Capítulo 4

EL anuncio de abordar el avión para el vuelo a Bahrein apareció en el monitor y con un suspiro de alivio, Tara se dirigió hacia la puerta indicada.

Adam apenas si había cruzado palabra con ella desde que fue a recogerla esa mañana. Como de costumbre, ella vestía con la mayor discreción con el cabello recogido en el moño de rigor. Discreta hasta la invisibilidad.

Adam vestía ropa apropiada para el viaje, lo cual ella habría hecho de no necesitar la armadura que le brindaba su ropa de trabajo. Sin decir palabra, él estudió sus facciones con tanta intensidad, que la sonriente fachada de Tara casi se derrumba.

El silencio se prolongó tanto, que cuando Adam habló, la sobresaltó.

– ¿Vendrá, entonces? ¿No se opondrá el señor Lambert? -se asomó por encima del hombro de ella, desafiándolo a que hiciera acto de presencia.

– El señor Lambert no está en posición de oponerse -le indicó ella en voz baja.

– Entonces, será mejor que partamos -sin más, Adam tomó la maleta y bajó hasta el auto con chofer que los llevaría al aeropuerto.

Tara lo siguió y se acomodó en el asiento posterior con la esperanza de que él ocupara el asiento junto al chofer. Esperanza inútil. Adam fue a sentarse a su lado, extendió las piernas y cerró los ojos.

Alguien debía hacer el esfuerzo por establecer una relación normal, o el viaje sería una pesadilla, reflexionó la joven, así que comentó:

– El vuelo saldrá a tiempo, ya lo comprobé.

– Eficiente como siempre, señora Lambert.

– Por favor, no…

– ¿Por qué no? -preguntó él con tono hiriente y tan helado como sus ojos-. Sólo respondo a su petición.

Tara no replicó y aparentemente satisfecho, Adam volvió a cerrar los ojos. Hicieron el trayecto al aeropuerto en silencio absoluto y cumplieron con los trámites de aduana sin complicaciones.

Adam titubeó un instante al entregarle su pasaporte, poniendo atención al espacio donde aparecía el "Señora Tara Lambert" escrito con excelente caligrafía en el espacio adecuado. Observó un instante su rostro pálido. El exabrupto de ella de la noche anterior al menos la libró de la situación embarazosa que se habría producido si él se hubiera enterado allí en público. Pero si ella le explicaba en ese momento que era viuda, sólo provocaría su lástima y eso era lo último que quería de él, se dijo con tristeza. El desagrado que manifestaba por ella era mil veces mejor.

– ¿Quiere un café?

El amable ofrecimiento la sorprendió.

– No, gracias -Tara se encaminó hacia un exhibidor de libros y revistas-. Sólo compraré algo para leer -suponía que jamás podría concentrarse en la lectura, pero un libro haría más tolerable el silencio del largo viaje.

Su mirada se detuvo ante una portada llamativa y Adam arqueó una ceja y tomó el libro.

– Nunca hubiera imaginado que este es su tipo de lecturas, señora Lambert. ¿Quiere este libro?

– Ya lo leí, muchas gracias. De pasta a pasta al menos veinte veces.

– ¿En serio? Adam mantuvo el ejemplar en la mano-. Tengo que leerlo. Con seguridad me dará algunas pistas.

– Dije que lo leí, no que me gustara.

– Todavía más interesante -él le dio vuelta al libro y leyó la contraportada con el entrecejo fruncido; luego señaló el exhibidor-. ¿Encontró algo que le agrade?

– No, gracias, creo que llevaré una revista -tomó dos revistas casi sin fijarse en las portadas y fue a reunirse con Adam, quien ya la esperaba en la caja. Ella se las entregó, esperando en cualquier momento el comentario hiriente acostumbrado, pero él ni siquiera prestó atención a lo que ella eligió. El anuncio de su vuelo por los altavoces fue una interrupción oportuna que los obligó a dirigirse a la puerta de abordaje.

La azafata los instaló en sus asientos. Era la primera ocasión que Tara volaría en primera clase y la amplitud de los asientos la sorprendió. Cuando despegaron, la joven miró a su alrededor con interés.

