Capítulo 9

POR asombrada que estuviera debido a la inesperada visita, Tara no pudo más que llevar a su indeseada visitante a su habitación y al baño anexo.

– Muy bonito apartamento -comentó Jane con aprecio-. Adam me lo describió -le lanzó una mirada de soslayo a Tara-. Menos el dormitorio, por supuesto.

– Claro que no -respondió Tara, molesta consigo misma por sonrojarse-. No lo ha visto.

– Eso fue lo que él me dijo -comentó Jane entre risas-, pero no le creí -al ver la expresión de Tara, enmendó-: Lo siento, no debo hacer bromas. De hecho, por el estado en que se encuentra, tiene que ser la verdad -le tendió al bebé-, ¿Puedes cuidarlo un momento mientras voy por su bolsa al auto?

Tara tomó en sus brazos al pequeño Charles Adam, quien la miraba con intensidad. En nada se parecía a Adam, de hecho, tampoco a Jane. Tal vez era por el cabello rubio que ya se empezaba a rizar. Lo tocó y el niño le atrapó el meñique para llevárselo a la boca.

Pasó un momento antes que Tara se diera cuenta de que no estaban solos. Levantó la vista y sorprendió a Jane observándolos. Se sintió expuesta de manera muy íntima.

– Le gustas. Nunca permite que lo tomen así.

– Todo un halago -Tara intentó sonreír.

– ¿Te sientes mejor, mi rey? -preguntó Jane cuando terminó de cambiar al pequeño y le dio un beso.

– Charles ha crecido mucho -comentó Tara al llevar a sus visitas a la sala. Se sintió una tonta por señalar lo obvio. Empezaba a comprender por qué las madres no dejan de parlotear acerca de sus hijos. Charles dominaba la habitación con su diminuta presencia. Pero su madre tenía algo más en mente.

– ¿Cómo estás, Tara? He estado tratando de llamarte la semana entera. Ya no tuvimos la oportunidad de hablar aquella vez que Adam se presentó de manera inesperada.

– Estuve fuera unos días. Hemos tenido mucho trabajo en la oficina y estaba agotada.

– Adam me pidió que viniera a verte tan pronto como regresaras para asegurarme de que estás bien. El tuvo que ir a Gales a arreglar un asunto de la nueva fábrica, según entiendo, y dado que no sabía cuándo regresarías, no tenía objeto prolongarlo más. Beth no quiso decirle a dónde fuiste -agregó, mirándola a los ojos.

– Le pedí que no lo hiciera -una jaqueca empezaba a molestarla y deseó que Jane se fuera. Durante unos momentos, sólo se escucharon los sonidos del bebé al chuparse un dedo.

– Está en condiciones terribles -comentó Jane y Tara guardó silencio. Se dijo que no le importaba por qué él estuviera mal, pero sus ojos la traicionaron y Jane continuó- Creo que nunca se había enamorado y a sus treinta y tres años, la primera vez debe de ser difícil para él. Si no estuviera sufriendo tanto, lo encontraría divertido -trató de sonreír-, ¿No podrías ser un poco más amable con él?

– ¿Amable? -Tara se abrazó como si así pudiera mitigar el dolor que le atenazaba del pecho-. No te comprendo, Jane, ¿acaso no lo amas?

– ¿A Adam? -Jane fruncía el entrecejo-. Claro que lo amo, aunque en este momento dudo que él me quiera mucho. El muy malvado dice que le salgo tan cara y le quito tanto tiempo como una esposa, sin gozar de los privilegios del matrimonio.

– Eso es horrible.

– Pero no deja de tener razón -comentó Jane, despreocupada-. Debo confesar que lo he explotado con toda desfachatez -Charlie gruñó reclamando atención y Jane se lo colocó contra un hombro, palmeándole la espalda, lo que lo hizo vomitar un poco-. ¡Pobrecito! Tengo que llevarte a casa -gimió al moverse con la blusa empapada. Tara fue en busca de una toalla y se la limpió lo mejor que pudo-. Lo siento -se disculpó Jane-. Tal vez un día podamos hablar más de cinco minutos sin interrupciones -se levantó y fue a recoger sus cosas-. Tengo que regresar a casa para cambiar a Charlie… y a mí misma.

