizantina esta noche?

– Sí -respondió Nilufer, que era una bella mujer de unos cuarenta y cinco años. Sus cabellos del color del trigo brillaban aún con reflejos dorados, y sus ojos ambarinos eran relucientes y sabios-. Precisamente Anastasia y yo estábamos comentando este giro inesperado de los acontecimientos y la manera de hacerles frente.

– La niña es ambiciosa -intervino la madre de Ibrahim-. Es como todos los Cantacucenos, codiciosa y venal. ¡Si lo sabré yo! ¿Acaso no es primo mío el emperador? Sin duda la muchacha se aburría en el convento y se quejó a su padre. Pero, cuando Orján la haya poseído, lamentará no haberse quedado allí.

Anastasia rió cruelmente.

Murat miró con dureza a esta mujer, que siempre había sido su enemiga. Era diez años mayor que su madre; era menuda y tenía los cabellos de un gris acerado y los ojos azules más fríos que jamás hubiese visto.

– ¿Qué hace que os aliéis las dos después de tantos años?

– La nueva esposa de tu padre -contestó sinceramente Anastasia.

– Él se casó con la muchacha hace años, y entonces no os preocupó. Ni hizo que vos y mi madre os convirtieseis en amigas del alma.

– Pero esta noche se acostará con ella. Y si la joven es fértil y le da un hijo… -prosiguió ella, mirándole gravemente.

– No creo que nombre a un hijo pequeño su heredero, pasando por encima de Solimán o de mí, que somos adultos. No a su edad -replicó Murat-. Espero, madre, que no participéis en una campaña contra esta pobre criatura. Necesitará tener amigos aquí.

Salió furiosamente de la habitación. ¡Por Alá! ¡Teadora estaba allí! Dentro de aquel mismo palacio, y él nada podía hacer. Sabía que las suposiciones de su madre y Anastasia acerca de la ambición de Teadora no eran ciertas. La conocía, y ellas no. La pobrecilla debía de estar terriblemente asustada y, al cabo de poco, sería entregada libidinoso viejo. Sintió que las náuseas le revolvían de nuevo las entrañas. Tenía que marcharse del palacio. No podía quedarse allí esa noche, sabiendo que la inocencia de Adora ser violada en aras de la codicia.

De pronto, una mujer mayor, cubierta con un espeso velo salió de entre las sombras.

– La princesa quiere que sepáis que, aunque ella no ha provocado esta situación, cumplirá su deber como le ha sido en nado -dijo la mujer, y se alejó.

Él estuvo a punto de llamar a gritos a aquella persona que se retiraba rápidamente. Entonces, el príncipe Murat se dirigió resueltamente a las caballerizas y pidió que ensillasen su caballo. Montó, cruzó al galope la verja del palacio y dirigí al animal hacia los montes otoñales.

CAPÍTULO 04

Teadora nunca había estado tan limpia en toda su vida. Había temido que la despellejasen. Salvo las cejas, las pestañas y las largas trenzas, todo su pelo había sido eliminado. Le habían cortado las uñas de las manos y de los pies a ras de piel. No quisiera Alá que ofendiese a su amo y señor, arañando, aunque fuese sin querer, su persona real. Los largos y lisos cabellos de color caoba brillaban con lindos reflejos dorados. La piel resplandecía de salud. Las plantas de los pies y las palmas de las manos habían sido teñidas de color de rosa, con alheña. Pero los ojos de amatista estaban afligidos, asustados. No comprendía esta prisa y, cuando trató de interrogar a Alí Yahya, éste pareció confuso y rehuyó la cuestión.

– Hace varios años que os casasteis, princesa. Ahora que habéis alcanzado la madurez física, el sultán desea que honréis su lecho. No hay nada de extraño en esto.

Estaba seguro de que a ella no le había satisfecho su respuesta. Se sintió más incómodo que nunca, pues de pronto se dio cuenta de que ella era absolutamente incapaz de engaño. Sencillamente, no deseaba acostarse con el sultán. Seguro que, si su padre no hubiese insistido en ello la muchacha habría permanecido tranquilamente en Santa Catalina. Ahora sería todavía más duro lo que tenía que hacer Alí Yahya.

Exactamente cuatro horas después de ponerse el sol Alí Yahya, acompañado de la dama Anastasia y la dama Nilufer, llegó a las habitaciones de Teadora para escoltarla hacia su destino. Las dos mujeres mayores, magníficamente ataviadas con vestidos de seda enjoyados y con bordados de oro, ofrecían un contraste bastante sorprendente con la joven envuelta i en un sencillo vestido de seda blanca.

Aunque la tradición y los buenos modales ordenaban que le hablasen con cortesía, deseándole alegría, ninguna de las dos pronunció una palabra. Nilufer miraba con curiosidad a la muchacha. Lo que haya que ser, ¡será!, pensó Iris. ¡Las viejas y ruines gatas! El jefe de los eunucos volvió la cabeza hacia Iris y le dijo rápidamente, en voz baja:

– Tu señora te será devuelta dentro de un par de horas. ¡Está preparada! Ella te necesitará.

¡Dios mío! ¿Qué iban a hacerle a la niña? La litera cruzó majestuosamente los salones silenciosos del harén y, al fin, se detuvo delante de una enorme puerta de bronce de doble hoja. Alí Yahya ayudó a la temblorosa Teadora a bajar de la litera y la acompañó al cruzar la puerta, que se cerró de golpe detrás de ellos con espantosa contundencia.

La habitación no podía ser más lujosa. El suelo de mármol estaba cubierto de gruesas alfombras de lana. En las paredes pendían exquisitos tapices de seda. En cada uno de los tres rincones de la estancia había un alto incensario de oro magníficamente forjado, en el que ardían fragantes áloes. En el cuarto rincón se alzaba una gran estufa adornada con azulejos, donde se quemaba madera de manzano. Dos lámparas de plata y cristales de colores pendían del oscuro techo sostenido con vigas, proyectando una luz suave sobre una cama maciza encima de un estrado. La cama tenía columnas talladas y doseles de rica seda de diversos colores. Alí Yahya condujo a Teadora hacia el lecho. Surgidas aparentemente de ninguna parte, aparecieron unas esclavas que la despojaron de su única vestidura.