– ¿Es la primera vez que vuela? -preguntó Adam, observándola.

– No, pero esto es muy diferente a unas vacaciones en paquete a Grecia.

– ¿Allí fue a donde la llevó el señor Lambert en su luna de miel? -inquirió él en un tono tan casual, que Tara creyó no haberlo oído bien.

– ¿Perdón?

– El viaje a Grecia. ¿Fue allí donde…?

– No -con deliberación, Tara abrió una de las revistas y contempló sin ver la página frente a ella.

– ¿En dónde estaba él esta mañana? ¿Convenientemente fuera de vista? -como ella no contestó, él le tomó la mano izquierda y, a pesar de los esfuerzos de Tara por retirarla, la extendió sobre la suya-. No pude dejar de notar que no usa sortija.

– Es… demasiado grande y se me cae -había sido más rolliza. Perdió peso al enterarse del fallecimiento de Nigel y jamás lo recobró-. Tenía miedo de perderla -manifestó, mirándolo a la cara.

– Podía haberla mandado recortar. Es muy útil para aclarar cuál es su posición.

– ¿Para quién? -Tara se percató de que su mano todavía estaba sobre la de Adam y la retiró con un movimiento brusco-, ¿A ti en qué te afecta? Yo sé que estoy casada.

– Tiene una forma muy extraña de manifestado, señora Lambert y las mentiras me molestan.

– Nunca te he mentido.

– ¿No? Pregunté si ese pobre tonto enamorado era su esposo.

– Y dije que no lo era. Esa es la verdad.

Adam apretó los labios con desagrado y dio la vuelta al libro que compró en el aeropuerto. Horrorizada, Tara vio que en la contraportada aparecía la foto de Jim Matthews.

– Así que este es sólo el amante. Me pregunto si habrá el equivalente masculino de un harem -comentó él con tono indolente.

– No tengo idea -ella estaba furiosa. El no tenía ningún derecho para juzgarla-. Pero considerando que uso las faldas demasiado largas, no lo hago tan mal, ¿no te parece?

– Mal… -Adam se contuvo y casi sonrió-. Nada mal. Tal vez deba alegrarme de la armadura con la cual se viste. Si se lo propusiera, tendría a la mitad de la población masculina rendida a sus pies -se apoderó del eterno rizo rebelde de Tara y lo enredó alrededor de su dedo-. En una ceñida seda color rosa con esta nube de cabello negro rodeando su cara, ¿quién podría resistirse? -zafó el dedo con violencia y el tirón produjo que las lágrimas brotaran de los ojos de ella. Entonces le arrojó el libro, abierto en la página con la dedicatoria: "Para Tara… mi inspiración"-. Me pregunto qué hizo para ganarse eso, señora Lambert. Quizá la lectura del texto me ayude a averiguarlo..

La joven palideció. Encontraría demasiadas claves como las que buscaba. Ese fue el motivo por el cual ella se negó a volver a trabajar para el malvado escritor, a pesar de sus súplicas.

– La única inspiración que recibió de mí fue el no frenarlo cuando se exaltaba. Tuve que tomar en taquigrafía cada una de sus horribles palabras.

Adam le sostuvo la mirada y por un momento Tara pensó que le creía. Luego, él encogió los hombros.

– Creo que de todos modos lo leeré.

La azafata les ofreció bebidas, pero siguiendo el ejemplo de Adam, Tara sólo ordenó agua mineral, Y rechazó el almuerzo. El apenas probó el suyo y se dedicó a la lectura del libro, aparentemente fascinado por los horrorosos relatos. Ella dejó de fingir que leía y se dedicó a contemplar las nubes por la ventana.

Miró su reloj. Aterrizarían en una hora, calculó. Quería refrescarse antes de eso, pero la expresión de Adam era tan amenazadora, que no se atrevió a interrumpir su concentración en la lectura. No obstante, leyéndole la mente, Adam recogió las piernas.

– Gracias.

– Sólo tenía que pedirlo, señora Lambert.

