– Fitz, gracias por pasarte. Sé lo ocupado que estás.
James Fitzpatrick tomó la mano pequeña y perfectamente cuidada que le extendían.
– Siempre que quieras, Claire. Ya sabes que nunca estoy suficientemente ocupado para nada que tenga que ver con Lucy.
Pero Claire Graham frunció el ceño. ¿Más problemas?
– ¿Ha roto otra ventana?
– Nada tan sencillo.
– ¿Una ventana y un lavabo?
Lucy, muy grande para su edad, con unos brazos y piernas que parecían tener vida propia, estaba causando el caos desde que descubrió que podía escapar de su litera. No era que quisiera romper cosas, sino más bien que, cualquier cosa que estuviera a menos de metro y medio de ella parecía desintegrarse espontáneamente.
– No ha roto nada. Todo ha estado muy tranquilo. Por favor, siéntate, Fitz.
Por debajo de su seco exterior, Claire Graham era muy dulce y, normalmente, sonreía con facilidad; y después de una reunión del personal del colegio y con una copa de jerez en el cuerpo, incluso podía llegar a ruborizarse. Pero, al parecer, eso no iba a suceder ese día.
– ¿Qué ha hecho? -preguntó Fitz al tiempo que se sentaba en el elegante sillón que había delante de la mesa de Claire-. Su último informe escolar indicaba que iba bastante bien. Así que no creo que esto tenga que ver con sus estudios.
– Lucy es una chica brillante. Tiene una imaginación particularmente vivida, como ya sabes. Has hecho un buen trabajo, Fitz. Nunca antes te he pedido nada como esto, pero dadas las circunstancias, creo que tengo que saber. ¿Hay algún contacto entre tú y la madre de Lucy?
La aprensión que él había sentido desde el principio tomó forma y, a pesar del calor veraniego, él sintió un escalofrío.
– Ninguno.
– ¿Podrías ponerte en contacto con ella si tuvieras que hacerlo?
– No se me ocurre ninguna razón para que nos pongamos en contacto.
– ¿Ni siquiera por Lucy?
– Ella no tiene el menor interés en Lucy, Claire. Si hubiera sido por ella, la habría dado en adopción.
– Entonces esto va a ser muy difícil -dijo Claire mirándolo fijamente-. He de decirte, Fitz, que Lucy ha empezado a fantasear sobre su madre.
– ¿A fantasear?
– Se está inventando historias sobre ella, se imagina que es alguien famoso. El escalofrío se repitió, pero Fitz intentó sonreír.
– Acabas de decirme que tiene una imaginación muy vivida.
– Sí, lo he hecho, pero esto no es habitual. Insiste mucho en ello. ¿No has notado nada en ella?
Él agitó la cabeza y Claire continuó.
– Bajo estas circunstancias, tengo que decirte que ésta es una respuesta muy normal. Es algo por lo que pasan la mayor parte de los niños adoptados.
– Pero Lucy no es adoptada.
– Ya lo sé, pero en la completa ausencia de su madre biológica, la situación se hace muy parecida. Es la misma ansia, la necesidad de creer que la madre desconocida es alguien especial que sólo alguna clase de drama o tragedia ha causado el abandono por su parte. Donde no hay información, los niños rellenan el vacío con la fantasía, creando una situación en la que su madre es alguien excitante, admirado…
– Ya veo.
– ¿Sí? -dijo Claire mirándolo como si no se lo creyera-. No debes enfadarte con ella, Fitz. Su curiosidad, su ansia, es sólo algo natural.
– Si eso es normal, ¿cuál es el problema?
– El problema son las demás chicas. Creen que se está dando aires de grandeza, que está tratando de hacerse la especial. Yo he hablado con Lucy y le he sugerido que sería inteligente por su parte guardarse para ella esas historias, pero tal vez si le hablaras sobre su madre, si le mostraras alguna foto que tengas, si tal vez les organizaras una reunión… Yo ayudaría en todo lo que pudiera. Como parte neutral en esto, podría muy bien hacer de mensajera…
Fitz se levantó. Necesitaba salir de ese caluroso despacho para poder pensar.
