DESCENDIERON al aeropuerto de Heathrow entre un banco de nubes, tan grises como el humor de Tara. Al menos no permanecieron en hosco silencio durante el vuelo. Adam trabajó como desesperado en el nuevo proyecto, desdeñando los alimentos que les ofrecieron sin siquiera preguntar si ella tenía apetito. En realidad no importó. Cualquier bocado habría sido insípido.
El le dictó tanto que ella se mantendría ocupada el día entero el lunes mientras él estaba en la clínica. Le serviría.
El sueño se encargó de ella la mayor parte del sábado. Despertó por la tarde, preguntándose si tendría algo que comer en el congelador. Más no encontró ni leche ni pan. Dado que originalmente esperaba estar fuera todo el fin de semana, no le encargó a su vecina que recibiera leche para ella. Tuvo que correr bajo la lluvia hasta una tienda cercana.
Cargada con leche, pan y huevos regresó a su apartamento y, haciendo malabarismos con las compras, logró abrir la puerta sin dejar caer nada. Apenas dejaba las bolsas sobre la mesa en la cocina cuando llamaron a su puerta. Frunció el entrecejo. Nadie sabía que estaba de regreso, así que no podía ser Beth. Además, su socia no haría tanto escándalo.
Temerosa, puso la cadena de seguridad antes de abrir y dejó escapar un grito de sorpresa al ver por la rendija una figura imponente con casco y macana dispuesta a atacar.
– Salga, señorita. Es inútil que trate de escapar -la feroz criatura tenía una voz tan amenazadora como su apariencia, pero su expresión era velada por la visera del casco. Tara abrió la boca, mas no pudo emitir sonido. El tipo se acercó más a la puerta.
– ¿Quién es usted? -preguntó ella, volviendo a cerrar la puerta.
– Pertenezco a Maybridge Securities, señorita -le informó el hombre con voz firme-. La ocupante de este apartamento está de viaje, así que sea una chica buena y entréguese. Nos ahorrará muchas molestias.
Tara se desplomó contra la puerta. Adam le había dicho que haría vigilar su casa, recordó. Retiró la cadena y volvió a abrir.
– Lo lamento, pero me dio un susto tremendo. Soy Tara Lambert -informó, pero el individuo no reaccionó-. Este es mi apartamento. Regresamos antes de lo previsto. El señor Blackmore… -no tenía por qué darle explicaciones a ese sujeto-. Puede comprobarlo directamente con el. Debe estar en su casa -a menos que estuviera en el hospital con Jane, pensó.
– ¿Puede identificarse? -el guardia no parecía impresionado.
– No tengo que identificarme. Vivo aquí. Yo… -Tara suspiró. El hombre sólo hacía su trabajo, por desagradable que fuera-. Espere un momento -le indicó al cerrar la puerta de nuevo.
¿Qué había sido de la vida ordenada y tranquila que llevaba antes de conocer a Adam Blackmore?
El guardia volvió a llamar. Tara se tardaba, lo que lo hacía sospechar. La joven tomó de prisa su pasaporte de la mesa de noche.
– ¡Tara!
La voz de Adam al otro lado de la puerta fue la gota que derramó el vaso. Ella abrió la puerta y le entregó el pasaporte al guardia. Adam se lo quitó de las manos.
– Está bien, Frank. Yo me encargo.
– Lo lamento, señor Blackmore, Me pareció que la señorita trataba de forzar la chapa y…
– No te preocupes, sólo cumplías con tu deber. Bien hecho.
– Correcto, señor Blackmore. Me marcho. ¿Debo continuar con la vigilancia ahora que la dama ha regresado?
– No -objetó Tara de inmediato-. Muchas gracias.
Frank se retiró y Adam entró en el apartamento antes que la joven se diera cuenta. Ella lo siguió y le arrebató su pasaporte.
– ¿Sigues empeñado en tu función de caballero andante? -preguntó, molesta-. Al menos deberías cambiar ese monstruo vestido de negro por uno de armadura blanca.
