TERCERA PARTE

Alejandro y Teadora

1359-1361

CAPÍTULO 13

Teadora se instaló en silencio en una gran sección del palacio. Fiel a su palabra, el emperador mantuvo a su esposa lejos de la hermana menor de ésta durante más de una semana, mientras Teadora comía y dormía, recuperando su fuerza y su tranquilidad mental.

Diez días después de su regreso a la ciudad, el emperador celebró un banquete, al que fue invitada. Ella entró en el gran comedor del palacio de Blanquerna y fue calurosamente recibida por personas a las que no había visto desde su infancia y a las que apenas recordaba en la mayoría de los casos. Parecía que todos estaban encantados de verla. La condujeron a la mesa principal, donde la esperaban el emperador y la emperatriz. Elena sonrió y besó a su hermana menor en ambas mejillas, murmurándole al oído:

– ¡Zorra! Si nos has puesto en peligro, ¡te mataré! -Y después proclamó en voz alta-: ¡Loado sea Dios, querida hermana, porque te ha traído a salvo de la tierra del infiel!

– ¡Loado sea Dios! -repitieron todos los que estaban en el salón.

Teadora se sentó a la izquierda de su cuñado. Los nobles bizantinos tuvieron que afirmar que jamás habían visto tanta belleza como la de aquellas dos hermanas. Y sus esposas lo reconocieron de mala gana.

La emperatriz llevaba una túnica de seda blanca bordada con hilos de oro y de plata, con turquesas, perlas y diamantes rosa cosidos en los exquisitos dibujos florales de la tela. Con su tez rosada y blanca, sus ojos azul celeste y sus brillantes cabellos de oro, rematados por una corona dorada, Elena estaba en el cénit de su belleza.

Contrastando con ella, pero no menos encantadora, Teadora llevaba una sencilla túnica de seda de un verde pálido que moldeaba sus altos senos y descendía lisa después. Las mangas amplias estaban ligeramente bordadas con hilo de oro en los extremos. Su cremosa piel de gardenia estaba agradablemente sonrosada y los ojos amatista brillaban bajo las oscuras cejas con reflejos dorados. Los brillantes cabellos oscuros estaban peinados en trenzas sujetas a los lados de la cabeza por redecillas doradas.

Juan Paleólogo se inclinó y dijo en voz baja a Teadora:

– Nunca te había visto tan encantadora, mi querida hermana. Cautivarás sencillamente a nuestro invitado de honor en cuanto te vea. He dispuesto que se siente a tu lado.

– ¿Estás tratando de volver a casarme tan pronto? -bromeó ella.

– ¿No te gustaría volver a casarte, querida?

Ella guardó silencio y Juan vio la tristeza que se pintaba en sus ojos adorables.

– Amas a Murat, ¿verdad, Teadora? No, no, no digas nada. Tus ojos me lo dicen todo. Tal vez si te casaras con un buen hombre y tuvieses varios hijos con él se mitigaría tu dolor.

– ¿Quién es ese hombre al que quieres que conozca, Juan?

– El nuevo señor de Mesembria.

– ¿No tiene esposa?

– La tuvo en su juventud, pero enviudó y no volvió a casarse. Entonces no era señor de Mesembria. En realidad, si hoy lo es lo debe a una amarga jugarreta del destino. Era tercer hijo y, cuando murió su padre, heredó el hermano mayor. Gobernó bien para nosotros. Pero, desgraciadamente, no tuvo hijos. Por consiguiente, heredó el hermano segundo. Este tenía dos hijos. Hace varios meses, se incendió el palacio de Mesembria y ardió hasta los cimientos. Pereció toda la familia. Sólo sobrevivió el tercer hermano, que vivía en otra ciudad. Fue llamado, designado y coronado como déspota de Mesembria. Aunque tiene varios hijos ilegítimos, carece de un heredero legal. Por consiguiente, debe casarse.

– ¿Y has pensado en emparejarme con él?

– Si te place. Pero debes saber, querida mía, que no te forzaré a casarte con nadie. No soy tu padre, en busca de ayuda o de alianzas. Tal vez querrás quedarte soltera, hacerte monja o -hizo un guiño-escoger tú misma tu marido. Sin embargo, puede que te guste el señor Alejandro. Es atractivo y no hay una mujer en mi corte que no haya estado loca por él. Pero ha sido en vano.

– Parece insoportable y engreído. Si evita a las mujeres, tal vez será que no le gustan. ¿Estás seguro de que es un hombre de verdad?

Juan rió entre dientes.

– Estoy seguro de que lo es, Tea, pero dejaré que lo juzgues tu misma. Ahí viene.

– Alejandro, señor de Mesembria -anunció el maestro de ceremonias.

Teadora miró hacia el fondo del salón y lanzó una exclamación ahogada, como si le hubiesen descargado un golpe. El hombre que avanzaba hacia ellos era el que había conocido como Alejandro Magno. Trató desesperadamente de ordenar los pocos datos que recordaba acerca de él. Le había dicho que era el hijo menor de un noble griego, y su habla y sus modales lo habían confirmado. Pero nunca había mencionado a su padre y a ella no se le había ocurrido preguntarle quién era.

Alejandro se inclinó, recogiendo elegantemente su larga capa al acercarse a la mesa. Tenía la piel bronceada por el sol y rubios los cabellos como siempre. Los ojos seguían siendo dos puras aguamarinas. Teadora pudo oír los suspiros de las otras mujeres y vio que su hermana valoraba rápidamente al recién llegado con ojos especulativos y licenciosos.

– Ven, Alejandro -le invitó el emperador-, reúnete con nosotros. Te he reservado un asiento junto a nuestra querida hermana Teadora.

Juan hizo encantado las presentaciones y dejó que ellos mismos acabasen de conocerse. Ella guardó silencio y Alejandro le dijo en voz baja:

– ¿No os alegráis de verme, hermosa?

– ¿Sabe Elena quién sois… quién fuisteis?

– No, hermosa. Nadie lo sabe, ni siquiera vuestro honorable cuñado. Debo confiar en que guardéis mi secreto. ¿Lo haréis, por el amor de los viejos tiempos?

Ella esbozó una sonrisa con las comisuras de los labios.

– Nunca pensé que volvería a veros -dijo.

El rió entre dientes.

– Sin embargo, aquí estoy, apareciendo de improviso, como el malo de una comedia. Y lo que es peor, ellos sugieren un enlace entre nosotros.

Teadora se ruborizó.

– ¿Estáis seguro?

Alejandro no le dijo que había sido idea suya y que la había planteado al emperador.

– El emperador y yo hemos hablado del asunto, pero él me ha dicho que sois vos quien lo ha de decidir. -Le asió la mano debajo de la mesa; la encontró cálida y firme-. ¿Creéis que podríais ser mi esposa, hermosa?

El ritmo del corazón de Teadora se aceleró.

– No me deis prisa, mi señor Alejandro. En realidad, nada sé de vos.

– ¿Qué queréis saber? Mi padre fue Teodoro, déspota de Mesembria. Mi madre fue Sara Comneno, princesa de Trebisonda. Yo tenía dos hermanos mayores, Basilio y Constantino. Mi madre murió hace bastantes años; mi padre, casi dos, y un incendio en el palacio de Mesembria, ocurrido hace varios meses, se llevó al resto de mi familia y me dejó como involuntario gobernante. El resto ya lo sabéis, hermosa.

– Lamento sinceramente vuestras grandes pérdidas -dijo ella en tono amable.

– También yo, hermosa, pues mis hermanos eran buenos. Sin embargo, como en todas las situaciones, no hay mal que por bien no venga. Como señor de Mesembria, puedo pedir al emperador la mano de su cuñada viuda. ¡Miradme, Teadora.

Era la primera vez que él la llamaba por su nombre. Lo miró, sorprendida.

– Soy un hombre impaciente, hermosa. No podéis negar la atracción que sentimos mutuamente cuando os tuve prisioneros, a vos y a vuestro hijo, en mi ciudad. Creo que podríais aprender a amarme. Sabéis de mí más de lo que la mayoría de las mujeres saben de sus novios. Decid que os casaréis conmigo.

– Me apremiáis demasiado, mi señor. Estoy confusa. Mi marido murió recientemente y tuve que huir de las importunas atenciones del nuevo sultán. Ni siquiera sé si deseo volver a casarme.

La mano que asía la suya debajo de la mesa la soltó y acarició delicadamente un muslo. Ella se estremeció.

– Ay, hermosa, vos no habéis nacido para llevar una vida de celibato. Y no sois una mujer licenciosa para tener amantes, como vuestra hermana. Os corresponde estar casada y tener hijos a vuestro alrededor. Yo quisiera teneros y tener hijos con vos.

– Dadme un poco de tiempo, mi señor Alejandro -le suplicó ella.

Él no la apremió más durante el banquete y se volvió para hablar con el emperador. Sin embargo, la observó y vio que le servían los manjares más exquisitos y que su copa estaba siempre llena de vino dulce. A eso de la medianoche, el emperador anunció que quienes quisieran marcharse podían hacerlo, y Teadora aprovechó la oportunidad para salir del salón.

Estaba segura de que Alejandro la atraía, y él había acertado en una cosa: había nacido para casada. Tiempo atrás su madre le había prometido que, cuando muriese Orján, la devolverían a Bizancio para contraer un buen matrimonio cristiano.

Pero, como princesa de Bizancio, no podía casarse con cualquiera. No había nadie en la corte del emperador con categoría suficiente para ser su esposo. Entre las ciudades-estado que pertenecían al Imperio, no había ningún príncipe, salvo Alejandro, que no estuviese ya casado o fuese demasiado viejo o demasiado joven.

Dejando aparte las consideraciones prácticas, Alejandro era un hombre apuesto, educado y que la comprendía como mujer con una mente propia. No estaba enamorada de él, pero creía que podría llegar a estarlo. Se sentía fuertemente atraída. No sería difícil convivir con él. Por otra parte, quería tener más hijos.

Dejó distraídamente que sus mujeres la desnudasen, la lavasen con agua caliente y perfumada y le pusiesen un caftán de color de rosa. Después las despidió y se tumbó en la cama.

Si Murat la hubiese amado de veras, le habría ofrecido el matrimonio, no la vergonzosa esclavitud que había sugerido. Alejandro le ofrecía su corazón y su trono.

Sonrió para sí en la oscuridad. Alejandro era un hombre muy terco y ella no creía que aceptase una negativa. Se le escapó una risita divertida. Un Murat resuelto a su derecha y un Alejandro igualmente resuelto a su izquierda. La verdad era que no tenía más alternativa que aceptar a uno de los dos.

No le sorprendió ver aparecer de pronto una sombra en el balcón, detrás de las finas e hinchadas cortinas de seda. Había pensado que Alejandro podía venir para defender su causa por la fuerza. Había veces en que incluso los hombres más ilustrados se valían del sexo para persuadir. Ella sabía que le decepcionaría saber que había tomado ya una decisión en su favor, empleando la lógica para ello.

Alejandro entró en la habitación y se acercó rápidamente a la cama.

– ¿Estás durmiendo, hermosa?

– No, Alejandro. Estoy pensando.

– ¿En lo que hemos hablado esta noche?

– Sí.

Él se sentó en la cama, sin esperar la invitación de Teadora. -Hace mucho tiempo que no te he besado -dijo, y la abrazó y besó delicadamente.

La soltó y ella dijo, con dulzura:

– ¿Es así como quieres hacerme el amor, Alejandro? Recuerdo mi primera noche en Focea; fuiste mucho más elocuente, aunque hacía mucho menos tiempo que nos conocíamos. Ven, mi señor, no soy un juguete que se rompa fácilmente. Si tu amor es tan apacible, tal vez no debería casarme contigo. No soy lasciva, pero incluso mi viejo marido era un amante más vigoroso.

Una risa profunda y divertida resonó en la oscuridad.

– Así pues, hermosa, ¿no quieres que te ponga sobre un pedestal y te adore como a una diosa de la antigüedad?

– No, mi señor, pues soy una mujer de carne y hueso.

Oyó que él se movía de un lado a otro y pronto se encendió una de las lámparas junto a la cama, y después otra y otra más.

– Quiero verte cuando te haga el amor -dijo él, incorporándola en la cama.

Desabrochó rápidamente los botones de perlas del caftán, que resbaló sobre los hombros de ella y cayó al suelo. Sus propias vestiduras siguieron inmediatamente a las de Teadora, sobre la blanda alfombra. Tumbándose de espaldas en la cama, sostuvo a Teadora encima de él, frotándole los senos con la cara. Después la reclinó lentamente, asiéndola entre los vigorosos brazos. Ella suspiró profundamente. Él invirtió hábilmente sus posiciones y Teadora se encontró de pronto debajo de su amante. Alejandro la miró y ella se ruborizó bajo su inspección.

– ¡Oh, qué hermosa eres! -murmuró roncamente, acariciándole los pechos.

Las puntas suaves de los dedos frotaron una y otra vez la piel y ella sintió que empezaba la conocida tensión. Alejandro se sentó y la atrajo entre sus piernas. Tomó los senos cónicos, pellizcando suavemente los grandes pezones coralinos, y ella sintió su virilidad contra la parte inferior de la espalda. Ahora yació sobre el regazo de Alejandro y las manazas acariciaron su vientre con una fuerza que la hizo encogerse un poco.

Él rió en voz baja.

– Ya veo, hermosa, que reconoces a tu dueño. ¿Te hizo sentir alguna vez de esta manera el que fue tu marido de barba gris? ¡Apuesto a que no! Cásate conmigo, querida, y te enseñaré a anhelar mi contacto. Puedo complacerte más que cualquier hombre, y ninguna mujer me complacerá nunca más que tú, hermosa.

– Hablas mucho, mi señor -se burló ella, y la boca de él le apretó los labios, magullándolos, mientras los dientes blancos hacían brotar una gota de sangre salobre y la lengua de él dominaba la de Teadora.

Resiguió los senos y el vientre con una serie de besos ardientes, y encontró la suavidad de la cara interna de los muslos. Teadora se puso rígida cuando él llegó con la lengua donde nadie se había atrevido nunca a hacerlo. Encogió el cuerpo apartándose de él, y protestó:

– No… ¡No!

Él levantó la cabeza y la miró fijamente, nublados los ojos por la pasión.

– ¿Nadie te ha saboreado aún, hermosa?

– ¡No!

– Pero tú eres como la miel. No puede ser más dulce, hermosa.

– Pero… esto está… mal -consiguió balbucear ella-. ¡No debes hacerlo!

– ¿Quién te ha dicho que está mal? ¿No te satisface, amor mío? ¿A quién perjudicamos? Pronto te enseñaré a complacerme a mí de la misma suave manera.

Entonces bajó de nuevo la cabeza y, levantándole las piernas, buscó una vez más la dulzura que anhelaba.

Al principio ella permaneció tensa bajo la aterciopelada lengua, pero de pronto la invadió una ola de puro placer que rompió sus defensas, y gimió.

En lo más hondo de su ser sintió que aumentaba la tensión hasta hacerse casi insoportable. Ansiaba desesperadamente desahogarse, pero él se apartó cuidadosamente, de modo que la tensión menguó como una ola. Empezó a crecer de nuevo cuando él se incorporó y pasó una pierna por encima de ella.

Con el instinto de Eva innato en toda mujer, buscó su virilidad con las manos y lo guió hacia ella. Lo abrazó con fuerza. Al principio, Alejandro no quiso penetrarla, sino que frotó la punta del miembro contra la carne suave y palpitante hasta que ella creyó que se pondría a chillar con la intensidad de su placer.

– Mírame -le ordenó él-. Quiero verte cuando nos amemos.

Ella lo miró, vacilante, y él la penetró lentamente, obteniendo casi tanto placer de observar el éxtasis que transformo el semblante de ella como del propio acto de la posesión.

Para su vergüenza, Teadora llegó al clímax casi al instante, y él se rió amablemente.

– Ay, hermosa -musitó con ternura-. ¿Ha sido demasiado rápido para ti? Te enseñaré a prolongar el placer, querida. No, no te apartes de mí. No sabes lo mucho que te amo, hermosa. Por favor, no te alejes nunca de mí.

Desde aquel momento, los ojos de ella no se apartaron un instante de los de Alejandro al penetrarla y aumentar, con el paso de los minutos, la intensidad de su pasión. Entonces, ella lo sorprendió hablando, y el sonido de su voz le pareció tan sensual que su cálida simiente se derramó en el valle oculto de aquel seno.

– Me casaré contigo, mi señor Alejandro -dijo-. Me casaré contigo, querido, lo antes posible.

– ¡Ay, hermosa, cuánto te amo! -murmuró él, agotado y Teadora lo abrazó, sonriendo en la penumbra.

Él no podía saberlo, pues el hombre no lo sabe jamás, pero, en definitiva, fue la mujer la triunfadora.

Alejandro se marchó con las primeras luces de la aurora y Teadora durmió tranquila y profundamente por primera vez en muchos meses. Había disfrutado mucho con la actuación amorosa de él, fruto de su maestría y experiencia, aunque nunca se había jactado de su virilidad. En la cama, los dos eran iguales, dando y tomando cada uno.

Al día siguiente, se presentaron al emperador y le pidieron permiso para casarse. Si sorprendió a Juan Paleólogo el súbito giro de los acontecimientos, una mirada a la cara de Teadora desvaneció todas sus dudas. La tensión había desaparecido de ella. Estaba radiante.

– De buen grado te autorizo para casarte con mi querida hermana -dijo el emperador al señor de Mesembria-. Pero debes hacerme un favor a cambio. Debes permanecer en Constantinopla mientras reconstruyen tu palacio de Mesembria.

– De acuerdo -asintió sonriendo Alejandro-. Hay una villa deliciosa en la orilla del Bósforo, donde hay menos espacio entre nosotros y Asia. Hace tiempo que la admiro. Su dueño murió recientemente. Conseguiré comprarla y podremos vivir allí hasta que regresemos a Mesembria. -Se volvió a Teadora- ¿Te gustaría, hermosa?

Ella asintió con un gesto y sonrió.

– Si me compras esta villa, gastaré muchísimo dinero amoblándola.

Él rió y observó maliciosamente:

– Estará muy bien, Teadora. Una vez tuve ciertos tratos con tu difunto marido, el sultán Orján, y gané mucho dinero en la transacción.

Teadora soltó una carcajada. El emperador pareció perplejo, pero Alejandro se adelantó a su pregunta diciendo:

– ¿Podemos casarnos mañana, Majestad?

– ¿Tan pronto, mi impaciente amigo? ¿Y las amonestaciones? No nos dais tiempo para los preparativos. A fin de cuentas, Tea nació princesa.

– No quiero que se celebren fiestas, Juan. Cuando me casé con Orján, me adornaron como a un ídolo pagano. La fiesta duró dos días. ¡Fue horrible! Quisiera casarme en la intimidad, y que sólo estéis presentes tú, el cura y mi querido Alejandro. Haz que el obispo nos dispense de las amonestaciones. ¿Me harás este favor, hermano?

Juan Paleólogo accedió y a media mañana del día siguiente, Teadora Cantacuceno y Alejandro, déspota de Mesembria, se casaron en el altar mayor de la iglesia de Santa María de Blanquerna. Sólo asistieron el emperador, el obispo que los casó, el cura que le ayudó y dos monaguillos.

En la comida del mediodía, el emperador provocó un griterío divertido de los comensales al anunciar la boda sorpresa. Aunque las damas nobles de la corte tuvieron una desilusión al ver que Alejandro se había casado con tanta rapidez, sus maridos se mostraron sumamente complacidos. Todos se agruparon alrededor de los recién casados, felicitando al señor de Mesembria y reclamando besos a la ruborosa novia.

Solamente la emperatriz parecía malhumorada. Ni siquiera ahora quería bien Elena a su hermana. No podía soportar verla feliz, y ahora Teadora estaba radiante. Cuando se hubo acallado el griterío, Elena le dijo en voz baja:

– Esta vez me has sorprendido, Tea; pero ándate con cuidado. La próxima vez seré yo quien te sorprenda.

CAPÍTULO 14

La emperatriz de Bizancio era presa de una cólera fría.

– ¿Has perdido el poco seso que tenías? -Preguntó a su marido-. ¡Que Dios se apiade de nosotros! Eres como tu padre, con una diferencia. Él, al menos, hizo que mi padre gobernase el Imperio.

El emperador no se inmutó.

– Si mal no recuerdo, no te gustó cuando tuvimos a tu padre gobernando nuestro Imperio. Estabas impaciente por echarlo.

Ella hizo caso omiso de la observación.

– ¡Has expuesto la ciudad a un ataque, imbécil! Si el sultán Murat quiere a Teadora, la tendrá, aunque no comprendo por qué habría de interesarle esa zorra flaca y de ojos violetas. Y tú, tonto, ¡te has atrevido a casarla con el señor de Mesembria!

– Murat no irá a la guerra por una mujer, Elena. Esto es Constantinopla, no Troya. Tu hermana ha sido increíblemente valiente y muy inteligente al escapar del sultán. Él no tiene ningún derecho sobre Teadora y yo no la he obligado a contraer este nuevo matrimonio. Ella y Alejandro acudieron a mí. Sí, ¡les di mi bendición! Tea tiene derecho a un poco de felicidad. Sabe Dios que no la tuvo con Orján. Tu padre la sacrificó a aquel viejo con el fin de usurpar mi trono. Espero que siempre sea feliz. Se lo merece.

– Nos pone en peligro con su sola presencia. Además, ¿qué será de nuestra hija, sola en una tierra hostil y a merced de los turcos? ¿Has pensado en Alexis, estúpido?

– Tu hermana viajará con su marido a Mesembria dentro de unos meses. No me parece que constituya un peligro. En cuanto a Alexis, el sultán Murat es un hombre de honor y me ha asegurado que está a salvo y bien en Santa Ana.