– Gracias por hacerme saber lo que está sucediendo, Claire. Veré lo que puedo hacer.
– Fitz, se puede cortar todo contacto, se puede destruir toda memoria física, pero no se puede evitar que una niña quiera saber sobre su madre. Ahí hay una necesidad, un nexo irrompible.
– ¿Tú crees?
– Lo sé. Puede que ella no quiera a Lucy, pero su madre también debe estar preguntándose cómo será, cómo estará creciendo. Tal vez le guste tener la posibilidad de conocerla. Eso sería muy natural.
Claire lo acompañó entonces a la puerta.
– Pronto llegarán las vacaciones. ¿Os vais a ir fuera a pasar el verano?
El deseó decirle que se metiera en sus asuntos, de la misma manera que había querido decírselo a todo el mundo desde que se había llevado a Lucy a casa y se había encontrado con las hordas de médicos, asistentes sociales y ciudadanos preocupados que querían saber quién se estaba ocupando de la pequeña, convencidos de que un hombre solo era incapaz de hacerlo. Pero la expresión de Claire era amable, estaba haciendo lo que creía que era bueno, así que fue educado.
– Sí. Vamos a pasar el verano en Francia.
– Puede que ése sea un buen momento para hablar con ella. Deja que sea ella la que haga las preguntas y trate de ser justo. Un niño necesita a los dos padres, aunque éstos ya no se quieran.
¿Pero y si la madre no quería al hijo? Pensó él.
– Es algo que vas a tener que afrontar, por Lucy, Fitz, por doloroso que te resulte.
«Pero todavía no», pensó él. Lucy tenía ocho años. Era demasiado joven como para que destruyeran su precioso sueño.
– Hablaré con ella… Pronto.
Claire frunció el ceño.
– Sería mejor que se hubiera olvidado de eso antes de que el colegio empiece el otoño que viene.
Luego, como se diera cuenta de que no iba a lograr nada, cambió de conversación.
– ¿Te veremos en el día de los deportes, Fitz?
– ¿Cuándo es?
– El viernes. ¿No recibiste la carta? me sorprende que Lucy no te lo haya dicho. Es la mejor en salto y en los cincuenta metros. Sería una pena que no estuvieras.
– Vendré.
– Muy bien -dijo ella estrechándole la mano-. No me has preguntado a quien ha elegido por madre, Fitz. ¿Es que no sientes curiosidad?
Fitz se dio cuenta entonces de que Claire, como las amigas de Lucy, había cometido el error de creer que estaba mintiendo. Tal vez, teniendo en cuenta las circunstancias, eso era lo mejor. -Yo prefiero elegir mis propias fantasías. Gracias de todas formas, Claire. Te veré el viernes.
– Es una pena que Brooke no haya podido venir a casa a tiempo para el funeral. No la vemos mucho últimamente.
– No he podido hablar con ella para hacerla saber lo de mamá -dijo Bron por lo que parecía la centésima vez de esa tarde. ¿Había ido alguien al funeral simplemente para presentarle los respetos a su madre? ¿O habían ido todos sólo por si su famosa hermana aparecía por allí? Sonrió por centésima vez.
– Está filmando en la selva de Brasil. A mil kilómetros del teléfono más cercano.
Pero estaba segura de que había recibido el mensaje vía satélite. Lo que pasaba era que debía estar demasiado ocupada para ponerse en contacto con ellos.
– Es muy triste -dijo su interlocutor-. Tú te has ocupado de cuidar a tu madre durante todos estos años y ahora has de pasar sola por esto también.
– No se ha podido evitar.
