SEGUNDA PARTE

Bursa

1357-1359

CAPÍTULO 07

Teadora estaba furiosa.

– Siempre he animado a Halil a realizar juegos viriles -exclamó, irritada-, pero se lo advertí, Alí Yahya. Y también avisé a su torpe esclavo, ¡el cual recibirá ahora diez azotes por desobedecerme! Les dije a los dos que Halil no debía montar aún el semental que le regaló el príncipe Solimán. ¡Halil tiene sólo seis años! ¡Habría podido matarse!

– Es nieto de Osman, mi señora Teadora, e hijo de Orján. Es extraño que no naciese con espuelas calzadas ya a sus pequeños pies -replicó el eunuco.

Teadora se rió a su pesar. Después se puso seria y dijo:

– Esto es muy grave, Alí Yahya. El médico dice que Halil puede quedar cojo para siempre por culpa de la caída. La pierna no se cura como debiera y ahora parece que es un poco más corta que la otra.

– Tal vez será mejor así, mi princesa -suspiró Alí Yahya-. Ahora que vuestro hijo es físicamente imperfecto, se le considerará incapaz para el gobierno.

Ella pareció asombrada y él se sorprendió.

– ¿Cómo es posible que, después de haber vivido entre nosotros en este palacio, no os deis cuenta, mi princesa, de que lo primero que ordena cualquier nuevo sultán es la ejecución de sus rivales? En la mayoría de los casos, éstos son sus hermanos. Pero nuestras leyes no permiten que el heredero sea imperfecto; por consiguiente, debéis alegraros, mi princesa. Vuestro hijo vivirá ahora muchos años. ¿Por qué creéis que no los ha tenido el príncipe Murat? El sabe que su vida y la de sus hijos, si los tuviera, estarán en peligro cuando herede el príncipe Solimán.

¿Matar Solimán a su pequeño Halil? ¡Imposible! El adoraba a su medio hermano. Lo mimaba continuamente. Pero entonces recordó que los ojos de Solimán podían volverse fríos. Recordó su voz de mando y que siempre lo obedecían de inmediato. Y recordó también algo que había dicho su padre hacía mucho tiempo, antes de que se convirtiese ella en esposa del sultán. Había dicho que los turcos eran buenos mercenarios porque les gustaba matar. No tenían piedad ni compasión.

Se estremeció. A fin de cuentas, Dios velaba por ella. Cuando muriese Orján sería viuda de un sultán, una posición nada envidiable. Halil era toda la familia que tenía. Y ahora no representaba una amenaza para nadie.

Su padre había sido destronado hacía tres años, pero, a diferencia de muchos emperadores bizantinos que habían perdido la vida con el trono, Juan Cantacuceno se había retirado al monasterio de Mistra, cerca de Esparta. Con él estaba el hermano de Teadora, Mateo, que había tomado órdenes sagradas con anterioridad.

La media hermana mayor de Teadora, Sofía, había tenido un violento final cuando su tercer marido la sorprendió con un amante y los mató a ambos. Elena, ahora indiscutida emperatriz de Bizancio, se comportaba casi como si Teadora no existiese. Podían ser hermanas, pero la tercera esposa del sultán difícilmente podía compararse con la sagrada emperatriz cristiana de Bizancio.

Teadora estaba resentida por el desprecio de su hermana. Como Orján tenía casi setenta años, había planteado recientemente a Elena el tema de su posible retiro en Constantinopla cuando el sultán pasase a mejor vida. Y había sido cruelmente rechazada. Elena sostenía que la hija del usurpador, Juan Cantacuceno, difícilmente sería bien recibida en la ciudad. Lo propio podía decirse, añadió Elena, de la viuda de Orján. Los infieles eran los peores enemigos de los bizantinos.

Elena olvidó, convenientemente, que también era hija de

Juan Cantacuceno. Y también pasó por alto el hecho de que, si su hermana menor no se hubiese casado con el otomano, su padre no habría podido mantenerse en el trono el tiempo suficiente para que Elena se convirtiese en esposa de Juan Paleólogo y emperatriz. Elena no era particularmente inteligente. No comprendía que lo que había sido antaño el vasto imperio de Bizancio se reducía ahora a unos pocos pedazos de la tierra griega continental, algunas ciudades a orillas del mar Negro, y Constantinopla.

Elena no veía que las joyas reales que adornaban sus túnicas reales y su corona eran simplemente de vidrio. Ni siquiera las túnicas eran ya de tisú de oro, sino de imitación. La vajilla era de cobre. Y todo lo que parecía ser rico brocado no era más que cuero pintado. Nunca se le ocurrió pensar que ser emperatriz de Bizancio era casi como serlo de una cascara de huevo vacía. Teadora veía todo esto y, aunque no creía probable que la toma de Constantinopla por los turcos se produjese durante su vida, sabía que, en definitiva, éstos prevalecerían sobre Bizancio.

Sin embargo, Teadora añoraba la ciudad donde había nacido. Y estaba segura de que, cuando falleciese Orján, no habría un sitio para ella en Bursa, en la corte de Solimán.

Por un momento, pensó en Murat. Éste no tenía aún esposa ni favoritas. Teadora se preguntaba si pensaría alguna vez en ella. Raras veces estaba en Bursa, pero pasaba la mayor parte de su tiempo en Gallípoli. Al nacer Halil, Orján había recibido el resto de la dote. El príncipe Solimán y el príncipe Murat habían sido enviados a ocupar Tyzmpe en nombre del sultán. La fortaleza estaba situada en el lado europeo de los Dardanelos, en la península de Gallípoli. Cuando se habían derrumbado las antiguas murallas de la ciudad vecina de Gallípoli a causa de un ligero temblor de tierra, los turcos otomanos la habían ocupado rápidamente. Ahora tenían que fortificar y reconstruir las murallas de la ciudad, y así lo hicieron. Después, los príncipes otomanos trajeron de Asia a los primeros colonos turcos. Otras colonias siguieron en rápida sucesión, comprendidas las de los antiguos guerreros de Orján y sus mujeres, todos los cuales se establecieron en las tierras de los nobles cristianos fugitivos y bajo sus propios beyes musulmanes. Los campesinos de la región permanecieron en ella, prefiriendo vivir bajo el régimen otomano que bajo el bizantino. La ocupación por los turcos significaba librarse del poder feudal cristiano, con todos sus abusos y sus gravosos impuestos. También significaba una ley igual para todos, con independencia de raza, religión o clase.

Al extenderse la ocupación turca, incluso los señores cristianos cuyas tierras lindaban con territorios recién adquiridos por los otomanos empezaron a aceptar la soberanía de Orján. Como vasallos suyos, le pagaban un pequeño tributo anual, en muestra de su sumisión al Islam. Y desde el principio, el Estado otomano adoptó una actitud conciliadora con sus súbditos cristianos.

En Constantinopla, el emperador Juan Cantacuceno de pronto se dio cuenta de lo que sucedía y se quejó amargamente a su yerno, el sultán. Orján ofreció devolver Tzympe a los bizantinos por diez mil ducados de oro, sabiendo muy bien que podría tomar de nuevo la fortaleza cuando lo deseara. En cambio, no quiso devolver Gallípoli, alegando que no la había tomado por la fuerza, sino que había caído en su poder por voluntad de Dios, manifestada en el terremoto. Teadora no pudo evitar reírse al pensar en que su hábil padre había sido en definitiva superado en astucia, aunque ello significase su caída.

Con su padre y su hermano en el exilio, Teadora no tenía nadie a quien acudir. Temía lo que pudiese ocurrirles a ella y a su hijo. Entonces, el príncipe Solimán resolvió de pronto su problema.

Enterado de la lesión de Halil, había visitado a Teadora para disculparse por haber regalado a su joven hermano un caballo que había resultado peligroso. Teadora aceptó sus disculpas, diciendo:

– Alí Yahya me ha dicho que es una suerte, aunque no lo parezca; pues ahora Halil no será una amenaza para ti.

– Es verdad, princesa -replicó el príncipe sinceramente- Pero, como el muchacho ya no es peligroso, pensemos en su futuro. Es muy inteligente y podría serme de gran utilidad.

– Yo pensaba volver algún día a Constantinopla con Halil -replicó ella.

El no tenía por qué saber que el camino estaría probablemente cerrado para ella.

– ¡No debes hacerlo! Si te sientes realmente desgraciada, no seré yo quien te retenga aquí, pero ahora eres otomana, Adora, y nos enorgullecemos de ti.

– No podría haber un sitio para mí en tu corte, Solimán.

– Yo haré que lo tengas -dijo roncamente él.

Ella lo miró justo a tiempo de ver cómo disimulaba una chispa de deseo en sus ojos. Esto la sobresaltó y bajó rápidamente la mirada para que él no descubriese su turbación. Pensó, con cierto regocijo, que parecía ejercer una especie de fascinación sobre los hombres de la familia otomana.

– Eres sumamente amable, príncipe Solimán, al ofrecernos un hogar. Ahora estaré más tranquila sabiendo que el futuro de Halil está asegurado.

El príncipe hizo una delicada reverencia y se alejó. Bueno, dijo ella para sí, Halil está seguro, pero ¿lo estoy yo? La inquietaba que el príncipe Solimán la desease. Este la había tratado siempre como a una hermana. Y ella no había fomentado nunca su deseo. Frunció el ceño. La voz de su servidora, Iris, rompió el silencio.

– Miraos al espejo, mi señora. En él encontraréis la respuesta a la pregunta que os habéis callado.

– ¡Estabas escuchando! -la acusó Teadora.

– Si no escuchase, no me enteraría de nada, ¿y cómo podría protegeros? Sois profunda como un pozo, mi princesa.

Adora se echó a reír.

– Dame un espejo, incorregible fisgona.

Iris se lo tendió y Teadora examinó su imagen con cuidadosa atención por primera vez desde hacía muchos años. Se sorprendió un poco al ver una joven increíblemente hermosa que la observaba a su vez. Tenía, por lo visto, la cara en forma de corazón, larga y recta la nariz, espaciados los ojos de amatista orlados de pestañas negras y con reflejos dorados en las puntas, y una boca grande y generosa, de saliente y gordezuelo labio inferior. Su piel cremosa era inmaculada.

Dejó el espejo sobre el diván y se acercó a otro de cuerpo entero y de claro cristal veneciano, encuadrado en un marco dorado y profusamente tallado. Observándose con ojos críticos, advirtió que era más alta que la mayoría de las mujeres, pero esbelta y de altos senos. Una buena figura. Se miró de cerca. ¿Soy realmente yo?, preguntó en silencio. No era vanidosa por naturaleza y, como lo que menos deseaba era llamar la atención de Orján, nunca había cuidado realmente mucho de su aspecto.

– Soy hermosa -dijo a media voz, acariciándose distraídamente los oscuros cabellos.

– Sí, mi princesa, lo sois. Y no estáis todavía en la flor de la vida -rió Iris-. Si el príncipe Solimán os desea -prosiguió en voz baja-, tal vez os hará su esposa cuando enviudéis. Entonces tendréis asegurada la fortuna y el futuro.

– No tengo el menor deseo de ser su esposa -replicó Teadora, también en voz baja-. Además, él tiene ya cuatro esposas y no puede tener ninguna más. ¡Y no seré la concubina de nadie!

– ¡Bah! Para él sería fácil divorciarse de una de sus esposas. Solamente son esclavas. Vos sois una princesa. -Miró maliciosamente a su ama con ojos brillantes-. No me digáis que no ansiáis el amor y las caricias de un hombre joven. Os pasáis la mitad de la noche paseando por vuestra habitación. Unos cuantos y buenos revolcones con un hombre licencioso curaría vuestra inquietud.

– ¡Eres muy impertinente, Iris! Pórtate bien, o te haré azotar.

¡Maldita mujer! Iris era demasiado observadora.

Halil escogió aquel momento para lanzarse sobre su madre.

– ¡Mira! Puedo andar de nuevo, madre, ¡sin las muletas!

Se arrojó en sus brazos y ella estuvo a punto de llorar al ver su pronunciada cojera. Tenía el pie derecho torcido hacia dentro.

– Estoy orgullosa de ti -dijo Teadora y lo besó ruidosamente al escabullirse él, haciendo una mueca-. ¡Pero eres muy bruto! -lo riñó cariñosamente, atrayéndolo a su lado-. Dime, Halil, ¿te duele todavía?

– Sólo un poco.

Pero lo dijo tan deprisa que ella comprendió que probablemente le dolía mucho.

Impulsivamente, le preguntó:

– ¿Te gustaría hacer un viaje por mar, hijo mío?

– ¿Adonde, madre?

– A Tesalia, mi amor. Allí hay viejos manantiales de agua caliente que te aliviarían el dolor. -¿Vendrías tú conmigo?

– Si tu padre lo permitiese -respondió ella, sorprendida de no haber pensado antes en esto. El se levantó y le tiró de la mano. -¡Vayamos ahora mismo!

Teadora se rió al ver su impaciencia, pero después pensó: ¿Y por qué no?

Siguió rápidamente a su hijo a través de los serpenteantes pasillos que llevaban del harén a las habitaciones del sultán, acompañados sucesivamente por varios jadeantes eunucos. Llegaron rápidamente a la puerta de aquéllas.

– Dile a mi padre, el sultán, que el príncipe Halil y su madre, la princesa Teadora, solicitan ser recibidos inmediatamente.

A los pocos momentos regresó el jenízaro.

– El sultán os recibirá ahora a los dos, Alteza.

Y abrió una de las grandes hojas de roble de la puerta.

Entraron en la lujosa cámara donde estaba sentado el sultán con las piernas cruzadas sobre un montón de cojines. Varias jovencitas estaban a su izquierda, tañendo delicadamente sendos instrumentos de cuerda. La más reciente de las favoritas de Orján, una belleza italiana de boca malhumorada y cabellos negros, estaba reclinada junto a él. Teadora y su hijo llegaron al pie del estrado, pero cuando la princesa iba a arrodillarse su hijo la contuvo, mirando de mal talante a la concubina de su padre.

– ¡Baja la cabeza, mujer! ¡Mi madre sólo se arrodilla ante mi padre y ante su Dios! -Y cuando la joven tuvo la temeridad de mirar al sultán pidiendo una confirmación, el niño se arrojó contra ella, con un grito de rabia. Tiró de la muchacha, haciéndola caer al suelo, y gritó-: ¡Insolente! ¡Mereces que te azoten!

La risa de Orján resonó en la estancia.

– Me has dado un verdadero otomano, querida Adora. Halil, hijo mío, trata amablemente a la muchacha. Una esclava como ésta es una mercancía valiosa. -Se volvió a mirar a la mujer que estaba a sus pies-. Vete, Pakize. Recibirás diez azotes por tus malos modales. Mis esposas deben ser tratadas con el respeto que merecen.

La joven se incorporó y, doblando el cuerpo, salió de la habitación.

Teadora se arrodilló ahora e hizo una respetuosa reverencia a su marido, mientras su hijo, Halil, se inclinaba ceremoniosamente ante su padre.

– Sentaos a mi lado -les ordenó Orján-y decidme a qué debo el honor de esta visita.

Teadora se sentó junto a su marido y dijo:

– Deseo llevar a Halil a Tesalia, a los Manantiales de Apolo, cerca del monte Ossa. Sus aguas tienen fama de ser curativas y, aunque Halil no quiere reconocerlo, yo sé que sufre fuertes dolores. Su pie y su pierna nunca se curarán como es debido, pero las aguas pueden al menos mitigar el dolor.

– ¿Y quieres ir tú con él? -preguntó el sultán.

– Sí, mi señor. El todavía es pequeño y necesita a su madre. Sé que vos me apreciáis, señor, pero en realidad no me necesitáis. Halil sí que me necesita. Además, no confiaría a nuestro hijo a unos esclavos durante un viaje tan largo.

El sultán asintió con la cabeza.

– ¿No lo llevarías a Constantinopla?

– ¡Jamás!

Orján arqueó una ceja, divertido.

– Eres muy vehemente, querida. ¿Por qué?

Ella vaciló y después dijo:

– Yo había comentado con mi hermana la posibilidad de retirarme algún día en Constantinopla con Halil. Pero ella expresó claramente que ninguno de los dos sería bien recibido. Es una mujer arrogante y estúpida.

Desde luego, él sabía todo esto, pues ninguna carta particular salía de palacio o entraba en él sin que el sultán la leyese. Teadora ignoraba esto, y se habría enfadado mucho si lo hubiese sabido. El la conocía mejor de lo que la joven se imaginaba y, aunque nunca se lo habría confesado, pues habría sido un signo de debilidad, admiraba la fuerza de su carácter. Además, la estimaba sinceramente.

Era una criatura orgullosa, y él comprendió lo profundamente que la había herido su hermana.

– Lleva a Halil a los Manantiales de Apolo, querida. Tienes mi permiso para hacerlo. Alí Yahya organizará vuestro viaje. -Se volvió al muchacho-. ¿Cuidarás de tu madre, Halil, y la protegerás de los infieles?

– ¡Sí, padre! Tengo una nueva cimitarra con la hoja de verdadero acero de Toledo, que me envió mi hermano Murat desde Gallípoli.

Orján sonrió y le dio unas palmadas en la oscura cabeza.

– Confío en que la guardarás bien, Halil. Es muy preciosa para mí, hijo mío.

El sultán batió palmas pidiendo un refrigerio.

Y mientras el niño comía satisfecho pasteles de miel y sésamo, Orján y Teadora hablaron. Para sorpresa de ella, él ya no la trataba como un objeto solamente destinado a su satisfacción sensual, sino más bien como a una hija muy querida. Ella, a su vez, se sentía más relajada que nunca en su compañía.

Él habló de la posibilidad de trasladar su capital a Adrianópolis, una ciudad del lado europeo del mar de Mármara, que estaba ahora bajo asedio. La dote de Teadora le había dado el punto de apoyo que necesitaba en Europa.

– Cuando Adrianópolis esté asegurada -preguntó ella-, ¿tomaréis la ciudad?

– Lo intentaré -respondió él-. Tal vez, a fin de cuentas te retirarás en Constantinopla.

Ella se echó a reír.

– ¡Vivid mil años, mi señor Orján! Soy demasiado joven para retirarme a parte alguna. El rió entre dientes.

– Demasiado joven, en efecto, y demasiado adorable. Eres 'a mujer más hermosa de mi casa.

Entonces, viendo aparecer en sus ojos una expresión cautelosa, despidió amablemente a la princesa y al niño.

Ya a solas, se preguntó, como había hecho mil veces desde la primera vez que se había acostado con ella, por qué no le gustaba a Teadora hacer el amor. Estaba seguro de que no había conocido a ningún hombre, salvo a él. Era virgen cuando la había poseído. Y era terriblemente apasionada cuando se excitaba; pero él había tenido siempre la impresión de que estaba lejos, con algún amante fantasma. Habría podido sospechar la existencia de otro hombre, pero encerrada como había estado dentro del convento, no podía haberlo conocido.

Era un misterio que todavía le intrigaba después de tantos años. Sabía que ella no le tenía antipatía. Se encogió de hombros. Su harén estaba lleno de jóvenes bellezas dispuestas a complacerlo. No comprendía por qué una joven princesa bizantina le intrigaba hasta tal punto.

