Durante unos pocos días, permanecieron acampados en los montes. Murat no permitía que nadie, salvo Adora, cuidase de él. Aunque los otros servidores podían cumplir las órdenes de ella, el sultán insistió en que su hermosa esclava real lo hiciese todo para él, desde bañarlo hasta cocinar su comida. Esto último resultó desastroso y Murat la reveló al fin de esta tarea particular después de cocinar desastrosamente y quemar varios platos.
– No puedo creer que una persona tan inteligente como tú sea tan torpe e inepta en la cocina -gruñó el sultán, mientras frotaba grasa de cordero sobre la carne quemada. Ella retiró furiosamente la mano.
– ¡Me enseñaron a emplear la mente, no las manos! ¡Inepta en la cocina! ¡Es natural! ¡Soy una princesa de Bizancio, no una sirvienta!
Una lenta y perezosa sonrisa se pintó en las facciones de él.
– Eres mi esclava, Adora, y aunque no seas hábil en cocer los manjares, tu maestría en otras cuestiones me hace olvidar tu incapacidad culinaria.
Lanzando un grito de indignación, ella le arrojó un cojín de seda, agarró una capa y salió corriendo de la tienda. Pero la siguió una risa grave y burlona. Huyó a un pequeño claro rocoso de encima del campamento, que había descubierto el día anterior. Estaba lujosamente alfombrado de musgo y oculto por hayas y pinos. Se sentó en un pequeño hueco natural escavado en la roca por el agua.
Y lloró. ¡Ella no era una esclava! ¡No lo era! Era princesa de nacimiento. No sería, no podía ser una ramera para él. Retorció el empapado pañuelo de hilo. El problema consistía en que los hombres la trataban como un lindo juguete, un cuerpo suave con el que satisfacer su lascivia. Un recipiente vacío, como un orinal, en el que podían vaciarse. ¡Dios mío! ¿Había sido siempre así? ¿Debía seguir siéndolo?
Las cortesanas de la antigua Grecia eran respetadas por su inteligencia tanto como por su cuerpo. También lo eran las reinas del antiguo Egipto, que habían gobernado con sus hombres como iguales. Pero difícilmente podía ella esperar esta clase de ideas en una raza salida de la estepa hacía solamente una generación y que todavía prefería las tiendas a los palacios. Estos hombres esperaban que sus mujeres cocinasen en fogatas y cuidasen de los animales. Se echó a reír en voz alta. Al menos no la habían sometido a la indignidad de poner a prueba su ingenio contra un rebaño de cabras. Tenía la desagradable impresión de que las cabras habrían podido más que ella. Casi oyó la risa de Murat.
En una rama a su lado, un canario silvestre entonó su exquisito canto y ella lo miró tristemente.
– ¡Ay, pequeño! -suspiró-. Al menos tú eres libre de vivir como quieras.
¡Un pájaro era más dueño de su vida que una mujer! Se levantó para volver al campamento y se sobresaltó al ver que el sultán, de pie a la sombra de una roca grande, la estaba observando.
La invadió una cólera irracional. Había considerado aquel claro como un refugio personal.
– ¿Es que no puedo estar sola? -gruñó.
– Temí por tu seguridad.
– ¿Por qué? Lo que quieres de mí pueden dártelo fácilmente mil mujeres más ansiosas de complacerte que yo. -Trato de pasar por delante de él, pero Murat la agarró fuertemente de un brazo-. ¡Me harás daño! -gritó ella.
– ¿Y qué? ¡Eres mía, Adora! ¡Puedo hacer contigo lo que me plazca!
– Mi cuerpo es tuyo, ¡sí! -le espetó ella-. Pero, si no lo tienes todo de mí, no tienes nada. ¡Y nunca poseerás mi alma!
Su voz era triunfal.
Un furor salvaje se apoderó de Murat. Desde hacía cuatro días, ella le había estado bufando como una gata infernal. Podía someterla a su deseo, pero cuando había terminado los ojos amatista se burlaban de él, diciéndole que en realidad no la poseía. Su ira llegó a ser incontrolable. Con una patada a las piernas, la hizo caer al suelo.
Adora se quedó sin aliento y, al descubrir su colérica mirada, tuvo auténtico miedo. Poco a poco, deliberadamente, él se puso a horcajadas sobre ella, abriéndole la capa y desgarrando metódicamente su vestido. Ella se resistió, aterrorizada.
– ¡Por favor, mi señor, por favor! ¡No! ¡Os lo suplico, mi señor! ¡No de esta manera!
Murat penetró brutalmente aquel cuerpo que se resistía. Adora gimió de dolor. El aceleró su ritmo y, de pronto, vertió en ella su simiente. Después yació inmóvil. Cuando recobró la respiración normal, se levantó y tiró bruscamente de Adora.
– Regresa al campamento. No volverás a salir de él sin mi permiso.
Envolviéndose en la capa, ella bajó dando traspiés, por el sendero. A salvo dentro de su propia tienda, dio órdenes para que le preparasen un baño. Cuando lo hubieron hecho, despidió a las esclavas. Recogió cuidadosamente su ropa destrozada, hizo un paquete con ella y la guardó en el fondo de un baúl. Podría tirarla más tarde y nadie se enteraría de lo que había pasado.
¡Él la había violado! ¡Tan brutalmente como forzaría cualquier soldado a una cautiva! ¡Era un bruto! Si había necesitado más pruebas de lo que sentía realmente por las mujeres, esto lo había sido, sin duda.
Entonces, repentinamente, unas lágrimas silenciosas rodaron por sus mejillas y fueron a mezclarse con el agua del baño. Lo odiaba, v sin embargo lo amaba. Le repugnaba confesárselo. Pero era posible que Alí Yahya tuviese razón. Si tenía que conquistar a Murat, tendría que valerse de su cuerpo. A fin de cuentas, sería una tontería permitir que cualquier estúpida jovencita llegase a dominar al sultán. Tenía que enfrentarse con el hecho de que, a sus veintitrés años y siendo madre de un niño ya crecido, no estaba en su primera juventud.
Un sollozo brotó de su garganta y miró aprensivamente a su alrededor. No estaría bien que las esclavas la oyesen llorar. Se cubrió la cara con las manos para apagar el llanto y dio rienda suelta a su dolor. Después, cuando empezó a calmarse, se dio cuenta de que ella misma lo había impulsado a hacer aquello. Era como si hubiese querido obligarlo a realizar actos bestiales para que fuese mayor el contraste con su amado Alejandro. Pero debía enfrentarse con los hechos. Alejandro estaba muerto. No volvería jamás. No volvería a oír su voz, llamándola «hermosa» en aquel tono tierno y medio divertido. Su destino estaba con el primer hombre que había tocado su corazón y su alma. Su destino estaba con Murat.
Tenerlo para ella era una oportunidad increíble. Si no se hubiese compadecido tanto de sí misma, se habría dado cuenta de esto. Maldijo en voz baja. Después de lo de hoy, no sería de extrañar que él le ordenase volver a Bursa, ¡y esto no debía suceder! Debía actuar rápidamente.
Llamó a una esclava y la envió a buscar a Alí Yahya. Cuando llegó el eunuco, se había envuelto en una túnica de seda malva. Despidió a las esclavas y contó rápidamente al eunuco lo que había sucedido, terminando con estas palabras:
– ¡Soy una tonta, Alí Yahya! ¡Una tonta! Tenías razón, pero si el sultán ordena ahora nuestro regreso a Bursa, tal vez habré perdido mi mejor oportunidad. ¿Seguirás ayudándome? El eunuco sonrió ampliamente.
– ¡Ahora habláis como una mujer prudente, Alteza! -la encomió-. Empezaba a temer que tal vez me había equivocado al juzgaros.
– ¿Y qué ganas tú con todo esto? -preguntó súbitamente ella.
– Poder y riqueza -fue la respuesta igualmente franca- ¿Qué más puedo desear? Os guiaré y protegeré contra todos los enemigos, incluso de vos misma. Cuando nazca vuestro hijo varón os ayudaré a proyectar su futuro de manera que pueda un día empujar la espada de Osmán, como hicieron su abuelo y su padre.
– ¿Y si la simiente de Murat es fructífera? -Preguntó pausadamente Teadora-. Entonces, ¿qué será de sus otros hijos con otras madres? Me ha dicho, Alí Yahya, que no tomará esposas en el sentido musulmán o cristiano, sino que más bien elegirá favoritas de un harén que pretende conservar.
– Y soy yo quien elegirá el harén, mi princesa. Elegiré a las más jóvenes, adorables y exquisitas criaturas para el placer de mi amo y señor. Cada doncella que ocupe su cama superará en belleza a la anterior. -Se interrumpió y rió maliciosamente-. Y cada doncella superará a la anterior en estupidez. Murat puede reírse de vuestra inteligencia, Alteza, pero es vuestra mente lo que le fascina, mucho más de lo que él sabe o está dispuesto a reconocer. Vos brillaréis como la luna llena en mitad del verano, en medio de un grupo de pequeñas e insignificantes estrellas. No temáis a los hijos de esas otras mujeres, pues no habrá ninguno. Hay antiguas maneras de evitar la concepción, unas maneras que yo conozco.
– Y esas muchachas, ¿serán tan tontas que permitan que las esterilices? ¡Vamos, Alí Yahya! Me cuesta creerlo.
– Nunca lo sabrán, Alteza. Los eunucos no nacen, mi princesa, sino que se hacen. Yo nací libre, muy al este de esta tierra, en un lugar donde todavía se practicaba la religión de la antigua Caldea. Y todavía se practica ahora. Mis propios padres me castraron y consagraron a los antiguos dioses. Serví en nuestro templo como aprendiz del sumo sacerdote. Juntos servimos a Istar de Erech, la diosa del amor y de la fertilidad. Las sacerdotisas del templo eran adiestradas para el servicio de los libidinosos devotos masculinos de la deidad, pues cada doncella era Istar encarnada y cohabitar con una sacerdotisa de Istar de Erech era como yacer con la propia diosa. Los padres llevaban a sus hijos a realizar su primer acto carnal en brazos de Istar. Hombres con problemas de impotencia pagaban grandes cantidades para que aquellas hábiles mujeres los curaran. Los novios pasaban la noche anterior a su boda con aquellas sacerdotisas, con el fin de asegurar su propia fertilidad y la de las novias.
»Si no se tomasen precauciones, pocas mujeres serían sacerdotisas durante mucho tiempo. Las muchachas consagradas a Istar de Erech ingresan en la escuela del templo a los seis años de edad, para un adiestramiento de al menos otros seis años. Cuando alcanzan la pubertad deben servir a la diosa durante cinco años. Por consiguiente, antes de que sacrifiquen su virginidad a Istar el sumo sacerdote médico las sume en un ligero trance y les inserta un pesario en la vagina. Este aparato se quita y coloca de nuevo con regularidad, siempre y cuando la muchacha se halla en estado de trance.
»A ninguna se le permite realizar sus deberes sin la protección de este aparato, hasta que ha servido los cinco años a la diosa. Al terminar este periodo, se quita el pesario para el Festival de Primavera de Istar, y quedan embarazadas doncellas suficientes para convencer a los devotos de la influencia divina sobre la fertilidad.
»Yo serví diez años en el templo, desde que cumplí los siete. Aprendí las artes de sumir a otra persona en trance y de hacer e implantar aquellos pesarios.
»Cuando tenía diecisiete años, una tropa musulmana irrumpió en mi remoto pueblo y destruyó nuestro templo. El sacerdote y la suma sacerdotisa fueron asesinados. A nosotros nos llevaron de allí como esclavos. Yo he empleado muchas veces las artes que me enseñaron. Y las emplearé con vos, si estáis de acuerdo en dar hijos al sultán.
Teadora miró gravemente al eunuco. -En efecto, eres un amigo poderoso, Alí Yahya. Pero dime una cosa, para satisfacer mi curiosidad. ¿Por qué yo? ¿Por qué no alguna de las jovencitas núbiles, bonitas y tontas?
– Es vuestra inteligencia la que me impulsa a elegiros, Alteza. Comprendéis y captáis rápidamente las situaciones.
Seréis leal al sultán… y a mí. Estáis por encima de las mezquinas riñas de las doncellas del harén y ejerceréis una influencia estabilizadora sobre vuestro señor. Criaréis sabiamente a vuestros hijos para que sirvan bien al Imperio.
»Una muchacha estúpida y más joven ambicionaría inevitablemente la riqueza y el poder. Trataría de hacer política. Tendremos cierta cantidad de ellas, Alteza, pero mientras sigáis siendo la primera en el corazón del sultán, la pequeña influencia de esas muchachas será como una picadura de insecto, en ocasiones irritante, pero carente de importancia. Ella asintió con un ademán.
– Ahora -prosiguió, preocupada-debo considerar la mejor manera de recobrar el favor de Murat. El eunuco parpadeó.
– Bueno, mi princesa, lloraréis y os arrojaréis en sus brazos sollozando y pidiendo perdón -dijo.
– ¡Alí Yahya! -Ahora rió ella-. Nunca creerá que pueda ser tan blanda. Esto más bien despertaría sus sospechas.
– Lo creerá si sois lista, Alteza. Está irritado y empieza a perder la paciencia en esta batalla entre los dos. Yo fomentaré suavemente el fuego de su cólera, diciéndole que esta tarde hizo bien en afirmar su dominio sobre vos. Y le animaré a continuar esta noche la lección.
– Y animado de esta manera -continuó Adora, tomando el hilo de pensamiento del eunuco-, entrará rugiendo en mi tienda como un toro enfurecido. Al principio yo adoptaré una actitud un poco desafiante, antes de derrumbarme por completo.
– ¡Excelente, Alteza! Como dije antes, sois rápida en captar las situaciones.
Ella rió de nuevo.
– Ve pues, viejo intrigante, y excita a mi dueño y señor. Pero dame tiempo de untarme y vestirme adecuadamente.
– Os enviaré inmediatamente dos servidoras.
Se marchó, cruzó el campamento y encontró al sultán bañándose en su tienda.
– Hola, Alí Yahya -dijo Murat-. Dispón las cosas para regresar a Bursa mañana al mediodía. Yo iré a caballo esta noche.
– Lamento que decidáis marcharos, mi señor, cuando la victoria está tan cerca. Con vuestras acciones de esta tarde, creí que al fin había comprendido la situación y estabais dispuesto a tratar con energía a la princesa Teadora.
– ¿Comprendido qué, Alí Yahya? -Se volvió a la esclava- ¡Ten cuidado con el agua caliente, estúpida! ¿Quieres escaldarme?
– Creí -prosiguió el eunuco-que os habíais dado cuenta de que para recobrar a la princesa, debéis obligarla a admitir vuestra superioridad. Casi habéis conseguido domarla. Acabo de estar en su tienda, donde la he dejado llorando a lágrima viva. ¡Os ama! ¡Os odia! -Soltó una risita-. Otra lección como la de esta tarde y la someteréis a vuestra voluntad, mi señor.
– ¿De veras lo crees así, Alí Yahya? Confieso que la amo, pero no puedo soportar su constante desafío y su mal genio. Tendrás que prepararme un harén de muchachas tranquilas y amables. ¡Una fierecilla en mi casa es más que suficiente!
– Es verdad, mi señor, pero un manjar sin un poco de pimienta resulta insípido. Id a verla de nuevo esta noche. Sé que estará arrepentida. Si vos no cedéis, reconocerá sus faltas. Y si lo hace, debéis permanecer aquí unos días más para reforzar vuestra posición. Será una dulce victoria, ¿no es cierto, mi señor? -terminó el eunuco, satisfecho de la expresión afanosa que detectó en los ojos oscuros del sultán.
Murat se levantó de la bañera y las esclavas secaron el cuerpo alto y musculoso. Por fin, habló.
– Muy bien. Puedes retrasar la orden de volver a Bursa. Veremos hasta qué punto está dispuesta mi encantadora esclava a mostrarse sumisa.
Extendió los brazos para que sus sirvientas le pusiesen la túnica de seda negra. Estaba bordada de ramas de mimosa dorada y se abrochaba con unas ranas de oro delicadamente cosidas. Le calzaron unas zapatillas negras de cabritilla forradas con lana de oveja nonata. Entonces, sin añadir palabra, salió Murat de la tienda y cruzó el campamento en dirección a la de Teadora.
Alí Yahya miró al cielo y murmuró en voz muy baja:
– Quienquiera que seas, ¡has que mi plan tenga éxito!
– ¡Ahí viene, señora! -murmuró excitadamente una esclava que atisbaba por una rendija de la tienda.
– ¡Marchaos! ¡Todas! ¡Deprisa! ¡Deprisa! -ordenó Adora.
Las mujeres huyeron al entrar Murat.
¡Por Alá, qué hermosa era! Se contuvo rápidamente, antes de dar muestras de debilidad. Ella llevaba una túnica holgad de seda de color lila pálido, parecida a la de él pero mucho más sencilla. Se cerraba con una hilera de pequeños botones de oro que empezaba entre los senos. El observó, con satisfacción, que los ojos estaban ligeramente enrojecidos.
Murat no dijo nada y ella lo miró desafiadoramente durante un instante. Entonces, su labio inferior empezó a temblar. Ella lo mordió con sus pequeños dientes blancos y enjugó rápidamente dos lagrimones que se deslizaban por sus pálidas mejillas.
– Mi señor -dijo, y su voz era un murmullo-. Oh, mi señor, no sé cómo… pediros… pediros…
Se lanzó sobre Murat, y él la abrazó automáticamente. Ella lloró con suavidad, humedeciéndole la túnica sobre el pecho.
El estaba encantado, pero no se atrevía a demostrarlo. Había esperado cólera, después de lo que le había hecho por la tarde, y sin embargo, aquí estaba ella, suave y femenina, tratando de disculparse.
– Mírame, Adora.
Ella levantó la cabeza sin vacilar. Sus adorables ojos amatista relucían con las lágrimas, y las negras pestañas estaban húmedas. Incapaz de dominarse, él se inclinó para besar los suaves, rojos e invitadores labios. Para su sorpresa, los brazos de Adora se cruzaron detrás de su cuello, y la boca se abrió de buen grado, ¡por Alá!, debajo de la suya. Ella correspondió a su beso, y después, murmuró:
– ¡Oh, Murat! ¡Qué tonta he sido! ¡Perdóname, por favor!
El no supo qué decir.
– Fue mi orgullo, mi señor -continuó Adora, quien lo atrajo hacia un montón de blandos almohadones-; supongo que lo comprenderás, porque el tuyo es tan grande como el mío y tengo muy mal temperamento. Y tanto mi padre como el tuyo me malcriaron.
Se arrodilló y le quitó las zapatillas. Después se acurrucó junto a él.
– Tu comportamiento ha sido casi imperdonable -espetó bruscamente él.
Ella se incorporó sobre un codo y se inclinó hacia delante lo suficiente, para que él pudiese contemplar los senos.
– Pero perdonarás a tu humilde esclava -suplicó delicadamente, y cuando Murat la miró, vio que su boca temblaba de contenido regocijo.
Aliviado al ver que el ánimo de ella no estaba completamente destrozado, Murat se echó a reír y la tomó en sus brazos.
– No creo que estés realmente arrepentida -espetó.
Ella se puso seria.
– Pero te pido perdón, mi señor. ¡De veras! No te censuraría si me echases de aquí. Y contuvo el aliento. -¿Quieres marcharte? -preguntó él. La pausa fue brevísima.
– No. No me apartes de ti, Murat. Los años que viví como esposa de tu padre fueron un infierno para mí. Si no enloquecí, fue solamente por creer en la promesa que me hiciste una vez en un jardín iluminado por la luna: la promesa de que un día sería tu esposa. Y cuando la otra noche me dijiste que no tomarías ninguna esposa, sino que sólo tendrías un harén… -Hizo una pausa y después dijo-: No soy más que una mujer, mi señor, y me ofendo fácilmente. Sabes lo difícil que me resultará aceptar tu decisión. Mi religión considera que una concubina es tan baja como una criatura de las calles.
– Pero mi religión te pone por encima de todas las mujeres, Adora. No quise ofenderte, amada mía. Compréndelo, paloma; si te dije que no tomaría esposa, no fue para entristecerte o humillarte. Durante las últimas generaciones, los otomanos se han visto obligados a contraer nupcias políticas para aumentar con ellas sus conquistas. Ahora entiendo que ya no lo necesitamos. Estamos a las puertas de Constantinopla. Cuando la conquistemos, la convertiremos en nuestra capital, antes de entrar en Europa. Las hijas, hermanas, sobrinas o pupilas vírgenes de los que se interpongan en nuestro camino no serán bastante para sobornarnos, pues seremos más fuertes.
»Tal vez nosotros, lo turcos, tratamos a nuestras mujeres de un modo diferente de como tratan los griegos a las suyas, pero las veneramos por una cosa que sólo ellas pueden hacer. Solamente la hembra puede aceptar y alimentar la simiente de vida dentro de su cuerpo. Solamente la hembra puede dar seguridad, alimentar y alentar aquella vida. Y es la mujer quien da inmortalidad al hombre, al darle hijos.
»Tú tienes un hijo, Adora. ¿Puedes decirme, sinceramente, si has hecho en tu vida algo más meritorio que dar la vida a Halil?
A ella le sorprendió la profundidad de sus pensamientos. Y entonces se dio cuenta de lo poco que, en realidad, conocía a aquel hombre. Nunca habían hablado como lo estaban haciendo ahora. Se preguntó si él se daba cuenta de la dulce victoria que esto representaba para ella. ¡Lo mismo daba! Por ahora, bastaba con que lo supiese ella.
Sonrió y dijo pausadamente:
– Supongo que Halil ha sido lo más meritorio que he hecho, y que mi vida habría estado muy vacía sin él.
– ¡Dame un hijo! -dijo enérgicamente Murat, y el corazón de Adora se aceleró ante la pasión de su mirada.
No podía apartar los ojos de él, se sentía extrañamente débil, cautiva, casi voluntariamente, de aquellos ojos negros que ardían con pequeñas llamas rojas y doradas en el fondo. Los dedos de Murat desabrocharon la hilera de botoncitos de oro que sujetaban la túnica de Adora y ella sintió las manazas del sultán que le acariciaban suavemente la curva de los pechos. Por primera vez, no se resistió y empezó a invadirla un sentimiento delicioso y lánguido. El tenía manos de guerrero, grandes y cuadradas, con las uñas recortadas. La piel de las palmas y de los dedos no era áspera ni suave, sino más bien una combinación de ambas cosas, y su contacto sobre la carne sedosa la hacía estremecerse. Él tomó un duro pezón entre el índice y el pulgar y lo frotó, regocijándose con la exclamación placentera que suscitó.
Para su sorpresa, ella le abrió la túnica y puso las cálidas palmas de las manos sobre él. Sus finos dedos le empezaron a acariciar el vello del pecho, retorciendo y tirando delicadamente de los suaves mechones. En sus ojos se pintaba un creciente deseo.
Murat se levantó y dejó que la túnica le resbalase al suelo Y, después, la despojó a ella de la seda de color lila. Por un instante, ambos se admiraron recíprocamente. Él alargó una mano y la acarició delicadamente. Adora correspondió a la caricia. Murat dio un paso adelante, la tomó en sus brazos y, con la cabeza de ella apoyada en un hombro, la condujo despacio a su diván. La tendió suavemente sobre la sábana de seda y quedó un momento de pie delante de ella. Después se le unió ansiosamente, cuando ella abrió los brazos.
Murat arrancó los alfileres de concha de los cabellos de ella. Después extendió aquella mata espesa y perfumada de lirio alrededor de los dos. Solamente entonces buscó su boca, y Adora se estremeció, pues sus besos tenían la dulzura del recuerdo y la sal de la expectación.
– Eres perfecta, mi Adora -murmuró suavemente-. Y, para que no vuelva a haber ningún malentendido entre nosotros, deja que te diga lisa y llanamente que te amo. El sultán de los otomanos pone su corazón a tus lindos y blancos pies, amada, y te suplica humildemente que seas la madre de sus hijos. No volveré a pelearme contigo. Deja que siembre mi semilla en tu fértil jardín. Deja que te quiera, y la nueva vida crecerá en tu interior.
Ella guardó silencio durante un momento.
– Y si me negase, mi señor, ¿qué pasaría? -preguntó luego.
– Te enviaría lejos de mí, paloma, probablemente a Constantinopla. Pues no podría permanecer cerca de ti sin hacerte el amor.
– ¿Y no te enfadarás conmigo, como tu padre, porque me gusta estudiar y leer? -No.
– Entonces ven, mi amado señor. Se acerca la primavera y, si queremos tener una buena cosecha antes de que termine el año, debemos empezar en seguida.
El se quedó asombrado por su franqueza. Adora rió maliciosamente.
– ¡Oh, Murat, qué tonto eres! ¡Te quiero! Lo confieso, aunque no sé si debería hacerlo. Siempre te he querido. Tú fuiste mi primer amor y ahora parece que vas a ser el último. Mi amor de ahora y para siempre. Así estaba escrito en las estrellas antes de que cualquiera de los dos arraigase en el vientre de nuestras madres. Así me lo ha asegurado Alí Yahya.
Los ansiosos labios de Murat encontraron los igualmente ansiosos de su amante y pronto su boca abrasó la de Adora deslizándose después por su cuerpo, gustando el pecho y el vientre. Cuando por fin la penetró, ella estaba sólo consciente a medias: nunca, nunca había conocido una dulzura semejante. Gritó de alegría cuando él la poseyó y, una vez más, vertió su simiente en ella. Y en aquel instante esplendoroso, antes de que el placer la reclamase por entero, Adora supo que había concebido un hijo.
Después de dos años, la ciudad de Adrianópolis había caído en poder de los turcos. Prácticamente no recibió ninguna ayuda de Constantinopla. Como el emperador era vasallo del sultán, no se atrevió a enviar sus tropas.
Los mercaderes más ricos de Constantinopla habían reclutado una tropa de caballería y dos de soldados de infantería. Después de abastecerlos y pagarles un año de sueldo por anticipado, los enviaron a proteger sus importantes inversiones en las fábricas y casas de exportación de la ciudad de Tracia. Pero, una vez dentro de la ciudad, los mercenarios se vieron atrapados con los habitantes. A éstos no les hizo ninguna gracia tener que alimentar a varios cientos de bocas adicionales.
Adrianópolis era una de las últimas verdaderas joyas de la corona de Bizancio. A doscientos veinte kilómetros al noroeste de Constantinopla, estaba emplazada en la orilla del río Tunia, donde confluye con el Maritsa. Situada en el centro de la llanura costera de Tracia, la rodeaban fértiles y bien regados valles y una tierra alta sorprendentemente árida. Se decía que se había levantado sobre el emplazamiento de la antigua ciudad de Uskadame. En efecto, algo había estado allí cuando Adriano reconstruyó la ciudad en el año 125 a. de C. Doscientos cincuenta y tres años más tarde fue conquistada por los godos al emperador romano Valente. Más tarde los búlgaros la tomaron a los godos y la perdieron a manos de los bizantinos, quienes la perdieron contra los cruzados, quienes a su vez volvieron a perderla contra Bizancio. Ahora Bizancio la había perdido para siempre a manos de los turcos.
Había varias razones para que la posesión de Adrianópolis fuese deseable. Era el mercado de toda la región agrícola que la rodeaba, una región que cultivaba frutas y verduras de todas clases, uvas, algodón, lino, moras y flores, en especial rosas y amapolas. El pueblo producía seda, telas de algodón, de hilo y de lana, artículos de cuero y exquisitos tapices de seda. También producía y exportaba agua de rosas, esencia de rosas, cera, opio y un tinte rojo que era conocido como «rojo turco».
Los turcos pretendían trasladar allí su capital. Adrianópolis, que pronto se llamaría Edirna, tenía que ser para los otomanos la primera capital de Europa. Los barrios de la ciudad que se habían rendido sin luchar se libraron de la venganza del conquistador.
Cuando los turcos irrumpieron en la ciudad, las zonas que habían resistido fueron sometidas a los tres días tradicionales de pillaje. Los viejos y los inútiles fueron asesinados o dejados que se muriesen de hambre, a menos de que tuviesen parientes que pudiesen pagar un rescate y llevárselos de la ciudad. Las mujeres embarazadas o lactantes fueron las primeras en ser vendidas como esclavas, pues una hembra sana y fértil era valiosa en la esclavitud. Los compradores interesados discutían concienzudamente la posición en que venía el feto, mientras las mujeres permanecían desnudas sobre la tarima. El espacio entre las caderas se consideraba como una buena indicación de la facilidad con que alumbrarían a sus hijos. Las buenas criadoras eran bien recibidas en la casa de un hombre. Sus fetos, particularmente si eran varones, se tomaban como una ganga añadida a la compra.
Las mujeres que ya habían parido y amamantaban ahora a sus bebés eran examinadas para comprobar la pesadez de sus pechos e incluso ordeñadas por los presuntos compradores, para asegurarse de la riqueza de su leche. Una mujer con más leche de la que necesitaba su propio pequeño podía amamantar a un huérfano o al hijo de una madre seca. El llanto que provocaba este particular mercado de esclavas era lastimoso. Pero las multitudes no le prestaban gran atención. Eran azares de la guerra.
Después se vendían los niños. Los más lindos, varones y hembras, se despachaban rápidamente en la animada subasta. Después les llegaba el turno a los jóvenes, juzgados principalmente por su belleza y su vigor. Muchos eran comprados por sus parientes de otras partes de la ciudad. Estos ansiaban desesperadamente conservar a los jóvenes varones de sus familias capaces de engendrar la generación siguiente y mantener vivo el nombre familiar. También se producían tragedias. Hermanos gemelos eran subastados por separado y la familia sólo podía rescatar a uno. El otro hermano era vendido a un mercader árabe que esperaba ganar una fortuna con el rubio muchacho más al sur. Los dos hermanos idénticos se veían separados entre terribles sollozos.
Las hermanas y primas de estos jóvenes eran menos afortunadas. La mayoría de ellas habían sido violadas por los soldados turcos. Colocadas las últimas entre los esclavos, como parte del legítimo botín, su juventud y su belleza valían buenos precios de todo el mundo, salvo de sus familias, que no estaban demasiado ansiosas de recobrar a sus hijas deshonradas. Muchas niñas llorosas eran llevadas de allí ante las caras avinagradas de sus propios padres.
Desde luego, los mejores cautivos fueron ofrecidos al sultán. Pero Alí Yahya escogió los artesanos y artífices, porque Murat pretendía construir un nuevo palacio.
El lugar que había elegido era una isla grande en el río Maritsa. En un lado, la isla tenía vistas a la ciudad y, en el otro, hacia las lejanas y boscosas montañas. En la isla se alzaba una colonia grande, sobre cuya cresta iba a levantarse el palacio. El plano se parecía al de la Alhambra y, en efecto, su arquitecto era un joven moro. Habría patios y fuentes y todo el palacio estaría rodeado de jardines, prados y bosques escalonados y cuidadosamente cultivados. También habría facilidades para atracar en ambos lados de la isla.
Los trabajos empezaron de inmediato, pues Murat esperaba que el palacio estuviese terminado antes del nacimiento del hijo de Adora. Gigantescos bloques de mármol fueron sacados de la cantera y traídos desde las islas del Mármara. Otras piezas fueron tomadas de ruinas romanas cercanas, para ser limpiadas, pulidas y talladas de nuevo. Grandes troncos de robles y hayas fueron bajados de las montañas y varios barcos cargados de cedro del Oriente Medio atracaron en la desembocadura del Tunia para ser descargados en barcazas que llevarían la madera río arriba hasta Adrianópolis.
Los mejores artesanos, tanto libres como esclavos, fueron llevados a trabajar en el palacio. Había simples carpinteros y también maestros de obras y tallistas. Había fontaneros para instalar las tuberías de cobre de los baños, cocinas y fuentes; pintores y doradores; hombres para colocar las tejas; hombres para poner los azulejos en las paredes y en el suelo. En las ciudades de Bursa y Adrianópolis, los tejedores pasaban largas horas en sus telares, confeccionando sedas, satenes, gasas y piezas de lana. Estos tejidos eran llevados entonces a los maestros tejedores y a las costureras para que los convirtieran en tapices, alfombras, cortinas y otras colgaduras.
Murat apremiaba a su arquitecto, que a su vez apremiaba en lo posible a sus obreros y artesanos. Pero no se atrevía a decir al sultán que el palacio no estaría terminado a tiempo para el nacimiento de su hijo. Por fin, Teadora resolvió el problema sugiriendo al arquitecto que concentrase los esfuerzos de sus hombres en terminar primero la parte del palacio correspondiente a ella.
Estaba en uno de los seis patios del palacio. Se llamaría Patio de los Enamorados.
El Patio del Sol daba al sudoeste y estaba adornado con azulejos rojos, amarillos, dorados y anaranjados. Todas las flores de este patio eran de alegres colores. El Patio de las Estrellas y la Luna tenía azulejos de colores azul y crema. En él crecerían flores nocturnas muy fragantes, tales como nicotina dulce, libros y enredaderas flor de luna. Alrededor de la fuente revestida de azulejos de un azul oscuro, se habían incrustado doce placas de plata, cada una de ellas correspondiente a un signo del zodíaco. Había también el Patio de los Olivos, el Patio de los Delfines Azules y el Patio de las Fuentes Enjoyadas.
El patio particular de Adora miraba al sur y al oeste. Contenía una cocina y un comedor, un baño completo, un cuarto para el hijo que esperaba, su propio y espacioso dormitorio, una pequeña biblioteca, tres salones de recepción y aposentos para sus esclavas. El patio descubierto era grande y tenía varios pequeños estanques y una bella fuente, donde el agua brotaba de un lirio dorado. Había floridos árboles enanos: cerezos, manzanos, almendros y melocotoneros. En primavera habría flores rosas y blancas, jacintos azules y blancos, narcisos amarillos, dorados y blancos, y todas las variedades de tulipanes persas. En verano florecían en el jardín rosas multicolores, anémonas y lirios, los preferidos de Adora. En otoño, los manzanos ofrecerían sus frutos exclusivamente a los habitantes del Patio de los Enamorados.
Adora explicó a Murat que el palacio no estaría terminado cuando naciese su hijo. Pero antes de que él pudiese lamentarse, le explicó que el niño nacería en el palacio, pues su propio patio sería el primero en finalizarse. La criatura que llevaba en su seno sería el primer otomano nacido en Europa.
Adora apaciguó a Murat.
– No estás levantando una tienda, mi señor -le dijo-. Los palacios tardan tiempo en construirse, si tienen que durar. Cuando haga tiempo que tú y yo hayamos desaparecido de la memoria de los hombres, algunos que caminan por el mundo señalarán tu palacio y dirán: «Y éste es el Serrallo de la Isla, construido por el sultán Murat, hijo de Orján Gazi. Fue la primera residencia real construida por los otomanos en Europa, y en ella nació el primer sultán otomano europeo.» Si tu palacio está bien construido, mi señor, durará para siempre y será tu monumento. Pero si obligas a los trabajadores a construirlo rápidamente, no durará más que tu propia vida.
Él le sonrió cariñosamente.
– El hecho de llevar en tu seno mi simiente no ha enturbiado tus facultades griegas de razonamiento.
– No sabía que el hecho de llevar un hijo en el vientre fuese en mengua del cerebro, mi señor.
¡Maldita sea! ¿Es que él no aprende nunca?
Murat se echó a reír.
– Tu bonita lengua, paloma, es como siempre muy picante. Adora rió a su vez.
– ¿Quisieras realmente que fuese como esas estúpidas criaturas que acuden a tu cama estas noches? -Bajó los ojos y se hincó torpemente de rodillas-. Cí, mi ceñor -ceceó en una cruel y perfecta imitación de una de sus favoritas-, todo lo que diga mi ceñor. Cada palabra de zu boca ez una gota de rocío de zabiduría, mi ceñor.
Murat levantó a Adora y torció el gesto.
– ¿De qué puedo culpar a Alí Yahya? -preguntó-. Todas las jóvenes de mi harén son exquisitas. A cual más adorable. Pero, ¡por Alá!, son tan estúpidas como una manada de ovejas.