– No, supongo que no. Y ella está haciendo tanto por salvar la tierra que tenemos que excusarla. Me está haciendo pensarme dos veces usar el coche y estoy reciclándolo todo. Cuando necesitemos una puerta nueva, no la vamos a comprar de caoba. Hay que ver como se las arregla ella entre tantas serpientes y arañas, yo me desmayo cuando veo una araña en el baño…
– Oh, a Brooke le pasa lo mismo -la interrumpió Bron-. Grita cuando ve una. Los insectos le dan pesadillas.
– ¿De verdad?
Bron se sintió inmediatamente culpable por reírse de esa manera de la pobre mujer, que no tenía manera de saber cómo era Brooke en realidad.
– Entonces todavía hay esperanzas para los demás -añadió la mujer-. ¿Quieres que me quede y te ayude a limpiar, querida?
Mientras hablaba, la mujer miró con ansiedad la fina porcelana y vasos de cristal que había repartidos por todo el salón.
Bron sonrió. Su incapacidad para limpiar una taza sin que se rompiera era legendaria.
– La señora Marsh se ha ofrecido amablemente a limpiar esto por mí.
Pero mientras hablaba, la señora en cuestión se apresuraba a llenar una bandeja con semejante velocidad y habilidad que Bron se quedó admirada.
– ¿Pero me llamarás si puedo hacer algo?
Bron sonrió.
– Me gustaría que alguien me ayudara con las cosas de mi madre la semana que viene. Estoy segura de que sabrás qué hacer. Eso sería una buena ayuda.
– Por supuesto, sólo llámame. ¿Qué vas a hacer ahora? Supongo que vender la casa. Sé que tu madre nunca habría querido marcharse, pero tú estarías mucho más cómoda en un piso pequeño y bonito.
Un piso pequeño y bonito sin sitio para un gato, y sin jardín. Odiaría un sitio así. -No lo sé. Tengo que hablar con Brooke cuando vuelva a casa.
– Bueno, no hay prisa. Date unas vacaciones antes de decidir nada, has pasado por malos tiempos en estas últimas semanas.
Semanas. Meses. Años…
Una hora más tarde, Bron estaba por fin sola en casa. Se apoyó contra la puerta y cerró los ojos. Su madre había muerto y sólo quedaban ellas dos, ella y Brooke.
Y, en lo más profundo de su corazón sabía que no se alegraba de que Brooke se hubiera apresurado a volver. Su aparición habría transformado la casa en un circo para los medios de información. Se habría limitado a decir que su madre había dejado de sufrir. Eran tan parecidas en lo externo como diferentes en el interior.
Se apartó de la puerta sintiéndose agotada. Vacía. Tal vez todos tuvieran razón y debiera irse unos días para decidir qué iba a hacer con el resto de su vida.
¿El resto de su vida? Aquello era un chiste. Tenía veintisiete años y nunca había tenido una vida. Tal vez no sintiera tanto esa falta si no tuviera la de su hermana para comparar.
No debería haber sido así. Ella y Brooke eran diferentes en carácter, en todo menos en la apariencia y en el cerebro. Estaba a punto de ir a la universidad con su hermana, cuando a su madre le diagnosticaron la enfermedad que luego la mató.
Así que ella no fue a la universidad. ¿Qué más podía haber hecho? Nadie más podía cuidar a su madre, una de ellas se tenía que quedar en casa y, ya que Brooke había empezado ya sus cursos, se había quedado ella, en el supuesto de que, cuando se graduara, volvería y sería el turno de Bron de ir a la universidad.
Pero cuando eso sucedió, le ofrecieron a Brooke la clase de trabajo que sólo aparecía una vez en la vida.
– ¿Ves, Bron? -le dijo entonces sonriendo-. No puedo dejar escapar esto. Y tú eres tan buena con mamá… Yo no podría hacer lo que tú haces por ella. Está cómoda contigo.
Pero su madre quería más a Brooke. Era mucho más fácil querer a alguien hermoso y con éxito. Querer a la hija a la que se veía día a día, luchando contra el dolor, no era tan sencillo.
