Capítulo 8

JANE se disculpa por las lágrimas -le indicó Adam, volviéndose hacia ella mientras esperaban la oportunidad para incorporarse al tránsito-. Según entiendo, es normal. Las hormonas se alteran.

– ¡Y tú eres un experto! -Tara habló con voz chillona y se odió por ello. Si había perdido el corazón, al menos debía conservar el respeto de sí misma. Adam nunca debería saber cuánto sufría.

– No me precio de serlo -comentó él al evitar con habilidad a un taxi que se les acercó demasiado.

Guardaron silencio durante un rato, perdidos cada quien en sus pensamientos. La joven cerró los ojos en un esfuerzo por ignorar la presencia del hombre al que amaba, dudando de su control. Pero el aroma del ambiente que la rodeaba le alteraba los nervios hasta que abandonó la inútil lucha y se volvió hacía él.

Cuando lo reconoció, le pareció un hombre inclemente. Y era cierto. Tenía un dinamismo que lo llevó a una posición de poder e influencia que disfrutaba sin remordimientos. Pero tenía mucho más. Tara pensó en él como un caballero de armadura negra; eso no era correcto. Tenía muchos defectos, era cierto, pero pertenecía al bando de los ángeles. Quizá incluso ya lamentaba su aventura con Jane. La forma en que la besó aquella noche en su oficina no había sido sólo por lujuria. La deseaba tanto como ella a él y sólo el último hito de cordura que le quedaba a Tara impidió que cometiera el más terrible de los errores. Pero él era consciente de sus responsabilidades hacia Jane y el bebé y jamás los abandonaría. Eso era correcto y ella lo aceptaba.

– Devolviste las perlas -comentó Adam de pronto. Era algo tan ajeno a los pensamientos de Tara, que ésta se sobresalto-, ¿Por qué?

– ¿Qué esperabas? -inquirió ella-. Te negaste a hacerlo por mí.

– Me parecía que exagerabas en tu nobleza. Hanna tiene lo suficiente para ser generoso.

– Ese no es el punto.

– Has sacudido hasta los cimientos la creencia de Hanna en la avaricia de las mujeres.

– ¿Hablaste con él?

– Me llamó muy alarmado, queriendo saber qué pretendes de él y cuánto le costará comprar tu silencio. Consideró el que le devolvieras los pendientes una especie de chantaje de tu parte, una insinuación de que no le resulta suficiente.

– ¡No, Adam! -exclamó ella de prisa. Tenía que creerle.

– Logré convencerlo de que si le decías que estaba perdonado, podía olvidarse del incidente. Es un hombre derrotado, Tara. No está acostumbrado a recibir perdón sin tener que pagar por sus pecados. Su mujer le extrae joyas como dientes un dentista. Y sin anestesia -agregó con una sonrisa.

– Nunca habría podido usarlos -Tara se miraba las manos, nerviosa. No soportaba esa sonrisa de Adam.

– Pues no habrías sufrido daño alguno. Es un tipo acaudalado y lo consideraba una deuda de honor.

– Una frase muy inapropiada, si se me permite decirlo.

– ¿Qué? Ah, sí. Supongo que lo es -estaban detenidos por el tránsito y él tamborileaba impaciente con los dedos sobre el volante.

Tara sentía que se resquebrajaba. Había sido un día terrible para ella y verse obligada a estar junto a Adam era una tortura. Al volverse a mirar por su ventana, se percató de que pasaban frente a una estación del tren subterráneo.

– Adam, lamento que te hayan obligado a traerme -dijo-. Déjame aquí y regresaré a casa en el "metro" -hizo el intento de soltarse el cinturón de seguridad.

– Quédate donde estás. El tránsito está por empezar a avanzar de nuevo.

– ¿No podrías acercarte a la acera y dejarme aquí?

– ¿Tanto aborreces mi compartía? -preguntó él, molesto. El tránsito volvió a fluir y en cuestión de segundos una orquesta de bocinas empezó a sonar detrás de ellos.