Tara se tomó su tiempo en arreglarse el peinado y el maquillaje para darse un descanso lejos de él. Una vez que estuvieran en tierra, sabía que el trabajo ocuparía todo su tiempo. Reuniones de trabajo por las mañanas, eventos sociales por las noches. Por las tardes tendría que dedicarse a transcribir sus notas. Pero aún tendría que hacer frente a la siguiente hora. Reunió sus objetos personales y emprendió el camino de regreso a su asiento.

– Por favor regrese rápido a su lugar y abróchese el cinturón -le recomendó una azafata-. Encontraremos cierta turbulencia frente a nosotros.

En ese momento se encendieron los avisos de cinturones y el capitán confirmó las palabras de la azafata por los altavoces. Tara esperaba que Adam la dejara pasar, pero él sólo se concretó a mirarla.

– ¿Puedo volver a mi asiento? -le pidió ella, obligada a seguirte el juego.

– Por supuesto -él sonrió, pero antes que pudiera moverse, el avión sufrió una sacudida, provocando que Tara perdiera el equilibrio. Habría caído, mas Adam la atrapó a tiempo y la sentó en sus piernas.

– Lo lamento -manifestó ella en un intento inútil de ignorar el calor del duro pecho bajo sus manos y la cercanía del rostro varonil.

– No se disculpe, señora Lambert. Es mi culpa que no haya estado a salvo en su asiento -los labios de él se torcieron en una sonrisa malévola-. Si se hubiera lastimado, ya no me serviría de nada.

Tara se tensó, provocando la risa de Adam.

– Va a resultar un viaje desesperante si seguimos así, señora Lambert. ¿Qué le parece un cese de hostilidades?

Tara lo contempló. Quería soltarse y él no la sujetaba con tanta fuerza, mas una rara languidez la invadía, impidiéndole moverse. No era justo, pensó desesperada. Era injusto que un hombre, el hombre equivocado, tuviera en ella un efecto tan desastroso.

– Y bien, ¿qué dice?

– ¿Paz? -inquirió ella sin atreverse a mirarlo a los ojos.

Con gentileza, Adam le sujeto el mentón causando que ella no pudiera dejar de mirarlo y durante un largo momento estudió su rostro. Luego la tomó por la nuca para rozarle los labios con los propios.

– Paz -murmuró, y antes que ella se diera cuenta de lo que pasaba, se encontró a salvo en su propio asiento.

Estaba temblando. Contempló su propia mano en el descansabrazos del asiento, preguntándose si Adam sabría lo que le había provocado. Pero él había vuelto su atención al libro. Tal vez no era más que una cuestión interna y ella logró no traicionarse por completo.

Por fin, el capitán informó por el altavoz que estaban por aterrizar y las condiciones climatológicas y de temperatura.

El bullicio del descenso cubrió el remanente del nerviosismo de la joven y para cuando salieron de la aduana, Adam la presentó a un hombre sonriente como la señora Lambert, haciendo énfasis en "señora".

– Tara, él es Hanna Rashid. El hombre llevó la mano de ella a sus labios. -Hablamos ayer por teléfono, ¿no es así, madama Lambert? Tiene una voz muy hermosa -a pesar del acento francés y su ropa europea, su tez era morena y portaba un espeso mostacho. Con la mirada parecía indicarle que estaba dispuesto a convertirse en su esclavo. Los llevó hasta su auto-. ¿Cómo está la adorable Jane? -le preguntó a Adam cuando Tara se adelantó unos pasos-. Es una lástima que no haya podido acompañarte en este viaje -había bajado el tono de voz, pero no lo suficiente para que Tara no lo escuchara. Ella no oyó la respuesta de Adam, sólo la risita que Rashid dejó escapar.

Las maletas fueron guardadas en el portaequipajes de un Mercedes blanco y Hanna los alejó del calor húmedo desagradable que los envolvió tan pronto salieron del edificio del aeropuerto tomando una carretera en medio del desierto.

Tara se preguntó a dónde se dirigían, pero los hombres estaban enfrascados en animada charla y no se atrevió a interrumpirlos. Entraron en la ciudad y al fin Hanna introdujo el auto hasta el patio de una casa enorme.

– Estará cómoda aquí, madame.

– No sabía que nos recibiría en su casa, señor Rashid -comentó Tara con una sonrisa-. Pensé que nos llevaría a un hotel.