Así que ella nunca había tenido una vida o, por lo menos, no lo que su hermana llamaría una vida. Nada de estudios, trabajo, vacaciones, relaciones de adulta con un hombre. Y, si no hubiera sido por ese brindis con champán el día en que cumplió los dieciocho, unida a su decisión de no ser la única chica de su edad que no disfrutara de los placeres prohibidos de la carne, probablemente sería lo más triste, una virgen de veintisiete años.
¿Probablemente? ¿A quién estaba engañando? ¿Quién estaba interesado en une mujer cuya vida había estado dedicada a cuidar a una madre inválida?
Y su grupo de amigos se había marchado de la ciudad, así que su vida social se vio reducida a las visitas que recibía su madre, nadie de su edad.
Así que, como no sedujera al lechero en medio de la calle, no tenía la menor posibilidad de conocer a nadie.
Y el reflejo que vio en el espejo del recibidor le indicó que, hasta el lechero se lo pensaría dos veces. Tenía un aspecto horrible y, con el vestido que se había puesto para el funeral, la hacía parecer como si tuviera cuarenta años.
Luego miró el correo, que había dejado sobre la mesa esa mañana. Sobre todo, eran cartas de pésame. Pero entre ellas había una con letra infantil. Señorita B. Lawrence. The Lodge, Bath Road, Maybridge.
La abrió y la leyó. Luego frunció el ceño y se sentó en una de las sillas de la cocina para volver a leerla más lentamente.
Querida señorita Lawrence:
El viernes 18 de junio es el día del deporte en mi colegio y le escribo para que venga, si puede.
Cuando le dije a mi amiga Josie que era usted mi madre, ella no me creyó y ahora todas las niñas de mi clase dicen que me lo inventé…
En ese punto, la carta, tan formal, mostraba la señal de una lágrima. Se le hizo un nudo en la garganta y siguió leyendo.
Que me he inventado lo de tener una madre famosa y todo el mundo se ríe de mí. Incluso la señorita Graham, mi profesora principal, no me cree y eso no es justo porque yo siempre ando rompiendo cosas, pero nunca digo mentiras, así que, venga, por favor, para que todos sepan que estoy diciendo la verdad. Ya sé que está muy ocupada salvando la selva y a los animales, así que no quiero ser una molestia y, si viene, nunca más le pediré nada, se lo prometo.
Y firmaba:
Su amante hija, Lucy Fitzpatrick.
P.S.
No va a tener que ver a papá, ya que él no sabe que le he escrito.
P.P.S.
No sé si sabe que mi colegio está el Bramhill House Lower School y está en Farthing Lane, Bramhill Parva.
P.P.P.S.
Es a las dos de la tarde.
Bron miró de nuevo el sobre por si se había equivocado al leer la dirección.
No. La escritura podía ser de una niña, pero estaba suficientemente clara. ¿Qué demonios…? Entonces cayó en la cuenta. Una madre famosa que estaba salvando la selva… La carta no era para ella, sino para su hermana. Era un error muy normal y que sucedía muy a menudo cuando ambas vivían en casa, pero hacía mucho tiempo que nadie escribía a su hermana a esa dirección.
Pero seguía sin comprender.
Brooke nunca había tenido una hija. Esa carta debía de ser de alguna pobre niña sin madre, que la había visto en televisión y se había enamorado de ella, como todo el mundo.
Volvió a leer la carta. Era tan triste que la hizo sonreír. ¡Y la idea de imaginarse a su hermana como madre era tan divertida!
¿Cómo podía haber tenido Brooke una hija sin que lo supiera nadie? ¿Cómo podía haberlo tenido oculto todos esos años? Unos ocho o nueve, a juzgar por la letra de la niña.
Aunque la posibilidad le resultaba remota, su cerebro estaba haciendo cuentas, pensando en dónde había estado su hermana hacía ese tiempo. Entonces debía estar en la universidad.
Bron leyó el remite. Aquello estaba en la costa sur, a sólo unos kilómetros de la universidad a donde había ido su hermana. Entonces agitó la cabeza. La idea era ridícula. Imposible.