CAPÍTULO 08

El cielo había estado despejado, brillante y azul durante todo el tiempo. Demasiado despejado. Demasiado azul. Ahora, el capitán observó cómo se reflejaba el sol poniente en la estela de su barco, y frunció el ceño. Los colores eran de nuevo brillantes en exceso, y el cielo, demasiado claro. Al hundirse el sol anaranjado detrás de las purpúreas montañas del Pindó, un pequeño destello verde esmeralda fue seguido de una franja mate del color del espliego. El capitán movió la cabeza e impartió unas breves órdenes. Había visto un cielo como éste en otra ocasión. Antes de una fuerte tormenta.

Suplicó a Alá que su pronóstico resultase equivocado. Se había alejado demasiado mar adentro para volver atrás, y si sólo se hubiese tratado de él mismo, su tripulación y el cargamento, no se habría preocupado; pero llevaba a bordo a la esposa más joven del sultán, la princesa Teadora, y a su hijo, el príncipe Halil. Los había traído a Tesalia hacía varios meses y ahora los llevaba de nuevo a casa.

Delante de él, el cielo estaba oscuro y sin estrellas; detrás, el ocaso había pintado el cielo de un gris teñido de llamas. El viento, que había sido fresco y suave durante todo el día, soplaba ahora en fuertes ráfagas desde el norte y el oeste. El capitán Hassan llamó a su primer oficial.

– Cuida de que todo los esclavos remeros coman bien y caliente, y di al capataz que, cuando descargue la tormenta, les suelte las cadenas. Si nos hundimos, no quiero tener sus almas sobre mi conciencia.

El oficial asintió con un gesto.

– ¿Tan grande es el peligro, señor?

– Tal vez el hecho de llevar a bordo a la esposa y el hijo del sultán me pone nervioso; pero la última vez que vi un cielo como éste, fue seguido de una fuerte tormenta.

– Sí, señor.

El segundo de abordo salió del puente para cumplir las órdenes de su capitán, mientras Hassan descendía al pasillo que conducía a las habitaciones de los pasajeros reales. Llamó a la puerta e Iris la abrió.

La princesa estaba sentada a una mesita, delante de su hijo. Jugaban a liebres y chacales. El hombre esperó a que ella le diese permiso para hablar.

– ¿Qué ocurre, capitán?

– Espero una fuerte tormenta para esta noche, Alteza. Preferiría que vos y los vuestros permanecieseis seguros en vuestras habitaciones. Si deseáis comida caliente, pedidla pronto, por favor. El cocinero tiene orden de cerrar la cocina y apagar el fuego en cuanto se alborote el mar.

– ¿Me tendréis informada, capitán?

– Desde luego, Alteza. Vuestra seguridad y la del príncipe Halil son para mí de la mayor importancia.

Ella lo despidió con un movimiento de cabeza y volvió a su juego. El capitán Hassan hizo una reverencia, salió, y recorrió todo el barco, comprobando las cuerdas y las escotillas a su paso. Se detuvo en la cocina y se sentó. Sin andarse con cumplidos, el cocinero puso ante él un humeante cuenco de un guisado de pescado con especias y un pedazo de pan. El capitán comió rápidamente, mojando pan en la salsa. Cuando hubo terminado, se volvió al cocinero.

– ¿Tienes todo lo necesario para dar de comer a los hombres, Yussef?

– Sí, señor. Lo preparé esta mañana. Hay pan en abundancia. Tengo pescado seco, carne de ternera y fruta. Y puedo hacer café con la lámpara de alcohol.

De pronto, el barco sufrió una violenta sacudida y empezó a cabecear. Yussef comenzó a apagar el fuego de la cocina; el capitán se levantó y dijo hoscamente:

– Vamos allá, amigo mío. Por lo visto, vamos a saltar bastante.

Teadora y los suyos estaban comiendo cuando empezó la tormenta. Después de cruzar el espacioso camarote de popa, la joven miró a través de la pequeña ventana hacia la penumbra. Detrás de ellos y a través de la cortina de lluvia, el cielo resplandecía todavía débilmente en un rojo ocaso. El mar era ahora negro, salpicado solamente por la espuma blanca de la cresta de las olas. Teadora se estremeció, previendo el peligro. Después, dominando sus emociones, dijo:

– Creo que deberíamos acostarnos temprano. -Revolvió los cabellos de su hijo-. No es momento de montar el telescopio que te envió tu padre, Halil. Esta noche no habrá estrellas.

– ¡Oh, madre! ¿No puedo quedarme levantado y observar la tormenta?

– ¿Te gustaría?

Estaba sorprendida, pero le complacía que su hijo no tuviese miedo.

– ¡Sí! Lástima que el capitán no me deje estar ahora en cubierta.

– Si él te dejase, ¡yo lo impediría!

– ¡Oh, madre!

Ella se echó a reír.

– Pero puedes quedarte levantado, hijo mío.

Satisfecho, el niño se ovilló en el asiento junto a la ventana, apretando la cara contra las pequeñas hojas de cristal. Ella se sentó a bordar en silencio una escena bucólica. Las esclavas retiraron la comida y desaparecieron en sus propias y pequeñas dependencias. Iris despabiló las lámparas que oscilaban inseguras, pendientes de sus cadenas. Teadora miró a Halil y vio que el niño se había dormido. Hizo una seña con la cabeza a Iris, quien tomó al pequeño en brazos y lo acostó.

– Sólo un niño inocente podría dormir con esta tormenta -observó la mujer-. En cuanto a mí, estoy aterrorizada, pero supongo que, si mi destino es alimentar a los peces, no me libraré de ello.

Se sentó en la cama de su ama y empezó a remendar tranquilamente una de las camisas de seda del pequeño príncipe.

Teadora continuó en silencio con su bordado. No era muy tranquilizador saber que Iris estaba tan asustada como ella; pero, al recordar las palabras de su difunta madre sobre la diferencia entre la clase gobernante y el resto del mundo, apeló de nuevo a la profunda reserva de disciplina que era su herencia. Ella era Teadora Cantacuceno, princesa de Bizancio. Era Teadora Cantacuceno, esposa del sultán. Debía ser fuerte por mor de su hijito y también de sus esclavas que, después de todo, no eran solamente una propiedad, sino también responsabilidad de ella.

Miró instintivamente hacia la pequeña ventana cuando el barco dio un bandazo particularmente violento y, por un terrible instante, tuvo la impresión de que su corazón se había parado. Veía tanta agua que no estaba segura de que el barco no se hubiese hundido ya. Entonces, la embarcación subió de nuevo como un corcho sobre la cresta blanca de la ola. Al recobrar el aliento, Teadora se dio cuenta de que le dolía un dedo. Miró hacia abajo y descubrió que se había pinchado. Una gota de sangre roja y brillante permaneció un momento sobre la tela blanca, antes de filtrarse en el bordado. Lanzó un gruñido de irritación y, tomando la jarra de agua dulce que tenía cerca, vertió un poco sobre la mancha. Frotando con fuerza, consiguió eliminar la sangre. Entonces se llevó a la boca el dedo dolorido y lo chupó.

Descubrió que estaba temblando y, de pronto, se le ocurrió que no quería morir. Tenía solamente veinte años, que en realidad no era una edad avanzada, y salvo por aquellas pocas y breves horas en el jardín del convento con el príncipe Murat, nunca había sido realmente feliz. ¿Y qué decir de su hijo? Sólo tenía siete años.

El barco cabeceaba ahora furiosamente; Iris gimió. Su cara había cobrado un enfermizo tono verde, y Teadora le acercó una jofaina justo a tiempo. Cuando Iris hubo terminado, Teadora tomó la jofaina y salió apresuradamente del camarote, desafiando a sabiendas las órdenes del capitán. No iba a pasar el resto de la tormenta encerrada en un camarote que olía a vómitos, pensó hoscamente. Seguro que esto habría prolongado la dolencia de Iris y tal vez debilitado su propio revuelto estómago.

Apoyándose en las paredes del pasillo, consiguió llegar a la salida. Plantándose en la escotilla, arrojó la jofaina a la tormenta, observando con asombro que el viento se apoderaba del recipiente de latón y lo sostenía en alto, como decidiendo si lo quería o no. Al cabo de un momento, se hundió en el mar agitado. Había algo tan maravillosamente vivo en la tormenta que, por un instante, Teadora permaneció donde estaba y, olvidando temporalmente el miedo, se echó a reír al ver la furia y la belleza del temporal.

Cuando llegó de nuevo a su camarote se encontró con que la pobre Iris se había quedado dormida en su estrecha litera. Teadora se sentó y volvió a su bordado. Había trabajado varias horas cuando se dio cuenta de pronto de que el mar volvía a estar en calma. Se levantó y estiró los entumecidos miembros. Una llamada la hizo acudir rápidamente a la puerta, donde esperaba el capitán, con aire fatigado.

– ¿Estáis bien, Alteza?

– Sí, capitán Hassan. Todos estamos bien.

– He venido para avisaros de que la tormenta no ha terminado aún.

– Pero el mar está tranquilo como un estanque.

– Sí, mi señora, en efecto. Nosotros lo llamamos el «ojo» de la tormenta. Un centro de calma en medio de la turbulencia. Cuando lleguemos al otro lado de esta calma, que Alá nos ampare. Por favor, permaneced en vuestro camarote.

– ¿Cuánto tiempo durará la calma?

– Tal vez media hora, mi señora.

– Entonces, con vuestro permiso, subiré un ratito a cubierta, capitán. Mi hijo y mis esclavas están durmiendo, pero confieso que yo estoy inquieta.

– Desde luego, Alteza. Os acompañaré.

Teadora cerró la puerta sin ruido y, apoyándose en el brazo del capitán, salió a la mojada cubierta. El aire denso flotaba inmóvil, y parecía que navegasen en un mar de tinta. Encima de ellos y a su alrededor, el cielo y el mar eran lisos y negros. Pero entonces el capitán señaló al frente y, bajo la extraña penumbra, Teadora descubrió que el agua, a cierta distancia delante de ellos, bullía con una espuma blanca.

– El otro lado de la tormenta, Alteza. No podemos libra nos de ella.

– ¡Es magnífico, capitán Hassan! ¿Sobreviviremos a su furor?

– Será lo que Alá quiera, mi señora -respondió, fatalista, el capitán, encogiéndose de hombros.

Permanecieron unos minutos junto a la barandilla. Después, al percibir la impaciencia del capitán, Teadora dijo:

– Volveré a mis habitaciones.

De nuevo en ellas, se inclinó sobre su hijo y lo besó delicadamente. Su sueño era tan profundo que ni siquiera se movió. Iris yacía boca arriba, roncando suavemente. Mucho mejor, pensó Teadora. Podré conservar más fácilmente la calma si nadie más me asusta.

Sintió que el barco empezaba de nuevo a moverse al acercarse al otro lado de la tormenta. Sentóse en silencio, cruzando las manos con fuerza, y rezó por la salvación del barco y de todos los que viajaban en él. Nunca, desde que había salido de Santa Catalina, se había sumido tan fervorosamente en la oración.

De pronto, cuando el barco dio un terrible bandazo, se produjo un choque que estremeció la embarcación en toda su estructura, y Teadora oyó gritos por encima de aquel estruendo. Entonces el cristal de la ventanita del camarote saltó hecho pedazos, y trozos de cristal y chorros de agua se esparcieron por el suelo.

Ella se levantó de un salto y permaneció un momento sin saber qué hacer, mientras la lluvia y la espuma del mar le empapaban la ropa. Iris se cayó de la litera, medio despierta, y gritó:

– ¡Que Alá nos guarde! ¡Nos estamos hundiendo! ¡Nos estamos hundiendo!

Teadora se volvió en redondo y levantó a la esclava, abofeteándola con toda su fuerza.

– ¡Cállate, estúpida! ¡No nos hundimos! La tormenta ha roto la ventana; esto es todo.

Por encima del rugido del viento, de la lluvia y del mar, oyeron una frenética llamada a la puerta del camarote. La princesa la abrió y un marinero cayó dentro de la estancia.

– Con los saludos del capitán, Alteza -jadeó-. Vengo a comprobar si se ha producido algún daño. Haré que entablen inmediatamente su ventana.

– ¿Qué ha sido aquel tremendo golpe? -preguntó Teadora.

El marinero se había puesto nuevamente en pie y vaciló antes de contestar. Por fin, encogió los hombros y dijo:

– Hemos perdido el palo mayor, mi señora, pero la tormenta casi ha terminado y no tardará en amanecer.

Salió corriendo.

– Despierta a las esclavas, Iris, y ordena que limpien toda esta porquería, para que los marineros puedan hacer rápidamente las reparaciones.

Se volvió y vio que Halil se había sentado en su cama y tenía los ojos muy abiertos.

– ¿Nos estamos hundiendo, madre?

– No, querido. -Rió forzadamente-. La tormenta, al terminar, ha roto la ventana y nos ha dado un buen susto. Esto es todo.

En pocos minutos quedó reparada la ventana. Se quitaron cuidadosamente los trozos de cristal que quedaban en el marco y fueron sustituidos por tablas y una cortina. La tormenta había amainado.

Teadora se atrevió a subir a cubierta y se impresionó al ver los daños. En efecto, el palo mayor había desaparecido y también la mayor parte de otro de los tres mástiles. Las velas habían quedado reducidas a jirones que ondeaban al viento. Era evidente que tendrían que confiar en los esclavos remeros para seguir navegando. Se preguntó cómo habían podido sobrevivir aquellos pobres infelices y tomó mentalmente nota de averiguar si había algún cristiano entre los remeros, para poder comprar su libertad. Desde que había sido madre, había seguido la política de comprar la libertad de los esclavos cristianos con quienes se tropezaba. Luego los enviaba, ya libres, a Constantinopla.

Se volvió al oír la voz del capitán a su lado.

– ¿Está bien vuestra gente, Alteza?

– Sí, gracias. Hemos estado calientes y secos durante casi toda la noche. ¿Alguna novedad en la tripulación?

– Hemos perdido cuatro remeros, y dos de mis marineros fueron arrastrados por las olas. ¡Ese maldito capataz! Perdón, Alteza. Yo le había ordenado que desencadenase a los galeotes cuando estallase la tormenta. Él desobedeció la orden, y los cuatro que hemos perdido se ahogaron en sus bancos. En cuanto hayamos limpiado todo esto, el capataz recibirá su castigo. No será un espectáculo agradable, mi señora. Os aconsejo que os quedéis abajo.

– Así lo haré, capitán, pero estoy tan contenta de seguir con vida para poder ver la aurora, que quisiera permanecer un poco más en la cubierta.

El capitán sonrió, satisfecho.

– Vuestra Alteza me perdonará si le digo que es una joven muy valiente. Estoy orgulloso de navegar con vos.

Después, ruborizado por su atrevimiento, dio media vuelta y se alejó a toda prisa.

Teadora rió para sus adentros. Los últimos meses, lejos de Bursa, habían sido maravillosos. Se había divertido muchísimo. ¡El mundo era un lugar realmente fantástico! No iba a ser agradable volver al harén y a la constante compañía de las otras dos esposas del sultán. No resultaría agradable volver a aquel tedio interminable.

Observó la luz irisada de la aurora que coloreaba el cielo gris azulado y se dio cuenta, de pronto, de que el este no estaba donde debía estar. Detuvo a un marinero y le preguntó:

– ¿Nos hemos desviado mucho de nuestra ruta?

– Sí, Alteza. Estamos bastante más al sur de donde deberíamos estar, pero el capitán lo arreglará muy pronto.

Ella le dio las gracias y volvió a su camarote. Iris estaba haciendo café con la lámpara de alcohol, y el cocinero había enviado una pequeña cesta de fruta seca, un poco de pan recalentado del día anterior y un queso pequeño y duro. Halil, que estaba levantado y vestido, agarró una fruta seca al pasar junto a su madre, disponiéndose a salir.

– El capitán ha dicho que me dejará gobernar el barco mientras ellos hagan la limpieza -anunció, muy excitado.

Teadora lo dejó marchar, haciendo una seña a su esclava personal para que lo siguiese.

– Estoy demasiado cansada para comer -dijo a Iris-. He pasado rezando la mayor parte de la noche. Ahora trataré de dormir. Despiértame a media tarde.

Se sumió en el sueño antes de que su cabeza reposara en la almohada.

El sol la despertó antes de que pudiese hacerlo Iris. Yació sobre la espalda en el mundo delicioso del duermevela, mecida por la suave oscilación del barco. Estaba sola, y un rayo de luz de sol penetraba por una rendija de las tablas fijadas apresuradamente. Cuando se desveló del todo, oyó extraños ruidos allá arriba. Un silbido. ¡Zas! Un alarido. Un silbido. ¡Zas! Un alarido. Y de pronto, ya del todo despierta, comprendió que debían de estar castigando al capataz… ¡y que su hijo estaba allí!

Teadora corrió a la puerta y la abrió. Llegó a la cubierta y se detuvo, petrificada. El infortunado capataz había sido atado al único mástil que quedaba entero. Menos mal que estaba ahora inconsciente, con la espalda convertida en una masa sanguinolenta llena de verdugones. El látigo seguía subiendo y bajando y, para horror de Teadora, su hijo estaba junto al capitán, tieso y orgulloso, contando con su voz juvenil los latigazos.

– Treinta y siete, treinta y ocho, treinta y nueve…

La esposa más joven del sultán se sintió desfallecer. Se agarró al marco de la puerta y respiró hondo varias veces. No habría querido que Halil viese una cosa así. Todavía era un niño. Sin embargo, no parecía afligido en modo alguno.

– Cuarenta y tres, cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco.

Teadora descubrió que ni siquiera podía mover las piernas. Miró a su alrededor. Toda la tripulación estaba presente, incluida una delegación de los galeotes. Y todos observaban en silencio.

– Cuarenta y nueve, cincuenta.

El látigo de piel de rinoceronte fue dejado sobre la cubierta; desataron al capataz y le frotaron las heridas con sal. Esto provocó un débil gemido y Teadora se sorprendió al ver que el hombre estaba todavía vivo y, más aún, tenía fuerzas para gemir. Los espectadores volvieron a sus tareas y Teadora consiguió recuperar la voz.

– Capitán, ¡venid en seguida, por favor!

Dio media vuelta y se dirigió a su camarote, pues no quería ponerlo en una situación enojosa delante de sus hombres.

– ¿Señora?

Ella se volvió, furiosa.

– ¿Cómo habéis consentido que un niño observase esa brutalidad y, peor aún, participase en ella? ¡El príncipe sólo tiene siete años!

– Os ruego que me escuchéis, Alteza. Tal vez no lo sabíais, pero este barco, que se llama Príncipe Halil, es propiedad de vuestro hijo. Un regalo de su padre. Todos los que estamos a bordo le debemos obediencia. Yo quería enviarlo abajo antes de que empezase el castigo, pero el príncipe Halil dijo que, como dueño del barco, era su deber administrar justicia. El capataz estaba a su servicio, y los esclavos que se ahogaron eran suyos. Esa fiera que está a vuestro cuidado lo aprobó, y no quiso despertaros. Aunque el príncipe sólo tiene siete años, Alteza, es otomano de los pies a la cabeza. Según la ley, es mi señor. No podía desobedecerlo.