– Por supuesto que no. Estará mejor aquí en la villa -abrió la puerta del coche para ayudarla a bajar. Un sirviente apareció entonces para hacerse cargo del equipaje. En la entrada de la casa, Rashid le tendió la mano para despedirse-. Nos veremos para la cena, una vez que hayan descansado.

– No comprendo… -Tara frunció el entrecejo, pero algo en la expresión de Adam la hizo detenerse.

– Hay un coche en el garaje, Adam. Nos veremos. ¿Te parece a las diez?

– Gracias, Hanna -Adam tomó a Tara por la cintura y la hizo entrar en la casa. Cuando la puerta se cerró, ella se volvió hacia él.

– Esta es la casa de verano de Hanna. Aun en el invierno, sus invitados británicos encuentran a Manama un tanto húmedo.

– Pero no puedo quedarme a solas aquí contigo.

– ¿No? -él la llevó a una sala con mobiliario exquisito-. Estarás a salvo aquí, Tara. No me agrada compartir -se sirvió una bebida y le ofreció una a ella. La joven negó con la cabeza-. ¿Quieres que te muestre tu habitación?

– No, gracias. Estoy segura de poder encontrarla por mi cuenta.

– No vayas a extraviarte -Adam encogió los hombros.

La advertencia resultó innecesaria. El sirviente de edad avanzada que les llevó sus maletas la aguardaba para guiarla a su habitación. La villa era enorme y si hubiera estado sola, con seguridad habría perdido el rumbo. La construcción era de dos pisos y rodeaba un patio ajardinado en cuyo centro, una fuente saltaba seductora. Las habitaciones superiores daban a una terraza cubierta con vista al patio interior.

Tara vació su maleta y se dio un largo baño perfumado en la tina para borrar la tensión y el cansancio del largo viaje en avión. Cenarían en un centro nocturno de Manama y no sabiendo qué tan lujoso era, la joven optó por el sencillo vestido negro. Con seguridad Adam se burlaría de ella, pero no le importaba. Con la eficiencia acostumbrada, se recogió el cabello en un mono. Cualquier cambio en su apariencia provocaría que Adam la acusara de estar coqueteando, se dijo. Sólo se excedió en cuanto al maquillaje, poniéndose un poco más que el que llevaba a la oficina.

Se quitó la bata de algodón y contempló su imagen ante el espejo. Nunca pudo resistir el usar ropa interior bonita. El fino satén, el encaje y las medias negras la hicieron sonreír. Luego se cubrió con el vestido negro que la llevó adelante en tantas reuniones de negocios para empresas, de las cuales, había perdido el número. Una de las alegrías de trabajar como secretaria temporal.

Revisó la hora. Apenas eran un poco después de las nueve, descubrió. No tenía ganas de reunirse con Adam abajo y verse sometida a sus comentarios cáusticos, pero tampoco quería permanecer encerrada en su habitación. Había visto una escalera que conducía al jardín, así que decidió salir a explorar un poco.

La noche era fresca, pero nada desagradable, comparada con el invierno británico. Se percibía un aroma en el ambiente y Tara se dedicó a buscar la flor que lo producía. Cuando llegó a la pequeña fuente, se sentó en la orilla, apreciando su alegre rumor.

– Precioso, ¿no te parece? Un jardín cercado para ocultar a las mujeres de las miradas de hombres lujuriosos -la voz salida de entre las sombras la sobresaltó-. Rashid es un hombre encantador, pero a pesar de sus modales afrancesados, no deja de ser un árabe. Tienen costumbres diferentes. Sus mujeres son protegidas de encuentros casuales, pero los hombres suelen aprovecharse de las costumbres más liberadas de las mujeres europeas. Harás bien en recordar eso.

Tara abrió mucho los ojos, sorprendida. ¿Sugería Adam que ese lugar era…? Claro que no. Con seguridad bromeaba. -No sé a qué te refieres.