– En cualquier momento, madame -él hizo una reverencia irónica-. Caballeros Andantes Ilimitados. Y ya conoces mi tarifa -se burló-. Un beso a ser cobrado cuando mejor me parezca.
Tara palideció y al instante él manifestó preocupación.
– Cielos, lo siento. Sin duda fue un incidente desagradable. Debí avisarles que ya estabas de regreso, pero debo confesar que en cuanto llegué a casa, el agotamiento me derribó.
– Será mejor que te sientes -el tono de Tara se suavizó.
– Me gusta -comentó Adam al examinar el apartamento-. ¿Llevas aquí mucho tiempo?
– Casi siete años. Me mudé cuando terminaron de remodelarlo -Adam ignoró su invitación de que se sentara y estudió las vigas del techo.
– Son auténticas, Cuando las vi la otra noche, me pareció que eran imitaciones.
– Como tú, Adam, no tengo tiempo para imitaciones -Tara deseaba que se fuera, pero él no daba muestras de querer hacerlo-. ¿Quieres una taza de…,? -intencionalmente, dejó inconclusa la frase
– Me gustaría una taza de café -él la siguió a la cocina y al ver los huevos sobre la mesa, comentó-: Frank interrumpió tu cena.
– Nada especial. Iba a prepararme unos huevos revueltos. ¿Quieres? -añadió después de una pausa.
– Creí que nunca me lo preguntarías -comentó Adam con una sonrisa.
Minutos después, estaban frente a frente devorando la comida. Tara estaba muy callada, teniendo cuidado de no hacer o decir algo insensato. No quería que él la acusara de provocarlo.
– ¿Te sientes bien, Tara? -preguntó Adam, preocupado.
– Estoy bien.
– Frank sólo hacía su trabajo. Pudo ser cualquiera.
– Lo sé. En verdad estoy bien.
– No, no lo estás. Estás tan nerviosa como un gatito -colocó una mano sobre la suya y Tara dio un salto hacia atrás. El de inmediato retiró la mano-. Ah, ya veo, no es por Frank, sino por mí. ¿Quieres que me vaya?
Tara levantó la vista con expresión suplicante. Quería que él se fuera y a la vez que se quedara. Lo quería a él, pero pertenecía a alguien más, era insoportable. Pero él la interpretó mal.
– Estás esperando a alguien. Debí comprenderlo -se puso de pie-. ¿Tal vez al señor Lambert? Aunque parece que no pasa mucho tiempo aquí.
Vio la foto en la repisa de la chimenea y la tomó para estudiarla.
– La foto de su boda -comentó-. De acuerdo a las tradiciones, el novio no vestía para la ocasión -sonrió un poco-. Su noche de bodas debió de ser… interesante.
– Se había roto una pierna -le informó Tara, sonrojada-. Se cayó de la motocicleta al ir al ensayo para la boda.
– ¿Se casaron en el hospital? ¿Fue una boda apresurada?
– Había circunstancias…
– Es difícil notarlo entre tantos aparatos -Adam examinaba la foto con atención-, pero no pareces…
– No lo estaba -explotó ella al fin. arrebatándole la foto y contempló los rostros felices-. Creo que será mejor que te vayas, Adam.
– Los dos eran muy jóvenes -observó él sin inmutarse-. ¿Qué edad tenían? ¿Dieciocho, diecinueve?
– Dieciocho -murmuró ella.
– Demasiado jóvenes. ¿Cuánto duró?
– No mucho -nada, de hecho. Tara volvió a dejar la fotografía en su sitio con todo cuidado-. Murió la noche en que esta foto fue tomada.
– ¿Murió? ¿El día que se casaron? -Adam miraba la foto, tratando de comprender-. Lo lamento, Tara. Suponía que estaban separados, pero esto… -fue hacia ella como si quisiera darle apoyo, pero la joven sabía que si la tocaba, no podría contenerse. Dio un paso atrás y caminó hacia la puerta.