– ¿Por qué no me informasteis de que el barco era de mi hijo?

– Señora -exclamó el asombrado capitán-, como el niño lo sabía, presumí que vos lo sabíais también. Sólo ahora me he dado cuenta de que no era así.

Teadora sacudió perpleja la cabeza, pero, antes de que pudiese añadir algo más, se alzó un grito en cubierta.

– ¡Piratas!

El capitán Hassan palideció y salió corriendo del camarote. Casi derribó a Iris, que volvía en aquel momento. La esclava tenía los ojos desorbitados.

– ¡Señora! ¡Piratas! ¡No podemos escapar! ¡Que Alá se apiade de nosotros!

– ¡Deprisa! -Ordenó Teadora-. Busca mi traje más rico. El de brocado de oro servirá. ¡Y mis mejores joyas! ¡Baba! -Gritó a un esclavo negro que entraba en el camarote-. ¡Pronto! ¡Busca al príncipe y vístelo también con sus ropas más lujosas!

Al cabo de unos minutos, subió a cubierta con el tiempo justo de ver cómo el buque pirata se arrimaba a la desmantelada nave real otomana. De su aparejo pendían algunos de los hombres de más malvado aspecto que jamás hubiese visto Teadora. Que Dios nos ampare, pensó. Pero permaneció orgullosamente inmóvil.

La joven esposa del sultán estaba impresionante, con su caftán de brocado de oro, un magnífico collar de rubíes y, haciendo juego, unos pendientes de oro rojo y rubíes. Llevaba también varios anillos: un rubí, una turquesa y un diamante rosa en la mano izquierda; un diamante azul y un zafiro en la derecha. Cubría sus oscuros cabellos con un diáfano velo de gasa con franjas de plata y oro. Un velo más pequeño le ocultaba la cara.

El príncipe Halil estaba igualmente magnífico, con su pantalón a rayas de seda blanca y brocado de plata, una chaqueta larga a juego y una camisa de seda blanca. Llevaba un pequeño turbante de tisú de plata, con una pluma de pavo real brotando de un enorme ojo de gato. Estaba plantado al lado de su madre, apoyando la mano en la empuñadura de la cimitarra de oro que le había regalado su hermano Murat. La pareja real otomana estaba rodeada de sus esclavas, Iris y media docena de jóvenes y aguerridos eunucos negros.

Debido a la presencia de los dos pasajeros reales, y también por el estado lastimoso del barco, el capitán Hassan se rindió inmediatamente, para evidente decepción de la tripulación pirata, que estaba ansiosa de pelea. El capitán pirata se distinguía fácilmente de sus hombres. Era un gigante rubio, con una barba corta del color del oro viejo. Llevaba pantalón blanco y cinto de seda negra. Su pecho desnudo estaba cubierto de un espeso vello rizado y dorado. Tenían la piel bronceada por el sol, era muy musculoso y empuñaba una cimitarra de oro. Calzaba botas altas hasta las rodillas, del cuero más suave y con dibujos dorados.

A una orden suya, el capitán Hassan y sus tres oficiales fueron obligados a hincarse de rodillas, y a una señal del capitán pirata, cuatro corsarios se adelantaron, estrangularon rápidamente a los desgraciados prisioneros y arrojaron sus cuerpos por la borda.

En el barco reinó un silencio de muerte. El gigante rubio se volvió despacio y miró a la tripulación reunida del Príncipe Halil.

– Soy Alejandro Magno -anunció con voz tonante-. Vengo de Focea. Os ofrezco una buena alternativa. Uníos a mí, o morid como vuestro capitán y sus oficiales.

– ¡Nos unimos a ti! -gritaron al unísono los marineros otomanos.

Alejandro Magno se volvió ahora a Teadora y a su hijo. Los eunucos negros cerraron inmediatamente filas, en posición defensiva, alrededor del príncipe y su madre.

– ¡No! -les ordenó ella.

Se apartaron para dejar paso franco al capitán pirata. Éste se acercó a la princesa y, por un momento, él y Teadora se miraron en silencio. La joven advirtió que los ojos del capitán pirata eran del color de una aguamarina claro, de un azul verdoso.

Él alargó una mano y tocó el collar de rubíes. Después lo arrancó de un tirón. Durante todo el rato, los ojos azules no se apartaron de los violetas de ella. Él desprendió rápidamente el velo que cubría la cara de la princesa, pero Teadora no se inmutó. El hombre suspiró. Arrojó el collar de rubíes sobre la cubierta y dijo:

– Una mirada a vuestra hermosa cara, exquisita mujer, ha hecho que las joyas pierdan todo su valor. ¿Es el resto de vuestra persona tan incomparablemente bello?

Acercó la mano al cuello alto del caftán de brocado, y entonces habló ella.

– Soy la princesa Teadora de Bursa, esposa del sultán Orján, hermana del emperador y la emperatriz de Bizancio. El niño es hijo mío y del sultán. Desarmados, podríamos brindaros una gran fortuna. Pero si continuáis con vuestras extravagantes acciones… -y miró primero el collar tirado en la cubierta y después la mano que seguía sujetando su traje-fácilmente podréis acabar vuestros días en el mayor infortunio.

Él la miró con admiración y pareció sopesar sus palabras. Después se echó a reír.

– ¡Qué lástima que aprecie yo tanto el oro, bella dama! Me habría gustado enseñaros a ser una verdadera mujer. -Rió de nuevo cuando Teadora se ruborizó-. Debo trasladaros a mi barco -siguió diciendo-, pero vos y vuestros acompañantes estaréis a salvo, señora mía. Llegaremos a Focea al anochecer y os alojaréis en mi palacio hasta que se pague el rescate. -Entonces levantó la manaza para asirle la barbilla. Sacudió la cabeza y suspiró-. Conservad velado el rostro, señora, o tendré que lamentar mi naturaleza práctica. Siento que me estoy poniendo nervioso.

Se volvió bruscamente y empezó a dictar órdenes. El Príncipe Halil sería llevado a Focea con una tripulación reducida, para ser reparado e incorporado a la flota pirata. Su tripulación y los galeotes serían repartidos entre los otros barcos en cuanto llegasen a Focea. Teadora y sus acompañantes fueron conducidos al bajel pirata y al camarote del capitán, donde permanecerían hasta que llegasen a destino aquella misma noche. Todavía exhausta por los sucesos de la noche anterior, Teadora se acomodó en la cama del capitán, con Halil por compañía. Iris guardó la puerta, mientras la princesa y su hijo dormían.

A última hora de la tarde llegaron a la ciudad pirata de Focea y Alejandro envió una barcaza para trasladar a los cautivos a su palacio. Éste se hallaba situado en la orilla del mar, a unas dos millas de la ciudad. Sentada entre los cojines de seda y terciopelo del lujoso bajel, con el hombre que la había capturado, Teadora se enteró de que éste era el hijo menor de un noble griego y estaba obligado, por ende, a ganarse la vida como pudiese. Desde su juventud había adorado el mar y había buscado en él lo que resultaba ser una vida magnífica.

Su esposa, una novia de la infancia, había muerto. Él no había vuelto a casarse, pero tenía un harén al estilo oriental. Aseguró a Teadora que no la tendría encerrada. Podría moverse libremente por las tierras de su propiedad, si le daba palabra de que no trataría de escapar. Teadora se la dio. Si hubiese estado sola, no habría accedido tan fácilmente, pero tenía que pensar en Halil y en Iris.

Como si le hubiese leído los pensamientos, el capitán señaló con la cabeza al niño.

– Me alegro de que ellos os acompañen, hermosa. Sois demasiado adorable para estar enjaulada a solas.

– ¿También leéis las mentes, pirata?

– Algunas veces. -Y después, bajando la voz-: Sois demasiado adorable para pertenecer a un viejo. Si tuvieseis un hombre joven y lascivo entre las piernas, tal vez os quitaría la tristeza de los ojos.

Ella enrojeció y dijo, con voz pausada e irritada:

– ¡Os propasáis, pirata!

Los ojos de aguamarina se rieron del insulto, y la boca del hombre imitó el acento de ella.

– Mi linaje es casi tan bueno como el vuestro, princesa. Ciertamente, el hijo menor de un noble griego es igual a la hija menor de un griego usurpador.

Ella levantó rápidamente una mano y dejó la huella en la mejilla del pirata. Pero, antes de que pudiese abofetearlo de nuevo, él le asió con fuerza la muñeca. Afortunadamente, Iris y Halil estaban demasiado interesados en la vista del bullicioso puerto pirata para fijarse en el diálogo entre Teadora y Alejandro. El capitán pirata volvió despacio la palma de la mano de Teadora hacia arriba y, sin dejar de mirarla a los sorprendidos ojos, depositó un beso ardiente en el centro de aquella carne suave.

– Señora -y su voz era amenazadoramente grave-, todavía no habéis sido rescatada. Otro hombre podría temer apoderarse de lo que pertenece al sultán, pero no yo. ¿Y quién lo sabría si lo hiciese?

Aquel beso había causado una sensación casi dolorosa en todo su cuerpo. Ahora, pálida por la impresión, murmuró con voz temblorosa:

– ¡No os atreveríais!

Él le dedicó una de sus lentas y burlonas sonrisas.

– La idea empieza a tentarme, hermosa.

La barcaza chocó contra el muelle de mármol y Alejandro saltó a tierra para ayudar a amarrarla. Aparecieron unas esclavas bien instruidas, para ayudar a Teadora y a sus acompañantes a saltar de la barcaza y conducirlos a su residencia. El grupo real dispondría de tres espaciosas habitaciones, con un baño privado y un jardín colgante que daba, al oeste, sobre el mar azul. Una esclava de dulce semblante mostró a Teadora un armario lleno con sus prendas de vestir, que habían sido traídas del barco. Halil e Iris descubrieron que también habían traído sus cosas.

– Mi amo no roba a sus invitados -explicó remilgadamente la esclava y Teadora reprimió el deseo de echarse a reír.

Aquel día no volvieron a ver a Alejandro. Les sirvieron una cena bien cocinada, acompañada de un vino excelente. Después de la ordalía de la tormenta, todos se acostaron temprano.

Teadora se despertó por la noche y se encontró con que Alejandro estaba de pie junto a su cama. A la luz de la luna, que se filtraba por las ventanas, pudo ver el deseo en su semblante. Se volvió para que él no viese su cuerpo desnudo y tembló cuando él dijo:

– Sé que estáis despierta, hermosa.

– Marchaos -murmuró furiosamente ella, sin atreverse a volverse de cara al pirata-. Si alguien supiese que habéis estado aquí, ¿creéis que el sultán pagaría mi rescate?

– Olvidáis que ésta es mi casa, hermosa.

– Incluso vuestra casa tiene espías -le respondió ella-. ¡Marchaos!

– Si con esto he de tranquilizaros, os diré que entré en la habitación por un pasillo interior poco utilizado y cuya existencia sólo yo conozco. Además, vuestro hijo duerme el profundo sueño de la inocencia y vuestra esclava bebió esta noche una copa de vino con unas gotas somníferas. Ahora está roncando como un cerdo.

– ¿Cómo os habéis atrevido? -exclamó ella, con incredulidad.

– Mi propia existencia se funda en la audacia -replicó él. Vamos, hermosa, no me volváis la espalda. -Alargando los brazos, la hizo volver de cara a él-. ¡Por Alá! -exclamó, con voz asombrada-. ¡El cuerpo supera incluso el rostro! Ella se encogió.

– Podéis violarme -dijo pausadamente-, pues no puedo venceros, pero después encontraré la manera de suicidarme. ¡Lo juro, Alejandro!

– No, hermosa, no -protestó él, mientras la abrazaba-. No digáis tonterías. -Movió audazmente la mano, con seguridad, haciendo que ella temblase con una mezcla terrible de miedo y deseo-. No os forzaré, pues estáis en mi casa. Pero sería una lástima que esos dulces pechos estuviesen tristes y no fuesen amados esta noche.

Y acarició, delicadamente, la carne suavemente hinchada. Los pezones de coral se irguieron y un débil gemido se escapó de la garganta de Teadora.

– ¡Ay, hermosa, lo deseáis tanto como yo! ¿Por qué os resistís?

– ¡Por favor! -Ella le apartó las manos-. Habéis dicho que no me forzaréis porque estoy en vuestra casa. Vuestro honor os lo prohíbe, ¿no? Entonces, pensad en mi honor, Alejandro. Pues, aunque sólo soy una mujer, también tengo mi honor. Soy esposa de Orján y madre de su hijo. No amo a mi marido y no negaré que mi cuerpo ansia el contacto de un hombre joven; pero mientras viva mi señor, ¡esto no sucederá! Pensad, capitán pirata, que también yo he de considerar mi honor. Aunque sólo nosotros lo supiésemos, sentiría que mi honra ha sido mancillada. ¿Podéis comprender esto?

El sonrió con tristeza.

– Había oído decir que Juan Cantacuceno tenía una hija sumamente instruida. ¡Razonáis como un griego, hermosa! Está bien. Ahora habéis triunfado y esta noche os dejaré en paz. Pero no puedo prometeros que siempre sea así. Mis bajos instintos podrían dominarme.

»Sin embargo, quiero vengarme un poco antes de irme, pues no creo que pueda apagar el fuego que habéis encendido en mi.

Y antes de que se diese ella cuenta de lo que pretendía, la abrazó con fuerza y sus cuerpos se tocaron desde el pecho hasta los muslos. Ahora estaban tendidos a lo largo de la cama y ella sintió el suave vello del pecho de él cosquilleándole los senos y la dureza de su virilidad contra los temblorosos muslos. Los labios del pirata se cerraron sobre los de Teadora en un beso abrasador y la lengua le recorrió la boca con una pasión brutal que la llevó al borde del desmayo. Deseaba entregarse a él. ¡Deseaba que él la penetrase!

Alejandro la soltó, sonrió y se levantó. -Que vos y vuestro honor gocéis de vuestra estancia en esta casa, Teadora, esposa de Orján -dijo, en tono burlón.

Paralizada por la impresión, ella observó cómo desaparecía detrás de una colgadura de la pared. Solamente cuando se aseguró de que estaba sola en la habitación, se echó a llorar. Él le había recordado algo en lo que no había querido pensar desde hacía años. Le había recordado que era una mujer. Una mujer joven, con los mismos cálidos deseos que cualquier otra de su edad.

No podía desahogar su afán. La intimidad con su marido le repugnaba y el recuerdo de Murat ardía en lo más hondo de su secreto corazón. Casi lamentaba haber despedido a Alejandro. Su cuerpo le había parecido maravilloso, y tenía la impresión de que sería un amante magnífico. ¿Tenía él razón? ¿Quién lo sabría? ¿Podría ella soportar su culpa si accedía a esta relación amorosa? Teadora vertió lágrimas amargas, pues sólo podía ver un largo futuro sin amor delante de ella.

CAPÍTULO 09

El hombre que se hacía llamar Alejandro Magno no era un atolondrado galán, sino un astuto hombre de negocios. Su base principal, la ciudad de Focea, estaba situada entre los emiratos de Karasi y Sarakhan, frente a la isla de Lesbos. Aunque Focea tenía un gobernante, eran Alejandro y sus piratas quienes traían prosperidad a la ciudad y la controlaban realmente. Alejandro tenía también bases en las islas de Quíos, Lemnos e Imbros. Además, tenía espías y vigilantes en las costas de otras islas más pequeñas, con lo que controlaba eficazmente las rutas marítimas del Egeo y las zonas próximas a los Dardanelos y del interior del Bósforo y del mar Negro.

Los mercaderes cuyos barcos surcaban regularmente aquellas aguas le pagaban un tributo anual, más un porcentaje de los productos de cada viaje. No podían engañar a Alejandro, pues tenían que someterse a una inspección previa al viaje. Sin ésta, no les entregaban un gallardete que ondeaba en el palo mayor. Y los barcos que no llevasen el gallardete de colores en clave de Alejandro eran considerados como presas legítimas y, por lo general, se les confiscaba todo el cargamento.

Alejandro prefería cobrar su tributo en oro, pero también aceptaba mercancías. Dos veces al año, varios de sus barcos navegaban hacia el oeste, hasta la Europa septentrional, donde los cargamentos de seda, perfumes y especias se pagaban a los precios más altos. Regresaban trayendo oro y esclavos rubios y de piel blanca, de ambos sexos, para su dueño. Había muchos grandes terratenientes dispuestos a enviar, a cambio de una pieza de seda o un paquete de especias preciosas o una moneda de plata, jóvenes siervos sanos y atractivos, para ser sometidos a esclavitud. Estos jóvenes se vendían después al mejor postor en subastas privadas a las que sólo asistían hombres entendidos y acaudalados. De este modo sacaba Alejandro un doble provecho de sus inversiones.

La emperatriz Elena se enteró de la existencia de Alejandro Magno por el servicio bizantino de información militar conocido como Oficina de los Bárbaros. Su amante actual era el oficial que dirigía aquel servicio. Sabiendo que su hermana regresaría por mar de los Manantiales de Apolo, Elena hizo saber a Alejandro que le gustaría que Teadora y su hijo muriesen. Por este servicio, ofreció pagarle una importante cantidad en oro. Alejandro era muchas cosas, pero no un asesino a sueldo. Y sabía más acerca de los bizantinos de lo que éstos sabían de él. Elena no disponía del dinero que había ofrecido.

Pero él le agradeció muchísimo la información que inconscientemente le había proporcionado. La esposa y el hijo del sultán valdrían un importante rescate. Por consiguiente, había averiguado la ruta que seguiría el barco y la fecha en que zarparía. Pero lo habría perdido, de no haber sido por aquella tormenta que los depositó amablemente delante de la costa de su ciudad.

Una mirada había bastado para que Teadora se llevase el corazón de Alejandro. Era más encantadora que cualquiera de las mujeres a quienes había conocido. No le preocupaba en absoluto que fuese esposa del sultán. Era un caudillo por derecho propio, y si quería algo, lo tomaba. Pero había calculado mal al presumir que ella estaría dispuesta a olvidar todo lo demás por el amor. Había llevado las cosas demasiado lejos y con demasiada rapidez. Para conquistarla, tendría que superarla en inteligencia. Alejandro era cazador por naturaleza, y la idea de la caza le resultaba muy estimulante. Pasarían semanas antes de que los miembros de su consejo se pusiesen de acuerdo sobre el rescate a pedir por la princesa y su hijo. Después, las negociaciones llevarían más tiempo. Pasarían varios meses antes de que se fijasen y pagase el rescate. Tenía tiempo.

Durante los días siguientes, Teadora vio muy poco a su captor, y esto la tranquilizó mucho. No había sido fácil resistir su ataque. Ahora permanecía en sus habitaciones y, para hacer ejercicio, paseaba varias veces al día por el jardín, en compañía de Iris. Raras veces veía a Halil. Este estaba ocupado con sus nuevos amigos, varios hijos de Alejandro y sus concubinas, e incluso comía y dormía con ellos.

– Es mejor así -dijo a Iris-. Para él no es más que una aventura. No le quedarán cicatrices de esta experiencia.

Al cabo de varias semanas, Alejandro se presentó una tarde en sus habitaciones, con un juego de ajedrez.

– Se me ocurrió que tal vez podríamos jugar una partida -dijo amablemente.