Ella lo zahirió despiadadamente:
– Pero seguramente es esto lo que tú quieres, mi señor. Siempre estás echándome en cara mi inteligencia, diciendo que no es propia de una mujer hermosa. Ahora censuras a esas adorables chiquillas por que no tienen seso. Eres voluble, mi señor. No hay manera de complacerte.
– Si no llevases a mi hijo en tu vientre, descarada esclava, te apalearía -gruñó él. Pero sus ojos eran alegres, y amable la mano que acarició el redondo vientre. Entonces endureció la voz y dijo-: El niño te deforma. Tu nariz es demasiado larga, y tu boca, pequeña en exceso. Tienes los cabellos lacios. Sin embargo, eres la mujer más hermosa y excitante que jamás he conocido. ¿Qué clase de hechicería empleas conmigo, Teadora de Bizancio?
Los ojos violetas resplandecieron y él pensó que tal vez Adora estaba conteniendo las lágrimas. Esto lo conmovió, por tratarse de una criatura tan orgullosa.
– No empleo ninguna hechicería, mi señor -respondió suavemente ella-, a menos que haya algo mágico en mi amor por ti.
– Pequeña bruja -dijo él a media voz, tomándole la mano para besarle la palma.
Los maravillosos ojos violetas se fijaron en los del sultán y, por un brevísimo instante, Murat creyó que Adora podía leer sus pensamientos. Pero entonces ella le tomó la mano y se la puso sobre su vientre.
– El niño se mueve, mi amor. ¿Lo sientes?
El sintió primero, debajo de los dedos, lo que parecía ser un suave temblor; pero, de pronto, recibió una fuerte patada en la palma de la mano. Se sobresaltó y se miró la mano con extrañeza, casi como si esperase ver la huella de un pie. Ella rió dichosa.
– Tu hijo será tan impetuoso como tú -dijo.
El la atrajo a sus brazos y le acarició los abultados senos.
– ¡No!
Murat la miró vivamente y Adora se ruborizó y confesó: -Esto hace que te desee, mi señor, y ya sabes que ahora me está prohibido.
– También yo te deseo, Adora -respondió gravemente él-. Ten paciencia, paloma, y pronto volveremos a compartir el lecho.
Y la retuvo junto a él, a salvo en el calor de sus brazos, hasta que se quedó dormida. Sólo entonces la reclinó cuidadosamente entre las almohadas, se levantó y la cubrió con la colcha.
Se la quedó mirando durante unos momentos. Después salió despacio de la habitación y observó por la mirilla del salón del harén. Era temprano y sus doncellas estaban todavía levantadas y charlando. Formaban una bonita colección, murmuró por lo bajo. Debía acordarse de felicitar a Alí Yahya por su buen gusto. Se fijó en particular en dos muchachas. Una de ellas era una rubita encantadora y de piel blanca del norte de Grecia y tenía grandes ojos azules. Sus pechos lindos y redondos tenían sonrosados los pezones. La otra era una belleza alta y de piel oscura, de más allá del desierto del Sahara.
Observar a sus mujeres en secreto le divertía, y se preguntó qué dirían si supiesen que las estaba mirando. Nada, se respondió. No dirían absolutamente nada. Reirían tontamente, adoptarían posturas afectadas y se pavonearían, pero no dirían nada, pues eran incapaces de concebir una idea un poco inteligente. Su principal objetivo en la vida era, primero, llamarle la atención, y luego, gustarle. Y él no comprendía por qué no le encantaba esto.
Una hembra hermosa y complaciente no presentaba ningún desafío. Desde luego, Adora lo había malcriado para las otras mujeres. Se había acostumbrado, y rió para sus adentros, a que ella le pusiese resistencia, verbal, mental y físicamente, hasta el momento mismo de la rendición. Y lo encontraba mucho más excitante que la mera habilidad sexual. Las doncellas de su harén procuraban complacerle y tenían miedo de que no fuese así. Adora lo amaba, pero no lo temía en absoluto.
Sintió un hormigueo familiar y se dijo que necesitaba una mujer. ¡No, por Alá! Ninguna sencilla mujer, salvo Adora, lo satisfacía ya. Enviaría a buscar dos doncellas, la negra y la griega rubia. Tal vez las dos juntas podrían apagar su fuego interior.
Hizo una seña a un esclavo y le ordenó que fuese en busca de Alí Yahya. El jefe de los eunucos acudió rápidamente y el sultán le dio instrucciones. El eunuco, impasible el semblante, hizo una profunda reverencia.
– Vuestro deseo será cumplido, mi señor.
Mientras tanto, sonreía interiormente, consciente de que su plan para adquirir poder estaba dando resultado. Murat no era feliz, porque le era negada la princesa, y trataba de saciarse con dos mujeres. Alí Yahya entró en el harén sabiendo muy bien que el sultán lo estaba observando por la mirilla.
En efecto, Murat observaba atentamente tomando nota de las reacciones de las dos mujeres que había elegido. Sus actos le darían una indicación de sus caracteres. La rubia, como había presumido, era tímida. Se ruborizó, se llevó las manos a las mejillas y su boca hizo una pequeña «O» de sorpresa y alegría, y abrió más los ojos azules, con un poco de miedo.
La morena, por otra parte, miró con altivez a Alí Yahya y sonrió seductoramente. Dirigiendo una mirada desdeñosa a la griega, dijo algo que hizo que ésta enrojeciese todavía más. El jefe de los eunucos le dio un ligero cachete, a modo de advertencia, pero la joven negra se rió.
El sultán torció los labios en una sonrisa lobuna. Una suave gatita y una fiera tigresa, dijo para sí. Tal vez la noche no resultaría a fin de cuentas tan aburrida.
Le fueron llevadas las dos doncellas y el eunuco las desnudó para que pudiese examinarlas bien. Una al lado de otra, eran magnificas, un conjunto de ébano y marfil.
Miró a la joven negra.
– Compláceme, Leila.
Tumbándose entre los almohadones de la cama, dejó que ella le abriese la túnica y lo acariciase. La negra inclinó la cabeza y lo tomó en la boca, trazando con la lengua dibujos sensuales hasta que él empezó a excitarse.
– ¡Aisha! -La rubita se sobresaltó-. ¡Ven! Y la joven griega se tumbó junto al sultán. El habló de nuevo, y la griega, inclinándose, acercó un pecho rollizo a su boca abierta. Chupando la suave carne, consciente del placer que le estaba produciendo la negra, apartó toda idea de Teadora de su turbada mente. Era deber y privilegio de ella darle un hijo. El tenía derecho a saciar sus deseos con otras mujeres. Así era su mundo desde el principio y así seguiría siendo hasta el final de los tiempos.
El Patio de los Enamorados estaba terminado, y el dormitorio de Teadora daba que hablar a todo el harén. Todas las mujeres envidiaban a la princesa sus habitaciones, su preñez y el amor del sultán.
Las paredes del dormitorio estaban cubiertas hasta la mitad de su altura con paneles de madera oscura. Por encima de éstos, estaban pintadas de intenso color amarillo dorado y rematadas por una moldura de yeso con flores pintadas de escarlata, azul y oro. El suelo, sumamente pulido, era de anchas tablas de roble oscuro. Las vigas del techo habían sido pintadas de manera que hiciesen juego con las molduras.
En el centro de una pared había una gran chimenea revestida de azulejos amarillos y azules y con una enorme campana cónica cubierta de láminas de pan de oro. El suelo de la chimenea era elevado y se extendía varios metros al interior de la habitación. De las paredes, a ambos lados del hogar, pendían bellas colgaduras de seda, una de ellas con imágenes de flores de primavera y principios de verano, y la otra, con flores de finales de verano y de otoño.
Junto a la pared de enfrente de la chimenea, había un tablado alfombrado que sostenía una cama grande. La cama tenía columnas talladas y doradas, y cortinas de seda de color coral, bordadas con flores, hojas y vides. Los bordados eran de hilo de oro, aljófar y jade. La colcha hacía juego con las cortinas.
A la derecha de la cabecera de la cama, la pared tenía una serie de ventanas largas altas y con parteluces. Los cristales habían sido confeccionados por seis vidrieros venecianos quienes tuvieron la desgracia de estar en un barrio de Adrianópolis que había resistido a los turcos. El sultán les había prometido el perdón y también la ambicionada ciudadanía turca si hacían los cristales de las ventanas y otras piezas decorativas para su palacio. Mientras tanto, eran sus esclavos. Las ventanas del dormitorio de Adora tenían un débil tono dorado. Daban a su jardín particular. Las cortinas eran de la misma seda de color coral que los doseles de la cama.
Las gruesas y lujosas alfombras mostraban dibujos de medallones en oro, azul y blanco. Los armarios, ingeniosamente empotrados en las paredes de la habitación, estaban forrados de cedro y contenían bandejas móviles para la ropa.
Había grandes mesas redondas de latón batido sobre pies de ébano; un sillón parecido a un trono, con los brazos, las patas y el respaldo tallados, y un cojín de brocado de oro; mesitas rinconeras de ébano con incrustaciones de nácar, y taburetes tapizados de terciopelo y brocado. Pendían lámparas de cadenas de plata, proyectando sombras de ámbar, de rubí y de zafiro, y perfumando la estancia con aceite aromático. Velas de cera inmaculadamente blancas ardían en candeleros de oro. Era una habitación bella y tranquila, perfecta para los amantes.
Sin embargo, ahora había llegado para Teadora Cantacuceno el tiempo de dar a luz el hijo del sultán Murat, y antes de que las paredes del dormitorio oyesen las dulces voces de los amantes, tendrían que oír los gritos de angustia de la parturienta, que paseaba arriba y abajo por la habitación.
– Tumbaos y descansad, mi princesa -aconsejó Iris-. Os comportáis como si fuese vuestro primer hijo.
– Halil era importante sólo para mí, Iris. Tenía hermanos mayores. Este pequeño es muy importante para todo el Imperio. Será el próximo sultán.
– Si es un varón, mi princesa.
Teadora le lanzó una mirada envenenada.
– Es un varón, vieja bruja -espetó, apretando los dientes al sentir una fuerte contracción-. ¡Ve a buscar en seguida a la partera!
Iris salió corriendo y Teadora se tendió en la cama y se frotó el vientre con los dedos, trazando rápidos y pequeños movimientos circulares. Esto, le había dicho la partera, mitigaría el dolor.
La partera era mora, y los moros eran quienes sabían más de medicina. Teadora había escogido personalmente a Fátima por su habilidad, su excelente reputación (no se sabía que hubiese perdido nunca una madre) y porque era limpia. Ahora entró Fátima en la habitación y se acercó a la cama.
– Bueno, mi señora -dijo alegremente-, ¿cómo va eso? -Después de lavarse rápidamente las manos en una jofaina sostenida por una esclava, levantó al caftán de Teadora sobre las rodillas y examinó a su paciente-. ¡Hum! Sí. Sí. Lo estáis haciendo muy bien. Cualquiera puede ver que vais a ser una buena madre. La dilatación casi es completa.
Miró y vio una expresión de firme resolución en el semblante de la princesa.
– ¡No empujéis todavía, Alteza! Jadead como un perro. ¡Esto es! ¡Ahora! ¡Empujad! ¡Sí! ¡Sí! Estáis completamente dilatada y ya veo la cabeza del bebé. ¡Iris! Que algunas esclavas traigan el sillón de dar a luz y lo coloquen delante de las ventanas, para que mi paciente pueda mirar al exterior.
A los pocos minutos, Adora sufrió otra contracción y la sentaron en el sillón de dar a luz. Estaba empapada en sudor y le temblaban las piernas.
Aquel sillón era de dura y vieja madera de roble, dorada y con incrustaciones de piedras semipreciosas. Tenía alto y recto el respaldo, con un encejado tallado en la parte superior, brazos anchos y parcialmente tapizados de cuero rojo, y patas rectas terminadas en garras talladas de león. El asiento era plano y abierto, para que la partera pudiese agarrar fácilmente al pequeño.
Ahora que la princesa llegaba a las fases finales del parto, se permitió la entrada a las mujeres del harén, para que fuesen testigos del nacimiento. No debía existir la menor duda sobre la autenticidad y el linaje de la criatura. Se agruparon alrededor del sillón, mostrando envidia, simpatía, miedo y preocupación en sus semblantes. Teadora agarró los brazos tapizados del sillón y con un grito puso fin al nervioso parloteo. En la habitación reinaba un calor asfixiante, y los diversos aromas de los perfumes de las mujeres eran sumamente intensos y le daban náuseas.
Fijó la mirada en el jardín, más allá de las ventanas doradas y emplomadas. La tarde era brillante, con un cielo azul y sin nubes. Un claro sol reflejaba cegadoramente su luz en la blanca nieve que cubría el jardín. Por un breve instante, un pajarillo pardo y gris que luchaba con una baya roja en un arbusto de hoja perenne distrajo a Adora, que se echó a reír ante sus cómicas cabriolas.
Las mujeres que la rodeaban se asombraron. ¿Acaso no sentía la princesa dolor? ¿Qué clase de mujer era, que se reía en lo más arduo del parto? Se estremecieron al unísono, recordando los ojos de color de amatista de Adora. Se decía que las brujas tenían los ojos de extraños colores.
La sacudió otra contracción y, obedeciendo las instrucciones de Fátima, jadeó primero y apretó después con fuerza. No gritó, pero el dolor era intenso y el sudor le empapaba todo el cuerpo, le rodaba por las piernas y hacía que el asiento del sillón fuese resbaladizo. Iris le enjugó la cara con un paño fresco y perfumado. Fátima se arrodilló, con su equipo extendido junto a ella sobre una toalla limpia de hilo.
– La próxima contracción hará que asome la cabeza, princesa.
– ¡Ya viene! -exclamó Adora con los dientes apretados.
– ¡Jadead, Alteza! ¡Jadead! -Una pausa-. ¡Ahora, Alteza! ¡Ahora! ¡Empujad! ¡Empujad con fuerza! Ah, ya tengo la cabeza del pequeño. ¡Muy bien, mi princesa!
Adora se echó atrás, agotada, sonriendo agradecida a una joven esclava que le acercó una bebida fresca y dulce a los labios. La sorbió casi afanosamente y, después, echó la cabeza atrás y respiró hondo y despacio.
– Lo estáis haciendo muy, muy bien, mi señora -la animó Fátima-. Ahora los hombros, después el resto del cuerpecito y pronto habremos terminado.
– Habrás terminado tú -dijo Adora, con una risita-. Para mí, todo volverá a empezar, Fátima. La partera la miró y sonrió.
– Es cierto, Alteza -asintió-, y con vuestra radiante belleza, espero serviros a intervalos regulares, si el sultán es el semental que dicen.
Las mujeres del harén rieron disimuladamente. Adora habría reído también la gracia desenfadada de la partera, de no haber sido por el siguiente dolor. Jadea. Jadea. Jadea. Empuja. Empuja. Empuja.
– ¡Los hombros! Ya tengo los hombros, ¡y vaya si son anchos! -exclamó Fátima.
La criatura empezó ahora a gemir, un gemido que se convirtió en un aullido furioso cuando una nueva convulsión lo expulsó por completo del cuerpo de su madre. Después de tender a la dolida criatura sobre un paño de hilo, Fátima cortó el cordón umbilical y lo ató con fuerza. Después limpió rápidamente las mucosidades de la nariz, la boca y la garganta del recién nacido.
– ¡Un varón! -exclamó, entusiasmada-. ¡La princesa ha dado a luz un varón! ¡Alabado sea Alá! ¡El sultán Murat tiene un heredero sano y fuerte!
Se puso en pie y levantó a la ensangrentada y chillona criatura, para que la admirasen su madre y las otras mujeres.
El niño era hermoso, de enormes ojos de un azul oscuro y una mata de rizos negros, apretados y húmedos. Era largo, de manos y pies grandes, y pulmones poderosos. Una esclava tomó el niño de manos de Fátima y, tendiéndolo delicadamente sobre una mesa, limpió la sangre del nacimiento con un suave paño de algodón y aceite de oliva tibio. Hecho esto, el pequeño fue bien fajado y envuelto en una colcha de satén. Teadora había expulsado ya la placenta. Habiendo examinado, limpiado y envuelto la zona femenina de su paciente, Fátima permitió que Adora fuese despojada de su empapada vestidura y lavada con agua tibia y perfumada antes de que la secasen con toallas. Entonces volvieron a vestirla con una túnica granate acolchada y la metieron en la cama. Iris, muy orgullosa, cepilló los largos cabellos oscuros de su ama hasta que resplandecieron.
Las mujeres del harén se arracimaron excitadas alrededor de los pies de la cama de Adora. ¡Iba a venir el sultán! Aquí tendrían oportunidad, pensaron tontamente las doncellas más jóvenes, de que el amo se fijase en ellas. Las mujeres más experimentadas se resignaron a pasar inadvertidas. Adora y su hijo eran unos fuertes competidores. Pero en otra ocasión, en otro lugar… él se fijaría en ellas.
Cayeron de rodillas, tocando el suelo con la cabeza, al entrar el sultán en la habitación. Tan fijos estaban sus ojos en Adora y el niño que tenía ésta en brazos, que ni siquiera las vio. Su voz grave vibró de emoción en la silenciosa estancia.
– Muéstrame el niño, Adora.
Ella desenvolvió la manta y le tendió la fajada criatura. Durante un largo momento, él miró a su hijo que, extrañamente callado, lo miró a su vez sin pestañear. Entonces, una amplia sonrisa apareció en el rostro de Murat. Rió en voz alta.
– ¡Ciertamente, éste es mi hijo! Yo, Murat, hijo de Orján, reconozco a este niño como mi hijo y heredero. ¡Aquí está vuestro próximo sultán!
– ¡Que así sea! ¡Oímos y obedecemos! -murmuraron muchas voces.
Luego, las mujeres del harén se levantaron al unísono y salieron de la estancia. Iris acercó rápidamente un sillón para el sultán. Después de tomar al niño de su madre, ella salió también.
Durante un momento, los dos se miraron intensamente. Entonces, él asió las manos de Adora, la miró a los ojos y dijo:
– Gracias, Adora. Gracias por mi primer hijo.
– No he hecho más que cumplir con mi deber, mi señor -respondió maliciosamente ella.
La risa de Murat estuvo llena de ternura.
– Acabas de dar a luz y sigues tan insolente. ¿Será siempre así entre nosotros, Adora?
– ¿Me querrías si fuese de otra manera, mi señor? -contestó ella.
– No, mi amor, no te querría -confesó él-. No seas nunca como las otras mujeres de mi harén. Me cansaría de ti. -No temas, Murat. Puedo hacer muchas cosas en mi vida, pero no tengo intención de aburrirte. -Y antes de que él pudiese asimilar por entero sus palabras, preguntó rápidamente-: ¿Te gusta tu hijo, mi señor? Es un niño guapo y fuerte.
– Me gusta hasta lo indecible, y ya he elegido un nombre para él. Espero que te guste. Pienso llamarle Bajazet, como nuestro gran general.
– ¿El que venció en combate a mis antepasados bizantinos? -Su voz tembló de risa cuando él asintió con un gesto-. Dios mío, Murat, ¡qué manera de insultar a mi familia! Juan, desde luego, verá algo gracioso en esto. Pero nadie más.
– Tú, sí -replicó suavemente el sultán.
– Sí -respondió ella-. Le veo la gracia. También comprendo la implícita amenaza. Pero sé que el futuro de mi ciudad está con los otomanos, no con los griegos. Como la ciudad debe caer en definitiva, prefiero que sea en tus manos o en las de nuestro hijo, a quien enseñaré a amar y respetar lo que hay de bueno en ambas culturas.
Él le levantó la barbilla con una mano y le rozó delicadamente los labios.
– Sabes más de lo que corresponde a tus años, paloma. ¡Qué suerte tuve al pasar junto al huerto de aquel convento hace tanto tiempo!
Adora sonrió con increíble dulzura.
– Te amo, mi señor Murat.
– Pero todavía te burlas, ¿no es verdad, mi amor?
Ella suspiró profundamente.
– No puedo evitarlo. Es mi carácter. No es sencillo para mí ser la favorita de Murat y la madre de Bajazet. Si la historia me recuerda, será así como me recordará. En cuanto a lo que quiero, todavía no lo sé.
El se irguió y se echó a reír.
– Al menos eres sincera, mi Adora. -Entonces se inclinó y la besó ligeramente-. Descansa un poco, mi amada. No debe de haber sido fácil parir a mi hijo. Tienes que estar agotada.
Ella le tiró de la manga de su túnica de brocado.
– Dame un beso como es debido antes de marcharte, mi amor. Ahora ya no me pasará nada aunque me beses.
El rió, complacido.
– Veo que estás ansiosa de mis besos, ¿eh? Pensé que nunca te oiría confesarlo.
Se sentó en el borde de la cama y la atrajo en el cálido y amante semicírculo de su brazo. Entonces su boca se cerró sobre la de Adora, y la fuerza y la pasión de su beso la dejó temblando y sin aliento. Deslizó la mano libre por la abertura de la túnica para tomar uno de los rollizos pechos. Le frotó el pezón con el índice y el pulgar. Su voz era ronca cuando dijo:
– Dentro de seis semanas estarás purificada. Cuida de que, para entonces, el niño tenga una nodriza. No quiero compartirte, ni siquiera con mi hijo.
Sus ojos se encontraron brevemente y ella experimentó una punzada de deseo. Se preguntó sobre la atracción que existía entre ellos dos. Lo deseaba apasionadamente, ¡cuando aún no había pasado una hora después del parto!
Murat se levantó de pronto y salió de la habitación. Adora se reclinó sobre las almohadas. Todavía no tenía ganas de dormir. Estaba demasiado nerviosa para dormir. ¡Lo había conseguido! ¡Había dado a Murat su primer hijo! Y le daría otros, pues nadie vendría a usurparle su posición. Legalmente, era una esclava del sultán, pero esto no importaba. Ahora, su posición era firme. Y lo mejor era que él seguía deseándola.
El niño era precioso, con sus cabellos negros y sus ojos azules, aunque Adora estaba segura de que los ojos se volverían pronto negros como los de su padre. Y de pronto pensó en Alejandro y en su niño tan rubio. Rodaron lágrimas por sus mejillas. ¿Por qué? ¿Por qué tenía que pensar en él después de tantos meses? Sólo podía presumir que la impresión de su muerte, seguida tan rápidamente de la traición de su hermana, había podido al fin más que ella. Siguió llorando hasta que agotó las lágrimas. Sabía que era mejor así.
Se relajó y se durmió al fin, segura en su posición con Murat, segura en su maternidad.
Cuando el emperador Juan se enteró del nombre que le habían puesto a su sobrino, lo encontró gracioso, como había pronosticado Teadora. Se echó a reír. Pero a su esposa, Elena, no le pareció divertido.
– ¡Nos insulta deliberadamente, y tú te ríes! -increpó a su marido.
– Difícilmente puedes esperar que Bizancio te adore -observó secamente el emperador.
– ¡Ella nació aquí! ¡Es hija de una de las familias más antiguas de Bizancio! ¡Es mi hermana! ¡Estuvo casada con el déspota de Mesembria!
– A quien tú envenenaste, querida. Después vendiste como esclava a su reina, a tu propia hermana. La emperatriz pareció aterrorizada.
– ¿Cómo sabes esto? ¡No puedes probar una acusación tan terrible!
Juan Paleólogo rió de nuevo.
– No tengo que probarla, querida. Cuando el pobre Juliano Tzimisces se dio cuenta de a quién había matado su veneno, acudió a mí y lo confesó todo. Temía que pudieses tratar de matarme a mí también.
Elena tenía los ojos desorbitados de espanto.
– ¿Por qué no me dijiste nada? -preguntó-. ¿Por qué no me has castigado?
– ¿Y dejar que Tea supiese cómo murió Alejandro? ¿Dejar que supiese que su propia hermana había matado al hombre que ella amaba? No, Elena; ya le has hecho bastante daño Sin embargo, debes saber que, si algún día llega ella a descubrir todas las dimensiones de tu crueldad, yo te mataré. Te mataré yo mismo, y me gustará hacerlo. -Alargó una mano y le acarició el cuello delicadamente, sensualmente. Elena se estremeció-. Tea ha hecho las paces con Murat -siguió diciendo el emperador-. Es esposa del sultán y madre de su único hijo.
– No es esposa de Murat -gruñó Elena-. Es su esclava y su concubina. Ni siquiera la ha elevado a la categoría de kadin.
– Tampoco ha elevado a nadie más, querida. Sin embargo, ha reconocido públicamente al hijo de Tea como su hijo y heredero. Esta, querida, es la declaración pública más elocuente de su amor que puede hacer. Adora lo sabe y está contenta. Has perdido, Elena. Teadora ha ganado, sólo siendo ella misma. Pon fin a esta guerra contra tu hermana. Ya has hecho bastante. Trataste de asesinarlos, a ella y su hijo mayor, Halil, pero los piratas de Focea los retuvieron como rehenes. Cuando el sultán se enteró de tu actuación, el rescate me costó un dinero que no podía pagar. Peor aún, me costó nuestra amada hija, prestigio, territorio y vidas de soldados.
»Cuando Tea acudió a nosotros después de la muerte de Alejandro, mancillaste el honor de nuestra familia, traicionándola y vendiéndola como esclava. ¿Cuándo te detendrás? ¿Cuándo, Elena?
– ¡Nunca! ¿No lo comprendes, Juan? ¡Tea y sus hijos representan una terrible amenaza para nosotros! ¡Pueden incluso reclamar tu trono a través de ella!
El emperador rió de buena gana.
– No, Elena, no pueden. Por otra parte, Murat no recurriría a una estratagema tan tonta. Mi Imperio está en decadencia. Lo sé. Pero no caerá todavía; no, mientras yo viva. Haré todo lo que tenga que hacer para ver su continuación. En cuanto a nuestros hijos, sólo el tiempo dirá su fuerza como gobernantes.
»En nuestra vida juntos, Elena, te lo he perdonado todo. He hecho la vista gorda con tus muchos amantes. Pero, ahora, ¡te lo ordeno! Pon fin a tu venganza contra tu hermana. He enviado a nuestro nuevo sobrino una copa grande de oro, con dos asas e incrustada de diamantes y turquesas, su piedra natalicia. Tuve que cargar un impuesto especial a las iglesias de la ciudad, para poder pagarla. El crédito real es tan bajo que los orfebres se negaron hacer la copa si no les pagaba por adelantado.
– Es asqueroso -dijo Elena-. Al poco tiempo de morir el pobre sultán Orján, su desconsolada viuda se casa, tiene gemelos, enviuda por segunda vez, se convierte en la concubina del sultán y tiene un bastardo con él.
– Al menos Tea se limita a un hombre cada vez, mi amor -dijo suavemente Juan Paleólogo.
Elena abrió mucho los ojos azules, impresionada, y su marido prosiguió:
– ¿No te basta un joven semental cada vez, Elena? Jugar a ser una perra en celo con toda una jauría de jóvenes oficiales, incluso en el secreto de tus habitaciones, no es prudente. Los rumores se difunden más deprisa de seis bocas que de una, y tus actuaciones deben ser magníficas. Los elogios que has recibido son realmente maravillosos.
La emperatriz tragó saliva. Juan Paleólogo se regocijó con su visible turbación.
– ¿Por qué no te divorcias? -murmuró ella.
– Porque prefiero lo conocido, querida. Como mi padre, soy perezoso por naturaleza. Tú tienes todos los atributos de una buena emperatriz, querida. Me has dado hijos que sé que son míos. Eres hermosa. Y aunque me importunas constantemente, no te entrometes en mi gobierno. Yo no soy un hombre que se adapte fácilmente al cambio y, por esto, prefiero que sigas siendo mi esposa. Pero si das pie a cualquier otro escándalo, Elena, me desharé de ti. Comprendes esto, ¿verdad, querida?
Ella asintió lentamente con la cabeza, tan sorprendida como siempre que él se mostraba dominador. Sin embargo, quería tener la última palabra.
– Sé que tienes una amante -dijo.
– Claro que sí, Elena. Difícilmente puedes negarme una pequeña diversión. Es una mujer simpática y tranquila, cuya discreción aprecio en alto grado. Podrías aprender de ella, querida. Ahora recuerda lo que te he dicho. Abandona tu batalla contra Teadora. Murat la ama, tenlo presente, y su hijo recién nacido es la alegría de su vida.
Elena no dijo nada más, pero su mente estaba atareada. Teadora era como un maldito gato, que salía entero y con otra vida cada vez que ella le descargaba un golpe. La emperatriz de Bizancio valoraba mucho su posición y, durante años, sus sueños se habían visto turbados por una vocecilla infantil que le decía: «Si me caso con el infiel, veré que trae su ejército para capturar la ciudad. Entonces yo seré su emperatriz, no tú.»
Que la amenaza de Teadora había sido pronunciada en un momento de resentimiento infantil y olvidada hacía tiempo, era algo que no se le ocurrió pensar a la emperatriz. En su mente torturada, sólo veía que, mientras se ensanchaban las fronteras del Imperio del sultán, se estrechaban las del suyo. Tea era la amada del sultán. Por consiguiente, Elena, que nunca había sido particularmente inteligente, creía que, si podía destruir a Teadora, detendría el avance otomano.
En el breve tiempo que Murat llevaba como sultán, los turcos habían logrado el control efectivo de Tracia, sus fortalezas clave y la rica llanura que se extendía al pie de la cordillera de los Balcanes. Habían sembrado el terror en toda la Europa sudoriental, con una deliberada matanza de la guarnición de Corlú, cuyo jefe había sido públicamente decapitado. Después había caído Adrianópolis, que era ahora capital de los turcos.
Entonces, los ejércitos otomanos se movieron hacia el oeste. Rebasaron Constantinopla, pero enviaron emisarios al emperador. Una vez más, Juan Paleólogo se vio obligado a firmar un tratado que le obligaba a abstenerse de recobrar sus pérdidas en Tracia. No podía ayudar a sus amigos cristianos, los serbios y los búlgaros, en su resistencia contra los invasores turcos. Y debía apoyar militarmente a Murat contra sus rivales musulmanes en Asia Menor.
Y aunque su propia Iglesia le condenaba, sus ministros se lamentaban y su esposa le increpaba, Juan sabía que había comprado más tiempo para su ciudad. Comprendía que Murat podía tomar Constantinopla. Sometiéndose a las exigencias de su cuñado, salvó la ciudad. Los turcos se lanzaron a empresas más arduas, dando así a Juan la oportunidad de buscar en secreto ayuda en otra parte.
Pero no pareció que pudiese convencer a los gobernantes de la Europa occidental de que si caía Constantinopla ellos se encontrarían en grave peligro. La antigua y tonta rivalidad entre las Iglesias romana y griega contribuyó a la renuncia de la Europa occidental a ayudar a Bizancio. Entonces, los cristianos latinos empezaron a luchar también entre sí. Las grandes casas de banca italianas que lo habían financiado todo, desde el comercio con Oriente hasta las cruzadas religiosas, empezaron a derrumbarse. En Europa hubo recesión y crisis social. Los campesinos se rebelaron contra sus terratenientes, fuesen feudales o monásticos. Los trabajadores disputaron con sus patronos comerciales. La peste bubónica apareció en Oriente y se extendió por toda Europa. El descubrimiento del Nuevo Mundo hizo que la juventud del Viejo se volviese hacia el oeste, con lo cual dejó a Europa abierta al conquistador otomano.
Los ejércitos de Murat penetraron más profundamente en Europa, en Bulgaria, Macedonia y Serbia. Entonces, aparecieron de pronto en Hungría, un baluarte de la Iglesia romana. El papa Urbano V hizo varios desesperados intentos de unir a las diversas potencias cristianas bajo su bandera, llegando incluso a incluir a los griegos en su esfuerzo por defender la cristiandad. Una fuerza montada de serbios y húngaros cruzó imprudentemente el río Maritsa y se dirigió contra Adrianópolis. Fue aniquilada en un abrir y cerrar de ojos. Otros esfuerzos combinados se vieron entorpecidos por el conflicto entre las Iglesias griega y latina.
«Los osmanlíes son solamente enemigos -escribió Petrarca al Papa-, pero los cismáticos griegos son peores que enemigos.»
«Es mejor el sombrero de un sultán que el de un cardenal», fue la respuesta griega.
Murat se movía adelante y atrás entre los diversos frentes de batalla y su capital, Adrianópolis. Había proyectado cuidadosamente su expansión y tenía varios generales competentes que cumplían sus órdenes al pie de la letra; así, podía insistir en su objetivo de construir una fuerza de infantería cuidadosamente escogida y disciplinada, que sólo estaría al servicio del sultán. Reclutados entre sus jóvenes súbditos cristianos, habían de convertirse en el Cuerpo de Jenízaros, iniciado por su padre.
Murat desarrolló y aumentó ahora esta fuerza, que Orján había establecido como una guardia personal. Llegó a ser un pequeño ejército destinado a mantener la ley y el orden y a defender los territorios europeos recién conquistados. Sólo eran fieles a Murat.
En cada zona dominada por los otomanos, se ofrecía a lo no musulmanes la oportunidad de convertirse. Quienes lo ha cían gozaban de todos los privilegios de la ciudadanía turca, incluido el derecho de eximir a sus hijos del servicio militar, mediante el pago, por una sola vez, de un impuesto por cabeza. Los que se mantenían fieles a su fe original podían obtener la ciudadanía turca, pero sus hijos, entre los seis y los doce años, podían ser reclutados para el Cuerpo de Jenízaros. Dos veces al año, las autoridades otomanas seleccionaban muchachos cristianos entre los reclutas. Una vez elegidos, los muchachos eran apartados inmediatamente de sus familias y educados como musulmanes.
Escogidos por su inteligencia y su belleza física, eran severamente adiestrados y sometidos a una dura disciplina. Debían realizar los trabajos más duros. Su deber era servir solamente al sultán y depender personalmente de él, dedicar sus vidas al servicio militar. Como a los monjes, les estaba prohibido casarse y tener propiedades. En cambio, recibían una paga más sustanciosa que cualquier otra unidad militar en cualquier ejército.
El gran jeque religioso Haji Bektash dio a los jenízaros su bendición y les ofreció un estandarte. La media luna y la espada de doble hoja de Ormán estaban bordadas en él sobre seda escarlata. Prediciendo el futuro de los jenízaros, el viejo jeque dijo: «Vuestro rostro será brillante y resplandeciente, el brazo largo, la espada afilada, la flecha de aguda punta. Saldréis victoriosos en todas las batallas y sólo volveréis triunfantes.» Entonces ofreció a la nueva fuerza sus gorros de fieltro blanco, cada uno adornado de ellos con una cuchara de madera en vez de un pompón.
La cuchara, junto con una olla grande, simbolizaba el alto nivel de vida de los jenízaros, en comparación con otras unidades militares. Los títulos de los oficiales eran tomados de la cocina: Primer Hacedor de Sopa, Primer Cocinero, Primer Aguador. La enorme olla negra no se empleaba solamente para cocinar. En siglos ulteriores, la volvían boca abajo y la golpeaban cuando el Cuerpo estaba disgustado con el sultán. También se empleaba para medir la parte de los jenízaros en el botín.
En la Europa occidental provocó gran indignación que los turcos impusieron a sus súbditos cristianos lo que equivalía a un impuesto de sangre. Era inmoral arrancar a muchachos de sus familias, para obligarles a profesar otra religión y a servir a un jefe bárbaro.
Murat se reía de estas protestas. Sus adversarios cristianos eran a menudo mucho más crueles para con sus cautivos musulmanes o incluso cristianos. Su nuevo contingente era de menos de quinientos hombres en servicio activo y tal vez el mismo número de jóvenes aprendices. Tenía unidades más numerosas de mercenarios cristianos contratados, que ahora luchaban contra sus hermanos en los Balcanes. Sus ejércitos no se encontraban nunca sin numerosos cristianos que luchaban por él contra otros cristianos. El Cuerpo de Jenízaros crecía, pero, en definitiva, los campesinos cristianos preferían abrazar el Islam a perder a sus robustos hijos, a quienes necesitaban en las labores del campo.