Tara la ayudó en la escalera con la bolsa del niño y la acompañó hasta un Mercedes plateado antes de correr a refugiarse en su apartamento. Las emociones que la invadían no eran agradables. Estaba molesta consigo misma y con él. Furiosa con el destino por conspirar para mostrarle el amor, sólo para arrebatárselo en seguida. Ira contra una vida que parecía decidida a mantenerla siempre sola.

No. No sola. Fue por el periódico en busca de la columna de mascotas en la sección de anuncios clasificados. Nada, ni siquiera un perro faldero. Solo aves y peces tropicales. Las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas.

Más tarde, se dio un baño largo y se pintó las uñas de manos y pies de un rojo brillante, sólo para quitarse el barniz casi de inmediato. Encendió el televisor y durante media hora fingió prestarle atención, hasta que al fin la apagó. Se preguntó cómo pasaba el tiempo antes de conocer a Adam. El tiempo entonces parecía no bastarle; ahora cada minuto le parecía una semana.

Despacio se preparó para dormir. Se puso lo primero que encontró: un viejo camisón blanco con florecitas rosadas y encaje en el cuello y los puños. Luego se cepilló el cabello hasta dejarlo como una nube de ébano alrededor de su cara y hombros. En ese momento decidió cortárselo más a la moda. Haría cita con el peinador por la mañana.

La decisión la impulsó a dar un nuevo giro a su vida. Abrió el guardarropa y empezó a sacar la ropa austera y aburrida que solía usar para el trabajo. Después la llevó a la cocina y la metió en una bolsa de plástico. Por la mañana la llevaría a una institución de beneficencia. Nunca se volvería a vestir de gris.

Cansada, revisó que puertas y ventanas estuvieran aseguradas y diez minutos después, estaba profundamente dormida.


Alguien aporreaba una estaca con un martillo y Tara ansió que dejaran de hacerlo. Provenía de lejos, pero el ruido la regresó sin clemencia al mundo real. Por un momento, le pareció que era un sueño, pero de pronto se enderezó en la cama. Alguien llamaba a su puerta con fuerza.

Encendió una lámpara y vio la hora. Casi las dos de la mañana. Tal vez alguien necesitaba ayuda. Bajó de la cama, se puso una bata y corrió a la entrada. El instinto de autoconservación la hizo poner la cadena en la puerta antes de abrirla una fracción.

– ¡Tara, déjame entrar!

– Vete, Adam. No quiero verte -Tara dio un paso atrás.

Sin responder, él se apoyó contra la puerta haciendo que los tornillos que sujetaban la cadena cedieran en la desigual lucha. La puerta se golpeó ruidosamente contra la pared y Adam apareció en el umbral, furioso, amenazador, con la barba crecida. Al entrar, llenó el pequeño vestíbulo con su presencia y cerró la puerta de un puntapié, sin dejar de mirarla.

– ¿En dónde diablos has estado? -le exigió.

Tara quería correr, pero las piernas no le obedecían. Una actitud desafiante era el único recurso que le quedaba, de modo que levantó el mentón.

– No es de tu incumbencia.

– Estás equivocada, Tara, lo estoy haciendo de mi incumbencia -avanzó unos pasos, haciéndola retroceder hasta chocar contra el sofá-. ¿Con quién estabas?

– Basta, Adam -él cerró los ojos para alejar la furia verde que la devoraba-. Por todos los cielos, basta -suplicó-. ¿No me has hecho sufrir bastante?

– ¿Sufrir? ¿Tú, mi lady! No creo que conozcas el significado de la palabra. Estás hecha de hielo. Sin embargo, me propongo hacerte sufrir la agonía que me has hecho pasar esta semana.