Ella sonrió.

– ¿Cómo sabéis que juego al ajedrez?

– Porque sois hija de vuestro padre y domináis el arte de la lógica. El ajedrez es un ejercicio lógico. Pero si no lo conocéis, yo os enseñaré, hermosa.

– Preparad el tablero, Alejandro, y disponeos a sufrir una derrota. Iris, tráenos vino muy frío y algunos pasteles.

El tablero del ajedrez era una obra de arte. Sus cuadrados incrustados eran de ébano y de madreperla; las piezas habían sido talladas en ónice negro y coral blanco. Aquella tarde jugaron dos partidas. El ganó fácilmente la primera, pues Teadora jugó con precaución. Después ella le plantó cara en la segunda, jugando con un desenfado casi temerario.

El se echó a reír cuando la joven le comió la reina.

– En la primera partida, sólo estuvisteis tomándome la medida -la acusó.

Sí. Difícilmente habría podido ganaros si no estudiaba antes vuestro método de juego.

Nunca me ha derrotado una mujer.

– Si seguís jugando conmigo, mi señor Alejandro, tendréis que correr este riesgo. Yo juego para ganar, y no me resignaré 3 Perder simplemente porque soy una mujer.

– ¡Habláis como una verdadera griega! -aprobó burlonamente él.

Ahora fue Teadora la que se echó a reír.

– No estoy segura de que lo consideréis un cumplido, Alejandro.

– Yo nací en Grecia, hermosa, y por consiguiente estoy acostumbrado a mujeres de gran inteligencia. Sin embargo, he vivido aquí, en Asia, el tiempo suficiente para comprender el trato que dan a las mujeres los orientales. Tiene también sus ventajas, pero hacía mucho tiempo que no hablaba realmente con una mujer.

– También hacía mucho que yo no hablaba realmente con un hombre -convino ella.

Él se quedó momentáneamente sorprendido. Después rió de buena gana.

– Olvidaba que vivís en un harén, hermosa, con eunucos y otras mujeres por única compañía. ¿No os aburrís mucho?

– A veces, pero no en estos últimos años. Mi hijo es inteligente y he pasado mucho tiempo enseñándole. Además, trabajo para rescatar cautivos cristianos y enviarlos a Bizancio. Pero cuando volvamos a Bursa, Halil tendrá que dejarme para acudir a su propia corte en Nicea. He tenido a mi hijo más tiempo del que se les permite a la mayoría de esposas de un sultán.

– ¿Qué haréis cuando se haya ido, hermosa?

Ella sacudió la cabeza.

– No lo sé. Pedí a mi señor Orján que me permitiera ir con Halil a Nicea…, pero no me dejará.

– Hará bien -replicó Alejandro-. El muchacho tiene que desenvolverse por su cuenta; de no ser así, nunca se libraría de vuestras faldas protectoras. Recordad que, en la antigua Esparta, separaban a los muchachos de sus madres a la edad de siete años.

Teadora esbozó una mueca y él rió entre dientes.

– Además, si yo fuese vuestro marido no querría que me abandonaseis.

– Tonterías. Orján tiene un harén de mujeres, muchas de las cuales son más bonitas que yo. No me necesita.

– Entonces, ¿por qué deseáis volver a él? Quedaos conmigo y sed mi amor. Seré tan dulce para vos, hermosa, que nunca querréis dejarme.

Ella rió vivamente.

– Creí que erais un hombre de negocios, mi señor Alejandro. Si tomase en serio vuestra halagadora oferta, perderíais una gran cantidad de dinero. Por consiguiente, sé que no podéis haberlo dicho seriamente.

Él la miró con sus ojos como aguamarinas y dijo pausadamente:

– ¿Podré volver a jugar en otra ocasión con vos, hermosa? -Como ella asintió con la cabeza, añadió-: Entonces dejaré aquí el tablero y las piezas.

Y se fue.

La princesa permaneció sentada, con el corazón palpitante, fuertemente cruzadas las manos sobre la falda. ¡Había hablado en serio! ¡Lo había dicho realmente en serio! Ella era esposa del sultán y, sin embargo, Alejandro la cortejaba descaradamente. ¿Qué ocurriría si le aceptaba? ¿Le importaría realmente a Orján, rodeado como estaba de todas aquellas sensuales y jóvenes bellezas? Sacudió la cabeza. ¡Esto era una locura! ¡Claro que le importaría a Orján! Le importaría aunque ella fuese la más humilde de sus esclavas, pues era de su propiedad. ¿Y qué le ocurría a ella, por pensar siquiera en una cosa semejante? Era Teadora Cantacuceno, princesa de Bizancio. ¡Era una esposa! ¡Una madre! ¡No una niña tonta cualquiera!

Alejandro no la visitó la noche siguiente, pero sí la otra, en la que jugaron dos partidas. Teadora ganó la primera y Alejandro la segunda.

– Esta vez -la zahirió él-he estudiado vuestro método de juego.

– Parece que somos tal para cual -respondió ella. Entonces, dándose cuenta de que él podía interpretar mal sus palabras, se ruborizó y añadió rápidamente-: En el ajedrez.

– Cierto -replicó tranquilamente él-. Si necesitaseis compañía, podéis visitar libremente a las mujeres de mi casa. Todas ellas sienten mucha curiosidad por la esposa del sultán.

– Tal vez algún día -respondió distraídamente ella.

Pero al prolongarse las semanas, empezó a sentir aquella necesidad de compañía. Decidió ir sólo una vez al harén, pues, indudablemente, las mujeres de Alejandro serían tan tontas y viciosas como las del de su marido.

Para su sorpresa, todas las mujeres del pirata la recibieron cordialmente, incluso sus tres favoritas, todas las cuales tenían hijos de él. Eran bonitas y de carácter dócil y, por lo visto, su único objetivo en la vida era satisfacer a su amo y señor. Se preguntó si saciarían la furiosa pasión que había visto acechar detrás de aquel hombre de buenos modales. Borró rápidamente la idea de su mente, mientras un rubor culpable teñía su semblante.

El harén de Alejandro era un lugar de placeres tranquilos. Todo era delicioso al tacto. El aire estaba dulcemente perfumado por flores exóticas. Los dedos hábiles de unas jóvenes muy lindas tocaban una música suave. La comida era deliciosa y muy bien servida. Ahora Adora ignoraba que el menú del harén se componía principalmente de alimentos que se consideraban afrodisíacos y, por consiguiente, eficaces para excitar sutilmente a las hembras.

Teadora no solía buscar la compañía de otras mujeres, pero las concubinas de Alejandro se mostraban sumamente amables con ella, muy diferentes de las mujeres de la casa de Orján. Sentían una enorme curiosidad por su vida en Bursa y también en Constantinopla. Resultaba difícil negarse a sus halagadoras súplicas de que les contase episodios de su vida.

También sentían curiosidad por las prácticas sexuales de las mujeres otomanas. Tal vez esperaban aprender algo nuevo, algo con lo que complacer a su señor. Con una habilidad que no había tenido ocasión de exhibir antes, las ilustró en varias cuestiones. Estaban encantadas. Con frecuencia Teadora tenía que reír disimuladamente. Por primera vez en su vida, contaba con amigas de su edad. Y aunque no la igualaban en inteligencia, lo pasaba bien con ellas. Casi se divertía tanto como su hijito en el cautiverio. Su favorita era Cerika, una deliciosa joven circasiana con un exquisito sentido del humor y el carácter más dulce que jamás hubiese encontrado Teadora en una mujer.

Pronto se encontró pasando el tiempo con ellas, no solamente en el harén, sino también en el baño y en las comidas. Era como si hubiese ingresado en el harén de Alejandro… salvo Por un detalle. Como Alejandro era un hombre viril, no pasaba noche en que no llamase a una de sus mujeres. Por la mañana, la afortunada era objeto de muchas bromas bienintencionadas y, recientemente, se comentaba si sus nuevas técnicas complacían a su amo. Envuelta en esta atmósfera sedosa v sensual, Teadora empezó a enervarse. Resultaba fácil negar su propia sensualidad cuando podía llevar una vida sensata y ordenada; pero, en la casa de Alejandro no había nada de esto.

Fueron pasando las semanas. El capitán pirata sabía que su hermosa cautiva estaba flaqueando, pero su capitulación era mucho más lenta de lo que él había esperado. Era una mujer muy testaruda y, aunque se había relajado mucho, todavía no se había olvidado de quién era.

Se había llegado a un acuerdo en el precio del rescate y llegó la noticia de que el sultán estaba preparando el envío del oro. Alejandro discutió con su conciencia, cosa que raras veces hacía. Pero, como de costumbre, salió triunfante su deseo, pues, por muy encantador que fuese, Alejandro era un hedonista. Deseaba a la bella Teadora, y estaba resuelto a conseguirla.

De haber dispuesto de más tiempo, habría dejado que los propios deseos de la joven se impusiesen a su mente; pero el tiempo apremiaba. El emisario del sultán tardaría menos de dos semanas en llegar. Alejandro sabía que tenía que actuar ahora o perdería su oportunidad. Si Teadora regresaba a Bursa sin concederle sus encantos, Alejandro enfermaría de añoranza. Y el pirata era un hombre acostumbrado a salirse con la suya.

La seducción de Teadora fue cuidadosamente urdida. Una noche, Alejandro le envió recado de que no podría ir para la partida de ajedrez. Esto la contrarió, pues las partidas se habían convertido en una diversión casi cotidiana, a la que ella se había aficionado mucho. A modo de disculpa, Alejandro le envió un cuenco de cristal lleno de rosas Oro de Ofir, un frasquito de dorado vino de Chipre y una fuente de plata con uvas verdes. Teadora, compadeciéndose de sí misma, envió a Iris a la cama y se bebió todo el vino. Después se sumió en Un profundo sueño.

Soñó cosas muy extrañas. Ciega, pues parecía no poder ver nada, la sacaron de la cama. Entonces, súbitamente, pudo ver de nuevo. Y es que le habían vendado los ojos con un pañuelo de seda. Miró alrededor y vio que estaba en una habitación cuadrada y sin ventanas. Las paredes y el techo eran negros. A un cuarto de la altura de la pared había una cenefa de oro, al estilo de los antiguos pergaminos griegos. Por encima de ella, había bellas pinturas de hombres con mujeres, mujeres con mujeres, hombres con hombres, y hombres y mujeres con animales, en diversas actitudes de juegos sexuales. Encima de las pinturas corría otra cenefa de oro.

La habitación estaba iluminada por lámparas colgantes y centelleantes, en las que se quemaba un aceite con olor a almizcle. Al quedarse Teadora de pie allí, dos jóvenes mujeres aparecieron a su lado y empezaron a frotarle el cuerpo con una crema perfumada que le producía un cosquilleo en la piel, frío y caliente al mismo tiempo. Poco a poco, sensualmente, la acariciaron hasta que la exquisita sensación que experimentó en su carne amenazó con provocarle un desmayo.

Delante de ella, en un estrado alto y alfombrado, entre sedas multicolores y cojines de terciopelo, hallábanse reclinadas las tres damas favoritas de Alejandro. Estaban, como ella, completamente desnudas. Sonriendo, la invitaron a reunirse con ellas. La joven avanzó despacio y permitió que la sentaran en medio del trío. Se mostraban muy amables y no pareció extraño que empezaran a acariciarle el cuerpo. ¡Era un sueño delicioso! ¡Qué suaves eran aquellas manos! Le acariciaron los senos, besándole los pezones y causándole un estremecimiento doloroso en todo el cuerpo cuando succionaron con fruición las puntas de coral.

Las manos de Cerika se deslizaron hacia abajo y por la cara interna de los muslos de Teadora, rozando, juguetonas, su feminidad. Teadora suspiró profundamente y tembló, cuando su amiga bajó la rubia cabeza y le besó la suave y sensible hendedura del sexo. Y ahora, las tres mujeres acercaron una copa a los labios de Adora, incitándola a beber. Al hacerlo, aumentó su sensación de bienestar.

Entonces apareció Alejandro, surgiendo de la oscuridad. Desnudo, parecía la estatua en mármol del antiguo dios Apolo Alto, de piernas musculosas y torso plano, estaba intensamente bronceado por el sol. Entre sus vigorosos muslos, había un triángulo de vello rubio y, sobresaliendo de los dorados rizos, el potente órgano de su virilidad.

Teadora no sintió miedo, porque lo deseaba. Y como esto no era más que un sueño delicioso, se creyó en libertad para no oponer resistencia. Dos de las otras mujeres le abrieron las piernas. Teadora sonrió y tendió los brazos al hombre. Por un instante, irguióse él delante de Teadora, con una sonrisa de triunfo en el hermoso semblante. Después se arrodilló y se puso a horcajadas sobre ella, para disfrutar plenamente de sus senos, y ella sintió la virilidad del pirata sobre su vientre. Él jugó delicadamente con Teadora tirando de los largos pezones, haciéndolos girar entre el pulgar y el índice. La joven se estremeció de placer y frotó el ombligo contra el músculo pulsátil que palpitaba contra ella.

Él le mordisqueaba los labios, poniendo suaves besos en las comisuras y en los parparos cerrados. Por primera vez Teadora oyó su voz y, de momento, se asustó. No recordaba haber oído nunca una voz en sueños. Pero la sensación que la acometió fue tan intensa que desterró el miedo.

– ¿Qué quieres que haga, hermosa? -preguntó él.

Teadora abrió despacio los ojos de párpados hinchados y dijo, con voz dulcemente seria:

– Tienes que hacerme el amor, Alejandro. Tienes que hacerme el amor. -Entonces volvieron los ojos a cerrarse lentamente.

Sintió las manos de él sujetándole las nalgas y sonrió encantada al sentir que Alejandro penetraba profundamente en su complaciente cuerpo, llevándola hasta el pináculo de la pasión. El era formidable. La llenó plenamente y Teadora pensó que iba a morir, pues realmente nunca había sentido una satisfacción tan grande.

Pero pronto le dio en los ojos la luz del sol y la voz de Iris la despertó de su profundo sueño. Tenía la boca amarga y le dolía terriblemente la cabeza. Había tenido un sueño muy extraño… pero no lograba recordarlo bien. Cuando trataba de concentrarse la cabeza le dolía más.

– Corre las cortinas -ordeno a su servidora-. El vino que me envió Alejandro la noche pasada ha estado a punto de matarme. ¡Dios mío! ¡La cabeza me duele de un modo insoportable!

– No hubieseis debido tomarlo todo, mi señora -le riñó Iris-. No estáis acostumbrada a las bebidas fuertes.

Teadora asintió con un gesto, pesarosa.

– Hoy me quedaré en la cama -dijo-, pues creo, en verdad, que no podría levantarme.

Se tumbó sobre los cojines, para dormitar en la fresca y oscurecida habitación.

Pero su sueño era inquieto, con locas y obscenas imágenes pasando por su turbada mente. Una habitación oscura con parpadeantes luces amarillas. Las tres favoritas de Alejandro, desnudas, acariciando su cuerpo. Cerika besándola en la boca y en… ¡oh, cielos! ¡No!

Ahora yacía sobre la espalda, con su clara piel de camelia resplandeciendo blanca sobre los cojines irisados. Encima de ella, el techo era de cristal veneciano, y veía a Alejandro entre sus piernas abiertas. Gimió desesperadamente, tratando de escapar al sueño; pero era imposible. En el sueño, él la poseyó un vez; después, tomó sucesivamente a cada una de sus favoritas y las despidió. Teadora había observado con asombro su actuación con las mujeres. Aquel hombre era un semental y no parecía fatigarse. Ahora a solas, él la poseyó por segunda vez y, volviéndola de bruces, volvió a hacerlo, en esta nueva posición.

Ella luchó por librarse de las imágenes, se despertó y vio que era ya una hora muy avanzada de la tarde. Se le había aliviado el dolor de cabeza, pero se sentía confusa y nerviosa. Aunque su piel estaba ahora fresca, las sábanas estaban húmedas de sudor y muy revueltas. De nuevo supo que había soñado, pero sólo recordaba que el sueño tenía algo que ver con Alejandro. Habían hecho el amor. Enrojeció de vergüenza. ¡Que absurdo!

Encogiéndose de hombros, llamó a Iris para que le trajese una jarrita de zumo de granada y un poco de comida. Después de comer, tomó un paño y los hábiles dedos de su esclava eliminaron su última tensión. Cuando llegó Alejandro para la partida de ajedrez, le recibió animadamente.

– Os eché de menos ayer noche -dijo-. Me gustan nuestras partidas. En cambio, bebí aquel vino terrible que me mandasteis y he pasado una noche inquieta, imposible. Cuando me he despertado hoy, tenía un dolor de cabeza espantoso. He estado en cama todo el día.

El rió entre dientes.

– Hubiese debido advertiros. Los vinos dorados de Chipre son engañosos, hermosa. Parecen dulces y suaves, pero, en realidad, son engañosos y fuertes.

– ¿No podíais avisarme? -preguntó ella, con cierta acritud, y él rió de nuevo.

Mientras jugaban, ella no dejó de lanzarle breves miradas desde debajo de las pestañas bajadas. El no había cambiado de actitud con respecto a ella. Seguro que, si lo que había imaginado hubiese ocurrido realmente, no estarían jugando como de costumbre. ¡No! Había sido una pesadilla, provocada por aquel vino fuerte. ¿Qué le hacía imaginarse tales cosas? Pero sabía la respuesta a esta pregunta: ansiaba el amor de un hombre y, mientras viviese su viejo marido, le estaría vedado. Suspiró, hizo una mala jugada y oyó que su raptor decía:

– ¡Jaque mate, hermosa!

Ella miro el tablero e hizo un pequeño mohín.

– ¡Oh, Alejandro, qué estúpida he sido! El rió al ver su decepción.

– No es propio de vos que me regaléis una partida, hermosa. -Y después, en tono más serio-: ¿Qué os preocupa? Ella sacudió la cabeza.

– Malos sueños, Alejandro. Unas pesadillas espantosas.

– ¿Podéis contármelos? Hablar de ellos suele poner los sueños en su debida perspectiva.

– No, amigo mío. Es demasiado personal. Me comporté de una manera impropia de mí, y esto me inquieta. ¡Espero no volver a tener estos sueños!

El la miró gravemente y le remordió dolorosamente la conciencia. La había drogado y después seducido, con el fin de satisfacer su ardiente deseo. Ella había estado realmente magnífica, pues, aunque lo ignorase, estaba hecha para el amor de un hombre. Había complacido y había sido complacida.

El problema sería ahora dejarla marchar, pues se había enamorado profundamente de Teadora durante el periodo de su cautiverio. Una idea lo consolaba. Cuando muriese el viejo sultán, ella sería devuelta a su familia en Constantinopla. Cuando esto ocurriese, él haría que su padre, que era vasallo del emperador, pidiese la mano de Teadora para él. Su padre estaría encantado de que quisiera por fin volver a casarse y dar herederos legítimos a la familia.

– No creo que vuelvan a turbaros esos sueños, hermosa -dijo pausadamente-. Y tengo buenas noticias para vos. Vuestro rescate tiene que llegar dentro de poco. Vuestro cautiverio casi ha terminado.

Ella sonrió, se inclinó sobre el tablero de ajedrez y tocó la mano de Alejandro.