– Creo que lo sabes -él se sentó a su lado, muy elegante en traje de etiqueta negro-, pero si quieres que te lo diga con todas sus palabras, lo haré, mi querida señora. Sólo para evitar malentendidos -le acarició una mejilla con una mano gentil. Tara permaneció inmóvil, sabiendo por instinto que no era un gesto amenazador, que por el momento estaba a salvo. Adam la hizo mirarlo a la cara-. Mientras Hanna Rashid crea que te encuentras aquí para mi placer, estarás a salvo de sus atenciones, Tara.

– ¿Eso fue lo que le dijiste a Jane? -de pronto sentía la mano de Adam como un hierro ardiente en su mejilla.

– En su caso no era necesario -él apretó los labios y se puso de pie con un movimiento brusco-. Ya es hora de que partamos.

Ella fue por su bolso y una estola y para cuando encontró su camino a la entrada principal, el auto ya esperaba. Adam le abrió la puerta y en el trayecto al centro de la ciudad le recordó a las personas que se reunirían con ellos: un banquero norteamericano y su esposa, un par de hombres de negocios de la localidad y Hanna Bashid. Ella apenas le prestaba atención. Había memorizado sus nombres antes de partir de Inglaterra, así que se dedicó a meditar las palabras que él pronunció en el jardín acerca de que Rashid consideraba que ella estaba allí para el placer de Adam.

Era probable que algunos hombres de negocios acostumbraran llevar a sus secretarias en sus viajes "por placer". Adam aclaró sin lugar a dudas que Jane era feliz en su posición. Pero ella no era una chica de esas y no estaba dispuesta a permitir que alguien lo creyera.

Hanna los esperaba ante la puerta del restaurante y les dio la bienvenida. Al inclinarse para besar la mano de Tara, ésta advirtió inmediatamente la expresión cínica de Adam, quien los observaba, y cuando el árabe se enderezó, ella le brindó una sonrisa radiante, permitiéndole que la tomara del brazo para escoltarla y presentarla con sus otros invitados.

De alguna manera poco después se encontró sentada a la cabeza de la larga mesa, Adam estaba en el otro extremo. Pero Hanna la mantuvo entretenida, preguntándole acerca de su vida personal, y en el breve lapso de unas horas ella reveló más de su existencia de lo que en realidad quería. Mas cuando el espectáculo terminó y se abrió la pista para que la concurrencia bailara, fue Adam el que apareció de inmediato a su lado antes que Hanna pudiera reaccionar.

– ¿Tara?

Ella estuvo a punto de negarse, pero una mirada al rostro de él bastó para hacerla cambiar de opinión.

– Gracias, Adam.

– ¿De qué tanto hablaban tú y Hanna? -murmuró él entre dientes al tomarla entre sus brazos y empezar a bailar.

– De nada en especial. Es un hombre muy agradable.

– También muy astuto. Espero que no hayan estado hablando de negocios.

– No soy tan tonta. Sé reconocer cuando alguien trata de sacarme información confidencial -le aseguró ella, apartándose un poco.

– Eso esperó -Adam volvió a acercarla-. ¿De qué hablaban?

– De la vida, del amor, de la poesía -bromeó ella.

– Una hogaza de pan… una botella de vino… y…

– Algo así -aceptó ella, despreocupada.

– Pues no te quejes de que no te lo advertí -la música terminó y Adam la regresó al lado de Hanna, quien de inmediato reclamó la pieza siguiente. Pero no fue igual. El árabe era un bailarín excelente, era agradable y divertido, pero no era Adam. Este bailaba con la mujer norteamericana, haciéndola reír y charlando con ella. Tara dejó escapar un suspiro y al instante Hanna se mostró preocupado.

– ¿Estás cansada, cherie? Ha sido un largo día para ti. Permíteme llevarte a casa.

– No, gracias -respondió ella al percibir una campanada de alarma-. Será mejor que espere a Adam.

– Con seguridad estas ya no son horas de trabajo. Y Adam parece querer estar aquí un rato más -comentó Hanna un tanto molesto. Al mirar a su alrededor, Tara se percató de que Adam y la norteamericana habían desaparecido y un escalofrío la recorrió.

– En realidad estoy muy cansada. Te agradezco mucho tu ofrecimiento -se despidió del resto del grupo y permitió que el árabe la llevara al ascensor. Se tensó cuando el la tomó de la mano, pero no intentó más y poco a poco ella se relajó.