Elena levantó las manos, asqueada. El no quería comprender. O quizá, pensó, se mostraba deliberadamente obtuso, para fastidiarla. Juan Paleólogo era tonto y siempre lo había sido. No quería ver que molestando a su señor, el sultán, invitaba prácticamente a Murat a atacar la ciudad. Y ella perdería su trono por esta estupidez.

Bizancio estaba sola, como un faro cristiano, débil y continuamente amenazado, en el borde del oscuro mundo infiel. Los soberanos de Europa sólo hablaban de boquilla de proteger a Bizancio. Esto se debía a las luchas religiosas.

De hecho, en el año 1203, la Cuarta Cruzada, encaminada en principio para reconquistar Jerusalén de los musulmanes sarracenos, se desvió hacia Constantinopla. Esto fue obra de los venecianos y su vengativo dux, Enrico Dándolo, que había sido cegado treinta años antes, cuando estaba retenido como rehén por los griegos en Constantinopla.

Se le había permitido andar libremente por la ciudad, por haber dado su palabra de que no trataría de escapar. Dándolo no pensaba en huir. Hijo de una noble familia de mercaderes, le interesaba mucho más atraer hacia Venecia las casas de comercio extranjero que eran la fuerza del Imperio de Bizancio.

Además, Dándolo se había interesado peligrosamente en las defensas de Constantinopla. Cuando se descubrieron estas dos malas acciones, fue castigado exponiendo sus ojos demasiado curiosos a un espejo cóncavo que reflejaba la luz del sol. Ciego, fue devuelto a Venecia, donde pasó años superando su incapacidad y soñando con la venganza. Al final, fue elegido para el puesto más alto de Venecia, posición que le brindó una buena oportunidad para vengarse. Además de sus motivos personales, el viejo dux quería la destrucción de Constantinopla por las ventajas económicas que resultarían de ello para su propia ciudad.

La excusa para esta traición a una ciudad cristiana por parte de amigos cristianos fue la restauración de un monarca destronado. Este era Alejo IV, aunque los jefes cruzados sabían que había muerto. Había sido estrangulado por Alejo V, que entonces huyó de la ciudad ante el ejército europeo atacante y dejó a su pueblo abandonado a su terrible destino. Constantinopla fue tomada en 1204 y saqueada despiadadamente por soldados, clérigos y nobles. Ninguna ciudad infiel había sufrido tanto en manos de invasores cristianos como sufrió Constantinopla, capital de la cristiandad oriental.

Lo que no quedó destruido por el fuego o el vandalismo fue saqueado. Oro, plata, joyas, vajillas, sedas, pieles, estatuas y gente…, todo lo que tenía valor y podía trasladarse o ser transportado. La ciudad nunca se había recobrado y Elena temía que la siguiente invasión fuese la última.

Su miedo aumentó considerablemente cuando el sultán Murat y un pequeño pero formidable ejército se presentaron delante de las murallas de la ciudad.

– Por el amor de Dios, devuelve Tea al sultán -suplicó Elena a su marido.

– ¿Crees que Murat se iría si lo hiciese? -se burló Juan Paleólogo-. ¡Por Dios, Elena, no quieras ser más tonta de lo que ya eres! Lo último que dijo Orján a sus hijos fue que tomasen Constantinopla. El no ha venido por Teadora, querida, sino por mi ciudad. Pero no permitiré que se apodere de ella.

Elena no sabía qué hacer, ni siquiera a quién acudir. En la ciudad adoraban a su hermana y al marido de ésta. Los juglares callejeros incluso contaban la historia de la fuga de Tea. De pronto, pareció que sus preces eran escuchadas. Solicitó audiencia a Elena un hombre alto y de aspecto simpático que se presentó en estos términos:

– Soy Alí Yahya, Majestad, jefe de la casa del sultán. Deseo ver a la princesa Teadora y espero que podáis arreglarlo.

– Mi hermana no os verá, Alí Yahya. Recientemente ha contraído nuevo matrimonio con el señor de Mesembria. Ahora están pasando la luna de miel en una pequeña villa de la costa. Elena no pudo resistir la tentación.

– ¿Quiere realmente el sultán a mi hermana en su harén?

– Desea que la princesa vuelva con su familia y aquellos que la quieren -fue la evasiva respuesta. Elena frunció el ceño.

– Tal vez podría arreglarse -dijo-. Pero tendría que hacerse a mi manera.

– ¿Y cuál es esta manera, Majestad?

– Con mi padre y mi hermano apartados de la vida secular, yo soy la jefa de la familia Cantacuceno. En esta calidad, soy responsable del destino de los miembros de esta familia. Venderé a mi hermana al sultán Murat por diez mil ducados venecianos de oro y cien finas perlas de Oriente. Las perlas deben ser de buen tamaño. Mi precio es fijo. No regatearé.

– ¿Y qué me decís del nuevo marido de Su Alteza, Majestad? Nuestras leyes prohíben quitarle la esposa a un hombre vivo.

– Por este precio, Alí Yahya, haré que mi hermana enviude rápidamente. Su nuevo marido me ha ofendido. Es un insolente que no siente el menor respeto por el Imperio.

Lo que no dijo Elena fue que Alejandro de Mesembria la había insultado de modo imperdonable al negarse a acostarse con ella cuando se lo había ofrecido. Ningún hombre había rechazado a Elena hasta entonces. Generalmente, se sentían muy honrados por el favor. Pero Alejandro había mirado a Elena desde su altura y dijo fríamente: «Yo elijo mis rameras, señora. No me eligen ellas a mí.» Y se había marchado.

El eunuco sospechó algo así y compadeció a Teadora y a su marido. Después se encogió de hombros. Los sentimientos le estaban vedados. Su primera obligación era para con su dueño, el sultán Murat, y su dueño le había enviado a buscar a Teadora. Sin embargo, bajo estas nuevas circunstancias, Alí Yahya no estaba seguro de si él querría que Teadora volviese. Tenía que ganar tiempo para averiguar a ciencia cierta la voluntad del sultán.

– Desde luego -dijo suavemente-, nos proporcionareis los documentos legales necesarios para acreditar la venta.

– Por supuesto -respondió con calma Elena-, y haré que os la podáis llevar rápidamente de la ciudad, antes de que mi marido descubra que se ha ido.

– Aunque tengo poderes del sultán para convenir todo lo que sea necesario para el regreso de la princesa, ésta es una situación anómala, Majestad. Debo hablar con mi señor.

Elena asintió con la cabeza.

– Os daré dos días, Alí Yahya. Venid a esta misma hora. Recordad a vuestro señor que, cuanto más tarde en decidirse, más tiempo estará en brazos de otro hombre aquella a quien desea. -Lanzó una risa cruel-. El nuevo marido de mi hermana es muy atractivo. Las tontas mujeres de mi corte lo comparan a un dios griego.

El eunuco se retiró de la cámara privada de la emperatriz. Volvió dos días más tarde y fue igualmente recibido.

– ¿Y bien? -preguntó ella, con impaciencia. El buscó debajo de su túnica y sacó dos bolsas de terciopelo. Abrió la primera y vertió parte de su contenido en una bandeja plana. Los ojos azules de Elena se abrieron, codiciosos, al ver las perlas de tamaño y semejanza perfectos. La otra bolsa contenía una barra de oro.

– Hacedlo pesar, Majestad, y comprobaréis que su valor es de diez mil ducados.

Para su regocijo, ella se dirigió a un armario y sacó unas balanzas. Pesó el oro.

– Una pizca de más -observó, como buena entendedora-. El sultán es más que justo. -Volvió a dejar las balanzas en el armario, sacó un pergamino enrollado y lo tendió a Alí Yahya-. Estos documentos confiesen a vuestro señor, el sultán, la custodia total y la propiedad legal de una esclava conocida como Teadora de Mesembria. Ella y su marido están todavía en la villa próxima a la ciudad. Sin embargo, no os la podéis llevar de allí sin que el público sospeche de vuestro señor, cosa que él no deseará. La ejecución de mi plan requerirá algún tiempo. Actuar precipitadamente provocaría preguntas que sin duda quiere evitar nuestro señor. No; es mejor que mi hermana enviude en Mesembria. Nadie de allí pensaría en causar daño a Alejandro. Todos le adoran. Por esta razón, su muerte parecerá absolutamente natural.

»Cuando muera, dentro de unos meses, pediré a mi hermana que venga a casa. La alojaré espléndidamente en el palacio Bucoleano, que está precisamente junto a la dársena imperial. Vos y yo fijaremos la hora y yo cuidaré de que su vino esté drogado el día convenido. Entonces, vos y vuestros hombres os la llevaréis por un pasadizo secreto que conduce al puerto. Los guardias habrán sido sobornados. Os dejarán pasar sin hacer preguntas.

Alí Yahya se inclinó, admirando a su pesar a la emperatriz. Era una mujer malvada, pero esto le permitía llevar a un buen término su misión. Las manos del eunuco no se mancharían de sangre.

– ¿Qué droga emplearéis para hacerla dormir? -preguntó. Ella buscó una vez más en el armario, de donde sacó un frasquito que le tendió. Él lo destapó y lo olió. Quedó satisfecho y se lo devolvió:

– No tengo que deciros lo que pasaría si trataseis de engañarme o si la princesa sufriese algún daño -dijo a media voz.

Ella sonrió con malignidad. -No le haré daño. ¿Por qué? Me gustará más saber, en las semanas sucesivas, que es una esclava. Deberá obedecer a su amo y señor, o será castigada. Si obedece, sufrirá, porque creo que es una mujer frígida. Pero, si opone resistencia a su amo y señor, será apaleada. No sé qué me causa más satisfacción, si la idea de Tea desnuda y soportando las vigorosas atenciones del sultán, o la de Tea siendo azotada.

– ¿Por qué la odiáis tanto? -preguntó Alí Yahya, incapaz de contener por más tiempo su curiosidad. Por un momento, Elena guardó silencio. -Yo soy la mayor, pero mis padres prefirieron siempre a Tea -explicó luego-. Nunca lo dijeron, pero yo lo sabía. Cuando murió mi madre, yo la cuidé, ¿y sabéis cuáles fueron sus últimas palabras? Os lo diré, Alí Yahya. Lo último que dijo fue: «¡Teadora, querida! Ya no volveré a verte.» ¡Ni una palabra para mí! ¡Y yo también la quería! ¡Siempre Tea!

»Y mi padre, siempre hablando de su inteligencia y diciendo que hubiese debido ser su heredera. ¡Qué tontería! ¿Qué ha ganado ella con su maravilloso cerebro? ¡Nada! ¡Nada! Ahora pone en peligro mi ciudad, y mi marido la defiende en todo y se le endulzan los ojos con sólo oír su nombre. La quiero fuera de mi vida. ¡Ahora y para siempre!

– Vuestro corazón verá satisfecho su deseo, Majestad. Dentro de pocos meses, vuestra hermana volverá a cruzar el mar de Mármara en dirección a Bursa. -El eunuco se levantó e hizo una reverencia-. ¿Cómo sabré cuál es el muelle correcto en la dársena imperial?

– Hay un muelle adornado con estatuas de leones y otros animales en el puerto de Bucoleón. Haced que vuestra galera espere allí el día que convengamos. El pasadizo tiene su salida a pocos pasos de aquel muelle. -Buscó debajo de la túnica y sacó un banderín rojo de seda con el águila bicéfala imperial bordada en él-. Poned esto en el mástil de vuestra galera y nadie os impedirá la entrada o salida.

Durante el resto del día, Elena pudo contener a duras penas su excitación. Por fin se libraría de Tea. Nunca volvería a temer la antigua amenaza de su hermana…, la amenaza de que volviera al lado del sultán para arrancar la ciudad de manos de Elena. ¡Tea sería el fin impotente! ¡Una esclava! Y cuando el sultán Murat se cansara de ella, como ocurriría inevitablemente, tal vez la enviaría aún más lejos hacia el este. Elena se echó a reír regocijada. Su venganza sería completa.

Aquella noche, la emperatriz envió a buscar a un hombre que era uno de los médicos más respetados de Bizancio. Juliano Tzimisces gozaba ocasionalmente de los favores de Elena. En esta ocasión lo esperó llevando una holgada túnica de gasa, de palidísimo color azul turquesa, a través de la cual se perfilaba su cuerpo como si fuese de madreperla. Los pezones estaban pintados de vermellón y eran provocativamente visibles a través de la seda. A su lado estaba una niña pequeña que, como Elena, era rubia y de ojos azules. Vestía como la emperatriz y también llevaba pintados de vermellón los diminutos botones de los pechos todavía no formados. Los menores eran objeto de una perversión particular de Tzimisces.

Elena le dirigió una sonrisa felina y dijo crudamente:

– Necesito un veneno muy especial, amigo mío. Tiene que matar rápidamente, dañar sólo a la pretendida víctima y no dejar rastro.

– Pedís mucho, Majestad.

Elena sonrió de nuevo.

– ¿Os gusta mi pequeña Julia? -le preguntó-. Es georgiana y sólo tiene diez años. Y es una niña muy dulce -añadió, besando a la chiquilla en la boca, que era como un capullo de rosa.

Juliano Tzimisces se agitó nerviosamente, mirando del cuerpo no formado de la niña a los grandes y resplandecientes pezones rojos de la emperatriz. Elena se tumbó de espaldas en el diván, atrayendo a la niña y acariciando lentamente el cuerpo de la pequeña esclava.

– Tengo algo nuevo, llegado de Italia -dijo Juliano Tzimisces, jadeando un poco-. La víctima, ¿es varón o hembra?

Empezaba a sudar debajo de la ropa y sentía que se estaba excitando a cada minuto que pasaba.

– Varón.

– ¿Puede ponerse en el agua de su baño?

– ¡No! Podría bañarse con su esposa, y no quiero que ésta sufra daño. En realidad, es vital que ella no sufra los efectos del veneno.

– Entonces puede ponerse en el agua que emplea para afeitarse. El veneno tardará varios días en ser absorbido a través de la piel. No habrá síntomas de enfermedad, nada que despierte sospechas. Cuando el veneno haya sido absorbido, el hombre caerá simplemente muerto. ¿Os parece satisfactorio?

– Sí, Juliano, será muy satisfactorio.

El médico no podía apartar la mirada de las dos hembras del diván. Se hallaba ante un terrible problema, pues las quería a las dos: primero a la niña y después a la mujer. La emperatriz se echó a reír. Conocía sus gustos.

– Habéis sido muy amable, viejo amigo, y seréis recompensado. Podéis tener a mi dulce Julia. ¡Pero no debéis cansaros, Juliano! Esta satisfacción debéis reservarla para mí.

El médico abrió la túnica y se lanzó sobre la niña, la cual, aunque sabía lo que la esperaba, gritó de angustia cuando el hombre la penetró. Los gritos prosiguieron durante unos minutos y por fin se extinguieron en lastimosos y débiles gemidos.

Al lado de ellos, Elena se sentó en cuclillas, con ojos brillantes, húmedos y fláccidos los labios.

– ¡Sí, Juliano! ¡Sí! ¡Sí! ¡Hazle daño! ¡Hazle daño!

La niña se había desmayado ahora y la pasión de Tzimisces estaba alcanzando su punto culminante. Elena se arrancó jadeando su propia túnica, se tumbó de espaldas y abrió las piernas. El hombre empujó a un lado a la niña y cubrió el ansioso cuerpo de la mujer con el suyo. Juntos se retorcieron en un violento combate casi mortal hasta que, de pronto, la emperatriz lanzó un chillido y quedó satisfecha. Su pareja la imitó rápidamente.

Unos minutos más tarde, extinguidos los sonidos de su ronca y jadeante respiración, dijo Elena:

– ¿Me traeréis mañana por la noche el veneno, Juliano? Sin falta.

– Sí, Majestad -respondió el hombre a su lado-. Lo traeré. ¡Lo juro!

– Bien -ronroneó la emperatriz-, y cuando mi enemigo haya muerto, os haré otro pequeño regalo, querido Juliano. La pequeña Julia tiene un hermano gemelo. Lo guardo para vos.

Poco después, el médico salió del palacio por una discreta puerta lateral y lo llevaron en una litera a su propia residencia, por las oscuras calles silenciosas. Una vez en casa, entró en su laboratorio y buscó en el armario. Sacó un frasquito y lo sostuvo a contraluz. Resplandeció con un maligno color amarillo verdoso. Dejó cuidadosamente el frasquito sobre la mesa y vertió agua de una jarra en una pequeña jofaina. Después de destapar el frasco, dejó caer varias gotas en el agua. El color desapareció al contacto con el agua clara. Esta siguió siendo incolora e inodora.

Juliano Tzimisces volvió a tapar el frasquito y arrojó cuidadosamente el contenido de la jofaina. Se acercó a la ventana de su laboratorio y miró al exterior. El cielo era gris y empezaba a despuntar la aurora. Se preguntó quién sería el pobre infeliz que había ofendido tanto a Elena. Probablemente no lo sabría nunca, y era mejor así. No podía sentir remordimiento por contribuir a asesinar a una persona desconocida y anónima. Suspiró, salió del laboratorio y se acostó.

Mientras el médico se quedaba dormido, Teadora y Alejandro se despertaban en el dormitorio de la villa de su luna de miel, ignorantes del destino que la emperatriz les reservaba. Adora no había sido nunca tan feliz en toda su vida. En los pocos días de su matrimonio, había encontrado una paz mental extraordinaria. Ya no había ningún conflicto en su vida. Alejandro amaba a Teadora sólo por ella misma. Y la mujer se dio cuenta muy rápidamente de que también lo amaba. Pero este sentimiento era muy diferente del amor que había sentido por Murat. A fin de cuentas, Murat había sido el primero.

No; la vida con Alejandro estaba llena de un amor tranquilo y dulce; era una vida placentera, sin conflictos. Siempre sería buena, estando con él. Alejandro se mostraba amable con ella, aunque dominador. Fomentaba su ingenio y su inteligencia, y llegó a sugerir que Teadora fundara una escuela de enseñanza superior para mujeres. ¡Qué bien comprendía Alejandro a su esposa! Sí, lo que había empezado como un matrimonio de conveniencia se había convertido ciertamente en una relación amorosa.

Ahora, en la mañana temprano, el señor de Mesembria se volvió en la cama de cara a su esposa. Por un momento, observó su rostro dormido. Después se inclinó y la besó suavemente. Ella abrió despacio los ojos violetas y le sonrió.

– Vayamos al mar a saludar a la aurora -sugirió el, levantándose de la cama y tirando de Teadora. Esta agarró una bata de gasa de color de rosa para cubrir su desnudez-. No, hermosa. Iremos como estamos.

– Puede vernos alguien -protestó tímidamente ella.

– Nadie nos verá -respondió Alejandro con firmeza.

Tomándola de la mano, la condujo a la terraza, a través del pequeño jardín y bajaron una suave pendiente hasta una pequeña franja de arena que hacía las veces de playa. Miraron hacia el este, por encima del Bósforo, los montes verdes de Asia que descendían hasta el mar inmóvil y oscuro. Más allá, el cielo gris perla empezaba a iluminarse y a llenarse de colores. El rosa y el malva se mezclaban con el oro y el esplieg0 y el turbulento anaranjado.

La pareja se quedó de pie, inmóvil en su perfección desnuda, como dos estatuas exquisitas. Un viento ligero los acariciaba suavemente. Todo estaba tranquilo a su alrededor, sólo el canto ocasional de un pájaro rompía el silencio.

Alejandro hizo que su esposa se volviese despacio, de cara a él; la miró y dijo:

– Nunca había sido tan feliz como en estos últimos días contigo. Tú eres la perfección, hermosa, y te amo muchísimo.

Ella le enlazó el cuello con los brazos, sin pronunciar palabra, y le bajó la cabeza para que pudiesen besarse. Lo que empezó con ternura se convirtió rápidamente en pasión, al aumentar su recíproco deseo. Pronto no pudieron contenerlo. Ella sintió la excitación de Alejandro y gimió contra su boca.

Sus cuerpos entrelazados cayeron despacio sobre la arena y ella separó ansiosamente las piernas. El la penetró despacio. La cara de ella estaba radiante de amor. Los ojos como joyas se miraron fijamente, y Teadora sintió que su alma misma salía de su cuerpo para encontrarse con la de Alejandro en algún lugar lleno de estrellas, muy lejos del mundo mortal. Flotaron juntos hasta que de pronto todo fue demasiado dulce, demasiado intenso. Su pasión llegó al punto culminante y estalló sobre ellos como una de las olas que lamían la arena a pocos pasos.

Cuando se hubieron recobrado, ella habló en un tono divertido, medio avergonzado:

– ¿Y si alguien nos ha visto, Alejandro? El rió entre dientes.

– Dirán que el señor de Mesembria sirve muy bien a su bella esposa. -Se levantó y tiró de ella-. Bañémonos ahora en el mar, hermosa. La playa es un sitio muy romántico, pero tengo arena en los lugares más extraños.

Riendo, se sumergieron en el agua. Y más tarde, si los criados los vieron llegar desnudos por el jardín, nada dijeron, pues estaban encantados con el amor que imperaba entre su amo y su dueña.

Alejandro quería a su ciudad y tenía planes para reconstruirla. Mesembria había sido colonizada en principio, hacía muchos siglos, por los griegos jonios de Corinto y Esparta, y más tarde fue conquistada por las legiones romanas. El nuevo señor de Mesembria habló con su esposa de sus planes para pavimentar de nuevo las anchas avenidas, restaurar los edificios públicos y, después de derribar los barrios bajos de la ciudad, construir viviendas decentes para los pobres.