Murat y su gente se enfrentaban ahora a un enorme desafío. Los otomanos eran un pueblo nómada, salido de los albores de los tiempos para vagar por las estepas del Asia central no musulmana. Al moverse hacia el oeste, habían asimilado otras culturas, habían sido incluso esclavizados y convertidos al Islam bajo el califato Abasida. En Bagdag habían sido adiestrados como soldados y administradores, situados muy por encima del corriente esclavo doméstico. De ahí que no temiesen ni se avergonzasen de la esclavitud, como les sucedía a los cristianos. El poder de los otomanos creció hasta que derribaron a sus dueños y los sustituyeron con una dinastía esclava propia. Pero seguían siendo nómadas. Y de nuevo avanzaron hacia el oeste, conquistándolo todo a su paso.
Sin embargo, ahora habían empezado a pensar en asentarse. Debían convertirse en gobernantes de hombres en vez de pastores de corderos. Otros grupos nómadas lo habían intentado y fracasado: los avaros, los hunos, los mongoles.
Estos cometieron el error de creer que si dejaban a los vencidos en su propia tierra, para que siguiesen siendo económicamente productivos, éstos colaborarían con los conquistadores. Pero los vencidos no colaboraron, sino que se convirtieron en parásitos improductivos. Resultado de ello fue la rápida decadencia y la caída de la mayoría de los imperios nómadas.
Los otomanos no iban a dejarse engañar por unos astutos campesinos. Habían perfeccionado ya la técnica de adiestrar perros guardianes humanos para vigilar a su obediente ganado humano y mantener a raya a los enemigos. Los jenízaros esclavizados fueron el principio. Luego nació un vasto servicio civil constituido por esclavos superiores sólo fieles al sultán. Los súbditos cristianos del sultán se encontraron con que sus vidas estaban administradas por hombres que eran casi todos cristianos. Los que no producían, de campesinos para arriba, eran rápidamente sustituidos. Y Murat pudo proseguir con sus conquistas militares y disfrutar de su creciente familia.
Aunque conservaba un harén y no era contrario a valerse de otras mujeres, tendía a permanecer relativamente monógamo. Se mantenía fiel a Adora. Ésta no le censuraba que tuviese otras mujeres, con tal de que su interés hacia el harén siguiese siendo tan suave.
Cinco meses después del nacimiento de Bajazet, la simiente de Murat arraigó de nuevo en el fértil suelo del útero de Adora. Y cuando su hijo sólo tenía un año y dos meses, se unieron a él dos hermanos gemelos: Osmán y Orján. El sultán no cabía en sí de júbilo. ¡Tenía tres hijos varones sanos! Seguramente, Alá le había bendecido.
Con esta triple seguridad, Adora buscó a Alí Yahya y le pidió que la librase de la preñez durante un tiempo. El jefe de la casa del sultán convino con la princesa que, para mantener el interés de Murat debía volver a ser más amante y menos madre. Como sus hijos eran vigorosos y estaban rebosantes de salud, no veía motivo para tener más descendencia hasta que lo desease.
Para divertir a su señor, Adora aprendió las danzas orientales sensuales que ejecutaba un grupo de bailarinas egipcias, que actuaba en la ciudad. Practicaba cada día con su maestra, Leila, una mujer de abultado pecho, anchas caderas y ojos almendrados y amarillos.
– Podríais ganaros la vida con esto, Alteza, y no tener uno, sino media docena de sultanes a vuestros pies -dijo Leila al cabo de pocas semanas.
Teadora se echó a reír.
– No deseo a ninguno, salvo a mi señor Murat, Leila. Bailaré sólo para él.
– Deberá sentirse honrado, Alteza, pues nunca vi a nadie que danzase con tanta gracia y tanta pasión. ¡Qué bien sentís la música! Bailad mañana para él como habéis bailado hoy, ¡y será vuestro esclavo! ¡Despertaréis su deseo como jamás lo despertó ninguna mujer! No puedo enseñaros más.
Teadora estaba satisfecha. Al día siguiente volvería Murat, después de estar dos meses en el frente de la batalla, y Adora había preparado su recibimiento con sumo cuidado. Cuando el sultán llegó al casi terminado Serrallo de la Isla, ella lo recibió cariñosamente, con sus tres hijos a su alrededor, como polluelos, aunque los gemelos apenas eran capaces de mantenerse en pie. Por si lo había olvidado, esto tenía que recordar a Murat la posición que ocupaba ella en su vida.
Después, las niñeras llevaron a los pequeños y Adora condujo a su señor a sus propias habitaciones y le ayudó a quitarse las prendas sucias por el viaje.
– Tu baño te espera, mi señor -dijo-. He preparado una velada que espero que te satisfaga. Tengo una sorpresa.
Y se marchó antes de que él pudiese responder. Murat se encontró en su baño, servido por seis jóvenes núbiles, las más exquisitas que jamás hubiese visto, todas completamente desnudas. Realizaron con calma la tarea de lavarlo y afeitarlo.
Lo enjugaron con suaves toallas y después le dieron masaje con aceites perfumados. Su lascivia natural empezó a manifestarse en un delicioso cosquilleo. Pero antes de que pudiese aprovecharse de los encantos que lo rodeaban, los hábiles dedos de la linda masajista le adormecieron.
Se despertó una hora más tarde, deliciosamente refrescado, y se encontró con una mujer mayor lujosamente vestida que le ofrecía una tacita de café dulce y caliente. Lo bebió de un trago. Se levantó y en seguida lo rodeó una nube de esclavas que le untaron el cuerpo con almizcle y lo envolvieron en una túnica de terciopelo azul oscuro, bordada en la orilla, los puños y el cuello con hilo de plata, turquesas y perlas. Se cerraba con unos broches en forma de ranas de plata sobre botones turquesa. Estaba forrada con tiras alternas de seda y pieles suaves. El efecto sobre su piel desnuda era sensual y delicioso. Las zapatillas eran de piel de oveja, teñidas de azul para que hiciesen juego con la túnica y forradas de lana. Le colgaron del cuello una cadena de oro con un medallón enjoyado. Luego le deslizaron varios anillos en los dedos: una perla grande, un zafiro y una turquesa.
La mujer mayor que le había ofrecido el café parecía supervisarlo todo y, cuando él estuvo vestido, dijo:
– Si mi señor quiere seguirme, la comida y la diversión le están esperando.
– ¿Dónde está la dama Teadora?
– Se reunirá con vos, mi amo. Mientras tanto, os pide que comáis y os divirtáis, mi señor.
La mujer lo dejó en el salón, donde habían instalado una mesa baja. Se sentó sobre unos almohadones de brillantes colores e inmediatamente acudieron dos hermosas muchachas. Una de ellas pinchó ostras crudas y se las metió en la boca. La otra le enjugó cuidadosamente las comisuras de los labios con una servilleta de hilo, para detener los jugos antes de que fluyesen.
Jamás había sido servido un otomano de una manera tan espléndida. Eran costumbres bizantinas, y Murat pensó que le gustaban muchísimo. Las jóvenes que le servían estaban desnudas de cintura para arriba y los pantalones de seda de color de rosa eran tan transparentes que nada dejaban a la imaginación. Ambas eran rubias y tenían los ojos azules. Los cabellos habían sido peinados en trenzas únicas, y llevaban unas finas cadenas de oro sobre la cabeza. Una perla como una lágrima pendía en el centro de la frente de cada una.
Un tass kebab siguió a las ostras: tiernos pedazos de cordero lechal con cebollas y manzanas cocidas, sobre un fondo de arroz pilaf. Ahora, la otra muchacha lo alimentó, mientras la primera doblaba la servilleta. Luego rebañó el jugo de la carne con pedazos de pan blando y se los llevó a la boca. Yogur con miel y café pusieron fin a la comida. Murat estaba disfrutando de lo lindo. Se sentía limpio, caliente, relajado y bien alimentado. Y también empezaba a sentirse muy tierno.
Retiraron los platos y empezó la diversión. Reclinado sobre los almohadones y abrazando a una muchacha con cada brazo, sonrió al ver que un grupo de perritos eran colocados en su sitio por su viejo amaestrador. También le divirtieron mucho tres mujeres malabaristas que hacían también acrobacia.
Entonces empezó a sonar música detrás de un biombo tallado. Seis doncellas con faldas y blusas rojas y doradas empezaron a bailar para él.
Bailaban bien, pero, de pronto, el ritmo de la música varió sutilmente y las seis jóvenes desaparecieron. En seguida apareció una danzarina velada, envuelta en sedas negra, plata y oro. Hizo sonar los tais de latón de sus dedos, desafiando a los músicos ocultos. Lenta y sensualmente, el cuerpo de la mujer osciló al compás de la música. El sultán comprendió, cuando la mujer desprendió la primera seda, que iba a representar la danza de los velos.
El primero había cubierto los cabellos, que eran, por sí solos, un velo largo, oscuro y brillante. El segundo y el tercero dejaron al descubierto la espalda y después los pechos. Blancos conos rematados de coral, de carne firme, se movieron provocativamente al ritmo del baile.
El sultán contuvo el aliento al observar las tentaciones gemelas e inclinarse hacia delante, sin darse cuenta en absoluto de que sus manos estrechaban afanosamente un seno perteneciente a cada una de sus acompañantes. Al excitarle más la bailarina sintió que el miembro se le endurecía y palpitaba debajo de la lujosa túnica. Pellizcó cruelmente los pezones, pero las jóvenes esclavas no se atrevieron a gritar, por miedo de disgustar a su dueño.
La música se hizo más insinuante y la danzarina retorció el hermoso cuerpo en una obvia imitación de una actitud pasional. Debajo de los brillantes velos que caían uno a uno, se hacían visibles las piernas. Al aumentar su deseo, Murat se preguntó quién sería ella y por qué no había bailado nunca, hasta entonces, para él. Debía de ser nueva en el harén. ¿Sería la cara tan bella como el cuerpo? Soltando la presa cruel sobre sus dos acompañantes y sentándose con las piernas cruzadas, dejó que su afán se apoderase completamente de él. Despidió a las dos doncellas con un ademán y se quedó solo con la misteriosa bailarina.
Empezó a aumentar la intensidad de la música. La danzarina giró y las sedas restantes se extendieron como los pétalos de una flor alrededor del tallo. La mujer se acercó, incitante, rozándole con las puntas de sus rollizos senos. El sultán percibió el calor de su adorable cuerpo y el olor de su perfume. Le resultaba sumamente familiar. Los ojos de la bailarina brillaban como joyas sobre el velo negro bajo la temblorosa luz de la lámpara, y Murat alargó los brazos. Ella le esquivó con una risa grave.
El sultán entornó los ojos amenazador amenté, pero entonces torció la boca en una sonrisa. La dejaría terminar el baile. Pero después… El cuerpo lascivo de la mujer osciló en los incitantes movimientos finales de la danza. De pronto, cayeron todos los velos restantes, salvo el que ocultaba el rostro, y ella se irguió, orgullosamente desnuda, ante Murat durante un momento, antes de agacharse sobre el suelo, en actitud de sumisión.
El se levantó, temblando de lujuria. Se acercó a la bailarina, la levantó y le arrancó el velo de la cara.
– ¡Adora! -exclamó, con incredulidad.
– ¿Te ha gustado mi señor?
El la empujó sobre los almohadones, se abrió la túnica y se lanzó encima de ella. Las cálidas manos de Adora le ayudaron a encontrar el camino. Él la penetró profundamente, estrujándole las nalgas.
– ¡Zorra! ¡Cariño! ¡Tentadora! ¡Malvada! ¡Zorra! -murmuró, redoblando sus ataques.
Ella se le entregó por completo, gozando con la pasión y la furia de Murat. Había estado demasiado tiempo sola y, si él tenía hambre de ella, Adora lo igualaba en su pasión. Sintió nacer un grito en el fondo de su ser y, pronunciando el nombre de su señor en un sollozo, se le rindió de una manera total.
Consciente de su rendición, pero completamente perdido en el calor y la dulzura de Adora, Murat gruñó de satisfacción y se dispuso a llegar al punto culminante. Ambos estaban tan excitados que el clímax cegador los dejó agotados y estremecidos.
Yacieron exhaustos, respirando agitadamente. Por fin Murat recuperó la voz.
– ¡Mujer! -dijo, enérgicamente-. Eres una fuente inagotable de sorpresas para mí. ¿Acaso tu variedad no tiene fin, Adora? En nombre de Alá, ¿dónde aprendiste a bailar así?
Ella rió entrecortadamente.
– Hace unas semanas estuvo en la ciudad un grupo de danzarinas egipcias. La primera bailarina, Leila, me enseñó aquí, en palacio. Dice que tengo un talento natural. ¿Te ha gustado de veras, mi señor?
– ¡Por Alá! ¿Y me lo preguntas?
– ¿Y violas de esta manera a todas las bailarinas que te gustan? -le pinchó ella.
– Ninguna mujer había bailado ante mí como lo has hecho tú, amada mía. No permitiré que dances ante nadie más. Ni siquiera mis invitados más distinguidos presenciarán jamás tu actuación.
La abrazó y la besó, introduciendo suavemente la lengua entre sus dientes para acariciar, para despertar, para avivar el fuego de la pasión. Ella suspiró profundamente y correspondió a su beso, suave y sumisa la boca, chupando, provocativa, la lengua de Murat.
Cuando al fin dejaron de besarse, ya sin aliento, él le murmuró al oído:
– No hay nadie como tú en el mundo, Adora. Eres única entre las mujeres, una piedra preciosa inestimable entre montones de granos de arena sin valor. A las otras las deseo de vez en cuando, porque el hombre necesita variedad. Pero a ti te quiero, cariño. No debo estar nunca sin ti.
Adora temblaba de alegría, aunque lo disimulaba. Murat no debía saber nunca lo vital que era para la propia existencia de Adora. Ella lo amaba ahora como no había querido jamás a ningún otro hombre, ni siquiera a su adorado Alejandro. Pero él no debía saberlo, pues podría emplear esta fuerza especial para dominarla. Se levantó de los revueltos almohadones y le tendió una mano.
– Ven a mi cama, mi señor -lo invitó suavemente-. Ven a mi lecho, mi amor. La noche es joven.
Con los ojos negros ardiendo como carbones encendidos, él la levantó en brazos, enterrando la cara acalorada en la maraña perfumada de sus cabellos de seda.
– ¡Mujer! -murmuró con voz ronca, y la transportó por el corto pasillo que juntaba sus patios-. ¡Mujer! ¡El recuerdo de esta noche me acompañará siempre, aunque viva cien años!
Elena, emperatriz de Bizancio, miró con disimulada satisfacción a la mujer que tenía delante. Era baja, de grandes pechos colgantes. Elena la había observado en secreto en el baño y sabía que, debajo de las ricas vestiduras, se ocultaban unos muslos gruesos, un vientre caído y una cadera enorme. Tanto la blanquísima piel como los cabellos castaños y mates eran ásperos. Y aunque los ojos eran de un color topacio bastante bonito, parecían pequeños como los de un cerdo por culpa de las rollizas mejillas, que se había pintado de rojo en un vano intento de parecer joven. Llevaba una túnica de brocado púrpura, ribeteada de plumas de vencejo en el cuello y las mangas. Éstas eran abiertas y permitían ver, debajo, una tela de oro.
Era Mará, hija de un sacerdote griego llamado Sergio. Mará era madre del primer hijo de Murat, Cuntuz. Elena había tardado algún tiempo en localizar a Mará, pues, aunque era hija de un santo varón, también era una ramera, por naturaleza y por profesión. Murat no había sido su primer amante, aunque ella había sostenido siempre que era el padre de su hijo.
Expulsada de su pueblo, en la península de Gallípoli, por sus irritados padres, se había convertido en seguidora del ejército turco, y servía a cualquier hombre que pagase su precio. Su hijo se había quedado con los abuelos, que, aunque indignados por la moral de su hija, cuidaban del pequeño.
A Cuntuz le habían echado continuamente en cara el mal comportamiento de su madre, la calidad de infiel malvado de su padre y su propia condición de bastardo. Los chicos del pueblo habían sido despiadados. Y sus abuelos, no más considerados que los demás, le repetían constantemente lo afortunado que era de poder contar con su caridad. Lo obligaban a pasar mucho tiempo en la iglesia, rogando a Dios que perdonase la vergüenza de su propia existencia, condenase a sus malvados padres al fuego eterno del infierno y bendijese a sus maravillosos abuelos, que lo habían acogido en su hogar.
Cuntuz tenía ahora doce años y medio. De pronto, su madre, ricamente vestida y con la bolsa llena, se presentó para reclamarlo. El recordaba haberla visto solamente tres veces en su vida, la última de ellas hacía cuatro años. Apenas la conocía y no le gustaba. Pero colocado ante el dilema de permanecer con sus maledicientes abuelos, que no paraban de pedirle que recordase su alma inmortal y se quedase con ellos, o irse con su madre, quien le prometía que sería príncipe, la elección era fácil. Y lo fue todavía más cuando su madre, con ojo de buena conocedora, le dijo taimadamente: «Pronto serás un hombre, hijo mío, y cuidaré de que tengas muchas jóvenes hermosas que te satisfagan.» Últimamente, había sentido impulsos extraños que lo habían llevado a espiar a las doncellas del pueblo cuando se bañaban en un riachuelo próximo.
Él y su madre habían ido a Constantinopla, donde permanecieron varios meses en un pequeño palacio, como invitados de la emperatriz. Cuntuz había recibido lecciones de urbanidad elemental y un maestro de dicción había eliminado el acento áspero y pueblerino de su lenguaje. Y había hecho un amigo, el primero que tenía en toda su vida. Era el príncipe Andrónico, hijo mayor de la emperatriz, un joven de quince años.
Los muchachos llegaron a ser inseparables, para irritación de la emperatriz, que se veía obligada a apretar los dientes y aceptar la situación. Solamente la certeza de que pronto enviaría a Cuntuz y su madre con el padre de aquél, en Adrianópolis, evitó que Elena emprendiese alguna acción más firme. Consideraba que Cuntuz no era un compañero digno de su hijo.
Andrónico se parecía mucho a Cuntuz. Al crecer en la ciudad, había tenido más oportunidades de desarrollar la faceta desagradable de su naturaleza. No se parecía en nada a su guapo y simpático hermano menor, Manuel, que contraía amistades con facilidad. Andrónico apenas había tenido amigos. La franca admiración del nuevo muchacho lo conquistó.
El día que Cuntuz cumplió trece años, el príncipe Andrónico llevó a su nuevo amigo a un burdel selecto. Allí, el muchacho se hizo hombre. Un hombre que, como su amigo leal, era aficionado a la crueldad y a la perversión. Los muchachos empezaron a pasar cada vez más tiempo en las casas de lenocinio de la ciudad. A solas, cada uno era inofensivo; pero juntos se volvían peligrosos, pues su crueldad no tenía límites. Su llegada, cada noche, a una casa de placer podía poner terriblemente nerviosa a la dueña, que se preguntaba si perdería alguna de sus chicas. Andrónico y Cuntuz hacían de la vida una tortura insoportable para las jóvenes prostitutas de Constantinopla, pues nunca iban a la misma casa dos noches seguidas y nadie sabía dónde cometerían la siguiente maldad. Afortunadamente, antes de que pudiesen matar a alguien, Cuntuz tuvo que viajar a Adrianópolis.
Ahora estaba con su madre delante de la emperatriz. Se dijo que Elena tenía unas bellas y grandes tetas. Se preguntó qué sentiría chupando aquellos pechos y después mordiendo con fuerza los pezones, haciéndola gritar con el terrible dolor que le causaría. Permaneció callado, desnudando mentalmente a su benefactora real y preguntándose si sería verdad lo que decían de ella. Se la imaginaba doblada por la cintura, suplicando piedad mientras él levantaba ronchas en su redondo y suave trasero con un látigo. Entonces, cuando sus rollizas y lindas mejillas se pusiesen coloradas le daría por detrás. Sintió que su miembro se endurecía debajo de su elegante vestidura.
Observando la lascivia no disimulada en el rostro del muchacho, Elena comprendió más o menos lo que estaba pensando y se preguntó si valía la pena arriesgarse. Si Juan se enteraba, le costaría caro. Pero si se andaba con mucho, muchísimo cuidado, no lo descubriría. En este mismo palacio había una habitación secreta y sin ventanas, provista de un diván para tales ocasiones. El chico y su madre se marcharían por la mañana. Tal vez… ¡No! ¡Sí! Más tarde haría que le llevasen el muchacho para unas pocas horas. Había oído decir que era insaciable. Se obligó a concentrarse en lo que estaba diciendo la madre idiota del muchacho.
– ¿Estáis segura -preguntó Mará, con voz temblorosa-de qué Murat nos recibirá bien en Adrianópolis?
– ¡Desde luego! -respondió vivamente Elena. Dios mío, aquella mujer la volvía loca-. ¿Cuántas veces he de decirte que estará encantado de tener a Cuntuz a su lado? Sus otros hijos son muy pequeños. Murat, como guerrero, está en constante peligro de que lo maten. ¿Crees que si esto ocurriese los otomanos recibirían de buen grado los llorones hijos de mi hermana como herederos de Murat? Preferirían con mucho a Cuntuz, que ya es casi un hombre adulto. Entonces tu hijo podría asegurar su propia sucesión a la manera otomana, estrangulando a sus hermanastros. Y tú, querida Mará, serás una mujer muy poderosa cuando tu hijo suceda a su padre en el trono.
Mará se humedeció nerviosamente los labios.
– El sultán Murat no ha visto nunca a mi hijo. Cuando le dije que estaba preñada me dio dinero, pero nunca volví a verlo. Ni siquiera reconoció al muchacho.
– Tampoco lo ha negado -adujo Elena-. Tranquilízate, mi querida Mará. Todo irá bien. Y si, Dios no lo quiera, Murat te despidiese, siempre habrá un sitio para ti entre mis damas. Tienes mi protección.
Fue una promesa fácil de hacer, pues Elena no creía que el sultán los despidiese. Y si lo hacía, sería con una renta. Y Teadora habría sufrido un daño. ¡Su hermana no se sentiría entonces tan satisfecha!
La emperatriz se levantó y sonrió a la gorda mujer.
– Ahora me despediré de ti, amiga mía, pues tendrás que partir temprano por la mañana. Príncipe Cuntuz, si quieres visitarme dentro de una hora, te daré las últimas instrucciones sobre cómo has de comportarte en la corte otomana.
Y Elena salió de la habitación.
Cuando se hubo marchado, Mará se volvió a su hijo. ^ -Desde luego, lo que quiere esa zorra es un revolcón contigo.
Él sonrió.
– Le haré pasar un rato que tardará en olvidar, querida madre. Se arrastrará pidiendo misericordia cuando haya acabado con ella. Asegúrate de ser igualmente amable con mi amigo Andrónico. Jura que eres la mejor pieza que ha tenido jamás, Jyle dice que haces con la boca cosas maravillosas que pueden enloquecer a un hombre.
– Una alabanza insignificante proviniendo de un chico de quince años -replicó agriamente Mará-. No quemes todos tus puentes con la emperatriz, Cuntuz. A pesar de lo que ella dice, es posible que tengamos que volver aquí. En realidad, no creo que el sultán nos reciba de buen grado. Pero lo intentaré por ti, pues te lo debo.
– ¿Soy realmente hijo suyo?
– Creo que sí. Cuando un hombre me trataba como él, no me iba con otro. Incluso llegué a imaginar que estaba enamorada de Murat. Ay, Cuntuz, hubieses debido verme entonces. Era una chiquilla de bellos pechos y piel como la mejor seda blanca de Bursa. ¡Un hombre podía rodearme la cintura con las manos!
Él la miró con incredulidad. No podía imaginarse que esta montaña de carne hubiese sido delgada y deseable. Pero en aquel tiempo debía de tener algo más que un sexo bien dispuesto para atraer a su padre, aunque fuese por tan poco tiempo. En todo caso, le disgustaba menos que cuando habían unido por primera vez sus fuerzas. Pensaba realmente que ella había tratado, como estaba haciendo ahora, de escoger lo mejor para él. Dio unas torpes palmadas en la enjoyada mano.
– Será mejor que salgamos ahora, madre, o llegaremos tarde a nuestras citas.
Una semana después, el sultán Murat se encontró delante de un hijo casi adulto y de la madre de este hijo. Ni siquiera recordaba su existencia. La campesina que había tenido para su placer en la península de Gallípoli había carecido de importancia para él. Le había atraído con sus ojos dorados y sus grandes senos. Conocía a otros hombres y a él le tenía sin cuidado que le fuese infiel. Sencillamente, la tenía a su disposición cuando lo deseaba. Esto había bastado, pues estaba desesperado por la terrible pérdida de Adora en brazos de su padre. Cuando Mará le anunció su maternidad inminente, no lo discutió, sino que le dio dinero para librarse de ella y buscó una compañía menos comprometedora. Ni siquiera se había enterado del sexo de la criatura, ni de si vivía o había muerto. Le importaba demasiado poco para averiguarlo.
Desde el principio, el hombre y el muchacho no se cayeron bien. Murat miró a Cuntuz. El chico era blando, inculto. Su boca mostraba ya señales de disipación. Los ojos eran crueles y huidizos. Cuntuz miró a su «padre» y vio a un hombre duro y triunfante cuyas hazañas jamás podría igualar. Odió a Murat por esto.
El sultán no quiso confirmar ni negar su paternidad. Tampoco nombró a Cuntuz su heredero legal. Esta posición correspondía al príncipe Bajazet, de cuatro años, seguido de sus hermanos gemelos. Para fortalecer su decisión, Murat llamó a los ulemas, los legisladores musulmanes, para que comentasen su juicio y lo confirmasen o rechazasen. Aceptaría su decisión. Después de una larga y cuidadosa consideración, los ulemas estuvieron de acuerdo con el sultán. No deseaban sembrar dudas sobre el nacimiento de un niño inocente, pero la reputación de Mará era muy dudosa. Nadie, ni siquiera su madre, podía estar absolutamente segura de la paternidad de Cuntuz. Y en lo concerniente a la estirpe de Osmán, no podía existir la menor duda. El príncipe Bajazet fue confirmado como heredero de su padre.
El sultán convino en conceder una pensión a Mará; pero ésta debía volver a Constantinopla. No había sitio para ella en Adrianópolis. Murat rió para sus adentros. Adora y su harén estaban sólidamente unidos por primera vez desde que él era sultán. Adora sabía muy bien quién había enviado a Mará y Cuntuz ante Murat. Y le indignó que su propia hermana tratase de sustituir al hermoso e inteligente pequeño Bajazet por aquel muchacho horrible que la había desnudado con la mirada en las dos ocasiones en que se habían visto. Adora se negaba a creer que Murat hubiese engendrado un hijo semejante.
Las otras mujeres del harén no querían, simplemente, más competencia. Adora era suficiente.
Cuntuz permanecería en Adrianópolis. Siempre existía la posibilidad de que fuese hijo de Murat, y éste creía que debía algo al muchacho si esto era verdad. Cuntuz recibiría educación académica y militar. Si tenía talento, tal vez podría ser útil al Imperio.
Cuntuz no quería quedarse. Deseaba volver a Constantinopla y reemprender su vida de borracheras y mujeres, con su amigo el príncipe Andrónico. Pero su madre lo desengañó rápidamente.
– Con el dinero que me dará tu padre podré inaugurar mi propia casa de placer -dijo Mará a su hijo-. Sé lo que gusta a los hombres y a las mujeres de Bizancio, y satisfaré sus gustos. Ya no hay sitio para ti en mi vida. Quédate con el sultán y tu fortuna está hecha. Si no te conviene mi plan, puedes volver con tus abuelos. No creo que esto te divierta.
– Puedo quedarme con Andrónico -replicó el muchacho-. Es mi amigo.
– ¡No seas tonto! -replicó su madre-. ¿Crees que la emperatriz permitirá que continúe esta relación, si no le eres de utilidad? Si has venido aquí, ha sido por ella. O te quedas o vuelves con tus abuelos.
En realidad, no podía elegir. Cuntuz se quedó. De mal grado, pues el sultán había dado órdenes de que lo trataran como a cualquier otro muchacho en la escuela del palacio. Así, lo azotaban por sus errores, que menudeaban. Y así concibió, el ya malévolo muchacho, un odio brutal contra el sultán Murat y los hijos reconocidos de éste.
Cuntuz tenía que esperar la hora propicia. Pero era joven y, en definitiva, llevaría a cabo su venganza.
El zar de los búlgaros había muerto a una edad muy avanzada, y había dejado a sus tres hijos mayores peleando entre ellos por su reino. El príncipe Lazar dominaba en el norte. El príncipe Vukashin en el sur. Entre los dos encontrábase su hermano mayor, Iván, quien consideraba que todo le pertenecía a él.
Al otro lado de los Balcanes, el sultán esperaba a ver cuál de ellos le pediría ayuda. Cuando lo hicieron todos, calculó cuidadosamente las posiciones de cada cual y decidió que, cuando llegase el momento de elegir, se inclinaría por el mayor, el príncipe Iván, Vukashin era un mal general. Murat lo derrotó y anexionó rápidamente la parte sur del reino del difunto zar.
El príncipe Lazar se encontraba ahora bajo el asedio de un ejército de cruzados húngaros que, con la bendición del papa, trataban de apoderarse de su reino. Doscientos mil búlgaros fueron convertidos a la fuerza por los franciscanos del rito ortodoxo al latino. El sultán atacó y fue bien recibido por los perseguidos búlgaros, como el salvador que restablecería su libertad de culto. Y así lo hizo…, bajo sus condiciones acostumbradas. Los búlgaros estaban demasiado contentos de librarse de los secuaces de la Iglesia latina para preocuparse de que sus hijos pudiesen ser reclutados como jenízaros.
El zar Iván se encontró libre de rivales, pero enfrentado a un formidable adversario. Continuaría reinando, aunque bajo
las condiciones del sultán Murat. Siguiendo el ejemplo de los emperadores de Bizancio, Iván se convirtió en vasallo del otomano. Su hija, Tamar, ingresó en el harén del sultán.
Sabedor de que Murat amaba a Adora, Iván imitó a los bizantinos. La dote de Tamar sería pagada en oro, pero sólo cuando la unión diese fruto. Siempre cabía la posibilidad de que su hija suplantase a Teadora. Pero, si no ocurría así, tendría al menos un hijo para consolarla.
Teadora se enfureció cuando se enteró de que Murat había aceptado las condiciones del zar búlgaro, pero trató de disimular su cólera. La muchacha podía convertirse en una seria rival. No era una doncella corriente de harén, sino una princesa, como ella misma.
Adora se miró al espejo de cristal veneciano que le había regalado Murat al nacer los gemelos. Sus cabellos eran todavía oscuros y brillantes, con reflejos dorados rojizos; sus ojos conservaban el bello color amatista purpúreo, y su piel era blanca y tersa. Pero suspiró, había cumplido veintinueve años y la princesa Tamar tenía solamente quince. ¡Dios mío! ¡Su rival era de la misma edad que su hijo Halil!
Sólo podía esperar que la muchacha fuese mal parecida. De lo contrario, ¿cómo podría ella competir con la juventud? Adora tenía sus dudas. Murat, que estaba en la mitad de los cuarenta, se acercaba a una edad peligrosa. ¿Seguiría amándola después de las noches que pasara en la cama de la joven? Sintió que rodaban lágrimas por sus mejillas.
Entonces llegó Murat, vio las lágrimas y presumió el motivo.
– No, paloma -dijo, haciendo que se volviese para acunarla en sus brazos. Ella protestó débilmente, tratando de volver la mojada cara-. Adora -y el sonido de aquella voz grave y acariciadora le produjo un escalofrío-, es un convenio político. El zar Iván espera mantenerme a raya, valiéndose de su hija. Difícilmente podía rechazar el ofrecimiento.
– ¿Por qué? -murmuró ella, llorosa-. Tienes un harén lleno de mujeres. ¿Necesitabas realmente otra?
El se echó a reír.
– ¡Habría sido una descortesía por mi parte rechazar a la hija del zar!
– ¿Es hermosa?
– Sí -respondió sinceramente él-. Es muy joven y muy bonita. Pero no es de mi gusto, no es mi amor. Tú eres mi único amor, Adora.
»Sin embargo, cumpliré mi palabra. Llevaré esta doncella a mi cama y la tendré allí hasta que se hinche con mi simiente. Entonces cobraré la dote. Necesitamos todo el oro que podamos reunir, Adora. Construir un imperio resulta caro.
»Y tendrás que ayudarme, paloma. No te enemistes con Tamar. No es necesario que seas su amiga, si no lo deseas; pero mantente en una posición desde la que puedas vigilarla, pues no me fío del zar. Creo que envía a su hija para espiarme.
»Para que no surjan dudas sobre tu posición en mi vida y en mi casa, he preparado un decreto que se publicará el día en que acepte a Tamar en mi casa. Te eleva a la categoría de baskadin. Ya he nombrado herederos míos a tus hijos.
Ella le echó los brazos al cuello y lo besó apasionadamente.
– ¡Gracias, mi señor! ¡Oh, gracias! ¡Te amo tanto, Murat!
Él le dirigió una sonrisa infantil.
– Yo también te amo, paloma.
Y era verdad. La había esclavizado, pero ella no se había humillado. Como una flor después de una tormenta, siempre se erguía para brillar de nuevo. Era su magnífica y orgullosa princesa, y no quería más compañera que ella.
Sin embargo, era otomano y llevaría a Tamar de Bulgaria a su cama. Aunque volvería a Adora, Tamar sería una deliciosa diversión. Recordó el día en que la había visto por primera vez. Había entrado en Veliko Turnovo, la capital de Iván, al frente de un gran ejército. El mensaje para los búlgaros fue claro.
Durante aquella visita, Iván ofreció su hija a Murat. Los dos estaban sentados en un pequeño salón del castillo del zar. La habitación estaba iluminada con velas de cera pura que proyectaban una suave y agradable luz dorada. Entró una muchacha, seguida de una vieja. Al principio, Murat no le vio la cara, pues la niña mantenía modestamente inclinada la cabeza. Las dos permanecieron de pie en silencio ante los hombres, y el zar hizo una señal con la cabeza. La vieja desprendió la capa de terciopelo que cubría a la muchacha. Tamar se quedó desnuda ante su padre y su presunto señor.
– Es perfecta -espetó rudamente el zar.
Murat abrió los ojos sólo lo suficiente para mostrar su interés, pero no dijo nada. Le sorprendía que el zar encomiase de aquella manera los encantos de su hija. Evidentemente, Iván ansiaba colocarla en la casa de Murat.
– Niña, levanta la cabeza y deja que el sultán te vea la cara -ordenó Iván.
Tamar obedeció y Murat quedó agradablemente impresionado. La cara de la muchacha era ovalada y blanca, sonrosada en las mejillas. Los ojos protegidos por espesas pestañas de color de oro viejo, bajo unas cejas delicadamente arqueadas y de un castaño dorado, eran grandes y también de color castaño. Pero carecían de expresión. Era como si la niña se hubiese desentendido de todo lo que le sucedía. La nariz era pequeña y recta. La barbilla tenía un delicado hoyuelo. La boca roja era grande y bien formada.
Mantenía alta la cabeza, y él resiguió con la mirada el cuello de cisne hasta los pequeños y redondos pechos, con sus pezones rosados, duros y encogidos bajo el frío de la habitación, como capullos cerrados. El ombligo era redondeado; la cintura, fina; las caderas, anchas, las piernas, esbeltas y bien formadas, con pies pequeños y arqueados. Sin que nadie se lo dijese, la niña giró ahora lentamente hasta darles la espalda. Ésta era larga, bella y suave, y terminaba en un pequeño y rollizo trasero, con hoyuelos.