– Por favor, tendeos en cama, princesa -pidió Alí Yahya. Ella obedeció y vio, impresionada, que él se inclinaba y le ataba un brazo a la correspondiente columna de la cama con un suave cordón de seda. Una esclava le ató el otro brazo, y las largas piernas fueron separadas y aseguradas de la misma manera.

Sintió una oleada de pánico y gritó. El eunuco le tapó la boca con una mano.

– ¡Callad, Alteza! Nadie os hará daño. Si aparto la mano, ¿prometéis que no vais a gritar?

Ella asintió con la cabeza y él levantó la mano de su cara.

– ¿Por qué me atáis? -preguntó Teadora, con voz temblorosa.

– Porque el sultán lo ha ordenado, mi señora. Cuando os casasteis, se estableció en el contrato que el matrimonio se consumaría cuando alcanzaseis la pubertad. El sultán, si he de seros franco, os habría dejado en el convento. Pero vuestro padre insistió en que se cumpliese el contrato matrimonial.

– ¿Mi padre? -exclamó ella, con incredulidad-. ¿Que mi padre insistió? ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo pudo hacer esto?

– Necesita de nuevo la ayuda del sultán, Alteza. Vuestra hermana y su marido son bastante revoltosos. El tercio restante de vuestra dote, que incluye un pago en oro y la fortaleza estratégica de Tzympe, muy deseada por mi señor, quedará pendiente hasta que estéis encinta.

Ella guardó silencio unos momentos. Después exclamó amargamente casi hablando consigo misma:

– ¡Para esto conservé con tanto cuidado mi virginidad! ¡Para ser entregada a un viejo a cambio de unos soldados, un puñado de oro y una fortaleza! -Suspiró y miró de nuevo al eunuco-. ¿Por qué ha ordenado mi señor que me atéis a la cama?

– Porque sois inexperta en cuestiones de amor. La falta de conocimiento podría induciros a luchar y disgustar al sultán. Esto tiene que hacerse apresuradamente, y no hay tiempo para enseñaros las cosas que deberíais saber. Os hemos traído hoy al palacio, porque es el primer día fértil de vuestro ciclo lunar. Durante cuatro noches estaréis en la cama con el sultán. Confiamos en que el próximo mes se confirmará que estáis embarazada. De lo contrario, os traeríamos de nuevo hasta que diese fruto el esfuerzo de mi señor. Se quedó asombrada ante esta terrible revelación. Tal vez si no hubiese conocido la dulzura del amor con el príncipe Murat, esto no le habría dolido tanto. ¡Cómo debía de odiarla el sultán! Maldijo en silencio al padre que la había sacrificado de una manera tan cruel.

En aquel momento de cegadora comprensión, Teadora Cantacuceno maduró.

Alí Yahya habló de nuevo. Evidentemente, la compadecía.

– Debéis estar preparada para vuestro señor, princesa. No debe asustaros lo que pase. -Y, al ver su expresión desconcertada, añadió-: Vuestro cuerpo no está todavía preparado para recibir a un hombre.

Dio unas palmadas y aparecieron dos lindas mujeres, cada una de ellas con una pluma blanca de avestruz. Se sentaron en sendos taburetes, a ambos lados de la cama, y a una señal del jefe de eunucos, empezaron a acariciarle los pechos con las suaves plumas.

Teadora las miró con una franqueza que pronto se convirtió en asombro cuando aquellas delicadas caricias empezaron a agitar su cuerpo. Los jóvenes senos empezaron a hincharse y endurecerse, y los pezones se afilaron. Suspiró suavemente, sorprendida de sí misma. El eunuco la observó durante varios minutos por debajo de los abultados párpados, tomando nota de cada movimiento.

Batió de nuevo palmas y se acercaron dos jóvenes muchachas, en realidad unas niñas, acompañadas de una mujer. Sin decir palabra, las dos chiquillas se colocaron una a cada lado de Teadora, se inclinaron y le abrieron delicadamente los labios inferiores. La mujer se adelantó y, sacando una larga y afilada pluma de la manga, la aplicó suavemente al punto más sensible. Teadora se estremeció, impresionada por aquella espantosa invasión, pero cuando abrió la boca para protestar se la taparon rápidamente con un pañuelo de seda.

Era una angustia exquisita, pero Teadora estaba furiosa. La trataban como a una yegua que fuese llevada al semental. Chilló en silencio al experimentar oleadas sucesivas de deliciosa sensación, parecida a las que provocan en ella los ágiles dedos de Murat. ¡Señor! ¿Por qué no se estaban quietas sus caderas?

Hubo otro movimiento en las sombras y un hombre alto, envuelto en una túnica de brocado, apareció junto a la cama.

Ella tenía velados los ojos por el miedo y el forzoso estímulo sexual, pero reconoció al sultán Orján. Los cabellos que recordaba oscuros eran ahora grises en su mayor parte, pero los ojos, ¡ay!, eran negros como los de Murat. El sultán la miró desapasionadamente y dijo a Alí Yahya:

– Realmente, es adorable. Lástima que no haya tiempo de adiestrarla como es debido. -Hablaba como si ella no estuviese allí-. ¿Está todavía intacta, Alí Yahya?

– No se me ha ocurrido comprobarlo, Altísimo Señor. A fin de cuentas, ha estado segura dentro de su convento.

– ¡Asegúrate! Sabemos que las niñas gustan de los juegos licenciosos.

El eunuco hizo una breve señal con la cabeza a la mujer de la pluma, que interrumpió sus maniobras. Alí Yahya se inclinó e introdujo suavemente un dedo en la impotente muchacha. Esta sacudió furiosamente sus ligaduras. El eunuco se echó atrás se irguió y dijo a su amo:

– Está intacta, mi señor sultán.

– No quiero tomarme el trabajo de romper su virginidad. Mará me estará esperando cuando este asunto haya concluido. Cuida de que quede desflorada. Yo estaré preparado para el asalto poco después.

Teadora no podía dar crédito a sus oídos. Si Orján no la desfloraba, ¿cómo iban a hacerlo? Pero tuvo poco tiempo para preguntárselo. El jefe de los eunucos impartió una rápida orden y, un momento después, se inclinó sobre ella sosteniendo un largo, grueso, liso y bien pulido trozo de madera en forma de falo.

