Capítulo 2

¿POR quién me tomas? -explotó Tara. -Tienes diez minutos para tu demostración. El método lo dejo en tus manos -Adam la observaba de pies a cabeza con mirada fría.

Tara se sentó. Ya había abandonado cualquier intento de explicar su presencia allí. El se exasperaría más y la oportunidad se perdería para siempre. Si Adam Blackmore era la cabeza de esa empresa, más valía que hiciera "su venta" como él sugirió sin pérdida de tiempo. De inmediato se lanzó a hacer una presentación de los servicios ofrecidos por su agencia antes que él cambiara de opinión y la expulsara de allí.

Si Adam se sorprendió de que Tara no hiciera un acto de striptease, no lo demostró. La joven no sabía siquiera si la escuchaba, pero cuando se detuvo ante su aparente falta de interés, los ojos de él brillaron, obligándola a seguir.

– Eres demasiado cara -fue su único comentario cuando ella terminó.

– Pero somos los mejores -respondió ella con alivio. Era más fácil hacer frente a cuestiones de negocios que a insinuaciones sexuales.

– Sólo según tu opinión. Y tus métodos para establecer citas no son muy tranquilizadores.

Tara se negó a dejarse llevar de nuevo por ese camino. Pensara lo que él pensara, ella no había hecho algo de lo que tuviera que avergonzarse.

– Puedo darte referencias. Las empresas para las que trabajamos con regularidad… aquellas con directores con la inteligencia suficiente para comprender que reciben lo justo por lo que pagan… -agregó sin resistir la pulla.

– Es difícil que menciones a alguien que no haya quedado satisfecho. Prefiero hacer mis propias indagaciones.

– Me parece bien. Ponnos a prueba.

– Te pondré a prueba a ti, Tara -repuso él después de una pausa.

– Me temo que yo no estoy a la venta, Adam -manifestó ante la oportunidad de rebatir a ese odioso hombre.

– Qué lástima -Adam se levantó y rodeó el escritorio-, Quizá, cuando tengas… -arqueó una ceja con expresión burlona-la astucia suficiente para comprender la oportunidad que te ofrezco, podamos volver a hablar -la ayudó a ponerse de pie y la encaminó hacia la puerta.

Sorprendida, Tara no ofreció resistencia, hasta comprender lo que sucedía. La despachaba.

– No… no puedo, tengo un negocio que debo administrar -protestó-. No me ocupo de vacantes temporales desde… -su voz se perdió al ver la mirada desafiante de Adam.

– ¿Tal vez temes ponerle en la línea de fuego? -sugirió él con voz suave y abrió la puerta. Un momento más y sería demasiado tarde.

– ¡Claro que no! -por la mente de Tara pasaba la oportunidad que se presentaba y quizá no fuera tan mala idea. Nadie estaba mejor capacitada que ella para demostrar la calidad de su agencia. Medía a todas las chicas conforme a su propia capacidad. Beth tendría que administrar sola la oficina una semana o dos y ella podría realizar por las noches las labores que le correspondían- Adam aguardaba y ella lo miró a los ojos.

– Muy bien, Adam. Muchas gracias por la oportunidad. ¿Puedo suponer que si lleno tus requisitos le darás a mi empresa la primera oportunidad de llenar tus vacantes temporales en los términos que te he planteado?

– De acuerdo -la sonrisa de Adam era un desafío-. Pero te lo advierto: mis niveles de exigencia son muy elevados.

– También los míos -respondió Tara, levantando el mentón-. ¿Cuándo empiezo y para quién voy a trabajar?

– En este momento, Tara. Y trabajarás para mí.

Tara pensó que debió imaginarlo. Adam la observaba con rostro inexpresivo, en espera de su protesta. Pero ella no le daría esa satisfacción. Había promocionado a sus chicas como lo supremo en servicios de oficina. Ese era el momento de demostrar la eficiencia de su personal.

– De acuerdo. ¿Puedo llamar a mi socia para avisarle?

Adam ocultó de inmediato la molestia que brilló en sus ojos, pero Tara la notó y se llenó de satisfacción.

– Por supuesto. Te llevaré a tu oficina -la condujo a un moderno despacho junto al suyo-. Aquí encontrarás todo lo necesario. Tienes cinco minutos para que hagas tu llamada y te instales; luego ven a verme con una libreta de notas -volvió a examinarla de pies a cabeza y se dispuso a salir, mas desde la puerta se volvió con una sonrisa en los labios-. Te has esforzado mucho en representar tu papel, pero, ¿sabes tomar dictado en taquigrafía?

– ¿Taquigrafía? -repitió ella como si jamás hubiera escuchado la palabra. Se tocó el broche que llevaba prendido al cuello-. Supongo que podré arreglármelas.

– Me temo que tendrá que ser mejor que eso, o no pasarás la primera prueba -señaló él con satisfacción.

Tara llamó a Beth para explicarle la situación y acordó verse con ella esa noche para ultimar detalles. Después buscó una libreta de taquigrafía, varios lápices y después de llamar a la puerta, entró en la oficina de Adam.