La vieja arpía que cuidaba de la doncella le soltó los cabellos, que resbalaron sobre la espalda hasta el suelo. Murat se quedó realmente impresionado. Los cabellos de Tamar tenían el color del sol de abril y el sultán no había visto nunca nada parecido. Eran espesos y brillantes y caían en suaves ondas. Incapaz de contenerse, Murat se levantó y se acercó a la niña. Alargó una mano y acarició la lustrosa mata. Al tomarlos entre los dedos, sintió la increíble textura de los cabellos. Eran suaves como la flor del cardo, pero no demasiado finos. ¡Maldición! ¡El zar era un viejo zorro! Desde luego, él no amaría nunca a aquella joven, pero ahora ansiaba adueñarse de ella y de aquellos fabulosos cabellos.
– ¿Es virgen? -preguntó, sin pensarlo. El zar sonrió y asintió con un gesto. Irritado por el aire de superioridad de Iván, Murat dijo brutalmente:
– Tendré que comprobarlo. Antes de que me acueste con la muchacha, mi médico árabe dictaminará sobre la cuestión. Y estad seguro de que también yo puedo distinguir a una verdadera virgen. No me dejo engañar por el llanto y por las demostraciones falsas de dolor. Por consiguiente, Iván, debéis ser sincero conmigo. Si vos o vuestra hija me engañáis, la entregaré a mis soldados cuando haya terminado con ella.
La niña palideció, jadeó y se tambaleó. Sosteniéndola antes de que cayese al suelo, Murat fue incapaz de resistir la tentación de acariciar un pequeño seno. Tamar se estremeció primero y, después, enrojeció confusa. Esto dijo a Murat lo que quería saber. Aunque haría que el médico lo comprobase, estaba seguro de que la niña era virgen.
Ahora había llegado el día de que Tamar entrase en el harén del sultán Murat. Como venía en calidad de concubina y no de esposa, su recibimiento fue sencillo. Cuando se apeó de su litera, no la saludó el sultán, como había esperado, sino una joven hermosa y ricamente ataviada.
– Bienvenida al serrallo de la isla, Tamar de los búlgaros. Yo soy Teadora de Bizancio, la baskadin del sultán.
– Yo esperaba que me recibiese el sultán -replicó groseramente Tamar.
– Y lo habría hecho si fuese un príncipe cristiano o si vinieseis como su esposa. Pero, ¡ay!, los sultanes musulmanes tienen costumbres diferentes, y nosotras, las pobres princesas cristianas que somos enviadas a un concubinato político tenemos que aprender a soportarlas. -Rió y le rodeó la cintura con un brazo-. Venid, querida. Apuesto a que estáis cansada, hambrienta y tal vez incluso un poco asustada. Tendréis una bella y espaciosa residencia propia en el harén. Pero primero necesitáis un baño para quitaros el polvo del viaje, una buena comida caliente y una noche de descanso. Tamar se desprendió del amistoso brazo.
– ¿Dónele está el señor Murat? ¿Cuándo lo veré? ¡Exijo que me lo digáis!
Teadora asió firmemente a la muchacha de la mano y tiró de ella hacia la intimidad de su propio salón en el Patio de los Enamorados. Allí le soltó la mano, se enfrentó a la niña y dijo enérgicamente:
– Creo que es hora de que os enfrentéis a la realidad de vuestra situación, querida. No sois esposa del sultán. Seréis una de sus muchas concubinas. El sultán Murat no tiene esposa, y nunca se casará. Tiene un harén para satisfacer sus caprichos. Y tiene una kadin. Una kadin, Tamar, es una doncella que le ha dado hijos y a quien el sultán desea honrar.
»Yo soy la kadin de mi señor. Su única kadin. Mis hijos, Bajazet, Osmán y Orján, son los herederos de Murat. Quisiera que fuésemos amigas, pues la felicidad de mi señor es mi primer deber. Pero sabed, Tamar, que en el harén sólo la palabra del sultán vale más que la mía.
»Veréis a nuestro señor Murat cuando él lo desee, no antes. No debéis exigir nada, solamente el sultán puede exigir. Mi señor creyó que estaríais agotada y ordenó que descansarais esta noche.
Cuando la muchacha frunció el ceño, con visible irritación,
Teadora perdió la paciencia.
– Me han dicho que sois virgen, pero nunca había visto una virgen que ansiase tanto la cama de su señor -espetó agriamente.
La joven se ruborizó.
– No estoy ansiosa -murmuró-. No esperaba este recibimiento. ¿Es siempre igual aquí?
– ¿Qué os dijeron acerca del harén?
Tamar enrojeció de nuevo.
– Me dijeron que, pasara lo que pasase, debía recordar que era por mi país. Que los campesinos me venerarían como a una santa.
Adora reprimió la risa para no ofender a la muchacha.
– Estoy segura de que también harían veladas referencias a orgías y a un libertinaje desenfrenado. Temo que vamos a desilusionaros, Tamar. El sultán es un hombre cabal. El noble cristiano tiene una esposa legítima, una amante de la que hace gala y varias amigas secretas, y ejerce el derecho de pernada con todas las vírgenes que se ponen a su alcance. El sultán es mucho más honrado. Tiene un harén de mujeres. Las madres de sus hijos son reverenciadas, pues los musulmanes veneran la maternidad. Las jóvenes que no gozan de su favor son entregadas como esposas a aquellos a quienes el sultán quiere premiar. Las mujeres más viejas reciben una pensión. ¿Existe tanta honradez en el mundo cristiano?
– ¿Sois musulmana, mi señora? -preguntó, temerosa, la muchacha.
– No, Tamar; soy miembro fiel de la Iglesia oriental, lo mismo que vos. El padre Lucas dice misa todos los días en mi capilla particular. Os ofrezco de buen grado que os unáis a mí en mis devociones. Sin embargo, propongo de momento que volvamos a nuestro plan: un baño, una comida y una buena noche de descanso.
Adora acompañó a la aturdida muchacha al harén, que estaba situado en el Patio de las Fuentes Enjoyadas. Tamar intentó mostrarse altiva, pero la vista de un salón lleno de hermosas mujeres resultaba tan fascinadora como inquietante. Su padre le había dicho que se ganase el afecto del sultán, de modo que éste pudiese confiar en ella. Después debía pasar a su padre toda la información que pudiese obtener. ¿Cómo podía ganarse la confianza del sultán, pensó con tristeza, cuando incluso le costaría trabajo llamarle la atención?
No solamente esto, sino que la información que le había dado su padre con respecto a la princesa Teadora era evidentemente incorrecta. El zar Iván había asegurado a su hija que la princesa bizantina era solamente una de las mujeres del harén. No tenía autoridad ni representaba un papel especial en la vida del sultán. Además, era una mujer mayor, prácticamente una vieja. ¿No había sido esposa del sultán Orján? Tamar estaba ya componiendo en su mente una carta en duros términos a su padre. Lanzando una última mirada alrededor del salón, se dio cuenta de que nada podía ofrecer a Murat que no tuviesen las otras mujeres, salvo, posiblemente, sus adorables cabellos.
Adora instaló a la muchacha lo más cómodamente posible y, después, la dejó al cuidado de sus esclavas. Comprendía la tentación de Murat. La doncella era sin duda encantadora; lo suficiente para retenerlo si tenía un poco de sentido común. Su anterior manifestación de genio preocupaba a Adora. No estaba segura de si se debía a fortaleza del carácter o a mera obstinación. Esperó que fuese esto último.
En el salón principal del harén, las otras mujeres formaron grupitos y hablaron. La nueva princesa era encantadora y tan diferente de la princesa Teadora como lo era la aurora del crepúsculo vespertino. ¿Suplantaría a la favorita? ¿Debían hacerse ahora amigas de Tamar para poder gozar de sus favores cuando sustituyese a Teadora?
Una linda joven italiana que era en ocasiones favorita de Murat se burló de las demás.
– Sois un hatajo de tontas al pensar que preferirá esta nueva jovencita a la dama Teadora. La mayoría de vosotras no habéis estado siquiera en la cama del sultán. Yo sí, y puedo deciros que nadie sustituirá jamás a la princesa Teadora en el corazón de nuestro señor Murat. Es como un gran león, que goza con la compañía de muchas leonas jóvenes, pero en realidad está emparejado con una sola.
– Pero debe hacer un hijo a Tamar o no cobrará su dote -objetó otra joven-. Y cuando un hombre tiene un hijo con una mujer, siempre se muestra más atento con ella.
– Atento, tal vez. Pero enamorado, no -replicó la italiana-. El bebé será para que se divierta la princesa Tamar. Y pidamos a Alá que conciba una niña, pues el príncipe Bajazet y sus hermanos son herederos de nuestro señor Murat. Elegid un bando, si sois tan tontas. Pero si lo hacéis, estad seguras de acertar. Al menos con nuestra princesa Adora, tenemos un factor previsible.
Las mujeres del harén guardaron un extraño silencio. No volvieron a ver a Tamar hasta el día siguiente, cuando todo el harén, precedido de Teadora, participó en el baño ritual. Tamar se acostaría esta noche con el sultán. La visión de la búlgara desnuda hizo que la joven belleza perdiese la mayor parte de sus partidarias. Las jóvenes hermosas del harén se pasaban los días tratando de atraer al sultán, y aquí venía una princesa que no tendría una posición más elevada que la de ellas y, sin embargo, era llevada a toda prisa a la cama del sultán. De no haber sido por la amabilidad de Adora, se habrían vuelto contra su nueva rival y la habrían hecho pedazos.
Pero Adora podía permitirse ser generosa. Estaba de nuevo embarazada. Cuando se había enterado de que Murat pretendía incorporar a la búlgara en su harén, había decidido olvidar sus anteriores precauciones. Como sabía que Murat continuaría acostándose con Tamar hasta dejarla preñada, Adora pensaba dar a conocer muy pronto su propia condición. A pesar de todo, sintió una punzada de celos mientras acompañaba a la niña a las habitaciones de Murat en el Patio del Sol.
Tamar estaba tan asustada que, prácticamente, hubo que empujarla al interior de la habitación. Alí Yahya apareció de las sombras, le quitó la sencilla túnica de seda blanca y se marchó. Delante de la joven se alzaba una cama grande, con doseles de terciopelo. Tamar avanzó, dando traspiés. Recordando lo que le habían dicho por la tarde, besó la orilla bordada de la concha y, después, se encaramó por los pies de la cama y yació junto al sultán.
El la observó, divertido, con los ojos entornados. Tenía un trasero deliciosamente provocativo. Él estaba sentado con las piernas cruzadas y con la parte inferior cubierta por la colcha. Como su pecho estaba desnudo, ella sospechó que también lo estaba el resto.
– Buenas noches, pequeña. ¿Has descansado bien de tu viaje? -preguntó amablemente él. -Sí, mi señor.
– Y Adora, ¿te ha recibido y acomodado bien?
– ¿Adora?
– Mi kadin Teadora -explicó él-. Siempre la he llamado Adora.
– Ah, sí -dijo Tamar.
Sintió una punzada de resentimiento. También se sentía muy cohibida en su desnudez. Se ruborizó y el sultán rió en voz baja.
Entonces él le desprendió los alfileres de los cabellos, que la cubrieron por entero.
– Exquisita -murmuró-. Absolutamente exquisita. -Levantó la colcha y la invitó-: Métete debajo y caliéntate.
Al deslizarse debajo de la rica tela, vio que, en efecto, Murat estaba desnudo. Yació quieta y rígida, lo más lejos de él que se atrevió. Él alargó un brazo y la acercó más. Estaba demasiado asustada para protestar.
– ¿Sabes lo que voy a hacerte? -le preguntó el sultán.
– Sí. Vais a follarme, porque es así como se hacen los niños -respondió ella.
– ¿Sabes lo que significa esto, Tamar? -Estaba firmemente convencido de que no lo sabía. Aquellas niñas cristianas estaban siempre mal preparadas para un hombre-. ¿Has visto alguna vez emparejarse a los animales?
– No, mi señor. Me criaron en un castillo, no en un corral. Aquellas groserías no estaban hechas para mis ojos. Las esposas de mis hermanos me dijeron que, aunque sólo fuese vuestra amante, tenía que someterme en todo a vos como si fueseis mi marido. Me dijeron que lo que hacían los hombres y las mujeres se llamaba «follar», pero ignoro qué querían decir y no quisieron explicármelo. Dijeron que mi marido me lo explicaría todo.
El suspiró.
– ¿Has oído hablar de la raíz del hombre?
– Sí.
– Bien. -Le tomó la mano y la introdujo entre sus piernas-. Tócala, encanto -le ordenó-. Suavemente. Esto es la raíz del hombre. De momento, está blanda y tranquila, pero crecerá al aumentar mi deseo. A través de ella fluye mi simiente.
Ella le tocó, vacilante. De momento, no hizo más, pero después, al hacerse su tacto más seguro, lo acarició resueltamente. El cálido contacto empezó a excitar el hombre y, al agrandarse y endurecerse el miembro ella lanzó una exclamación de sorpresa y se echó atrás.
Él se rió, complacido.
– No temas, virgencita, pues todavía no ha llegado el momento de que nos juntemos. La lección segunda consiste en saber dónde va la raíz a sembrar su simiente.
Deslizó la mano y tocó la zona suave y sensible entre las piernas de ella. Tamar lanzó otra exclamación y trató de apartarse. Pero el sultán la sujetó firmemente con un brazo, mientras exploraba con la otra mano sus partes más íntimas.
– Aquí es donde te penetraré -explicó suavemente y retiró la mano-. Es demasiado pronto. Primero tienes que besarme, Tamar, y después exploraré tu adorable cuerpo.
Hizo que se volviese de manera que quedase debajo de él, inclinándose, encontró la generosa boca. Desde el primer momento comprendió que no la habían besado nunca. Le recordó los labios de Adora, cuando se habían besado, hacía tanto tiempo, en el huerto de Santa Catalina. Apretó más fuerte la boca contra la niña que tenía debajo, para obligarla a abrir los labios e introducir la lengua. Para su sorpresa, la de ella se entrelazó hábilmente con la suya, con creciente ardor.
Sus manos encontraron los pequeños senos y los apretaron, disfrutando con el tacto. Después inclinó la cabeza para cubrir de besos los pequeños globos. Chupó larga y amorosamente los pezones, y Támara gimió, con una impresión de creciente placer.
¡Por Alá, qué dulce era la carne de aquella princesa virgen! Sus manos se deslizaron sobre el cuerpo sedoso y tembloroso. Así hubiese debido ser con Adora, pensó. Murat dejó que sus labios recorriesen el suave torso, sintiendo las pulsaciones debajo de la boca anhelante. Ella se retorcía y estremecía con pasión.
Murat se irguió y encontró de nuevo la boca de la joven, depositando suaves besos en las comisuras, complacido cuando ella le asió la cabeza con ambas manos y le obligó a besarla otra vez. Tamar suspiró, murmurando su nombre cuando él le mordisqueó una orejita.
– Tamar, mi pequeña virgen, no te tomaré hasta que estés dispuesta. Pero debes decirme cuándo -murmuró a sus dorados cabellos.
– ¡Oh, ahora, mi señor! ¡Ahora!
Complacido por su afán, él le separó los muslos con la rodilla y, guiando el miembro con una mano, la penetró. Tamar se puso tensa debajo de él. Aquella presión entre las piernas la estaba volviendo loca. No tenía idea de lo que buscaba, pero sabía que estaba relacionado con el hombre que era ahora su dueño y señor.
Podía sentir la penetración, algo que la llenaba. Entonces, algo le cerró el paso a él. Gimió, contrariada:
– ¡No es bastante! ¡No es bastante!
Murat se echó a reír, en el calor de su lascivia.
– Ya tendrás más, ansiosa. Primero sentirás dolor, Tamar; después, un dulce placer. Y nunca volverás a sentir dolor.
– ¡Oh, sí! -gimió ella, apretándose contra él.
Murat se movió lentamente dentro de ella, llevándola a un extremo febril. Entonces, de pronto, Tamar sintió un dolor candente, insoportable, que se extendió por todo el vientre. Asustada, gritó y trató de desprenderse de él, pero Murat la sostuvo con firmeza, ahondando en su interior. Entonces el dolor empezó a remitir y sólo quedó el placer. Era lo que él le había prometido. Olvidado su miedo, se movió con él hasta alcanzar el clímax perfecto. Contento de que ella hubiese quedado satisfecha en su primer encuentro sexual, buscó Murat la satisfacción de su propio placer.
Tamar estaba todavía flotando entusiasmada, mientras el sultán buscaba su propia perfección. Las hermanas no le habían dicho nunca lo delicioso que era en realidad hacer el amor. Habían tratado de asustarla, ¡las muy zorras! Tamar abrazó cariñosamente al hombre, frotándole la espalda con la punta de los dedos, con inocente habilidad, y levantando las caderas para acoplarse a sus movimientos. ¡Cielos! ¡Qué dulce era! ¡Qué dulce!
Entonces, de pronto, se sintió inundada por una cálida humedad. El hombre que estaba encima de ella se derrumbó, gimiendo:
– ¡Adora! ¡Mi dulce Adora!
Tamar se pudo rígida. No podía haber oído aquello. ¡No lo había oído! Pero, una vez más, Murat murmuró contra los cabellos de Tamar:
– ¡Adora, amor mío!
Y rodó de costado y se sumió en un profundo sueño.
Tamar yació en el lecho, rígida de cólera. Ya era bastante malo haber entrado por la fuerza en un harén, para encontrarse con que éste estaba gobernado por una mujer de una hermosura exquisita y que, evidentemente, se había adueñado del corazón del sultán. Aquí ahogó un sollozo. ¡Ni siquiera había podido librarse de aquella mujer en el momento más íntimo! ¡Era imperdonable! Él era un bruto sin sentimientos, y en cuanto a Teadora…, la peor venganza que Tamar pudiese imaginar no sería suficiente.
¡Adora! Tamar sintió un regusto amargo en el fondo de la garganta. ¡Adora! Era tan hermosa, tan serena, y estaba tan segura del amor de Murat… No quedaba nada para nadie más. La bizantina se había apoderado exclusivamente del sultán. Y a Tamar le dolía el corazón, porque también ella quería ser amada.
El sultán continuaría acostándose con ella hasta que su simiente fructificase en su matriz. Entonces volvería a su amada Adora, que, por lo visto, nunca se alejaba de su pensamiento, ni siquiera cuando hacía el amor con otras mujeres. Un odio negro y amargo contra Teadora había nacido en el alma de la joven búlgara. De momento ignoraba cómo iba a hacerlo, pero algún día se vengaría de ella.
Al cabo de poco tiempo de su iniciación en la cama, Tamar estuvo segura de que se hallaba encinta. Poco después confirmó la noticia. Pero ni siquiera en esto tenía que ser el centro de la atención, pues Adora estaba también embarazada. Esto recordó a Tamar que sólo era una mujer más del harén. Estaba resentida con las otras mujeres. Al principio, éstas lo atribuyeron a su estado nervioso, pero más tarde se dieron cuenta de que era su temperamento. Las que habrían podido ser sus amigas se apartaron rápidamente de ella. Entonces Tamar se quedó sola.
Adora comprendía la visible aflicción de la muchacha, pues ella se había encontrado antaño en una situación parecida. Pidió a Murat que diese a Tamar el Patio de los Delfines Azules. Era el más pequeño de los seis patios del Serrallo de la Isla, pero sería para uso exclusivo de Tamar. Tal vez esta distinción la animaría. Adora recordaba muy bien sus primeros días en el palacio de Bursa, con la desagradable Anastasia atacándola, en su empeño por hacerle perder a Halil. Se había sentido tan asustada, desgraciada y afligida como parecía estar la joven Tamar.
El rasgo de amabilidad de Adora fue correspondido con un berrinche de Tamar.
– ¿Estáis tratando de aislarme? -gruñó. -Sólo pensé que te gustaría tener un patio privado, como yo -respondió Adora-. Pero si prefieres quedarte en tus habitaciones del harén, puedes hacerlo.
– No hacía falta que os tomaseis la molestia de hablar con mi señor Murat en mi interés; pero si ésta es realmente mi casa, salid de ella. ¡No os quiero aquí! Si es mía, ¡no os quiero en ella! ¡Marchaos!
Las esclavas estaban impresionadas. Esperaban, asustadas a ver lo que pasaría ahora. Pero Adora las despidió con un ademán. Después se volvió a su joven antagonista.
– Siéntate, Tamar -ordenó.
– Prefiero estar de pie -murmuró la muchacha.
– ¡Siéntate! -Al ver el semblante colérico de Adora, Tamar obedeció-. Ahora, Tamar, creo que es hora de que pongamos en claro la situación. Desde el momento en que entraste en la casa de nuestro señor Murat, te he tratado amablemente. Te he ofrecido mi amistad. Tal vez hay algo en mí que impide que seamos amigas, pero no hay motivo para esta hostilidad y esta descortesía. Dime qué te inquieta. Tal vez, juntas, podremos aliviar tu sufrimiento.
– No lo entenderías.
– No puedes saberlo, si no me dices lo que es -y Adora sonrió, para animarla.
Tamar le dirigió una mirada iracunda y, entonces, brotaron a chorro las palabras.
– Yo fui educada para ser esposa de un noble cristiano. Para amarlo. Para ayudarlo en todo. Para darle hijos. Para ser su única castellana. En vez de esto, me han enviado al harén de un infiel. Muy bien, me dije, si es ésta la voluntad de Dios la aceptaré dócilmente, como una buena hija cristiana. Pero lo que no puedo aceptar es que, en mi noche de bodas, en el momento culminante de nuestra pasión, ¡Murat gritase tu nombre! ¡Y no sólo una vez! Esto no lo perdonaré nunca a ninguno de los dos. ¡Nunca!
¡Oh, Dios mío!, pensó Adora, con el corazón en un puño. ¡Qué innecesariamente había sido herida Tamar! Y por lo visto, Murat estaba todavía preocupado por su virginidad. El hecho de que la hubiese perdido con otro aún le dolía. Alargo una mano y tocó el brazo de la niña. Tamar, con los ojos húmedos, la miró furiosamente.
– Sé que no servirá de nada -dijo suavemente Adora-, pero lamento mucho que hayas sufrido por mi causa. Pero debes perdonar a Murat, Tamar. Parece que lo persigue el fantasma de algo que no se puede cambiar; pero es un buen hombre y sentiría mucho haberte ofendido.
– Tienes razón -dijo amargamente Tamar-, tus palabras no me ayudan. Puedo comprender que él te ame. Eres hermosa y estás segura de ti misma. Pero ¿por qué no puede amarme también un poco? -gimió-. ¡También llevo un hijo suyo en mi seno!
– Tal vez lo haría si dejases de gruñir a todo el mundo. Dale tiempo, Tamar. Yo conozco a mi señor Murat desde que era más joven que tú. Fui la última y más joven esposa de su padre. Salí de Bizancio siendo todavía una niña. Me habían casado por poderes con el sultán Orján en Constantinopla. Igual que tú, no tuve que renunciar a mi religión. Y hasta que fui lo bastante mayor y el sultán me llevó a su cama, viví en el convento de Santa Catalina, en Bursa. El hermano menor de Murat, el príncipe Halil, es hijo mío. Cuando murió el sultán Orján, me casé con el señor de Mesembria y, cuando éste murió, el sultán Murat me brindó su favor.
– Habiendo sido una esposa, ¿te convertiste en una concubina? -preguntó Tamar, incrédula.
– Sí.
– Pero ¿por qué? Seguramente, si el emperador Juan hubiese insistido, el sultán Murat se habría casado contigo. Adora rió tranquilamente.
– No, Tamar, no lo habría hecho. No tenía por qué hacerlo, ¿sabes? Al principio, los otomanos se casaban legalmente con nobles cristianas para obtener ventajas políticas. Pero, ahora, el otomano es más poderoso que los cristianos que lo rodean y, aunque puede llevarse a sus hijas a la cama como un soborno, no siente la necesidad de casarse formalmente con ellas.
»Mi cuñado, el emperador Juan, es mucho más vasallo de Murat que tu padre, el zar Iván. Tamar pareció desconcertada.
– ¿Cómo soportas esta situación? -preguntó.
– En primer lugar -respondió Adora-, amo a mi señor
Murat. En segundo lugar, practico diariamente mi fe, lo cual me da fuerza. Acepto el hecho de que no soy más que una mujer y de que son los hombres quienes gobiernan el mundo No creo que Dios nos haga responsables de la situación en que nos han colocado nuestras familias. Al obedecerlas, nos comportamos como buenas hijas cristianas. Si lo que ellos han hecho está mal, son ellos quienes deberán sufrir, no nosotras.
– Pero ¿debemos gozar en nuestra situación, Adora?
– No veo por qué no hemos de hacerlo, Tamar. Después de todo, si no nos mostramos complacientes y amantes disgustaremos al sultán, que es un hombre muy intuitivo. Esto lo indispondría con nuestras familias, que nos enviaron aquí para complacerlo. Tenemos el deber de disfrutar de nuestra vida en la casa de nuestro señor Murat.
Si el sultán hubiese oído la conversación de Adora con Tamar se habría reído al principio y después la habría acusado de ser una griega tortuosa. Si había algo que Adora no aceptaba, era la creencia de que las mujeres fuesen inferiores a los hombres.
Pero si Murat no oyó la conversación, en cambio se benefició de ella. Tamar se había tomado en serio las palabras de Adora, y la joven búlgara asumió una actitud muy diferente.
Era más brillante que las bellezas del harén, pero tenía muy poca inteligencia y era, por consiguiente, un juguete en manos del astuto Murat. A éste le encantaba gastarle bromas, sólo para ver cómo se ruborizaba Tamar de graciosa confusión. Ella empezó a tratar al sultán como a un semidiós. Esta actitud complacía a Murat, pero enfureció a Adora, sobre todo cuando Murat empezó a referirse a Tamar como su «gatita» y a ella como su «tigresa».
Además, al avanzar en su preñez, Adora adquirió forma de pera, mientras que a Tamar casi no se le notaba su estado.
– Parece como si se hubiese tragado una aceituna -dijo Adora, malhumorada, a su hijo Halil-, mientras que yo parezco haberme comido un melón gigantesco.
El se echó a reír.
– Entonces, no creo que sea el momento adecuado para anunciarte que vas a ser abuela.
– ¡Halil! ¿Cómo has podido? ¡Sólo tienes dieciséis años!
– Pero Alexis tiene casi dieciocho, madre, y está ansiosa de que fundemos nuestra familia. Es una criatura tan adorable que no podía rechazarla. Y francamente -prosiguió, haciendo un guiño-me gustó satisfacerla llenando su panza. -Se agachó para esquivar un sopapo-. Además, yo tenía la edad de Bajazet cuando tú tenías dieciocho años.
Teadora se estremeció.
– Procura -dijo, apretando los dientes-no informar a tu medio hermano del estado de tu esposa. Tu situación en la vida todavía depende en parte de mi favor con Murat. Ya es bastante difícil tener que competir con una niña tonta de dieciséis años, para que mi señor deba enterarse de que voy a ser abuela. ¡Dios mío, Halil! ¡Todavía no he cumplido treinta años! Mis hijos pequeños sólo tienen cinco y tres y medio. Gracias a Dios, tú vives en Nicea y no aquí en Adrianópolis. Al menos no tendré que recordar a diario tu perfidia. -Entonces, viendo la expresión afligida de su hijo, suavizó el tono de su voz-. ¡Oh, está bien, Halil! ¿Cuándo nacerá la criatura?
– Dentro de siete meses, madre.
– ¡Bien! Entonces yo habré dado ya otro a mi señor. Le hablaré de tu hijo cuando esté criando al mío. Entonces la cosa no parecerá tan mala.
Halil se echó a reír.
– Conque llevas otro muchacho, ¿eh?
– ¡Sí! Yo sólo doy a luz a hijos varones -declaró orgullosamente ella.
Pero en esta ocasión no había de ser así. Adora dio a luz una mañana de verano desacostumbradamente inclemente y lluviosa. Y era una niña. Peor aún, los pies de la criatura salieron primero y sólo la habilidad de Fátima la Mora salvó a la madre y a la pequeña. Como de costumbre, el nacimiento fue presenciado por las mujeres del harén. Cuando se anunció al fin el sexo de la criatura, Tamar sonrió triunfante y cruzó satisfecha las manos sobre el vientre. Débil como estaba, Adora experimentó el fuerte deseo de levantarse de la cama y arañarle la cara.
Más tarde, la arrebujaron en su cama y le llevaron a su hija. Pero ella ni siquiera quiso mirarla.
– Buscadle una nodriza -ordenó-. Yo sólo amamanto a príncipes, ¡no a mocosas!
La pequeña se estremeció como si sintiese su rechazo. Teadora suavizó la expresión de su semblante. Levantó poco a poco la manta y miró a la cara a su hija recién nacida. Era una cara suave, en forma de corazón, con dos grandes y bellos ojos azules orlados de espesas pestañas. También tenía la cabeza cubierta de espesos y brillantes rizos de un castaño oscuro, una boca como un capullo de rosa y una extraña marca de nacimiento en la parte superior del pómulo izquierdo: una pequeña media luna oscura y, encima de ella, un diminuto lunar en forma de estrella.
Iris, Fátima y las otras esclavas observaron a Adora con expectación.
– Puede haber dado un poco de trabajo en su nacimiento -dijo pausadamente la partera-, pero es la criatura más encantadora que he visto en mucho tiempo, mi señora. Vuestros tres muchachos la mimarán terriblemente.
– Y también su orgulloso padre. -Murat había entrado en la habitación sin que nadie lo observase. Se inclinó y besó a Adora-. Una vez más, has hecho lo que más me gusta. ¡Quería una hija!
– Pero yo deseaba darte un hijo -objetó suavemente ella.
– Ya me has dado tres, paloma. Quería algo de ti, y ahora lo tengo. Mi hija se llamará Janfeda. Sólo el más noble príncipe musulmán será bueno para ella cuando al fin le conceda su mano, dentro de muchos años.
– Entonces, ¿no estás disgustado?
– No, paloma. Estoy encantado.
Cuando hubo salido, Adora lloró de alivio, y ya no hubo nodriza para Janfeda, hasta después de la purificación de su madre, tal como se había hecho con los hijos varones.
Casi tres meses más tarde, Tamar dio a luz un hijo sano al que se puso el nombre de Yakub. Llamada de la cama del sultán para ser testigo del nacimiento, Adora tuvo su pequeña venganza contra su rival. Su cuerpo había recobrado su forma juvenil y toda ella tenía un aire delicioso, excitado y descuidado. Sus ojos amatista eran lánguidos, y la boca estaba ligeramente irritada por los besos de Murat. Todo esto resultaba perfectamente visible para las mujeres del harén.
Tamar estaba pasando por momentos difíciles. Era menuda y su hijo era grande. No había querido que la asistiese Fátima la Mora, porque era «secuaz» de Adora. No podía sentirse segura, había dicho, en tales circunstancias. El insulto era inmerecido y Murat se enfadó. Pero Adora se encogió de hombros y suspiró.
– No sólo ella estará en peligro, sino también la criatura, mi señor. Pero si ordenas que Fátima la asista, las consecuencias del miedo pueden ser todavía peores. Tamar es joven y está sana. Saldrá con bien.
Teadora no creyó ni por un instante que Tamar tuviese miedo de ella. Esto era probablemente el principio de una campaña por parte de la búlgara.
Resultado de la actitud de Tamar fue que, en definitiva, tuvieron que llamar a Fátima para salvar a la madre y al hijo. La partera sacó la criatura del cuerpo exhausto de la joven, pero el retraso costó a Tamar el no poder concebir más hijos. Quedó gravemente desgarrada. Sólo la habilidad de Fátima impidió que la rebelde paciente se desangrase hasta la muerte. Después del nacimiento, el Patio de los Delfines Azules se convirtió en un campamento armado prácticamente inexpugnable. Tamar había tomado parte del dinero que se le había otorgado con ocasión de la boda para comprar dos docenas de belicosos eunucos, que sólo permitían el libre acceso del sultán hasta la búlgara. Las servidoras de Tamar habían venido con ella de Bulgaria o las había comprado recientemente. No se les permitía el menor contacto con el resto de los moradores del Serrallo de la Isla. La vieja arpía que había sido niñera de Tamar compraba la comida a diario.
Tres días después del parto, Adora llegó al Patio de los Delfines Verdes cargada de regalos para la nueva madre y su criatura. Los regalos fueron aceptados, pero se negó a Adora la entrada en el patio. Furiosa, fue en busca de Murat.
– Intenta que parezca que quiero hacerles daño, a ella o a su hijo -dijo Adora-. Es un terrible insulto que puede arrojar sospechas sobre mi buena fama.
El sultán estuvo de acuerdo con ella. En su casa había reinado la paz hasta la llegada de Tamar. Ahora lamentaba haberse dejado dominar por la lascivia. No permitiría que las insinuaciones perjudicasen a su amada Adora. Tomó a su favorita de la mano y se dirigió con ella al Patio de los Delfines Verdes. Los eunucos se apartaron rápidamente para franquearles la entrada.
Encontraron a Tamar sentada cómodamente en un diván en su jardín, con el hijo en la cuna a su lado. Su expresión de alegría al ver a Murat se extinguió rápidamente cuando vio a Adora.
– ¿Cómo te atreves a negar la entrada a la mujer que gobierna este harén? -gritó él.
– Yo soy también tu kadin -alegó Tamar, con voz temblorosa-y éste es mi patio.
– No, no eres una kadin. No te he otorgado este honor. Yo soy el dueño de esta casa y he hecho que Adora sea aquí la dueña. Ha sido más que amable contigo, incluso llegó a pedir que te fuese destinado este patio. En cambio, tú tratas de calumniarla injustamente.
– ¡No injustamente! Por culpa de ella, no podré tener más hijos. ¡Su maldita mora se encargó de esto! ¡Sin duda la bruja habría estrangulado a mi pequeño, de no haber estado presente todo el harén!
– ¡Dios mío! -exclamó Adora, palideciendo-. ¡Estás loca, Tamar! El parto ha alterado su cerebro, Murat.
– No -dijo el sultán, entornando los negros ojos-, sabe perfectamente lo que dice. Ahora escúchame, Tamar. Tu propia estupidez y terquedad te han hecho estéril. Fue un milagro que no matases al niño. Fátima te salvó la vida. Tu hijo es el cuarto que tengo reconocido. Es muy poco probable que llegue a gobernar. Adora no tiene motivos de temeros, a ti o a tu hijo, y no constituye ningún peligro para vosotros. Sugerir semejante despropósito es una calumnia imperdonable. Si insistes en este juego, quitaré a Yakub de tu cuidado. Mi kadin podrá entrar siempre que quiera en este patio. ¿Lo has entendido?
– S… sí…, mi señor.
– Bien -dijo enérgicamente Murat-. Vamos, Adora. Ahora dejaremos descansar a Tamar.
Pero las líneas de la batalla ya se habían trazado y ahora Adora se enfrentaba con dos enemigos dentro de la casa de Osmán: Tamar y el malvado príncipe Cuntuz. De momento, dejó tranquila a la búlgara. Esperaba que un tiempo de descanso mitigase el miedo de Tamar. Esta no era hipócrita; por consiguiente, su miedo era bastante real, aunque injustificado.
El príncipe Cuntuz era diferente. Aprendía a leer y a escribir en la escuela del príncipe, pero los conocimientos superiores se le escapaban. Lo único que había heredado de su padre era la habilidad con las armas. Aprendió rápidamente a esgrimir el cuchillo y la daga, la espada y la cimitarra, la lanza y el arco. Nadaba y luchaba bien y era un excelente jinete. Pero su poca inteligencia impedía que pudiese llegar a ser un jefe, pues no alcanzaba a comprender la táctica. Sin embargo, la amargura de Cuntuz tenía también otra causa y no menguó con el paso de los años.
Aunque era tratado como un príncipe, aunque era sabido de todos que era el hijo mayor de Murat, la mala fama de su madre le costaba el lugar que por derecho le correspondía en la historia. O así lo creía él. Si sus cuatro hermanos menores desapareciesen, su padre tendría que volverse a él. No tendría más remedio.
Cuntuz se propuso hacerse amigo de los hijos de Adora, que tenían ahora diez y nueve años.