– El dolor sólo será momentáneo, Alteza -dijo en son de disculpa, y luego, en voz más baja que sólo ella podía oír-: Perdonadme, princesa.

Sintió la madera fría y lisa contra su carne encogida, y lloró en silencio su vergüenza. ¡Un golpe rápido! Un dolor agudo y candente se extendió en su bajo vientre, antes de mitigarse poco a poco. Algo cálido goteó entre sus muslos. Quería desmayarse, librarse de todo aquello, pero permaneció consciente. Y ahora centró su atención en el sultán.

Este había observado fríamente cómo la desfloraban. Ahora extendió los brazos y las esclavas le quitaron al instante la holgada túnica de brocado. A ella le sorprendió descubrir que su cuerpo era vigoroso como el de un joven, aunque un poco más delgado.

Teadora observó, hipnotizada, cómo se adelantaba una joven desnuda, de largos y dorados cabellos, hacía una reverencia a su dueño y se arrodillaba delante de él. Los hermosos cabellos se desparramaron a su alrededor al tocar con la cabeza el pie de su señor en la antigua actitud de sometimiento. Todavía de rodillas, irguió el cuerpo y rozó con la mejilla el bajo vientre del sultán. Después tomó el miembro fláccido y lo acarició con delicados dedos, besándolo con rápidos e incitantes movimientos. Teadora experimentó una oleada de deseo cuando la joven tomó el órgano hinchado en su boca de rosa. Espantada de sí misma, volvió la cabeza y se encontró con la mirada divertida de una de las muchachas que le acariciaban los duros y doloridos senos. El rubor de la vergüenza llenó su semblante y cerró los ojos. Ahora se hicieron más intensas las sensaciones, pero mantuvo bajas las pestañas.

Unas rápidas pisadas de pies que corrían le hicieron abrir los ojos. Estaba sola con el sultán. Este cruzó la habitación para acercarse a ella; su miembro era ahora enorme, enrojecido y húmedo el glande. Metió un cojín debajo de las caderas de Teadora, para levantarla y poder alcanzar su cuerpo con más facilidad.

La montó como a una yegua y ella sintió la penetración, dura y brutal. Él cabalgaba despacio, aplastándole los pechos con las manos y pellizcándole los pezones. Le hizo volver cruelmente la cabeza, para poder mirarla a la cara. Temerosa ahora de cerrar los ojos, recibió aquella mirada impersonal, mientras gritaba en silencio, repitiendo el nombre de Murat. De pronto, el hombre se estremeció y se derrumbó sobre ella. Yacieron inmóviles durante unos minutos y, entonces, el sultán se apartó de ella. Después de desatarle las ligaduras de las piernas, se las juntó y las dobló hacia arriba. Después dijo las únicas palabras que le dirigió durante toda aquella pesadilla:

– Mantén las piernas levantadas y juntas, Teadora, para que no se pierda mi simiente.

Se volvió y desapareció en la oscuridad, y ella oyó que se cerraba la puerta.

Estaba sola. Todo su cuerpo empezó a temblar y las lágrimas contenidas fluyeron sobre sus mejillas. A los pocos minutos, surgió Alí Yahya de la sombra y le quitó el pañuelo de seda de la boca. Le desató los brazos en silencio y le frotó suavemente las muñecas. Sacó otro pañuelo de debajo de la túnica y le enjugó las lágrimas en silencio. Después la ayudó a levantarse, cubrió su cuerpo helado con el vestido de seda y la condujo de nuevo al pasillo y la litera. Pronto la rodearon los brazos cariñosos de Iris y la esclava la llevó a la cama.

Alí Yahya esperó en la antecámara de Teadora, calentándose junto a la estufa de azulejos. Por fin salió Iris y se plantó delante de él, con aire interrogador. Y él se lo contó todo, con su voz aguda y suave.

– Ahora te toca a ti cuidar de que la princesa no se deje vencer por la melancolía -dijo al fin.

Iris rió roncamente.

– ¿Y cómo voy a hacerlo, mi señor? La muchacha es joven y ha sido delicadamente educada. La noche de bodas atemoriza a cualquier joven virgen, pero -y bajó la voz-el sultán ha tratado de un modo brutal a mi amita. Y lo que es peor, tendrá que aguantar el mismo trato durante las tres próximas noches. ¿Por qué? ¿Qué ha hecho la criatura para que la maltrate así?

– No debes hacer preguntas, mujer.

– Si tengo que cuidar de ella, debo saberlo todo, Alí Yahya.

– El sultán estaba enfadado con la princesa. Creía que había inducido a su padre a exigir el cumplimiento del contrato patrimonial y mejorar de esta manera su posición. Yo también lo creía posible, hasta que conocí a la princesa. No hay culpa en ella. Además, las dos esposas, Anastasia y Nilufer, han amentado la cólera del sultán contra la princesa. Les da miedo una tercera esposa.

– Mi princesa es como una flor delicada, eunuco. Debes convencer al sultán de que la trate amablemente las próximas noches. Si ella enloquece Y muere, ¿de qué habrá servido esta crueldad? ¿Crees que el emperador entregará a tu señor el resto de la dote de mi ama, cuando se entere de lo que le ha ocurrido a su hija predilecta? El bizantino puede haber empleado a la niña con fines políticos, pero sigue siendo su hija y él la quiere.

Alí Yahya asintió con un gesto.

– Tienes razón, mujer. Procuraré que el corazón del sultán se ablande en lo tocante a la princesa. Pero tú debes cuidar de que no muera.

Sin añadir palabra, giró sobre los talones y se fue.

Iris esperó a que la puerta se hubiese cerrado detrás de él. Entonces se dirigió corriendo al dormitorio de Teadora. La niña yacía boca arriba, respirando con dificultad. No hacía el menor ruido, pero tenía la cara mojada de lágrimas. Iris acercó un taburete al lado de la cama y se sentó.

– Decidme qué estáis pensando -le pidió.

– Pienso que la bestia más humilde del campo es más afortunada que yo -respondió en voz baja.

– ¿Deseáis morir, mi princesa?

– ¿Morir? -La joven se incorporó-. ¿Morir? -Rió amargamente-. No, Iris, no quiero morir. ¡Quiero vivir para vengar esta ofensa! ¿Cómo se atreve el sultán a tomarme como si fuese una bárbara salvaje? ¡Soy Teadora Cantacuceno, princesa de Bizancio!