– Las avenidas deben estar flanqueadas de álamos -dijo Teadora-, y la señora de Mesembria plantará flores alrededor de las fuentes para que se alegre el pueblo. El sonrió, satisfecho de su entusiasmo. -Quiero que Mesembria sea tan hermosa que no añores jamás Constantinopla. Quiero que sea una ciudad feliz para ti y para nuestro pueblo.

– Pero, amor mío, esto costará muchísimo dinero. -No podría gastar todo el dinero que tengo aunque viviese cien años, hermosa. Antes de que volvamos a Constantinopla, te diré dónde está escondida mi riqueza, para que, si me ocurriese algo, no tuvieses que depender de nadie.

– Tú eres joven, mi señor. Acabamos de casarnos. Nada te sucederá.

– No -respondió él-. Espero que no. Sin embargo, todo lo mío es también tuyo, hermosa.

En Mesembria, toda la ciudad se alegró de la boda de Alejandro con Teadora Cantacuceno. La familia del novio había gobernado ininterrumpidamente la ciudad durante más de quinientos años y era amada por sus ciudadanos. En tiempos buenos y malos, en periodos de guerra y de paz, la familia de Alejandro había puesto siempre el bienestar de su pueblo por encima del suyo propio. Su recompensa había sido una lealtad hacia sus gobernantes no igualada en ninguna otra ciudad.

Mesembria se alzaba en la costa del mar Negro, en una pequeña península del lado norte del golfo de Burgos. Estaba unida al continente por un estrecho istmo fortificado con torres de guardia que se erguían en las murallas a cada ocho metros. En el extremo de tierra, el istmo terminaba en un arco de piedra con una enorme puerta de bronce. Esta puerta se cerraba todos los días al ponerse el sol y se abría al amanecer. En tiempo de guerra, permanecía cerrada. Una puerta parecida, en el extremo del istmo correspondiente a la ciudad, convertía en una fortaleza natural.

Fundada por los tracios, la ciudad había sido colonizada en el siglo IV antes de Cristo por un grupo de griegos jonios de las ciudades de Esparta y Corinto. Bajo su guía, la pequeña ciudad mercado se había convertido en una urbe culta y elegante que, más tarde, llegó a ser una joya de la corona del Imperio bizantino. En 812 a. de C, los búlgaros lograron capturar Mesembria por breve tiempo, durante el cual saquearon su importante tesoro de oro y plata y, más importante aún, su provisión de fuego griego. La familia gobernante de la época había sido aniquilada, y cuando los mesembrianos se libraron al fin de los invasores bárbaros, eligieron como su gobernante a su general más popular, Constantino Heracles. Era antepasado de Alejandro. La familia Heracles había gobernado Mesembria desde entonces.

Ahora, con el matrimonio de Alejandro, el pueblo anheló el regreso de su príncipe. Pusieron inmediatamente manos a la obra para construir un nuevo palacio digno de Alejandro y Teadora. La antigua residencia real había estado situada en una colina sobre la ciudad. Conociendo la afición al mar de su señor y considerando que reconstruir el antiguo palacio traería mala suerte, el pueblo situó el nuevo en un parque recién creado a orillas del mar. La construcción se inspiró en el estilo griego clásico. Era de mármol amarillo pálido, con columnas en el porche de mármol veteado de rojo anaranjado. No era un palacio grande, pues los Heracles no habían sido nunca gente de mucha ceremonia. Sólo había un gran salón de recepciones, donde el señor de Mesembria podía celebrar audiencia o juzgar en público. El resto del palacio era privado y estaba separado del salón de recepciones por un largo pasillo descubierto.

Delante del palacio, en el centro de un óvalo de verde césped, había un gran estanque ovalado con azulejos azul turquesa. En el centro del estanque destacaba un delfín de oro macizo, con la boca abierta como si estuviese riendo. El antiguo dios del mar, Tritón, hacía cabriolas sobre su espalda. Desde los lados del óvalo, unas pequeñas conchas de oro en espiral lanzaban agua hacia el centro, pero sin alcanzar al delfín.

Detrás del palacio, un hermoso jardín se extendía hacia abajo, hasta una terraza enarenada que pendía sobre una playa. Con la marea alta, las olas salpicaban la balaustrada de mármol de color coral.

Todos los ciudadanos de Mesembria, desde los más importantes artesanos hasta la gente más sencilla, trabajaron de firme para terminar el nuevo palacio en el tiempo asombrosamente breve de tres meses. Incluso los niños ayudaban, transportando cosas pequeñas, trayendo comida y bebida a los trabajadores, haciendo recados. También las mujeres desempeñaron un papel decisivo en el esfuerzo de la ciudad para traer rápidamente a casa a sus gobernantes. Trabajaron juntas, la doncella y la matrona, la esposa del pescadero y la dama de la nobleza. Con delicadas pinceladas, pintaron frescos en las paredes; tejieron colchas y colgaduras de fina seda de Bursa y lana pura, y adornaron las paredes con hermosos tapices.

Alejandro y Adora viajaron a Mesembria apenas tres meses después de su boda. La pequeña villa del Bósforo fue cerrada y los servidores enviados a Mesembria. Sólo la pareja que servía a los recién casados como doncella y ayuda de cámara acompañarían al príncipe y a su esposa en el barco. Aunque echaba de menos a Iris, Adora se consideraba afortunada de que la sirviese Ana. Mujer corpulenta y amable, que medía casi un metro ochenta de estatura, trataba cariñosamente a su señora, pero con gran respeto. Nadie, según puso muy pronto en claro para las otras servidoras, podía cuidar de su ama como ella. Su marido, Zenón, hombre delgado y de apenas un metro sesenta y cinco de estatura, la adoraba a ojos ciegas. Ana le gobernaba con benévola mano de hierro.

Elena sabía todo esto, como sabía todo lo que podía en definitiva serle útil. Como el déspota y la reina de Mesembria no volvían a Constantinopla, sino que iban directamente a su ciudad desde la villa del Bósforo, el emperador y su esposa les hicieron el honor de ir a despedirlos personalmente. El hecho de ver feliz a su hermana menor hizo que Elena sintiese alternativamente una cólera de frustración y una alegría secreta. Le complacía enormemente saber que, al cabo de unos pocos meses, destruiría la felicidad de su hermana.

Reclinada en un diván de las agradables habitaciones que je habían destinado en la villa, Elena dio instrucciones a su eunuco personal.

– Ve a buscar a Zenón, el ayuda de cámara de Alejandro, y trámelo. Asegúrate de que no os ven a ninguno de los dos. No quiero que me hagan preguntas.

Sus ojos echaban chispas y el eunuco se estremeció interiormente. Servía a la emperatriz desde hacía cinco años y conocía su carácter. Le atemorizaba, sobre todo cuando sus ojos emitían un destello de malicia. Había permanecido en silencio a su lado, en más de una ocasión, y observado la tortura de algún desgraciado, con frecuencia hasta la muerte, simplemente para divertir a Elena. El eunuco había sobrevivido obedeciendo al instante, cumpliendo con su trabajo y no dando nunca su opinión. Ahora trajo a Zenón a su señora y abandonó rápidamente la estancia, contento de escapar.

Zenón se arrodilló, aterrorizado, ante la emperatriz, pero alegrándose de no tener que permanecer en pie. Temía que sus piernas no hubiesen podido sostenerlo. Tenía agachada la cabeza y bajos los ojos. El corazón le martilleaba con mareantes palpitaciones la estrecha caja torácica. Reinaba en la habitación un silencio letal cuando Elena se levantó lánguidamente del diván y caminó despacio alrededor del hombre postrado. Si éste se hubiese atrevido a levantar la mirada, habría visto algo increíblemente bello, pues la emperatriz vestía una túnica de seda de Bursa, de suaves topos turquesa, y sus carnosos brazos se traslucían como mármol pálido y pulido a través de las mangas de gasa. Llevaba alrededor del cuello una doble hilera de perlas, intercaladas con cuentas redondas de oro. Pero lo único que Zenón veía era el dobladillo de su túnica y las zapatillas con franjas de oro y plata.

Ella se plantó detrás de él y habló suavemente, con dulzura, en contraste con el significado de sus palabras.

– ¿Sabes, amigo Zenón, cuál es la pena por asesinato en nuestro reino?

– ¿Ma… majestad?

Tenía la garganta atenazada por el miedo y apenas si pudo pronunciar aquella palabra.

– La pena por asesinato -prosiguió Elena a media voz-. Como el que cometió tu buena esposa Ana. ¿Cuántos años tenía vuestra hija, Zenón? ¿Diez? ¿Once?

El poco aplomo que conservaba el criado se desvaneció. Nadie había sospechado nunca que Ana había asfixiado a María. La niña se estaba muriendo de una enfermedad de la sangre. Los médicos habían sido muy francos. No había esperanza. Día tras día, se iba extinguiendo ante sus angustiados ojos. Por fin, una noche, cuando María yacía medio dormida, casi delirando, Ana había colocado en silencio una almohada sobre la cara de la pequeña. Cuando la levantó, María estaba muerta, con una dulce sonrisa en su carita. El marido y la mujer se habían mirado, comprensivos, y nunca habían vuelto a hablar de aquello. El hombre no sabía cómo había descubierto su secreto aquella diabólica mujer.

– La pena por asesinato, Zenón, es la ejecución en la plaza pública. No es una manera muy agradable de morir, sobre todo para una mujer. Deja que te lo cuente, para que sepas lo que le espera a Ana.

»La noche antes de la ejecución, el carcelero y sus ayudantes, así como los presos más favorecidos, se turnarán para abusar de tu mujer. Yo he visto en ocasiones esta diversión, aunque dudo de que a ti te pareciese divertido. Por la mañana, le afeitarán la cabeza. La atarán detrás del carro que transportará a sus torturadores y al verdugo, y la obligarán a caminar detrás de él hasta el lugar de la ejecución, descalza y desnuda, y mientras tanto será azotada. A la plebe le gustan los buenos espectáculos, y le arrojarán basura y la escupirán…

– ¡Misericordia, Majestad!

Dando media vuelta para plantarse delante de él, Elena continuó con su recital:

– Desde luego, se le negarán los últimos ritos de nuestra Iglesia, pues el asesinato está prohibido por los mandamientos de Dios. Y la muerte de un niño es un crimen lo bastante odioso para asegurar la condena eterna.

Un sollozo brotó de la garganta de Zenón y la emperatriz sonrió despectivamente para sí. ¡Qué cobardes eran todos los plebeyos!

– Ana -siguió diciendo-será atada, con los miembros extendidos en el potro del tormento. Le arrancarán los pechos, le desgarrarán el vientre y le cortarán las manos y los pies. Será cegada con carbones al rojo. Por fin, la colgarán por el cuello y permanecerá así hasta que los pájaros descarnen su esqueleto. Entonces serán molidos los huesos y arrojados a los cuatro vientos.

Por fin se atrevió Zenón a mirar a la reina.

– ¿Por qué? ¿Por qué me decís esto, majestad? Si queréis la muerte de mi querida Ana, ¿por qué me torturáis a mí?

Elena sonrió con dulzura y Zenón se quedó asombrado. ¿Cómo podía ser tan cruel una mujer que sonreía con tanta dulzura? Y entonces le vio los ojos. No había sonrisa en ellos. Eran como piedras azules pulidas.

– Lo que te he dicho puede no llegar a realizarse, y tu esposa vivirá contigo y alcanzará una tranquila vejez…, si me prestas un pequeño servicio.

– ¡Todo lo que queráis!

Elena sonrió de nuevo, mostrando esta vez sus perfectos y pequeños dientes blancos.

– Te daré una caja con un frasquito de líquido. Dentro de unos pocos meses, y tendrás que calcular exactamente el tiempo, abrirás el frasco y empezarás a echar unas cuantas gotas cada día en el agua que emplea Alejandro para afeitarse. Solamente en esta agua. Úntate las manos con aceite perfumado, para que, si el agua toca tu propia piel, no te cause ningún daño. Después lávatelas bien y de inmediato. Cuando el frasco esté vacío, arrójalo al mar. Esto es cuanto pido de ti, Zenón. Ya ves que es muy poco. Hazlo, y la… indiscreción de tu esposa será olvidada.

– ¿Es veneno, majestad?

Ella lo miró fríamente.

– ¿Me obedecerás? -Él asintió, aturdido, con la cabeza-. Está bien, Zenón, puedes marcharte. Asegúrate de que nadie te ve salir de mis habitaciones. -Él se levantó, tambaleándose, y corrió hacia la puerta-. Recuerda, Zenón -le advirtió ella-, que Mesembria todavía forma parte del Imperio y que tengo espías en todas partes.

Se cerró la puerta.

De nuevo a solas, Elena rió para sus adentros. Había ganado. El servidor estaba aterrorizado y la obedecería. Más tarde se encargaría de él.

Al día siguiente, Elena se unió a su marido para despedir a Teadora y Alejandro. Estaba tranquila y parecía muy cariñosa. Después Adora expresó sus sospechas hacia su hermana mayor, pero Alejandro se echó a reír.

– Estarás lo bastante lejos de Constantinopla para que no tengas que temer a la arpía real. Pronto le llamará la atención alguna otra cosa: un desaire imaginado o un joven de buenos muslos.

Ahora fue ella quien se echó a reír. Aquella fácil apreciación del carácter de Elena hizo que ésta pareciese tan poco importante que se desvaneció todo su miedo. Él le enlazó la cintura con un brazo y se quedaron observando en silencio cómo se alejaba su pequeña villa hasta que no pareció más grande que un juguete. Delante de ellos, se ensanchó el Bósforo al abrirse al mar Negro. Adora sintió que el corazón aceleraba sus latidos ante aquella vasta extensión de ondulante agua azul. Alejandro se dio cuenta e hizo que se volviese de cara a él.

– No te asustes, hermosa. Es majestuoso e imponente, y no hay pequeñas islas que den la tranquilidad de tierra constantemente a la vista. No es como nuestro Egeo de color turquesa. Este mar tan grande puede ser muy traidor y malvado, pero puede convertirse también en un buen amigo. La cuestión es no fiarse de él, como de una de esas mujeres de la calle. Pero esta vez no nos internaremos en las aguas, amor mío. Seguiremos la costa hasta nuestra ciudad.

– ¿Esta vez, Alejandro? Entonces, ¿no piensas renunciar al mar?

– El mar es el alma de Mesembria, hermosa. No podemos vivir para siempre de las ganancias de Focea. Hay tres rutas comerciales a través del mar Negro, la más importante de las cuales empieza en Trebisonda, mi ciudad natal. Si ofrezco a los mercaderes un precio por sus artículos mejor que el de Constantinopla y un viaje más corto, vendrán hacia mí, en vez de viajar hasta tan lejos. Entonces llevaremos nosotros los artículos a Constantinopla y deberán pagar el precio que pidamos, pues no tendrán alternativa.

Adora abrió los ojos, sorprendida y admirada.

– ¿Puede hacer esto un súbdito fiel del emperador?

– Mi primera fidelidad debe ser con Mesembria, hermosa. Durante demasiado tiempo ha estado Constantinopla chupando de sus ciudades vasallas, dándoles muy poco a cambio. El joven emperador Juan ya tiene bastante trabajo con los turcos. Cuando Constantinopla se dé cuenta de lo que he hecho, será demasiado tarde para que pueda remediarlo.

– Eres despiadado, Alejandro -dijo ella y sonrió-. No me había dado cuenta.

– No me erigí en rey pirata de Focea por casualidad, hermosa. Para sobrevivir en este mundo, uno debe saber que está poblado en su mayor parte por gente despiadada. Y ha de pensar como ellos, si no quiere que se lo coman vivo. -Tocó la seda del vestido de ella y su voz se ablandó-. Pero no hablemos más de esto, Adora. Todavía estamos en plena luna de miel y el barco está en buenas manos. Divirtámonos en nuestro camarote, pues aquí sólo estamos de paso.

– Los camarotes del barco son pequeños, mi señor, y las literas no se prestan mucho a la clase de diversión que tú propones -se burló ella-. Después de todo, Alejandro, en esta ocasión no tienes el privilegio del camarote del capitán.

– No, hermosa. Pero, en cambio, ¡tengo el privilegio del camarote del príncipe!

Tiró de ella y le hizo subir varios escalones hasta la cubierta. Esta tenía solamente unos dos metros de suelo despejado, porque un camarote ocupaba todo el resto del espacio. Una pequeña puerta de doble hoja, de roble tallado y dorado, servía de entrada. El hizo girar los tiradores de oro y la introdujo en una habitación de lujo inverosímil.

La habitación estaba cubierta con una tela de seda de color aguamarina, con estrellas de oro y plata bordadas. Hacía que el techo pareciese una tienda. Las lámparas que pendían de finas cadenas de oro eran de cristal veneciano de color ámbar claro. Una ventana salediza, con rombos emplomados, también de cristal veneciano hecho a mano, adornaba la pared de enfrente de la puerta y ofrecía una visita privada del mar. En un hueco del camarote había una cama de matrimonio cubierta con una colcha azul oscuro, con escenas bordadas en oro y plata de Neptuno y toda su corte. Había ninfas montando caballitos de mar sirenas peinándose los largos cabellos mientras las observaban sus tritones amantes, delfines saltarines y peces voladores que hacían alegres cabriolas en el rico terciopelo azul. Las tablas de debajo de sus pies habían sido enteramente cubiertas con suaves vellones blancos de corderos nonatos. Adora tuvo la impresión de estar en un torbellino de espuma marina.

A los pies de la cama había dos pequeños baúles gemelos planos, forrados de cedro fragante y asegurados con tiras de latón pulido. Encima de cada uno de ellos destacaba, en pan de oro, la insignia real de la Casa de Mesembria. Debajo se leían las palabras «Alejandro, Déspota» en uno de ellos, y «Teadora, Déspota» en el otro. Junto a la pared opuesta a la cama había una larga mesa rectangular que ocupaba buena parte de la habitación. Era de ébano pulimentado y tenía muy trabajadas las patas. En el centro había un gran cuenco de plata con un dibujo en relieve de Paris, las tres diosas y la manzana de oro, lleno de grandes y redondas naranjas, gordos higos purpúreos y racimos de abultadas uvas de color verde pálido. A ambos lados de la mesa había unos sillones gemelos, con cojines de terciopelo dorado.

Era una habitación exquisita y, al examinarla Adora abrió de nuevo mucho los ojos y lanzó un grito de entusiasmo, pues, junto a la pared de la izquierda de la puerta, estaba el tocador más hermoso que jamás hubiese visto. Sujeta a la pared, había una concha de venera abierta y dorada. El espejo, engastado en la mitad superior de la concha, era de plata pulida. Su base, en la mitad inferior de la concha, tenía cuidadosamente incrustados cuadrados de nácar rosa pálido. Una media concha más pequeña, con un cojín de seda de color coral y lleno de espliego, servía de asiento.

– Procede de tu gente, hermosa. Tengo entendido que hicieron dos; uno para el barco y otro, con el espejo de cristal, para tus habitaciones de nuestro palacio. Ya te quieren, pues vas a ser la madre de su casa gobernante.

Su voz grave vibraba de pasión, y ella sintió que empezaba desfallecer con aquel anhelo que ya conocía bien.

Los ojos de aguamarina de él la tenían como hechizada y ni siquiera oyó que se cerraba la puerta de su pequeño mundo y se corría el pestillo. El alargó las manos y la atrajo dentro del círculo de sus brazos. Teadora apoyó la oscura cabeza en el hueco del hombro de su esposo, respirando despacio, pero el ritmo se aceleró cuando él empezó a desnudarla delicadamente. Desnuda al fin, Alejandro se apartó para admirarla, regocijándose con su rubor rosado. No se cruzaron palabras entre ellos. Los únicos sonidos eran los de las voces lejanas y el movimiento de los que gobernaban el barco, y el chasquido de las olas y el suave susurro de la estela detrás de ellos.

Ahora se adelantó Adora y empezó a quitarle a él la ropa. Él permaneció inmóvil, con una tierna sonrisa en los labios, alegres los ojos. Pero cuando estuvo desnudo y ella se arrodilló e inclinó para besarle los pies, con los largos cabellos arremolinándose en sus piernas, él rompió el silencio.

– ¡No, hermosa! -La puso en pie-. No eres mi esclava ni un objeto. Eres mi adorada esposa, mi reina y mi igual. Somos dos mitades de un conjunto.

– Te amo, Alejandro, ¡pero las palabras no bastan para expresar lo que siento!

– Mi tonta Adora -rió cariñosamente él-. ¿Qué te hace pensar que no sé lo que sientes? Cuando nuestros cuerpos son uno solo y te miro a los bellos ojos, veo todo el amor y oigo con mi corazón todo aquello que no puede expresarse con palabras. Sé estas cosas, porque a mí me ocurre lo mismo.

Entonces se encontraron sus bocas y se sumergieron juntos en ese mundo tumultuoso donde sólo se permite la entrada a los amantes. Con los labios todavía unidos, él la levantó y la llevó a su cama. Acunándola con un brazo, retiró la colcha con el otro y, entonces, la colocó entre las sábanas de seda de color crema.

Ella le tendió los finos brazos y Alejandro sintió que su deseo aumentaba al ver su adorable cuerpo sobre las lujosas sábanas. Sus cabellos caoba se habían extendido sobre las hinchadas almohadas como una ola sobre la playa. Entonces él se puso a horcajadas, con las largas piernas cubiertas de suave vello dorado a ambos lados de Teadora. Sus manos juguetearon con los hermosos senos, tocando solamente con la sensible punta de los dedos la piel cálida y suave que parecía vibrar debajo de él. Ella colocó las manos planas contra el pecho de su esposo, frotándolo ligeramente con pequeños movimientos circulares.