– Quiero que te vayas, Adam -por un momento le pareció que él no prestaría atención a su súplica, pero al fin tomó su chaqueta de cuero de un sillón y se la echó al hombro.
– Siete años son muchos para estar sola, Tara -le indicó al volverse desde la puerta. A él no le habría gustado, supuso ella.
– Así lo prefiero -al menos así era hasta que Adam la besó.
– No, Tara, eres una mujer hecha para el amor. Los dos lo sabemos. Hanna lo supo también.
– Por favor, Adam… -le rogó ella.
– ¿Es un sentimiento de culpa? ¿Por eso es que te enciendes y apagas con tanta facilidad? -de pronto estaba muy molesto-. Vivir no es un pecado, Tara. Amar tampoco.
Ella lo sabía. No obstante, ¿no era pecado desear a un hombre que pertenecía a alguien más?
– ¡Por favor, sólo vete! -cerró los párpados para bloquear su imagen y cuando volvió a abrirlos, Adam había desaparecido.
El domingo amaneció gris. Tara llamó a Beth para avisarle que ya estaba de regreso, pero rechazó su invitación de almorzar con ella. Bastaría con que la viera para que su amiga supiera lo que pasaba. Necesitaba un poco de tiempo para volver a colocarse la máscara antes de tener que enfrentarse al mundo.
Salió a dar un largo paseo por la orilla del río. Algunos botones de flores hacían un valiente intento por alegrar el día. Hasta la temperatura habría sido agradable si no hubiera pasado los últimos días en un clima más cálido.
No obstante, el viento logró que cierto color apareciera en sus mejillas y el ejercicio la hizo volver a la vida. Era feliz hasta que conoció a Adam Blackmore reflexionó, y, se dijo que podría volver a serlo. Le tomaría algún tiempo. Pero tenía de sobra.
Sin embargo, primero tendría que sobrevivir al lunes. Despertó con la cabeza pesada y, por vez primera, sin ánimos de trabajar. Una ducha ayudó y al colocarse su armadura de trabajo, se sintió fortalecida. Contempló su imagen en el espejo.
Estaba más pálida que de costumbre, con marcadas ojeras, pero aparte de eso, nada había en su apariencia que revelara el hecho de que la concha tras la que se protegió tantos años se había resquebrajado, causándole tanto dolor. Se llevó la mano al pecho. Su corazón seguía latiendo. La vida continuaba. Era una lección que había aprendido una vez y que volvería a asimilar con el tiempo.
El trabajo era la respuesta. Si estaba comprometida a colaborar con Adam durante unas semanas, lo aceptaría. Tendría que hacerlo.
Al menos el sol brillaba cuando salió a la calle con paso firme y el mentón levantado, inconsciente de las miradas de admiración que su fría belleza despertaba en los hombres con los que se cruzaba.
Ya en el edificio abordó el ascensor principal. De alguna manera consideraba que el privado era demasiado personal y quería que su relación con Adam fuera estrictamente laboral.
Le sorprendió la amabilidad con que la recibieron algunas empleadas que encontró en el ascensor. Ya la consideraban parte del grupo. Pero no era así. Ella era una intrusa, una secretaria temporal. Así fue como ella siempre lo quiso. Hasta que conoció a Adam Blackmore.
El último tramo en el ascensor lo hizo sola. La oficina de Adam estaba vacía, y su escritorio tan impecable como siempre. Ella no esperaba encontrarlo allí. Quizás él se hallaba en el hospital, mientras Jane estaba en el quirófano, infirió y se dirigió a su propia oficina.
En marcado contraste con el de su jefe, su escritorio estaba atestado de correspondencia y mensajes. Se quitó el abrigo, puso la cafetera a funcionar y se dedicó al trabajo, atendiendo lo más importante. Luego se ocupó en transcribir lo que Adam le dictó en el avión cuando regresaban de Bahrein.
Era tarde cuando terminó de imprimir el último memorándum y limpiaba su escritorio para marcharse cuando oyó que la puerta del ascensor se abría.