Su voz era casi histérica.

– Silencio, mi princesa. ¡Recordad! -Y se tocó las orejas.

Teadora calló de inmediato. La esclava se levantó y llenó una copa de aromático vino tinto de Chipre. Añadió un pellizco de hierbas y la tendió a su ama.

– He puesto un poco de somnífero en el vino, mi princesa. Tenéis que descansar mucho esta noche para enfrentaros con cordura y valor al día de mañana.

La niña apuró la copa.

– Haz que me despierten al mediodía, Iris -dijo, y se tumbó de espaldas para dormir.

La esclava salió de puntillas de la habitación. Pero los ojos de amatista de Teadora permanecieron abiertos y mirando al techo. Ahora estaba más tranquila, pasado lo peor de la impresión. Pero nunca olvidaría la ofensa.

Sus juegos inocentes con el príncipe Murat le habían hecho creer que lo que pasaba entre un nombre y una mujer era siempre agradable. Su esposo le había robado una noche de bodas perfecta, pero nunca permitiría que volviese a tratarla como había hecho esta noche. Si su padre -¡maldito fuera! -quería que diese un hijo a Orján, obedecería. Pero haría que su esposo lamentase el trato que le había dispensado. Haría que la desease más que a todas las mujeres y, cuando lo hubiese conseguido…, lo rechazaría.

Cuando su hastiado marido se arrojase al fin a sus pies, suplicándole sus favores, como sin duda haría, ella se los otorgaría parcamente o se los negaría, según se le antojase.

Teadora empezó ahora a relajarse y dejó que la droga surtiese su efecto. Cuando Iris volvió un poco más tarde, la princesa estaba durmiendo.

CAPÍTULO 05

Alí Yahya estaba en grave peligro de perder su dignidad. Miró boquiabierto a la niña que tenía delante, la cual repitió con su voz cantarina:

– Mi ama, la princesa Teadora, requiere vuestra inmediata presencia, señor. Tenéis que venir conmigo.

Tirando de su gorda mano, la pequeña condujo al sorprendido jefe de los eunucos por el pasillo, hasta la habitación de Teadora.

Cuando Alí Yahya vio a Teadora por última vez, no había estado seguro de si sobreviviría aquella noche. Pero la destrozada criatura de la noche anterior no se parecía en nada a la joven que tenía ahora delante. Por primera vez en su vida, comprendió Alí Yahya el verdadero significado de la palabra «regio».

Teadora había hecho que erigiesen un pequeño trono sobre un estrado, y recibió a Alí Yahya allí sentada. Sus largos cabellos oscuros habían sido recogidos en dos trenzas que enrollaron sobre los lados de la cabeza. Su ropa era toda de seda, de tonos azules persas y verde mar. No llevaba joyas, pues no tenía ninguna.

Los ojos de amatista miraron gravemente al eunuco. Este, desconcertado, hizo una profunda reverencia y fue recompensado por una débil sonrisa. Ella levantó la mano y despidió a sus esclavas con un regio ademán.

Al quedar a solas con Alí Yahya, dijo sosegadamente:

– Dile a mi esposo que, si se repite lo de la noche pasada informaré a mi padre, el emperador Juan. Conozco mis deberes y le daré un hijo con toda la rapidez que permita la naturaleza. Pero el sultán debe venir solo a mi encuentro en el futuro y aceptar mi falta de experiencia, como haría cualquier marido cristiano: con satisfacción ante esta prueba de mi inocencia.

»Si quería que yo fuese experta en las artes del amor, hubiese debido hacer que me instruyesen. Yo estaba a su disposición. No soy una recién llegada en esta tierra.

»Pido maestros que me ayuden a superar mi ignorancia, aunque tal vez el sultán encuentre divertido instruirme él mismo. Constituiría para él toda una novedad.

El jefe de los eunucos disimuló su sorpresa.

– Haré todo lo que pueda para complaceros, Alteza -dijo gravemente.

– Sé que lo harás, Alí Yahya. Solamente tú, entre toda la gente que he conocido desde que llegué aquí ayer, has re cordado mi posición. Ciertamente, no olvidaré tu amabilidad. Gracias por venir.

Él se volvió para marcharse, pero Teadora habló de nuevo.

– Casi lo había olvidado. Prepáralo todo para que Iris yo podamos visitar mañana los mercados de esclavos de la ciudad.

– Si necesitáis más servidores, Alteza, os los proporcionaré con sumo gusto.

– Necesito mis propios servidores, Alí Yahya. No espías. Quiero esclavos propios, no los que están a sueldo de la dama Anastasia y de la dama Nilufer, o de quien sea la última favorita de mi esposo. O incluso de vos, pongo por caso. ¿He hablado con claridad, Alí Yahya?

Él asintió con la cabeza.

– Haré lo que deseáis, Alteza -dijo, y salió apresuradamente para ir en busca de su amo.

Encontró al sultán en compañía de una de sus nuevas favoritas, una circasiana rubia llamada Mihrimah. La joven acreditaba la escuela del harén, pues era una verdadera muestra de buenos modales, obediencia total y avanzado adiestramiento sexual. Alí Yahya observó impasible cómo Mihrimah se ponía delicadamente un dulce entre los labios y se lo ofrecía a su ansioso dueño. El eunuco se maravilló que un hombre de la edad del sultán se excitase tan rápidamente y actuase tan bien. Haciendo caso omiso de la presencia de su siervo, Orján montó a la esclava, que se rindió encantada.

Después, satisfecha su lujuria, miró al eunuco. Con un parpadeo, éste le pidió que despidiese a la muchacha. Orján empujó a Mihrimah con el pie.

– ¡Vete! -Ella obedeció de inmediato: se levantó y salió a toda prisa de la habitación-. Habla, Alí Yahya. ¿Qué sucede?

El eunuco se tumbó en el suelo y, tomando el pie del sultán, lo puso sobre su cabeza inclinada.

– Me equivoqué, mi señor. Erré en mi juicio y os pido que me perdonéis.

Orján estaba intrigado. Alí Yahya era su esclavo desde hacía unos veinticinco años, y hacía quince que era jefe de los eunucos blancos. Su juicio había sido siempre frío, impersonal y correcto. Y nunca le había pedido perdón.