El la acomodó en el asiento delantero de su lujoso Mercedes y condujo despacio a través de la noche del desierto, señalándole las constelaciones que allí parecían más cercanas que en Inglaterra.

– Mañana por la tarde te llevaré al desierto para que sepas cómo es en realidad, hermosa Tara. Pero esta noche necesitas descansar -habían llegado a la villa y la ayudó a bajar como sí fuera una delicada pieza de porcelana. Luego le dio un beso gentil en la mano y se marchó.

Tara se quitó los broches y se soltó el cabello. La advertencia de Adam había sido inútil. Sonrió al bajarse la cremallera del vestido, el cual se quitó despacio. Lo puso en un gancho y estaba por guardarlo cuando escuchó un fuerte llamado a la puerta y la voz de Adam:

– ¡Tara! ¡Tara! ¿Estás allí?

La joven se cubrió con la bata y fue a abrir.

– ¿Sí? ¿Qué pasa?

– Veo que ya estás aquí -la cara de Adam era una máscara de ira-. ¿Estás sola?

– ¡Por supuesto! -pero eso no convenció a Adam, quien abrió la puerta por completo.

– ¿Qué diablos te hizo partir…? -las palabras de él se perdieron ante la visión que tenía enfrente. La pieza de satén y encaje y el cabello que le enmarcaba el pálido rostro revelaban más que lo que ocultaban de los senos y cadera plena, Tara dio un paso atrás, sólo para mostrar las largas piernas enfundadas en seda negra.

– ¡Fuera de aquí! -exclamó, tratando de cubrirse con la bata.

Adam no hizo movimiento alguno para salir; por el contrario, le quitó la bata de los dedos temblorosos y la estudió a placer hasta que al fin volvió a fijarse en el rostro ruborizado.

– Hace bien en cubrirse detrás de su armadura, señora Lambert. El señor Lambert es un hombre afortunado. Déle mi mensaje, por favor.

Dicho esto, se dio media vuelta y salió de la habitación. Tara fue a cerrar la puerta y se apoyó en ella como si así pudiera mantenerlo fuera si intentaba entrar por la fuerza.

– ¡Tonta! -se dijo muy quedo. Si hubiera extendido la mano, ahora lo tendría a sus pies. Pero no tenía experiencia en el arte de la seducción, a pesar de lo que él pensaba de ella. Y tal vez así era mejor. Había que pensar en Jane y su bebé.

A la mañana siguiente se vistió de manera que apagara cualquier sentimiento lujurioso. Se recogió el cabello en un moño más apretado que nunca y se puso un austero vestido azul marino. Adam llegó detrás de ella al comedor y fue a servirse un café.

– Este es un desayuno árabe. Si quieres huevos, tendrás que pedírselos a la cocinera.

– Esto está bien, gracias -Tara se sirvió yogurt, pan de centeno y café, sin animarse a probar los tomates con queso de cabra.

– ¿Dormiste bien? -le preguntó Adam con helada cortesía.

– Sí -mintió ella-. ¿Y tú?

El levantó la vista. La joven supo que no observaba el vestido, sino lo que sabía que había debajo.

– ¿Tú qué crees? -aparentemente no esperaba respuesta, ya que de inmediato se lanzó a analizar el programa de actividades del día-. Tenemos una reunión en el banco. Terminará alrededor de las doce e iremos a almorzar; después trabajaremos aquí por la tarde. Esta noche hay un cocktail en la embajada británica y luego un cambio de planes. Hemos sido invitados a cenar con el secretario de comercio y su esposa.

– ¿Cuando acordaste eso? -le preguntó Tara al anotarlo en su agenda.

– Vi a Mark en el restaurante anoche cuando se marchaba y lo acompañó hasta su auto. Estuve ausente cinco minutos, tiempo suficiente para que tú te dejaras convencer por Hanna de que te mostrara el desierto de noche. Pero hasta un ciego puede ver que no necesitas mucho convencimiento.

– Pero él dijo… -Tara se interrumpió para no traicionarse. Si admitía que partió porque Hanna le dijo que él estaba ocupado en otros menesteres, Adam sabría lo vulnerable que era.