Ayudó generosamente a enseñar equitación y el manejo de las armas a sus hermanos menores. Adora observaba con nerviosismo a Bajazet, Osmán y Orján, pues el instinto la prevenía contra Cuntuz. Pero como no tenía ninguna prueba que justificase sus temores desterró éstos de su mente. Altos y esbeltos, con el cabello oscuro, la piel blanca y los cabellos negros como Murat, sus hijos eran preciosos. ¡Lástima que admirasen tanto a Cuntuz! Pero no al no tener nada en qué apoyarse, le resultaba imposible destruir aquella relación. A Murat le satisfizo que Cuntuz por fin pareciese encontrarse a gusto. El sultán empezó incluso a invitarlo a veladas familiares.
Esta era una cosa en la que Adora y Tamar estaban de acuerdo: a ninguna de las dos les gustaba Cuntuz. En una ocasión en que Murat se había ausentado momentáneamente, llamado por un mensajero, Adora se había dirigido a su débilmente iluminada antecámara y encontró a Cuntuz cerrándole el paso. Al ver que no se apartaba a un lado, ella dijo pausadamente:
– Déjame pasar, Cuntuz. -Debéis pagarme un peaje -se burló él. Adora sintió que ardía la cólera en su interior. -¡Apártate! -silbó.
Él alargó una mano y le agarró el pecho derecho, apretándolo con tanta fuerza que Adora esbozó una mueca de dolor. La mujer entornó amenazadoramente los ojos.
– Quítame la mano de encima -ordenó fríamente, obligándose a permanecer inmóvil y erguida-, o contaré a tu padre este incidente.
– A vuestra hermana Elena le gustaba que le hiciese esto -murmuró él en voz baja-. En realidad le gustaba cuando yo… -Y empezó a citar perversiones tan indignas que Adora casi se desmayó. Pero en vez de esto, permaneció absolutamente inmóvil. Él terminó, preguntando brutalmente-: ¿No os gustaría probar estas delicias? -Ella le dirigió una mirada fría.
Por un instante, se observaron fijamente. Entonces Cuntuz la soltó.
– No se lo diréis a mi padre -dijo, presuntuoso-. Si lo hicieseis yo lo negaría y diría que tratáis de desacreditarme.
– Ten la seguridad, Cuntuz -dijo serenamente ella-, que, si lo digo a mi señor Murat, me creerá.
Entonces pasó por delante del joven. A su espalda, los ojos de Cuntuz brillaron de odio, pero ella no podía verlo.
Varios días más tarde, Adora buscó a sus hijos a última hora de la tarde. Le dijeron que habían salido a caballo con Cuntuz. Sintió un escalofrío de aprensión y corrió al encuentro de Alí Yahya. Una compañía de jenízaros fue enviada en busca de los príncipes. Al cabo de una hora de cabalgar por los montes, encontraron a Cuntuz, quien dijo que habían sido atacados por unos bandidos. Sus tres hermanos menores habían caído prisioneros y él había logrado escapar. Dijo que la pista estaba clara y que él volvería al Serrallo de la Isla para buscar refuerzos. Como no tenían motivo para dudar de él, los jenízeros lo dejaron marchar.
La pista era reciente y, como era a finales de primavera, todavía había luz. En ninguna parte pudieron encontrar los jenízaros huellas de más de cuatro caballos. Y cuando encontraron los de los tres jóvenes príncipes, caminando sueltos, los soldados empezaron a sospechar.
– ¿Creéis que los ha matado? -preguntó el segundo en el mando.
– Probablemente -dijo el capitán, frunciendo el ceño-, debemos encontrarlos antes de volver. No podemos regresar sin los cuerpos como prueba.
Estaba oscureciendo y se detuvieron para encender antorchas y poder seguir la pista. Al final, las vacilantes luces los condujeron a un claro pedregoso, en un pequeño monte. Allí encontraron a los niños. Los habían desnudado y atado a estacas bajo el frío aire de la noche. Sus jóvenes cuerpos habían sido azotados con un látigo con la punta de metal, lo cual les produjo varias heridas sangrantes que, tarde o temprano, habrían atraído a los lobos. También los habían rociado con agua helada de un arroyo próximo.
El pequeño Osmán había muerto. Orján, su hermano gemelo, yacía inconsciente. Pero Bajazet conservaba el conocimiento, temblaba y estaba furioso consigo mismo por haberse dejado engañar por su hermanastro mayor.
Los jenízaros encendieron una hoguera, encontraron la ropa de los muchachos y los vistieron rápidamente. Después de acercarlos a las fuertes llamas, les frotaron las manos y los pies para estimular la circulación. Orján siguió inconsciente, a pesar de sus esfuerzos. Pero Bajazet no podía parar de hablar y, cuando un jenízaro observó que el príncipe muerto tenía una moradura en un lado de la cabeza, el muchacho dijo de corrido:
– Cuntuz le dio una patada cuando Osmán lo maldijo por lo que nos estaba haciendo. Mi hermano nunca volvió a hablar. Aquel maldito engendro de una ramera griega se jactó de que, muertos nosotros, envenenaría al pequeño Yacub y cuidaría de que culpasen a nuestra madre. Dijo que nuestro padre no tendría más remedio que nombrarlo su heredero. ¡Debemos volver al Serrallo de la Isla!
– ¿Podemos trasladar al príncipe Orján, Alteza? -preguntó el capitán jenízaro.
– ¡Debemos hacerlo! Aquí no se podría calentar. Necesita los cuidados de nuestra madre.
Era mucho más de medianoche cuando regresaron al Serrallo de la Isla. El príncipe Yacub, de cinco años, estaba a salvo: el príncipe Cuntuz no había vuelto al palacio para llevar adelante sus planes. Adora tendría que contener su dolor por la muerte de Osmán hasta que hubiese atendido a su gemelo. Pero, al amanecer, Orján abrió los ojos, sonrió a sus padres y a Bajazet y dijo:
– Tengo que irme, madre. Osmán me llama.
Y antes de que alguno de ellos pudiese decir una palabra, el niño murió.
Por un momento, todo quedó en silencio. Entonces, Adora empezó a gemir. Abrazando los cuerpos de sus dos hijos gemelos, lloró hasta que creyó que no le quedaban lágrimas; pero lloró de nuevo. Murat no se había sentido nunca tan impotente en su vida. También eran sus hijos, aunque no los había llevado dentro de su cuerpo ni amamantado.
– Los vengaré, lo juro -prometió.
– Sí -sollozó ella-, véngalos. Esto no me devolverá a mis hijos, ¡pero los vengará!
Y cuando él se hubo marchado, llamó a su hijo superviviente.
– Escúchame, Bajazet. Esta tragedia podría animar a Tamar a actuar contra ti, pero cuidaré de que estés protegido. Algún día serás sultán y, cuando llegue la hora, no debes permitir que la compasión te domine. Destruirás inmediatamente a tus rivales, sean quienes fueren. ¿Me entiendes, Bajazet? ¡Nunca debes volver a sentirte amenazado!
– Lo entiendo, madre. El día que me convierta en sultán, Yacub morirá antes de que pueda levantarse contra mí. ¡Este Imperio no será nunca dividido!
Tomando al muchacho en brazos, Teadora empezó a llorar de nuevo.
Bajazet miró tristemente por encima del hombro de su madre los cuerpos de los gemelos.
Poco a poco y en silencio, rodaron las lágrimas sobre las mejillas del muchacho. No, prometió en silencio, no lo olvidaría nunca.
El príncipe Cuntuz huyó a Constantinopla, donde pidió asilo a la emperatriz. Los fríos ojos azules de ésta observaron al muchacho que, por poco tiempo, había sido su amante. En los años que había estado lejos de la corte se había convertido en un hombre y había aprendido probablemente muchos juegos interesantes. Los turcos tenían fama de licenciosos.
– ¿Por qué tendría que tomarte bajo mi protección? -preguntó ella.
– Porque he hecho algo que os complacerá en gran medida.
– ¿Qué?
No parecía muy interesada.
– He matado a los hijos de vuestra hermana.
– ¡Mientes! ¿De veras lo hiciste? ¿Cómo es posible?
Él se lo contó y Elena dijo en voz alta:
– El sultán exigirá sin duda que vuelvas allí.
– Pero vos no me entregaréis -objetó él, acariciando suavemente la cara interna de su brazo-. Me ocultaréis y me protegeréis.
– ¿Por qué diablos habría de hacerlo, Cuntuz?
– Porque puedo haceros cosas que ningún otro hombre puede hacer. Lo sabéis muy bien, mi perversa ramera bizantina. ¿No es verdad?
– Dime cuáles son -lo incitó, provocativa, y él obedeció.
Ella sonrió, asintió con la cabeza y accedió a esconderlo.
Juan Paleólogo se enfureció. Por una vez, Elena comprendió bien la situación.
– El sultán tiene cosas más importantes que hacer que sitiar esta ciudad para que le entreguemos su rebelde hijo -dijo Elena-. Cuntuz se ha portado mal. Pero su madre es mi amiga y Murat se ensañaría con el muchacho.
El emperador enrojeció de cólera.
– ¡O yo estoy loco -dijo-o lo estás tú! ¿Que Cuntuz se ha portado mal? Cuntuz es responsable del brutal y premeditado asesinato de dos niños de nueve años y del asesinato frustrado de un niño de diez. ¡Hermanastros suyos! Si Mará no se equivoca en lo de la paternidad de su hijo.
– ¿No murieron todos?
– No, querida. Bajazet, el mayor, sobrevivió. Quiere vengarse, lo mismo que su padre. Cuntuz no está seguro ni dentro de las murallas de esta ciudad. Desde luego, yo no voy a protegerlo de Murat. ¿Dónde está?
– Se encuentra bajo la protección de la Iglesia -respondió orgullosamente Elena-. Nunca renegó de su religión y sus abuelos lo educaron en la verdadera fe. No puedes violar las leyes de asilo, Juan.
Colocado por la Iglesia entre la espada y la pared, el emperador escribió al sultán una carta de disculpa, haciendo constar su condolencia personal y explicando la dificultad de su situación. Murat respondió absolviendo a su vasallo, pero le advirtió que debía tener a Cuntuz bajo constante observación y no permitirle salir de Constantinopla. Así, el príncipe renegado se creyó completamente a salvo y se dedicó a beber, jugar y putañear por la ciudad con su compañero inseparable, el príncipe Andrónico.
Al empezar Murat un nuevo avance hacia el oeste, el padre de Tamar, el zar Iván, inició una campaña contra él. Aliándose con los serbios, atacó a las fuerzas otomanas y fue rápida y completamente derrotado en Samakov. Iván huyó a las montañas, dejando abiertos a los turcos los pasos hacia la llanura de Sofía. Y dejó a su desgraciada hija, Tamar, en desgracia de su señor.
Murat no tenía prisa por tomar la ciudad de Sofía. Ya no era un hombre de tribu en busca de un rápido botín en una incursión fugaz. Era el constructor de un imperio y, como tal, se movió para asegurar el flanco izquierdo. Los valles del Struma y del Vardar tenían que ser ocupados lo más rápidamente posible.
El valle del río Struma era territorio de Serbia. El Vardar estaba en Macedonia. Ambos sectores estaban tan agitados por luchas intestinas como lo había estado Bulgaria. El ejército serbio marchó hacia el río Maritsa, para enfrentarse a las fuerzas otomanas. Fue derrotado en Cernomen, donde murieron tres de sus príncipes.
Así, los serbios fueron conquistados tan fácilmente como lo habían sido los tracios diez años antes. Las dos importantes ciudades de Serres y Drama fueron rápidamente colonizadas, v sus iglesias convertidas en mezquitas. Las ciudades más pequeñas y los pueblos del valle de Struma reconocieron y aceptaron la soberanía del sultán. Los caciques de las montañas se convirtieron en vasallos de los otomanos.
El año siguiente, los ejércitos de Murat cruzaron el río Vardar y tomaron el extremo oriental de su valle. Ahora, Murat detuvo su campaña de expansión hacia el oeste y volvió la mirada hacia Anatolia.
En aquel entonces, Juan Paleólogo había decidido que era el momento adecuado para buscar ayuda en Europa occidental. Murat estaba demasiado ocupado para fijarse en su erudito cuñado, y Juan viajó en secreto a Italia para avisarla de la creciente amenaza otomana.
El emperador ya había buscado con anterioridad ayuda de sus vecinos occidentales. Había hecho una visita secreta a Hungría dos años antes y, jurando la sumisión de la Iglesia griega a la latina, había obtenido la promesa de ayuda contra los turcos. Sin embargo, en el viaje de regreso a casa fue capturado y retenido por los búlgaros, por lo que consideraban una traición del emperador. Esto dio un buen pretexto al primo católico de Juan, Amadeo de Saboya, para invadir Gallípoli. Después de su captura, navegó por el mar Negro para luchar contra los búlgaros y consiguió la liberación de su primo.
Una vez liberado, Juan Paleólogo se dirigió a Constantinopla. Cuando su primo insistió en que aceptase la Iglesia romana, Juan se negó. Amadeo, irritado, luchó contra los griegos.
Ahora, Juan se aventuró a ir a Roma, donde una vez más abjuró de la fe ortodoxa en favor de la Iglesia romana. A cambio de esto, tenía que recibir ayuda militar de los príncipes católicos. Al ver que no llegaba la ayuda, Juan emprendió tristemente el camino de vuelta a casa. En Venecia lo detuvieron por «deudas» y le obligaron a enviar un mensaje a su hijo mayor en petición del rescate. Andrónico había sido designado regente durante la ausencia de su padre.
Elena vio la oportunidad de librarse de su esposo, y Andrónico, la de ser emperador. Se negó a ayudar a su padre. Pero el hijo menor de Juan, Manuel, vio la ocasión de obtener el favor de su padre y suplantar así a su hermano mayor. Manuel recogió el dinero del rescate y acompañó personalmente a su padre a Constantinopla.
Juan Paleólogo se enfrentó a la triste realidad. La ciudad de sus antepasados estaba condenada a caer en poder de los turcos. Tal vez no era cuestión de días, pero en un futuro próximo la ciudad cambiaría de manos. Los que seguían el culto de la Iglesia griega estaban en minoría y no recibiría ayuda de sus hermanos católicos.
Más prudente y más cansado que nunca, el emperador de Bizancio renovó su juramento de vasallaje con su cuñado el sultán. Nunca volvería a buscar ayuda contra el otomano, en quien vio un amigo mejor que sus compañeros cristianos.
Aunque el papa y los príncipes de la cristiandad occidental no se daban cuenta de ello, el injusto trato dado al monarca bizantino tendría un día efectos importantes. Significaba que cada grupo europeo oriental, griego, serbio, eslavo o búlgaro preferiría el gobierno de los musulmanes otomanos, que les ofrecían libertad religiosa, al de los cristianos católicos europeos occidentales, quienes trataban de obligarlos a someterse a la Iglesia latina.
Juan Paleólogo empezó lo que esperaba fuese una vida tranquila. Su esposa, enredada como de costumbre en sus muchas aventuras amorosas, se mostraba discreta y no le daba motivos de preocupación. Su hijo mayor, Andrónico, caído en desgracia y resentido, pasaba todo el tiempo con el príncipe Cuntuz, dejándose guiar por su desagradable carácter. Manuel había sido elevado a la categoría de co-emperador, como recompensa por su ayuda. Juan Paleólogo conocía los motivos de Manuel, pero al menos el muchacho era inteligente, quería realmente a su padre y estaba ansioso de aprender el oficio de gobernante. A diferencia de Andrónico, Manuel comprendía que el liderazgo requería responsabilidades además de privilegios.
Durante un breve periodo, todo estuvo tranquilo en el Imperio bizantino. Y entonces, un día, el emperador y su hijo menor se encontraron con que Andrónico y Cuntuz encabezaban una rebelión contra sus respectivos padres. De dónde habían sacado el dinero para financiar semejante aventura constituía un enigma para todos, salvo para el emperador.
Los espías de éste fueron rápidos y eficaces. El dinero procedía en principio del papado, que había diezmado a los gobernantes de la Europa occidental para que pagasen por su mediación. Después había sido transferido a los húngaros, que lo habían entregado a los dos príncipes renegados. Estos dos habían adjurado de la Iglesia griega en favor de la latina y prometido convertir a sus súbditos al catolicismo, en cuanto hubiesen vencido a sus padres.
Ni Juan ni Murat podían creer que los líderes de Occidente esperasen que dos locos tan ineptos como Andrónico y Cuntuz hiciesen honor a su promesa. La verdadera razón de que apoyasen la rebelión se bastaba probablemente en la esperanza de provocar una disensión entre Constantinopla y el sultán.
La respuesta de Murat al complot fue rápida, como era propio de él.
Puso cerco a los dos bellacos y a su desastrado ejército en la ciudad de Mótika. A los vecinos de ésta no les gustó nada verse pillados en el asedio. No les interesaba la rebelión. Enviaron un mensaje al sultán, negando toda responsabilidad en el complot y suplicándole que los liberase de Andrónico y Cuntuz.
Murat satisfizo rápidamente los deseos de sus fieles súbditos: tomó la ciudad con un mínimo de daños y derramamiento de sangre. Los rebeldes griegos que habían ayudado a Andrónico y Cuntuz fueron atados y arrojados vivos desde las murallas de la ciudad para que se ahogasen en el río Maritsa. El sultán ordenó que los jóvenes turcos comprometidos fuesen ejecutados por sus propios padres.
Ahora, los dos monarcas se volvieron a sus hijos. Mirando con desprecio a Cuntuz, dijo Murat:
– Ésta no es la primera vez que has despertado mi cólera. Antes huiste para no sufrir las consecuencias de tu terrible crimen. Ahora no te escaparás, Cuntuz. Si de mí dependiese, sé el castigo que te impondría, pero la sentencia debe ser dictada por la madre de mis hijos muertos y mi heredero vivo.
Cuntuz perdió todo su aplomo. Podía enfrentarse a una muerte rápida, pero la venganza de una madre por el asesinato de sus jóvenes hijos sería algo espantoso. Los bizantinos tenían fama de infligir torturas particularmente refinadas.
Teadora y Bajazet salieron de detrás del trono del sultán. El niño había crecido en los últimos cuatro años. Era casi un hombre, ya se había hablado de una alianza con la princesa heredera de Germiyán. De pronto, tronó la voz del sultán: -Teadora de Bizancio, ¿qué sentencia dictas contra este hombre por el asesinato de tus hijos Ormán y Orján?
– La muerte, mi señor, precedida de ceguera -fue la respuesta.
– Así se hará -asintió el sultán-. Contra ti, Cuntuz de Gallípoli, pronuncio sentencia de muerte por decapitación, por haberte rebelado contra mí. Pero primero se te cortarán las manos y serás cegado por tu crimen de fratricidio. Éste es mi juicio.
– ¡Una gracia, mi señor! -¿Qué, Teadora?
– Quisiera cegarlo yo misma. Y que mi hijo, Bajazet, le corte la cabeza.
– La ley prohíbe que un hermano le quite la vida a otro.
– ¿No dicen los profetas ojo por ojo, mi señor? Además, la madre de este hombre era una ramera conocida. Los mullahs y los ulemas prohíben su inclusión en la lista de tus herederos legítimos. No veo nada de ti en él y no lo reconozco como hijo tuyo ni como hermanastro del príncipe Bajazet. Si por casualidad fluye tu sangre por sus venas, su fratricidio y su rebelión contra ti niega toda relación entre el otomano y él. Por consiguiente, mi hijo no quebrantará la ley.
Una sonrisa muy débil se dibujó en los labios del sultán, que se inclinó hacia su cuñado.
– ¿No argumenta como un abogado griego? -preguntó en voz baja.
– Es hija de su padre -asintió Juan-. Sabe cuándo ha de aprovechar la ventaja y cuándo ha de retirarse. Murat se volvió a su favorita.
– Se hará como tú quieres, Adora. Pero ¿estás segura de que quieres cegar tú misma a este renegado?
Los ojos amatista se oscurecieron y endurecieron.
– Desde hace cuatro años, mis hijos me gritan cada día desde la tumba que los vengue. No descansarán hasta que lo haga, y yo tampoco. Que lo haga otra persona no es bastante, debemos hacerlo Bajazet y yo, o condenaríamos a Osmán y a Orján a vagar para siempre en el medio mundo entre la vida y la muerte.
– Hágase como dices -declaró Murat, y los mullahs y los ulemas sentados con las piernas cruzadas en el salón del juicio asintieron con la cabeza en prueba de conformidad.
La venganza era algo que podían comprender. Aprobaban que Teadora y su hijo quisieran vengarse personalmente. Bajazet había demostrado ya su valor luchando con su padre contra los rebeldes. Era buena cosa saber que su madre, aunque hembra, también era valerosa.
Ahora todos los ojos se volvieron al emperador de Bizancio para ver qué sentencia dictaba contra su propio hijo. Juan no podía hacer menos que su señor supremo y, por consiguiente, Andrónico fue condenado también a mutilación, ceguera y decapitación. Pero primero tendría que presenciar la muerte de su amigo.
Un esclavo trajo un pequeño y plano brasero de latón. Estaba lleno de carbones encendidos. Al verlo, Cuntuz volvió a la realidad y trató de escapar. Dos jóvenes jenízaros saltaron y lo arrastraron hacia atrás. Se desprendió de ellos con la fuerza sobrehumana de la desesperación y se arrojó a los pies de Adora.
– ¡Piedad, señora! -farfulló-. ¡Quitadme la vida, pero no me ceguéis!
Ella se apartó como si aquel contacto pudiese infectarla. Su voz era helada, monótona.
– ¿Tuviste tú piedad de mis pequeños cuando los asesinaste? Ellos confiaban en ti. Eras un hombre a quien querían imitar y ellos no eran más que unas impresionables y pequeñas criaturas. Por mi gusto, Cuntuz de Gallípoli, ¡haría que te desollasen vivo y te arrojasen a los perros!
Colocaron un zoquete y una olla de pez hirviente junto al brasero. Los fornidos jenízaros obligaron a Cuntuz a hincarse de rodillas, mientras el joven gritaba. Le pusieron las manos sobre el bloque de madera y, antes de que pudiese volver a chillar, se las cortaron con la afilada hoja de una espada. Los muñones fueron sumergidos en la pez caliente para que no sangrasen. Enmudecido, sólo podía contemplarse los brazos con horror. Ahora fue echado hacia atrás, sujetos los brazos a los costados y un corpulento jenízaro se puso a horcajadas sobre él y le agarró la cabeza.
Un esclavo tendió a Adora unas tenazas de hierro. El sultán vio que la mano de ella temblaba ligeramente y se puso a su lado.
– No tienes que hacerlo tú misma -dijo en voz baja. Adora tenía muy pálida la cara. Lo miró, llenos de lágrimas los ojos.
– Cuando él asesinó a mis hijos, no se contentó con dejarlos morir en la montaña. Les infringió heridas sangrantes, para atraer a los animales salvajes. Si los jenízaros no hubiesen llegado a tiempo, habrían sido despedazados. Una muerte terrible para cualquiera, ¡pero peor para unos niños pequeños! No contento con esto, los roció con agua helada para que muriesen de frío. Bajazet todavía se enfría fácilmente a causa de aquello.
»Mi señor Murat, me estremezco ante la idea de causar dolor a alguien, ¡pero tengo que vengarme! ¡Mis hijos, los vivos y los muertos, me lo exigen!
Y antes de que nadie se diese cuenta de lo que estaba haciendo, Adora tomó una brasa con las tenazas y tocó con ella el ojo derecho de Cuntuz. Este no gritó, porque se había desmayado. Ella repitió la operación con el ojo izquierdo, cuando fue abierto por el jenízaro.
No se oía nada, salvo un gemido lastimero del príncipe Andrónico. Adora dejó cuidadosamente las tenazas al lado de la olla. Sin reparar en la gente que llenaba el salón, Murat la rodeó con un brazo y la condujo a un escabel.
– Eres valiente -dijo a media voz.
– He cumplido con mi deber -respondió ella. Y después en voz baja-: Suspende la pena de muerte y de mutilación a mi sobrino, mi señor. Haz que lo cieguen con vinagre hirviente. Esto hará que la ceguera sea sólo temporal.
– ¿Por qué?
– Porque entonces Andrónico será capaz de continuar la disputa y la intriga contra su padre y su hermano. Esto los mantendrá tan ocupados que Bizancio no volverá a molestarnos. Tu venganza ha sido rápida y justa. No necesitamos la muerte de un pequeño príncipe sin importancia. No serviría de nada.
El asintió con la cabeza.
– Muy bien, pero no anunciaré mi clemencia hasta después de que el príncipe Andrónico haya visto decapitar a su cómplice. Que sienta todo el miedo de esta lección. -Se levantó-. Reanimad al prisionero Cuntuz y preparadlo para su ejecución. Traed espadas escogidas y bien afiladas para el príncipe Bajazet y también una cesta forrada. No quiero que el suelo se manche de sangre.
Ahora consciente, Cuntuz lloró con sus ojos ciegos, mientras oía a su alrededor los preparativos de su muerte. El sultán se volvió al otro rebelde.
– ¡Príncipe Andrónico! Sostendréis la cesta para recoger la cabeza.
Y antes de que el aterrorizado joven pudiese protestar, lo empujaron hacia delante y lo obligaron a ponerse de rodillas. La cesta, forrada con grandes hojas verdes, fue colocada en sus brazos.
El ciego fue conducido ahora hacia delante y ayudado hincarse de rodillas. Las cuencas ennegrecidas de sus ojos miraron directamente a Andrónico.
– Te estaré esperando en el infierno, amigo mío -dijo venenosamente.
– ¡No me hables! -replicó Andrónico, con voz histérica-. ¡Todo ha sido por tu culpa! Ya sólo tenía que espera a que mi padre envejeciese y muriese. Pero tú querías el dinero que nos ofrecieron los malditos húngaros. ¡Y ni siquiera lo tuvimos para gastarlo! ¡Te odio!
– Cobarde -se burló Cuntuz. Después guardó un momento de silencio al oír detrás de él el silbido de una espada al s probada-. ¡Bajazet! ¿Estás ahí, muchacho?
– Sí, Cuntuz.
– Recuerda lo que te enseñé. Elige una espada que sea ligera, pero que puedas aferrar bien. Después golpea rápidamente. Bajazet rió sin ganas.
– ¡No tengas miedo, perro! Tendré buena puntería. Dobla el cuello, para que pueda ver el blanco. -Luego dijo, con altivez-: ¡Tú, mi valiente primo bizantino! Sostén la cesta más alta, si no quieres que la cabeza de tu amigo vaya a parar a tus rodillas. -Y Bajazet levantó la espada, gritando-: ¡Adiós, perro!
Descargó rápidamente el arma y la cabeza de Cuntuz cayó dentro de la cesta, mirando al techo.
El príncipe Andrónico observó la cara de su amigo y vomitó antes de dejar caer la cesta y desmayarse. Bajazet tendió su espada a un jenízaro y miró con repugnancia a su pariente.
– ¿Eso dirigió una rebelión contra ti? -preguntó desdeñosamente a su padre.
Murat asintió con la cabeza.
– No hay que menospreciar ni sobreestimar al enemigo, hijo mío. El mayor cobarde tiene momentos de valor o de desafío. -Se volvió al emperador-. No es necesario que vuestro hijo muera, Juan. Su muerte no serviría de nada. Ciégalo con vinagre hirviente, y lo que pase después será por voluntad de Alá.
Apreciando plenamente la misericordia de Murat, el emperador de Bizancio se arrodilló y le besó la mano. Después se levantó y, tomando un cuenco lleno de vinagre, se enfrentó a su hijo.
– Se te ha perdonado la vida. Tu castigo te dará tiempo para meditar sobre tus pecados y corregirte -dijo severamente, y arrojó el contenido del cuenco a los ojos de su hijo.
Andrónico chilló y trató de protegerse, pero los soldados lo sostuvieron firmemente.
– ¡Estoy ciego! -gritó frenéticamente-. ¡Padre! ¡Padre! ¿Dónde estás? ¡No me dejes! ¡No dejes a tu Androni!
– No te dejaré, hijo mío -respondió el emperador con tristeza, y los mullahs y ulemas sentados en el salón asistieron con la cabeza, maravillándose de la justicia del sultán.
El emir de Hermiyán dio su hija mayor al príncipe Bajazet. Se llamaba Zubedia y era muy hermosa. Los emires de Karamina y de Aydín habían hecho ofertas por esta princesa. Sin embargo, no representaban tanta amenaza potencial contra Hermiyán como el sultán otomano. Al aceptar Zubedia para su hijo, Murat aceptaba también la responsabilidad de proteger una nueva posesión. La hermana menor de Zubedia, Zenobia, sería dada a uno de los generales de Murat, con una importante dote, lo cual pondría fin a cualquier amenaza desde aquel sector.
El sultán tuvo que hacer una concesión al emir de Hermiyán, una concesión que enfureció a Adora y a Tamar. El emir exigió una ceremonia formal de matrimonio para entregar su hija al príncipe Bajazet. Si Aydín y Karamania ofrecían el matrimonio, el otomano real no podía hacer menos. Sin boda, la princesa Zubedia y su hermana se irían a otra parte y Murat tendría que ir a la guerra no solamente contra Hermiyán, sino también contra Aydín y Karamania.
El emir de Hermiyán amaba a sus hijas. Con el tiempo, otras mujeres podrían sustituirlas en el afecto de sus maridos pero ellas serían esposas y, como tales, conservarían al menos su rango y sus privilegios. Las otras mujeres serían meras concubinas.
La boda se celebraría en Bursa, y la corte otomana se trasladaría de su nueva capital en Europa a la antigua en Asia.
En un esfuerzo para calmar a su irritada favorita, Murat ordenó que le preparasen un exquisito palacete conocido como Serrallo de la Montaña; pero Adora se mostró inflexible.
– ¡La hija de un emir asiático medio salvaje, concebida por una esclava desconocida! ¿Vas a casarla con mi hijo? ¿Te atreves a encumbrar a esa mozuela por encima de mí? ¡Yo soy Teadora Cantacuceno, princesa de Bizancio! Por Alá que incluso Tamar de los Búlgaros es más educada que esa muchacha de Hermiyán. Y sin embargo vas a casarla con tu heredero, mientras que yo, su madre, debo continuar escondiendo mi vergüenza de no ser más que tu concubina.
Su cara era la viva imagen del furor. Pero Adora se reía por dentro. Había esperado durante años esta oportunidad, y la expresión de Murat le decía que el sultán sabía que estaba atrapado.
– Eres mi amada -respondió él. Ella lo miró con frialdad.
– No soy una simple doncella que se deje convencer por tonterías románticas, mi señor Murat.
– Nunca fuiste una «simple» doncella, paloma -rió él-. Te dije desde el primer momento que no tenía necesidad de contraer matrimonios dinásticos. Mis antepasados los necesitaron. Yo no.
– Tal vez no lo necesitaste entonces, mi señor Murat; pero lo necesitas ahora -respondió suavemente ella.
El reconoció el tono de su voz. Era su grito de guerra. Le pidió pausadamente:
– Explica tus palabras, mujer.
Ella le sonrió dulcemente.
– Es muy sencillo, mi señor. En justicia o en buena conciencia, no puedes elevar a Zubedia de Germiyán por encima de Tamar y de mí. La muchacha está ya demasiado orgullosa de su posición como heredera de las tierras de su padre. No nos respetará, aunque seamos mucho más educadas que ella. Si no te casas con Tamar y conmigo, Bajazet tampoco se casará con Zubedia. Y no pienses en amenazarnos con Yakub, pues tu hijo menor está tan resuelto como el mayor a que te cases con su madre.
– Podría hacerte azotar por esta impertinencia -la amenazó hoscamente él.
– Moriría antes que pedirte clemencia -replicó Adora, y él supo que era verdad-. Dices que me amas, Murat. Durante años, has vertido torrentes de palabras proclamando la pasión que sientes por mí. Te he dado tres hijos y una hija, a los que adoras. ¿Entregarás Janfeda a un hombre como concubina, cuando sea mayor, o cuidarás de casarla como es debido? No, mi señor Murat. No necesitas contraer matrimonios dinásticos; pero, si me amas de veras te casarás conmigo antes de que nuestro hijo tome esposa.
– ¿Y también con Tamar, Adora?
Ella suspiró.
– Sí, también con Tamar.
– ¿Por qué? -preguntó él-. No os apreciáis y, sin embargo, quieres elevarla a tu nivel.
– También ella es madre de un hijo tuyo y, aunque Bulgaria en su apogeo difícilmente puede compararse con Bizancio en decadencia, Tamar es miembro de una casa real, lo mismo que yo. -Apoyó una mano delicada sobre el nervudo brazo y miró al sultán-. No ha sido fácil para ella, Murat. Yo al menos tengo tu amor. Ni siquiera como esposas seríamos realmente iguales, pero esto apaciguaría el orgullo de Tamar. Te ha dado un hijo y se lo merece.
– Yo no os prometí matrimonio a ninguna de las dos -gruñó él.
– Pero acabarás desposándonos, mi señor, pues sabes que tengo razón.
– ¡Maldición! ¡No me importunes, mujer!
Ella se arrodilló en silencio, bajos los ojos, cruzadas las manos. La perfecta imagen de la esposa sumisa, cosa que él sabía que no era ni sería nunca. Sabía lo que se hacía. Una esposa imponía siempre más respeto que una favorita en el harén. Y cuando él hubiese fallecido, una viuda tenía más poder que una ex favorita.
– No quiero fanfarria -gruñó Murat-. Se hará sin ruido. Esta noche. -Batió palmas y dijo al esclavo que le atendía-: Di a Alí Yahya que vaya a buscar al primer mullah de Adrianópolis. -El esclavo salió y el sultán se volvió a Adora-. Mis hijos serán testigos del acto. Envíamelos y comunica a Tamar mi decisión.
Ella se levantó.
– Gracias, mi señor.
– Al menos te muestras agradecida después de la victoria, -dijo irónicamente él-. Bueno, mujer, ¿qué querrás como precio por tu boda?
– ¡Constantinopla! -respondió tranquilamente ella.
Él soltó una carcajada.
– Te pones un precio muy elevado, Adora, ¡pero lo vales! Sin embargo, por ahora, pondré una cantidad de oro en tu poder. Me lo devolverás cuando te entregue la ciudad.
– Con intereses, mi señor, pues lo invertiré con los venecianos. -Se dirigió a la puerta. Entonces dio media vuelta y dijo simplemente-: Te amo, Murat. Siempre te he querido.
Él la abrazó bruscamente y enterró la cara en sus cabellos.
Guardaron silencio durante un momento y Adora sintió los latidos regulares de su corazón.
– No soy un príncipe romántico como los que cantan los poetas persas -dijo-. Sé lo que siento, pero a veces tengo dificultad con las palabras. Soy un hombre de guerra, no de amor.
– Tú eres mi príncipe de amor -lo interrumpió ella.
Murat la echó atrás para poder mirarla a la cara.
– Mujer -dijo, con voz ronca-, eres parte de mí. Si te perdiese sería como si hubiese muerto la mitad de mi persona.
Los ojos violetas brillaron de alegría. Él se animó y añadió:
– Te amo, Adora. -Después se apartó bruscamente de ella-. Envíame a mis hijos -ordenó.
Pocas horas más tarde, Adora y Tamar estaban silenciosamente ocultas en una pequeña habitación, encima del salón privado del sultán. Observaron y escucharon en secreto, a través de una celosía, mientras el sultán dictaba sus contratos matrimoniales a los amanuenses. Esto fue seguido de la breve ceremonia nupcial musulmana, presenciada en calidad de testigos por el príncipe Bajazet y su hermanastro el príncipe Yakub. Las novias no participaban en la ceremonia. Murat se unió primero a Teadora y después a Tamar. Cuando los esponsales terminaron, las dos mujeres no se dijeron nada, sino que cada cual volvió a su propio patio.
Al día siguiente, la corte empezó su viaje a Bursa, dirigiéndose a la costa, a la vista de Constantinopla. Antes de embarcar para cruzar el mar de Mármara, Adora mandó un mensaje verbal a su hermana Elena, por medio de los guardias bizantinos enviados por el emperador para honrar a su señor supremo.