– ¿Qué pasa, viejo amigo? -preguntó amablemente Orján.

– Se trata de la princesa Teadora, señor. Me equivoqué sobre esa joven y también se equivocaron vuestras esposas. Es inocente de cualquier intriga para mejorar su posición. Lo supe la noche pasada, pero era demasiado tarde para impedir… -Vaciló, dando tiempo al sultán para reconstruir los sucesos de la noche anterior. Esta mañana -prosiguió el eunuco-me pidió que la escuchase y me dijo que os pidiese perdón por su ignorancia en el arte de complaceros. También me suplicó que le buscase maestros que la enseñasen, con el fin de remediar esta falta.

– ¿Ah, sí?

Orján estaba interesado. No se habría sorprendido si la niña hubiese tratado de quitarse la vida después de la noche anterior. Entonces le habría tenido sin cuidado. Pero ahora estaba fascinado.

– Tal vez sería una novedad estimulante, señor, si actuaseis vos mismo como su primer maestro. ¿Quién conoce mejor vuestros deseos? Ella parece ansiosa de aprender, y sin duda es encantadora, mi señor.

El sultán frunció el ceño al recordar y rió entre dientes.

– Conque está ansiosa de aprender, ¿eh? ¿Incluso después de la noche pasada? ¿Y crees que yo debería enseñar a la pequeña zorra?

– Sería algo diferente, mi señor. Yo no puedo saberlo, desde luego, pero, ¿no es un poco aburrido ser siempre servido por las mujeres de vuestra casa? Como maestro suyo, podríais enseñarle lo que más os complace. Si aprende, la recompensaréis, y si se retrasa en sus lecciones, podréis castigarla.

Al sultán le brillaron los ojos. Se sabía que, ocasionalmente, disfrutaba azotando a una esclava.

– ¿Estás seguro, Alí Yahya? ¿Estás seguro de que no incitó ella a su padre para que me la impusiese por la fuerza?

– Completamente seguro, señor. Ella hubiese preferido quedarse en Santa Catalina. Todo fue obra de su padre.

Orján sonrió despacio.

– Pronto cambiará de idea, viejo amigo. Le enseñaré a desear ardientemente mi contacto. Dile que su ignorancia ha sido perdonada, Alí Yahya, y que esta noche empezaré a darle lecciones de amor.

El eunuco hizo una reverencia y salió, conteniendo a duras penas su regocijo.

En cambio, tendría que ser absolutamente sincero con la princesa. El día anterior la había considerado como una niña más, igual que miles de ellas. Pero hoy, al verla sobreponerse con tanta firmeza a su desesperación, había revisado su opinión, guiándose por un instinto seguro de supervivencia. Alí Yahya no sabía a ciencia cierta cómo era Teadora Cantacuceno, pero sí que sería una fuerza con la que habría que contar.

Teadora fue de nuevo bañada, untada y perfumada. Pero en esta ocasión, Alí Yahya le trajo prendas de noche de gasa y unas joyas sencillas. Los pantalones y la chaquetilla abierta eran de color de rosa, para acrecentar la blancura cremosa de su piel. Las tiras que sujetaban los pantalones a los tobillos tenían flores bordadas en oro. Los lados y la parte inferior de la chaquetilla estaban adornados con abalorios de cristal.

El jefe de los eunucos le había traído también varias cadenitas je oro muy delicadas y de largos diferentes, para que las llevase alrededor del cuello. Y puso él mismo en uno de los finos dedos de la princesa un anillo grueso de oro con una turquesa persa azul engastada.

– Un regalo mío para vos, Alteza.

– Gracias, Alí Yahya. Lo guardaré como un tesoro.

Después lo miró con expresión inquisidora.

– Todo irá bien, Alteza; os lo prometo -aseguró él, mientras la ayudaba a subir a la litera.

Se inclinó encima de ella y fijó unos pendientes de oro y cristal en los pequeños lóbulos de sus orejas.

Ella levantó una mano y los tocó, encantada. Él le sonrió. Aunque percibía algo grande en ella, era todavía una niña. Los pendientes lanzaban alegres destellos, perfectamente visibles por llevar ella los oscuros cabellos peinados hacia atrás. Habían sido sujetados con cintas de un rosa pálido y adornados con aljófar. El sultán sería un estúpido si tratase mal a un bocado tan delicado, pensó el eunuco.

Pero esto era muy poco probable. El sultán Orján había estado pensando durante la mayor parte del día en la novedad de enseñar las artes amatorias a su joven esposa; esperaba la noche con impaciencia. Deseaba que ella fuese apasionada por naturaleza. Pero aun así, era probable que se resistiese al principio, a causa de su timidez. ¡Resistencia! Esta idea lo excitaba. No podía recordar la última vez que se le había resistido una mujer.

Se abrió la puerta de doble hoja de sus habitaciones y vio en el pasillo a su nueva esposa, a quien ayudaban a bajar de la litera. Observó con franca aprobación sus graciosos movimientos mientras avanzaba hacia él, con la adorable cabeza modestamente inclinada. Ella se detuvo y se arrodilló, postrándose ante él en actitud de humilde sumisión.

– ¡No! -Él mismo se sorprendió al decirlo-. Naciste princesa, mi Teadora.

– Pero vos, mi señor esposo, sois mi dueño -respondió ella, con voz grave y melodiosa, tocando con la frente una zapatilla del sultán.

Él la levantó, apartó el velo de su cara, arrojándolo al suelo.

– Mírame -ordenó, y ella alzó la cabeza para mirarlo.

Los claros ojos de color de amatista no vacilaron bajo la oscura inspección del sultán.

– Tus modales son intachables, mi joven esposa, pero tus bellos ojos se expresan de modo diferente a tu actitud.

Por un momento, ella se mordió el labio inferior. Se ruborizó debidamente, pero su mirada no flaqueó.

– Como ha dicho Vuestra Majestad -replicó-, nací princesa.

El sultán rió de buen grado. La muchacha tenía valor. Y esto, sorprendentemente, no le molestó. Era como una ráfaga de aire fresco y claro en una habitación demasiado calentada y perfumada.