– ¡Adam!

– ¡Contéstame!

– Dijiste que no querías volver a verme -le recordó ella sin poder mentir.

– Lo cual demuestra lo poco que sé -manifestó Adam con amargura. Mirando por el espejo retrovisor, levantó una mano pidiendo calma antes de poner el auto en movimiento.

– Por favor, Adam -imploró Tara.

Pero él la ignoró, aceleró y la estación pronto quedó atrás.

– ¿Es demasiado pedirte que me soportes unos kilómetros más? No tienes que hablarme si eso es problema para ti.

Tara no contestó. Era inútil. Interpretando su silencio como una respuesta positiva, Adam insertó una cinta en la reproductora y los acordes del concierto para violín de Tchaikovsky inundaron el interior del coche, poniendo fin al intercambio verbal.

La joven cerró los ojos, dejándose llevar por la música. Ni siquiera los abrió cuando el auto se detuvo, pues supuso que sólo lo hacían por un semáforo, hasta que él apagó el motor y el silencio los envolvió, lo cual la obligó a abrir los ojos. Adam se había detenido junto al río.

– ¿En dónde estamos?

– En algún punto de Buckinghamshire -respondió él con tono enigmático-. ¿Importa? Me dieron ganas de caminar un poco. Apenas he visto la luz del día esta semana y me gustaría librarme de las telarañas.

– ¿No está por oscurecer? -protestó ella.

– No antes de una hora. Sólo caminaremos por la ribera. Nada agotador -le ofreció el brazo. Tara dudó un instante, pero recordó que él había sido obligado por Jane a llevarla y sería inútil de su parte que insistiera en que la dejara en su casa en ese momento. A decir verdad, a ella también le agradaría el aire fresco.

El la tomó del brazo y ella se dejó guiar hasta la orilla del agua, donde deambularon unos minutos. La tarde primaveral había alentado a varías personas a salir a pasear, pero al caer el sol, empezaban a encaminarse en una sola dirección y Adam y Tara las siguieron hasta una posada antigua. El se agachó para pasar bajo una viga a poca altura y fue al bar.

– ¿Qué quieres tomar? -le preguntó a Tara, volviéndose. Lo extraño era la normalidad con que se desenvolvían. El parecía ignorar la tensión. Quizá era mejor así, seguir fingiendo normalidad.

– Un jerez seco, por favor.

Adam ordenó el jerez y un jugo de tomate para él y se abrió camino hasta una mesa pequeña al fondo del salón. Se mantuvo en silencio durante un largo momento, observándola pensativo, como si fuera a tomar una decisión.

– ¿Qué te pareció Jane? ¿Te agradó? -sus preguntas tenían un tono extraño, como si la respuesta fuera muy importante para él. No era probable que alguna vez se convirtieran en amigas. Tara esperaba no volver a ver a la mujer.

– Nuestro encuentro fue muy breve -comentó al llevarse la copa a los labios-. La charla versó básicamente sobre el bebé.

Adam apretó los labios de repente.

– Te veías muy hermosa con el bebé en los brazos, Tara.

– No estoy en busca de bebés, Adam -le indicó ella, ruborizada-. Tengo mi carrera.

Sin que Tara pudiera evitarlo Adam se apoderó de su mano.

– ¿Estás tan obstinada en eso? ¿Una vida solitaria en compañía de un perro mimado que te acompañe en tu vejez? Tu marido murió, Tara, pero el mundo no se acabó con él. Pasó hace mucho tiempo y ya es hora de que empieces a vivir de nuevo. Debes ser amada, consentida. Déjame…

¿No era el final del mundo? El nunca sabría lo cercano que estaba. El haberlo juzgado tan mal… la voz de Tara sonó ronca, pero el significado de sus palabras tan claro como el cristal:

– No puedo ayudarte, Adam.

– Entonces es cierto -él se reclinó hacia atrás-. Sigues enamorada de él.