Alejandro frunció los párpados y la zahirió alegremente:

– ¡Adora! ¡Adora! ¡Eres una pequeña zorra muy impaciente! Ella se ruborizó, pero cuando trató de volver la cara, él la tomó entre sus manos. Con un solo y suave movimiento, la penetró.

– ¡Oh, Alejandro! -jadeó Adora-. Contigo soy una desvergonzada.

El rió, satisfecho.

– Cierto, hermosa, pero siempre me gusta tu picardía.

Ella cerró despacio los ojos violetas y se dejó llevar por su pasión a un mundo de sonidos hambrientos, suspiros y placeres casi insoportables en su dulzura.

En lo más hondo de su ser, tenía la espantosa sensación de que nada de aquello era real, de que era solamente un sueño fantástico del que despertaría pronto. Gritó su nombre y se aferró a él, exigiéndole una seguridad. Él se la dio.

– Hermosa, mi hermosa adorada -le murmuró al oído, y ella suspiró satisfecha.

Cuando se quedó al fin dormida, Alejandro cruzó el camarote, abrió un armario próximo a la mesa y sacó una jarra de vino tinto y una copa de plata. Sorbió reflexivamente el vino, mientras observaba el sueño de Teadora.

Su primera esposa había muerto hacía tanto tiempo que apenas la recordaba. En cualquier caso, habían sido unos amoríos infantiles.

Su harén, que había dejado muy atrás en Focea, era de otro mundo. Había casado a todas sus mujeres con sus tenientes más meritorios, antes de entregar la ciudad a sus dos hijos mayores, casi adultos. Desde la noche que sedujo a Adora, nunca había estado realmente satisfecho con las amables jóvenes de su harén. Ya entonces resolvió convertir a Adora en su esposa, y nunca le confesaría que el extraño sueño que creía haber tenido en Focea había sido real.

El viento se mantuvo fuerte y, varios días más tarde, la nave real entró en el puerto amurallado de Mesembria, para ser aclamada por la alegre multitud. La gente estaba en tierra, agitando pañuelos de seda de colores, y una pequeña flota de barcas de pesca se arracimó alrededor del gran bajel. Desde la barandilla, Adora tuvo su primera visión de la ciudad…, de su nuevo hogar.

Aunque parezca extraño, le recordó Constantinopla, si bien era más antigua. Era una ciudad amurallada, una ciudad de mármol y piedra en la que identificó varias iglesias, algunos edificios públicos con columnas y un antiguo hipódromo.

– ¡Alejandro! -exclamó Adora, señalando.

Él le sonrió y después miró en la dirección que ella le indicaba. Tragó saliva, conteniendo las lágrimas. Cuando había salido de Mesembria, lo persiguió el recuerdo de las renegridas ruinas del viejo palacio, encaramado lúgubremente en la cresta de la colina más alta de la ciudad. Ahora la colina estaba coronada por una alta y hermosa cruz de mármol, toda ella dorada. Era un brillante tributo a la memoria de la familia Heracles.

– La ciudad quiso darnos una sorpresa, mi señor -explicó el capitán del barco-. La cruz se levanta en un nuevo parque que, con vuestro permiso, será abierto al pueblo para que pueda rezar por las almas de vuestra familia.

Alejandro asintió con un gesto, emocionado. En aquel momento Adora realizó su primera acción como reina de Mesembria.

– El pueblo tendrá nuestro permiso, capitán. Le informaremos de ello y expresaremos públicamente nuestra gratitud.

El capitán hizo una reverencia. Sus temores por la ciudad y su señor se desvanecieron. Teadora era una dama amable y gentil. Gobernaría bien.

Llegó la falúa y chocó suavemente contra el barco. Alejandro se agarró a una cuerda y saltó de la cubierta a la falúa. Luego dispusieron una silla para Adora y la nueva déspota de Mesembria fue bajada delicadamente del barco a los brazos expectantes de su esposo. Aunque tenía él grave el semblante sus ojos brillaban divertidos y Adora tuvo que esforzarse para no echarse a reír. Todos los que los rodeaban estaban muy serios y se mostraban sumamente corteses.

La falúa real era elegante, pero sencilla en su diseño. Dos pequeños tronos dorados habían sido colocados debajo de un todo con rayas de azul celeste y plata. Solamente otra persona estaba a bordo de la falúa, y Alejandro lo presentó como Basilio, chambelán real de Mesembria. Basilio era un viejo cortés cuyos cabellos blancos le daban un aire patriarcal.

Los gobernantes de la ciudad tomaron asiento. Su chambelán, permaneciendo en pie, dio la orden, y la falúa se dirigió hacia la orilla.

– ¿Habrá que observar siempre tanta ceremonia? -preguntó Adora, con impaciencia.

Alejandro rió entre dientes.

– Tienes que comprender, hermosa, que recibir a la nueva reina de la ciudad, princesa de Bizancio, hija de un emperador y hermana de una emperatriz, es algo muy emocionante para nuestro pueblo. Estoy seguro de que tienen miedo de disgustarte y causarte mala impresión. ¿No es verdad, Basilio?

– Sí, Alteza. Están ansiosos de que la princesa Teadora los aprecie y de que le guste su nuevo hogar.

Se hizo de nuevo un silencio y Alejandro observó, divertido, que Adora fruncía el ceño en profunda reflexión. Se preguntó qué estaría pensando su esposa, pero antes de que pudiese preguntárselo la falúa llegó al muelle. El subió saltando la escalera y ayudó a su encantadora esposa a subir también. Le esperaba un semental blanco bellamente enjaezado, que piafaba con impaciencia, y vio que habían dispuesto un carruaje adornado con flores y cortinas de seda para Adora. Más allá del final del muelle, los esperaban los primeros y silenciosos grupos de ciudadanos.

Él se volvió para ayudarla a subir al carruaje, pero Teadora sacudió la cabeza.

– No, mi señor; caminemos entre nuestro pueblo.

La sonrisa de aprobación de Alejandro la animó.

– Eres la mujer más inteligente que jamás he conocido,

Adora. Te adueñarás inmediatamente del corazón del pueblo.

Le asió la mano y avanzaron juntos.

Un murmullo expectante empezó a surgir de las multitudes que flanqueaban la avenida principal de Mesembria, el Camino del Conquistador. Precedidos por una compañía de la guardia real, Alejandro y Teadora anduvieron a pie hacia su palacio, ante el asombrado entusiasmo de su pueblo. Una linda joven levantó un bebé rollizo y de rosadas mejillas e hizo que saludase con la manita a la pareja. Adora tomó el bebé de la sorprendida madre.

– ¿Cómo se llama? -preguntó.

– Z…Zoé, Al…Alteza.

– ¡Así se llamaba mi madre! Que tu Zoé crezca y sea tan buena y amorosa como fue mi madre. -Adora besó la cabeza suave de la criatura-. ¡Qué Dios te bendiga, pequeña Zoé!

Devolvió la niña a su pasmada madre.

El pueblo de Mesembria lanzó vítores de aprobación cuando sus gobernantes prosiguieron la marcha alrededor de la ciudad hacia su palacio de la orilla del mar. Se detuvieron muchas veces para hablar con los ciudadanos. Alejandro se sorprendió al ver que Adora hurgaba en el bolsillo de su capa y ofrecía almendras azucaradas a los niños. Había viejos desdentados que sonreían ampliamente, deseándoles larga vida y muchos hijos. Adora se ruborizó, para satisfacción de los viejos. Las manos encallecidas de los trabajadores y las manos suaves de las jóvenes matronas se alargaban para tocarla.

Al cabo de una hora, el capitán de la guardia les convenció de que subiesen al carruaje. Era casi imposible seguir avanzando. Ahora podía verlos más gente y las aclamaciones se hicieron más intensas. Formaban una magnífica pareja: Alejandro, rubio y de ojos azules, lucía los colores azul y plata de su casa, con el gran sello de zafiro de Mesembria sobre el pecho; Adora, vestida de terciopelo blanco y oro, brillantes los ojos violetas, llevaba una pequeña diadema de oro en la oscura cabeza y se había peinado sueltos los largos cabellos.

Al fin llegaron a las puertas del nuevo palacio, donde los recibieron Basilio, representantes de las familias nobles de Mesembria y oficiales de los gremios de la ciudad. La pareja real se apeó del carruaje y el chambelán les entregó gravemente las llaves de oro de la puerta.

– El Palacio del Delfín Alegre, mi señor déspota. Del pueblo fiel y amante de vuestra ciudad. Os deseamos, a vos y a nuestra señora reina, larga vida, buena salud, muchos hijos vigorosos y hermosas hijas. ¡Que los sucesores de Alejandro y Teadora nos gobiernen durante mil años! -clamó, y el pueblo lo aprobó ruidosamente.

Alejandro inclinó la cabeza ante los representantes. -Damos las gracias a todos. Comunicad a toda la ciudad que estamos muy complacidos y siempre agradeceremos la generosidad de aquellos a quienes gobernamos.

»Mostraremos nuestra gratitud devolviendo su antigua gloria a la ciudad. Ningún ciudadano de Mesembria volverá a pasar hambre o a encontrarse sin hogar. No se cobrarán impuestos durante un año. Se abrirán escuelas para todos los niños, ¡incluso para las niñas! Esta ciudad florecerá de nuevo. ¡Os doy mi palabra real!

La puerta del palacio se abrió de par en par detrás de él, y Adora dijo, con voz vibrante:

– ¡Venid! Venid y tomad una copa de vino con mi señor y conmigo. ¡Celebrad con nosotros una nueva Edad de Oro para la ciudad de Mesembria!

De nuevo sintió la aprobación de Alejandro. Asidos de la mano, precedieron a sus invitados a través del jardín del palacio y hasta la terraza. En ella habían instalado mesas y esperaban criados con comida y bebida. Durante toda la tarde se sucedieron los brindis, hasta que se marcharon al fin los últimos invitados.

Incapaces de creer que se habían quedado realmente solos. Alejandro y Teadora se miraron satisfechos.

– ¿Serás feliz aquí? -preguntó él.

– Sí -respondió ella con suavidad-. Seré feliz siempre que estemos juntos.

– Quiero hacerte el amor -anunció pausadamente él, y entonces, miró desalentado a su alrededor y se lamentó-: ¡Pero ni siquiera sé dónde está nuestro dormitorio!

Teadora empezó a reír y él la imitó, y las fuertes carcajadas de Alejandro sofocaron la risa divertida de su esposa.

– ¡Ana! -llamó Adora, jadeando-. ¡Ana! -Y cuando apareció su doncella, consiguió decir-: Nuestro dormitorio. ¿Dónde está?

Los ojos negros de la mujer brillaron con intensa y alegre comprensión.

– Venid -dijo-. Precisamente venía a buscaros. Tengo vuestro baño preparado, mi princesa, y Zenón espera para atenderos, señor.

La siguieron al interior del palacio y a lo largo de un pasillo pintado con frescos de los antiguos juegos griegos. Las vigas del techo estaban talladas y doradas, y los suelos de mármol aparecían cubiertos de gruesas alfombras azules y rojas de Persia. Al final del pasillo se abría una puerta de doble hoja, marcada con el escudo de armas de Mesembria. Un Neptuno coronado, tridente en mano, surgía de las olas con una concha al fondo. Ana no aflojó el paso, y los soldados que montaban guardia a ambos lados de la puerta la abrieron de par en par.

Ana señaló.

– Las habitaciones de mi señor están a la derecha. Supongo que querrá bañarse para quitarse de la piel la sal del viaje por mar. Las habitaciones de mi señora están aquí, y un baño perfumado la espera.

Mordiéndose el labio para no reír, Adora miró resignada a su marido. Este encogió los hombros, le asió la mano y la besó.

– Hasta luego, hermosa -murmuró.

Ella asintió con la cabeza y siguió a Ana.

Una de las habitaciones de Teadora era un soleado salón con una gran chimenea de mármol, las columnas de cuyos lados eran tallas de jóvenes diosas desnudas. Las llamas saltarinas proyectaban sombras rojas y doradas sobre las estatuas, dándoles un aspecto seductor. De las paredes pendían los más hermosos tapices de seda que jamás hubiese visto Adora. Había doce de ellos, cada uno de los cuales representaba un episodio de la vida de Venus. El suelo de mármol estaba cubierto de gruesas alfombras. Cortinas de seda pendían en las ventanas, y los muebles eran una mezcla de los estilos bizantino y oriental. El azul celeste y el dorado eran los colores dominantes.

El dormitorio de Adora estaba pintado de rosa coral y de un color crema pálido con ligerísimos toques de oro. Tal como había prometido Alejandro, allí estaba el tocador idéntico al del barco. Pero, para regocijo de ella, la cama grande tenía también la forma de una enorme concha. Los pies eran de delfines dorados que se apoyaban en las curvadas colas para sostener la concha con el hocico. La cama estaba rematada con una corona de oro y resguardada por cortinas de gasa de color rosa coral. Esta habitación de cuento de hadas tenía vistas sobre el mar. Un escalofrío le recorrió el cuello al imaginarse a Alejandro y ella misma haciendo el amor en la maravillosa cama de aquella maravillosa habitación.

– Vuestro baño está aquí, mi princesa -le sobresaltó la voz de Ana.

Entraron en un cuarto embaldosado de azul, con una bañera hundida, donde esperaban varias jóvenes doncellas. Una hora después, Teadora se había bañado y quitado la sal de la piel y los cabellos. Luego se puso un caftán holgado de seda de pálido color de albaricoque y entró de nuevo en el salón, donde encontró la mesa de la cena preparada junto a las ventanas. El cielo había empezado a oscurecerse y la luna se alzaba, reflejándose en el mar en calma.

Alejandro la estaba esperando envuelto en un caftán de seda blanca. Los servidores habían desaparecido como por arte de magia.

– ¿Te importará hacer de camarera, mi amor?

– No. Quiero estar sola contigo. Llevamos horas sin poder estar juntos y lejos de la multitud. -Le sirvió una copa de dorado vino de Chipre y, después, riendo, le llenó el plato de ostras crudas, pechuga de capón y aceitunas negras-. Nuestro cocinero no es muy sutil. ¡Incluso el postre está hecho de huevos!

Él se rió; después se puso serio y le recordó:

– Mesembria necesita un heredero, Adora. Yo soy el último de mi estirpe. No queda nadie tras de mí, nadie que pudiese gobernar si yo muriese. El fuego que mató a mis hermanos y a sus familias se llevó también a muchos de mis tíos y primos, a todos los parientes de mi padre. Estaban todos allí aquella noche, celebrando el cumpleaños de mi hermano mayor. Mientras no tengamos un hijo, soy el último de los Heracles.

En pie al lado de él, ella atrajo su cabeza sobre la blandura perfumada de sus senos.

– Tendremos un hijo, mi señor. ¡Te lo prometo!

Los ojos de aguamarina de Alejandro se fijaron en los de amatista de su esposa y vieron en éstos grandes promesas: la promesa de muchos años felices, de una familia numerosa para reemplazar a la que había perdido, de mil noches deliciosas, seguidas de diez veces mil. Él se levantó, la asió ligeramente de los hombros y la miró a la cara.

– La comida puede esperar, mi amor -murmuró Alejandro. Y tomando a su esposa en brazos, la llevó a la gran cama en forma de concha.

CAPÍTULO 15

Teadora se había prendado fácilmente de Mesembria. Pero ésta, como había dicho Alejandro, debía ser reconstruida. Tenía mil novecientos años de antigüedad. Sus gobernantes estudiaron una minuciosa maqueta a escala de la ciudad y decidieron que, antes de renovar los edificios públicos, había que mejorar las viviendas de los pobres. Había al menos tres barrios de casas de madera que estaban siempre expuestas a un incendio que, si era grave, podía causar serios daños a toda la ciudad.

Alejandro convocó a los propietarios de aquellas casas. Con Adora a su lado, explicó pausadamente lo que pretendía hacer. Los actuales edificios de madera serían derribados y, en su lugar, se levantarían otros de piedra. Los dueños podían elegir entre vender si así lo deseaban, pero fijando él el precio, o correr con la mitad del costo de los nuevos edificios. Los que no vendiesen sus casas y trabajasen con Alejandro, estarían exentos de impuestos durante cinco años.

Sólo tres viejos eligieron vender. Sus casas fueron rápidamente compradas, no por Alejandro, sino por sus compañeros. Sólo se trabajaría en un barrio cada vez, y sus residentes se alojarían en una ciudad de tiendas.

Después se reconstruirían los edificios públicos. También se arreglarían los parques.

Mientras tanto, progresarían también los planes de Alejandro para convertir Mesembria en un gran centro comercial.

Estaba ya proyectando un viaje a Trebisonda para negociar un acuerdo. Trebisonda, en un extremo de la ruta por tierra desde el Lejano Oriente, estaba magníficamente situada.

Había ya una ruta comercial establecida desde el norte: desde Escandinavia, a través del Báltico y del golfo de Finlandia, y después por tierra hasta el lago Dadoga, Novgorod y Esmolensko, donde se encontraba con otra ruta que cruzaba el Báltico hasta el golfo de Riga y seguía por tierra. Teniendo buen cuidado de no apartarse de la costa, las flotas de los mercaderes se detenían en Tyras y Mesembria para tomar agua, antes de seguir hasta Constantinopla.

Este año, cuando las flotas comerciales atracaron en Mesembria, sus dueños fueron invitados a comer con el nuevo gobernante. Como Alejandro no era un cortesano bizantino aficionado a los juegos de palabras, siempre iba directamente al grano.

– Decidme -preguntó tranquilamente-, ¿qué os pagarán en Constantinopla por vuestras mercancías?

Un mercader, más astuto que los demás, dijo una cifra que, según comprendió el príncipe, doblaba la auténtica. Alejandro se echó a reír.

– La mitad de vuestro precio, mi codicioso amigo, y añadidle el veinticinco por ciento. Ésta es la oferta que os hago. Podéis tomarlo en oro, en mercancías o en ambas cosas. Puedo ofreceros mercancías de calidad tan alta como las de Constantinopla, y más baratas.

Los mercaderes guardaron silencio unos momentos. Entonces, uno de ellos preguntó:

– ¿Por qué ofrecéis comprar nuestra carga a un precio que sabéis que sería una tontería rechazar? No solamente podemos volver a casa con buenas mercancías para vender, sino que, por primera vez en muchos años, tendremos también oro en los bolsillos.

– Deseo reconstruir mi ciudad, amigos -respondió Alejandro-. Durante demasiado tiempo Constantinopla ha estado tomando de nosotros sin darnos nada a cambio. Con vuestra colaboración convertiré Mesembria en un gran centro comercial. Pronto iré a Trebisonda, el estado del que vino mi madre. Hablaré con mi tío, el emperador. Sus emisarios me han comunicado ya que está interesado en mi plan. Cuando volváis el año próximo, las riquezas del Lejano Oriente las sedas, las joyas, las especias, estarán aquí para vosotros, pues Trebisonda hará primero negocios conmigo. La familia Commeno no aprecia mucho a la familia Paleólogo.

– Dejadnos ver la calidad de vuestros artículos, mi señor -pidió el portavoz de los mercaderes, y Alejandro comprendió que había ganado el primer asalto.

Batió palmas y envió a un criado en busca de Basilio.

– Mi chambelán os acompañará -dijo-. Comprendo que mi presencia podría intimidaros. Hablad con toda libertad entre vosotros. Cuando hayáis visto mis artículos, hablaremos de nuevo.

Los mercaderes salieron y Alejandro se retrepó en su sillón, sorbiendo reflexivamente vino de una copa de cristal veneciano con incrustaciones de plata y turquesas. Los mercaderes serían tontos si rehusasen la oferta de Alejandro. Y cuando viesen sus mercancías estarían más que deseosos de acudir a Mesembria en vez de ir a Constantinopla. Mesembria representaba un viaje más corto, pero lo que significaba un mayor ahorro de tiempo era el hecho de que Alejandro compraría todo su cargamento. No habría más regateos con los mercaderes de Constantinopla por fracciones de la carga. Ya no más impuestos de puerto, tasas de desembarco ni permisos de comercio. Tampoco habría oficiales que buscasen propinas. Por otra parte, Mesembria ofrecía a los marineros diversiones tan variadas como las de Constantinopla.

Cuando volvieron los mercaderes, no pudieron disimular su entusiasmo. El trato se cerró rápidamente. El príncipe inspeccionaría personalmente los cargamentos y pagaría al contado. Alejandro estaba radiante. Sus sueños empezaban a hacerse realidad.

Adora había estado trabajando de firme para realizar el suyo de dar educación a toda la juventud de la ciudad. Se inauguraron escuelas que ofrecían instrucción tanto clásica como práctica. La nueva reina decretó que todos los niños de la ciudad debían aprender a leer y escribir. Desde los seis a los doce años, se esperaba que asistiesen a la escuela seis meses al año. Pero los de mayor edad que lo deseasen serían igualmente bien recibidos.

Incluso se esperaba que las niñas pequeñas fuesen a la escuela. Cuando se rumoreó, al principio, que educar a las mujeres era una tontería, Adora recordó a los padres de Mesembria su orgullosa herencia griega. Las doncellas de la antigua Grecia habían recibido instrucción junto con sus hermanos. Después ofreció dotar a las diez mejores estudiantes hembras cada año, resaltando así el valor de una esposa educada.

Los días se deslizaban rápidamente en un torbellino de afanoso trabajo, pues ni Alejandro ni Teadora eran gobernantes ociosos. Las noches se convirtieron en lentos intervalos de delicias sensuales. Los amantes se esforzaban por fundar una nueva dinastía para Mesembria, pero Adora no concebía.

Dos días antes de su partida hacia Trebisonda, Alejandro sorprendió a su esposa designándola como regente en su ausencia. Adora se enfureció.

– Pero yo quiero ir contigo -protestó-. ¡No quiero estar separada de ti! ¡Y no lo estaré!