– No he estado incómoda ni triste, amigo mío. El cautiverio en vuestra casa es muy agradable y vuestra amabilidad para conmigo y mi hijo no será olvidada. -Él se levantó.

– Lamento, Teadora de Bizancio, que vuestro sentido del deber sea tan fuerte. En otro caso, habríais podido quedaros aquí conmigo.

– Si no hubiese tenido ningún hijo, Alejandro, la vida tal vez me habría tentado. Pero, aunque mi hijo no podrá ser nunca sultán, es otomano. No lo privaré de su herencia.

El asintió.

– Sois una mujer admirable, hermosa. Lástima que los hombres de vuestro mundo nunca llegarán a comprenderos o apreciarlos realmente. -Ella sonrió con tristeza.

– Sin embargo, amigo mío, sobreviviré y tal vez logre triunfar.

El se echó a reír. Los dientes grandes y regulares lanzaron un destello blanco en contraste con su cara bronceada.

– Sí -dijo-. Si una mujer ha nacido para triunfar, creo que sois vos.

Y se marchó, sin dejar de reír.

CAPÍTULO 10

Murat, tercer hijo de Orján, había cabalgado desde la costa. Hacía algunas horas que había dejado atrás a su escolta, permitiendo que su gran semental negro galopara a su antojo. El caballo, apenas fatigado, entró ruidosamente en el patio embaldosado del palacio de Bursa. El príncipe saltó de la silla, arrojó las riendas a un esclavo y entró rápidamente en la casa de su padre.

Le impresionó el aspecto del viejo. Orján no disimulaba sus setenta años. El cabello y la barba eran blancos como la nieve. Los ojos oscuros habían perdido su brillo, las manos le temblaban ligeramente. Parecía haberse encogido y su cuerpo olía incluso a vejez. En cambio, su voz era fuerte.

– Siéntate -ordenó a su hijo, y el príncipe le obedeció en silencio-. ¿Café? -Gracias, padre.

Murat esperó, como dictaban los buenos modales, a que el café hirviente fuese vertido en las tazas finas como cascaras de huevo. Una esclava le ofreció el café, que él sorbió cortésmente antes de dejar la taza sobre la mesa redonda de latón.

– ¿En qué puedo serviros, padre mío?

– Teadora y su hijo han sido secuestrados -anunció Orján-. Ella llevó al muchacho a los Manantiales de Apolo, en Tesalia. Al volver, su barco fue sorprendido por una fuerte tempestad. Gracias a Alá, ellos se salvaron. Pero el barco sufrió graves daños y nada se podía hacer cuando lo atacaron unos piratas. Ahora el jefe pirata que se hace llamar Alejandro Magno los mantiene cautivos como rehenes en Focea. Quiero que lleves allí el dinero del rescate y traigas a mi esposa y a mi hijo sanos y salvos.

– Os obedeceré, señor -respondió el príncipe, con una calma que estaba muy lejos de sentir.

Orján explicó entonces los arreglos financieros, pero Murat sólo entendió unas pocas palabras.

Solamente había visto una vez a Teadora desde la boda con su padre, y los dos se habían mirado con mala cara. El había sufrido y deseado que ella sufriese a su vez. Ahora esbozó una mueca. Era muy propio de ella meterse en esta situación. Desde luego, no podía aceptar el hecho de que su hijo estuviese lisiado. ¡No! Había tenido que llevar al niño a través de mares peligrosos hacia un presunto lugar de curación.

Murat escuchó con rabia disimulada e impotente, mientras el padre hablaba de su preciosa Adora y de la importancia de su seguridad. ¡Orján la había mimado demasiado! Ella había sido siempre una joven consentida y malcriada. Si hubiese sido su mujer, la habría enseñado a obedecer. De pronto, su recuerdo lo asaltó con una intensidad que lo aturdió. Recordaba un cuerpo joven y ligero, de suaves senos; una cara en forma de corazón, con ojos amatista que miraban confiadamente; una boca dulce que temblaba al recibir los besos. ¡Por Alá! Era tentadora, pensó con amargura. Si tenía oportunidad, se convertiría probablemente en una zorra, como sus dos escandalosas hermanas en Constantinopla. Sofía y su último amante habían sido muertos hacía poco, y la emperatriz Elena cambiaba descaradamente de amantes. Apretó los dientes y obligó a su mente a captar lo que estaba diciendo su padre:

– … y los acompañarás personalmente hasta Bursa, hijo mío. Sin duda mi pobre Adora habrá sufrido muchísimo. Y también el pequeño Halil.

¡Bah!, pensó agriamente Murat. La bruja habrá estado sin duda alguna muy cómoda. Lo único que tenía que hacer era hechizar al jefe pirata con aquellos ojos fabulosos. En cuanto a mi pequeño medio hermano, probablemente considera todo esto como una gran aventura.

El humor del príncipe Murat no mejoró cuando, al llegar a Focea, descubrió que había acertado en sus suposiciones. La tercera esposa del sultán vivía en una casa muy elegante, y el príncipe Halil era evidentemente mimado por su apresador. En realidad, el pirata parecía hallarse en excelente relación con ambos cautivos reales.

Murat llegó a Focea muy avanzada la tarde. Habría sido imposible terminar el asunto del rescate antes del anochecer; por otra parte, se hubiese considerado una tremenda descortesía rechazar la hospitalidad del jefe pirata. Para sorpresa de Murat, esta hospitalidad no era solamente lujosa, sino también de un gusto exquisito.

Pero, antes que nada, lo llevaron a ver que Teadora y Halil estaban a salvo y se les trataba con toda dignidad. Murat había estado inquieto durante todo el viaje desde Bursa. No había visto a Teadora desde hacía casi ocho años. ¿Habría cambiado? Probablemente. Las mujeres bizantinas eras propensas a engordar, y a su padre le gustaban las mujeres con carne sobre los huesos.

No ayudó a serenar la turbada mente de Murat el hecho de que ella fuese todavía esbelta o de que, cuando lo miró a los ojos, los de ella estuviesen rebosantes de una emoción que él no comprendió. Entonces, ella se levantó y fue hacia él, tendiéndole las manos en ademán de bienvenida y con una máscara de cortesía en el semblante.

– Príncipe Murat. Habéis sido muy amable al venir a rescatarnos. ¿Cómo está mi señor Orján? Espero que no le haya hecho sufrir demasiado nuestra desgraciada situación.

El hizo una breve reverencia.

– Mi padre está bien. ¿Habéis sido bien tratados, Alteza?

– El señor Alejandro ha sido el alma de la cortesía casi desde el primer momento de nuestra captura -respondió ella.

¿Había un atisbo de risa en su voz? ¿Por qué parecía tan incómodo aquel alto bufón rubio que se hacía llamar Alejandro Magno?

– Mañana terminaré las negociaciones del rescate y vendré a buscaros, a vos y a Halil -dijo bruscamente Murat-. Estad preparados.

Sin embargo, la cosa no fue tan fácil como había previsto el príncipe Murat. Después de un banquete maravilloso, unas atracciones excelentes y una exquisita virgen circasiana rubia para calentarle la cama, despertó a una mañana lluviosa y al conocimiento de que su anfitrión era inflexible en sus exigencias.

– Pedí a vuestro padre cien mil ducados venecianos de oro, príncipe Murat. No soy un mercader con el que se pueda regatear, ni podemos tratar el rescate de la princesa y su hijo como haríamos con los precios de melones en el mercado. Aceptaré los cincuenta mil que habéis traído a cambio de la princesa. Pero el muchacho debe quedarse aquí, en Focea, hasta que reciba los otros cincuenta mil ducados.

– ¿Por qué no soltáis al muchacho y retenéis a su madre?

Alejandro se echó a reír.

– Porque no soy tonto, príncipe Murat. Vuestro padre tiene muchas mujeres con las que divertirse, pero pocos hijos. Si soltase al muchacho tal vez no volvería a tener noticias de vuestro padre. La princesa Teadora no permitirá que vuestro padre abandone en el cautiverio al único hijo de ella. No, Alteza; podéis regresar a Bursa con la princesa, pero el príncipe Halil permanecerá aquí hasta que yo reciba todo el rescate.

– No la conocéis, Alejandro. Es muy testaruda. No se marchará dejando a su hijo aquí.

– Este es vuestro problema, príncipe Murat. Pero creo que sois vos quien no la conocéis. Es una mujer sumamente lógica y nosotros, los griegos, siempre hemos estimado a las mujeres inteligentes. Ella comprenderá la sensatez de mi posición.

Murat apretó los dientes y fue a decirle a Teadora que su hijo tendría que quedarse, porque Orján no había enviado todo el rescate. Para su sorpresa, ella no se puso histérica ni se enfureció.

– Vuestro padre es un gran guerrero y gobernante, pero muy mal diplomático -dijo la princesa serenamente-. Está bien. Halil permanecerá aquí. Haré que Iris se quede con él y yo me iré con vos.

– ¡Por Alá! ¿Qué clase de madre sois? ¿Ni siquiera ofreceréis quedaros en lugar del niño?

Ella pareció sorprendida.

– ¿Lo permitiría el señor Alejandro? Creo que no, pues no es tonto. Vuestro padre regatearía seguramente mi rescate, pues si tuve importancia para él, fue solamente por Tyzmpe, que ahora es suya. Pero no regateará por Halil, pues está orgulloso de mi hijito. En su vejez, el niño es prueba de que conserva la virilidad, y esto parece ser muy importante para él.

Murat estaba enfurecido por su calma, y todavía más por el hecho de que Alejandro, en tan poco tiempo, pareciese conocerla mejor que él.

– Os tenéis en muy baja estima, señora -espetó fríamente-. Vuestro marido no paraba de llorar y de lamentarse por vuestra seguridad.

– ¿En serio? -preguntó ella, con ligero interés-. ¡Qué raro! Hace varios años que no lo veo, salvo en ceremonias oficiales. -Se encogió de hombros y añadió-: Debo informar a mi hijo del giro que han tomado los acontecimientos. ¿Cuándo deseáis partir?

– Dentro de una hora.

– Estaré preparada.

El permaneció sentado inmóvil durante unos minutos, después de marcharse Teadora. Había cambiado; ya no era la niña inocente y traviesa de antaño. Ahora estaba serena; pero en una cosa no había cambiado: era incapaz de disimular su inteligencia y, en realidad, ni siquiera lo intentaba. Había madurado en los años transcurridos desde su primer encuentro y él se jactaba de ser también más inteligente. Sin embargo, todavía le costaba aceptar el hecho de que Teadora pensara por su cuenta. Era algo antinatural en una mujer, sobre todo en una mujer tan bella. Las mujeres y en particular las hermosas estaban hechas para dar satisfacción al hombre, y el hombre no quería discutir con ellas asuntos importantes. ¡Por Alá! ¡No!

Rió en voz alta y salió al patio bajo la lluvia, para ultimar los preparativos de la partida. Se había visto obligado a dejar su escolta fuera de las murallas de Forcea y había llegado solo. Alejandro Magno tomó medidas para que Teadora viajase a través de la ciudad en una litera cerrada. Cuando su escolta la recibiera, la princesa se trasladaría a un vehículo real otomano y la litera sería devuelta al pirata.

Teadora salió al patio vestida para el viaje, acompañada de Iris y Halil. El muchacho corrió al encuentro de su medio hermano mayor y Murat lo cogió en brazos.

– ¡Bueno, Halil! ¡Por fin vas a separarte de tu madre y ser un hombre!

– ¡Sí, hermano mío! -Los ojos del niño brillaban de excitación. Después bajó la voz y murmuró, confidencialmente-; He aprendido muchas cosas que serán de valor para ti, Murat. Porque soy un muchacho al que no prestan mucha atención, y creen que yo no los comprendo. -Hizo un guiño malicioso-. ¡Pero lo entiendo todo! Cuando tú seas sultán, te seré de gran ayuda, pues tengo muy despejada la cabeza.

– Nuestro hermano Solimán es el sucesor elegido por nuestro padre, Halil.

El chico miró al hermano mayor con los ojos violetas de su madre y dijo:

– Esto es verdad, Murat, pero, ¿le dejarás reinar?

– A los monos sabios con frecuencia les pellizcan la nariz, hermanito -rió el príncipe Murat.

Al bajar al muchacho, éste repitió su guiño descarado y corrió hacia su madre.

Teadora lo abrazó con fuerza.

– No me gusta dejarte, Halil, pero si no trato personalmente con tu padre…

Vaciló. El chico se echó a reír.

– Acabaría siendo un hombre mayor y con hijos propios antes de que volvieses a verme, madre -terminó por ella.

Ahora le tocó a ella reír y a Murat le dolió ver juntas sus cabezas tan parecidas. Había una intimidad entre ellos que no podía penetrar, y se sentía casi celoso.

– Tenemos que marcharnos -dijo bruscamente-. Quiero estar fuera de las murallas antes de que anochezca.

Ella lo observó y su mirada fue tan penetrante que Murat sintió que se ruborizaba. Teadora se inclinó y abrazó con fuerza al chico.

– Obedece a Iris y no hagas enfadar demasiado a Alejandro, mi querido Halil. Te quiero, cariño, y esperaré con ansiedad el día en que volvamos a reunimos.

Lo besó y subió a la litera que la estaba aguardando. Alejandro salió al patio y, en voz baja y para que sólo ella le oyese, dijo:

– No temáis, hermosa. Vuestro pequeño estará tan seguro aquí como mis propios hijos.

Ella sonrió y le apretó el brazo con los dedos.

– Sé que cuidaréis bien de él, Alejandro. Pero no lo miméis demasiado, os lo suplico. Sabéis que es un pequeño mono muy inteligente; por consiguiente, tenedlo ocupado.

– Lo haré, hermosa, pero ¿quién me tendrá ocupado a mí? Echaré de menos nuestras partidas de ajedrez.

– También yo. En mi mundo, los hombres no tratan a sus mujeres con tanto respeto. No os olvidaré, Alejandro. Quedad con Dios.

– Adiós, hermosa.

El jefe pirata se irguió y vio que el príncipe Murat lo estaba mirando con ojos chispeantes e irritados. ¡Santo Dios!, pensó. Me pregunto si se ha dado cuenta. ¡Conque tengo un rival! Pero yo te conozco, mi buen príncipe, mientras que tú no puedes saber realmente cuáles son mis intenciones. Se acercó al sitio donde estaba el príncipe montado en su semental.

– Decid a vuestro padre, mi señor príncipe, que el príncipe Halil estará a salvo y bien atendido en mi casa hasta que se pague su rescate.

Y sin dar a Murat ocasión de replicar, dio media vuelta y entró en casa.

Furiosamente, el príncipe tiró de las riendas e indicó a los otros que se pusiesen en marcha. Los esclavos levantaron la litera y salieron del patio hacia la ciudad. Alejandro les había destinado una pequeña pero imponente escolta que los acompañó hasta la puerta del norte de la ciudad, donde estaban esperando los soldados del sultán.

Había empezado a llover de nuevo y el príncipe Murat desmontó para trasladar a Teadora de una litera a otra. Ella lo miró un momento a la cara, antes de bajar modestamente sus maravillosos ojos de amatista. Era suave y dulce, y su perfume le emborrachaba. Tropezó y ella rió en voz baja. Él sintió que la sien le latía. ¡La deseaba! ¡Por Alá, cuánto la deseaba!

La depositó bruscamente en su litera y volvió a montar el semental. Todavía tendrían algunas horas de luz, las suficientes para poner más millas entre ellos y la ciudad de Focea. Cabalgó en silencio al frente de la comitiva y los soldados que lo acompañaban pensaron que su aire malhumorado se debía a haber tenido que dejar a Halil. Murat, bey otomano, siempre se enorgullecía de hacer bien su trabajo.

Pero la verdad era que el príncipe estaba pensando en la joven de la litera. Nunca le habían faltado mujeres, pero Teadora Cantacuceno había sido la única que le había robado el corazón.

Recordaba que una vez le había dicho que, cuando muriese el sultán, la haría su esposa. Se sorprendió al confesarse que todavía la deseaba. Pero no como esposa. ¡No! Sacudió irritado la cabeza. Era una ramera bizantina como sus hermanas y no había que confiar en ella. Había que ver cómo lo había tentado hacía un rato, riéndose después de su turbación.

Cuando estaba a punto de anochecer, dio Murat la orden de acampar. Los hombres estaban acostumbrados a dormir al raso, pero se levantó una tienda para Teadora. Le gustó, porque era muy lujosa. Como había dejado a Iris al cuidado de su hijo, la atendió un soldado veterano. Le trajo agua caliente para lavarse y se ruborizó y sonrió como un tonto cuando ella le dio amablemente las gracias.

Su tienda había sido montada sobre una plataforma de madera cuyas toscas tablas estaban cubiertas con gruesas alfombras de lana de colores y pieles de cordero, para resguardarla del frío y de la humedad. Pero no era muy grande. Había una bandeja de latón colocada sobre patas plegables de ébano, un brasero de carbón y una cama hecha de pieles de cordero, con un colchón de terciopelo y varias almohadas de seda. Dos pequeñas lámparas de cristal pendían de cadenas sujetas a los postes de la tienda.

El viejo soldado volvió para traerle comida: pedacitos de cordero asado con pimienta y cebolla, sazonados con romero y unas gotas de aceite de oliva, y servidos sobre una capa de arroz con azafrán. Como acompañamiento, una pequeña y espesa hogaza de pan, acabado de cocer sobre las brasas de la fogata, una bota de agua fría de un riachuelo cercano, perfumada con esencia de naranja y cinamomo, y dos manzanas maduras. Dio las gracias al soldado. Al preguntar por el príncipe, aquél le dijo que estaba comiendo con sus hombres.

Compadeciéndose un poco, Teadora se dispuso a cenar sola. Hacía tiempo que había superado su irritación contra el príncipe Murat. Hoy, cuando él había tropezado al transportarla, había sentido los latidos de su corazón y se había reído de alegría al pensar que todavía se interesaba por ella. De pronto, todos los viejos sentimientos salieron a la superficie, sorprendiéndola con su intensidad.

Hacía varios años que no compartía la cama de Orján y, aunque su marido la había excitado una vez físicamente, solamente sus propias fantasías habían impedido que se volviese loca. En su vejez, y en su desesperado intento de conservar su potencia, Orján se había inclinado hacia la perversión. La última vez que Teadora había compartido su cama, él había incluido una virgen de diez años de la cuenca del Nilo, una niña de piel dorada y hermosos ojos de ónix. Orján había obligado a Teadora a estimular sexualmente a la niña, mientras él observaba y se excitaba. Después había desflorado brutalmente a la llorosa víctima, mientras Teadora vomitaba el contenido de su estómago sobre la cama. Y nunca más, para su gran alivio, se le había ordenado compartir el lecho de su señor. Si se lo hubiesen pedido, habría preferido la muerte a repetir una experiencia parecida.

Al recordar las horas preciosas que había pasado en el huerto con Murat, le parecía que era la única vez en su vida que había sentido ternura en un hombre. ¿Se habría mostrado tan tierno si hubiese sido su marido? Nunca lo sabría. Teadora se lamió reflexivamente los dedos. Después se los lavó en un pequeño aguamanil de cobre, tomó una manzana y la mordió.