– Siempre lo amaré. ¿Te parece extraño? -"no de la manera en que te amo a ti", pensó. Pero al menos Nigel nunca la lastimó.

– ¿Aun cuando me pediste que te amara?

El impulso de contraatacar, de lastimarlo tanto como él la lastimaba a ella era abrumador.

– Todos tenemos necesidades, Adam. Simplemente reemplazabas a mi compañero esa noche. Y fuiste tú quien se negó.

– ¡Maldita!

– ¿Qué te sucede, Adam? -nada la detenía, ya nada importaba-. ¿Crees que sólo los hombres pueden satisfacerse en la cama sin un compromiso emocional?

– No, Tara -un nervio saltaba en la sien de Adam-, pero fui tan tonto como para esperar… -su sonrisa era mortal-. No importa -se levantó y, tomándola del brazo, la hizo salir para volver a la ribera del río. Al llegar junto a un viejo y frondoso sauce, se volvió y la atrajo a sus brazos.

– Si se trata de divertirse, Tara, soy tan bueno como el mejor.

– ¡No! -Tara lo apartó con violencia, empujándolo por el pecho, pero él se mantuvo firme y la acercó más, ajustando las curvas de sus cuerpos y haciéndola sentir su excitación. Tara empezó a temblar. Lo había provocado más allá del límite y ahora iba a tomarla allí, pensó en el frío y húmedo pasto, en la oscuridad junto al río… Después de todo, ocurriría allí, en un arranque de ira-. Por favor, no -su voz se quebró en un sollozo.

– ¿Lágrimas? -Adam levantó la mano y tocó la humedad de su mejilla antes de maldecir y apartarse de ella con brusquedad-. Dios mío, Tara, estás llevándome al borde de la locura. Te deseo tanto que en ocasiones creo que te odio -jadeaba con fuerza-. ¿No sientes esta… electricidad? -la tomó de los brazos y la sacudió, como para arrancarle una respuesta, pero al verla estremecerse dio un paso atrás y levantó tos brazos para tranquilizarse-. ¿Por qué lo niegas?

– Necesito algo más que electricidad para encenderme, Adam. Necesito a alguien que me ame todo el tiempo, ¡no sólo en los momentos entre tus visitas a Jane y su hijo! -¿Jane? ¿Qué diablos tiene ella que ver con nosotros?

– Todo. Por eso es que quería verme hoy. Necesitaba esa seguridad.

– ¿Acerca de qué exactamente? -él estaba furioso, y nada podía ella hacer al respecto. Jane tendría que hacerse cargo de ese aspecto en persona. Parecía muy capaz de ello.

– Tú eres el experto en hormonas, Adam. Ella acaba de tener un bebé. Se siente vulnerable. Quería asegurarse de que yo no seré una amenaza para ella. Hice mi mejor esfuerzo por tranquilizarla y el cielo sabe que es más de lo que te mereces.

La risa brusca de Adam fue como un puñal para ella.

– ¿Por eso te vestiste como tía solterona? -preguntó, pero Tara no respondió-. No funciona, mi lady. ¿No sabes que hasta vestida con un saco de harina llamarías la atención? -levantó una mano y le soltó el cabello. Sus dedos encendían un deseo peligroso que corría por sus venas como el más fino champaña.

– ¡No! -exclamó ella, se volvió y corrió de regreso a la posada, ignorando tos gritos de Adam, que le pedía que se detuviera.

Al ver su expresión, la posadera la llevó de inmediato al teléfono a petición de Tara. La pasó a su sala para que llamara un taxi y luego la dejó sola con discreción para que reparara su maquillaje dañado por las lágrimas y se arreglara el cabello.

Poco después, la joven se acomodó en el asiento posterior del taxi, tratando de no pensar. Pero su mente trabajaba a marcha forzadas y únicamente pensaba en Adam Blackmore. Las imágenes aparecían en eterna procesión: su mirada inclemente mientras atendía una reunión de negocios, sus ojos devorándola con deseo, sus manos asiendo con fuerza el volante, sus dedos acariciando la mejilla del bebé, su cuerpo contra el de ella.