El se echó a reír, se la sentó sobre las rodillas y le besó la irritada boca.

– Tampoco quiero yo estar separado de ti, hermosa. Pero tengo que marcharme y no podemos estar los dos fuera de nuestra ciudad al mismo tiempo.

Los ojos violetas se rebelaron.

– ¿Por qué?

– ¿Y si estuvieses embarazada? ¿Y si vinieses conmigo y se hundiese el barco? Mesembria se quedaría sin un Heracles por primera vez en cinco siglos.

– Mesembria sería más pobre sin la familia Heracles -respondió lógicamente ella-. Lo admito. Pero sobreviviría. Además, acabo de tener la regla y, por consiguiente, no estoy embarazada y tú lo sabes muy bien.

– Ay, hermosa, tenemos esta noche y el día de mañana ante nosotros. -Sus manos empezaron a moverse, provocativas.

– ¡No! -Ella se levantó de un salto-. ¡No soy una yegua! El sitio de la esposa es junto a su marido. Quiero ir contigo,^ ¡e iré! El suspiró.

– Te estás comportando como una chiquilla, Adora.

– Y tú, mi señor marido, con toda tu cháchara acerca de las dinastías, pareces un asno cada vez más engreído. No estoy embarazada, y la probabilidad de que conciba en los siguientes dos días es nula. En cambio, si dejas que vaya contigo, tal vez volveremos de Trebisonda, no sólo con un acuerdo comercial, sino también con la esperanza de un heredero. ¿O acaso tienes alguna agradable criatura que espera ansiosamente tu llegada en Trebisonda?

– ¡Teadora!

– ¡Alejandro!

La indignación y la resolución aumentaban su belleza, y a punto estuvo él de sucumbir. Pero un hombre tiene que ser dueño de su propia casa. Con una rapidez que la sorprendió completamente, la agarró, la puso sobre sus rodillas y, después de subirle la túnica, le azotó el trasero. Ella chilló, más de cólera que de dolor.

– Si te comportas como una chiquilla, debes ser tratada como tal -dijo severamente él, propinándole una última palmada.

Y la levantó de nuevo.

– Nunca te lo perdonaré -gimió ella.

– Sí que me lo perdonarás -respondió él, con tranquilidad irritante, y torció la boca en una sonrisa maliciosa al inclinarse para besarla.

Ella apretó fuertemente los labios. Alejandro insistió, riendo, mordisqueándole la boca, mientras los ojos de Adora echaban chispas. Después él se detuvo y dijo a media voz:

– Teadora, ¡mi dulce Adora! ¡Te amo!

– ¡Maldito seas, Alejandro! -replicó ella, con voz ronca, y le enlazó el cuello con los brazos-. Primero me pegas y después quieres hacerme el amor. Había oído hablar de hombres como tú, ¡y no sé si los apruebo!

El empezó a reír.

– ¿Dónde diablos has aprendido estas cosas, Adora?

– Las mujeres del harén de Orján podían estar encerradas, pero sabían mucho y tenían poco que hacer, salvo hablar.

– Es deber del marido corregir y castigar a su esposa -la pinchó él.

– No si después quiere hacer el amor con ella -lo zahirió

Adora a su vez.

Aquella noche, Alejandro le hizo el amor lentamente y con una pasión tan controlada que ella le gritó varias veces que acabase de una vez. Nunca lo había visto tan pausado. Empleaba su cuerpo como un instrumento de precisión, con gran delicadeza y con una habilidad que la dejaba sin resuello y pidiendo más.

Él movió lentamente la cabeza sobre su cuerpo, besándola suavemente, hasta llegar al lugar secreto. Adora gimió y sacudió violentamente la cabeza. El levantó la suya, de cabellos de oro.

– ¿Te acuerdas de la primera vez, hermosa? ¿De la primera vez que te amé de esta manera?

– Sí… ¡Sí!

Él le sonrió cariñosamente.

– Has aprendido un poco, ¿no?

– ¡Sí!

– Eres como un suave vino dulce -dijo Alejandro, y saltó encima de ella.

Adora se retorció debajo de él, suplicantes los ojos amatista, y él la penetró suavemente.

– ¡Oh, Alejandro! -jadeó ella, recibiéndole de buen grado.

Y por primera vez empleó un antiguo arte sexual que le habían enseñado en el harén de su primer marido. Contrajo los músculos vaginales, suavemente al principio y aumentando después la presión al acelerarse el ritmo. El gimió, agradablemente sorprendido, y le murmuró al oído:

– ¡Dios mío! ¡Eres una bruja! Detente… ¡o no tendrás tiempo de alcanzar la cima de tu propia montaña!

Ahora dominaba ella, y este sentimiento de poder le resultaba delicioso.

– ¿Me amarás sólo una vez esta noche, mi señor? -Y lo estrechó con fuerza, casi dolorosamente. Él gritó y, sollozando de alivio, expulsó la torturada simiente-. ¡Amado mío! -murmuró Adora, acunándole cariñosamente la cabeza sobre los senos.

Yacieron inmóviles durante un rato y, entonces, ella sintió que Alejandro se excitaba de nuevo.

– Vamos, hermosa -dijo Alejandro, con voz de nuevo firme-. Tengo que gozar de mi dulce venganza.

Y se movió tan rápidamente que ella no pudo sujetarlo y sintió, una tras otra, oleadas de placer. Entonces empezó a subir con él a la cima de aquella montaña que los dos conocían tan bien. Nada importaba, salvo la dulce y ardiente intensidad entre ellos. Adora no podía más, pero él la obligó a seguir hasta que, de pronto, se sintió caer en una vorágine dorada hasta una suave paz perfecta.

Cuando al fin recobró el sentido, se encontró en el cálido y seguro círculo de los brazos de su marido. Levantó la cabeza y miró los bellos ojos de aguamarinas. Él sonrió.

– Nos hemos amado bien, hermosa, ¿no es verdad?

– Sí -respondió ella-. Siempre es bueno entre nosotros.

– Tal como te prometí -la pinchó él.

– Vanidoso -contraatacó débilmente ella. Y después, en un tono más serio, dijo simplemente-: Nunca había sido tan feliz, Alejandro. ¡Te amo tanto!

– ¡Y yo a ti, hermosa! Sin ti, no habría un lugar para mí en el mundo. Eres mi corazón, el aire que respiro.

Suspirando satisfecha, Adora apoyó la cabeza en la curva del brazo de él y se quedó dormida.

Alejandro sonrió, mirándola. Era tan adorable que su corazón se contrajo dolorosamente con el conocimiento de lo que tenía que hacer. Poco a poco, cerró los ojos y se durmió.

Cuando Adora se despertó, varias horas más tarde, la luz del amanecer inundaba su dormitorio. Alejandro se había ido. Pero muchas veces se levantaba antes que ella. Llamó a Ana, le ordenó que preparase el baño y pasó una hora de ocio bañándose. Después, mientras Ana le ayudaba a ponerse la túnica, preguntó:

– Ana, ¿desayunará conmigo mi señor?

– No, mi señora -y la sirviente se volvió rápidamente.

– ¡Ana! ¿Qué sucede?

– ¿Sobre qué, mi señora?

La mujer se mostraba deliberadamente evasiva.

– ¿Dónde está mi señor Alejandro? -preguntó llanamente Adora.

Ana suspiró. Tomando a su señora de la mano, la condujo a la terraza y señaló hacia el mar.

– Aquel punto de allá a lo lejos, mi princesa, es el barco del señor Alejandro. Zarpó antes del amanecer.

– ¡Jesús! -exclamó furiosa Adora-. ¿Cómo ha podido? ¡Prometió que yo podría ir también!

– ¿Lo prometió?

Ana estaba perpleja.

– Bueno -dijo evasivamente Adora-, creí que lo daba por hecho.

– Dejó esto para vos, mi princesa.

Adora cogió el pergamino enrollado. Rompió el sello y leyó «Perdóname, hermosa, pero una noche más como la última y no habría podido dejarte. ¿Y qué habría sido entonces de nuestra bella ciudad? Volveré dentro de dos meses. Cada minuto lejos de ti será como un día entero, y cada día, como una eternidad. Es para mí un castigo mucho peor que el que tú podrías imponerme por este engaño. Gobierna bien durante mi ausencia. Y no olvides nunca, mi Adora, que te amo. Alejandro.»

El pergamino quedó colgando de su mano. De pronto, Adora se echó a reír. Después, con la misma rapidez, lloró y maldijo a Alejandro. Viendo la mirada de espanto de Ana, le explicó:

– No temas por mi cordura, mi buena Ana. Estoy bien. Sencillamente, mi señor me ha superado en la partida de ajedrez que estamos jugando continuamente. Debo aceptarlo de buen grado, aunque preferiría tomar un barco e ir tras él.

Pasó un mes, pasaron dos, y Alejandro tenía que volver. Entonces, una tarde, llegó la noticia de que habían avistado la galera del príncipe a pocas millas de la costa. Adora ordeno que preparasen su falúa. Vestida de seda de un pálido azul y con los oscuros cabellos trenzados y sujetos con cintas de oro sobre las orejas, se hizo a la mar para recibir a su esposo.

Viendo que la pequeña falúa se acercaba a ellos sobre las olas azules, los hombres de Alejandro aclamaron a su reina. Cuando las dos embarcaciones se encontraron, el señor de Mesembria saltó desde su embarcación a la pulida de la pequeña falúa. En un ágil movimiento, tomó en brazos a su esposa. Sus bocas se encontraron con ardor. Adora se sintió desfallecer de dicha. Por fin, él la soltó.

– No fueron los minutos, sino los segundos de estar lejos de ti que me parecieron días. Los minutos eran como meses.

– También para mí -respondió suavemente ella-. Pero tú tenías razón.

– ¿Razón? ¿Sobre qué?

– Sobre la posibilidad de que concibiese un hijo.

El abrió mucho los ojos y ella se echó a reír al ver su expresión de entusiasmo.

– Si se te hubiese llevado una furiosa tormenta, mi señor Alejandro, Mesembria habría tenido aún un Heracles para reinar en ella.

– ¿Estás embarazada?

– ¡Sí!

La falúa cabeceó sobre las colas y Alejandro se apresuró a reclinar a Adora sobre los cojines.

– ¡Siéntate, hermosa! No quiero que os ocurra ningún mal a ti o a nuestro hijo.

– ¿Estás seguro de que será un varón?

– No tengo ninguna hija -dijo reflexivamente él-, pero, aunque fuese una niña, podría amarla igual. -La rodeó con su brazo-. Una hija con tus ojos violetas, hermosa.

– Y tus cabellos de oro -añadió ella.

– Será como una antigua ninfa de los mares -continuó él-y la llamaremos Ariadna.

– O la llamaremos Alejandro -replicó Adora.

Rieron satisfechos. De pronto ella exclamó:

– He estado tan absorta en mis propias novedades que no te he preguntado por las tuyas. ¿Ha sido fructífero tu viaje a Trebisonda? ¿Enviarán los Comneno sus naves comerciales en nuestra dirección?

– Sí, hermosa, lo harán. Mi tío Xenos se alegra de tener la oportunidad de trabajar con Mesembria. Como recordarás, tiene todas las concesiones comerciales de Trebisonda. Su hermano, el emperador, acepta su palabra para todo. He traído conmigo un convenio firmado entre Trebisonda y Mesembria que garantizará nuestra superioridad sobre Constantinopla durante los dos próximos años. Nuestra ciudad será pronto una potencia con la que habrá que contar, hermosa. Nuestros hijos no heredarán una cascara de huevo vacía.

– ¿Nuestros hijos? -lo zahirió ella-. ¿Tengo que entender que no te basta con un hijo, oh gran y codicioso déspota de Mesembria?

El rió entre dientes.

– Los hijos parecen ser un resultado natural del amor, hermosa mía. Y como yo siempre querré amarte, presumo que nuestra familia será numerosa.

Adora suspiró. Era completamente feliz. ¡Increíblemente feliz! Amaba y era a su vez amada. Y ahora iba a tener otro hijo. Había vacilado, pero ahora que esta nueva vida anidaba en su interior, se daba cuenta de lo mucho que la deseaba. Sonriendo para sí, se preguntó por qué la prueba tangible del amor, un hijo, era tan importante para una mujer.

Llegó el otoño. Y al tiempo que maduraban los frutos en los huertos, así maduró el hijo en el seno de la reina de Mesembria. Los vecinos de la pequeña ciudad-estado estaban locos de alegría.

En cambio, en Constantinopla, la emperatriz estaba frenética. ¿Por qué Zenón, aquel estúpido cobarde, no había destruido a Alejandro? Ahora Tea estaba embarazada y, si Murat olvidaba su pasión por ella, la venganza de Elena habría fracasado. Envió un espía para investigar y aterrorizar más al servidor del príncipe. El espía le informó de que Zenón consideraba que no era el momento adecuado. Había que dejar que el príncipe y la princesa se sintiesen completamente seguros, para que no se descubriese el complot y apareciese el nombre de Elena. La emperatriz se vio obligada a esperar. Envió un mensaje secreto a Alí Yahya, prometiendo que su hermana sería entregada pronto al sultán.

Alí Yahya recibió el mensaje en Bursa con gran escepticismo. Sus propios espías le habían dicho que Teadora era feliz y que pronto daría un hijo a su marido. Sin embargo, esperó que regresase a Bursa, pues Murat la deseaba desesperadamente, tan desesperadamente que no quería tomar otra mujer. Esto dejaba al Imperio otomano sin herederos hasta que el príncipe Halil y su esposa fuesen mayores y hubiesen consumado su matrimonio.

En enero del nuevo año, con dos meses de adelanto, Teadora dio a luz rápidamente a dos gemelos, un varón y una hembra. El niño, Alejandro Constantino, murió al cabo de una semana.

La niña sobrevivió. Ambos habían sido la viva imagen de su padre, pero al crecer la pequeña Ariadna sus ojos adquirieron el maravilloso color amatista de los de su madre. Adorada por sus progenitores, fue criada solamente por su celosa madre, que no podía soportar que la pusiesen fuera del alcance de su vista. Sin embargo, al transcurrir los meses y prosperar Ariadna, Teadora dejó de mostrarse tan intensamente protectora.

Una tarde de principios de otoño, cuando la princesita tenía ocho meses, la pareja se sentó sobre el suave y verde césped de los jardines del palacio y observó cómo se arrastraba su hija sobre la hierba. Entonces la niña se sentó sobre un pañuelo de seda de color de rosa, batiendo palmas y gorjeando con entusiasmo al ver el vuelo de las mariposas. Por fin se quedó dormida, con el pulgar en la boca y otro dedo doblado sobre la naricita, y con las pestañas de oro oscuro proyectando sombras sobre las sonrosadas mejillas.

– Si el niño hubiese vivido también… -comentó tristemente Adora, que siempre le llamaba el «niño», incapaz de pensar en él como Alejandro.

– Fue la voluntad de Dios, hermosa. Yo no lo comprendo, pero debo aceptarlo.

¿Por qué?, quiso gritarle ella. Pero solamente dijo:

– Tu fe es más grande que la mía.

– ¿Todavía lloras por él, hermosa?

– Lloro por lo que hubiese podido ser. Pero nunca lo conocí. Tal vez es ésta la razón de mi tristeza. Ariadna es ya una persona cabal, pero nuestro pobre hijito permanecerá siempre en mi memoria como una criatura que apenas tenía fuerzas para llorar.

– Tendremos otros hijos varones, hermosa.

Ella le asió la mano y se la llevó al corazón.

– Soy egoísta, querido, pues él era también hijo tuyo. ¡Sí! ¡Tendremos otros hijos! ¡Hijos vigorosos! Y es una bendición que tengamos una hijita tan escandalosamente bella.

– Si vamos a tener hijos -dijo seriamente él-, debes dejar de criar a la pequeña.

Adora pareció triste.

– Es demasiado pequeña para ser destetada, Alejandro.

– Entonces dale una nodriza. Si buscas con cuidado, podrás encontrar una joven sana y de leche fresca y saludable. Mimas demasiado a Ariadna. Además -añadió en tono quejumbroso-, a mí me gustaría que me mimases también.

Adora se rió. Pero al darse cuenta de su sinceridad le prometió:

– Cuando regreses de Trebisonda, Ariadna tendrá una nodriza, mi señor, y tú volverás a tener a tu esposa. -Entonces preguntó-: ¿Por qué tienes que irte de nuevo, Alejandro?

– Porque -explicó pacientemente él-en su último mensaje mi tío dice que han llegado las últimas caravanas de Oriente, y que las mercancías están siendo trasladadas a los barcos que esperan. Debo ir a Trebisonda por cortesía y para escoltar personalmente aquellos barcos hasta Mesembria. ¡Piénsalo bien, Adora! Aquellas ricas mercancías son nuestras. ¡Sedas! ¡Especias! ¡Joyas! ¡Esclavos! ¡Animales raros y exóticos! Constantinopla pagará bien estas cosas. Pero esta vez tengo que ir, o los mercaderes podrían pensar que los menosprecio.

– Entonces, ve -suspiró ella, resignada-. Pero vuelve pronto.

– No estaré tanto tiempo como la última vez, hermosa. Sólo el suficiente para ir a Trebisonda, festejar a los mercaderes y volver a Mesembria. Un mes como máximo, si los vientos son favorables.

– Llévate a Zenón, Alejandro. Desde que encontraron a aquella pobrecita sirvienta en la puerta trasera de palacio, cruelmente asesinada, ha estado muy nervioso. Tal vez el viaje por mar lo tranquilice.

Alejandro asintió con la cabeza.

– No puedo comprender por qué hizo alguien una cosa tan horrible a una persona tan poco importante. El asesinato es una cosa, pero la terrible manera en que fue mutilada y cegada la muchacha… Fue algo repugnante. Creo que lo que asustó tanto a Zenón fue el hecho de que la muchacha se llamase Ana, como su mujer. Sí. Me lo llevaré conmigo. Tal vez cuando volvamos se habrán calmado sus nervios.

Aquella noche hicieron el amor con ternura y lentamente. Cuando llegó la mañana, Adora fue con su marido al cuarto de su hija y observó cómo Alejandro se despedía de la pequeña. El padre mordisqueó los dedos de los pies de la criatura, provocando una risa de regocijo. Después la levantó y preguntó:

– ¿Y qué le va a traer el poderoso déspota de Mesembria a la más linda de las niñas, su princesa Ariadna? ¿Tal vez un cuenco de porcelana de Catay, lleno de raros tulipanes persas del color de tus ojos? ¿O una copa de oro, tallada, rebosante de perlas indias del tono de tu piel?

– ¡Da! -rió encantada la pequeña.

Después susurró suavemente a su padre. A Adora se le contrajo el corazón al ver las dos cabezas, igualmente doradas, apretadas juntas. Lo único que Ariadna tenía de ella era el color de los ojitos. Todo lo demás, incluida la expresión de aquellos ojos, era de Alejandro.

Este besó cariñosamente a su hija y la devolvió a su niñera. Marido y mujer salieron y se dirigieron al lugar donde esperaba la falúa.

– Despidámonos aquí, hermosa. Si vinieses al barco conmigo, tal vez no te dejaría marchar.

– ¡Deja que vaya esta vez! -suplicó impulsivamente ella-. Si no volviésemos, Mesembria tiene ya una Heracles para gobernar.

– Pero es una heredera, hermosa, no un heredero. Tienes que quedarte para proteger a nuestra hija. Si yo no volviese, ¿confiarías su destino a personas extrañas?

– No -respondió ella con tristeza-, pero prométeme que, después de este viaje, no volverás nunca a dejarme sola.

– Te lo prometo, hermosa -respondió él. Se inclinó y buscó sus labios. Ella le rodeó el cuello con los brazos y pegó el cuerpo al de su marido. Mientras se besaban, ella sintió que unas lágrimas humedecían y le escocían los ojos cerrados. El se dio cuenta y la besó en los párpados-. No, hermosa, no llores. Estaré en casa antes de que te des cuenta de mi ausencia.

Entonces se desprendió de los brazos de Adora y saltó a la falúa. Ésta se apartó del muelle del palacio, en dirección a la galera que esperaba en el puerto.

Aquella tarde, Ariadna estuvo febril e inquieta. Adora, Ana y la niñera se turnaron junto a la cuna de la pequeña toda la noche. A la mañana siguiente, la cara y el cuerpo de la princesita estaban cubiertos de manchas rojas, y la niña gemía lastimeramente. Se tapaba los ojos con los pequeños puños para resguardarlos de la luz del sol. Acudieron los médicos, con sus largas túnicas negras, para reconocer a la niña y examinar su orín.

– ¿Viruela? -murmuró Adora, temerosa.

– No, señora. Podéis estar segura de que no es viruela, sino simplemente una dolencia infantil de la que seguramente se recuperará Ariadna.

– ¿Seguramente? ¿No tenéis la certeza?

– En ocasiones, Alteza, los niños fallecen de esta clase de fiebres, pero son los hijos de los pobres, no criaturas bien cuidadas como ésta. Es muy raro que un niño de la clase privilegiada muera de esta enfermedad. Mantened la habitación a oscuras, pues la luz daña los ojos en esta dolencia. Cuidad de que la princesa tome mucho líquido. Dentro de pocos días, se habrá recuperado.

Pero no fue así, Ariadna no parecía responder al tratamiento prescrito. Se debilitó demasiado para poder mamar, y Adora tuvo que extraer la leche de sus pechos e introducirla a cucharadas en la boca de su hija. Ariadna engullía parte de la leche, pero gran cantidad de ella se le escurría por la comisura de los labios. Adora no se apartaba un momento del lado de la pequeña.