Subió al piso de arriba y se puso unos pantalones cortos y camiseta, sujetándose el cabello con una goma.
Luego siguió estudiando la carta.
Durante su tercer curso, Brooke no había ido a casa después de Semana Santa a pesar de que su madre había pasado una crisis y preguntaba por ella.
Y la Semana Santa no había sido muy alegre tampoco, ya que Brooke se había sentido mal y se había pasado todo el tiempo diciendo que tenía frío y no había comido prácticamente nada.
Bron se sentó en la cama. Después de eso, su hermana no había vuelto, diciendo que tenía mucho trabajo. Luego, después de finalizar el curso, se había ido a España a llevar a cabo un proyecto. No habían recibido ninguna postal. Al parecer también había estado demasiado ocupada.
Y, cuando volvió, no lo hizo bronceada. Luego le ofrecieron ese trabajo en la televisión y cada vez supieron menos de ella.
Esa carta era muy educada para tratarse de una niña en la escuela primaria, pero también parecía muy desesperada. ¿Podría Brooke haber tenido una hija y haberla dado en adopción?
¿Pero cómo habría podido averiguar esa niña quién era su madre?
Pero no debía ser eso, la niña decía en la carta que no iba a tener que ver a su padre.
Aquello era como para romperle el corazón.
Se metió la carta en el bolsillo y bajó a la cocina para hacerse un té.
Allí volvió a sacar la carta. No, debía tratarse de un error. Era imposible. Brooke no era de la clase de chica que se quedara embarazada. Era demasiado lista y egoísta. Siempre había sabido lo que quería y lo había logrado. Cuando se fue a Brasil sabía que su madre estaba muriendo.
Y, si no hubiera querido que le guardaran el coche en el garaje, ni se habría pasado por allí para despedirse. Pero si era tan imposible, ¿por qué no se podía quitar de encima la idea?
Volvió a leer la carta. Esa tal Lucy. Podía ser su sobrina…
No, se negaba a creerlo. ¿O tenía miedo de creerlo? ¿Tenía miedo de que su hermana tuviera tan poco corazón? No, tenía que ser una pequeña sin madre que había elegido a su hermana para el papel. Una niña pequeña que esperaba que una mujer que mostraba tanta compasión por los animales tuviera alguna de sobra para ella.
Fitz se volvió, Lucy estaba pintando algo sobre la mesa de la cocina.
– ¿Vas a tardar mucho? El té está casi listo.
Ella recogió los lápices y la pintura y los metió en su cartera. Luego lo miró con sus grandes ojos azules y brillantes inusualmente tristes.
¿Desde cuándo sabía quién era su madre? ¿Cuándo había encontrado su certificado de nacimiento, la foto de Brooke Lawrence, todas las cosas que él había mantenido guardadas en su escritorio, en lo más profundo de su vida?
Se había dicho que algún día tendría que contarle todo. ¿Pero cuál era el mejor momento para contarle a una niña que su madre no la había querido?
– Ya he terminado -dijo Lucy sonriendo-. ¿Pongo la mesa?
Cuando sonreía así se parecía mucho a Brooke. El cabello castaño y los ojos azules no eran los de ella, pero esa sonrisa…
– Por favor -le dijo y apartó la mirada.
¿Por qué seguía afectándolo de esa manera? Pudiera ser que Brooke tuviera la sonrisa de un ángel, pero sólo eso. En lo más profundo de su ser lo había sabido siempre, incluso cuando la había perseguido con una insistencia que había sido el noventa por ciento las hormonas y el resto, sentido común.
¿Cómo le iba a decir a esa niña a la que tanto quería que su madre nunca la había querido? ¿Que se la había dado a él y luego se había marchado de su lado el día después de que ella naciera?
Pero Claire Graham tenía razón, tenía que decirle algo, y que fuera lo más parecido a la verdad. Cuando fuera lo suficientemente mayor ya le podría preguntar ella en persona a Brooke por qué la dejó así. Y entonces, tal vez se lo pudiera contar a él, ya que nunca lo había entendido.