– Decid a la emperatriz que su hermana, la esposa del sultán, le transmite sus saludos.
– Se da mucho tono -bufó Elena, después de recibir el mensaje.
– Sólo dice la verdad -replicó Juan Paleólogo, riendo satisfecho. Desplegó un pergamino que tenía en la mano y lo miró de nuevo-. Se casó con él hace varios días.
La expresión del semblante de su esposa fue sumamente agradable para el emperador, que no mitigó el disgusto de Elena al decirle que Murat se había casado también con Tamar. ¡Que se cociese en su propio veneno! Y con esta alegre idea, el emperador dejó a su esposa y a Constantinopla para participar en las fiestas de Bursa.
La hija del emir de Germiyán iba a casarse con una pompa jamás vista en la corte otomana.
El sultán lucía el traje bizantino más elegante, y lo propio hacían sus hijos. Así, mientras la más joven princesa de Germiyán, Zenobia, que sólo tenía diez años, se casaba sin ceremonia con un fiel general de Murat y la enviaban a vivir con la madre de su esposo, la hermana mayor contraía matrimonio entre el regocijo general y grandes festejos.
En toda la ciudad se asaban corderos enteros en fogatas y los esclavos del sultán se movían entre la muchedumbre, ofreciendo pasteles de almendras trinchadas y miel recién cocidos. Murat brindó a sus nobles visitantes su propio palacio, con servidores bien adiestrados y un harén de media docena de hermosas vírgenes para cada uno. Los elegantes trajes de Bizancio y la afición a la pompa se estaban introduciendo en el estilo de vida otomano, y a los otomanos les gustaba.
Mientras Murat celebraba el banquete de boda con el novio y sus invitados, Adora recibía a la novia y a las otras mujeres. Los ágapes y las fiestas duraron nueve días. En la noche del noveno, Zubedia de Germiyán fue conducida en una litera cubierta a la casa de su esposo, donde se encontró por primera vez con Bajazet. Iba acompañada de Adora y Tamar.
Cuando hubieron preparado a la joven para acostarse, Adora dijo:
– Informaré a tu dueño y señor de que lo esperas para cuando a él le plazca.
– No, mi señora madre -intervino Zubedia-. La costumbre en mi tierra es que el marido de una princesa de Germiyán debe esperarla a ella en la noche de bodas. El contrato matrimonial entre mi padre, el emir, y el padre del príncipe Bajazet, el sultán, me permite seguir nuestras propias costumbres.
Tamar pareció confusa, pero Adora se echó a reír.
– Creo que ni mi señor Murat ni mi hijo conocen esta costumbre. ¿Es verdad? ¿No será que tienes miedo?
– Es la verdad, señora. Lo juro.
Adora rió de nuevo.
– Una costumbre muy buena -dijo-y que tendremos que adoptar. A partir de hoy, la seguirán todas las princesas otomanas. -Miró a Zubedia-. No harás esperar mucho a Bajazet, ¿verdad, pequeña? Es orgulloso, como todos los hombres, y yo deseo que seas feliz con él. No empieces con mal pie.
La niña sacudió la cabeza. Adora la besó en la mejilla.
– Te deseo alegría -dijo.
Tamar siguió su ejemplo y, después, las dos mujeres dejaron sola a la novia.
– Si esa chiquilla se hubiese casado con mi hijo, no habría permitido semejante atrevimiento -exclamó Tamar, mientras se dirigían apresuradamente a saludar al novio y a su grupo.
– Pero no se ha casado con tu hijo, sino con el mío.
– No sé por qué no ha hecho Murat que fuese mi Yakub quien se casara con Germiyán -se lamentó Tamar-. Entonces Yakub al menos habría tenido su propio reino al morir el viejo emir.
– A Murat no le interesa que Yakub tenga un reino propio. Está construyendo un imperio para las futuras generaciones de sultanes otomanos que vendrán detrás de él. Llegará un día en que gobernaremos desde Constantinopla hasta Belgrado y hasta Bagdag.
– ¡Estás loca! -se burló Tamar.
– No; tengo visión de futuro, como mis antepasados. Ellos fueron también constructores de imperios. Pero no puedo esperar que la hija de un hombre que es poco más que un jefe de tribu comprenda una cosa así.
Y antes de que Tamar pudiese replicar, entraron en el atrio de la casa para saludar al novio y a sus acompañantes. Adora miró a sus dos hijos con asombro. Halil era el vivo retrato de su padre: un hombre alto, moreno de ojos azules, con rizados cabellos negros y barba poblada. La bota inteligentemente confeccionada hacía que la cojera apenas fuese perceptible. Era un consejero valioso de su hermanastro Murat.
A sus dieciocho años, Bajazet era hijo de su padre. Un mozo alto, de nariz larga, ojos negros, grandes y expresivos, y la boca sensual de Murat. De su madre había heredado la piel blanca, que ahora mantenía cuidadosamente afeitada. Al crecer tendría una magnífica barba negra, como su hermanastro Halil.
De ambos padres había heredado la inteligencia, y demostraba ya ser un brillante jefe militar. Los soldados les habían apodado Viderim, o sea «Rayo». Aunque inteligente, Bajazet era impulsivo. Sus padres esperaban que esta característica disminuyese con los años.
Adora besó a su hijo menor, que preguntó:
– ¿Me espera la novia?
Adora se volvió al emir de Germiyán.
– Decidme, mi señor emir, ¿es costumbre en vuestro país que el novio tenga que esperar a la novia?
Por un momento, el viejo emir de Germiyán pareció intrigado. Después, al comprender, pareció confuso.
– ¡Lo había olvidado! -exclamó-. Esa picara Zubedia tenía que recordar la antigua costumbre.
– ¿Queréis decir -preguntó Murat-que, según esta costumbre, Bajazet no puede entrar en la cámara nupcial hasta que ella le dé permiso? -Y cuando Adora asintió, el sultán rió entre dientes-. Parece, hijo mío, que te has casado con una doncella muy animosa. -La cólera se pintó en el semblante de Bajazet, pero su padre le dio unas palmadas en el hombro y dijo-: Hemos prometido que Zubedia puede conservar sus propias costumbres. Deja que la niña se dé importancia. Por la mañana sabrá perfectamente quién es el gallo y quién es la gallina en vuestra casa.
– Sí, hermanito -intervino el príncipe Halil-, asegúrate de que la muchacha se entere de quién es el verdadero dueño; en otro caso, tu vida de casado sería una larga batalla. Pégale, si es necesario.
– ¡Halil! -riñó Adora a su hijo mayor. Pero los hombres se rieron. Ella se volvió a Bajazet y lo besó-. Te deseo alegría, querido. -Una lágrima resbaló por su mejilla y él la enjugó con un beso, mientras sonreía cariñosamente-. Has crecido demasiado deprisa para mí -explicó suavemente Adora y salió rápidamente de la casa para volver a su propio serrallo.
– Mi madre tiene un corazón muy tierno -observó el príncipe.
– Tu madre no tiene precio -suspiró el sultán-. No hay otra mujer como ella en este mundo.
Cuando Bajazet fue por fin admitido en la cámara nupcial, Murat dio las buenas noches a sus importantes invitados y cabalgó hacia el Serrallo de la Montaña. Desmontó en el patio y lo acompañaron al baño. Una hora más tarde, sintiéndose relajado y satisfecho, entró en el dormitorio de su esposa favorita y la encontró preparándole café. Cerca del hornillo había un gran tazón de yogur con miel y un plato de pequeños pasteles. Vestía una holgada túnica de seda blanca, y él se tumbó sobre los cojines para observarla.
La niña que fue Adora había desaparecido al fin, pero su lugar lo había ocupado una mujer magnífica que aceleró el pulso del hombre. Él sonrió irónicamente para sí. Su harén estaba lleno de bellezas núbiles. Incluso su segunda esposa tenía menos de treinta años. Sin embargo, como siempre, quería solamente a esta hermosa mujer. Ella tenía ahora cuarenta y uno, pero sus cabellos eran todavía oscuros, y claros sus ojos y su piel. Adora volvió ahora aquellos ojos hacia él. -¿Qué estás pensando, mi señor?
– Pienso en lo encantadora que eres. Esta noche, en la casa de nuestros hijos, todos aquellos príncipes te seguían con la mirada. El emir de Karamania había oído decir que sólo eres una esclava y me ofreció, por ti, lo que habría podido ser el rescate de un rey. Sufrió una gran decepción al enterarse de que eras mi amada esposa. No pudo resistir la tentación de preguntarme si no me había cansado de ti y si me divorciaría y te enviaría a él.
– ¿Y qué le respondiste?
– Que todo el oro del mundo no sería una milésima parte de lo que tú vales.
– Eres extravagante, mi señor -le pinchó ella.
– Y tú eres irreemplazable en mi corazón -respondió Murat y la abrazó.
– ¡Tu café! -protestó débilmente Adora, y después se entregó a sus besos.
Más tarde, cuando yacieron satisfechos, uno junto al otro, ella pensó que era tiempo de hablar de una cosa que deseaba mucho. Raras veces le había pedido favores. Se volvió de costado, miró a su esposo y dijo:
– Has prometido nuestra hija Janfeda al joven califa de Bagdad. ¿Cuándo se irá?
– Pronto, paloma. Quiero que esté segura en Bagdad antes de que lleguen las tormentas de invierno. He pensado enviarla en barco hasta Trebisonda y después, por tierra, desde allí hasta Bagdad.
– ¿Y qué harás tú entonces, mi señor?
– ¡Ir de campaña! -respondió, entusiasmado.
Ella asintió con un gesto.
– ¿Y qué haré yo, mi señor?
– ¿Hacer? ¿Qué quieres decir, paloma?
– ¿Qué voy a hacer? Mis dos hijos son mayores y están casados. Mi hija se casará pronto con el califa. Me quedaré sin nada. No soy una mujer que se contente con permanecer ociosa en el harén, pintándose las uñas de los pies.
Él asintió gravemente con la cabeza.
– ¿Qué querrías hacer, Adora? Te conozco lo suficiente para adivinar que habrás urdido un plan en tu hermosa cabeza.
– Quisiera ir contigo, mi señor. De campaña. Muchas mujeres viajan con sus maridos en el ejército.
El rostro de él reveló la alegría que sentía.
– No se me había ocurrido pedírtelo, paloma. ¿De veras te gustaría?
– No lo sé, mi señor; pero preferiría estar contigo que quedarme aquí. A Tamar le encantará ser la abeja reina del harén, ¡pero yo estaré contigo! -Le rodeó el cuello con los brazos y lo besó largamente-. Di que sí, mi señor. ¡Di que sí, te lo ruego!
A él le encantó esta súplica y deslizó las manos debajo de su túnica, para acariciar la piel cálida y sedosa. Sintió que Adora se estremecía de placer y se encendió su propio deseo.
– Di que sí -murmuró ella junto a su oreja, mordiéndola suavemente.
– Sí -respondió él, abrazándola-. ¡Sí, hechicera deliciosamente sensual!
Y besó la fresca y suave boca con un ardor al que ella correspondió ansiosamente. Los años no habían apagado su recíproca pasión.
El hijo menor del emperador, Manuel, había sido nombrado gobernador de Salónica. Si se hubiese contentado con gobernar, Juan habría estado satisfecho, pues Manuel era un hábil dirigente. Pero la amante de Manuel, miembro de una rica familia cristiana de Serres, consiguió complicar a Manuel en un complot para derrocar el Gobierno de Murat en Serres.
Manuel se vio asediado por las fuerzas otomanas y en un tremendo conflicto con el sultán. Huyó a la casa de sus padres en Constantinopla. Pero, por una vez, Juan y Elena estuvieron de acuerdo: no lo recibirían oficialmente. Cuando, en su audiencia semanal de suplicantes, el chambelán anunció: «El príncipe Manuel Paleólogo, gobernador real de Salónica», el emperador declaró en voz alta: «No lo recibiremos.» Entonces, él y Elena se levantaron y salieron del salón. Reinó un silencio atónito y circularon después varios murmullos de asombro.
Sin embargo, vieron en privado a su hijo.
– ¡Estúpido! -chilló la emperatriz-. No había ningún mal en liarte con esa diablesa de Serres, ¡pero dejar que te llevase a un enfrentamiento directo con el sultán Murat! ¿Esperabas realmente acabar con su régimen? ¡Por Dios! ¡No me digas que creíste que podrías lograrlo! -Se volvió en redondo, para enfrentarse a su marido-. ¡Tú tienes tanta culpa como él! Quisiste poner a Manuel por encima de su hermano mayor, tu heredero legítimo. ¡No lo ha hecho mejor que Andrónico!
Manuel Paleólogo miró a su madre con disgusto. Tenía papada, los cosméticos se le acumulaban en las arrugas y se teñía los cabellos. Sin embargo, todavía atraía a amantes como un perro en celo. Las aventuras de su madre le habían resultado siempre molestas, sobre todo cuando era pequeño. En cambio, su hermano, que era el hijo predilecto de Elena, las encontraba divertidas.
– ¿Por qué me miras así? -preguntó Elena a Manuel.
– Estaba pensando -dijo él, lentamente y con satisfacción-que te estás haciendo vieja.
Se echó atrás, tambaleándose por la fuerza del insulto.
– Déjanos solos, Elena -ordenó vivamente el emperador, y ella salió furiosa de la habitación. Juan Paleólogo se volvió a su hijo menor-. Siéntate, Manuel. -Y cuando éste obedeció, le preguntó-: ¿Por qué, hijo mío? Fui contra la costumbre y te puse por encima de tu hermano porque lo merecías. Tienes dotes de gobernante. Ahora te has comportado tan estúpidamente como Andrónico. No puedo protegerte después de la locura que has cometido. Seguramente lo sabías cuando acudiste a mí.
Manuel asintió con un gesto, avergonzado.
– ¿Valía ella la pena, hijo mío? Esa tentadora de Serres, ¿merecía que cayeses en desgracia?
– No, padre -fue la respuesta en voz baja.
El emperador esbozó una ligera sonrisa. Después dijo:
– Bueno, Manuel, has aprendido una dura lección. Me explicaré. Tu amante no valía tanto como para que te metieses en dificultades. Ninguna mujer lo vale.
– ¿Ni siquiera una mujer como mi tía Teadora?
El emperador sonrió.
– Tu tía Tea nunca pediría lo imposible a un hombre. Es demasiado inteligente para hacerlo -dijo el emperador.
– ¿Qué debo hacer, padre? ¿Adónde puedo ir?
– ¿Tienes valor, hijo mío? Porque lo necesitarás para hacer lo que has de hacer.
– Si no lo tengo, padre, lo encontraré de alguna manera.
– Debes presentarte al sultán Murat y pedirle clemencia.
Manuel palideció.
– Me matará -murmuró, temeroso.
– No -dijo el emperador-, no te matará, Manuel. Con esto frustraría sus planes. Aquí veo la mente sutil de Tea. Murat pretende que luchemos entre nosotros. Si te matara, se desbaratarían sus planes. Ve a Bursa. Él está ahora allí. Pídele perdón. Te perdonará.
– A ti te resulta fácil decir esto, padre. Tu vida no está en juego.
– ¡No! -gritó el emperador-. No es mi vida, ¡pero sí una que aprecio más que la mía! Es la vida de mi hijo predilecto, del único hombre que será capaz de gobernar Bizancio cuando yo fallezca. Has dicho que encontrarías el valor necesario, Manuel. Debes hacerlo. No tienes alternativa. Yo no volveré a recibirte en público ni en privado. Ni permitiré que te den asilo en la ciudad. Nos has puesto a todos en peligro, y todos, desde el mendigo más humilde hasta el emperador, estaremos expuestos a la venganza de Murat si lo desafiamos. ¿Dónde está tu conciencia?
– Nuestras murallas son inexpugnables -protestó el príncipe.
– No del todo. Hay puntos donde se han debilitado, y cuando traté recientemente de reforzarlos, el sultán nos obligó a derribar lo que habíamos reconstruido.
Manuel suspiró y respiró hondo.
– Iré, padre.
– ¡Bien, hijo mío! -dijo el emperador, dando unas palmadas en el hombro de Manuel-. Cuidaré de que en Bursa tengan noticias de tu llegada. -Se levantó. La audiencia había terminado. El emperador abrazó a su hijo-. Ve con Dios, hijo mío -dijo a media voz.
Manuel salió del palacio imperial y se encontró con que le estaba esperando una escolta. Se dirigieron a la dársena del puerto de Bucoleón. Su escolta se marchó, después de dejarlo a bordo de un barco que estaba aguardando. El barco llegó unas horas más tarde al puerto de Scutari, en la orilla asiática del Mármara. El capitán entregó a Manuel un hermoso corcel que había hecho el viaje en una cuadra instalada en la popa del barco.
– Con los saludos de vuestro padre, Alteza. Que tengáis buen viaje.
Manuel Paleólogo cabalgó a solas. No le daba miedo el trayecto, pues las carreteras del sultán eran seguras. Temía lo que le esperaba en Bursa.
Su padre estaba seguro de que el sultán lo perdonaría, pero Manuel recordaba la guarnición pasada por las armas en Corló y el sitio de Demótica, donde se ordenó que los hijos fuesen ejecutados por sus propios padres. También recordaba que dos padres que se habían negado a matar a sus hijos habían sido a su vez ejecutados. Manuel se acordaba de que su primo Bajazet había decapitado al rebelde Cuntuz. Si el sultán podía mostrarse tan implacable con un hijo rebelde, ¿no lo sería con él?
Aquella noche se detuvo en un pequeño campamento y se emborrachó con zumo de frutas fermentadas. La tarde siguiente entró en el patio del palacio en Bursa. Su terrible dolor de cabeza, agravado por varias horas de cabalgata bajo la brillante luz del sol, era ya un castigo suficiente. Fue cortésmente acompañado a un pequeño apartamento y atendido por amables esclavas que le prepararon el baño y le aliviaron el dolor de cabeza. Le sirvieron un ligero almuerzo que él se comió con apetito. Pero vio solamente a las esclavas y éstas no podían contestar sus preguntas. Empezaron a fallarle los nervios.
Por fin, aquella noche, después de cenar, se presentó un oficial de palacio para decirle que el sultán lo recibiría por la mañana. Manuel estaba ahora más nervioso que cuando había llegado. Entonces pensó que si Murat hubiese pretendido matarlo lo habría encerrado en las mazmorras del palacio en vez de instalarlo en unas cómodas habitaciones. Tal vez su padre tenía razón. Durmió a intervalos durante toda la noche.
Por la mañana fue llevado a presencia de su tío. Murat estaba imponente, sentado en un trono de mármol negro y ataviado con una túnica de tisú de oro con adornos de piedras preciosas. Llevaba un turbante de oro con un rubí en el centro. Murat miró a Manuel y dijo severamente: -¿Y bien, sobrino?
Manuel se tumbó en el suelo. Era incapaz de mantenerse en pie, pues las piernas le temblaban terriblemente.
– ¡Piedad, mi señor tío! Os he agraviado pero tenéis fama de misericordioso. ¡Perdonadme! ¡No volveré a pecar!
El sultán torció las comisuras de los labios.
– Es una promesa enorme la que haces, príncipe Manuel. No volver a pecar…
– Mi señor, sólo quise decir…
– Sé lo que quisiste decir, ¡joven estúpido! Juraste ser mi vasallo y has quebrantado aquel juramento. Debería hacerte decapitar y terminar de una vez por todas esta cuestión.
»Sin embargo, me han informado de que la causa de tu desgracia fue una mujer. No puedo hacer más de lo que hizo el propio Alá cuando el padre de todos nosotros, Adán, fue descarriado por la mujer, Eva. Y así ha ocurrido en todos los tiempos. Es normal que hombres inteligentes cometan estupideces por culpa de una agradable sorpresa y de un par de tetas rollizas. -Rió sin ganas-. Tu padre me informa de que, por lo general, eres sensato y tienes dotes para gobernar. Muy bien. Te perdonaré esta vez. Pero si vuelves a traicionarme, sobrino… -Dejó la frase en el aire. Después prosiguió-: Volverás a Constantinopla y participarás de nuevo en el gobierno, bajo la guía de tu padre. He preparado tu matrimonio con la joven hija del último déspota de Nicea. Se llama Julia. Me han dicho que es virtuosa y tiene un carácter dulce. Podemos asegurarnos de lo primero. En cuanto a lo segundo, sobrino, tendrás que correr el riesgo como el resto de nosotros.
Manuel sintió que el sudor le resbalaba por la espalda y por las piernas. El alivio hacía que flaquease. Se levantó despacio.
– Señor -dijo, y se le quebró la voz. Contuvo las lágrimas-. Señor, os doy las gracias. Juro que no volveré a fallaros.
– Procura que así sea -dijo severamente el sultán-. Ahora ve a ver a tu tía y dale las gracias por tu vida. Intercedió eficazmente en tu favor.
Manuel se retiró de la sala de audiencias y siguió a un esclavo que lo condujo hasta Teadora. Al entrar en la estancia, ella se levantó y se acercó a su sobrino con las manos extendidas. Lo abrazó, lo besó en la mejilla y dijo:
– Bueno, Manuel, has estado con el león en su cubil y has salido de él con vida.
– A duras penas, tía.
¡Dios mío! ¡Era más adorable que nunca! ¡Completamente distinta de su propia madre! ¿Cómo podían ser dos hermanas tan distintas?
– Siéntate, querido. Pareces agotado. Iris, ve a buscar un refrigerio. Mi sobrino parece necesitarlo. ¿Cómo está tu padre, Manuel? ¿Y, desde luego, mi querida hermana?
– Mi padre está muy bien. Mi madre, como de costumbre. -Vio un brillo malicioso en los ojos de Teadora-. Creo -siguió diciendo-que debo la vida a vuestra lengua de plata.
Ella asintió con la cabeza y sonrió.
– Tenía una antigua deuda con tu padre, Manuel. Ahora la he pagado. Traiciona otra vez a mi señor Murat y yo misma empuñaré la espada para tu ejecución.
– Lo comprendo, tía. No volveré a ser desleal.
– Ahora dime qué piensas de tu proyectado matrimonio.
– Supongo que es hora de que siente la cabeza y tenga hijos.
– ¿No sientes curiosidad por tu novia?
– ¿Acaso puedo elegir, tía?
– No -admitió riendo ella-, pero no pongas esa cara tan triste. Es una doncella encantadora. -¿La habéis visto?
– Sí, vive aquí, en el palacio de Bursa. Está como rehén para asegurar el buen comportamiento de su familia. Este matrimonio los atará más a nosotros, cuando vean lo bien que la hemos tratado. Creo que esperaban que la metiésemos en el harén de algún emir. No pensaban que un día podía convertirse en emperatriz de Bizancio.
– ¿Cómo es?
– Hermosa, con unos cabellos rubios rojizos y brillantes ojos azules. Su madre era griega. Lee, escribe y habla griego. También lee y habla turco. Tiene dulce la voz, ha aprendido todas las virtudes del ama de casa, y es fiel en sus devociones. Ha pasado parte del tiempo que lleva con nosotros aprendiendo la manera oriental de complacer al marido. Creo que la encontrarás perfecta.
Los ojos de Teadora brillaban maliciosamente.
– ¿Podré echar un vistazo a este dechado de virtudes, tía?
– Acércate a la ventana, Manuel, y mira hacia el jardín. Las dos doncellas que juegan a la pelota son tu prima, Janfeda, y tu prometida Julia.
– ¿Está Janfeda aquí? He oído decir que tenía que ir a Bagdad.
– Irá pronto.
Manuel Paleólogo estudió a la niña que jugaba con su linda prima. Julia era una criaturita muy bella. Reía fácilmente y no protestaba cuando se le escapaba la pelota. El se sintió de pronto abrumado por su buena suerte. Había llegado a Bursa esperando no salir vivo de allí. En cambio, le habían perdonado sus pecados y regalado una bella novia.
Un hombre menos inteligente habría cometido el error de considerar este trato como un signo de debilidad por parte del sultán. Manuel Paleólogo no lo cometió. Su padre tenía razón: Murat estaba jugando a avivar las rencillas entre los Paleólogos. Le convenía que Manuel tomase por esposa a la joven Julia de Nicea. Un hombre estúpido se habría considerado ofendido. Pero Manuel, como su padre, veía que el antaño poderoso Imperio de Bizancio había quedado reducido a casi nada. Sabía que, tarde o temprano, lo que quedaba de él caería en manos de los turcos otomanos. Mientras tanto Juan y él harían todo lo posible por conservar lo que quedaba de Bizancio. El era hijo de su padre, y Juan Paleólogo podía estar orgulloso. Si la paz con los turcos exigía que se casase con aquella adorable criatura que corría sobre el césped, sin duda Manuel obedecería las órdenes.
– Cuando entornas así los ojos -dijo su tía-, te pareces a tu padre, y casi adivino lo que estás pensando.
El rió de buen grado.
– Estaba pensando que soy muy afortunado. Estoy vivo y tengo una hermosa novia. ¿Cuándo voy a casarme con la doncella?
– Mañana. Mi señor Murat ha hecho venir al metropolitano de Nicea a Bursa y celebrará la ceremonia al mediodía.
– ¿Lo sabe ya la novia? -preguntó secamente Manuel.
– Se lo diremos esta tarde -respondió Adora con suavidad-. Y ahora, sobrino, te permitiré volver a tus habitaciones. Querrás pasar el tiempo orando y meditando antes de tu boda.
Su tono era serio, pero los ojos reían. El se levantó, la besó en la suave mejilla y salió de la habitación. Adora permaneció sentada unos minutos, satisfecha del trabajo del día. Le gustaba Manuel. Se parecía mucho a su amable padre. Cuando Juan Paleólogo prometió a su hijo que anunciaría su llegada, había escrito a Adora, no al sultán. La esposa favorita del sultán no conocía bien a Manuel, pero Juan había sido mucho menos elocuente cuando había hablado de su hijo mayor. La actuación de Manuel como gobernante era buena y su amor y fidelidad hacia su padre eran auténticos. Adora se había sentido bien dispuesta a interceder por el joven. Ahora, después de hablar con él, creía que su fe en el buen juicio de Juan estaba justificada.
– Ah, estás pensando de nuevo -bromeó Murat, entrando en la habitación-. Te saldrán arrugas. Las mujeres no deben pensar demasiado.
– Entonces no deberían existir arrugas en tu harén -replicó ella-. No hay una sola que piense.
Desternillándose de risa, él la levantó y la llevó a su cama. La lanzó sobre la colcha. Después se tumbó a su lado y la besó.
– Tu boca sabe a uvas, Adora -dijo, soltándole los cabellos de su elegante diadema. La oscura y sedosa mata le resbaló sobre los hombros. El tomó un mechón entre los dedos y olió su fragancia-. He perdonado a tu sobrino, mujer. Y le he dado una hermosa novia.
Ella apretó la mejilla contra el pecho de Murat y sintió los fuertes latidos de su corazón.
– Estoy enterada de todo esto, mi señor Murat. -¿Y no tengo derecho a una recompensa por mi generoso comportamiento?
– Sí, mi señor, lo tienes. Casi he terminado de bordar tus nuevas zapatillas con aljófar -respondió ella con seriedad. -¿Aljófar? ¿En mis zapatillas? -exclamó él, incrédulo. -Sí, mi señor -respondió recatadamente ella, pero su voz tenía un temblor gracioso y había bajado los ojos-. Me he pinchado los dedos de mala manera, pero ésta es una buena recompensa por la generosidad de mi señor.
Él la sujetó y lanzó un juramento ahogado.
– ¡Mírame, mujer!
Su orden fue correspondida con una risa cantarina, al levantar Adora los encantadores ojos hacia él.
– ¿No quieres las zapatillas, mi señor? -preguntó cándidamente.
– ¡No! ¡Te quiero a ti! -resopló Murat. Ella le rodeó el cuello con los brazos.
– Entonces, tómame, mi señor. ¡Te estoy esperando! -Y depositó un beso dulce y ardiente en su boca.
La fina túnica se abrió bajo las rápidas manos de Murat, y Adora quedó desnuda a su suave y seguro tacto.
La túnica de brocado del sultán se abrió también bajo las ágiles maniobras de ella, que le devolvió sus caricias, deslizando las manos sobre su larga espalda y apretando la dura redondez de sus nalgas.
– Mujer -murmuró él junto al cuello de ella-, si las huríes que tengo destinadas en el Paraíso tienen manos la mitad de suaves y la mitad de hábiles que las tuyas, me consideraré afortunado.
Ella rió suavemente y acarició su virilidad. Provocó delicadamente en él una pasión tan intensa que sólo la furiosa y rápida posesión de su cuerpo logró satisfacerla.
Ahora era él el dueño, incitándola, reteniéndola, haciéndola gritar de placer. La besó una y otra vez hasta que Adora estuvo a punto de desmayarse y le devolvió los besos con una intensidad y un ardor que sólo aumentó su mutua pasión. Frenéticamente, Murat murmuró su nombre al oído:
– ¡Adora! ¡Adora! ¡Adora!
Y ella le respondió dulcemente:
– ¡Murat, mi amado!
Entonces, de pronto él no pudo dominar por más tiempo sus deseos. Sintió que el cuerpo de ella alcanzaba el mismo clímax abrasador. Ella se estremeció violentamente varias veces. Su piel casi quemaba al tacto. Gruñendo, él derramó su simiente en el suave cuerpo de la mujer y, en un súbito fulgor de claridad, Adora se dio cuenta una vez más de que, en la constante batalla entre hombres y mujeres, era siempre la mujer quien al fin salía victoriosa. Le estrechó cariñosamente, murmurándole dulces palabras de amor.
Cuando Adora se despertó por la mañana, él estaba todavía durmiendo a su lado, con aire infantil a pesar de sus años. Durante un momento, permaneció inmóvil, observándolo. Después le besó en la frente. Los ojos oscuros que se abrieron y la miraron estuvieron, por un brevísimo instante, tan llenos de amor que se quedó asombrada. Sabía que él la amaba, pero no era un hombre dado a decirlo a menudo. La emoción que había percibido hizo que se sintiera humilde. Comprendía por qué lo disimulaba él. Murat consideraría siempre el amor como una debilidad. Creía que demostrar esta debilidad a una mujer lo rebajaba y daba a la mujer una ventaja injusta.
Adora sofocó una risa. ¿No confiaría él nunca en su amor?
– ¡Levántate, mi señor, mi amor! El sol ha salido ya y hoy es el día en que vamos a casar a mi sobrino con la pequeña heredera de Nicea.
¡Qué adorable es todavía!, pensó él, contemplando su piel de camelia, envuelta en los largos cabellos oscuros.
– ¿Es que no podemos tener un momento para nosotros? -gruñó, besando su hombro redondo.
– No -se chanceó ella, levantándose de la cama-. ¿Te gustaría que circulase el rumor de que el sultán Murat se ha ablandado y haraganea en brazos de una mujer después de salir el sol?
El rió, saltó de la cama y dio una certera palmada en el tentador trasero. Fue recompensado con un grito de indignación.
– Mi señora Adora, tienes una lengua muy procaz.
– Y tú, mi perezoso señor -gimió ella, frotándose la parte dolorida-, tienes una mano muy dura.
Y tomando una túnica de gasa, corrió hacia el baño, seguida de la risa divertida de él.
La hechicera debe tener siempre la última palabra, pensó Murat.
Entonces se dirigió a sus habitaciones. Quería que el joven Manuel contrajera matrimonio lo antes posible. Aunque el emperador no podía poner reparos a la muchacha, probablemente se enfadaría al descubrir que el sultán había usurpado su autoridad paterna. Murat quería que la pequeña Julia quedase rápidamente encinta, para que no hubiese posibilidad de anular el matrimonio. La madre de la joven había sido prolífica. Murat esperaba que Julia fuese tan fecunda como ella, pero la delgadez de la niña le preocupaba un poco.
Murat no intervino oficialmente en la ceremonia religiosa. Permaneció detrás de un biombo tallado mientras el patriarca de Nicea unía a la joven pareja. Al sultán le divertía ver cómo la niña de ojos grandes miraba de reojo al desconocido con quien se estaba casando.
Después se reunió con los recién casados para una pequeña celebración en las habitaciones de Adora. Tamar estaba también allí, pero más para presionar en pro de su propio hijo que para felicitar a la joven pareja. Llevándose a Murat a un rincón, se lamentó:
– Primero, tu hijo Bajazet se casa con Zubedia de Germiyán. Ahora casas a tu sobrino Manuel con Julia de Nicea. ¿Y nuestro hijo Yakub? ¿No tienes una novia noble para él? ¿Es que sólo aprecias a la familia de Teadora?
Él le dirigió una mirada de desaprobación. Ya no era la esbelta belleza de espléndidos cabellos de oro que lo había fascinado. Había engordado, tenía la piel más áspera y descolorido el cabello. Nunca se le ocurrió a Murat que su ausencia de la vida de ella y de su cama fuese la causa de estos cambios. Nunca la había apreciado mucho y ahora le resultaba irritante.
– Yakub es mi hijo menor. No lo he elegido para sucederme. El destino de Yakub dependerá de su hermano mayor, Bajazet. Mi padre eligió a mi hermano Solimán y, por consiguiente, no tuve favoritas fértiles ni hijos hasta después de su muerte. Es posible que Yakub sólo me sobreviva unas horas cuando yo muera. Si tal es su destino, tampoco sobreviviría ninguno de sus hijos.
Ella tenía los ojos desorbitados de espanto.
– ¿Qué me estás diciendo? -murmuró.
– Sólo puede haber un sultán -explicó pausadamente él.
– Pero tu propio padre nombró visir a su hermano Aladdin.
– Y yo destituí a un medio hermano que era mayor que yo, pues había quienes habrían puesto a Ibrahim por delante de mí y gobernado a través de él.
– ¿Perdonarías el asesinato de tu propio hijo? -dijo ella, horrorizada.
– ¡Sí! -respondió enérgicamente él-. Tú eres cristiana, Tamar, y fuiste criada en un mundo donde se hablaba a diario de lanzar cruzadas contra el turco «infiel». A tus hermanos cristianos nada les gustaría más que provocar conflictos entre dos herederos de mi reino. Por consiguiente, cuando yo muera, es probable que Yakub me siga al poco tiempo. Sólo puede haber un sultán. No hablemos más de esto, ni de esposas para Yakub.
– Entonces, ¿por qué fue perdonado tu medio hermano Halil cuando llegaste a ser sultán? El hijo de Teadora con tu padre, ¿no constituía un peligro para ti? O tal vez -sugirió desagradablemente-, ¿es en realidad hijo tuyo y no de Orján?
Murat tuvo ganas de pegarle, pero no quiso estropear la fiesta. En vez de ello la miró con profundo disgusto.
– Mi hermanastro está lisiado. Ciertamente, sabes que a un sultán otomano no se le permite ninguna deformidad. Y no vuelvas nunca a insultar a Adora con torpes insinuaciones, Tamar, o te arrancaré la lengua de la boca. Su vida con mi padre fue desgraciada.
– Como la mía contigo -le echó en cara ella.
– Es tu propia amargura la que hace que seas infeliz. Te convertiste en mi segunda esposa sabiendo muy bien que Teadora se había adueñado de mi corazón.
– ¿Tenía yo alguna alternativa?
– No -reconoció él-. Tenías que obedecer a tu padre.
– Y tú habrías podido rechazar el ofrecimiento de mi padre, ¡pero me deseabas!
– Hubieses podido ser feliz, Tamar. Adora te recibió como a una hermana y trató de allanarte el camino. Pero tú rechazaste su amabilidad y te comportaste como una niña mimada.
– Y en el momento álgido de tu pasión, en nuestra noche de bodas, murmuraste su nombre una y otra vez, ¡como en una oración!
– ¿En serio?
Le impresionó el odio que vio en sus ojos, tanto como lo que acababa de decirle. Ella se volvió y salió despacio de la habitación.