– Marchaos -ordenó a Alí Yahya y a los otros esclavos que esperaban. Cuando se hubieron ido, se volvió a ella-. ¿Tienes miedo, mi Teadora?

Ella asintió con la cabeza.

– Un poco, mi señor. Por lo de la noche pasada.

Él la atajó con un movimiento de la mano y dijo enérgicamente:

– ¡La noche pasada no existió! ¡Ésta será la primera para nosotros!

Ella se enfureció al recordar cómo había sido desflorada con un falo de madera, pero se dominó rápidamente y dijo con dulzura:

– ¡Sí, mi señor!

Él la hizo sentar sobre los cojines del gran diván.

– Eres un jardín de delicias por explorar, esposa mía. De momento, yo trataré de complacerte. -Le quitó la chaquetilla y, levantándole los senos con las manos, besó primero uno y después el otro-. Tus pechos son como rosas sin abrir -murmuró profundamente sobre la sedosa y perfumada piel.

Aquel suave contacto produjo a Teadora la impresión de un rayo, y lanzó una exclamación ahogada y levantó instintivamente las manos para apartar al hombre. Pero éste fue más rápido que ella. Empujándola hacia atrás sobre los cojines, cubrió de ardientes besos su pecho desnudo. Deslizó la lengua sobre los grandes pezones, haciendo que se estremeciese una y otra vez su cuerpo tembloroso. Entonces cerró la boca sobre una punta dura y chupó afanosamente.

– ¡Mi señor! -gimió ella-. ¡Oh, mi señor! Estaba a punto de desmayarse cuando él se detuvo al fin.

– ¿Te ha gustado? -preguntó el sultán-. ¿Te ha gustado lo que acabo de hacerte?

Ella no pudo responder y él tomó su silencio por modestia y esto le encantó. Pero lo cierto era que no podía decirle que le había gustado. Le había gustado tanto como cuando se lo hacía el príncipe Murat. Esto la confundía terriblemente. ¿Acaso no amaba al príncipe? ¿Era el amor algo diferente de los deliciosos sentimientos que le agitaban el cuerpo cuando la tocaban de esta manera? No lo entendía.

Pero sabía que le gustaba que un hombre la tocase y, a fin de cuentas, éste era su marido. Entonces, ¿qué había de malo en ello? Pero cuando él la rodeó con un brazo y la acarició de nuevo con la mano libre, Teadora recordó la noche anterior, cuando él había ordenado fríamente que su preciosa virginidad fuese destruida por un pedazo inerte de madera pulimentada, para no tener que perder tiempo. Ahora la cortejaba simplemente por la intervención de Alí Yahya. Sin esta circunstancia, habría hecho que la atasen de nuevo a la cama y la habría montado como un animal.

Su amado Murat nunca le había hecho daño. La había tocado suavemente, con ternura. La había deseado por esposa, y ella lo había deseado por marido. Había querido complacerlo. ¡Esto era amor! Frágil y recién nacido, ¡pero amor!

No amaba al sultán, pero le gustaban sus caricias y, que Dios se apiadase de ella, era lo único que tendría en esta vida. No se esperaba que las princesas disfrutasen en sus matrimonios.

Suspirando, se entregó a las maniobras de él, complaciéndolo al atraerle de nuevo la cabeza sobre su pecho y suplicarle cortésmente que repitiese lo que acababa de hacer. Él sintió que su propio deseo aumentaba deprisa, pues ella lo excitaba en gran manera. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para recordar lo inexperta que era la joven en realidad. Como un mozalbete, le bajó toscamente el pantalón sobre las caderas, para poder quitárselo con facilidad. Con los dedos buscó afanosamente el monte de Venus y lo encontró ya humedecido. Jadeando, le abrió la túnica y se arrojó encima de ella, sintiendo con estático placer el calor juvenil de Teadora.

Las uñas del sultán le arañaron la cara interna de los muslos al separarle las piernas. Para asombro de ella, casi sollozaba en su afán de poseerla. Su ansiedad la maravillaba. Ya no le tenía miedo. Pensó que si cerraba los ojos y se imaginaba que él era Murat…

Moviéndose provocativamente, murmuró con voz ronca:

– Besadme, mi señor. Besadme, esposo mío.

Él obedeció rápidamente y, para delicia de ella, su boca era firme y le resultaba extrañamente familiar. Era, ¡oh, Dios mío!, como la de Murat. Él la besaba profunda y apasionadamente. Primero fue él el agresor, y después, para sorpresa de ambos, lo fue ella. Dejó que la boca de él la sumiese en un mundo puramente físico de placeres sensuales.

Estaba de nuevo en el huerto de Santa Catalina; de nuevo en los brazos vigorosos del príncipe. Era su boca querida y conocida la que la poseía ahora, y sus manos las que acariciaban su piel suave. Con voluntad propia, su cuerpo joven se movía voluptuosamente, guiado por el instinto más que por la experiencia.

Loco de deseo, Orján penetró profundamente el ansioso y bien dispuesto cuerpo. Necesitó de todo su autodominio para no acabar inmediatamente. En vez de esto, la guió con suavidad a través de un laberinto de pasión, ayudándola a encontrar su camino hasta que ella pensó que no podía aguantar más.

Al principio Teadora luchó contra la fuerza que la alzaba más y más antes de arrebatarla en una imponente oleada de dulzura que la llevó hasta balancearse en el borde de la inconsciencia. Entonces dejó de luchar. Por fin, bañada en una luz dorada, sintió que se rompía en mil pequeños pedazos. Gritó, con una terrible impresión de pérdida, y oyó que él gritaba también.

En el silencio absoluto que siguió, ella abrió unos ojos vacilantes. Él yacía de costado, apoyándose en un codo, mirándola. Sus ojos oscuros estaban llenos de admiración, y sonreía cariñosamente. Por un instante, se sintió confusa. ¿Dónde estaba Murat? ¿Quién era este viejo? Entonces, al volver a la realidad, estuvo a punto de lanzar un alarido.

– ¡Eres magnífica! -exclamó el sultán-. ¡Que una niña inocente pueda sentir tan profundamente! ¡Ser tan apasionada! ¡Por Alá! ¡Cuánto te adoro, mi pequeña esposa! ¡Teadora! ¡Teadora! ¡Creo que me estoy enamorando de ti!