– ¿Este es el lugar, señorita?

La voz del taxista la hizo volver a la realidad.

– Ah, sí. ¿Cuánto le debo?

– El caballero pagó, señorita.

– ¿El caballero? ¿Cómo supo él…? -se interrumpió al ver la expresión interesada del hombre. Con seguridad fue obvio que lo haría. O tal vez la posadera se lo dijo-. ¿Puede decirme cuánto es para poder reembolsarlo?

Al entrar en su apartamento, oyó a Frank reportando por radio que todo estaba en orden al tiempo que agitaba una mano para saludarla. Tara lo ignoró. Era evidente que Adam no había prestado atención a su nota cortés en la que le exigió que retirara al vigilante.

Bueno, con seguridad no se preocuparía más por su seguridad después de las cosas horribles que le dijo esa noche. Las mejillas le ardían al recordarlo. Se comportó como la cazafortunas que él la consideraba. Vaya cazafortunas que lloraba porque el hombre que amaba la deseaba. Se llevó una mano a la boca y corrió al baño.


No le tomó mucho tiempo hacer maletas. Su madrina siempre estaba demasiado ocupada en sus propios asuntos para ocuparse de los de los demás, pensó. Una semana con ella le despejaría la mente, le daría un poco de tiempo y espacio para recobrar el control.

Había llamado a Beth, quien, adivinando el sufrimiento de su socia, pero guardándose la curiosidad, le ofreció su auto para el viaje.

– Te tomaría una eternidad hacerlo por tren. Y no te preocupes por la oficina -le indica-. Si es necesario, llamaré a alguien para que me ayude. Supongo que no quieres que le dé tu dirección a nadie, aunque la pida -agregó después de una pausa.

– Nadie te la pedirá -le aseguró Tara. Se detuvo a pasar la noche en un hotel y llamó a Lally para avisarle de su inminente llegada. La respuesta desinteresada de su madrina era justo lo que Tara necesitaba. Sería un alivio pasar unos días en la compañía de alguien que no sabía de la existencia de Adam Blackmore.


Pasó los días caminando, leyendo, escuchando música y viendo a Rally pintando las acuarelas con las cuales ilustraba sus libros sobre la flora de diversas regiones. Había sido amiga de la madre de Tara desde sus días escolares, y era el único punto de contacto que ésta tenía con los rostros jóvenes y desconocidos de viejos álbumes de fotografías. Cuando estaba de buenas y platicadora, también era una fuente inagotable de historias.

Lally se encontraba en la India cuando ocurrió el accidente que les costó la vida a los padres de Tara. De inmediato regresó a Inglaterra para asumir las responsabilidades que le correspondieran, pero la huérfana siempre sospechó que Lally se alegró al ver que su ahijada ya estaba instalada con los amables vecinos, quienes se hicieron cargo de ella desde que sus padres salieron ese fatídico fin de semana.

Pero se responsabilizó del aspecto económico de su crianza e invirtió la pequeña herencia de los difuntos para que Tara nunca fuera una carga para los Lambert. Suficiente para el pago inicial de la pequeña casa en la que Nigel y ella vivirían.

Más Lally siempre mantuvo un ojo avizor a la distancia. Siempre recordaba las fechas importantes. Y siempre estuvo allí cuando era necesitada con desesperación. Fue ella quien la ayudó a sobreponerse al dolor por la muerte de Nigel.

La semana de vacaciones pasó demasiado rápido. Tara regresó a la casa de Beth el domingo a la hora del almuerzo y su socia se puso feliz al verla.

– Te ves mejor.

– Me recupero, Beth. Es evidente que un corazón roto no es un asunto mortal necesariamente.

– Gracias a Dios por eso -dijo Beth con convicción-. Pero es como una enfermedad. Vive un día a la vez. Un día despertarás y te darás cuenta de que el dolor ya no es intolerable.