Entonces Ariadna al fin mostró alguna mejoría y Ana pudo convencer a Adora de que fuese a descansar. Ésta, agotada, durmió veinticuatro horas seguidas.

Entonces empezó a trabajar frenéticamente. Pero, a pesar del arduo programa que se había fijado, todavía le costaba dormir por la noche. Se sentía sola en aquella cama tan grande sin Alejandro.

Transcurrió una semana. Y entonces, ocho días después de la partida de Alejandro hacia Trebisonda, el alba reveló el barco real que volvía a entrar en el puerto del palacio.

Ana sacudió a su dueña para despertarla.

– ¡Mi princesa! ¡Mi princesa! ¡El barco del príncipe ha regresado!

Adora se despertó al instante y saltó de la cama, esperando a duras penas la bata de seda verde que Ana le ayudó a ponerse. Descalza, con los largos cabellos oscuros ondeando detrás de ella, cruzó corriendo el jardín y bajó a la playa, en el momento en que llegaba el pequeño bote del barco. Iban tres personas en él: un marinero que remaba, el capitán del barco y Zenón. El bote varó en la playa.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Adora-. ¿Dónde está mi señor Alejandro? ¿Por qué habéis regresado?

El capitán y Zenón saltaron del bote. Zenón estaba pálido y andaba encorvado. Parecía muy enfermo. El capitán tenía un aspecto sombrío.

Adora empezó a asustarse.

– ¿Dónde está mi señor Alejandro? -repitió.

Zenón empezó a llorar y cayó de rodillas a sus pies. Adora sintió vértigo. Miró al capitán. Éste tenía los ojos llenos de lágrimas.

– ¿Mi señor Alejandro…? -murmuró ella.

– Muerto. -La palabra brotó fría y dura-. ¡Ay, Dios mío, mi princesa! ¡Antes quisiera haber muerto yo que tener que daros esta noticia!

Teadora lo miró fijamente y, poco a poco, la terrible comprensión se reflejó en sus ojos. Zenón gemía a sus pies.

– ¿Muerto? -barbotó ella. Se volvió despacio y se derrumbó en la playa-. ¡No! ¡Muerto no! ¡Muerto no!

Sintiéndose mucho más viejo de lo que correspondía a su edad, el capitán levantó a la mujer. Adora estaba ahora inconsciente. La llevó al interior del palacio, confiándola a sus frenéticos servidores, y entonces dio la trágica noticia al chambelán.

Basilio convocó inmediatamente una reunión del consejo real. Los atónitos consejeros decidieron preguntar a su reina, cuando se recobrase, si quería seguir siendo su gobernante. Teadora Cantacuceno había demostrado a los mesembrianos que era realmente una de ellos, y ellos preferían, con mucho, un gobernante conocido, aunque fuese mujer, a un príncipe extranjero y desconocido.

La reina de Mesembria yacía inconsciente en la gran cama, atendida por sus mujeres. Convencida de que Adora no despertaría aún, Ana salió a hurtadillas de la habitación para enfrentarse a su marido. Allí pasaba algo más que lo que estaba a la vista. Conocía bien a Zenón. Su dolor era más que simple aflicción. Estaba tumbado en la cama de su habitación, mirando al techo con ojos ciegos. Ella cerró la puerta, se sentó junto a él y habló.

– ¿Qué has hecho, esposo mío? -preguntó en voz baja.

– ¡Tuve que hacerlo, Ana! Ella lo sabía todo sobre nuestra María. Me dijo que ordenaría tu ejecución, ¡y me describió cómo sería! Yo no podía dejar que aquello ocurriese. ¡Tenía que matarlo para ella!

– ¿Por quién, esposo mío? ¿Por quién hiciste una cosa tan horrible?

– Por la emperatriz Elena.

– Cuéntamelo todo, Zenón, mi amor. Cuéntamelo ahora.

Escuchó el relato de su marido. Cuando éste hubo terminado, sacudió tristemente la cabeza.

– Oh, Zenón, nosotros somos gente humilde. No somos nada a los ojos de Dios y de los hombres. El príncipe Alejandro era un gran hombre. Era mejor que muriésemos nosotros y no el príncipe. Y todo por culpa de la envidia de una mujer malvada. Que Dios te perdone, Zenón, pues yo no te perdonaré nunca.

– ¡Lo hice para salvarte, Ana!

– ¿Salvarme? ¿De qué? ¿De la muerte? Todos debemos morir un día, Zenón. No temo a la muerte. Temo mucho más tener que vivir al lado de la princesa sabiendo lo que sé. ¡Oh, esposo mío! ¡Si al menos hubieses tenido la prudencia de contárselo al príncipe cuando se dirigió a ti aquella malvada criatura! El nos habría protegido y habría estado en guardia contra ella. Ahora él está muerto, ¿y quién te protegerá de los asesinos de la emperatriz? Ella tiene que eliminarte, pues solamente tú puedes relacionarla con este terrible suceso. -Ana se levantó-. Debo volver junto a mi princesa. Está todavía inconsciente.

Y sin mirar a su marido, salió de la habitación.

Varias horas más tarde, encontraron al ayuda de cámara del príncipe, Zenón, colgado de un árbol en el jardín.

– Quería muchísimo a su señor -declaró la viuda-. Ha preferido seguirle en la muerte a vivir sin él. Yo haría lo mismo por la princesa.

Durante dos días Teadora yació inconsciente en su cama, mientras el consejo real preparaba el solemne entierro. Temían que tuviesen que enterrar a Alejandro sin que ella estuviese presente; pero, por la tarde del segundo día, se despertó, miró a la agotada Ana y murmuró:

– ¿Es verdad?

– Sí, mi princesa.

– ¿Cuánto tiempo he estado así?

– Dos días.

– ¿Qué se ha hecho durante mi dolencia?

– El consejo ha preparado un entierro solemne. Se celebrará mañana. También os han nombrado su gobernante. -Ana hizo una pausa. No había una manera suave de decir a su ama el hecho terrible que aún no sabía, y por esto miró simplemente a los ojos de la princesa y dijo-: Quisiera poder contaros cualquier otra cosa que no fuese ésta, mi princesa. Cualquier cosa menos ésta.

– ¿Ariadna? -murmuró Adora, que empezaba a sentirse extrañamente insensible.

Ana asintió con la cabeza.

– Ocurrió de repente, en el momento en que se avistó el barco en el horizonte.

Ahora fue Adora quien asintió con la cabeza, sin sentir absolutamente nada.

– Ya veo. Gracias, Ana. -Un momento más tarde, preguntó-: ¿Dónde está mi señor?

– Su féretro está en la sala de audiencias del palacio. Desde ayer está desfilando gente por allí.

– Que despejen la sala. Quiero estar unos minutos a solas con mi marido.

Ana asintió y salió en silencio. Estaba preocupada por la extraña calma de Teadora. La princesa todavía no había vertido una lágrima. Esto no era natural.

Encontró rápidamente a Basilio.

– La princesa ha despertado de su desmayo, señor. Desea que se despeje la sala de audiencias para poder estar a solas con el príncipe.

– Se hará inmediatamente -dijo el chambelán.

Poco después, Teadora se dirigió sola al salón donde reposaba el féretro de su marido. No vio a nadie. Por respeto a sus sentimientos, incluso los guardias se habían retirado. Abrió la puerta y entró en la sala. El féretro de Alejandro había sido colocado en el centro. Había muchos altos cirios que parpadeaban de una manera extrañamente alegre. Hacía frío.

Adora se acercó despacio al ataúd y miró el cadáver. Lo habían vestido con una túnica de terciopelo azul celeste, con el escudo de Mesembria bordado en oro sobre el pecho. Los puños, el dobladillo y el cuello de la túnica estaba ribeteados con armiño. Sobre los cabellos rubios y delicadamente rizados habían colocado la corona de déspota de Mesembria. Sobre el pecho había una cadena de oro y el sello en zafiros de la ciudad. Llevaba el anillo de boda en el dedo. Lo habían calzado con botas de cuero suave.

Adora miró el cadáver desde todos los ángulos, caminando despacio alrededor del féretro. Lo que vio la convenció firmemente de la existencia del alma: pues, aunque el cuerpo era el suyo, no era realmente Alejandro. Sin su chispa, no era más que una concha vacía, un capullo sin su mariposa.

Se arrodilló en el reclinatorio colocado delante del ataúd, pero no rezó. Habló en silencio con él.

– Quiero estar contigo. Estar sola es una carga demasiado grande. Ni siquiera tengo el consuelo de nuestra hija.

No ha de ser así, hermosa, fue la respuesta. Tu destino es seguir un camino diferente. Ahora lo sé.

– ¡No! -gritó ella-. ¡No aceptaré este destino!

Ay, hermosa, la reprendió él, ¿por qué luchas siempre tan duramente contra tu destino? Lo que tiene que ser, será. La lógica de nuestros antepasados griegos te lo enseñó.

De pronto, se echó ella a llorar.

– ¡No me dejes, Alejandro! Por favor, ¡no me dejes!

Ay, hermosa, ¿quieres tenerme prisionero entre los dos mundos? Yo no puedo irme, a menos que tú me dejes. Suéltame de esta tierra, de la que ya no formo parte.

– ¡No! ¡No!

Te amo, hermosa, y si tú me amas, debes dejarme marchar. Nunca nos podrán quitar lo que ha habido entre nosotros. Nuestra historia está firmemente grabada en las páginas de la historia del mundo. Siempre tendrás tus recuerdos.

– ¡Alejandro!

Fue un grito de angustia. ¡Adora, por favor!

Ella comprendió la súplica. Las lágrimas rodaron por sus mejillas, pero no las sentía. El corazón le dolía tanto que pensó que iba a estallar. La voz se atascó en su garganta, pero consiguió decir:

– Adiós, Alejandro. ¡Adiós, mi amado esposo!

¡Adiós, hermosa!

¡Ella oyó su voz!

– ¡Alejandro! -chilló entonces, pero la sala estaba en silencio.

«¡Alejandro!», repitió el eco frenético y burlón. Y ella se levantó despacio.

Al día siguiente encomendarían a Dios el alma del último Heracles que había reinado en Mesembria, y entonces ella encontraría una nueva dinastía cuyo primogénito, juró, se llamaría Alejandro.

La mañana despertó con una intensa lluvia; sin embargo, las calles de Mesembria se llenaron de dolientes ciudadanos. Tomaban fuerza de su reina. Ella estaba sentada, muy tiesa, en el blanco palafrén conducido por Basilio. Llevaba una túnica de terciopelo negro, sencilla, de mangas largas y sin ningún adorno. Sus únicas joyas eran el brazalete de casada y, sobre los sueltos y oscuros cabellos, la pequeña corona de oro de reina consorte. El patriarca de Mesembria ofició la misa de réquiem en la catedral de San Juan Bautista, que los antepasados de Alejandro habían construido unos cuatrocientos años antes.

Después, los asistentes al entierro se dirigieron al cementerio de encima de la ciudad, donde yacía la familia de Alejandro. Allí fue depositado todo su ataúd en una tumba de mármol de cara al mar. El pequeño féretro de Ariadna fue colocado al lado del de su padre.

Adora realizó sus deberes de viuda en frío silencio. En palacio, contestó bruscamente cuando Ana la interpeló:

– Lamenta a tu manera lo de tu marido, vieja, que yo lamentaré a la mía lo del mío. Y también lo de mi hija, si me place. Alejandro me dejó una gran misión, y lo defraudaría si perdiese el tiempo llorando. ¡Jamás lo defraudaré!

Pero en las calladas horas frías que precedieron al amanecer lloró en secreto. Su dolor era algo privado, que no podía compartir con nadie. Desde aquel momento, se negó a desahogar sus sentimientos por Alejandro o Ariadna. Lo que sentía por la pérdida de los dos seres más próximos a su corazón era una cuestión que no compartiría con nadie en absoluto, desde entonces hasta el día de su muerte.

A diario presidía su consejo, siguiendo los progresos que se hacían en la restauración de la ciudad, impartiendo justicia y trabajando con los mercaderes de la urbe. Entonces, un día, llegó una delegación de Constantinopla, presidida por un noble, Tito Timónides. Adora sabía que era un amante ocasional de Elena. Traía dos mensajes. El primero, de Elena a su hermana, estaba lleno de una falsa simpatía que Adora reconoció inmediatamente. Arrojó a un lado el ofensivo pergamino y abrió el segundo mensaje. Era un edicto imperial, firmado por la emperatriz, donde designaba al señor Timónides gobernador de Mesembria. Adora, sin decir palabra, lo tendió a Basilio. Éste lo leyó y, después, dijo al consejo reunido:

– La emperatriz quiere designar a ese hombre como nuestro gobernador.

– ¡No! -fue la indignada respuesta unánime del consejo. Basilio se volvió a Timónides.

– Ya lo veis, mi señor. Ellos no os quieren. Pero lo más importante es que la emperatriz no tiene derecho a hacer este nombramiento. Nuestro fuero, que es tan antiguo como esta ciudad y más que la propia Constantinopla, nos da derecho a elegir nuestros gobernantes. Y hemos elegido a la princesa Teadora para que nos gobierne.

– Pero es una mujer -fue la condescendiente réplica.

– Sí, mi señor -respondió el viejo-. Sois muy inteligente por haberos dado cuenta. ¡Es una mujer! ¡Una hermosa mujer! Y en todo caso, una dirigente muy capacitada. Mesembria la ha elegido. Vuestra emperatriz no está facultada para nombrar la persona que debe gobernarnos.

– Pero la emperatriz quiere que su hermana vuelva a casa. En un dolor tan grande, seguramente necesita el consuelo de su familia.

Adora enrojeció de cólera.

– Elena siempre me ha sido hostil, Tito Timónides. Vos lo sabéis. Mi amado Alejandro me confió esta ciudad y esos hombres buenos de mi consejo real han confirmado su confianza. No he vivido en Constantinopla desde que era pequeña. Desaparecidos mis padres, la ciudad no tiene el menor aliciente para mí. Mesembria es mi verdadero hogar y aquí me quedaré. Volved junto a mi hermana y decídselo. Y decidle también que, si vuelve a intentar entrometerse en nuestro gobierno, tomaremos las medidas adecuadas.

– Os arrepentiréis de esto, princesa -gruñó Timónides.

– ¿Os atrevéis a amenazar a la reina de Mesembria? -gritó Basilio.

Timónides vio que algunos miembros del consejo habían llevado la mano a la empuñadura de la espada. Sus hoscos semblantes dejaban bien claro que había ido demasiado lejos. Aquellos hombres no vacilarían en matarlo.

– Volved a vuestra dueña, bizantino, y transmitidle nuestro mensaje: ¡Mesembria no tolerará intromisiones!

Tito Timónides no vaciló. Después de reunir a su grupo de ociosos cortesanos y parásitos, regresó a su barco. Volvieron a Constantinopla, donde pidió audiencia inmediata a la emperatriz.

Elena lo recibió en su dormitorio. Estaba particularmente deslumbrante con su salto de cama de seda negra, con un dibujo pintado en oro. Los largos cabellos rubios pendían sueltos sobre sus hombros. Reclinada de costado sobre un codo, dejaba que se destacase el perfil seductor de la cadera, el muslo, la pierna y el pecho. Timónides experimentó una sensación de lujuria frustrada, pues reclinado junto a Elena estaba el sonriente capitán actual de su guardia. Mientras Timónides daba cuenta de su informe, el apuesto y joven soldado, desnudo salvo por un taparrabo, acariciaba los rollizos senos de la emperatriz. Hubo un momento en que introdujo una mano entre los suaves muslos de Elena.

– ¿Por qué estáis aquí y no en Mesembria? ¿Y dónde está mi hermana? -preguntó Elena.

– Su fuero les autoriza elegir su propio gobernante. Han elegido a vuestra hermana. Esperan que vuelva a casarse y funde una nueva dinastía.

– Dicho en otras palabras, Tito, os han largado con viento fresco. Una lástima, Tito. Ya sabéis lo mucho que me disgustan los fracasos. Pablo, esto es demasiado delicioso. -Elena dio una palmada en la mejilla del soldado-. Sin embargo, Tito, os daré la oportunidad de redimiros -prosiguió-. Llevaréis un mensaje al general búlgaro Simeón Asen. Él se encargará de este enojoso asunto y mi hermana volverá a Constantinopla. Ahora id y descansad. Debéis emprender solo este nuevo viaje.

Tito Timónides hizo una reverencia y salió, alegrándose de seguir con vida. En efecto, a Elena le disgustaban los fracasos. Era tranquilizador saber que la muy zorra sentía todavía algo por él.

En el dormitorio real, Pablo se dispuso a montar a su dueña, pero ésta lo empujó a un lado. Se levantó de la cama y empezó a pasear arriba y abajo.

– Tendrás que ir a Mesembria por mar y rescatar a Teadora.

– ¿Rescatarla? Pareció perplejo.

– Sí, rescatarla. El mensaje que llevará Tito ofrece a nuestro aliado, el general Asen, la ciudad de Mesembria, si quiere tomarla. Los búlgaros capturaron Mesembria hace más de quinientos años, pero sólo la retuvieron durante un breve periodo. Siempre la han codiciado. Mi nota explicará al general que puede apoderarse de la ciudad y de su gente. Sólo quiero que mi hermana vuelva sana y salva junto a mí. Desde luego, si quisiera divertirse un poco con ella antes de que regrese yo no podría impedirlo. Tu tarea, mi valiente Pablo, será llevar tu barco a la dársena imperial y arrancar a Tea de las fauces del peligro. ¡No me falles, Pablo!

– Se hará como mandáis, mi emperatriz. -El atractivo soldado sonrió, atrajo de nuevo a Elena a la cama, y le abrió sus vestiduras y frotó la cara contra sus pechos-. ¿Y Timónides? No es tonto y establecerá rápidamente la relación entre su mensaje y la caída de Mesembria.

Los pezones rojos de la emperatriz se endurecieron.

– El pobre Tito no volverá a nosotros. Mi mensaje pedirá también que el mensajero sea ejecutado. No debe existir ninguna relación entre el general Asen y yo. ¡Pablo, querido! ¡Oh, sí!

La emperatriz yacía ahora sobre la espalda, murmurando satisfecha mientras su amante deslizaba los labios sobre su cuerpo.

– ¡Qué inteligente sois, mi hermosa Elena! -murmuró Pablo, y ambos se sumergieron en los placeres carnales.

Adora, su consejo y los albañiles trabajaban de firme. Pasaron rápidamente las semanas y los planes de Alejandro para la ciudad empezaron a tomar forma. Tres barrios que habían contenido casas de madera estaban completamente reconstruidos. Los edificios públicos se estaban renovando y el antiguo hipódromo sería el primero en quedar terminado. Se proyectaba celebrar la reconstrucción con una serie de juegos, como los que se habían celebrado en tiempos pasados.

Pero, de pronto, una noche, el campo alrededor de Mesembria estalló en llamas. Desde las murallas de la ciudad se veían los pueblos y los campos ardiendo en muchos kilómetros a la redonda. Al día siguiente, las puertas de Mesembria permanecieron cerradas y Adora se plantó con sus soldados en las murallas, contemplando la tierra silenciosa. Nada se movía; no se veía un hombre ni un animal. Incluso los pájaros habían dejado de cantar. Dentro de la ciudad, la gente se movía sin ruido, nerviosamente, yendo a sus quehaceres. Su reina no quería abandonar la muralla, sino que permanecía vigilante. Entonces el viento trajo el espantoso redoble de los tambores de guerra, el rumor continuo de la marcha. Y los tambores resonaron en toda la ciudad.

– ¡Los búlgaros! ¡Por Dios! ¡Los búlgaros! -juró Basilio.

– ¿Es la guerra? -preguntó Adora.

– No lo sé, Alteza, pero no temáis. No han tomado la ciudad desde el año ochocientos doce, y entonces no estaba tan fortificada como ahora. Y tenemos el mar. Los búlgaros no son marineros.

– ¿Qué hemos de hacer, Basilio?

– Esperar. Esperaremos a ver qué pretenden. Sin embargo, creo que estaríais más segura en vuestro palacio. Ahora no discutáis con este viejo, Alteza. Sois la esperanza de Mesembria y debéis ser protegida a toda costa.

Teadora dio una palmada en la mejilla del viejo.

– Basilio, si fueseis lo bastante joven para darme hijos, os nombraría mi consorte.

El rió entre dientes.

– No, Alteza, yo sería un pobre consorte. Necesitáis una mano vigorosa, y yo no la tengo en lo concerniente a vos.

Ella se echó a reír. Le lanzó un beso con la punta de los dedos, subió a su litera y volvió al palacio. Varias horas más tarde, una explosión sacudió la ciudad. Casi en el mismo instante, Basilio llegó, muy pálido, a las habitaciones privadas de Teadora.

– ¿Qué ha sucedido?

– No me lo explico, Alteza. Los búlgaros llegaron a nuestra puerta exterior. No enviaron heraldos con mensajes; ni siquiera dispararon sus armas contra nosotros. Desde luego, nuestros arqueros se lo impedían.

»Entonces, un hombrecillo de extraño aspecto, de piel amarilla, fue escoltado hasta nuestra puerta. No vimos lo que estaba haciendo, pero volvió atrás, tirando de lo que parecía una cuerda blanda. Aplicaron una antorcha a la cuerda y se produjo aquella terrible explosión. Cuando se despejó el humo, nuestra gran puerta de bronce estaba abierta. Afortunadamente, yo estaba en las murallas superiores y salté sobre mi caballo para venir aquí a toda prisa. El tiempo apremia. Sea cual fuere la magia que han empleado para abrir la puerta exterior, volverán a emplearla para pasar por el interior. ¡Debéis huir en seguida, mi princesa! ¡El mar es la mejor ruta para escapar!