– ¿Te ha gustado la cena?

Ella levantó la cabeza, sorprendida, y vio que Murat había entrado en la tienda.

– Sí -respondió-, pero he estado muy sola. ¿Por qué no has comido conmigo?

– ¿Con una mujer? ¿Comer con una mujer? ¿Le dio alguna vez a mi padre por comer con sus mujeres?

– ¡Claro que no! Pero esto es diferente. Yo soy la única mujer aquí, y ni siquiera tengo una esclava que me haga compañía. Tú eres la única persona noble que me era asequible.

El rió entre dientes, recobrando su buen humor.

– Ya veo. Tú sólo quieres mi compañía porque ambos somos príncipes. No sabía que fueses tan presuntuosa, Adora.

– ¡No! ¡No! Me interpretas mal -protestó ella, ruborizándose.

– Entonces, explícate -la pinchó Murat, arrodillándose entre los cojines delante de ella.

Teadora levantó la cara adorable y le miró.

– Quería decir que, ya que nuestra situación es informal, pensé que habrías podido hacerme compañía mientras cenaba.

Él la miró a su vez, con sus ojos negros como el azabache, y antes de que la joven pudiese darse cuenta de lo que sucedía, la atrajo hacia sí y empezó a besarla. El mundo que la rodeaba estalló en un millón de centelleantes pedazos. ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! ¡Su boca era tan dulce! El beso era tierno y, sin embargo, apasionado al mismo tiempo. Durante un minuto, ella se entregó por completo, saboreando su calor y su dulzura. Había pasado tanto tiempo, ¡tanto tiempo!

Entonces, al recobrar su peso, echó la cabeza atrás y murmuró frenéticamente:

– ¡No, Murat! Por favor, ¡no! ¡Esto está mal!

Él levantó la mano y enredó los dedos en los cabellos oscuros.

– Cállate, mi dulce Adora -le ordenó, y su boca volvió a apoderarse de la de ella. Pero esta vez la besó afanosamente, quemándole los labios, exigiendo salvajemente su completa rendición. Incapaz de dominar el deseo que crecía en su interior, ella levantó los brazos, le rodeó el cuello y lo atrajo entre los almohadones.

El tiempo perdió todo significado para Adora. Sabía que lo que hacían era contrario a los preceptos de sus dos religiones; pero se necesitaban tanto, recíprocamente, que aquel hambre furiosa borraba de sus mentes todo lo demás. Ella sabía que Murat le había desabrochado completamente la blusa, pues sus labios le recorrían ahora libremente la garganta, moviéndose hacia abajo hasta los senos y chupando hambriento los pezones hasta causarle un dolor intenso.

Él encontró el camino debajo de la seda del holgado pantalón y la acarició entre los muslos temblorosos, encontrando húmeda la piel por el ardiente deseo. Su mano la incitó delicadamente, y ella se estremeció bajo su tacto y prorrumpió en un grave sollozo cuando él introdujo dos dedos en su cuerpo. Se arqueó y se estiró, buscando desesperadamente, buscando una satisfacción que parecía no poder llegar.

– Calma, mi dulce Adora -la apaciguó él-; no te afanes tanto, mi amor. Lo que tiene que ser, será. -La estaba besando de nuevo, pero, esta vez, arrimó los labios a su oído y murmuró dulcemente-: Te quiero, Adora, pero como quiere un hombre a una mujer. Basta de juegos de amantes. Quiero penetrar en tu dulzura, gritar de alegría por el hermoso acto que realizaremos juntos.

Teadora se estremeció, flaqueando, y él le mordisqueó el pequeño lóbulo de la oreja.

– Abre las piernas, Adora. Estoy ardiendo por poseerte, mi adorable ramera bizantina. Deja que pruebe las delicias que has dado de buen grado a mi amartelado padre y a tu pirata griego.

Ella se quedó helada, incapaz de creer lo que acababa de oír.

– Yo seré para ti, mi paloma, un amante mejor que cualquiera de ellos -prosiguió brutalmente él.

De pronto, aulló de dolor cuando la rodilla de la joven le alcanzó el bajo vientre. Teadora se levantó, echando un fuego amatista por los ojos, abrochándose frenéticamente la blusa, tratando desesperadamente de contener las lágrimas que ya rodaban por sus mejillas.

– Aunque Halil es el gozo de mi vida, nunca fui de buen grado a la cama de tu padre -le espetó, furiosa-. Y aunque esto no es de tu incumbencia, ¡Alejandro no fue jamás mi amante! A diferencia de vosotros, malditos otomanos, que consideráis que la utilidad de la mujer está limitada a la cama del hombre, los griegos admiran a las mujeres inteligentes. No temen, como pareces temerlo tú, que una mujer ilustrada pueda convertirlos en impotentes. Y en cuanto a mi propia inteligencia, empiezo a dudar de que la tenga. Porque si la tuviese, ¿cómo hubiese podido creer que me apreciabas como antaño? -Ahora estaba llorando a lágrima viva, sin preocuparse de su aspecto-. ¡Te odio! Sal de mi tienda o empezaré a gritar. ¡Los soldados de tu padre no vacilarán en matar al violador de la esposa del sultán! -Y le volvió la espalda.

El se levantó despacio, empleando la mesa de latón para conservar el equilibrio. Por un momento lo invadió una oleada de vértigo, sucesiva al dolor; pero respiró despacio, profundamente, y su cabeza se despejó.

– Teadora. Perdóname, paloma.

– ¡Vete!

– Te he deseado ardientemente desde el día en que te vi caer del muro de tu convento. Estuve físicamente enfermo cuando te convertiste en esposa de mi padre. Ayer, al llegar a Focea, me encontré con que aquel engreído pirata te cortejaba abiertamente.

– Y presumiste que me había comportado como una ramera. ¡Nunca te perdonaré! ¡Nunca! ¡Vete!

– Pensé que eras como tus hermanas.

– ¡Vete!

– Mi padre es viejo, Adora. Pronto irá a reunirse con sus antepasados, y yo pediré tu mano, como prometí hace tanto tiempo.

– ¡Antes moriría que entregarme a ti!

El rió roncamente.

– No, no lo creo, paloma. Hace solo un momento eras como una perra en celo. Vendrás a mí cuando yo lo ordene.

Giró sobre sus talones y salió de la tienda.

Teadora apretó los puños con fuerza. ¡Él tenía razón! ¡Que Dios lo maldijera, pero tenía razón! Teadora lo deseaba tanto como Murat a ella. Y hundida entre los cojines, lloró lágrimas amargas.

CAPÍTULO 11

Orján, el sultán, miró a su tercera esposa. Se ponía particularmente bella cuando se enfurecía. Casi lamentó no poder funcionar ya con ella como hombre. Mantuvo impasible el semblante, aunque estaba sumamente divertido. No había otra mujer en su harén que se atreviese a levantarle la voz y, aunque la castigaría por ello, admiraba su valor.

Alzó la mano y la descargó contra su mejilla con suficiente fuerza para dejar una huella.

– ¡Cállate, Adora! Halil es también hijo mío; pero, ahora que he descubierto que tu hermana Elena está detrás de este secuestro, no pagaré otro dinar a ese pirata griego. -¿Vais a abandonar a mi hijo?

– No, querida, no pienso abandonar a Halil. Y de nuevo te recuerdo que también es hijo mío. Ya que tu hermana fue lo bastante imprudente para tratar de atacarme valiéndose de mi esposa y de mi hijo, creo que Bizancio debe pagar el resto del rescate. También te diré que, si Alejandro Magno no fuese tan codicioso, tú y Halil estaríais ahora muertos. Tu hermana quería que os asesinase, pero él sabía que no podría pagarle y decidió que le seríais de mayor provecho vivos que muertos. Un hombre inteligente, ese pirata.

Teadora tenía desorbitados los ojos por la impresión.

– Pero ¿por qué, mi señor? ¿Por qué quiere mi hermana vernos muertos a mí y a su inocente sobrino? Yo nunca la he perjudicado.

Orján rodeó con un brazo amable la cintura de su esposa y sacudió cansadamente la cabeza. ¡Pobre Adora! Había estado demasiado protegida. Ya era hora de que madurase. Si no lo hacía, temía por su seguridad después de que él muriese.

– Tu hermana esperaba que tu muerte y la de Halil ocasionasen la mía. Después trataría de fomentar la discordia entre Solimán y Murat. Cuando éstos se hubiesen destruido, sólo quedaría mi pobre hijo loco, Ibrahim. Aunque nuestras leyes prohíben que hereden los mental o físicamente incapaces, alguien coronaría a Ibrahim y se valdría de él. Tu hermana lo sabe. Y la agitación dentro de nuestro reino otomano conviene a Bizancio.

– Por consiguiente, obligaréis a Juan Paleólogo a pagar el resto del rescate de Halil. Tendrá que hacerlo, desde luego, porque nosotros somos mucho más poderosos que él.

El sultán sonrió, al observar que había empleado la palabra «nosotros». Teadora prosiguió.

– Pero yo castigaría a mi hermana por lo que ha tratado de hacer.

– ¿Y qué harías tú, querida?

– Elena tiene dos hijos, mi señor, pero sólo una hija, a la que adora. Mi sobrina, Alexis, tiene la misma edad que nuestro hijo Halil. En su correspondencia conmigo, Elena se ha jactado a menudo de la belleza rubia de la niña. Mi hermana espera casarla con alguien de la Casa de Saboya o de la real Casa de Moscovia. También le ha gustado, como sabéis, burlarse de nuestro matrimonio, porque yo soy cristiana y vos, mi señor, sois musulmán. ¿Y si pidiésemos a la princesa Alexis como esposa de nuestro hijo, el príncipe Halil? Elena no se atrevería a negarse, por miedo de que la destruyésemos.

El sultán rió entre dientes. Tal vez, a fin de cuentas, no tendría que preocuparse por su pequeña Teadora. Su aspecto era muy engañoso.

– Eres diabólica, querida -asintió, satisfecho.

Ella lo miró directamente, casi con dureza.

– Los dos veneramos el mismo libro sagrado, mi señor. ¿No dice la Biblia «ojo por ojo»?

El asintió despacio con la cabeza.

– Se hará como tú sugieres, Adora, e incluso pediré tu consejo en esta delicada negociación, ya que es evidente que conoces a la emperatriz y a su esposo más de lo que yo había sospechado.

Así, los ciudadanos del tambaleante Imperio de Bizancio se encontraron con que su nuevo emperador, Juan Paleólogo, estaba a merced del sultán tanto como lo había estado el viejo emperador Juan Cantacuceno. Orján se mostró inflexible. El joven emperador no solamente tenía que pagar los restantes cincuenta mil ducados de oro del rescate del príncipe Halil, sino que también debía ir personalmente a Focea, para escoltar al muchacho hasta Bursa.

La emperatriz Elena se enfureció, frustrada y ofendida. Apenas había la mitad de aquella suma en todo el tesoro real, y ello gracias a los impuestos que acababan de percibir por la fuerza de la ya abrumada población. Habría que vender las joyas que la emperatriz había obtenido cuidadosamente de sus amantes. Hacía muchos años que las joyas reales no eran más que imitaciones.

Elena persuadió a su atribulado esposo de poner sitio a Focea en vez de pagar el rescate. Tanto Orján como Teadora encontraron divertida la acción del emperador y el desesperado intento de Elena de conservar sus joyas. Sabía que Halil estaría a salvo con Alejandro, y Orján aseguró al pirata que el rescate sería pagado. El sultán aprovechó la ausencia de las fuerzas bizantinas de Tracia como invitación a invadirla hasta más lejos. Esta invasión no tropezó virtualmente con la menor resistencia. En realidad, la población local más bien recibió a los turcos como liberadores, harta de servidumbre bajo los codiciosos señores locales.

Avisado de esta actitud por su esposa, el emperador se apresuró a volver a Constantinopla, sólo para que el sultán lo enviara de nuevo a Focea. Fatigado, sintiéndose como una lanzadera más que como un hombre, Juan Paleólogo puso nuevamente rumbo a Focea…, y allí se encontró con que su flota había levantado el asedio y no estaba dispuesta a continuarlo.

El emperador, desesperado, pidió clemencia a Orján. El sultán otomano era reconocido ahora como superior del infeliz emperador, y permaneció firme: había que pagar el rescate Corría ahora el año 1359, y Juan acudió humildemente a SL señor en Scutari, como un vasallo que pidiera perdón a su soberano. Allí se le dijo que debía pagar el rescate, aumentado ahora con una multa de cinco mil ducados. También tuvo que aceptar el statu quo en Tracia y dar a su única hija, Alexis, como esposa al príncipe Halil. El emperador accedió, llorando amargamente. No tenía alternativa.

Pero la emperatriz era harina de otro costal. Elena casi derribó a gritos su palacio. Se mesaba los largos y rubios cabellos. Arrojaba al suelo cuanto se ponía al alcance de su mano y azotaba a las esclavas lo bastante desdichadas para acercarse a ella. Los ingenios de la corte dijeron que no se podía saber de fijo lo que más lamentaba la emperatriz: si la pérdida de sus joyas o la pérdida de Moscovia, pues casi habían terminado las negociaciones para el noviazgo de Alexis con el heredero del zar.

Sin embargo, los que estaban más cerca de la emperatriz se dieron cuenta de que adoraba a su única hija. Sabiendo esto, el emperador quitó rápidamente a Alexis del cuidado de su madre. Elena protestó.

– No permitas que vaya al encuentro del infiel -suplicó a su marido-. ¡Oh, Dios mío! ¡Esto es obra de la zorra de mi hermana! ¡La ramera del otomano se ha vengado al fin de mí, haciendo que mi adorada hija se rebaje tanto como ella!

El buen carácter acostumbrado de Juan Paleólogo se evaporó, y golpeó tan fuerte a su esposa que ésta cayó al suelo, sangrando por la boca.

– Tu hermana Teadora -dijo en tono grave y pausado-es una mujer buena y honrada. Se casó según el rito de nuestra Iglesia, por lo que difícilmente se la puede llamar ramera. Además, de no ser por su gran sacrificio, tu padre no habría sido capaz de resistir tanto tiempo contra las fuerzas de mi madre. Y tú, mi querida esposa, no serías emperatriz. Teadora practica diariamente su fe. Redime cautivos cristianos y los envía a lugar seguro. Es leal y fiel a su marido. Francamente, Alexis estará más segura en la corte de Orján que en ésta.

– Pero tendrá que compartir al príncipe Halil con otras, cuando sean lo bastante mayores para saber lo que es el matrimonio -gimió Elena.

Una sonrisa sarcástica iluminó los labios del emperador Juan.

– Yo te comparto con otros muchos, querida, y he sobrevivido -dijo a media voz.

Obligada a guardar silencio, la emperatriz nada podía hacer, salvo seguir preparando la boda de su hija. El emperador regresó a Focea y pagó los cincuenta mil ducados venecianos de oro a Alejandro Magno. Juan sufrió otra humillación al tener que esperar a que se pesara el oro antes de que le entregaran su sobrino. Al fin emprendió el viaje por mar y después por tierra hasta Nicea, donde tenían que celebrarse los esponsales.

La emperatriz había intentado impedir la boda de su hija, pero el emperador dejó bien claro que solamente la muerte de Elena se consideraría una excusa válida para su ausencia. Después de todos aquellos años de burlarse de su hermana, Elena tendría al fin que enfrentarse con Teadora… y en el territorio de su hermana. Se estremeció. No esperaba que Tea fuese compasiva: si sus posiciones hubiesen estado invertidas, ella no lo habría sido.

Aunque parezca extraño, la princesita Alexis estaba encantada de casarse con su primo, un chico de su edad.

– Podría haberte hecho reina de Moscovia o duquesa de Saboya -suspiró Elena.

– Pero Saboya y Moscovia están muy lejos, madre -replicó la niña-. Dicen que el sol brilla raras veces en el frío norte. Prefiero casarme con mi primo Halil y estar cerca de ti y de mi padre.

Elena ocultó las lágrimas a su hija. ¡La pequeña era tan dulce! Seguramente, Tea lo vería y no descargaría su venganza sobre una criatura inocente. Elena se preguntó si habría sido ella tan amable, de encontrarse en el puesto de su hermana. Como sabía la respuesta, se estremeció de nuevo.

Las pocas semanas que faltaban transcurrieron rápidamente y llegó la hora de que Alexis de Bizancio fuese llevada a Nicea. Acompañada de su madre, sus dos hermanos, Andrónico y Manuel, y miembros de la corte real, fue trasladada a fuerza de remos a través del mar de Mármara hasta Asia.

La galera que la llevó había sido totalmente revestida de pan de oro. Los remos eran plateados y tenían las palas de laca escarlata. La cubierta de la galera nupcial era de ébano perfectamente pulido. Los remeros eran jóvenes negros y norteños de piel blanca, perfectamente emparejados. Los negros llevaban pantalón de satén dorado largo hasta los tobillos, mientras que los norteños rubios y de ojos azules vestían pantalones de satén de color púrpura. Todos habían sido escogidos por la emperatriz en persona. Si tenía que ser humillada y ofendida por su joven hermana, pensó Elena, necesitaría que la consolasen.

Dejó que sus ojos recorriesen las anchas y jóvenes espaldas, cuyos músculos ondeaban suavemente, y consideró el efecto estético de la piel negra y lisa contra su propia blancura, y de los musculosos muslos dorados contra sus largas y blancas piernas. Un reciente amante había comparado sus piernas a columnas de mármol perfectamente gemelas, descripción que encontraba tan original como satisfactoria.

Se estiró lánguidamente y se hundió más en los cojines de seda. Alexis, espléndida en su traje de novia, se había dormido. La emperatriz la dejó descansar. El día era cálido, especialmente aquí, sobre el agua, y Elena agradeció el toldo que las protegía. Estaba sostenido por cuatro postes tallados con criaturas mitológicas: dragones, unicornios, grifos, fénix, todas pintadas con máximo realismo. El propio toldo era a rayas de plata y azul. Las cortinas, ahora descorridas y sujetadas con cuerdas con borlas de oro, eran de seda azul celeste y verde mar.

Elena había estado dando cabezadas durante lo que sólo pareció un minuto, antes de que la voz del timonel anunciase detrás de ella:

– Nos acercamos a la orilla opuesta, Santa Majestad.

Ella abrió los ojos. Alargó una mano y sacudió a su hija. La niña abrió también sus ojos azules.

– ¿Hemos llegado?

– Casi, mi amor. Yo debo estar ahora fuera y correré las cortinas. ¿Recordarás tu papel?

– Sí, madre.

Elena miró una vez más a su hija. El traje de la niña era de seda escarlata, con mangas largas y estrechas abrochadas con perlas desde la muñeca hasta el codo. La capa era de tisú de oro con el águila bicéfala de Bizancio bordada con hilos escarlata. Llevaba suelto sobre los hombros el cabello rubio y, en la cabeza, una redecilla perla y oro. La emperatriz dio un beso en la mejilla a su hija y se levantó, para salir de debajo del toldo. Corrió las cortinas a sus espaldas.