– Tomaré tu palabra por buena -le indicó Tara-. No en vano has pasado por esto en varias ocasiones -esto hizo brillar los ojos de Beth-. ¡No puedo creerlo! ¿Otra vez?

– Esta vez es la buena, lo juro.

Tara movió la cabeza, asombrada por la energía de su amiga. Una vez había sido suficiente para ella.

– Y estabas equivocada en cuanto a que nadie preguntaría por ti.

La mano de Tara tembló y dejó la taza de café sobre la mesa, temerosa de derramarlo.

– ¿Llamó por teléfono?

– Fue a la oficina -Beth apretó los labios-. Sé que no piensas nada bueno de él, pero francamente, tu señor Blackmore me impresionó.

– No es mío -a Tara le zumbaban los oídos-. ¿Qué le dijiste?

– Simplemente que habías salido y que no tenía la autorización para decirle dónde estabas.

– ¿Y se quedó tan tranquilo? -¿por qué preguntó eso? ¿Por qué quería que la respuesta fuera negativa? Cerró los ojos. No debería importarle tanto. Su recuperación todavía no terminaba.

– No trató de sacarme tu dirección a la fuerza, si a eso te refieres.

– Bueno, gracias -Tara se sonrojó.

– Podrías ser más efusiva. ¿Esperabas que cayera rendida ante sus encantos? Parecía dispuesto a ir a buscarte.

– Claro que no -respondió la joven de inmediato.

– ¿Quieres comer algo? -preguntó Beth, sin parecer convencida.

– No si puedo pedirte que me lleves a casa previa escala en la tienda de los italianos para comprar pan y leche.

Tenían que pasar frente a Victoria House para llegar al apartamento de Tara. Esta mantenía la vista fija al frente, temerosa de que Adam pudiera asomarse por la ventana y verla. Beth no dijo nada, sólo esbozó una sonrisa.

– Sé que no puede verme. Ni siquiera conoce tu auto, pero me siento… vulnerable -confesó la joven.

Ya en el interior de su apartamento, se creyó más segura. Pasó ya más tranquila por encima de la correspondencia y periódicos acumulados en la entrada. Era su hogar. Representaba seguridad. Revisó los cuartos. Todo estaba tal como ella lo dejó, aparte del polvo acumulado de una semana. Hizo la limpieza rápidamente y se preparó un emparedado.

Se obligó a masticar y después lavó los platos, vació su maleta, lavó su ropa, cambió la cama y limpió la alfombra con la aspiradora. Luego abrió la correspondencia y la clasificó para encargarse de ella el lunes en la oficina. Eran labores tediosas que mantenían su mente distraída. Pero apenas eran las cinco de la tarde.

La desesperación la obligaba a mantenerse ocupada. Hornearía un pastel para Beth como muestra de agradecimiento por haberle prestado el coche, decidió. Encendió el aparato de radio, buscó una estación de música alegre y se dedicó a la tarea. Batía los ingredientes cuando escuchó un sonido insistente. Apagó la batidora. Alguien llamaba a su puerta.

Su primera intención fue la de ignorar al inoportuno. No quería ver a nadie y si llamaban a la casa de la vecina, siempre se podría decir: que no había escuchado.

Con un suspiro, apagó el radio. Nunca le gustó fingir. La única mentira intencional que pronunció y que alguien le creyó fue la que le dijo a Adam acerca de que deseaba a Hanna Rashid.

Una vez que decidió que abriría, lo hizo casi corriendo. No sabía cuánto más la esperada quien llamaba.

Pero al instante deseó haber seguido su intención inicial. Su visitante era la última persona a la que quería ver.

– Hola, Tara.

La joven dio un involuntario paso atrás. Al interpretar el gesto como una invitación a pasar, Jane Townsend cruzó el umbral.

– Me alegro de encontrarte en casa. Estaba a punto de retirarme. ¿Puedo usar tu baño? Me temo que Charlie requiere un urgente cambio de pañales.

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