– ¿Decías? -insistió Adam.

– Fue todo un caballero.

– Una gran decepción para ti. Pero él no te ha visto en ropa interior. Todavía. Te garantizo que no tiene el mismo control que yo.

– Si Hanna Rashid me ve en ropa interior, Adam, será a invitación mía.

– Estás jugando con fuego, Tara -él se levantó sin terminar su desayuno-. Pero eres una mujer adulta y no mi responsabilidad.

– Y me necesitas demasiado para despacharme, por mucho que quisieras hacerlo.

La mirada de Adam era una advertencia de que estaba al borde de la insolencia, pero Tara sabía que hacia mucho que habían cruzado el límite que debía regir una relación profesional. Y no dudaba que de no ser por Jane, ella misma habría seguido la recomendación de Beth de que se divirtiera. Adam Blackmore estaba a punto de romperle el corazón y el dolor sin placer resultaba injusto.

El día resultó como estaba planeado. Hanna Rashid estuvo presente, pero manteniéndose a la expectativa, y Adam se sentó al lado de Tara, ignorando al otro hombre durante el almuerzo.

La villa contaba con una oficina bien acondicionada y Tara pasó la tarde mecanografiando sus notas y haciéndose cargo de la correspondencia, mientras Adam hablaba por teléfono. Hanna Rashid llegó a las cuatro, para la evidente molestia de Adam.

– Le prometí a la hermosa madame Lambert que le mostraría el desierto al atardecer.

– Tendrá que ser en otra ocasión Hanna. Vino aquí a trabajar y no tiene tiempo para paseos en el desierto, o cualquier otra cosa interesante que quieras mostrarle.

– Será en otra ocasión -acordó el árabe, mirando a Tara. Con los ojos le decía que sería pronto. Tara sonrió sólo por molestar a Adam.

Lo cual le costó que le dieran una carga de trabajo tal que se sentía agotada al bañarse antes de salir a la larga velada que los esperaba.

Se puso un traje rojo oscuro de falda un poco más corta que las que acostumbraba, el cual no era parte de su atuendo para el trabajo, y fue premiada con una sonrisa de parte de Adam al recibirla al pie de la escalera que daba a la sala.

– Hanna no estará allí esta noche, Tara -le recordó-. ¿No te parece un desperdicio?

– Si se supone que es un cumplido de tu parte, muchas gracias.

– De nada. ¿Quieres un trago?

– Ginebra con agua quinada, por favor. ¿Alguna instrucción especial de tu parte para esta noche? -agregó al recibir la bebida.

– Sólo que te diviertas.

– ¿Esos son tus planes también?

Adam brindó con una sonrisa, haciéndola ruborizarse, y luego le quitó con delicadeza la bebida de la mano.

– No deberían permitirte salir, mi hermosa Tara. Vamonos.

El cóctel resultó como docenas a las que Tara había asistido. Ni mejor, ni peor. Pero Mark Stringer, el secretario de comercio y su esposa Angela resultaron anfitriones agradables.

– ¿Qué planes tienen para el viernes? -preguntó Angela.

– Ninguno hasta ahora -expresó Adam-. Para ser sincero, esperaba poder salir de aquí antes del viernes, pero Hanna lleva las cosas con una lentitud pasmosa. Le gusta el estira y afloja y no quiere apresurarse -entonces miró a Tara y agregó-: Al menos espero que ese sea el motivo del retraso.

– Nosotros iremos a las carreras a Awali -le comentó Angela a Tara-. Distan mucho de ser como en Ascot, pero son divertidas. Caballos y camellos. ¿Por qué no van con nosotros?

Tara no contestó, no le correspondía aceptar invitaciones como esa.

– ¿Por qué no?-comentó Adam, alzando los hombros.

Concretaron la cita y Adam regresó con Tara a la villa. Cuando llegaron, un mensaje los esperaba.

– ¡ Maldición!

– ¿Qué sucede?

– El gobernante celebrará un majlis mañana por la mañana y me ha convocado.

– ¿Un majlis? -repitió Tara-. ¿Qué es eso?