Rogó al cielo que Adam fuera directamente a su apartamento, o hasta su oficina, y le diera la oportunidad de escapar sin tener que hablar con él, pero fue en vano.
– ¿Todavía estás aquí? Pensé que ya te habías marchado.
Parecía cansado y Tara se compadeció de él. Quería aflojarle la corbata, borrarle las arrugas de la frente con los dedos y la tensión con sus besos.
– Quise terminar con todo esto.
– Por supuesto -comentó él con sequedad-. La señorita perfecta.
– ¿Cómo está Jane? -preguntó ella, molesta consigo misma. ¿Tenía que seguir hurgando en la herida, recordándose que lo que sentía por ese hombre era una tontería?
– ¿Jane? -él se frotó la cara-. Está bien. También lo está Charles Adam Townsend, gracias a Dios.
– Felicidades -agregó ella con una voz que le pareció normal mientras seguía ordenando su escritorio.
– ¿Qué? Ah, sí. Las haré llegar a quien corresponde. Si ya terminaste, será mejor que te vayas a casa.
– De acuerdo. Te dejé una lista de mensajes sobre tu escritorio, pero te pondré al tanto mañana -no era difícil lidiar con él si se mantenían en temas seguros.
– Ni mañana, ni nunca.
Tara se volvió asombrada para ver un rostro inexpresivo.
– No quiero volver a verte aquí, Tara.
¿Por qué estaba ella tan sorprendida? No se comportó como la secretaria perfecta durante los últimos días. Adam llegó a su lado en un instante.
– No me mires de esa forma, maldita sea. Mantendré nuestro acuerdo. Si tus secretarias son la mitad de lo eficiente que tú eres, saldré ganando -Adam dio un paso atrás, lamentando el impulso que lo llevó a centímetros de distancia de ella-. Ya he alterado demasiado tus actividades normales. Sólo te pido que tengas aquí mañana a alguien que sepa mecanografiar.
– ¿Hasta que Jane regrese?
– Jane no regresará.
Claro que no. Jane no podía dejar al hijo del jefe en la guardería del quinto piso todas las mañanas. Tara había sido consciente del dolor que le oprimía el pecho durante todo el día, pero en ese momento se sintió explotar. Se estrujó las manos. "Mantente en el negocio. Sólo piensa en el negocio y todo saldrá bien, se ordenó.
– ¿Quieres que me encargue de encontrarte una secretaria? -preguntó con calma fingida. Completamente controlada. Eso lo enfurecía.
– Sí. Sólo asegúrate de que sea de edad madura, nada atractiva y que use ropa interior de franela.
– Tendré esos requisitos en mente -prometió ella, ruborizada-. Pero francamente, prefiero basar mi opinión en su habilidad y personalidad.
– ¿Ah, sí? Pues para ser sincero, ni siquiera me importa si sabe mecanografiar, ¡sólo que se quede callada!
Las lágrimas se agolpaban en los párpados de Tara y se escaparían si no salía de allí de inmediato. A ciegas, buscó su bolso y su abrigo.
– Vendré con alguien por la mañana para darle instrucciones de dónde está todo.
– No. Si tú pudiste hacerlo sola, ella también lo logrará. No te quiero aquí -la tomó del brazo y la hizo volverse hacia él-. ¿Está claro?
– ¡Suéltame!
Adam bajó la vista, preguntándose cómo fue que su mano llegó a tocarla. Luego la miró a la cara, furioso.
– Te soltaré cuando me convenga.
– ¡Adam!
– Antes que te vayas, tendrás que cumplir tus obligaciones pendientes.
– No tengo ninguna obligación contigo…
– La cuenta pendiente por servicios prestados.
– ¿Qué…?
Adam la acercó a él, con lentitud. Ella agitaba la cabeza en su desesperación por escapar. Pero no tenía escapatoria. Con la mirada, él la mantenía inmóvil como un alfiler a una mariposa. Ella apenas se dio cuenta de que él la había soltado, pero seguía sin poder moverse.