Solamente Teadora había presenciado la escena. Desde luego, no había oído las palabras que habían intercambiado, pero había percibido el odio de Tamar. Ahora vio la mirada perpleja de Murat. Pero él se limitó a sonreír y se reunió con ella. Teadora olvidó muy pronto el extraño episodio.
Pero Tamar no lo olvidó. La amargura que había aumentado oculta en ella a través de los años se desvió ahora hacia la venganza. De vuelta en sus habitaciones, despidió a sus mujeres y se arrojó llorando sobre su cama. De pronto sintió que no estaba sola. Se incorporó y vio un eunuco plantado en silencio en un rincón.
– ¿Qué estás haciendo ahí? -preguntó, furiosa.
– Pensé que podría seros útil, mi señora. Se me rompe el corazón al oíros llorar así.
– ¿Por qué te importa? -murmuró Tamar.
El cruzó la estancia y cayó de rodillas.
– Porque me atrevo a amaros, mi señora -murmuró.
Tamar, sorprendida, miró fijamente al eunuco arrodillado. Era increíblemente hermoso, con unos ojos castaños húmedos orlados de espesas pestañas oscuras, y cabellos negros rizados. Era alto y, a diferencia de muchos eunucos, musculoso y fuerte.
– No te había visto hasta ahora -dijo ella.
– Sin embargo, fui puesto a vuestro servicio hace más de un año -respondió él-. He visto aumentar en vos la expresión de tristeza, mi señora, y ansío borrarla.
Tamar empezaba a sentirse mejor. El descarado y joven eunuco le hablaba como si realmente le importase.
– ¿Cómo te llamas? -le preguntó al fin.
– Demetrio, mi adorable señora.
Ella disimuló una sonrisa, tratando de parecer hastiada.
– Antaño fui adorable, Demetrio; pero ya no lo soy.
– Un poco de ejercicio, un lavado especial para que vuestros cabellos vuelvan a ser dorados… y desde luego, alguien que os ame.
– Las dos primeras cosas son fáciles de hacer -observó ella-, pero la tercera es imposible.
– Yo -dijo él, bajando la voz-podría amaros, mi queridísima señora.
Le resiguió con sus húmedos y hermosos ojos castaños. Tamar sintió un escalofrío desde los pies a la cabeza.
– Eres un eunuco -murmuró. Y después, temerosa-: ¿O no lo eres?
– ¡Mi dulce e ingenua señora! -murmuró él, asiéndole una mano y acariciándola-. Hay dos maneras de castrar a un varón. A los niños pequeños se les extirpa todo, pero a los chicos mayores y a los hombres jóvenes como yo, sólo se les corta la bolsa que contiene la simiente. De esta manera es menor el índice de mortalidad. -Se levantó y se bajó los pantalones. El miembro viril pendía fláccido-. Acariciadme, mi señora -suplicó.
Tamar, fascinada, accedió a hacerlo. A los pocos momentos, su erección fue la propia de un hombre normal. Empujó suavemente a Tamar sobre los almohadones de su diván.
– Por favor, dulce señora, permitid a Demetrio que os haga de nuevo feliz.
Si los sorprendían, pensó ella durante un breve instante; si…
– ¡Oh, sí! -balbució ansiosamente, y se quitó a toda prisa la túnica.
Él le asió las manos. -Despacio, mi señora. Dejadme a mí. Cuidadosamente le quitó el pantalón y la camisa de seda. La miró con anhelo y pensó que tenía muy buena figura. Un poco fofa en algunos sitios, pero él lo remediaría pronto. Alí Yahya había estado en lo cierto. Ella ansiaba un amante.
Arrodillándose junto al diván, tomó en sus manos uno de los pequeños pies y besó cariñosamente cada uno de los dedos, después la planta, el talón y el tobillo. Sus labios fueron subiendo por la pierna y bajaron por la otra. Todavía arrodillado, su boca resiguió el ombligo y los senos. Mordió delicadamente los pezones y después los excitó con su cálida lengua. Ella respiraba agitadamente, con los ojos cerrados y una expresión de dicha en el semblante. Él se dispuso a meterse en la cama y ella exclamó:
– ¡La puerta! ¡Cierra la puerta!
El eunuco lo hizo, volvió y la penetró rápidamente. Tamar terminó con demasiada rapidez, sollozando con ansiedad y maldiciendo, frustrada.
– No, no, dulce señora -la tranquilizó Demetrio-. Soy como un toro y os complaceré largamente y despacio.
No hizo esta promesa a la ligera, y fue el principio de la noche más increíble en la vida de Tamar. El eunuco sirvió a su ama una y otra vez, hasta que la joven quedó tan agotada que no pudo levantar la cabeza de las almohadas. En este punto consideró Demetrio que era prudente detenerse, a pesar de las protestas de Tamar.
– ¿Volverás mañana por la noche?
– Si mi princesa lo desea -respondió sonriendo él.
– ¡Sí! ¡Sí!
– Entonces obedeceré.
– Debes convertirte en mi jefe de eunucos.
– Ya tenéis un jefe de eunucos.
– Deshazte de él de alguna manera -murmuró Tamar e inmediatamente se quedó dormida.
Demetrio salió a hurtadillas de la habitación y fue en seguida a ver a Alí Yahya.
Al hacerse viejo, Alí Yahya había descubierto que cada vez necesitaba dormir menos; en consecuencia, salvo unas tres horas en mitad de la noche, pasaba las noches en vela.
– ¿Lo has conseguido al fin? -preguntó al entrar Demetrio, con una expresión de triunfo en la cara.
– Completamente, mi amo. La pillé en un momento de flaqueza. Volvía de la boda y estaba muy deprimida. Preocupada en despedir a sus mujeres, ni siquiera me vio. Cuando se creyó sola, se echó a llorar. Entonces me di a conocer y la consolé.
– ¿Del todo?
– Del todo, mi amo. Ahora soy su amante. Ya me ha pedido que vuelva mañana…Quiere que sea su jefe de eunucos y me ha dicho que me deshaga de Pablo.
– Ya -asintió secamente Alí Yahya-. Tienes que justificar el precio enorme que pagué por ti. Haré que Pablo sea enviado a la casa del príncipe Halil en Nicea. Lo has hecho muy bien, Demetrio. Ahora debes ganarte toda la confianza de la princesa Tamar y conservarla. A partir de ahora tu contacto conmigo debe permanecer en secreto y establecerse solamente cuando sea absolutamente necesario. Ya sabes lo que has de hacer. Ahora te doy el control de la casa de la princesa Tamar. Sólo dependerás de mí.
– Estoy a vuestras órdenes, mi amo -dijo el joven eunuco, haciendo una reverencia.
Alí Yahya asintió lentamente con la cabeza y habló de nuevo.
– Recuerda que has de ser fiel, Demetrio. Si te vuelves ambicioso y tratas de traicionarme, tu muerte será lenta y sumamente dolorosa. Sírveme bien y un día serás rico y libre.
– Estoy a vuestras órdenes, mi amo -repitió Demetrio, y salió de la habitación.
Alí Yahya se retrepó en su sillón, muy satisfecho. Confiaba en aquel joven. Lo había elegido con sumo cuidado.
Había observado que, dado el olvido en que la tenía el sultán desde hacía años, el único objeto en el que Tamar podía verter su amor era su hijo. Yakub había sido apartado de su madre a la edad de seis años y criado en sus propias habitaciones, estrictamente como musulmán. Respetaba a su madre e incluso sentía afecto por ella, pero no la comprendía. Era demasiado intensa y sus intrigas para mejorar su posición a los ojos de su padre resultaban enojosas.
Tamar preocupaba a Alí Yahya. Sólo Alá sabía lo que era capaz de hacer aquella solitaria, amargada y frustrada mujer. Había decidido darle un nuevo aliciente, alguien que no sólo absorbiese la atención de la búlgara, sino que le mantuviese plenamente informado de sus intrigas.
Había estado buscando varios meses la persona adecuada. Tamar era recelosa por naturaleza. El necesitaba un hombre joven, pero no demasiado. Alguien moderadamente inteligente y digno de confianza, pero no ambicioso.
Por casualidad había oído hablar de Demetrio, esclavo de un acaudalado mercader. Como su amo había envejecido y estaba débil, Demetrio se había hecho cargo de sus negocios, dirigiéndolos en beneficio de su dueño. Por desgracia, también se había aficionado a las dos aburridas y jóvenes esposas de su señor, pues Demetrio no quería ver desgraciadas a las mujeres bonitas. Cuando una de las esposas descubrió que la otra disfrutaba también de las atenciones del eunuco, se vengó gritando que la violaban la siguiente vez que la visitó Demetrio. El irritado amo del eunuco mandó azotarlo y lo envió a un mercado de esclavos. Tenía que ser castrado de nuevo y vendido.
Afortunadamente, el vendedor de esclavos quedó impresionado por la belleza de Demetrio. La nueva castración raras veces tenía éxito. Si el joven moría, que era lo más probable, perdería un buen beneficio. El riesgo era para el vendedor, no para el dueño del esclavo. Entonces, aquél había recordado que su viejo amigo Alí Yahya estaba buscando un joven eunuco. Alí Yahya lo vio, quedó favorablemente impresionado y se cerró el trato. Demetrio quedó tan agradecido de haber salvado la vida que juró obedecer ciegamente a Alí Yahya. El jefe de eunucos del sultán supo que podía confiar en aquel nuevo miembro de su personal.
El príncipe Bajazet tenía que ser protegido a toda costa, pues era el elegido de su padre. El príncipe Yakub, aunque fiel a su padre y a su hermano mayor, podía sentirse tentado por las intrigas de su desdichada madre. Había que distraer a Tamar. Demetrio fue elegido para este trabajo.
Demetrio sustituyó a Pablo. Y un día, las pocas esclavas que tenía Tamar fueron reemplazadas por otras mujeres. Como éstas no habían conocido a nadie más, brindaron su lealtad a Demetrio.
La segunda esposa del sultán empezó a cambiar. Perdió el peso que había ganado y sus cabellos volvieron a ser suaves y brillantes. Demetrio satisfacía cada noche sus necesidades físicas.
Aunque estaba más tranquila y satisfecha, Tamar no podía dejar de intrigar. Pero Demetrio conseguía que los planes de Tamar se limitaran a expresiones verbales. Le preocupaba el terrible odio que manifestaba contra la esposa favorita del sultán. Tamar podía volverse completamente irracional cuando se pronunciaba el nombre de Teadora. Despotricaba y hablaba de sus planes para hacer que Adora sufriese como ella había sufrido. Demetrio no lo comprendía, pues Tamar confesaba francamente que nunca había amado al sultán Murat. Entonces, ¿por qué este odio absurdo contra Teadora? Esto fue lo único que Demetrio no contó a Alí Yahya.
El joven eunuco apreciaba de veras a su amante. Si un humilde ex pescador de la provincia de Morea podía atreverse a amar a una princesa, esto fue lo que hizo Demetrio. Aunque Tamar podía ser la peor enemiga de sus propios intereses, tenía ahora alguien que la protegería de sí misma.
El príncipe Andrónico había estado encarcelado durante varios años en la Torre de Mármol, situada en el extremo occidental de la ciudad. Después de su ceguera temporal, lo habían enviado a languidecer allí. Su esposa había muerto y su único hijo, Juan, crecía en el palacio.
Vivía cómodamente: sus servidores eran agradables y no se le negaba nada…, salvo mujeres y libertad. Su mundo consistía en las habitaciones donde vivía, aunque las ventanas de la torre le daban una vista panorámica de la ciudad, del campo de más allá y del mar de Mármara.
No se permitían visitantes, por miedo de que empezase a conspirar de nuevo. Lo cierto es que nadie iba a verlo, pues ninguno de sus antiguos amigos deseaba relacionarse con un traidor convicto. Por consiguiente, Andrónico se sorprendió mucho cuando una tarde vio llegar a su madre, muy tapada y repartiendo espléndidas propinas a los guardias. Él la abrazó frenéticamente.
– La hora de tu libertad se acerca, querido hijo -dijo atropelladamente-. ¡Tu hermano se ha desacreditado al fin! -Y le contó rápidamente los sucesos de los últimos meses-. El tonto de tu padre ha enviado a Manuel a Bursa para que pida perdón a Murat. Desde luego, el pobre Manuel no volverá vivo. Entonces tu padre tendrá que ponerte en libertad.
– ¡Seré su co-emperador! -Entonces Andrónico entornó los ojos-. Tal vez seré el único emperador -dijo en voz baja.
– ¡Oh, sí, querido! -exclamó Elena-.Te ayudaré a conseguir todo lo que quieras. Lo tendrás. ¡Te lo juro!
Pero el príncipe Manuel volvió a Bursa. El sultán le perdonó sus pecados y le dio una esposa, que ahora estaba ya encinta. El emperador se sintió aliviado al ver a su hijo favorito, aunque al principio le molestó un poco que Murat le hubiese arrebatado sus derechos de padre. Sin embargo, al cabo de pocos días, Juan admitió que la esposa que Murat había elegido para Manuel era perfecta. Se trataba de una joven de carácter dulce, obediente y muy enamorada de su marido. Manuel correspondía a su afecto. El emperador no podía desear nada mejor para su hijo.
La emperatriz, en cambio, no estaba tan satisfecha. Julia no sólo poseía cualidades de las que Elena carecía, sino que también era muy bonita. Callada, pero de carácter firme, Julia llenaba el hueco que dejaba la emperatriz en sus constantes ausencias. El emperador y su hijo menor estaban más unidos que nunca y Juan se disponía a nombrar co-emperatriz a la joven Julia en cuanto naciese su hija.
Julia tuvo una niña. Era una contrariedad que Manuel y su padre habrían soportado de buen grado si la joven esposa no hubiese enfermado y muerto de fiebre láctea casi inmediatamente después del parto. Manuel quedó destrozado. Hizo que instalasen a su hijita en su propio dormitorio, para poder vigilarla por la noche, y juró que nunca volvería a casarse.
– El hijo de Andrónico, Juan, podrá sucederme -dijo tristemente a su padre-. Es un buen muchacho y se parece a nosotros mucho más que su padre.
Así quedó de momento la cosa. La hija de Julia fue bautizada con el nombre de Teadora, como la tía de su padre. Su abuela, la emperatriz, se enfureció.
Elena empezó a conspirar de nuevo. Aunque su belleza era ahora más basta, seguía resultando atractiva y, manifestaba una sensualidad primitiva que atraía a los hombres.
Elena decidió conseguir el apoyo de sus amigos influyentes en interés de su hijo mayor, Andrónico. Él y no Manuel debía ser co-emperador con su padre. Eligió como cómplices al general Justino Dukas, uno de los mejores soldados del Imperio; a Basilio Focas, importante banquero y mercader, y a Alejo Comneno, el primer noble del Imperio. El general daría apoyo militar a la causa de Elena, y el mercader banquero, ayuda financiera. Comneno atraería a la nobleza, siempre dispuesta a seguirlo. Con frecuencia se decía que, si Alejo Comneno se afeitase la cabeza y se la pintase de carmesí, casi todos los nobles de Constantinopla lo imitarían.
Aunque Justino Dukas pudo garantizar la ayuda de ciertos regimientos del ejército bizantino, necesitarían más fuerzas. El dinero de Basilio Focas compró tropas genovesas y otomanas que esperaron discretamente, fuera de la ciudad, a que se les uniese Andrónico.
En Bursa, Murat se echó a reír hasta que le dolieron los costados, al enterarse de las maquinaciones de Elena. Adora estaba preocupada por la seguridad de Juan y Manuel.
– No sufrirán daño, paloma -le aseguró Murat-. El banquero Focas está a mi servicio. Él cuidará de que no les pase nada a Juan ni a Manuel.
Ella empezó a comprender.
– Entonces, ¿en realidad eres tú quien finanza las tropas otomanas compradas por Elena?
– ¡Oh, no! -rió Murat-. Focas paga la cuenta, pero ninguna tropa otomana luchará sin mi permiso. Me conviene que se mantenga por ahora la agitación interna en Bizancio. De esta manera, no pueden intrigar contra mí mientras proyecto mi próxima campaña de expansión.
– ¿Está la ciudad incluida en esta nueva expansión? -preguntó ella-. No te olvides de que me debes el precio de mi boda.
– Algún día -dijo pausada y seriamente Murat-gobernaremos nuestro Imperio desde allí. Pero todavía no ha llegado la hora. Primero debo conquistar toda Anatolia, para que no puedan atacarme por la espalda. Germiyán ha sido absorbida por nuestra familia, pero los emiratos de Aydín y Karamania siguen constituyendo una amenaza. Y todavía queda una ciudad bizantina cerca de nosotros. ¡Debo tomar Filadelfia!
– No olvides -le recordó ella-que, cuando hayas apartado a los Paleólogos de tu camino, quedarán aún los Comneno de Trebisonda. También ellos son herederos de los Césares.
– Si todo el resto de Anatolia es mío, ¿qué posibilidades tiene Trebisonda contra mí? Estará rodeada de un mundo musulmán por tres lados y de un mar musulmán por el cuarto.
Su estrategia era, como siempre, certera. Murat proyectaba con seguridad su próxima campaña, mientras los miembros de la familia Paleólogo luchaban entre sí por el derecho a gobernar un Imperio moribundo.
Andrónico escapó de la Torre de Mármol y se unió a sus tropas fuera de las murallas de la ciudad. La población de Constantinopla cambiaba de bando según los rumores de cada día. Se dijo que la llegada anual de la peste era la manera con que Dios mostraba al pueblo que Andrónico estaba en su derecho y que Juan y Manuel no tenían razón.
El general Dukas había conseguido rápidamente que las restantes unidades militares apoyasen a Andrónico. Marcharon por la Vía Triunfal entre las aclamaciones del populacho. El emperador Juan y su hijo menor se salvaron solamente gracias a la intervención de Basilio Focas, quien amenazó con retirar su ayuda financiera si sufrían el menor daño. Como Andrónico necesitaba aquella ayuda de la comunidad de mercaderes y banqueros para pagar a sus tropas, no tuvo más remedio que acceder.
Basilio Focas lanzó en secreto un suspiro de alivio. Su constante riqueza en aquellos tiempos difíciles obedecía al hecho de que sus caravanas viajaban seguras a través de Asia. Esto era debido a la protección otomana. En justa correspondencia, Focas espiaba para Murat y cumplía discretamente sus encargos. Había prometido al sultán que ninguno de los co-emperadores destronados sufriría daños. Pero no contó con la crueldad de la emperatriz. Elena quería la muerte de su esposo y de su hijo menor.
Por fortuna, los otros principales conspiradores estuvieron de acuerdo con Focas. Juan y Manuel fueron encarcelados en la Torre de Mármol, donde había estado Andrónico. Basilio Focas pagó personalmente a los soldados otomanos que guardaban a los prisioneros, y a los criados que los atendían. Dijo a los soldados y a los criados que el sultán Murat quería que los dos hombres conservasen la vida. Si alguien les ofrecía dinero para visitar a los prisioneros o envenenarlos, tenían que aceptarlo e informarle inmediatamente. De esta manera, los dos hombres estaban seguros.
Inspirada por el triunfo de Elena, Tamar decidió probar fortuna en la intriga. Entabló negociaciones secretas con la esposa del mortal enemigo de Murat, el emir de Aydín. Su objetivo, como siempre, era un reino para su hijo, el príncipe Yakub. Este, desde luego, ignoraba los planes de su madre.
La cuarta esposa del emir era la heredera de Tekke. Sólo tenía una hija de trece años. Era esta niña y Tekke lo que Tamar buscaba para su hijo. Incluso su amado Demetrio ignoraba sus planes, y si el eunuco se enteró de la intriga antes de que pudiese hacerse efectiva fue sólo por casualidad.
Una noche se despertó y oyó que Tamar hablaba en sueños. Pensó en despertarla. Pero se dio cuenta de que si lo hacía y sus planes fallaban después, sabría que él la había traicionado.
Habiendo oído lo suficiente para tener una idea de lo que pretendía ella, Demetrio se levantó sin hacer ruido y buscó la cajita de ébano y nácar donde Tamar guardaba la correspondencia. Allí encontró no solamente copias de sus cartas, sino las originales de la cuarta esposa de Aydín. Sacudiendo la cabeza ante la estupidez de conservar unas cartas tan comprometedoras, salió a hurtadillas de la habitación, con la caja.
Cuando Alí Yahya hubo leído las cartas, dijo:
– Devuelve la caja a su escondite, Demetrio. Desde luego, no digas nada, pero continúa sirviendo bien a tu señora.
Entonces regaló al joven un exquisito anillo con un zafiro.
Demetrio se puso el anillo e hizo lo que le había ordenado. Se preguntó cómo frustraría Alí Yahya los planes de Tamar. Pero no tuvo que esperar mucho para saberlo. Varias semanas más tarde llegó la noticia de que la cuarta esposa del emir de Aydín y su hija se habían ahogado en un accidente cuando iban en barca.
Aunque Tamar mantuvo su reserva, el eunuco sabía la razón de su desasosiego y se esforzaba más en complacerla. Se mostró sumamente cariñoso y comprensivo un día en que, sin motivo aparente, ella rompió a llorar.
Después de despedir a las mujeres, Demetrio la tomó en brazos mientras ella seguía llorando.
– ¿Por qué lloráis, amada mía? -le preguntó.
Para su sorpresa, ella confesó:
– ¡Debo conseguir un reino para Yakub! El nunca sucederá a Murat mientras viva Bajazet. Y aunque su hermano mayor lo aprecia, lo matará antes de que se enfríe el cuerpo de su padre. Si puedo encontrar otro reino para él, no constituirá una amenaza para ellos.
Demetrio sintió que le invadía una terrible tristeza.
– Oh, querida mía -dijo afablemente-. Vos no lo entendéis, y no sé si llegaréis a entenderlo. No hay otro reino para vuestro hijo. El sultán quiere gobernar sobre toda Asia y Europa. Tal vez los otomanos no lo lograrán durante la vida del sultán Murat, pero sí durante la de sus descendientes. Vuestro hijo es demasiado bueno y demasiado buen soldado para seguir con vida cuando muera el sultán actual. Debéis aceptar esto, amada mía, aunque os destroce el corazón. Si el príncipe Bajazet no muere antes que su padre, él será el próximo sultán. Vuestro hijo morirá. Será necesario para que Bajazet pueda estar seguro. Debéis aceptarlo.
– ¡Yo no parí y crié a mi hijo para que lo maten como a un cordero en un sacrificio! -chilló ella.
– Callad, señora -la calmó él-. El mundo es así. Debéis ser fuerte. Si Dios quiere, pasarán muchos años antes de que perdáis a vuestro hijo. Incluso puede morir de muerte natural.
Ella calló, pero la expresión de sus ojos le dijo que no aceptaría el destino de su hijo sin luchar. Demetrio tendría que observarla con mucho más cuidado. ¿Qué sería capaz de hacer?, se preguntó.
Mientras tanto, Andrónico se había hecho coronar como cuarto emperador de aquel nombre. Al principio fue muy bien acogido, pues hablaba de manera convincente de levantar el yugo turco y restablecer la prosperidad de la ciudad. Desde luego, no podía hacer ninguna de ambas cosas. Pronto hubo demostraciones de descontento. Andrónico estableció nuevos impuestos para pagar sus diversiones.
También Elena estaba decepcionada de su hijo mayor. No se le otorgaba el respeto debido a su posición, como en tiempo de su esposo. Peor aún, no le habían pagado su pensión. Cuando quiso saber el motivo, el nuevo tesorero del emperador le dijo que Andrónico no había ordenado que se le entregase el dinero. Fue, irritada, en busca de su hijo. Como de costumbre, estaba rodeado de cortesanos y parásitos.
– ¿Podemos hablar en privado? -preguntó Elena.
– No hay nada que no puedas decir delante de mis amigos -respondió bruscamente Andrónico.
Elena apretó los clientes. No tenía más remedio que hablar.
– El dinero que necesito para mi casa este trimestre no me ha sido pagado y tu tesorero me dice que no tiene orden de hacerlo.
– Necesito todo el dinero para mí -respondió Andrónico.
– La emperatriz siempre ha recibido una subvención.
– Pero tú no eres mi emperatriz, madre. Consigue el dinero de tus amantes. ¿O ya no quieren pagar por lo que ha sido tan bien utilizado?
Las mujeres que rodeaban a Andrónico se rieron de la expresión ultrajada del semblante de Elena; los hombres sonrieron afectadamente. Pero ella no iba a darse tan fácilmente por vencida.
– No puedo imaginarme por qué necesitas todo el dinero, Andrónico. Las mujeres de la calle, como ésas -y señaló a todas las que se agrupaban alrededor de su hijo-, por lo general se consiguen a cambio de unas pocas monedas de cobre. O por un pedazo de pan. O por nada.
Entonces se volvió y salió de la estancia, satisfecha de oír exclamaciones ofendidas a sus espaldas.
Estaba empezando a darse cuenta de su error al favorecer a su hijo mayor en detrimento de su esposo y de Manuel. Él no tenía verdadero interés en la ciudad ni en el resto del Imperio. Elena había esperado participar en el poder cuando subiese Andrónico al trono. Sin embargo, ahora estaba peor que antes.
Al volver a sus habitaciones, se encontró con que estaban siendo registradas, con gran alboroto por parte de sus servidores. Un joven capitán se había apoderado de sus joyeros.
– ¿Qué sucede? -le preguntó, esforzándose en mantener tranquila la voz.
– Ordenes del emperador -explicó el joven oficial-. Tenemos que tomar y confiscar todas las joyas del Estado que estén en vuestro poder.
La fuerte carcajada de Elena sobresaltó a todos los presentes.
– ¿Joyas del Estado? ¡No hay joyas del Estado, capitán! Las que tenía Bizancio fueron vendidas o robadas durante el régimen latino, hace años. Las que llevo yo en los actos oficiales no son más que imitaciones.
– ¿Y éstas, señora? -preguntó el capitán, mostrando los estuches de laca.
– Estas son de mi propiedad particular, capitán. Todas me fueron regaladas. Son exclusivamente mías.
– Debo llevármelas todas, señora. Las órdenes del emperador no establecen distinciones.
Elena se quedó mirando fijamente y abrió más los ojos azules al ver que su vajilla de oro y plata y sus jarrones desaparecerían de allí. El capitán, confuso, miró a otra parte.
– Ve a buscar al general Dukas -ordenó a una de sus doncellas.
Pero el capitán cerró el paso a la mujer.
– Nadie puede entrar o salir de estas habitaciones sin permiso por escrito del emperador -anunció-. Estáis bajo arresto domiciliario, señora.
– ¿Y cómo vamos a alimentarnos? -preguntó Elena, con una tranquilidad que estaba muy lejos de sentir.
– Se os traerá comida dos veces al día, señora. -Y, como si hubiese olvidado algo, el capitán añadió-: Lo siento, señora.
Y salió, después de hacer una seña a sus hombres para que se llevasen los bienes de la emperatriz.
La cena resultó ser un insulso revoltillo de guisantes, judías y lentejas, una hogaza de ordinario pan moreno y una jarra de vino barato. Elena y sus servidores miraron la bandeja con disgusto. Allí no había comida suficiente para más de i res personas, y la emperatriz tenía catorce a su servicio. Tiró irritada la bandeja y sus perritos corrieron para consumir aquella bazofia. Al cabo de unos minutos, todos habían muerto.
– Ingrato bastardo -espetó, furiosa, la emperatriz. Después anunció-: Todos, salvo dos, tenéis que iros. La mejor manera de saber quiénes se quedarán será echándolo a suertes.
– Sara y yo nos quedaremos, mi señora -dijo su doncella particular, Irene-. Tenemos derecho a ello, ya que somos las que llevamos más tiempo con vos.
– Salid por el pasaje secreto -indicó Elena a los demás-. De todas formas, no tengo nada para sobornar a los guardias. De esta manera no sabrán que os habéis ido. Uno de vosotros puede traernos comida y bebida todos los días.
– Venid con nosotros, señora -dijo el jefe de los eunucos.
– ¿Y dejar a mi hijo y a sus amigos en el dominio total del palacio? ¡Nunca! Pero tú, Constancio, ve a ver a Basilio Focas y cuéntale lo que ha ocurrido aquí. Dile… dile… que cometí un error de juicio.
Los servidores de la emperatriz huyeron sanos y salvos y, unos días más tarde, Basilio Focas llegó por el pasadizo secreto. Sara e Irene vigilaron, mientras Elena y su antiguo amante hablaban.
– ¿Qué queréis exactamente que haga? -preguntó el banquero.
– Hay que restaurar a Juan y Manuel en el trono. Andrónico está imposible.
– Se necesitará algún tiempo, querida. -Pero ¿puede hacerse? -Creo que sí.
– Entonces, hacedlo. No puedo permanecer encerrada aquí para siempre.
El banquero sonrió y se marchó. La emperatriz, prisionera en sus propias habitaciones, esperó y esperó. Y esperó. Al cabo de muchos meses, le llegó la noticia de que su esposo y su hijo menor habían escapado y estaban sanos y salvos en Bursa, con el sultán Murat.
Murat estuvo ahora seguro de que podía continuar manipulando a los dos bandos, en la lucha dinástica de los Paleólogo. Andrónico fue destronado, perdonado y enviado a la antigua ciudad de su hermano, Salónica, en calidad de gobernador. Juan y Manuel fueron restaurados en Constantinopla como co-emperadores. El precio fue elevado. Un mayor tributo anual en dinero, un contingente importante de soldados bizantinos para servir en el ejército otomano, y la ciudad de Filadelfia. Filadelfia había sido el último bastión de Bizancio en Asia Menor.
Los filadelfios se opusieron a ser cedidos al Imperio otomano. Entonces Adora tuvo su primera oportunidad de ir de campaña. En este caso, Murat iría personalmente al frente de sus ejércitos. Luchando en las filas del ejército otomano estaban los dos co-emperadores bizantinos, que ahora reconocían francamente que sólo gobernaban por la gracia y el favor del sultán turco.
El ejército otomano partió de Bursa a principios de la primavera, cruzando montañas cuyas cimas estaban todavía cubiertas de nieve. Adora no estaba dispuesta a que la matasen en un palanquín pesado, por lo que inventó un traje que era al mismo tiempo práctico y modesto. Murat se sintió al principio escandalizado por la idea de que su esposa montase a horcajadas, pero cambió de idea cuando ella se puso el traje para que su marido le diese el visto bueno.
Era absolutamente blanco y se componía de un pantalón holgado de lana, una camisa de seda de cuello alto, mangas largas y abrochadas en las muñecas, una faja de seda y una capa de lana blanca forrada de pieles y con un broche de oro y turquesas. Calzaba botas altas de cuero de Córdoba y tacón bajo, y guantes de abrigo de color castaño, a juego con aquéllas. Llevaba también un pequeño turbante con pliegues colgantes a los lados, a la manera de los hombres de las tribus de la estepa. Con ellos podía cubrirse la cara, si le apetecía.
– ¿Lo apruebas, mi señor?
Hizo una pirueta delante de él. Estaba muy nerviosa y muy alegre con la perspectiva de acompañarlo.
Murat no pudo dejar de sonreírle a su vez, y aprobó su elección de indumentaria para presentarse en público. En realidad, nunca la había visto tan bien vestida. Apenas si mostraba una pulgada de piel. Si hubiese sido más joven, él no lo habría permitido, pero la madurez daba a su esposa una dignidad juvenil. Sus hombres se abstendrían de toda familiaridad.
– Lo apruebo, paloma. Como siempre, te has mostrado inteligente, en la elección de tu atuendo. Alí Yahya me ha comentado que también has aprendido a montar a caballo. Tengo una sorpresa para ti. ¡Ven!
Y la condujo a las ventanas que daban al patio.
Allí, inmóvil junto a su mozo de cuadra, estaba una yegua negra como el carbón, brillantemente enjaezada, con una gualdrapa azul celeste y plata, la silla y las riendas. Adora lanzó un grito de entusiasmo.
– ¿Es mía? ¡Oh, Murat! ¡Qué hermosa es! ¿Cómo se llama?
– Se llama Canción del Viento. Si hubiese sabido que te gustaría tanto un regalo tan sencillo, me habría ahorrado una fortuna en joyas durante todos estos años.
Ella se volvió y el Sol le iluminó el perfil. Murat contuvo el aliento, impresionado por su belleza, asombrado de que fuese todavía tan encantadora. ¿O era porque él la amaba tanto? Adora le ciñó el cuello con los brazos y, poniéndose de puntillas, lo besó.
– Gracias, mi señor -dijo sencillamente, y él sintió un nudo en la garganta que no podía explicar.
Cuando salieron de Bursa, Adora cabalgó junto a su esposo. Canción del Viento imitaba los pasos elegantes del gran semental árabe blanco de Murat, llamado Marfil. No era extraño que la esposa de un sultán acompañase a su señor en campaña, pero sí que lo era que cabalgase con él. El efecto del nada ortodoxo comportamiento de Adora fue beneficioso. Los soldados otomanos estaban entusiasmados de que la madre del príncipe Bajazet cabalgase con ellos. Esto fortalecía en gran manera la posición del heredero.
Cuando llegaron a Filadelfia, ella observó la batalla desde la falda de un monte, frente a la puerta principal de la ciudad. Por derecho, ésta pertenecía ahora a Murat. Pero la población había sido soliviantada por su gobernador, que temía perder su cargo, y por el clero, que odiaba al sultán. El pueblo se negaba a aceptar al nuevo soberano.
El emperador Juan entró en la ciudad con bandera blanca y suplicó a los moradores que aceptasen a su nuevo señor. Si acogían de buen grado a Murat, no habría destrucción. Los ciudadanos de Filadelfia tendrían que soportar solamente lo mismo que los otros habitantes cristianos del Imperio otomano. Pagarían un impuesto anual por cabeza, y sus hijos, entre las edades de seis y doce años, podrían ser reclutados para el Cuerpo de Jenízaros. Aparte de esto, sus vidas se desarrollarían como antes. Desde luego, podían convertirse al Islam…, en cuyo caso se librarían del impuesto y de los jenízaros.
El gobernador y el clero se mostraron indignados cuando Juan sugirió que jugaban a la ligera con las vidas de los ciudadanos de Filadelfia.
– No podéis esperar un triunfo -les dijo-. Estáis rodeados por el Islam. ¿Habéis dicho al pueblo la verdad o les habéis llenado la cabeza de tonterías sobre resistir al infiel? Murat es generoso, pero no ha venido de Bursa para ser rechazado. Tomará la ciudad.
– Tendrá que pasar por encima de nuestros cadáveres -declaró pomposamente el gobernador.
– Nunca conocí a un gobernante que liderase un ejército o que muriese en combate -replicó duramente el emperador-. Sabed que, cuando el sultán entre en la ciudad, yo mismo vendré a buscaros.
– Nuestros ciudadanos serán mártires en la guerra santa de Dios contra el infiel -salmodió el patriarca de la ciudad.
El emperador miró compasivamente al sacerdote.
– Mi pobre gente sufrirá por el fuego y la espada por culpa de vuestra vanidad, padre. No creo que Dios os recompense por todas las almas que pesarán sobre vuestra conciencia cuando haya terminado la batalla.
Pero no quisieron escucharlo. Lo expulsaron de la ciudad antes de que pudiese hablar al pueblo. Murat se enfadó. Habría preferido una entrada pacífica. Ahora tendría que dar un escarmiento en Filadelfia, para que otras ciudades lo pensaran dos veces antes de resistir al otomano.
En menos de una semana, Murat tomó Filadelfia. Los soldados del sultán, cristianos y musulmanes, tuvieron los tres días tradicionales de pillaje antes de que se restableciese el orden.
Los que eran sorprendidos con armas en la mano, tanto soldados como civiles, eran ejecutados inmediatamente. La primera noche resonaron gritos en toda la ciudad, al ser sacadas de sus casas las mujeres por los soldados del sultán, quienes las violaron una y otra vez. Ni la edad ni la condición las protegía. Niñas de seis años sufrían la misma suerte que las monjas, que eran sacadas a rastras de sus conventos para satisfacer la furiosa lascivia de los soldados cansados de combatir. En la mañana del cuarto día, no había una sola mujer en la ciudad que se hubiese librado del ejército del sultán. Ellas, los niños y los otros supervivientes fueron conducidos a la plaza del mercado para ser vendidos como esclavos.