– Es una especie de "casa abierta". Cualquiera puede asistir a un majlis del gobernante… su corte, supongo… y pedir sus favores, ayuda, o simplemente para presentarle sus respetos. En ocasiones celebra reuniones en las que se limita a saludar de mano a los presentes. Es una especie de fiesta en los jardines del palacio, con la salvedad de que no se permite la presencia de las mujeres. Yo tendré que ir a estrechar su mano.

– ¡Cielos, estoy impresionada!

– Me tomará toda la mañana -Adam hizo una mueca-. Te aburrirás a muerte aquí sola. Llamaré a Angela para que te lleve al souk de compras, si quieres. Las orfebrerías son dignas de visitar.

– No es necesario.

– No es problema -Adam entrecerró los ojos-. Angela lo disfrutará.


Pero media hora antes que Angela pasara por ella, le llamó por teléfono.

– ¿Tara? Tengo un problema. Mi hijo menor tiene una erupción y tengo que llevarlo al doctor. Lo siento muchísimo.

– No te preocupes, Angela. Aquí estoy bien. Espero que lo de tu hijo no sea nada grave.

– Me temo que puede ser sarampión. De ser así, tendré que entrar en cuarentena durante una o dos semanas. Aunque quizá resulte una bendición. Al menos no tendré que recibir al club de bridge esta semana. No obstante, lamentaré no poder verte de nuevo.

Tara deambuló por la casa durante un rato. Arregló la oficina, hojeó una revista y se preguntaba si haría el calor suficiente para ponerse el traje de baño y salir a tomar un baño de sol en el jardín, cuando oyó que un auto llegaba y el sirviente anunció a Hanna Rashid.

– Tara, querida -manifestó él al acercarse con las manos extendidas para tomar la suya-. ¿Adam te dejó aquí sola?

– Tuvo que asistir al majlis del gobernante.

– Claro. Lo oí mencionarlo cuando nos reunimos ayer -todavía le sujetaba la mano y Tara tuvo que retirarla con cierta fuerza-. Tengo que atender algunos asuntos con mi personal, pero después tendré el inmenso placer de enseñarte algo de la isla.

– No creo…

– ¿Sabías que Bahrein es conocido como el sitio del legendario Dilmun, el perdido Jardín del Edén?

Sorprendida y sin poder relacionar lo que había visto del lugar con el Edén, Tara cuestionó su declaración.

– Ciertamente -afirmó él-. Hay lugares antiguos. Los visitaremos, pero para hacerlo, deberás ponerte algo más cómodo -la rodeaba con el brazo por los hombros y la guiaba hacia la escalera.

– Creo que no -Tara se dio la vuelta con brusquedad y se libró del brazo que la sujetaba-. Muchas gracias por tu ofrecimiento, pero debo quedarme aquí.

– Eres demasiado responsable. Adam no te merece. Lo menos que puede hacer es organizar alguna actividad para ti mientras él está fuera.

– Lo hizo -apuntó Tara y le explicó el problema de Angela.

– Cuánto lo siento, pero no hay motivo por el que no debas aceptar mi ofrecimiento. Es evidente que Adam no tenía intenciones de dejarte aquí sola y tal vez no se presente la oportunidad de que conozcas algo de la isla.

Era cierto y a pesar de las advertencias de Adam, Hanna se había comportado como todo un caballero la noche que la llevó a casa. Mucho más que Adam, reflexionó con resentimiento.

Miró su reloj. Todavía era temprano y sería maravilloso salir una o dos horas.

– De acuerdo, pero debo estar de regreso antes de la una.

– Como tú ordenes -convino Hanna.

Tara fue a cambiarse. Se puso un pantalón estilo marinero y una camiseta tejida de un tono rosa brillante. Luego se calzó unas alpargatas y tomó una pañoleta.

En el último momento decidió dejarle un mensaje a Adam. Libreta de notas en mano, meditó en qué le diría hasta que una sonrisa maliciosa apareció en sus labios. "Fui a descubrir el Jardín del Edén con Hanna. Estaré de regreso a la una. Tara", escribió. Fijó la nota a la puerta del dormitorio de Adam al salir.

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