Adam le quitó el bolso y el abrigo de las manos, y luego la tomó por la cintura y la estrechó. Su boca estaba más cerca, descendiendo lentamente como si no quisiera que el momento pasara. Despacio, como sí quisiera grabar cada rasgo de la joven por última vez. Sus labios le tocaron la frente, las cejas, y con gentileza le acariciaron los párpados.
Tara gimió de pena, pero la boca de Adam era inclemente en su seducción. La caricia de sus labios era tanto un alivio como una amenaza. En su interior, ella sabía bien que debía resistir para sobrevivir. Existía un motivo por el cual tenía que luchar contra ese placer seductor. Pero su cuerpo no obedecía sus órdenes.
Con suavidad, los labios de Adam se movieron sobre los de ella, tentadores, haciéndola emitir pequeños gemidos de placer de los que ella no era consciente. La lengua de él jugueteó con sus labios y éstos se abrieron gustosos. Ese era el beso que esperó toda su vida y nada la había preparado para esa sensación… el glorioso poder que surgía en su interior. Nigel nunca la hizo sentir así. Nigel…
Se liberó con brusquedad y chocó contra el escritorio. ¿Qué estaba haciendo? Unos minutos antes ese hombre le había dicho que no quería volver a verla. Sólo le exigía un pago por una buena obra imaginaria.
– ¡Tara! -Adam trató de ayudarla a enderezarse, pero ella lo rechazó.
– ¡Basta! -exclamó, irguiéndose cuan alta era. No lo suficiente pero surtió efecto. El dio un paso atrás-. Me temo que tendrás que considerar el adeudo saldado en su totalidad, Adam -buscó en su bolso-. Aquí está la llave de tu ascensor privado. Ya no la necesitaré -la arrojó sobre el escritorio, se dio la vuelta y salió corriendo.
En el pasillo, oprimió el botón para llamar el ascensor principal, pero escuchó que una puerta se abría a su espalda y corrió hacia la escalera, para bajar por los escalones de dos en dos. Tenía que escapar a como diera lugar.
Llegó a la planta baja jadeante, a punto de vomitar. Y sin embargo, no logró escapar. Allí estaba él, esperándola. Maldijo en voz baja al tomarla en sus brazos y llevarla a su auto. Tara no podía hablar. No podía gritarle que quería que la dejara en paz. Además, la expresión decidida de Adam le decía que no la escucharía por ningún motivo
Llegaron a su apartamento en unos minutos y de nuevo él iba a su lado antes que ella pudiera protestar. El dolor en su pecho empezaba a ceder, pero carecía de la fuerza suficiente para apartarlo cuando la sacó del auto y la subió en brazos por la escalera.
– Abre la puerta, Tara -le ordenó.
Ella buscó en su bolso y encontró el llavero, luchando contra la cerradura hasta que logró introducir la llave correcta en ella y la puerta se abrió. Sin decir palabra, Adam fue a depositarla en el sofá y un minuto después le entregó un vaso con agua.
– Bebe esto.
Tara obedeció y lo vio sentarse en el sillón frente a ella sin decir nada, los brazos sobre las rodillas, la cabeza inclinada, hasta que ella se recobró lo suficiente para enderezarse. Entonces él se levantó y se fue, cerrando la puerta al salir.
Tara oyó que el motor del auto se ponía en marcha, que se alejaba y después, sólo silencio.
Beth dejó escapar una exclamación de alegría al llegar a la oficina a la mañana siguiente y descubrir que Tara ya estaba allí, trabajando.
– ¡Hola, pájaro madrugador! Eres un placer para unos ojos cansados. El trabajo me tiene agobiada -siguió parloteando sobre un súbito crecimiento del negocio al poner la cafetera en funcionamiento-. No sé qué hiciste por el maravilloso señor Blackmore, pero hemos colocado dos secretarias ejecutivas en Victoria House y tengo un pedido para una secretaria permanente. ¿Sabes de alguien? -pero continuó sin esperar respuesta-: Y tengo cita con Jenny el jueves para hablar de la colocación de personal con conocimientos de computación en su empresa.