Ansiosos compradores habían llegado de los territorios musulmanes circundantes.
Cada soldado tenía derecho a vender a sus cautivos, a menos que éstos se convirtiesen al Islam. Hubo pocas conversiones. No todos los cautivos fueron vendidos, pues muchos soldados que habían luchado con Murat traerían ahora a sus familias para colonizar de nuevo la ciudad, de forma que necesitarían esclavos.
Un porcentaje de cada venta iba a parar a las arcas del sultán. El resto se lo repartían el soldado y el mercader que había realizado la subasta.
Todos los objetos de valor encontrados en la ciudad fueron confiscados para el tesoro del sultán. Las iglesias fueron expoliadas, purificadas y convertidas en mezquitas. Tanto el gobernante como el patriarca, que habían desafiado al emperador y al sultán, fueron decapitados por causar dificultades a Murat y por provocar la rebelión en su ciudad. Así, la última urbe cristiana que quedaba en Asia Menor, a excepción de Trebisonda, cayó en manos de los otomanos.
Adora había presenciado la batalla de Filadelfia y el subsiguiente pillaje con un interés estoico que fascinó a Murat. Por fin, incapaz de dominar su curiosidad, él le preguntó qué pensaba acerca de la campaña. Adora jugó con una almohada antes de responder:
– Fuiste más que justo, mi señor.
– ¿No lo sientes por tu pueblo, madre? -preguntó Bajazet. Murat reprimió ahora una sonrisa al ver que Adora fruncía el ceño.
– Mi querido hijo -respondió ella, dando a su voz un tono sarcástico-, aunque no soy más que un perro infiel, y hembra por añadidura, sigo siendo otomana. Tu tío Juan cedió legalmente Filadelfia a tu padre por ciertas ayudas y favores. Su gobernador no quiso obedecer a su señor e incitó al pueblo a la resistencia. Sólo han obtenido lo que merecía su desobediencia. Si hubiésemos dejado que nos desafiasen hasta que se cansaran de ello, nos habría costado muchas vidas otomanas en el futuro.
»Aunque no es así, muchas personas creen que mostrar misericordia es un signo de debilidad. Por consiguiente, raras veces podemos permitirnos este agradable lujo. Recuerda, Bajazet, que siempre hay que pegar en primer lugar y deprisa, antes de que el enemigo tenga posibilidad de pensar; de lo contrario, él te vencerá.
Murat asintió con un gesto. Pensó que Adora había aprendido muchísimo de él sobre estrategia de guerra. Esto lo sorprendió y lo halagó.
– Escucha a tu madre, hijo mío -dijo, y guiñó los ojos a modo de chanza-, pues, aunque no es más que una mujer, es una griega muy inteligente. Y sus palabras tienen más peso por virtud de su avanzada edad.
Y se echó a reír cuando Adora se lanzó contra él.
El príncipe Bajazet pareció horrorizado al ver que sus padres luchaba entre los cojines.
El era ya un hombre adulto con una esposa embarazada y no creía que su madre y su padre se sintiesen todavía físicamente atraídos.
Cierto que su padre tenía un harén y que su madre era todavía joven; pero… ¡eran sus padres!
– ¡Sinvergüenza! -silbó Adora, tirando de los cabellos negros teñidos de plata de Murat.
– Bruja -murmuró el sultán-, ¿cómo es que tienes todavía capacidad de excitarme?
– ¡Mi avanzada edad me ha dado el poder de agitar la sangre aguda de un viejo! -replicó con picardía ella.
Murat rió de nuevo. Después encontró la irritada boca de su esposa y la besó a conciencia, antes de pasar a otras partes más interesantes de su anatomía. Adora empezó a emitir unos sonidos suaves, de satisfacción.
El príncipe Bajazet se ruborizó intensamente y salió corriendo de la habitación. Sus padres ni siquiera se dieron cuenta de que se había ido.
Los otomanos gobernaban ahora Asia Menor, a excepción del emirato de Karamania y del pequeño reino cristiano griego de Trebisonda. Murat volvió la mirada nuevamente hacia Europa. Comprendió que necesitaba otras tres ciudades si quería asegurar su posición en los Balcanes. Estas eran Sofía, en el norte de Bulgaria, que extendería su dominio hasta el Danubio; y Nish y Monastir, en Serbia, para establecer su imperio al oeste del río Vadar. Murat, con todos los miembros de su casa, volvió a su capital europea, Andrianópolis, para dirigir desde allí las nuevas campañas.
Mientras se ocupaba de la guerra, Adora se dedicaba a su creciente familia. Zubedia había tenido rápidamente cuatro hijos, a quienes llamaron Solimán, Isa, Muza y Kasim. A Adora no le gustaba la de Germiyán. La intimidad que había esperado que se estableciese entre ellas no se había producido. Zubedia era una mujer orgullosa y fría que sólo daba lo que tenía que dar y nada más. No amaba a su marido. En realidad, Adora no creía que sintiese el menor afecto por Bajazet.
Su hijo era un hombre inteligente y animoso, muy parecido a su abuelo materno, Juan Cantacuceno, pero con una peligrosa tendencia al orgullo y a la temeridad, lo cual preocupaba a Adora. Sabía que nunca había sentido más que una débil atracción por cualquier mujer. Sin embargo, también sabía que nunca había tenido a un hombre como amante. Jamás había existido una gran pasión en la vida de Bajazet. Y Adora tenía la impresión de que necesitaba la influencia estabilizadora de una mujer amada. Ni Zubedia ni las pocas muchachas tontas que tenía en su pequeño harén satisfacían esta necesidad.
Parecía que, a diferencia de sus padres, Bajazet no era un hombre sensual. No parecía sentir la falta de un amor apasionado. Su vida estaba completamente dedicada a la milicia.
Esto no molestaba a su esposa. Diríase que la joven no se interesaba en nada que tuviese que ver con Bajazet, y esta falta de interés se aplicaba a sus hijos. En cuanto los tenía, eran puestos en manos de nodrizas y esclavas.
Bajazet regresó a Asia por orden de su padre, para ayudar a Murat a tomar Karamania. Germiyán había sido la dote de Zubedia. Hanid había sido comprado a su gobernante, quien prefería el oro y la paz mental a la tensión nerviosa de tener el Imperio otomano delante de su puerta. Al sur, el emir de Tekke había tenido un hijo en su vejez y luchó esforzadamente contra el sultán para conservar sus tierras. Resultado de ello fue que Murat ganó las tierras altas de Tekke y la región del lago, dejando de momento al emir los valles del sur y las tierras bajas entre los montes Tauro y el Mediterráneo.
Solamente Karamania se interponía en el camino de Murat. A pesar de su numeroso ejército, el ala izquierda del cual estaba bajo el mando del príncipe Bajazet, la batalla de Konya terminó en tablas. Ambos bandos se atribuyeron la victoria. Murat no había ganado territorio ni botín, tributos ni ayuda militar. El emir de Karamania le besó la mano en un gesto público de reconciliación, pero esto fue todo lo que obtuvo Murat.
Este había hecho su guerra en dos frentes y, en general, había salido victorioso. Pero había encontrado su medida en un caudillo musulmán y no pudo extender más su dominio en Asia. En cambio, había conseguido su objetivo en Europa: Sofía, Nish y Monastir, junto con la ciudad de Prilep hacia el norte, era ahora plazas fuertes otomanas.
En Asia Menor, Murat tenía dificultades con su ejército. Con el fin de no irritar a los musulmanes asiáticos, ordenó a sus tropas que se abstuviesen de saquear el campo alrededor de la ciudad de Konya. Los soldados serbios que luchaban junto al príncipe Bajazet estaban furiosos. Se consideraban estafados, ya que el saqueo y la violación eran las recompensas del soldado. Desobedecieron al sultán. Murat no podía consentir semejante falta de disciplina en sus filas. Hizo formar al contingente serbio y un hombre de cada seis fue ejecutado en el acto. Los demás regresaron a Serbia, enfurecidos por lo que consideraban un tratamiento injusto. Incapaz de perder una oportunidad, el tío de Tamar, el príncipe Lazar, salió de su escondite. Valiéndose del incidente de Konya, fomentó la resistencia serbia contra Murat. Con los otomanos controlando Nish, la Serbia superior y Bosnia estaban ahora amenazadas. Lazar y el príncipe de Bosnia formaron la Alianza Pan-Serbia.
El hijo menor de Murat, Yakub, había sido dejado al frente de las tropas otomanas en Europa. Su respuesta a Lazar fue cruzar el Vadar con su ejército e invadir Bosnia. Desgraciadamente, la mayor parte del ejército otomano estaba en Asia con el sultán. El príncipe Yakub, en gran inferioridad numérica, fue derrotado en Plochnik. Perdió las cuatro quintas partes de sus hombres.
Hubo enorme regocijo entre los serbios, bosnios, albaneses, búlgaros y húngaros. ¡Por fin habían derrotado a los invencibles turcos! Inmediatamente, los eslavos balcánicos se agruparon bajo el estandarte de Lazar, resueltos a expulsar a los otomanos de Europa.
Murat no tuvo mucha prisa en vengar Plochnik.
– ¿Cuánto tiempo permanecerán unidos? -preguntó a Adora-. Nunca fueron capaces de mantenerse juntos. Pronto uno de ellos insultará a otro, o si no empezarán alguna lucha religiosa.
– Pero no puedes ignorar el agravio de esos eslavos -exclamó furiosa ella. Murat sonrió.
– No estaré ocioso, paloma. El padre de Tamar se hace viejo. Creo que antes de que sus hijos piensen en gobernar y unirse a la Alianza Pan-Serbia, debo arrebatar a Iván su territorio.
Con sólo ver las tropas otomanas, el zar Iván se retiró a su castillo-fortaleza a orillas del Danubio y pidió la paz. Entonces, de pronto, cambió de idea y opuso una última y desesperada resistencia. Uno de sus dos hijos murió en combate. El superviviente fue estrangulado por los jenízaros al triunfar el sultán. Ahora Murat se contentó con dejar a su suegro como gobernador en el nuevo territorio. Iván era un hombre destrozado e incapaz de ayudar a sus hermanos eslavos en la nueva Alianza.
Tamar, loca de dolor por la muerte de sus hermanos, juró en privado vengarse de Murat. En los últimos años, el eunuco Demetrio se había ganado toda su confianza. Pero ahora, ni siquiera a él confió sus pensamientos. Demetrio estaba preocupado. Aunque informaba a Alí Yahya de las acciones de su amante, quería mucho a la princesa búlgara. Sabía que era la peor enemiga de sí misma. En varias ocasiones había intervenido en el momento preciso para evitar que se destruyese en algún fútil complot.
Tamar, con la astucia de los que están medio locos, consiguió establecer otra correspondencia secreta. Esta vez fue con su tío, el príncipe Lazar, cabeza de la Alianza Pan-Serbia. Se cruzaron cartas entre ellos. Murat y Bajazet morirían asesinados de alguna manera. El príncipe Yakub sería el próximo sultán. Su hijo, prometió Tamar, se convertiría al cristianismo. Sacaría a su pueblo de las tinieblas y lo devolvería a la verdadera fe. El Islam sería pronto destruido.
Desde luego, no había llegado aún la hora, escribió el príncipe Lazar a su demente sobrina. Ya la advertiría cuándo llegase. Lazar se alegraba de este punto débil en el campo del sultán. Quería la muerte de éste y de sus dos hijos. Sin un caudillo que los guiase, los otomanos podían ser destruidos. La locura de Tamar era aquí la clave del éxito. Sí, Lazar estaba encantado.
Tamar guardó el secreto para sí, lanzando en ocasiones una furiosa carcajada que asustaba a sus esclavas. Frenético, sabiendo que algo grave se preparaba, Demetrio trató de descubrir lo que ocultaba su amante. Pidió ayuda a Alí Yahya, pero el jefe de los eunucos estaba haciendo preparativos para que Adora acompañase a Murat en su campaña contra la Alianza Pan-Serbia.
– Tu amante está solamente trastornada por la muerte de sus hermanos -dijo al ansioso Demetrio.
– ¡No! ¡No! Es algo más que una simple tristeza. Está tramando algo, pero no logro descubrir lo que es. Asegura que sus actos la elevarán a la santidad y que será la ruina del Islam.
Alí Yahya lanzó una exclamación de impaciencia.
– ¿Qué puede hacer ella, Demetrio? Nunca sale de sus habitaciones, salvo para ir de un palacio a otro. No ha tenido un visitante desde hace años. Está tranquilo. La dama Tamar no sabe lo que se dice. Nada puede hacer.
Y despidió al preocupado esclavo.
Varias semanas más tarde, los ejércitos de la Alianza Pan-Serbia se enfrentaron a las tropas del sultán en un campo desolado conocido como Llano de los Mirlos. Sobre las tiendas, en el lado occidental, ondeaban las banderas de Serbia, Bosnia, Albania, Hungría, Herzegovina y Valaquia. También se veían banderas del papado y de la Iglesia ortodoxa.
En el lado oriental ondeaban las banderas del sultán otomano. Las fuerzas del sultán eran inferiores en número, pero la moral y la confianza de sus hombres eran grandes. Murat estaba tan seguro de la victoria que dio orden de que no se destruyese ningún castillo o ciudad o pueblo del territorio. Estaba luchando por una tierra rica y no le interesaba asolarla.
Al enterarse de esto, el príncipe Lazar sintió que flaqueaba su confianza. Le entró pánico. ¿Por qué, se preguntó, estaba Murat tan confiado a pesar de su inferioridad numérica? ¡Había algún traidor dentro de su campamento! Lo presentía. Pero ¿quién era capaz de traicionarlo? Miró a uno de sus yernos, Milosh Obravitch, que recientemente lo había criticado. ¡Desde luego!
– ¡Traidor! -gritó Lazar al sorprendido joven-. ¡Eres tú quien nos ha traicionado!
Milosh Obravitch, asombrado, protestó de su inocencia. El cuñado de éste, Vuk Brankovitch, lo sacó a empellones de la tienda del príncipe Lazar. A Brankovitch le palpitaba furiosamente el corazón. Un momento antes había estado a punto de desmayarse. Cuando Lazar había gritado: «¡Traidor!», habría creído que su juego había terminado, pero logró conservar la calma el tiempo suficiente para darse cuenta de que era el desgraciado Milosh quien estaba siendo acusado. Sacó a éste de la tienda, para apartarlo de la cólera de Lazar antes de que se pudiese dar crédito a sus negativas. No quería que el azar desviase sus sospechas a otra parte, pues Brankovitch sabía que al día siguiente, cuando empezase la batalla, retiraría a sus doce mil hombres, debilitando así de manera fatal la Alianza Pan-Serbia.
Vuk Brankovitch no creía que la Alianza pudiese prevalecer sobre los turcos otomanos. Después de bastantes años de matrimonio, y del que tenía ocho hijas, había tenido al fin un hijo varón, rebosante de salud. La convenida retirada de sus tropas le garantizaba que sus tierras seguirían perteneciéndole y, después, pasarían a su hijo.
En el campamento otomano, el sultán estaba preocupado, pues el viento soplaba fuerte desde el oeste. Si al día siguiente seguía igual, sus tropas estarían en desventaja, pues tendrían que luchar con el polvo dándoles en los ojos. Debía rezar a Alá para que cambiase el viento.
Murat estaba sentado con las piernas cruzadas en su lujosa tienda, cenando con sus dos hijos. Detrás de ellos, Adora dirigía a las esclavas y tomaba un bocado cuando podía. Tres músicos tocaban una música suave. Terminada la cena, el sultán hizo una seña a su esposa favorita para que se sentase con él. Ella dejó dos pequeños cuencos de almendras azucaradas en unas mesas próximas y se sentó junto a Murat para contemplar el baile.
El la rodeó con un brazo y se inclinó para besarla.
– Vuestra madre -dijo a Bajazet y a Yakub-solía bailar sólo para mí. -Rió entre dientes-. Era sumamente hábil, según recuerdo.
Adora se echó a reír.
– Me sorprende que lo recuerdes, mi señor, ya que raras veces me dejabas terminar un baile.
– ¿Todavía bailas para nuestro padre? -preguntó delicadamente Bajazet.
– En ocasiones -respondió Adora, y rió al ver su mirada sorprendida.
Murat pareció ligeramente disgustado.
– Si preguntases en mi harén -gruñó a Bajazet-, te enterarías de que aún no estoy muerto del todo, muchacho.
– Haya paz, mis señores -terció Adora, interponiéndose entre ellos-. Bajazet, Yakub, id a ver si vuestras tropas están cómodas para pasar la noche y rezad para que Alá nos bendiga. Vuestro padre y yo os damos las buenas noches.
Los dos príncipes se levantaron, la besaron, se despidieron de su padre y salieron de la tienda. Adora despidió a los músicos y a las dos bailarinas.
– ¿Queréis estar solo, mi señor?
– De momento sí, paloma. Ve a nuestra cama. Más tarde me reuniré contigo.
Ella salió. Murat permaneció un rato en silencio escuchando aullar el viento alrededor de la tienda. Las lámparas parpadeaban misteriosamente. El campamento estaba silencioso, salvo por el viento. ¡Mañana debía vencer! ¡Y vencería! Entonces regresaría a Asia Menor y sometería por fin al irritante emir de Karamania.
Murat se levantó despacio y se dirigió a su alfombra de oración. Se arrodilló y tocó tres veces el suelo con la frente. Pidió la protección del cielo para su causa y para todos los hombres que componían su ejército, fuesen cristianos o musulmanes. Rezó para que aquellos de sus hombres que muriesen al día siguiente lo hiciesen en la fe verdadera del Islam. Después se levantó y fue a reunirse con su esposa.
Esta lo esperaba con una humeante bañera de madera. Después de desnudarlo rápidamente, lo ayudó a sumergirse en el agua caliente y lo lavó cuidadosamente. Después lo envolvió en una toalla grande y cálida. Cuando estuvo seco, le puso una bata de seda.
Murat se tendió en la cama y se permitió la satisfacción de observar a Adora mientras ella se bañaba. A Murat le maravilló la sólida belleza de su cuerpo. Mientras contemplaba a su amada, sintió aumentar su deseo de ella, aunque raras veces se permitía juegos sexuales antes de una batalla.
Limpia y seca, Adora alargó una mano para tomar su bata.
– ¡No! -dijo él.
– Como mi señor desee -respondió Adora y se tendió desnuda junto a él.
– ¿Por qué será, mujer, que todavía consigues agradarme? -murmuró Murat, abrazándola.
– Tal vez es porque me conocéis.
– Dicho en otras palabras, que me estoy haciendo viejo y no me gustan las experiencias nuevas -se chanceó él, mordisqueándole un hombro gordezuelo.
– Ambos nos hacemos viejos, mi querido señor.
– ¡No tanto! -replicó el sultán, quien la tomó con una rapidez que la sorprendió. Y cuando ella jadeó suavemente, le cerró la boca con un ardiente beso y después le murmuró al oído-: Mujer de mi corazón, te amo. Me perdería en ti esta noche.
Y cuando se durmió al fin, satisfecho, ella permaneció despierta observándole, sintiéndose extrañamente protectora de aquel hombre que era toda su vida. Sólo cuando el cielo empezó a iluminarse y palidecer con la naciente aurora, se quedó dormida.
Al despertarse, el sol se había elevado, y oyó el son de las trompetas marciales. Había gran actividad fuera de su tienda. Murat se había ido, y la almohada donde había reposado su cabeza estaba fría. Adora se levantó y llamó a sus esclavas.
– ¿Se ha ido el sultán? ¿Ha empezado la batalla?
– No, no, mi señora -dijo Iris-, todavía hay tiempo.
Adora se vistió en un abrir y cerrar de ojos y salió a toda prisa. Los mensajeros corrían de un lado a otro, entre las diferentes secciones del ejército. Observó que el viento había amainado. El día era cálido y muy claro. Sujetó la capa de un joven jenízaro y le dijo:
– Llévame al sultán.
La condujeron inmediatamente hasta Murat, que estaba con sus generales.
Todos se habían acostumbrado tanto a verla con él en campaña que apenas se dieron cuenta de su presencia. El sultán la rodeó con un brazo y siguió dando órdenes. Él, con su guardia de caballería y los jenízaros, ocuparía la posición central. El príncipe Bajazet comandaría las recién reorganizadas tropas europeas en el flanco derecho. El príncipe Yakub, designado para ponerse al frente de las tropas asiáticas, estaría en el flanco izquierdo.
Cuando se hubieron marchado los otros oficiales, Adora deseó suerte y que regresaran sanos y salvos a su hijo y a Yakub. Ambos jóvenes se arrodillaron para que los bendijese. Entonces, ella y Murat se quedaron unos minutos solos.
– Esta noche ha dejado de soplar el viento -comentó él.
– Lo sé. ¿Por qué no me despertaste antes de salir de la tienda? Había esperado desayunar contigo. Unos amables campesinos trajeron una cesta de melocotones frescos para nosotros.
Él sonrió.
– ¡Melocotones! Siempre has sentido debilidad por ellos, ¿eh, paloma? -Después se puso serio-. No te desperté, Adora, porque sé que estos últimos preparativos para la batalla siempre te preocupan. Esperaba haberme marchado antes de que te despertases.
– ¿Y si, Alá no lo quiera, te hubiese ocurrido algo? -dijo ella, en son de reproche.
– No es mi destino morir en combate, Adora. Siempre volveré a casa oliendo a sangre, sudor y polvo, y tú me reñirás como reñías a nuestros hijos, olvidando el hecho de que nadie puede permanecer limpio en una batalla. ¿No tengo razón, paloma?
La estrechó suavemente sobre su pecho y ella sintió el firme latido del corazón contra su cálida mejilla.
– Haces que parezca una doncella tonta -protestó Adora.
– Nunca tonta, pero siempre traviesa, hurtando melocotones del huerto del convento.
Ella rió, un poco más calmada.
– ¿Qué diablos te ha hecho pensar en aquello? -preguntó.
Pero antes de que Murat pudiese responder, sonaron las trompetas y el armero entró corriendo, con el peto del sultán. Con ágiles dedos le ayudó a sujetárselo y, después, le ciñó la larga espada. El armero y su ayudante esperaron, sosteniendo el yelmo, el escudo y la pesada maza del sultán.
Murat rodeó a su esposa con un brazo y la besó largamente.
La abrazó durante un momento.
– Que Alá te guarde y haga que vuelvas a mí sano y salvo, mi señor -dijo suavemente ella.
Murat le dirigió una breve sonrisa y salió apresuradamente de la tienda.
Durante un instante, ella guardó silencio. Después llamó:
– ¡Alí Yahya! ¡Ven! ¡Iremos a observar la batalla.
El eunuco salió en silencio de una habitación del interior de la tienda. Cubrió los hombros de Adora con una ligera capa de seda. Cruzaron juntos el casi desierto campamento y subieron a una pequeña colina con vistas a la llanura de Kosovo, el Llano de los Mirlos.
Allá abajo, en perfecta formación y frente a frente, estaban los ejércitos de la Alianza Pan-Serbia y del Imperio otomano. Adora vio que Murat daba la señal de ataque y que una guardia avanzada de dos mil arqueros disparaban sus flechas. Los soldados enemigos de a pie levantaron sus escudos en lo que pareció ser un solo movimiento. Hubo pocas bajas y los infantes se apartaron para dar paso a la caballería. Los serbios atacaron, gritando furiosamente, y rompieron el flanco izquierdo de los turcos. El príncipe Bajazet fue en ayuda de Yakub, en un fuerte contraataque. Luchó valerosamente, empleando su enorme maza con un tino letal. Adora, que lo observaba desde la colina, pensó que su hijo parecía casi invencible. Desde allí no podía ver que sangraba de varias pequeñas heridas.
La batalla continuaba indecisa. Transcurrían las horas y los otomanos estaban aún a la defensiva. De pronto, se alzó un fuerte griterío en el bando serbio, al retirarse Vuk Brankovitch y sus doce mil hombres del campo de batalla. Terriblemente debilitados por esta deserción, los restantes miembros de la Alianza Pan-Serbia rompieron filas y huyeron. Con un alarido de triunfo, los soldados otomanos se lanzaron tras ellos.
Murat había tenido razón en lo tocante a los serbios. No podían permanecer unidos, ni siquiera en las más terribles circunstancias. Convencido de que sus tropas podían terminar la batalla sin él, el sultán se retiró del campo. Adora y Alí Yahya bajaron corriendo de la colina para ir a su encuentro. Cuando el pequeño grupo llegó al campamento, los esclavos corrieron a atender a su amo. Tomaron su armadura y sus armas e hicieron que se sentase para quitarle las botas. Le trajeron una jofaina de agua caliente y perfumada, y él se lavó las manos y la cara.
– Ya ves -dijo sonriendo a Adora-que no es mi sino morir en combate.
– ¡Alabado sea Alá! -murmuró ella, luego se sentó en un taburete a sus pies y apoyó la cabeza en su rodilla.
Murat alargó una mano y le acarició los cabellos. Un esclavo puso un cuenco de melocotones junto a él y Murat entregó uno a Adora antes de morder él otro. El mariscal de campo del sultán entró en la tienda, se postró y dijo:
– Ha llegado un desertor de alto rango del bando enemigo, mi padishah. Uno de los yernos del príncipe Lazar. Desea veros.
– Mi señor -protestó Adora-, la batalla te ha fatigado. Recibe mañana a ese príncipe.
Murat pareció irritado por la interrupción. Pero, presumiendo que era Vuk Brankovitch, suspiró y dijo:
– Lo veré ahora y zanjaré esta cuestión. Después pasaremos juntos unas cuantas horas tranquilas, antes de que mis generales vengan a informarme.
Adora se levantó y se retiró a las sombras de la tienda. El mariscal de campo salió y volvió rápidamente con un joven ricamente ataviado, que se arrodilló sumiso, delante de Murat. No era Brankovitch.
– ¿Vuestro nombre? -preguntó el sultán.
– ¡Milosh Obravitch, perro infiel! -gritó el joven y saltó hacia delante, con la mano levantada.
Adora gritó y salió de un salto de la sombra, lanzándose en dirección a Murat. El mariscal de campo y los guardias fueron igualmente rápidos. Pero era demasiado tarde: Milosh Obravitch hundió dos veces su daga en el pecho del sultán, con tanta fuerza que ambas veces salió la punta por la espalda. Los jenízaros entraron corriendo en la tienda, agarraron al asesino por los miembros y le cortaron la cabeza. La sangre del cuello del hombre se vertió sobre la alfombra.
Adora, desesperadamente, acunó a su esposo en sus brazos.
– ¡Murat! ¡Oh, mi amor! -sollozó.
El hizo un tremendo esfuerzo para hablar, pálido el semblante, apagándose rápidamente la luz de sus ojos.
– Perdona… estas crueldades. Te amo… Adora…
– ¡Lo sé, mi amor! ¡Lo sé! No hables. El médico vendrá en seguida.
¡Oh, Dios mío! ¡Qué frío hacía! ¿Por qué tenía tanto frío?
Una triste sonrisa se pintó en la cara de Murat, y sacudió la cabeza.
– Un beso… de despedida, paloma.
Ella inclinó la cara mojada y lo besó en los labios que ya se estaban enfriando.
– Melocotones -murmuró débilmente él-. Hueles a melocotones…
Y cayó hacia atrás en brazos de Adora, con los ojos negros abiertos y ciegos.
Durante un momento, ella pensó que su corazón se pararía y que Dios le haría la merced de seguir a su amado. Entonces oyó su propia voz, que decía:
– El sultán ha muerto. Comunicadlo al príncipe…, comunicadlo al sultán Bajazet. ¡A nadie más! ¡Nadie más debe saberlo todavía!
El capitán de jenízaros dio un paso al frente.
– ¿Y el príncipe Yakub?
– Encargaros de él inmediatamente después de la batalla -ordenó-. El príncipe Yakub no debe volver. No esperéis una orden de mi hijo. No quiero que esto lo decida él. Es responsabilidad mía.
– Seréis obedecida, Alteza.
– ¡Alí Yahya!
– ¿Señora?
– Que nadie entre en esta tienda hasta que venga mi hijo. Decid que el sultán descansa con su esposa después de una dura batalla y no hay que molestarlo.
– Será como dice mi señora.
Entonces se quedó sola, acunando todavía el cuerpo de Murat. Le cerró delicadamente los ojos. Parecía muy relajado, dormido. Cayeron unas lágrimas lentas encima de él. Adora no hacía ruido. En el calor de la tienda percibía el olor del cuenco de melocotones cerca de ella, y recordó las últimas palabras de Murat: «¡Melocotones! Hueles a melocotones.» Se habían conocido cuando ella había hurtado melocotones del huerto de Santa Catalina. Ahora, su vida juntos terminaba en una tienda que olía a melocotones, en un campo de batalla llamado Kosovo.
Durante todo el resto del día, Teadora de Bizancio estuvo sentada en el suelo de la tienda del sultán, sosteniendo el cuerpo de su esposo. Y mientras tanto, su mente entumecida recordaba los años que habían pasado juntos. No siempre había sido tan fácil entre ellos como en los últimos años. Murat no había comprendido siempre a la mujer apasionada e inteligente por cuya posesión había removido cielo y tierra, y Adora raras veces había sido capaz de disimular a la mujer que era en realidad. Pero siempre, desde el primer momento, había habido amor entre ellos. Siempre, incluso durante sus más enconadas luchas.
Tener este amor, pensó, ha sido una bendición. Después se dijo: Pero ¿qué voy a hacer ahora? Bajazet me respeta, pero creo que no sabe amar, ni siquiera a mí. Desde luego Zubedia no se preocupa por mí, ni siquiera por sus cuatro hijos, mis nietos. Una vez más vuelvo a estar sola. ¡Murat! ¡Murat! ¿Por qué me has dejado? Lloró en silencio su dolor y se meció con su preciosa carga.
Así la encontró Bajazet, hinchados los ojos y casi cerrados de tanto llorar. La observó en silencio. Su vestido estaba cubierto de sangre coagulada y ennegrecida; su cara, abotargada y surcada de lágrimas. Le invadió una ola de piedad. Nunca había visto a su madre tan elegante y hermosa. Bajazet no había encontrado aún el amor y no comprendía la emoción, pero sabía que sus padres se habían querido. Ella estaría perdida.
– Madre.
Adora levantó la cabeza y lo miró.
– ¿Mi señor sultán?
A él le sorprendió su comportamiento tranquilo y correcto después de la tragedia.
– Es hora de despedirnos de él, madre -dijo Bajazet, tendiéndole una mano.
– Él quería ser enterrado en Bursa -dijo ella a media voz.
– Así se hará -respondió Bajazet.
Adora soltó despacio el cuerpo de Murat y dejó que su hijo la ayudase a levantarse. El la condujo fuera de la tienda.
– ¿Y Yakub? -le preguntó ella.
– Según me han dicho, mi hermanastro ha muerto en combate. Será enterrado con honores, junto con nuestro padre. Fue un magnífico soldado y un hombre bueno.
– Así está bien -asintió ella-. Sólo puede haber un sultán.
– Ya he vengado a mi padre, madre. Hemos matado a casi todos los nobles serbios. Sólo he perdonado la vida a uno de los hijos del príncipe Lazar. Los serbios ya no constituyen una amenaza para nosotros, y será mejor que los gobierne uno de los suyos. Necesitaré sus tropas para defender el valle del Danubio contra los húngaros.
– ¿Cuál de los hijos del príncipe Lazar es, y qué condiciones le has impuesto?
– Es Esteban Bulcovitz. Sólo dieciséis años. Nos pagará un tributo anual del sesenta y cinco por ciento del rendimiento anual de las minas de plata serbias. Tendrá que capitanear un contingente en mi ejército y enviarme tropas serbias cuando y donde yo las necesite.
Ella asintió con la cabeza.
– Lo has hecho bien, hijo mío.
– Hay más -prosiguió él-. Esteban Bulcovitz tiene una hermana. Se llama Despina y la tomaré por esposa.
– ¿La hija del príncipe Lazar? ¿La prima de Tamar? ¿Estás loco? ¿Te casarás con la hija del hombre responsable de la muerte de tu padre?
– ¡Necesito esta alianza, madre! Zubedia me ata a Asia, pero necesito también una esposa europea. Los serbios no nos molestarán más y Despina será útil para mis fines. Mi padre lo habría aprobado.
– ¡No me hables de tu padre! Todavía no se ha enfriado su cuerpo, ¡y estás dispuesto a casarte con la hija de su asesino!
Él trató de consolarla, pero Adora se apartó.
– ¡Dios mío! ¡Seguramente pesa sobre mí una maldición! Tu padre me amó, pero tú no me quieres y tampoco me quieren tus esposas y tus hijos. Ahora te casarás con la prima de Tamar, y de nuevo me quedaré sola.
– Conoce a la muchacha, madre. No me casaré con ella, si te disgusta. Tú sabes juzgar los caracteres y confío en tu opinión. Si crees que Despina no es la mujer adecuada, buscaré una esposa en otro lugar de Europa. A partir de hoy, habrá muchas viudas nobles cristianas que querrán congraciarse conmigo por medio de sus hijas núbiles.
El príncipe Lazar se había casado dos veces, y era su segunda esposa, de la nobleza macedonia, quien le había dado su hijo menor, Esteban, y su hija menor, Despina, que tenía catorce años. La muchacha era enérgica, pero no orgullosa, y tenía un carácter dulce y franco. Sus facciones eran correctas; tenía la piel blanca y largos cabellos de un color castaño oscuro. La cintura era estrecha y las caderas redondeadas. En cuanto a estatura, llegaba justo al hombro de Bajazet. Aunque Teadora había esperado que no le gustase la niña, tuvo que cambiar de opinión.
Despina se mostró tímida con Teadora durante un rato, pero al crecer su confianza, puso de manifiesto su condolencia a la mujer mayor.
– También tú has tenido una pérdida grande -dijo la madre del sultán.
Una sombra pasó por la cara de la niña, que después dijo pausadamente:
– Yo quería a mi padre, señora. Siempre fue bueno conmigo y no habrá nunca otro como él en mi vida. Sin embargo, Dios ha querido bendecirme en mi dolor enviándome a vuestro hijo para amarlo. Aunque sólo seré su segunda esposa, me esforzaré en hacerle feliz.
Teadora, profundamente conmovida, abrazó a la muchacha.
– Creo hija mía, que es mi hijo quien ha sido bendecido.
Para satisfacción de Adora, surgió un verdadero amor entre los dos jóvenes. La boda se celebró pronto y en privado ya que todos estaban de luto. Bajazet pasaba la mayor parte del tiempo con su querida esposa y, antes de un año, Despina le dio un hijo varón. Lo llamaron Mohamed.
Bajazet volvió entonces a la guerra. Adora aprobó la vuelta de su hijo al campo de batalla, pues Murat había dejado sus planes de conquista escritos en varios pergaminos. Estos estaban ahora en poder de Bajazet. El nuevo sultán sólo tenía que seguir los planes de su padre para triunfar.
Despina, con una inteligencia y una generosidad impropias de sus años, comprendió lo desesperadamente que necesitaba Teadora alguien a quien amar. Reconociendo también el superior conocimiento de su suegra en todo lo referente a la educación de futuros gobernantes, la joven se apartó a un lado y decidió dejar el cuidado de su hijo a Teadora. Despina concentró toda su energía en Bajazet; Teadora se entregó por completo a Mohamed.
Al ver los vivos y negros ojos y la frente ancha del pequeño, Teadora se imaginaba a Murat. Y esto le daba un nuevo objetivo para seguir viviendo. Nunca sería como con Murat, pero esta vida valdría la pena. Teadora rezó para que el niño llegase a ser el otomano que conquistase al fin Constantinopla, y recordó la profecía: «Y Mohamed tomará Constantinopla.»
Teadora de Bizancio estaba animada. De nuevo tenía planes, visiones del futuro. No sería una viuda más, honrada pero completamente olvidada. Estaba todavía en el centro de la historia.