Ella misma tenía un aspecto asombroso. Su traje de manga larga era de seda blanca, bordado en plata. Los botones, que parecían diamantes redondos, eran en realidad magníficas imitaciones. La capa de la emperatriz, como la de su hija, era de tisú de oro, pero el águila bicéfala de la de Elena estaba bordada con hilos de plata y diminutos brillantes. Sus hermosos cabellos rubios estaban partidos por la mitad y peinados en cuatro trenzas, dos a cada lado de la cabeza, enrolladas alrededor de las orejas y sujetas con redecillas de plata, un velo de gasa plateada pendía de una pequeña corona de oro. La emperatriz de Bizancio tenía un aspecto impresionante, erguida majestuosamente en la proa de la galera real que se deslizaba con suavidad hacia el amarradero.

Oficiales de la corte del sultán la saludaron efusivamente y la escoltaron hacia una litera que estaba esperando. Después de sentarse en el interior, miró Elena a través de las cortinas y vio que varias docenas de eunucos subían a la galera real. Descorrieron las cortinas y el primer eunuco blanco del sultán, Alí Yahya, ayudó a salir a Alexis. La princesita fue inmediatamente rodeada por los eunucos, velada y conducida en una segunda litera, cuyas cortinas fueron corridas herméticamente. La litera quedó rodeada de soldados, eunucos y un enjambre de chiquillos desnudos, que saltaban y bailaban y cantaban canciones de bienvenida y arrojaban monedas de oro y confites a las multitudes a lo largo del trayecto. Y la comitiva entró en Nicea.

La ceremonia de la boda cristiana se había celebrado discretamente, por poderes, antes de que la novia saliera de Constantinopla. Ahora, mientras recorrían la pequeña distancia en el interior de la ciudad, se estaba celebrando la ceremonia musulmana. La asistencia de la novia era innecesaria. Por consiguiente, cuando la princesa de ocho años llegó al palacio en Nicea, era ya una mujer casada.

Se celebraban dos banquetes nupciales separados. El sultán Orján y sus hijos Murat y Halil obsequiaban a los hombres. La princesa Teadora era la anfitriona de las mujeres.

De las otras esposas del sultán, sólo Anastasia estaría presente, pues Nilufer estaba de luto riguroso. Su hijo mayor, Solimán, había muerto unos meses antes, de una caída de caballo mientras cazaba con halcón. El triste accidente había elevado a Murat a la posición indiscutida de heredero del trono otomano.

Cuando las literas llegaron al patio del harén, Teadora apareció en lo alto de la pequeña escalinata. Y al salir la niña de su litera, la esposa más joven del sultán bajó corriendo los peldaños y, arrodillándose, envolvió a la pequeña con sus suaves brazos.

– Sé bienvenida, mi querida Alexis. Soy tu tía Teadora. -Soltó a la niña y, sujetándola ligeramente de los hombros, la echó un poco atrás y le quitó el velo. Teadora sonrió-. ¡Oh, pequeña, cuánto te pareces a mi madre, tu abuela Zoé! Pero apuesto a que te lo habrán dicho muchas veces.

– Nunca, señora tía -fue la respuesta.

– ¿Nunca?

– No, señora. Dicen que me parezco a mi madre.

– Un poco. Pero la expresión de tu madre nunca fue dulce como la tuya, Alexis. En cambio, nuestra madre fue siempre muy amable. Por consiguiente, creo que te pareces más a ella.

– Bueno, hermana, veo que todavía hablas con franqueza. ¿No tienes una palabra de bienvenida para mí?

La esposa más joven del sultán se levantó y miró a su hermana después de aquellos años de separación. Elena tenía cuatro más que Teadora y su carácter descuidado empezaba a traslucirse en su bello semblante. Parecía diez años mayor que su hermana. Era bajita, rolliza, voluptuosa y rubia, mientras que Teadora era alta, esbelta y de cabellos oscuros. Y así como Teadora conservaba un aire inocente, conmovedor y juvenil, el de Elena era de mujer experta y tan antiguo como Eva.

Durante un breve e incómodo instante, Elena sintió de nuevo quién era más joven, como le había ocurrido a menudo con Teadora cuando ambas eran unas niñas. Vio un brillo regocijado y malicioso en los ojos amatista, mientras la voz grave y educada le decía:

– Bienvenida al nuevo imperio, hermana mía. Me alegro mucho de verte, sobre todo en una ocasión tan alegre.

Asió del brazo a Elena y la condujo al harén, donde estaban esperando las otras invitadas. Los eunucos se llevaron a la pequeña novia, para presentarla a su marido y al sultán antes de devolverla a las mujeres.

Cuando hubo salido su hija, Elena dijo a su hermana, en tono apremiante:

– Tea, quisiera hablar en privado contigo antes de que vuelva Alexis.

– Ven conmigo -fue la respuesta.

Y la emperatriz de Bizancio siguió a la esposa del sultán a una cámara privada, donde ambas se sentaron a una mesa baja, cara a cara.

– Traed zumo de frutas y pasteles de miel -ordenó Teadora. Y en cuanto las esclavas hubieron cumplido la orden, las despidió y, mirando fijamente a su hermana, preguntó-: ¿Y bien, Elena?

La emperatriz vaciló. Tragó saliva y dijo:

– No hemos sido muy amigas desde nuestra infancia, hermana.

– Nunca lo fuimos, hermana -fue la rápida respuesta-. Siempre estabas zahiriéndome con el hecho de que un día serías emperatriz de Bizancio, mientras que yo no sería más que la concubina del «infiel».

– ¡Y por esto te vengas ahora sometiendo a mi amada hija a esta farsa matrimonial! -gritó Elena.

– ¡Tú has tenido la culpa, hermana! -saltó Teadora, perdida ya la paciencia-. Si no hubiese tratado de que Halil y yo fuésemos asesinados, tu hija habría podido ser reina de Moscovia. ¡Dios mío, Elena! ¿Cómo pudiste? ¿Creíste realmente que podías destruir al otomano con esta perfidia? El imperio de Constantino y Justiniano es como un hombre moribundo, hermana, mientras que el de Osmán el Turco es como un muchacho vigoroso. Nosotros somos el futuro, tanto si te gusta como si no, Elena. No puedes destruirnos matando a una mujer y a un niño. Temo que Orján está llegando al término de su vida, pero el príncipe Murat será un poderoso sultán, te lo aseguro.

– ¿Por qué habría de ser Murat sultán, Tea? Si Orján prefiriese a Halil… -La emperatriz hizo una pausa momentánea, después prosiguió-: Con una madre cristiana y una esposa cristiana, Halil podría convertirse fácilmente al cristianismo, y con él, ¡todo su imperio! ¡Dios mío, Tea! Seríamos santificadas por haber concertado este matrimonio.

Teadora lanzó una carcajada y siguió riendo hasta que perdió la fuerza y sus ojos se llenaron de lágrimas. Por fin dijo:

– Elena, no has cambiado. ¡Eres tan tonta como siempre! Para empezar, Halil está lisiado, y doy gracias a Dios por ello. De lo contrario, lo primero que haría su medio hermano al convertirse en sultán sería ordenar su muerte. Si Halil no tuviese ningún defecto podría gobernar, pero la ley no permite un sultán física o mentalmente incapaz. Mi hijo está lisiado y el de Anastasia está loco. Mi señor Orján sólo tiene a Murat.

– Y al hijo de Murat -dijo Elena.

Teadora dio gracias a Dios por estar sentada, pues, de otro modo se había desmayado.

– Murat no tiene ningún hijo -replicó, con voz sorprendentemente tranquila.

– Sí que lo tiene, querida -murmuró enérgicamente Elena-. Lo parió la hija de un sacerdote griego en Gallípoli, hace algunos años. El príncipe no lo reconocerá oficialmente, porque la reputación de la joven no es tan pura como cabría esperar de la hija de un santo varón. Pero ésta tiene valor. Ha llamado Cuntuz al niño y no permite que sea bautizado, diciendo que es musulmán como su padre.

Teadora guardó silencio unos momentos, para tranquilizarse. Por fin, preguntó:

– ¿Era de esto de lo que querías hablarme en privado, Elena?

– ¡No! ¡No! ¿A quién le importan las mujeres con quienes se acueste el príncipe? Se trata de mi hija. Por favor, Tea, ¡sé buena con ella! Haré todo lo que quieras con tal de asegurarme de que tratarás bien a Alexis. No hagas que nuestra enemistad recaiga sobre mi hija inocente, ¡te lo suplico!

– Como he dicho a menudo, Elena, eres todavía tonta, y me conoces muy poco. No tengo la menor intención de maltratar a Alexis. Será como una hija para mí. Recordarás que nunca fui rencorosa con los demás. -Teadora se levantó-. Ven conmigo, hermana; las otras están esperando nuestra llegada para empezar el festín.

Condujo a Elena al salón del banquete, dentro del harén, donde estaban esperando Anastasia y las otras mujeres de la casa.

Allí estaban las hijas del sultán y las hijas de éstas. Estaban las viejas hermanas del sultán y sus primas y toda la descendencia femenina. Estaban sus favoritas y aquellas que todavía esperaban llamarle la atención. Estaban las mujeres de la corte bizantina que habían acompañado a la emperatriz y a su hija. En total, se reunieron más de cien hembras en el banquete de boda de la novia. Teadora presentó su hermana a las pocas que eran lo bastante importantes para merecer la presentación de la emperatriz de Bizancio. Cuando hubo terminado de hacerlo, Alexis fue introducida en el salón.

La pequeña novia fue conducida a su suegra, la cual la besó en ambas mejillas antes de hacer ademán a los eunucos de que la levantasen sobre una mesa donde todas pudieran verla. Allí, en presencia de las otras mujeres, la novia fue despojada de sus prendas bizantinas y vestida al estilo turco. Solamente entonces empezó el festín.

Cuando éste hubo terminado, varias horas más tarde, llego el príncipe Halil, acompañado de su padre. Junto con Teadora, ambos escoltaron a la princesa Alexis hasta el convento de Santa Ana, donde viviría durante los siguientes años.

Al día siguiente, el emperador Juan y sus dos hijos, el príncipe Andónico y el príncipe Manuel, se arrodillaron delante del sultán Orján y renovaron el juramento de vasallaje a su señor. Después, los bizantinos regresaron a Constantinopla y 'a familia real otomana volvió a Bursa.

CAPÍTULO 12

Teadora yacía en el mundo crepuscular entre el sueño y X la vigilia. Percibió el ruido lejano de pies que corrían y golpes en las puertas de sus habitaciones, cada vez más apremiantes. Entonces, Iris la sacudió de un hombro. Teadora la rechazó, gruñendo adormilada, pero Iris insistió. -¡Señora, despertad! ¡Debéis hacerlo! Poco a poco se despejó la niebla y Teadora se despertó a medias.

– ¿Qué pasa, Iris?

– Un recado de Alí Yahya, mi princesa. El sultán está muy enfermo. Aunque los médicos no lo han dicho, Alí Yahya cree que el sultán Orján se está muriendo.

Teadora estaba ahora completamente despierta. Se incorporó y preguntó:

– ¿Ha enviado él a buscarme?

– No, mi señora, pero será mejor que estéis preparada cuando os llame.

Con ayuda de Iris, Teadora se vistió rápidamente. Todavía era de noche cuando empezó a pasear inquieta por su antecámara. Cuando las esclavas hubieron encendido un buen fuego en el hogar revestido de azulejos de un rincón, las envió de nuevo a la cama. Teadora prefería velar a solas. Por fin vino Alí Yahya a buscarla y, tomando una capa de seda roja forrada de marta, ella lo siguió en silencio a las habitaciones del sultán.


La cámara mortuoria estaba llena de médicos, los mullahs, funcionarios del gobierno y militares. Teadora se quedó quieta, asiendo la mano de Nilufer, la madre de Murat, en un esfuerzo por consolarla. Nilufer, esposa del sultán durante tantos años, amaba realmente a Orján.

Anastasia, encorvada y destrozada desde el suicidio de su hijo Ibrahim hacía solamente unas semanas, permanecía sola, mirando al vacío. Los dos príncipes estaban junto al lecho de su padre, apoyando Murat el brazo en los hombros del joven Halil.

Las mujeres se acercaron a la cama. El sultán yacía inmóvil, evidentemente drogado y sin sentir dolor. El antaño poderoso Orján, hijo de Osmán, se había encogido y parecía un frágil fragmento de su antigua persona. Sólo sus ojos negros estaban animados al recorrer con la mirada a los miembros de su familia. Así, miró a Anastasia y murmuró:

– Hay una que pronto se reunirá conmigo en la muerte. -Miró a las otras dos mujeres-. Tú fuiste la alegría de mi juventud, Nilufer. Y tú, Adora, la alegría de mi vejez. -Después se fijó en Murat-. ¡Guarda al muchacho! No representa ningún peligro para ti y pronto te será muy valioso.

– Lo juro, padre -dijo Murat.

Orján se esforzó por incorporarse. Los esclavos amontonaron almohadas detrás de él. Sufrió un acceso de tos y su voz sonó perceptiblemente más débil cuando dijo:

– ¡No ceses hasta que Constantinopla sea tuya! ¡Es la llave de todo! No puedes conservar con éxito todo lo demás sin ella. La mente ágil de Halil te ayudará. ¿Verdad que sí, hijo mío?

– ¡Sí, padre! Seré la más fiel mano derecha de Murat… y también sus ojos y oídos -declaró el chico.

La sombra de una sonrisa tembló en los labios de Orján. Después miró más allá de su familia a un sitio en el fondo de la habitación.

– Todavía no, amiga mía -dijo, en voz tan baja que Teadora no estuvo segura de haberlo oído bien.

Las lámparas parpadearon misteriosamente y un olor a almizcle, el perfume predilecto de Orján, llenó la estancia.

El jefe mullah se acercó a la cama del sultán.

– Todavía no habéis nombrado a vuestro heredero, Majestad. No sería justo que nos abandonaseis sin hacerlo.

– ¡Murat! Murat es mi sucesor -jadeó Orján, y otro acceso de tos sacudió su frágil cuerpo.

El jefe mullah se volvió a los reunidos y levantó las manos, con las palmas hacia arriba y hacia fuera.

– El sultán Orján, hijo de Osmán, sultán de los Gazi, Gazi hijo de Gazi, ha proclamado a su hijo Murat como su heredero.

– ¡Murat! -aclamaron a su vez los reunidos.

Y entonces, como por una decisión unánime, salieron todos en silencio de la habitación, para dejar al moribundo con sus esposas y sus hijos. El silencio era espantoso. Para calmar sus nervios, Teadora miró alrededor, bajando las pestañas. La pobre Anastasia estaba en pie, mirando al vacío. Nilufer, que había nacido cristiana, rezaba en voz baja por el hombre a quien había amado. Halil restregaba los pies con nervioso tedio.

Entonces Teadora miró a Murat y se tambaleó al ver que él la observaba fijamente. Se ruborizó y el corazón le latió con fuerza en los oídos, y sin embargo, no pudo apartar los ojos de la cara de él, con su sonrisa débilmente burlona.

El súbito movimiento del sultán rompió la tensión establecida entre ellos. Orján se incorporó en la cama y dijo:

– ¡Hazrael, ya voy!

Y cayó hacia atrás, extinguida la vida en sus ojos negros. Murat alargó una mano y cerró delicadamente los ojos de su padre. Nilufer rodeó a Anastasia con un brazo y la condujo fuera de la cámara mortuoria.

El joven Halil se arrodilló delante de su hermano, puso las manitas en las manazas de Murat y dijo:

– Yo, Halil Bey, hijo de Orján y Teadora, soy tu vasallo, sultán Murat. Te juro fidelidad total.

El nuevo sultán levantó a su hermano y, depositando el beso de la paz en la frente del muchacho, lo hizo salir de la habitación. Después se volvió a Teadora y ésta tembló bajo su mirada ardiente.

– Tenéis un mes para llorar a vuestro marido, señora. Terminado este tiempo, ingresaréis en mi harén.

Ella se quedó asombrada por su audacia. El padre acababa de morir y el hijo la codiciaba ya.

– ¡Soy una mujer nacida libre! ¡Soy princesa de Bizancio! No puedes obligarme a ser tu esposa y, desde luego, ¡no lo seré!

– Como sabes muy bien, no necesito tu consentimiento. Y no te he pedido que seas mi esposa. Sólo he dicho que ingresarás en mi harén. El emperador no se atreverá a negarse. También lo sabes.

– No soy ninguna esclava para estar lisonjeramente agradecida por tus favores -le escupió ella.

– No. No lo eres. Una esclava tiene un valor. Hasta ahora, tú no me has demostrado que lo tengas.

Durante un instante, ella se quedó sin habla por la indignación. Él la había amado antaño. Estaba segura de ello. Sin embargo, ahora sólo parecía querer ofenderla. Sus dardos brutales iban dirigidos contra su corazón y su orgullo.

Se dio cuenta, tristemente, de que, contra toda lógica, él la hacía responsable de todo lo que había pasado entre ella y Orján. Quería que fuese una hembra mansa y complaciente… y sin embargo, ¡había esperado que desafiase a su padre! ¿Acaso no comprendía que no había tenido alternativa?

No estaba dispuesta a que la destrozasen. Pretendía casarse de nuevo y hacerlo con un hombre que la amase y le diese más hijos. Teadora no pasaría el resto de su vida luchando contra los fantasmas de Murat. Fijó en él los ojos amatista y dijo pausadamente, con la mayor dignidad:

– Una vez me llamaste ramera bizantina, pero no lo soy, como sabes muy bien. Quisiste tratarme como a tal, pero no te dejé, sultán Murat. Me insultas diciéndome que debo ingresar en tu harén. No ingresaré en él, ni siquiera como esposa tuya. Diriges tu cólera contra mí por algo que, como débil mujer que soy, no pude evitar. -Y añadió, maliciosamente-: Serás más feliz si me alejas de tu pensamiento y llenas tu harén de vírgenes intactas.

– ¿Crees que jamás podré olvidarte, bruja de ojos violetas? -silbó él, adelantándose y agarrándola con fuerza.

Le clavó los dedos en la suave carne de los brazos. Ella se estremeció, casi llorando, pero negándose a darle esta satisfacción.

– Yací desnuda en los brazos de tu padre -le dijo, cruelmente-. Él conoció completamente mi cuerpo, de muchas maneras, como ningún otro hombre lo conoció jamás. Pero estaba en su derecho, ¡porque era mi marido!

Él alargó de pronto una mano y asió un grueso mechón de sus cabellos. Habiéndola sujetado de esta manera, la besó furiosamente, apretando con brutalidad la boca contra sus finos labios hasta hacerle daño. Ella levantó las manos y le arañó colérica la cara. Demasiado tarde se dio cuenta de su error. La rabia que brillaba en los ojos de Murat era difícil de reprimir. Se volvió para salir huyendo, pero la mano que le sujetaba los cabellos tiró de ella hacia atrás. Los ojos se enzarzaron en una batalla sin palabras. Él parecía casi loco de furor. La obligó a cruzar la habitación hasta hacerla caer de espaldas en el diván. Con un grito de espanto, ella comprendió lo que se proponía.

– ¡Dios mío, Murat! ¡Aquí no! ¡Por lo que más quieras, no!

– Él te arrebató de mí en vida. Dejemos ahora que sepa que yo te tomo en su cámara mortuoria, cuando aún no se ha enfriado su cuerpo -fue la bárbara respuesta.