La tomó en sus brazos y la besó apasionadamente. Sus manos no podían dejar de acariciar los senos, las nalgas…, y se excitó rápidamente. De nuevo buscó, su calor, y ella no pudo negárselo. Ni podía negar su propio deseo físico. Se aborreció.

Después él pidió unos refrescos.

– Cuidaré de que tengas los mejores maestros, pequeña. Has nacido para ser amada y para amar. -Sorbió el zumo de fruta-. ¡Ay, mi dulce esposa, cómo me deleitas! Debo confesar que no esperaba tanto fuego en ti. Eres mía, ¡mi adorable Teadora! ¡Sólo mía!

Ella oyó en la voz de él un eco de la de Murat; las palabras eran casi las mismas. Se estremeció. Él la rodeó con un brazo.

– Estoy a tus pies, mi encantadora Adora. -Pareció habérsele escapado este nombre y, cuando ella lo miró, impresionada, su cara era una máscara de deleite-. ¡Adora! -exclamó-. ¡Sí! ¡Eres mi Adora!

– ¿Por qué me llamáis así? -murmuró ella.

– Porque -respondió él, inclinándose para besar un rollizo pecho-, porque eres una criatura adorable.

Ella sintió que unas lágrimas le asomaban tras los párpados, y pestañeó rápidamente para contenerlas. ¡Qué ironía que el padre se pareciese tanto al hijo, incluso en el lenguaje y el amor! Suspiró. Estaba atrapada como un pájaro en una red, y nada podía hacer por remediarlo.

Era la esposa del sultán. Debía alejar al príncipe Murat de su pensamiento. Debía poner toda su energía en dar un hijo a su marido y un nieto a su padre, con lo que Juan Cantacuceno quedaría ligado por la sangre al sultán Orján. Ella era Teadora Cantacuceno, una princesa de Bizancio, y conocía su deber. Era Teadora Cantacuceno, esposa del sultán, y conocía su destino.

CAPÍTULO 06

Teadora estaba sentada en silencio, cosiendo junto a la JL burbujeante fuente de azulejos. Los peces de colores con cola en abanico se perseguían en el agua centelleante y agitada. A su alrededor, florecían los almendros y los cerezos, y los macizos bordeados de jacintos azules estaban llenos de tulipanes blancos y amarillos.

Iris, que estaba sentada a su lado, murmuró:

– Ahí vienen el cuervo y la paloma en su visita cotidiana.

– ¡Calla! -la riñó suavemente Teadora; pero tuvo que morderse el labio para no reír.

– Buenas tardes, Teadora.

– Buenas tardes, Teadora.

– Buenas tardes a las dos, dama Anastasia y dama Nilufer. Sentaos, por favor. Trae los refrescos, Iris.

Las dos mujeres mayores se sentaron y Martina se sacó de la holgada manga un trozo de tela bordada. Anastasia contempló el vientre hinchado de Teadora y comentó:

– ¡Qué criatura tan grande! Y todavía te faltan dos meses. Será un milagro si no te destroza cuando nazca.

– ¡Tonterías! -replicó Nilufer al ver que Teadora palidecía-. Yo estaba enorme con Murat, Solimán y Fátima. Y era sobre todo por las aguas, pues ninguno de ellos nació extraordinariamente grande. -Dio unas palmadas en la mano de la joven-. Estás muy bien, pequeña. Tu hijo será sin duda alguna encantador y rebosante de salud.

Teadora dirigió una mirada agradecida a la madre de Murat y después observó fríamente a Anastasia.

– No tengo miedo por mí ni por mi hijo -dijo serenamente.

Iris, que volvía con una bandeja, oyó lo suficiente para enfadarse. Tropezó; el jarro que llevaba se volcó y derramó el contenido sobre la falda de Anastasia. La primera esposa del sultán se levantó de un salto, al filtrarse el líquido frío y pegajoso a través de la rica vestidura y hasta la piel.

– ¡Estúpida! -chilló-. ¡Haré que te azoten hasta ponerte morada, por tu deliberada insolencia!

– No haréis tal cosa -intervino fríamente Teadora-. Iris es esclava mía y esto ha sido un accidente. Iris, pide humildemente perdón a la dama Anastasia.

Iris se arrodilló y tocó el suelo con la cabeza.

– Oh, sí que se lo pido, mi señora Teadora. ¡Pido perdón!

– Está bien -dijo tranquilamente Teadora, como si todo hubiese quedado zanjado. Después llamó a sus otras esclavas-. Daos prisa, muchachas, o el traje de la dama Anastasia se estropeará.

Al levantar la cabeza, vio que los ojos de la dama Nilufer brillaban con alegre admiración.

Si Teadora podía presumir de tener una amiga que no fuese Iris, era la segunda esposa del sultán. En cuanto Nilufer conoció a la princesa bizantina, cambió rápidamente de opinión acerca de la muchacha. Vio en Teadora una sustituta de su propia y amada hija, que estaba casada con un príncipe de Samarcanda y vivía tan lejos que era muy improbable que volviesen a verse las dos en su vida. De no haber sido por la amabilidad de Nilufer, Teadora tal vez habría perdido a su hijo, pues Anastasia se complacía en provocarla.

Las esclavas habían conseguido enjugar el refresco del vestido de la dama Anastasia. Después de limpiarla con agua fresca, extendieron la ropa sobre el amplio regazo para que se secase. Y fue en este momento que el sultán y sus dos hijos predilectos decidieron visitar a Teadora. Ahora que no tenía que soportar su insaciable apetito sexual, la joven simpatizaba más con Orján. Durante cuatro meses, después de su noche de bodas, él la había visitado cinco noches cada semana; las otras dos estaban reservadas por el Corán a sus otras dos esposas.

Durante estos meses, la educación de Teadora había progresado considerablemente. Fiel a su palabra, Orján le había destinado las mejores maestras disponibles en el harén. Estas temibles señoras la habían aleccionado en las artes del amor hasta que Teadora pensó que nada podía ya impresionarla, ni siquiera sorprenderla. Pero su marido, encomiando su nueva habilidad, le había enseñado cosas que sus maestras ni siquiera habían insinuado, y Teadora había descubierto que todavía podía ruborizarse.