– No puedes…

– Créeme. Te lo garantizo. Te gusta jugar, Tara, llevar a un hombre con un aro en la nariz con esos ojos que prometen tanto, hasta hacerlo enloquecer…

– No sabes lo que estás diciendo.

Adam la tomó por los hombros, acercándola a él hasta hacerla sentir el calor de su cuerpo.

– Créeme, Tara, lo sé.

– ¡Basta! -ella se cubrió las orejas con las manos-, ¡Basta! ¿Me escuchas? No tienes derecho a decirme eso…

– Entonces, confiesa. ¿Con quién estabas? -lanzaba chispas por los ojos-. ¡La verdad! -la sacudió con fuerza-. Te juro que de cualquier forma me enteraré si mientes.

Tara tenía la boca seca. Sabía que Adam estaba a punto de explotar y que lo haría si lo provocaba más. No tenía intenciones de mentirle.

– Estuve con mi madrina en Kendal toda la semana.

– ¿Con tu madrina? -eso era lo último que Adam esperaba escuchar. La soltó y dio un paso atrás. Ella trastabilló, estando a punto de caer.

– Tenía que alejarme. Necesitaba espacio, tiempo…

– Tiempo… -Adam rió con amargura-. Yo también lo intenté. De nada sirve, ¿verdad?

– No, me temo que no -Tara negó con la cabeza-, Pero nada hay que podamos hacer.

– Si, sí lo hay -Adam gimió y la atrajo con fuerza contra él-. Sólo existe una solución. Cásate conmigo y pongamos fin a esta tortura.

– ¿Cómo puedes pedirme eso? -inquirió Tara, atónita.

– Simplemente cedo ante lo inevitable. Te pido que hagas lo mismo. Sé que tus sentimientos todavía son muy fuertes por ese joven que murió, pero no puedes vivir en el pasado, Tara.

– ¿Y Jane? -preguntó ella con frialdad-. ¿Ella también debe quedar relegada al pasado?

– ¿Jane? -Adam la contempló sin entender-. ¿Qué tiene ella que ver con esto?

– Ella te necesita, Adam. Su hijo te necesita.

– Por Dios santo, Tara, ¿no he hecho suficiente? No puedo olvidarme de mí mismo sólo porque su marido pasa la mitad del tiempo en una selva remota…

– ¿En la selva? -lo interrumpió Tara.

– Por eso es que vino a trabajar conmigo, porque no toleraba estar sola en su casa todo el día.

– ¿Y por las noches? -le exigió la joven.

– ¿Por tas noches? ¿De qué hablas? -Adam la apartó sin soltarla-. Por Dios, ¿no te lo dijo? Prometió que lo haría.

Así que por eso había ido Jane a visitarla. Por complacer a Adam.

– No te preocupes. Cumplió su palabra. Me pidió que fuera más… amable contigo.

– Pero nunca te dijo…

– ¿Decirme qué, Adam? ¿Qué es tan importante?

– No puedo creer que sea tan tonta. Su hijo le ha convertido el cerebro en aserrín. Jane me llamó a Gales para informarme que habías vuelto. Le dije que regresaría en seguida y le pedí que viniera a aclarar contigo cualquier malentendido antes que yo llegara.

– ¿Qué malentendido puede haber, Adam? Todo parece tan simple.

– No, mi lady, el único simple aquí soy yo por permitir que mi hermana me metiera en una situación en la que estuve en peligro de perder a la única mujer sin la que me es imposible vivir.

– ¿Tu hermana? -repitió Tara al empezar a entender bajo la mirada observadora de Adam.

– Jane es mi hermana -confirmó él con cuidado, asegurándose de que ella lo entendiera-. Está casada con Charles Townsend.

Tara todavía trataba de entender lo que Adam le decía.

– ¿Charles Townsend, el explorador? -había visto fotografías de él en alguna revista. Un gigante vikingo rubio.

– Sí -afirmó con alivio evidente al ver que ella empezaba a comprender-. Cuando Jane descubrió que estaba embarazada, era demasiado tarde para que Charles regresara de su última expedición. Pero me alegra decirte que el pequeño Charles no es más que hijo de ellos.