– Sólo asegúrate de que todas bajen del ascensor en el piso correcto -comentó Tara con tono enigmático sin levantar la vista de sus papeles-. Hay un par de chicas a quienes entrevisté no hace mucho que podrían servir. Y acabo de enviar a Mary Ogden para que trabaje para Adam hasta que encuentre una secretaria permanente para él.
– ¿A Mary? -repitió Beth, pensativa-, Es muy buena, por supuesto, pero no diría que es de su estilo.
– Al contrario, aunque no creo que llene todos los requisitos estrictos que él estableció, considero que le servirá -comentó Tara al pensar en la estirada mujer de cincuenta años.
– Tú sabes qué haces -Beth se concretó a alzar los hombros-. Ya has trabajado para el hombre. Cuéntame, ¿cómo fue el viaje?
Tara levantó al fin la vista y Beth dejó escapar un jadeo al ver las marcadas ojeras de su amiga. Empezó a decir algo, pero cambió de idea y se obligó a reír.
– Tal vez Mary no sea tan mala idea, después de todo -se concentró en su correspondencia y las labores del día comenzaron.
Si Beth notó que Tara estaba tan tensa como un resorte y que saltaba cada vez que sonaba el teléfono, no lo comentó. No obstante, conforme la mañana transcurría y se sumergía en las actividades propias para colocar a sus chicas, Tara empezó a relajarse. En una o dos ocasiones advirtió que Beth la miraba con compasión, lo cual surtía un efecto positivo. La hacía erguirse, recordándose que debía mantener la sonrisa en los labios.
– Voy a buscar unos emparedados para el almuerzo -anunció Beth, cerca de las doce.
– De acuerdo, tráeme… -Tara no levantó la vista del directorio telefónico sino hasta que oyó que la puerta se cerraba con fuerza antes que terminara de hablar con Beth y dejó escapar un jadeo al ver a Adam.
– Creo que eso es lo que se conoce como una huida estratégica -Adam corrió el pestillo de la puerta.
– ¿Qué quieres, Adam?
– ¿Esa es la forma de recibir a alguien que te trae regalos?
– No quiero regalos de ti, Adam.
Sin inmutarse por el tono agrio, él fue a sentarse en la orilla del escritorio de Tara.
– No soy yo quien te manda esto -sacó un pequeño estuche y un sobre del bolsillo de su chaqueta-. Llegó por correo esta mañana. Desde Bahrein.
– ¿Qué es esto? -preguntó Tara al recibir el estuche y la carta.
– Ábrelo y ve -ahora fue el turno de Adam de hablar con tono cortante.
Tara soltó el broche y adentro, sobre un cojín de terciopelo descubrió un par de exquisitos pendientes de perlas.
– ¡Qué hermosos!
Adam le quitó el estuche de las manos para estudiarlos.
– Sí, dos perlas idénticas en tamaño y color. De los bancos de perlas de Bahrein, por supuesto -comentó con tono gélido-. Hanna tiene un gusto excelente. Te verás preciosa con ellos -se los regresó-. Pruébatelos.
– ¿Hanna me los envió?
– El sobre está cerrado, pero, ¿quién más puede ser?
– ¿No tuviste que abrirlo para asegurarte de que es de él? -molesta, Tara cerró el estuche-. No quiero su carta, ni quiero sus perlas. Regrésaselas.
– No hay por qué ser tan dramática -Adam esbozó una sonrisa-. Es su manera de disculparse.
– No necesito sus disculpas. Como tú mismo te esforzaste en señalar, sólo yo soy la culpable de lo que pasó. Représaselas -repitió con terquedad.
– No puedo hacerlo, Tara. Si lo hago, él pensará que no te las di.
– ¿Y eso en qué te afecta?
– Puede ser que como persona no me simpatice, pero debo reconocer que es un excelente intermediario financiero. Por el momento estamos ligados en este proyecto.
– Me temo que ese es tu problema. Yo no quiero los pendientes.