En aquel momento, otra explosión sacudió la ciudad y oyeron los gritos de triunfo del ejército invasor y los chillidos y alaridos de los aterrorizados moradores. Empezaron a estallar incendios, con las llamas apuntando hacia el palacio.

Adora sacudió la cabeza.

– No abandonaré a mi pueblo, Basilio. Los búlgaros no me atacarán. Soy la gobernadora de esta ciudad y hermana del emperador. Sólo buscan el pillaje y el botín. Les pagaremos el rescate que pidan, y se irán.

– No, mi princesa. Quieren la ciudad y, sin Alejandro, creen que vos sois presa fácil. No sé por qué arte de magia pudieron abrir la puerta de bronce, pero es una magia más poderosa que la que poseemos nosotros. ¡Tenéis que huir!

Discutieron, sin oír siquiera a los búlgaros que se acercaban, hasta que les pusieron sobre aviso los gritos de las mujeres en la cámara exterior. Ana entró corriendo y cubrió a Teadora con su corpulento cuerpo. Entre éste y el de Basilio, Adora no podía ver nada, pero sí oír los gritos y gemidos de sus mujeres atropelladas y las carcajadas crueles de los búlgaros que las atacaban. Entonces, como si hubiesen sido fulminados por la mano del propio Dios, tanto Ana como Basilio se derrumbaron en el suelo, descubriendo a Adora.

Esta miró, horrorizada, a sus dos amigos. Sus asesinos estaban enjugando tranquilamente la sangre de sus espadas en la falda de Ana. Adora recobró el sentido al ver aparecer a un hombretón como un oso. Medía más de dos metros de estatura y tenía los brazos y las piernas gruesos como troncos de árbol. Su cabeza era enorme, de cabellos rojos oscuros barba hirsuta y también roja.

– ¿Princesa Teadora? -dijo, con voz ronca-. Soy el general Simeón Asen.

Ella no supo de dónde sacó su propia voz.

– ¿Por qué habéis atacado mi ciudad?

– ¿Vuestra ciudad? No, princesa, ¡mi ciudad! En todo caso supongo que será mucho más fácil someter al pueblo si v estáis de mi parte; por consiguiente, digamos que he venido a cortejaros.

Hizo una seña casi imperceptible a sus dos hombres. Antes de que ella se diese cuenta de lo que estaban haciendo le habían arrancado el vestido. Quedó desnuda en pocos segundos y, cuando trató de cubrirse, le sujetaron brutalmente los brazos detrás de la espalda. La mirada del general Ase la aterrorizó y tuvo que hacer un esfuerzo para no desmayarse.

– ¡Por Dios! -juró el búlgaro-. Incluso desnuda se ve que es una princesa. ¡Qué piel! -Alargó una mano y le estrujó un pecho. Ella se debatió y esto pareció divertir a los hombres. Asen se relamió-. Ved si podéis encontrar un cura que viva en la ciudad. Nos casará por la mañana. Y sacad esos cuerpos de aquí. Molestan a mi futura esposa.

Los dos hombres le soltaron los brazos y sacaron a rastra a Ana y a Basilio de la habitación. Adora se quedó a solas con su captor.

Ella retrocedió y él se echó a reír.

– No hay ningún sitio al que podáis huir, Teadora; pero hacéis bien en temerme. No soy fácil de complacer. Sin embargo -y su voz se suavizó-, creo que me gustaréis. Venid y dadme un beso ahora. Tengo que ver a mis hombres antes de que nosotros podamos divertirnos. ¿Quién puede criticarnos si celebramos la boda la noche antes de casarnos? A fin cuentas, los que mandan son quienes imponen las modas.

Ella sacudió la cabeza, sin pronunciar palabra, pero el general simplemente se rió.

– ¿Una viuda tímida? Esto habla en favor de vuestra virtud, Teadora, y también me gusta.

Alargó un brazo y atrajo hacia sí aquel cuerpo que se debatía. La cota de malla le arañó los pechos, y Adora gritó. Sin la menor contemplación, él apretó la boca abierta sobre los labios de Teadora y le introdujo la lengua en la boca. Ella sufrió una arcada al percibir el sabor de vino agrio y ajo. Simeón tenía la boca mojada y pegajosa, y los labios se movieron rápidamente para reseguir los encogidos pechos. Rodeándole la cintura, con un brazo hizo que el cuerpo de ella se doblase como mejor la acomodaba, mientras la otra manaza le agarraba una nalga y la apretaba frenéticamente al aumentar su excitación. Adora luchó con más fuerza y, para su horror, sintió el hinchado miembro del hombre contra un muslo. Simeón rió roncamente.

– Me gustaría introduciros mi lanza gigantesca ahora mismo, Teadora. Pero, ¡ay!, el deber es lo primero. Por esto soy un buen general. -La soltó tan de repente que ella cayó sobre la alfombra-. Sí -murmuró-, éste es el lugar que corresponde a una mujer, a los pies de un hombre. Volveré dentro de poco, mi querida novia. No os impacientéis demasiado. -Rió estruendosamente mientras salía de la habitación.

Ella no supo el tiempo que yació allí, pero, de pronto, sintió que algo la tocaba suavemente en el hombro. Levantó la cabeza y vio los ojos azules de un capitán bizantino de la Guardia Imperial. Este se llevó un dedo a los labios, indicando silencio, y la ayudó a levantarse. La envolvió rápidamente en una capa oscura y la condujo a través de la puerta de la terraza. Cruzaron corriendo el jardín, bajaron por la escalera de la terraza hasta la playa, donde el silencioso capitán la levantó y depositó en una barca que esperaba.

El remó sin pronunciar palabra en la oscuridad de la dársena imperial. Teadora distinguió la silueta de un barco en la sombra. No llevaba luces. El pequeño bote chocó suavemente con el costado del barco y el capitán retiró los remos sin hacer ruido. Señaló una escala de cuerda que pendía del barco. Teadora subió en silencio por ella y se vio izada por encima de la borda. Su salvador subió detrás de ella. Tomándola de la mano, la condujo a un camarote espacioso. Ya dentro de él, comprobó que la portilla estuviese bien cubierta y encendió una pequeña lámpara.

– Bienvenida a bordo, princesa Teadora. Soy el capitán Pablo Simónides, de la Guardia Imperial, a vuestro servicio.

El aire frío de la noche había aclarado la cabeza de Adora y ésta había perdido el miedo.

– ¿Cómo habéis venido aquí, capitán, a tiempo para rescatarme? No puedo creer en esta clase de destino.

El capitán rió. ¡Señor, qué hermosa era! Incluso más que Elena. Y también inteligente.

– La emperatriz fue informada, por un viejo amigo de la Sección de los Bárbaros, del inminente ataque del general Asen contra vuestra ciudad. También supo que el búlgaro tenía consigo a un gran mago de Catay, capaz de abrir grandes puerta de bronce, como las de vuestra ciudad. Me envió en seguid para ayudaros, en caso de que lo necesitaseis. Lamento no haber llegado antes, Alteza. Cuando llegué, el general estaba y en vuestra habitación y tuve que esperar a estar seguro de que se había marchado.

Teadora asintió con un gesto.

– No tengo ropa; ni siquiera zapatos.

– Lo encontraréis en el baúl, Alteza. La emperatriz ha pensado en todo.

– Elena siempre piensa en todo, capitán -replicó secamente Teadora.

El capitán hizo una reverencia.

– Con vuestro permiso, Alteza -dijo mientras retrocedía hacia la puerta del camarote.

Una vez fuera, rió entre dientes. La princesa tenía tanto ingenio como inteligencia y belleza. Tal vez lograría convertirse en su amante. Si era tan apasionada, desenfadada y caprichosa como Elena, Dios había creado realmente a la mujer perfecta.

Mesembria estaba en llamas. Observándola desde la borda, Pablo se maravilló. El odio de la emperatriz contra una mujer había destruido toda una ciudad, y la princesa no se había dado cuenta de ello. Se preguntó qué destino tenía reservado Elena a su hermana, pero se encogió de hombros. Esto no era asunto suyo. Había hecho su trabajo y la emperatriz estaría satisfecha. Sobre todo cuando le hablase de la intención del general de casarse con la princesa. La había rescatado a tiempo.

Cuando la nave atracó en la dársena del palacio de Bucoleón varios días más tarde, Elena estaba esperando ansiosamente. Los mirones poco enterados atribuyeron su excitación al alivio y la alegría por la afortunada huida de su hermana de la ciudad caída. La verdad era muy diferente. Pronto… pronto…, pensó entusiasmada Elena, ¡me veré libre de ella para siempre!

– ¡Gracias a Dios y a la bendita Virgen, estás a salvo! -dijo la emperatriz estrechando a Teadora sobre su robusto pecho.

Teadora se desprendió de su hermana. Arqueó una ceja perfecta y dijo tranquilamente:

– Vamos, Elena, creo que temo tu interés más que tu verdadera cólera.

Elena se echó a reír a su pesar. A veces la viva lengua de Tea resultaba divertida.

– Es posible que no siempre simpaticemos, Tea -replicó-, pero eres mi hermana.

– Y ahora que me tienes a salvo, Elena, ¿qué debo esperar?

– Esto depende de ti, hermana. Parece que todos tus maridos viven poco. Tal vez sería mejor que descansases una temporada antes de elegir otro compañero.

– Nunca volveré a casarme, Elena.

– Entonces tendrás amantes.

– No, hermana, no tendré amantes. Ningún hombre volverá a poseerme jamás. Cuando haya descansado, consideraré si debo ingresar en el convento de Santa Bárbara. Para mí no hay vida sin Alejandro.

A Elena le costó disimular su alegría. Sería mejor de lo que había esperado. En el harén de Murat, Teadora sufriría las torturas del infierno. Era, sencillamente, demasiado delicioso. Elena asintió gravemente con la cabeza.

– Pensé que todavía estarías afligida, Tea, y por esto he dispuesto que te alojes aquí, en el palacio de Bucoleón, en vez de venir conmigo a Blanquerna, a nuestra ruidosa corte. ¿Te parece bien o prefieres el Blanquerna?

A Adora le sorprendió el tacto de Elena.

– No, me satisface quedarme aquí, Elena. No es simplemente la muerte de Alejandro lo que me atormenta, sino también la captura de Mesembria por los búlgaros. ¡Fue tan rápido! ¡Tan devastador! En pocas horas destruyeron todo lo que habíamos hecho para restaurar la ciudad. ¡Un trabajo de meses!

– No quiero aumentar tu dolor…, pero ¿cómo murió exactamente Alejandro? Vuestro consejo se limitó a informarme de su muerte.

Ni siquiera ahora se atrevió Adora a contar a Elena el viaje de Alejandro a Trebisonda.

– Los médicos -respondió con absoluta sinceridad-creyeron que había sufrido un ataque al corazón. Su ayuda cámara fue a despertarlo y lo encontró muerto. ¡Pobre Zeó Estaba tan afligido que se ahorcó.

¡Bien!, pensó Elena.

– ¿No estaba su esposa a tu servicio?

– ¿Ana? Sí. Los búlgaros la mataron.

¡Excelente!, pensó la emperatriz. No quedaba ningún cabo suelto.

– Ay, hermana, seguramente has visto tragedias bastante para no olvidarlas en toda tu vida. Descansa aquí. Vendré dentro de unos días para ver cómo estás.

Una vez más se abrazaron las dos hermanas en público después, se separaron. Elena subió a su falúa, para navegar a fuerza de remos por el Cuerno de Oro hasta su palacio, Teadora fue acompañada a sus habitaciones.

Durante varios días, Adora se abandonó a un descanso t tal. Dormía, se bañaba. Comía. Sólo veía a la servidumbre No hablaba con nadie, salvo cuando tenía que pedir algo. Po a poco, su mente empezó a aclararse.

Unos meses antes, Teadora había sido una esposa extasiada, reina de una bella y antigua ciudad. Había vuelto a ser madre después de todos aquellos años. Entonces, de pronto había perdido a su hija y a su marido. Pero al menos creía que le esperaba un futuro como gobernante de Mesembria.

De repente, se encontró con que lo había perdido todo en la vida. Todo.

La emperatriz concedió a su hermana menor una semana de descanso. En dos ocasiones envió pequeños regalos a Adora: una fuente de plata con jugosos dátiles e higos, y después, un frasquito de cristal con perfume. Adora lo olió y lo tiró, riendo.

Como una araña, Elena tejió una red maligna alrededor de su desprevenida hermana. Envió a buscar en secreto a Alí Yahya y convinieron el día del secuestro.

– ¿No estará embarazada? -preguntó el eunuco-. Si aquel príncipe era un semental como decís, podría estarlo.

– No, gracias a Dios. De haberlo estado, habría tenido que hacerla abortar. No, eunuco; podéis estar tranquilo. Acaba de tener la regla -respondió la emperatriz.

Dos horas después del mediodía del día señalado, Elena, Alí Yahya y otros dos eunucos entraron en el dormitorio real del palacio de Bucoleón. Encontraron a Teadora durmiendo tranquilamente en la cama. Con sumo cuidado le ataron los tobillos y las muñecas con cordones de seda y la amordazaron con un suave pañuelo de gasa. Después la envolvieron en una enorme capa oscura con capucha.

La emperatriz abrió la puerta del pasillo secreto. Precedido por un eunuco y seguido por el otro, Alí Yahya levantó a Teadora y la transportó a lo largo del pasadizo. Salieron a pocos pasos de su galera. Subieron rápidamente a la embarcación, el jefe de los remeros empezó a marcar el ritmo y pronto salieron del pequeño puerto amurallado al mar de Mármara. Una fuerte brisa hinchó las velas y pronto se hallaron a salvo al otro lado, en territorio turco.

Entonces colocaron cuidadosamente a la todavía inconsciente princesa en un carro entoldado, para emprender el viaje hacia Bursa. Aún quedaba un poco de luz diurna para viajar, y Alí Yahya no se sorprendió mucho cuando vio llegar un grupo de jenízaros imperiales para escoltarlos. Su capitán lo buscó y le dijo:

– El sultán está acampado a poca distancia de aquí, señor. Tenemos que conduciros allí.

El jefe de los eunucos blancos estaba muy disgustado. ¡Maldita lascivia, la de Murat! Con su afán por la princesa, lo estropearía todo. Alí Yahya no se había enterado de que el sultán había cruzado el mar de Mármara desde el pequeño sitio de Constantinopla. Había esperado llevar sin tropiezos a Teadora a Bursa, donde habría podido mitigar sus temores, aplacar su cólera y razonar con ella. Con tiempo, habría podido convencerla de las grandes oportunidades que se le ofrecían. Bueno, si daba un hijo a Murat, el muchacho podría ser el próximo sultán.

Pero la doliente princesa se despertaría para encontrarse en presencia del hombre del que había huido. ¡Por Alá! Había veces en que Alí Yahya bendecía al destino que lo había inmunizado contra la pasión del hombre. Sabía que no lograría mantener mucho tiempo a Murat lejos de la princesa. Pero si podía referir al sultán, aunque fuese sucintamente, las desgraciadas experiencias sexuales de la princesa con Orján, tal vez Murat se mostraría compasivo y aliviaría los temores de Teadora. Alí Yahya no había sido capaz de explicar debidamente las cosas a Murat después de la fuga de la princesa.

Demasiado pronto entraron en el campamento del sultán y Alí Yahya miró a su impotente cautiva. Aunque ésta dormía aún, ya no era un sueño profundo. Despertaría pronto. El tiempo apremiaba. El carro se detuvo y, antes de que él pudiese moverse, fueron descorridas las cortinas con impaciencia y el sultán subió al carruaje.

– ¿Se encuentra bien? ¿Por qué está tan quieta? ¿Comprende su posición?

– Por favor, mi señor, vayamos a vuestra tienda. La princesa está bien, pero todavía bajo la influencia de la droga que le administró la emperatriz. No quisiera que se despertase prematuramente. No sabe nada de lo ocurrido. Sufrirá una terrible impresión cuando se entere, sobre todo al saber que su hermana la ha vendido como esclava. -Se volvió a los dos eunucos que lo habían acompañado-. Llevad a la princesa Teadora a su tienda -les ordenó-. Haced que alguien la vigile y enviadme a buscar cuando parezca que va a despertarse.

El sultán saltó del carro y ayudó a Alí Yahya a bajar. Juntos entraron en su grande y lujosa tienda y se sentaron delante del hornillo del café. El jefe eunuco metió la mano debajo de su voluminosa túnica y sacó un pergamino enrollado que entregó al sultán.

Después de romper el sello rojo de cera, el sultán lo desenrolló y leyó. Una lenta sonrisa iluminó su semblante.

– ¡Ahora es mía! -exultó-. ¡Sólo me pertenece a mí! ¡Ningún hombre, salvo yo, volverá a tenerla!

Alí Yahya pareció desconcertado y los ojos oscuros del sultán se fijaron en los de su servidor.

– Te preguntas si estoy loco, ¿verdad, guardador de secretos imperiales? Bueno, te confesaré otro secreto para que lo guardes. Un día, hace muchos años, cuando pasaba por delante del convento de Santa Catalina, oí un grito. Miré hacia arriba y vi a una muchacha que se caía del muro. Era la princesa, que había estado en el huerto hurtando melocotones. La sujeté y volví a dejarle a salvo sobre la tapia.

»En aquel entonces estaba sola, no tenía amigos. Nos hicimos amigos y, que Alá nos ampare, nos enamoramos. Esperábamos que mi padre, con su repleto harén, se olvidaría de ella y moriría dejando una viuda virgen. Entonces intenté hacerla mía. Pero Orján no la había olvidado y ella se doblegó a sus deseos y le dio un hijo. Cuando murió mi padre, yo le dije que tenía un mes para llevar luto por él y que, después, ingresaría en mi harén. Pero, en vez de esto, se fugó y se casó precipitadamente con un noble griego. ¿Cómo puedo perdonarla, aunque todavía la amo y la deseo? ¡No puedo! ¡Pero la tendré, Alí Yahya! Me pertenece, me gusta y, por Alá, que me dará hijos. Es mía y siempre lo será.

Por primera vez en sus cuarenta años, Alí Yahya se sorprendió de veras. Este nuevo conocimiento aclaraba muchas cosas que anteriormente le habían desconcertado. Ahora podía contar al sultán la noche de bodas de la princesa con Orján, para que Murat no forzase a la joven, llevado de su furiosa pasión. Murat tenía que comprender cómo había sido tratada la inocente muchacha por su hastiado marido. Lo que había sucedido no había sido por su culpa. No se le podía censurar que odiase a los otomanos y huyese de ellos. Evidentemente, Teadora había sido demasiado orgullosa para contarle a Murat la verdad sobre su boda con Orján. Incluso la mujer más inteligente mostraba en ocasiones una vena de estupidez.

– Mi padishah -empezó a decir-. Hay algo que deberíais saber…

Pero fue interrumpido por uno de los eunucos que llegó para anunciar que la princesa se estaba despertando.

El sultán Murat se levantó de un salto y Alí Yahya, olvidando su dignidad y el protocolo de la corte, gritó:

– ¡Señor! Dejad que vaya yo primero, ¡os lo suplico! La impresión será terrible para ella. Perdonadme por decirlo, pero si os ve primero a vos…

No terminó la frase. Murat se detuvo.

– ¿Cuánto tiempo? -preguntó.

– Sólo un poco, mi señor -prometió Alí Yahya, y salió rápidamente de la tienda del sultán para ir a la de Teadora.

Ésta yacía tendida en un ancho diván, dentro de la lujosa tienda. Ahora se agitaba inquieta. Alí Yahya acercó una silla y se sentó junto a la princesa. Poco a poco se abrieron los ojos violetas. Con los párpados hinchados, ella miró alrededor. Era obvio que, de momento, se sentía confusa; pero de pronto se empezó a pintar el miedo en su semblante.

– ¿Alí Yahya?

– Sí, Alteza. Soy yo.

– Y… ¿dónde estoy, Alí Yahya? Lo último que recuerdo es que visité a mi hermana Elena. Me entró sueño.

– Esto fue hace varias horas, Alteza. Ahora estamos acampados en la carretera de Bursa. El sultán está aquí y desea veros.

– ¡No!

– No podéis negaros, Alteza.

– ¡Sí que puedo! ¡No quiero volver a verlo! -Se levanto del diván y empezó a pasear arriba y abajo-. ¡Oh, Alí Yahya! ¿Por qué me habéis traído aquí! ¡Yo quería quedarme en Constantinopla! ¿Qué me espera aquí?

– El sultán os ama, Alteza.

– El sultán solamente me desea -gimió desesperadamente ella-. ¿Por qué no puede dejar que otra mujer satisfaga su lascivia?

– El sultán os ama, mi princesa, os ha amado desde el principio.

Ella lo miró vivamente, preguntándose cómo sabía esto. Él prosiguió:

– Os ama tanto que ha amenazado a Constantinopla para conseguir vuestro regreso.

– Si no hubiese muerto mi amado Alejandro, estaría a salvo en Mesembria. -Suspiró y, entonces, sus ojos brillaron de un modo extraño-. Exactamente, ¿cómo consiguió Murat mi regreso, Alí Yahya? No fue mi querido cuñado Juan quien me traicionó, ¿verdad?

– No, señora.

– Fue mi cariñosa hermana Elena -prosiguió Teadora a media voz, y el eunuco asintió con la cabeza-. ¿Y qué concesión obtuvo del sultán? ¿Qué era tan importante para ella hasta el punto de que me traicionase de esta manera? ¿Le convenció de levantar el sitio? ¿O de que le devolviese a su hija? ¿Qué fue, Alí Yahya? ¿Qué ha ganado mi hermana con esto?

Era el momento que él había temido, el momento en que debía revelarle la verdad. No había manera de suavizar el golpe que debía infligir a su orgulloso espíritu.