Tenía que decírselo ahora, antes de que Lucy se inventara una docena de fantasías.
– Lucy…
– ¿Qué vamos a comer?
– Spaghetti carbonara.
– Oh, muy bien. ¿Me puedo tomar un refresco?
La miró y el poco valor que tenía se esfumó.
– Si yo me puedo tomar una cerveza.
– ¡Ecs! La cerveza es desagradable.
– ¿Oh? ¿Y cómo sabes a qué sabe?
Lucy se rió y a él se le agitó el corazón, como siempre. -Vale, ve a por las bebidas mientras yo sirvo.
Más tarde lo intentó de nuevo.
– Lucy, la señorita Graham me pidió que la fuera a ver hoy.
La niña lo miró alarmada.
– ¿Oh? ¿Puedo poner la televisión?
Estaba claro que estaba evitando preguntarle el motivo de la visita.
– Espera un momento.
– Quiero ver una cosa…
– Me dijo…
No pudo hacerlo.
– Me habló del día del deporte -dijo por fin-. ¿Te olvidaste de decírmelo o es que no quieres que vaya?
Ella lo miró asustada.
– ¡No! ¡No debes ir!
– ¿Por qué? ¿Es que vas a llegar la última en todo?
Por un momento la vio luchar con una mentira, con la tentación de decirle que lo iba a hacer muy mal. Pero tal vez se diera cuenta de que a él no le importaba nada lo que hiciera en la carrera y que lo que le importaba era que ella se divirtiera.
– No, pero si vas, se estropeará…
– ¿Qué?
– Yo… Yo he hecho algo que va a hacer que te enfades mucho, papá.
– Deja que sea yo el que decida eso. No creo que sea tan malo como piensas.
– Yo le he escrito a mi…
– ¿A quien le has escrito?
– A mi madre. Le he escrito y le he pedido que venga el día del deporte. Lo he hecho porque todos dicen que estoy mintiendo, porque no me creen, pero es cierto, ¿no? Brooke Lawrence es mi madre.
A él se le hizo un nudo en la garganta, pero aún así, tuvo que decirlo.
– Sí, Lucy. Tu madre es Brooke Lawrence.
– ¡Sí! -exclamó Lucy-. Y vendrá el día del deporte y todo el mundo lo sabrá.
Echó a correr y, por el camino, al entrar al salón, tiró al suelo un perro de porcelana. Fitz la agarró y luego recogió los restos del perro.
– No te preocupes, podemos pegarlo -le dijo.
La niña se había quedado muy quieta y lo miró.
– Tomé la llave de tu escritorio de tu armario -dijo ella de repente-. Estábamos haciendo un trabajo sobre la historia familiar y Josie me enseñó su certificado de nacimiento. En él estaba el nombre de su madre y yo me di cuenta… Lo siento, papá.
No, era él quien tenía que sentirlo. Nunca debía haber permitido que Lucy lo supiera de esa manera.
– ¿Viste las fotos, los papeles de la custodia?
Por supuesto que tenía que haberlos visto. Si no, ¿cómo había encontrado su dirección para escribirle?
– Ella vendrá, ¿no, papá? -dijo desesperadamente-. Le dije que tú no estarías, que no tendría que encontrarse contigo.
– ¿Lo hiciste? -dijo él casi sonriendo-. En ese caso, estoy seguro de que irá. Si puede. Pero puede que esté fuera, haciendo uno de sus reportajes. ¿Has pensado en eso?
El rostro de Lucy se puso pensativo, pero inmediatamente brilló de nuevo.
– No, no puede estar fuera. La vi en televisión la semana pasada.
Sí, él también la había visto, presentando una nueva serie que empezaría el mes siguiente. Pero eran recortes de otros reportajes y no significaban nada.
Pero él se iba a asegurar por todos los medios a su alcance de que esa mujer fuera a ver a su hija el día del deporte.