– Pero tú pagaste sus facturas de la clínica. Regresaste de Bahrein de inmediato… -Tara se interrumpió cuando una ligera esperanza empezó a crecer en su interior. No debía hacerla crecer demasiado, pero tampoco dejarla morir-. ¿Es cierto lo que dices?

– Charles se encuentra en el centro de la selva amazónica, Tara, no al otro extremo de una línea telefónica. Necesitaba a alguien que cuidara a Jane mientras él está de viaje, así que tuve que encargarme de todos los detalles. Suponía que lo sabías. No sé por qué, pero eso creía.

– Pero, ¿por qué trabajaba ella para ti?

– Nunca soportó quedarse sola en casa mientras Charles está lejos. Funcionaba muy bien -Adam sonrió-. Si yo decidía ponerme insoportable, ella estaba en libertad de gritarme también -la acercó y la abrazó-. ¿Nos sentamos? El sofá me parece cómodo y hay varías cosas que todavía debemos aclarar -le levantó el mentón y la besó con gentileza-. Puede tomar cierto tiempo -agregó y se sintió ridículamente tímida cuando él la tomó por la cintura y la sentó en el sofá a su lado, tan cerca que le era difícil respirar-. Bien, ¿por dónde empezamos?

Tara se volvió en sus brazos y le acarició el rostro, titubeante. Adam permanecía inmóvil, sin apresurarla, sabiendo que debía permitirle acostumbrarse a la idea de que era todo suyo.

Contuvo el aliento cuando ella lo besó, apenas como la caricia de una mariposa. Luego lo hizo con más urgencia hasta que los anhelos de las últimas semanas explotaron y le rodeó el cuello con los brazos, acercándolo, ofreciéndose en rendición total.

Cuando al fin lo soltó, Adam sonrió despacio y sus feroces ojos verdes se suavizaron.

– Estos no eran los detalles que tenía en mente, cariño, pero supongo que los otros pueden esperar.

Tara rió feliz al verlo quitarse la chaqueta de ante, mas cuando los ojos de él brillaron con deseo, la risa desapareció. Gimió con suavidad cuando Adam volvió a besarla y al sentirlo estremecerse en su esfuerzo por controlarse. La punta de la lengua de él la invitaba a abrir la boca, y la atormentó hasta casi hacerla gritar.

– Despacio, cariño -murmuró Adam, comprendiendo el deseo que la dominaba-. La espera valdrá la pena -alzó una mano al cuello de Tara, le levantó el mentón y le apartó el cabello de la cara. Entonces la besó con renovado fervor que seguía sin ser suficiente. El fuego que la invadía la consumía con demandas que sólo Adam podría satisfacer.

Tara metió las manos bajo la camisa de él y dejó que sus manos se deslizaran sobre la piel de la espalda, deleitándose en el placer que le producían los músculos que vibraban bajo ella. Alentada por su respuesta, se volvió más atrevida y le acarició el vientre y el pecho

– Bruja de cabello oscuro -murmuró él-. Me enloqueces.

Tara se reclinó en el sofá, levantando los brazos, ofreciéndoselo.

– ¿Qué eres, Tara? -gimió él al apartarle la bata-. Te comportas como una bruja y pareces una virgen.

– ¿Por qué no lo averiguas tú mismo? -sugirió ella. Adam no necesitó otra invitación. La tomó en sus brazos y la llevó al dormitorio.


Eras las dos cosas -murmuró Adam mucho más tarde, incrédulo. Se apartó un poco para cubrir sus cuerpos y Tara se acurrucó contra él-. No me quejo, por supuesto, pero no esperaba…

– ¿A una virgen? Nunca dormí con Nigel. No me parecía correcto hacerlo en casa. Habría muerto de vergüenza si la tía Jenny nos hubiera descubierto.

– ¿En casa? No comprendo.

Entre sus brazos, Tara trató de decidir cómo explicarle su pasado a Adam. Se le había dicho que cuando nació su madre sufrió una fuerte depresión. Jenny Lambert era una amiga vecina y le sugirió al padre de Tara que salieran un fin de semana para distraerse. Ella cuidaría a la niña.