– Alteza -empezó diciendo-, ¿reconocéis que vuestra hermana es cabeza de la familia Cantacuceno, ahora que vuestro padre y vuestro hermano han abandonado la vida pública? -Ella asintió, intrigada-. Entonces, debo deciros… -y vaciló un momento, respirando hondo-, debo deciros que, en su calidad de cabeza de familia, la emperatriz os ha vendido por diez mil ducados venecianos de oro y cien perlas indias perfectamente iguales. Ahora sois, legalmente, esclava del sultán Murat -terminó diciendo.

Ella se quedó boquiabierta. Temiendo por su cordura, él alargó una mano y la tocó amablemente. Teadora se sacudió y después volvió los bellos ojos hacia él.

– ¿Me ha vendido mi hermana como esclava?

– Sí, Alteza. Todo es… perfectamente legal.

– Nunca me había dado cuenta de que me odiase tanto. Pensaba… que es mi hermana, carne de mi carne, que somos hijas de los mismos padres. ¡Venderme como esclava…! -La sacudió un violento espasmo y volvió la cara aterrorizada hacia el eunuco-. ¡Dame una daga, viejo amigo! ¡Una buena cantidad de adormidera! -suplicó, desesperada-. No permitas que viva en la vergüenza. Yo amaba a mi señor Alejandro. Nunca podré amar así al sultán Murat. El me odia, me odia por algo que no pude evitar. ¡Ayúdame, Alí Yahya! ¡Por favor!

Pero él se mantuvo firme. Teadora estaba trastornada. Cuando recobrase el aplomo aceptaría la situación y aprovecharía la oportunidad que se le ofrecía. Podía haber amado al noble griego con quien se había casado, pero él sabía que, a pesar de sus negativas, estaba enamorada del joven sultán. Si Murat la tranquilizaba, y Alí Yahya trataría de que así fuese, todo marcharía bien entre los dos.

– No es ninguna vergüenza ser la favorita del sultán.

– ¿Estás loco? -Ella empezó a sollozar-. He sido esposa de un sultán. He sido esposa del déspota de Mesembria. ¡No seré la ramera del sultán Murat!

– Serás lo que yo quiera y ordene -atronó la voz de Murat desde la entrada-. ¡Déjanos solos, Alí Yahya!

Dio un paso adelante.

– ¡No!

El lanzó una risa cruel.

– Puedes haber nacido princesa, Adora, pero ahora eres mi esclava. Es hora de que empieces a comportarte como tal. Será para mí un gran placer enseñarte como es debido. Ninguno de tus maridos lo hizo. Te consintieron, pero yo no lo haré.

Se volvió de nuevo al eunuco. Alí Yahya hizo una reverencia y salió.

Por un momento, se observaron los dos. A ella le palpitaba furiosamente el corazón. Miró de mal talante a Murat, tratando desesperadamente de encontrar alguna señal del joven cariñoso que la había amado antaño. Era más apuesto que nunca. Los años que había pasado como soldado habían endurecido su cuerpo. Los cabellos oscuros no tenían ni una hebra gris.

Sus ojos de azabache la aterrorizaban. No había calor en ellos. La observaban fríamente, como a cualquier objeto de su propiedad. Y de pronto se dio cuenta de que era exactamente esto: de su propiedad. Se estremeció.

Él se echó a reír. Fue una risa carente de alegría. -Vendré a verte esta noche -dijo pausadamente. -No -consiguió balbucir a duras penas ella, en un murmullo.

– Ven aquí -ordenó fríamente él.

– ¡No! -le desafió ella.

De pronto, él se echó a reír amablemente.

– Al final tendrás que obedecerme, paloma -dijo con tranquilidad-. Sabes que puedo obligarte.

Los ojos violetas de ella se habían oscurecido con el miedo; sin embargo, luchaba sin palabras con Murat. Esto gustó y divirtió al sultán. Pasara lo que pasase entre ellos, no quería quebrantar su ánimo. Pero ella lo obedecería. Su resistencia lo sorprendió. No era virgen. Y él no sabía que hubiese amado a alguno de sus maridos. No tenía por qué representar el papel de viuda reticente.

Sosteniendo su mirada como haría un lobo con una oveja, estrechó lentamente el espacio entre ellos. Teadora no podía moverse. Tenía paralizadas las piernas. Él la rodeó con un brazo. Una mano grande y firme le levantó imperiosamente la barbilla. Bajó la boca y la aplicó a los labios de ella.

En el fondo de su ser, ella sintió vibrar una cuerda familiar. Incapaz de luchar o tal vez no queriendo hacerlo, dejó que él tomase momentáneamente posesión de su alma. Al principio, la boca de Murat era cálida y sorprendentemente amable, pero entonces el beso cobró intensidad, se volvió exigente, casi brutal. Con un súbito grito, ella se debatió por escapar y, cuando lo arañó, él la maldijo encolerizado.

– ¡Pequeña zorra! Ahora me perteneces. Pronto te enterarás, Adora. ¡Eres mía! ¡Mía!

Se volvió furioso y salió de la tienda. Ella cayó de rodillas, temblando irremisiblemente. No supo cuánto tiempo había permanecido acurrucada allí, abrazándose y llorando de desesperadamente por Alejandro. Entonces, unos brazos vigorosos la levantaron. Vio que habían traído una bañera grande de roble a su tienda, llena de agua humeante y aceites fragantes. La desnudaron y la metieron en la bañera. Las esclavas a su servicio eran todas mayores que ella. La trataron delicadamente para quitar el polvo del viaje de su cuerpo y sus cabellos. Después hicieron que se sentase y le frotaron las partes vellosas del cuerpo con una pasta colorada y que olía a rosas. Los largos y oscuros cabellos fueron enjugados con una toalla de hilo y después cepillados y frotados con un paño de seda hasta que quedaron secos, suaves y brillantes con reflejos cobrizos.

Le lavaron la pasta depilatoria; le recogieron los cabellos sobre la cabeza y se los sujetaron con alfileres adornados con piedras preciosas, y después, puesta de pie en la bañera, la rociaron con agua fresca y perfumada. La envolvieron en una toalla caliente, la secaron cuidadosamente y la condujeron a un banco, donde se tendió boca abajo a fin de que le dieran un masaje con una crema verde que olía a azucena.

Teadora se sentía débil por la impresión y por las amables atenciones de las servidoras del baño, cuando entró Alí Yahya, trayendo unas vestiduras. Ella enrojeció bajo su minucioso escrutinio. Aunque hubiese debido acostumbrarse hacía tiempo a que estos hombres sin sexo viesen su desnudez, no había sido así. A una mirada del eunuco, las esclavas se marcharon rápidamente.

Alí Yahya sacudió la cabeza con incredulidad mientras pasaba una mano suave por encima de su cuerpo.

– Sois la perfección, Alteza. Vuestro cuerpo no tiene el menor defecto. ¡Es magnífico! El sultán estará muy complacido.

Se inclinó y le ciñó una fina cadena de oro justo por encima de la curva de las caderas. Colgó de ella dos velos de gasa de color de rosa y con hilos de plata, que le llegaban hasta los tobillos. Una de ellas le cubría las nalgas, y la otra, el bajo vientre y los muslos. Después se arrodilló y le deslizó vanas ajorcas de oro en los tobillos. Se levantó y asintió con la cabeza satisfecho.

– El sultán se reunirá con vos de un momento a otro, Alteza -anunció, ceremoniosamente. Después bajó la voz y añadió, en tono apremiante-: Esto no ocurriría si no fuese vuestro destino, princesa. Aceptadlo y ascended a la grandeza.

– ¿En la cama del sultán? -preguntó desdeñosamente ella. -Esto ha sido así para las mujeres desde que empezó el mundo. ¿Os consideráis más que las otras hembras?

– Tengo una mente, Alí Yahya. En Grecia, las mujeres inteligentes era bien consideradas, apreciadas. Aquí una mujer no es más que un cuerpo para saciar el hombre su lascivia. ¡Yo no quiero ser solamente un cuerpo!

– Todavía sois muy joven, mi princesa -dijo sonriendo el eunuco-. ¿Qué importa el camino que uno sigue, con tal de llegar sano y salvo a su destino?

»Decís que no queréis ser solamente un cuerpo; pero ¿qué deseáis ser? Conquistad primero al sultán con vuestro hermoso cuerpo, mi princesa. Después emplead vuestra inteligencia para conseguir lo que buscáis, si sabéis lo que es.

Entonces se volvió de pronto y la dejó sola, para que reflexionase sobre sus palabras.

– Pareces preparada para el combate, Adora. Ella giró sobre sus talones, olvidando el hecho de que tenía los pechos descubiertos. Murat acarició brevemente con la mirada los altos conos con puntas de coral, haciendo que Adora se ruborizase sin querer. Murat se echó a reír y preguntó en tono zumbón:

– ¿Cómo quieres luchar contra mí, Adora? -¿Qué clase de hombre sois? ¿Me tomaríais, aun sabiendo que os odio?

– Sí, paloma, ¡lo haría!

Sus dientes blancos y regulares brillaron en la cara bronceada por el viento, y se despojó de la túnica a rayas doradas y rojas, descubriendo un pecho igualmente bronceado y cubierto de oscuro vello. Debajo de la túnica llevaba un pantalón de suave lana blanca y unas botas oscuras de cuero. Después de sentarse en una silla, ordenó:

– Quítame las botas.

Ella pareció escandalizada.

– Llamad a una esclava para que lo haga. Yo no sé cómo Se hace.

– Tú eres mi esclava -dijo deliberadamente él, con voz Pausada-. Te enseñaré cómo has de hacerlo. -Alargó un pie-. Vuélvete de espalda a mí y sujeta mi pierna entre las tuyas. Entonces, tira simplemente de la bota.

Ella vaciló, pero obedeció y, para su secreta satisfacción, la bota se desprendió fácilmente. Entonces agarró confiada mente la otra bota y tiró; pero, esta vez, el sultán apoyó maliciosamente el pie en el lindo trasero y empujó, lanzándola d cabeza sobre un montón de almohadones. Ella no tuvo tiempo de gritar su indignación, pues Murat se le echó riendo encima volviéndola rápidamente boca arriba, la besó despacio y deliberadamente, hasta que Adora pudo ponerse en pie, con un mezcla de cólera y miedo pintada en sus ojos.

Se echó atrás. Él entornó amenazadoramente los ojos negros. Se levantó y cruzó despacio la tienda, acechándola. La situación era ridícula. Adora no podía huir. Sollozando involuntariamente, esperó a que él la alcanzase. Entonces Murat se irguió ante ella, mirándola de arriba a abajo. Alargó la mano para agarrar la fina cadena de oro que llevaba sobre las caderas y los velos cayeron sobre el suelo. Ella quedó completa mente desnuda. El sultán levantó la manaza para arrancar lo alfileres de la cabeza, y los oscuros cabellos se deslizaron hasta la cintura.

Tomándola en brazos, Murat cruzó la tienda, apartó las colgaduras de seda y depositó a Teadora sobre la cama.

– Si haces algo más para escapar de mí, Adora, te pegaré -advirtió, y empezó a quitarse el pantalón.

– Esto os gustaría, ¿verdad? -gruñó Adora-. ¡Os gustaría tener una excusa para pegarme!

Él se inclinó y, reflexivamente, le dio unas palmadas en el redondo trasero.

– Confieso que es tentador, paloma. Pero prefiero hacer otras cosas. Cosas que he estado diez años esperando.

– ¡No gozaréis conmigo, infiel!

– Yo creo que sí -replicó Murat, y se irguió desnudo ante ella, con una sonrisa burlona en el bello semblante.

Adora lo miró, tan descaradamente como Murat a ella. De de luego, ¡era magnífico! No tenía un gramo de grasa en cuerpo alto y bien formado. Las piernas eran firmes, los mus los perfectos, las caderas estrechas, el vientre plano y el pecho ancho y velloso. Entre los bellos muslos y dentro de un triángulo oscuro, hallábase su virilidad que, como había sospechado Adora, era grande aún estando en reposo. Cuando se excitaba, debía de ser enorme, como de un maldito semental. Se ruborizó al pensar esto y el sultán se rió, como si le leyese los pensamientos.

El sultán se tumbó junto a ella y la abrazó. Adora se puso rígida, pero él no siguió adelante. Esto sólo aumentó el recelo de la mujer. Entonces, de pronto, una mano inició un suave movimiento acariciador, mitigando la tensión de la espalda y de las nalgas. Teadora estaba confusa. El sultán hubiese podido abusar de ella. Buscó sus ojos con la mirada, interrogándolo en silencio.

– Una vez, hace mucho tiempo -dijo él a media voz-, en un huerto iluminado por la luna, me enamoré de una inocente doncella. Me la quitaron una vez y después volví a perderla. Pero ahora vuelve a estar en mis brazos. ¡Esta vez, nadie me la quitará!

Ella tragó un nudo que se le estaba formando en la garganta.

– Yo no soy una doncella inocente, mi señor -murmuró.

¿Por qué le hacía él esto?

– No, Adora; ya no eres inocente en el verdadero sentido de la palabra. Te fue brutalmente robada tu doncellez. Viviste como esposa de mi padre y le diste un hijo. En cuanto al noble griego, no podía amarte tanto como yo. Creo que, en tu corazón, eres todavía virgen.

– ¿Cómo podéis saber estas cosas? -preguntó ella, con voz trémula.

No le digas nada de Alejandro, le advirtió una voz interior.

– ¿No estoy en lo cierto, paloma? -Y al no obtener respuesta, siguió diciendo-: ¡Soy un estúpido, Adora! Conociéndote, ¿cómo podía creer que habías traicionado nuestro amor? Sin embargo, lo creí. Creí que eras ambiciosa y, cuando pensaba que te acostabas con aquel viejo libidinoso, ¡creía volverme loco! Pero nada podía hacer.

– Yo tampoco podía hacer nada, mi señor.

Yacieron en silencio durante unos minutos y su corazón saltó de alegría. Todo acabaría bien. Sabía la razón del cambio de actitud de Murat. Evidentemente, Alí Yahya le ha contado lo que ella había sido demasiado orgullosa para decirle. Al saber la verdad de su boda con Orján, la cólera de Murat se había desvanecido. ¡Ella sería ahora su esposa! Lo miró tímidamente.

– ¿Nos casaremos en cuanto volvamos a Bursa, u os habéis casado ya conmigo? -le preguntó. Sintió que él se ponía tenso.

– No tomaré esposa en el sentido cristiano ni en el musulmán, y tampoco la tomarán mis descendientes. Los otomanos somos cada día más poderosos y no necesitamos contraer alianzas políticas a través del matrimonio. Tomaré kadins, como hicieron mis antepasados.

Irritada, decepcionada y herida, Adora se apartó de él.

– ¡Dos hombres me quisieron lo suficiente para casarse conmigo, mi señor Murat! ¡No quiero ser una ramera para vos!

– ¡Serás lo que yo quiera que seas! ¡Adora, Adora, mi dulce y pequeño amor! ¿Por qué niegas la verdad de lo que sientes por mí? ¿Pueden unas palabras pronunciadas por un hombre santo cambiar estos sentimientos?

– No soy una campesina ignorante que considera un honor las atenciones de un sultán -gritó ella-. ¡Soy Teadora Cantacuceno, princesa de Bizancio!

Él se echó a reír.

– Ante todo eres una mujer, Adora. Y en segundo lugar, paloma, aunque todavía no te hayas acostumbrado a ello, eres legalmente mi esclava. Tu deber -la zahirió-es complacerme.

La tomó de nuevo en brazos y la besó. Pero fue como besar a una muñeca, pues Adora se puso rígida y apretó los labios con fuerza.

Él llenó cariñosamente su cara de besos, esperando vencer su resistencia. Y Adora tuvo que hacer acopio de toda su voluntad para permanecer impasible a los suaves labios que acariciaban delicadamente sus párpados cerrados, su frente, la punta de la nariz, las comisuras de la boca, la enérgica barbilla. Volvió furiosamente la cabeza, dejando imprudentemente al descubierto el delgado y blanco cuello, y él aprovechó la oportunidad. Adora sintió en lo más hondo de su ser el principio de un temblor cuando Murat le mordisqueó el lóbulo de la oreja y después los senos. Consiguió dominar aquel temblor, pero el pánico se apoderó rápidamente de ella y trató de apartar con las manos a Murat.

– ¡No! ¡No! -dijo, con voz entrecortada-. ¡No! ¡No quiero que me hagáis esto!

Él levantó la cabeza y sus ojos negros se fijaron en los de amatista.

– Me perteneces -declaró pausadamente, con su voz grave-. No necesito títulos de propiedad para saberlo. Deseas entregarte a mí tanto como yo deseo poseerte. ¿Por qué luchas contra mí, tontuela? Ya estás temblando de deseo y pronto gritarás de placer en el dulce lazo que estableceremos entre los dos.

Bajó de nuevo la oscura cabeza y cerró la boca sobre un pezón tenso, lo chupó suavemente y arrancó un gemido involuntario de la garganta de Adora. Derrumbadas las murallas, él redobló sus caricias, separándole los muslos con tanta rapidez que ella no tuvo tiempo de resistirse. Murat se arrodilló entre ellos para acceder más fácilmente a su adorable cuerpo.

Inclinado hacia delante, encontró una vez más sus labios. Ahora la dulce boca de Adora se ablandó bajo la del sultán y los labios se abrieron con facilidad. Las lenguas se encontraron hasta que ella echó la cabeza atrás con un gemido que él reconoció como de pura pasión, y su deseo de ella se inflamó todavía más.

Mientras sus labios le acariciaban una vez más los pechos, Adora sintió que el miembro se endurecía contra ella e, incapaz de reprimirse, lo tomó en sus manos. Un gemido de intenso placer brotó de la garganta de Murat al recibir aquella caricia. Y Adora sintió los dedos de él que la buscaban y sus suspiros de impaciencia por encontrarla dispuesta a recibirlo.

Murat no pudo contenerse más. Deslizando las manos debajo de las nalgas, la atrajo firmemente, una y otra vez, hasta que el fin ella exclamó:

– ¡Me rindo, mi señor!

Sólo entonces se libró él de la crueldad que había crecido en su interior. Adora sintió que la acariciaba suavemente, moviéndose con un voluptuoso abandono que le producía un placer total.

– ¡No te detengas! ¡Por favor, no te detengas! -Y se horrorizó al oír su propia y suplicante voz. Su propio cuerpo no quería estarse quieto. Se movía frenéticamente, tratando de absorberlo. Era demasiado intenso, demasiado dulce-. ¡Oh, Dios mío! -gritó-. ¡Me matarás, Murat!

– No, mi insaciable y pequeña amada -oyó que murmuraba roncamente él-. Sólo te amaré.

Ella sabía que hubiese debido resistirse, pues la estaba empleando descaradamente. Sin embargo, no podía hacerlo. Quería sentirlo en su interior. Ya no podía negar que sus venas ardían de deseo y, con un suspiro de desesperación, se rindió completamente a él.

A través de una niebla medio consciente, oyó que él pronunciaba su nombre. Poco a poco abrió los ojos y vio que la miraba con pasión. Se puso intensamente colorada.

– Nunca te perdonaré ni me perdonaré por esto -murmuró furiosamente, con los ojos llenos de lágrimas.

– ¿Por qué? -preguntó él-. ¿Por hacer que te confieses la verdad? ¿Que eres una mujer hermosa y deseable y que, aunque lo niegues, en realidad me amas?

– ¡Por hacer de mí una ramera!

– ¡Por Alá, Adora! ¿Por qué no quieres comprender? Eres mi favorita. Dame un hijo y te convertiré en mi kadin. Te pondré por encima de todas las otras mujeres de mí reino.

– ¡No!

Saltó de la cama.

– ¡Detente! -Y aunque resulte extraño, ella obedeció a la voz irritada-. Ahora, esclava, ven a tu amo. -Por un momento, ella permaneció petrificada, y la voz de Murat restalló de nuevo-. ¡Ven a tu amo, esclava! -Adora se acerco a él, de mala gana-. Ahora, esclava, arrodíllate y pídeme perdón.

– ¡Nunca! ¡Nunca!

El la tomó de nuevo en sus vigorosos brazos y empezó a besarla apasionadamente. Ella se debatió y el sultán se echo a reír.

– Seguiré besándote como castigo, hasta que me obedezcas, Adora.

– ¡Discúlpame!

– He dicho que te arrodilles y me pidas perdón. Ella le dirigió una mirada furiosa.

– Prefiero arrodillarme ante ti, libertino, a soportar tus besos. -Se desprendió del abrazo y, cayendo de rodillas, imitó a una humilde esclava-. Perdóname, mi señor.

– Mi amo y señor, Adora.

Ella rechinó los dientes.

– Mi amo y señor -consiguió balbucear al fin. El la atrajo y la besó de nuevo.

– ¡Lo prometiste! -gritó ella, indignada de que faltase tan pronto a su palabra-. ¡Prometiste no volver a besarme!

– No es verdad -rió él, complacido de haberse hecho obedecer-. Dije que no te besaría como castigo. Ahora te beso en recompensa por haber mejorado tu comportamiento.

– ¡Te odio! -gimió ella.

– ¿En serio? -Sus ojos negros brillaron maliciosamente-. Entonces, tal vez esto explica que me suplicaras hace un rato que no parase de hacerte el amor. ¡Tontuela! Esta noche no es más que el principio para nosotros, Adora.

Entonces su boca volvió a cerrarse salvajemente sobre la de ella. Y al mirar fijamente aquellos ojos negros y apasionados, Teadora supo que estaba perdida. El milagro de su efímero matrimonio con Alejandro había pasado para siempre. Ésta era una nueva vida, y no tenía más remedio que hacerle frente.

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