– Podrías venderlos. Te ayudarían a resolver tus problemas monetarios.
– ¿Tú qué sabes de eso?
– No sabía nada. Mas tu reacción me dice mucho.
– ¡Adam! -exclamó la joven cuando él se irguió para marcharse-. No puedes dejarme esto aquí. Pero él ya abría la puerta.
– Considéralo un bono adicional, Tara. Es evidente que te lo ganaste en la visita al pabellón en la playa. Lamento haber interpretado mal la escena en la casa de verano. Si no los hubiera interrumpido, con seguridad también estarías recibiendo un collar que hiciera juego.
Tara le arrojó la engrapadora a la cabeza, pero fue demasiado tarde. Adam había desaparecido. El objeto golpeó la pared y cayó al suelo sin lastimar a nadie.
Beth se agachó a recogerlo cuando regresó, dejándola sobre el escritorio sin comentario.
– Te traje uno de queso crema y salmón ahumado. Creo que te mereces algo especial.
– Las adulaciones no te llevarán a ninguna parte, Beth Lawrence. ¿Cómo te atreviste a huir y dejarme sola con él?
– Lo siento -se disculpó Beth, sonrojada-, pero no tenía cara de que le agradaría tener público.
– Supongo que no -aceptó Tara con un suspiro al abrir el sobre. Contenía el certificado de autenticidad de las perlas y una nota breve: "Perdóname, hermosa Tara. No comprendí. Hanna".
En una tarjeta, ella escribió un escueto "Perdonado. Tara", la metió en el estuche, llamó a un servicio de mensajería internacional y envió de regreso los pendientes.
Una pálida y airada Mary Ogden hizo acto de presencia en la oficina a las tres de la tarde del día siguiente. -Lo siento, Tara, hice mi mejor esfuerzo, pero es imposible trabajar con ese hombre.
– ¿Dejaste al señor Blackmore? -preguntó la joven con desaliento
– Mi capacidad jamás ha sido puesta a prueba.
– Lo siento, Mary. Sé que no es el hombre más fácil del mundo para el cual trabajar… y entiendo que ha estado bajo una tensión terrible estos días. Pero en realidad esperaba que pudieras salir avante.
– Claro que habría podido hacerlo. Sólo le pedí que fuera un poco más despacio cuando me dictaba -asumió un aire indignado-. ¡Me dijo que su secretaria anterior podía seguirle el paso! -lanzó un bufido mientras mascullaba que nadie podía tomar dictado a esa velocidad-. Mi taquigrafía nada deja que desear y se lo dije.,
– ¿Fue cuando te pidió que te marcharas?
– No en esas palabras -Mary apretó los labios-. Simplemente, – me dijo que si no podía tomar su dictado, buscara un trabajo menos exigente. Le dije que he trabajado…
– Sí, Mary -Tara suspiró-. Nadie cuestiona tu experiencia. Siéntate y toma una taza de café -trató de calmar a la mujer, ofreciéndole colocarla en otra parte tan rápido como le fuera posible, y al fin la vio partir con alivio.
– ¿Crees que él esté tratando de enviarte un mensaje? -le preguntó Beth entre risas.
– ¿Qué? -exclamó Tara.
– Lo lamento -Beth levantó los brazos-, no es de mi incumbencia. ¿Qué vas a hacer ahora?
– No estoy segura, pero más me vale hacer algo -tomó el teléfono para buscar a alguien que reemplazara a Mary.
– ¿No crees que debiste ponerla sobre aviso? -preguntó Beth cuando Tara terminó la llamada.
– No. Eso sólo la pondría nerviosa -comentó Tara al volver a marcar y esperar impaciente que Adam contestara.
– Adam Blackmore -ladró él por la línea y Tara guardó silencio-. ¿Hola? -con voz más amistosa, pensó ella molesta, pero no lo suficiente. Después de una pausa escuchó una risa suave que la hizo estremecerse-. Hola, mi lady. Me preguntaba cuánto más tardarías en llamarme.