Nunca regresaron y la niña se quedó en la casa de los Lambert. Ya fuera por sentirse culpable, o sólo por su buen corazón, Jenny asumió la obligación de educar a la niña con su propio hijo.

– ¿Ella te adoptó? -le preguntó Adam.

– No, siempre fue sólo la tía Jenny.

– Entonces, ¿por qué llevas su apellido?

– Ella tenía a un hijo llamado Nigel. Crecimos juntos. Siempre lo amé, como a un hermano mayor. Pero era más que eso. El siempre me protegió. Siempre fue amable conmigo, no como los hermanos verdaderos -el recuerdo era agradable; ya no le producía dolor-. Cuando él cumplió dieciocho años, ingresó a la escuela de arte. Cada vez que se iba era más difícil para mí. Lo extrañaba muchísimo. En una ocasión me llamó para invitarme a un baile de su escuela. Entonces pensé que lo hacía por no tener a quién más invitar, pero no me importó. Me sentía sentada en los cuernos de la luna. Era mi sueño convertido en realidad. Aparentemente también era el de él. Tan pronto como volvió a casa, me pidió que me casara con él.

– ¿No les pareció extraño a los demás?

– ¿Por qué? Todos sabían que no éramos hermanos. La tía Jenny se puso feliz. En ese momento Nigel se especializaba en diseño de joyería y me elaboró un broche como regalo de bodas…

– ¿El que siempre usas? ¿Como una V inclinada?

– Sí, es mi nombre en taquigrafía -le explicó ella-. Siempre firmaba así las cartas que le enviaba. Sé que es una tontería, pero…

– No, no es una tontería -Adam la calló, poniéndole un dedo sobre los labios.

– Elaborarlo le tomó más tiempo del que esperaba. Le costó mucho trabajo conseguir los diamantes pequeños para las vocales. Quería que fuera perfecto -Tara titubeó sin saber si debía continuar. Adam no la presionó. Esperó con paciencia hasta que ella recobró el control, acariciándola, dándole valor-. Tía Jenny quería que todo saliera perfecto el día de la boda y Nigel conducía su motocicleta demasiado rápido el día del ensayo porque se le había hecho tarde. Por desgracia, sufrió un accidente y se rompió una pierna.

– ¿Porqué no cancelaron la boda?

– Tía Jenny y Lamby estaban por partir a un viaje a Nueva Zelanda. Ya habían pospuesto el viaje para estar presentes en la ceremonia.

– Eso explica la extraña foto de tu boda.

– Fue divertido. Descorchamos una botella de champaña y las enfermeras la compartieron con nosotros. Después los padres de Nigel se fueron al aeropuerto y yo regresé a casa esa noche -desde entonces no soportaba que el teléfono sonara por las noches. Hacía que la pesadilla reviviera para atormentarla-. Nigel sufrió un colapso esa noche. Trataron de revivirlo, pero se trataba de una trombosis. Nadie la esperaba. Era joven… estaba en buenas condiciones físicas…

– Dios mío, lo siento tanto.

– Regresé al hospital…

– No te atormentes. No tienes que seguir.

– Tengo que terminar. Debo decírtelo todo -Tara parpadeó para reprimirlas lágrimas-. Llevaba consigo una tarjeta de donador de órganos y querían que yo estuviera de acuerdo…

– ¿Estabas sola? ¿No había alguien contigo? -Adam se mostró furioso-. ¿Cómo pudieron hacerte eso?

– No creo que haya sido fácil para ellos tampoco -el horror de esa noche nunca la abandonaría-: Me pareció una forma de mantenerlo con vida. Pero tía Jenny se negó a hablar conmigo cuando regresaron para el funeral. Parecía que me odiaba -sollozó. Adam le secaba las lágrimas que ya fluían libremente, tratando de consolarla-. Ellos regresaron a Nueva Zelanda y no hemos vuelto a comunicarnos.

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