Teadora luchó contra él como poseída por el diablo, pero todo fue inútil. Sintió que le levantaban la ropa por encima de la cintura y, entonces, una embestida brutal contra su cuerpo seco y frío, que le causó un dolor terrible.

– ¡No! ¡No! ¡No! -sollozó una y otra vez, pero él no la oía.

Entonces sintió crecer una tensión conocida en su interior y, horrorizada, reemprendió su lucha contra él. ¡Ella no debía sentir esto! ¡No bajo un ataque tan violento! Pero, impotente contra su propio cuerpo, se rindió al fin al éxtasis que la invadía y lanzó un grito en el momento de su mutuo desahogo. Él la soltó, con una sonrisa de satisfacción en su semblante; la levanto, la llevó hasta la puerta y, empujándola a través de ésta, dijo:

– Un mes, Adora.

La puerta de la cámara mortuoria de Orján se cerró detrás de ella, dejándola sola y temblorosa en el frío pasillo. Poco a poco, con los ojos secos, volvió tambaleándose a sus habitaciones y se dejó caer cansadamente en un sillón, delante del fuego que se estaba apagando.

Tenía un mes. Un mes para escapar de él. No sabía cómo iba a conseguirlo, pero encontraría una manera. Tendría que dejar a su hijo. Pero esta idea no la inquietaba. Halil pasaba ahora la mayor parte de su tiempo en su propia corte de Nicea, y estaba a salvo de todo mal, porque Murat lo quería.

Teadora debía volver a Constantinopla. Juan Paleólogo le daría asilo, aunque Elena se enfureciese. A pesar de que su cuñado era vasallo del caudillo otomano, la protegería.

Murat no haría nada por esta causa; al menos, no abiertamente. Su orgullo de turco no le permitiría entablar una guerra por una mujer y, si insistía demasiado en el asunto, podría llegar a ser de conocimiento público. El sultán Murat no se pondría en ridículo por perseguir a la arisca viuda de su padre, cuando podía tener a cualquier otra mujer.

La idea de burlarlo le parecía irresistible y rió entre dientes. Desde luego, él no esperaría una cosa así de ella. Siempre había menospreciado su inteligencia. Teadora sabía muy bien lo que esperaba de ella: que se acobardase y aguardase, impotente, a que él la llamase a su cama. Por un momento, se detuvo a pensar. Incluso ahora, después de lo de esta noche, lo amaba. Siempre lo había amado. Y ahora, al haber enviudado, al fin era libre de estar con él, de pertenecerle, de darle hijos. ¿Por qué tenía que huir de él? ¡Lo amaba!

Suspiró profundamente. El era arrogante, terco… y no podía perdonarle que no fuese virgen. No podía quedarse con él, porque sólo la dañaría. Y ella odiaría a cada joven hurí que mirase a Murat. No; era mucho mejor volver a Constantinopla.

Volvió a su cama y durmió, y se despertó con un plan de acción tan sencillo que se preguntó cómo no se le había ocurrido inmediatamente. Al día siguiente, después de que Orján fuese llevado a su tumba con gran acompañamiento, su viuda más joven visitó el convento de Santa Catalina para rezar por él.

Su litera se movía fácilmente por las calles de Bursa, completamente inadvertida y libre de guardias. Cada uno de los días que siguieron pasó parte de su tiempo en la iglesia del convento. En un par de ocasiones, envió la litera a palacio y volvió a pie, velado el semblante, como otras respetables mujeres de la ciudad. Entró por una parte del jardín poco utilizada.

Había acertado al creer que el sultán presumiría que había aceptado su orden. Y Murat estaba ahora demasiado ocupado con los asuntos de su gobierno para preocuparse de ella.

Teadora envió a Iris a Nicea, para comprobar que la princesita Alexis seguía bien. Ahora estaba libre de entrometidos y sabía que podía pasar al menos una noche fuera sin que nadie la buscase.

Al llegar un día al convento, casi un mes después de la muerte de Orján, envió la litera a palacio, diciendo:

– Pasaré la noche aquí. Venid a buscarme mañana, a última hora de la tarde. Ya he informado a Alí Yahya de mis planes.

La litera bajó por la estrecha calle, mientras Teadora llamaba a la portera y ésta le abría. Pero, en vez de ir a la iglesia del convento, la princesa se encaminó a su casita que siempre estaba lista para recibirla.

Entró a solas en su antiguo dormitorio y, después de abrir un pequeño baúl a los pies de la cama, sacó las prendas propias de una campesina. En las dos ocasiones en que había enviado la litera a palacio, había ido a un mercado próximo y comprado la ropa y otras pocas cosas que necesitaría para escapar. Y al volver, las había guardado en el viejo baúl. Ahora se quitó rápidamente el rico vestido, lo dobló con cuidado y lo metió en el baúl. Luego lo cubrió con una manta.

Abrió un frasquito que había sobre una mesa y se frotó todo el cuerpo desnudo con un ligero tinte de color de nuez, cuidando bien de teñir las orejas y los dedos de los pies. Pudo alcanzar los hombros y la espalda valiéndose de un cepillo de mango largo, envuelto en un trozo de suave gamuza. Permaneció varios minutos temblando bajo el aire frío, para que se secase el tinte.

Satisfecha al fin, se puso la ropa nueva y se peinó en largas trenzas. Envolvió en un pañuelo las otras cosas que necesitaría, y las guardó en una cesta tapada.

Teadora salió a hurtadillas de la casa. El jardín del convento estaba desierto, ya que las monjas se hallaban rezando en la iglesia. Tampoco había nadie en la entrada, salvo un caballo y una carreta. El viejo carretero estaba abriendo la puerta.

– Eh, dejad que os ayude -dijo Teadora, corriendo hacia él.

Agarró al caballo de la brida y lo sacó a la calle, mientras el viejo cerraba la puerta detrás de ellos.

– Gracias, jovencita -dijo el hombre, quien se acercó a ella-. ¿De dónde has salido?

– De ahí -respondió Teadora, señalando hacia el convento-. He visitado a mi hermana, la hermana Lucía. Es monja.

– Bueno, gracias de nuevo. Me llamo Basilio y soy el pescadero del convento. Si puedo servirte en algo…

– Pues sí -dijo ella-. Mi hermana me ha dicho que o preguntase si podéis llevarme hasta la costa. Puedo pagaros algo por la molestia.

El viejo la miró con recelo. -¿Por qué vas a la costa? -Vengo de la ciudad. Me llamo Zoé y soy hija de Constancio, el herrero, el que tiene la forja fuera de la Puerta de San Romano. Enviudé recientemente y he venido a visitar a mi hermana y hacer un retiro religioso. Ahora he recibido la noticia de que mis dos hijos gemelos están enfermos y no puedo esperar a ir con la caravana. Si puedo viajar a la costa con vos, podré tomar el barco y llegaré rápidamente a casa.

La expresión de su cara, vuelta hacia arriba, era una mezcla perfecta de preocupación y sinceridad.

– Vamos pues allá, Zoé, hija de Constancio -gruñó el viejo-. Que no se diga que Basilio, el pescador, no ha querido ayudar a una madre en apuros.

¡Fue tan fácil! ¡Tan increíblemente fácil! El viejo Basilio y su esposa insistieron en que se quedara a pasar la noche en su casita, pues hacía rato que había anochecido cuando llegaron al pueblo de la costa. A la mañana siguiente, la llevaron hasta el barco, que cruzó rápidamente el mar de Mármara y entró en el puerto de Eleutheria. Teadora sintió un estremecimiento de gozo al llegar a su ciudad natal, la ciudad que no había visto desde que había salido de ella como esposa del sultán Orján. ¡Constantinopla! ¡Su simple nombre le daba escalofríos! ¡Estaba a salvo y en casa!

Ni siquiera sabía que estaba sonriendo cuando una voz le dijo:

– Un hombre cuerdo sería capaz de matar por ti, si le sonrieses de esa manera, linda joven. Supongo que no tendrías tiempo de beber un vaso de vino con un marinero, ¿eh?

Teadora se echó a reír, y fue la suya una risa alegre.

– Oh, señor -dijo en el dialecto común de la ciudad-, hacéis que le dé vueltas la cabeza a una viuda. Pero, ¡ay!, tengo que ir corriendo a la casa de mi padre, donde están enfermos mis hijos pequeños.

El marinero sonrió a su vez, pero con tristeza.

– Otra vez será -dijo, mientras la ayudaba a bajar por la pasarela y tendiéndole su cesta.

– Tal vez -asintió ella, quien sonrió de nuevo y se perdió apresuradamente entre la multitud.

Mientras caminaba, buscó algo y lo encontró. Plantándose delante de un soldado imperial, le dijo:

– Soy la princesa Teadora, hermana de la emperatriz, y acabo de huir de Bursa. Forma una escolta para mí y llévame a presencia del emperador. ¡Inmediatamente!

El soldado miró de arriba a abajo a la campesina de cara morena y levantó una mano para alejarla.

– ¡Tócame y eres hombre muerto! ¡Estúpido! ¿Cuántas campesinas hablan la lengua de la clase alta de la ciudad? ¡Llévame al emperador o haré que te arranquen la piel y la echen a los perros!

El soldado se encogió de hombros. Que mi superior se entienda con esta loca, pensó. Hizo ademán a Teadora de que lo siguiese y la condujo a un cercano puesto de guardia. Entró y llamó a su capitán.

– Aquí hay una loca que quiere veros, capitán Demetrio. Asegura que es hermana de la emperatriz Elena.

– Soy la princesa Teadora, capitán Demetrio. Si hacéis que me traigan una jofaina de agua caliente, os lo demostraré.

El capitán, un hombre viejo, sintió curiosidad por aquella campesina tostada por el sol, que hablaba el griego elegante de la clase alta de la ciudad y se comportaba tan orgullosamente.

– Traed agua -ordenó, y cuando la trajeron, Teadora se lavó el tinte de la cara y de las manos.

– Como podéis ver, capitán, no soy una campesina -declaró, tendiéndole las finas y blancas manos. Después buscó en el paquete que llevaba en la cesta y sacó un bello crucifijo con piedras preciosas engastadas-. Está grabado en el dorso. ¿Sabéis leer?

– Sí -respondió el capitán, tomando la joya.

– Mi padre me lo regaló en ocasión de mi boda con el sultán Orján.

– «A mi hija, Teadora, de su padre» -leyó el capitán-. Es interesante, pero no demuestra que seáis la princesa, señora.

– Sin embargo -replicó Teadora-, debería bastar para que me llevaseis al emperador. ¿O tal vez vienen aquí todos los días campesinas que se lavan el tinte de sus cuerpos, os muestran joyas valiosas y piden ver al emperador?

El capitán se rió.

– Desde luego -dijo-, argumentáis como el viejo Juan Cantacuceno. Está bien. Os llevaré a palacio, pero tendré que hacer que os registren antes de que salgamos de aquí. ¿Y si fueseis una asesina? -Y al advertir la expresión ofendida de Teadora, añadió rápidamente-: Lo hará mi mujer, señora.

La condujeron a una pequeña habitación, donde una linda joven se reunió con ella y dijo:

– Demetrio dice que debéis desnudaros completamente, para que pueda estar segura de que no lleváis ningún arma escondida.

Teadora obedeció y, cuando la joven se hubo convencido, ésta le devolvió la ropa a la princesa. Mientras Teadora se vestía, la muchacha revolvió las pocas cosas que había en la cesta.

– Ningún arma, Demetrio -dijo-, ¿y sabes una cosa? ¡No tiene ni un pelo en el cuerpo! ¿No es gracioso?

El capitán miró a Teadora y dijo pausadamente:

– Sed bienvenida, Alteza.

– Gracias, capitán -respondió Teadora, con el mismo aplomo-. ¿Podemos irnos ahora?

– Desde luego, Alteza. Sin embargo, lamento tener que llevaros delante de mí en la silla. No hay ninguna litera disponible.

– No he montado a caballo desde que era pequeña -dijo Teadora, cuando salieron del puesto de guardia.

El soldado que había llevado a Teadora al capitán miró a la mujer de éste y dijo:

– La ha llamado Alteza. ¿Qué le ha convencido de que ella decía la verdad?

La joven se echó a reír.

– Sólo las mujeres de ilustre cuna se depilan el pubis, tonto, y solamente las turcas carecen completamente de vello en el cuerpo. Probablemente fue esto, además del lenguaje y de la joya, lo que lo convenció.

El capitán Demetrio colocó a Teadora delante de él sobre la silla, y cruzaron la ciudad para ir al palacio de Blanquerna, donde residía ahora la familia imperial. Teadora observó que, si bien la ciudad estaba atestada de gente, la mayoría de sus habitantes parecía no tener nada mejor que hacer que vagar por las calles. También advirtió que había más tiendas cerradas que abiertas. Suspiró. Lo que le había dicho a Elena hacía unas pocas semanas era verdad. Constantinopla era un viejo agonizante.

Entraron sin que nadie les pusiera obstáculos en el patio de Blanquerna. El capitán desmontó y ayudó cortésmente a apearse a su pasajera. Esta lo siguió hasta el capitán de guardia. Los dos hombres se saludaron cordialmente.

– Capitán Belasario -dijo el capitán Demetrio-, tengo el honor de presentaros a la princesa Teodora Cantacuceno. Ha llegado esta mañana, con este extraordinario disfraz.

El capitán Belasario hizo una reverencia.

– ¿Deseáis que os conduzca ante vuestra hermana, Alteza?

– No. Al emperador.

– Inmediatamente, Alteza. Tened la bondad de seguirme.

Teadora se volvió al capitán Demetrio.

– Gracias -dijo sencillamente, tocándole el brazo.

Después siguió al soldado de palacio. Cuando llegaron a la antecámara, les dijeron que el emperador estaba con el alto prelado de Constantinopla, su personal de obispos de menor categoría y otros eclesiásticos.

– Debo ver inmediatamente al emperador -insistió Teadora, consciente de que su hermana debía de estar recibiendo ya la noticia de su llegada a palacio-. ¡Anunciadme sin demora!

El mayordomo se encogió de hombros. Con la realeza, todo era imperativo. Abrió la puerta del salón de audiencias y anunció, en su tono más estentóreo:

– ¡La princesa Teadora Cantacuceno!

Teadora corrió hasta el pie del trono de su cuñado, se arrodilló y tendió las manos en ademán de súplica.

– ¡Asilo, Majestad! ¡Suplico el amparo de tu trono y de la santa Iglesia!

Juan Paleólogo se levantó de un salto.

– ¡Dios mío, Tea! ¿Qué estás haciendo aquí?

– ¡Otórgame asilo, Juan!

– ¡Sí! ¡Sí! ¡Claro! ¡Concedido! -La ayudó a levantarse y le indicó un sillón-. ¿Cómo has llegado hasta aquí?

Teadora miró alrededor.

– ¿Podríamos hablar en privado, Juan?

El joven emperador miró al prelado.

– Obispo Atanasio, esto parece ser un problema de familia bastante delicado y urgente. ¿Querríais excusarnos?

El viejo obispo asintió con un ademán y se retiró del salón, llevándose consigo a los suyos.

– Nadie -dijo enérgicamente el emperador al mayordomo-, nadie, ni siquiera la emperatriz, sobre todo la emperatriz, tiene que acudir a mi presencia, salvo que yo lo autorice. Si no me obedecéis en esto, os va en ello la vida. Emplead todos los medios, incluso físicos, para preservar mi intimidad.

La puerta se cerró detrás del mayordomo. Retrepándose en su trono, Juan Paleólogo miró a su cuñada y dijo:

– Bueno, Tea, dime por qué has venido.

– Orján ha muerto -empezó a decir ella.

– Habíamos oído rumores en este sentido -replicó el emperador-, pero, hasta ahora, no tenemos confirmación oficial.

– Murió hace casi un mes. Murat fue declarado su heredero y ahora es sultán. Yo me vi obligada a huir de Bursa, porque el sultán Murat quiere incorporarme a su casa.

– ¿Como esposa?

– No -murmuró ella, y dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas-. Sólo como miembro de su harén. Tengo que ser sincera contigo, Juan, ya que te pido que me des asilo y desafíes a tu señor.

»Antes de ser llevada a palacio en Bursa, para convertirme en esposa de Orján, conocí por casualidad a Murat. Nos vimos en secreto en el huerto del convento, durante muchas semanas. Nos enamoramos y confiamos en que nunca sería llamada a la cama de mi esposo. En realidad, proyectamos casarnos cuando muriese Orján.

»Pero entonces mi padre quiso ayuda militar del sultán para teneros a raya a ti y a Elena, y Orján exigió Tzympe, para tener una cabeza de puente en Europa. Por consiguiente, había que cumplir el contrato matrimonial… y esto significaba que tenía que darle un hijo a mi marido. Me sacaron sin previo aviso de Santa Catalina y me llevaron inmediatamente a la cama de Orján.

»Desde entonces, Murat y yo estuvimos enemistados. El cree que yo podía evitar de algún modo mi destino y seguir siéndole fiel. Desde luego, esto no es verdad. Yo nada podía hacer. ¡Es un imbécil!

Lanzó un sollozo y el emperador se levantó de su trono y la rodeó con un brazo. ¡Cuánto había sufrido! Y había tenido que soportar el dolor a solas. Le pareció un milagro que hubiese sobrevivido.

– ¡Oh, Juan! Si conservé mi cordura fue solamente porque mantuve vivo aquel amor, en mi mente y en mi corazón. ¿Tienes idea de lo terrible que fue para mí ser la dócil esposa de Orján, mientras amaba a su hijo?

– Entonces, ¿por qué has huido de él, Tea? Estoy seguro de que debiste interpretarlo mal. Seguramente quiere tomarte por esposa.

– No, Juan; está dolido y quiere hacerme daño. Yo le amo. Siempre le he querido. ¿Por qué tengo que aceptar este insulto? ¡No lo aceptaré! Deja que me quede aquí, mientras decido lo que he de hacer. Incluso Murat necesitará algún tiempo para seguirme la pista, si somos discretos.

– No importa que sepa que estás aquí -declaró el emperador-. Yo te protegeré. Nuestras murallas te protegerán. Pero dime, ya que estoy ardiendo de curiosidad, ¿cómo has llegado hasta aquí?

Teadora rió entre dientes y se lo contó. El emperador rió de buena gana.

– ¡Qué ingeniosa eres, hermanita! Una inteligencia como la tuya es más propia de la Edad de Oro de Atenas o de algún lugar en el futuro.

– Tal vez yo estaba allí o me encarnaré de nuevo en una era más ilustrada. Pero, por ahora, estoy aquí, y si me considero en paz con este tiempo, éste debe considerarse en paz conmigo.

Juan Paleólogo sonrió.

– Te daré todo lo que necesites, Tea. Me alegro de que hayas acudido a mí. Supongo que, ante todo, querrás bañarte. Haré que los servidores te proporcionen una indumentaria más adecuada, querida.

– ¡Oh, sí! Piensas en todo, Juan.

El emperador se levantó y sonrió, asiendo de la mano a Teadora.

– Veamos si podemos evitar completamente a Elena. Pareces demasiado agotada para enfrentarte a ella. Yo me encargaré de Su Majestad la emperatriz.

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