Cuando el sultán cruzó el jardín para acercarse a Teadora, la joven sintió que se le encogía dolorosamente el corazón. Murat caminaba a la izquierda de su padre. Ella no lo había visto desde la última noche que habían estado juntos en el huerto de Santa Catalina. Ahora no la miraba a ella, sino a su madre. Y le pareció que estaba haciendo un gran esfuerzo para no mirarla. Al ver a sus dos hijos, Nilufer se levantó, lanzando un grito de alegría y extendiendo los brazos.

A la derecha del sultán estaba su heredero, el príncipe Solimán. Teadora había visto a este joven en muchas ocasiones, desde su entrada en la casa de Orján. Era un hombre alto y atractivo, con la tez olivácea y los cabellos oscuros de su padre, y los ojos como los de su hermano. A diferencia del resto de su familia, era franco, simpático y alegre. Trataba a la esposa más joven de su padre como a una hermanita muy querida.

El trío llegó junto a las mujeres y cuando Solimán y Murat se inclinaron para besar a su madre Orján abrazó a Teadora. Después se volvió a Murat y dijo:

– Ven, hijo mío, y te presentaré a mi preciosa Adora. ¿No es una dulce compañía para un viejo, en las frías noches de invierno? -Rió entre dientes y acarició suavemente el vientre hinchado-. Pero no tan viejo que no pueda depositar una buena simiente en suelo fértil.

– Eres muy afortunado, padre mío -dijo secamente Murat, haciendo una ligera reverencia a Teadora. Cuando él levantó los ojos para mirarla, Teadora descubrió frialdad y rencor en ellos-. ¿Estáis segura de que es un hijo varón lo que os ha dado mi padre, princesa?

Su voz era burlona y, por un instante, ella temió que fuera a desmayarse.

Respiró hondo para recobrar el aplomo y dijo orgullosamente:

– Las mujeres Cantacuceno siempre dan hijos vigorosos a sus maridos, príncipe Murat.

Él frunció los labios en una sonrisa burlona.

– Esperaré ansiosamente el nacimiento de mi medio hermano, princesa.

Nilufer miró, intrigada, a su hijo menor. ¿Por qué le había cobrado tanta antipatía a Teodora? ¡Era una niña tan dulce!

Más tarde, al recordar el incidente, la joven se encolerizó y arrojó furiosamente varios cacharros al suelo para desahogarse. Sus esclavas, todas cuidadosamente escogidas por ella misma en los mercados de Bursa, y adiestradas por Iris en la fidelidad y la obediencia, estaban muy sorprendidas. ¿Cómo podía ser él tan cruel?, se preguntaba. ¿Esperaba que se suicidase porque su padre se había acordado de pronto de que existía? ¿Creía que disfrutaba durante las horas de lujuria que pasaba a merced de Orján? Suspiró profundamente. Los hombres, concluyó, eran unos tontos.

Cuando naciese su hijo, le dedicaría exclusivamente toda su energía. Esperaba que su esposo la dejase en paz. Últimamente, se había aficionado a visitar con Iris los mejores mercados de esclavas, buscando en ellos las vírgenes más hermosas. Había instruido perfectamente a las muchachas para ofrecerlas después a su marido. Si podía conseguir que siguiese interesándose en otras, se libraría de él. La idea de que volviese a ponerle las manos encima le daba escalofríos.

Si había soportado las horas con Orján, era porque se había imaginado que estaba con Murat. Ahora ya no podía hacerlo. Era evidente que Murat la despreciaba. Sola en su cama, después de despedir a las esclavas, se permitía el lujo de las lágrimas; pero eran unas lágrimas silenciosas, porque ni siquiera su querida Iris debía sospechar su tristeza.

La criatura que llevaba en su seno pataleaba vigorosamente, y Adora se protegía el vientre con las manos.

– Estás despierto hasta muy tarde, Halil -le reñía cariñosamente-. Supongo que serás alborotador y ruidoso como mi hermano Mateo, que se niega a acostarse hasta que no puede tenerse en pie.

Sonrió al recordar a Mateo. Era el único niño pequeño al que había conocido y sólo habían estado juntos unos pocos años. Su alta posición la había privado incluso de la infancia.

Lanzó una débil risita. Su hijo no había nacido aún, pero estaba segura de que sería varón. No sabía por qué, pero estaba tan convencida de ello como de que lo llevaba en sus entrañas.

El sultán había dicho que su hijo se llamaría Halil, como el gran general turco que había derrotado a los bizantinos. Adora se había acostumbrado ya a este nombre y le divertía la bofetada que con ello le daba su esposo a su padre.

Halil, a diferencia de muchos príncipes, iba a disfrutar de su infancia. Estaba resuelta a brindársela. Jugaría con otros chicos de su edad, montaría a caballo, aprendería el tiro con arco y a esgrimir la cimitarra. Más importante aún, tendría a su madre. Pues no consentiría que se lo quitasen para ser criado por esclavas. Podía ser un príncipe otomano, pero, con dos hermanos mucho mayores, tendría muy pocas probabilidades de llegar a reinar, y ella no dejaría que se lo llevasen a su propia corte, donde los eunucos acabarían corrompiéndolo.

Resultaba reconfortante pensar en su pequeño, pero esto no borraba de su mente la mirada de los ojos de Murat. ¡Cómo la aborrecía! Lágrimas silenciosas empezaron a brotar de nuevo. El no sabría nunca con qué frecuencia había ella revivido los preciosos momentos que habían pasado juntos. No sabría que cada vez que Orján la besaba se imaginaba que era Murat quien lo hacía. Sus recuerdos la habían mantenido viva y cuerda. Y él, con una mirada cruel, se los había arrancado. No sabía si podría perdonarlo nunca. ¿Qué derecho tenía a juzgarla tan duramente?

Dos meses más tarde, una cálida mañana de junio, la esposa más joven del sultán, Teadora, dio fácilmente a luz un niño rebosante de salud. Y un mes después se pagó el resto de la dote de la princesa y se entregó a Orján la fortaleza estratégica de Tzympe.

El sultán estaba entusiasmado con su pequeño Halil y lo visitaba a menudo. En cambio, su deseo de Teadora había menguado durante los meses de embarazo de la joven. Había muchas mujeres hermosas en palacio, todas ellas dispuestas a acompañarlo en la cama. Teadora se había librado ahora de él y, una vez más, estaba sola.

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