– ¿Lista? -sin esperar respuesta, él empezó a darle indicaciones, apenas permitiéndole sentarse-. Quiero que esto se mecanografíe de nuevo -Tara reconoció el documento que él leía la noche anterior-. Espero que esta vez quede sin errores -agregó él.

– Haré mi mejor esfuerzo, Adam -le aseguró Tara con un tono humilde que le valió una mirada dura de él antes que tomara una pila de cartas.

– Dile a esta gente que no. No. Pide más detalles -y así siguió hasta que terminó. Entonces se reclinó en su silla y enlazó las manos atrás de su cabeza-. Ahora, tengo un informe que necesito mecanografiado tan pronto como te sea posible. ¿Podrás terminarlo hoy mismo? -preguntó con tono burlón.

– Tal vez -respondió ella, ganándose otra mirada reprobatoria.

Adam empezó a dictarle a una velocidad increíble, sin pausas y sin indicarle signos de puntuación. Parecía hablar sin siquiera detenerse a respirar sólo por hacerla pedir clemencia. Los dedos de Tara volaban sobre hoja tras hoja hasta que él terminó.

– ¿Eso es todo? -preguntó Tara, en espera de la siguiente andanada.

– Por el momento. Quiero un borrador de eso antes que hagas lo demás. Eso te mantendrá ocupada el resto de la mañana.

– Ya son las doce y media y según la agenda de tu secretaria, tienes una cita a la una, con Jane.

– Así es -asintió él y Tara se levantó para retirarse-. Oh, algo más, Tara -le indicó él-. No quiero a ninguno de tus admiradores, desesperados o no, en mi oficina. ¿Te asegurarás de que se enteren?

La joven estaba en grave peligro de perder el control y golpear a Adam Blackmore, aunque eso significara perder la oportunidad de trabajar para su empresa. Se obligó a sonreír.

– Prepararé un boletín para que lo transmitan en los noticiarios de la una. Solo para asegurarme -comentó con una ligereza que distaba mucho de sentir.

– ¿Tantos son? -una chispa de enojo brilló en la profundidad de los ojos de Adam-. Dejo en tus manos el método de difusión, Tara, pero asegúrate de que sea en tu tiempo libre, no el de la compañía.

– Sí, señor-respondió ella, muy quedo.


Tara no consideró la posibilidad de tomarse una hora para salir a almorzar. Ni siquiera media hora. Era demasiado lo que estaba en juego. Dedicó el tiempo a familiarizarse con el sistema de cómputo antes de elaborar el borrador del informe.

Encontró el archivo de la versión inicial del documento que había que corregir y lo revisó antes que el apetito la hiciera salir en busca de un emparedado. Apenas estuvo fuera quince minutos, pero al regresar encontró a un Adam furioso, en su oficina.

– ¿En dónde diablos estabas? -le exigió él antes que ella pudiera siquiera quitarse el abrigo.

– Salí a almorzar.

– ¡A almorzar! -Adam miró su reloj de pulso-. ¿Este es el tiempo que se toman tus supuestas insuperables secretarías para almorzar?

– Más o menos -aceptó ella-. Si buscas el informe, dejé el borrador sobre tu escritorio.

Adam se dio media vuelta y salió sin decir palabra.

– Gracias, Tara. Eres un encanto -murmuró la joven para sí antes de empezar a mecanografiar la correspondencia que Adam le había encargado. A pesar de una incesante cadena de interrupciones, terminó justo a las cinco.

– Puedes irte cuando termines con esto -le indicó él al dejar caer sobre su escritorio la correspondencia firmada.

¿Irse? Por un abrumador momento Tara pensó que Adam creía que un día era suficiente, que estaba descalificada, mas antes de poder responder, él explicó:

– Sí. Quiero que estés lista para las seis y media. Tengo una cita con los fabricantes para los que se preparó el informe y quiero que estés presente para tomar notas.

– Ya veo -hasta allí todo iba bien-. ¿Se celebrará la reunión en la sala de juntas o aquí arriba?

– No, la cita es en Hammersmith. Pasaré por ti a tu casa -se detuvo ante la puerta que separaba sus oficinas-. No es un inconveniente para ti, ¿verdad, Tara?

– ¿Y si lo fuera?

– Mala suerte -Adam esbozó una sonrisa insolente y no esperó la respuesta de Tara, lo que quizá era mejor. Ella llamó a Beth para cancelar su cita, guardo las cartas en sus sobres, pegó las estampillas y se puso el abrigo. Entonces salió y se dirigió al ascensor.

– ¿Todavía estás aquí?

La joven se volvió para descubrir a Adam con una bata de baño corta y el cabello húmedo por la ducha. Una puerta frente a su oficina estaba entreabierta, revelando el interior. De pronto ella comprendió por qué él se había referido a sus "aposentos privados".

– ¿Vives aquí? -preguntó, a pesar de saber la respuesta. "Con razón Adam pensó que lo perseguía", reflexionó.

– Muy bien, Tara -comentó él con la parodia de una sonrisa-. ¿Alguna vez consideraste la posibilidad de actuar en un escenario? Te enseñaré todo algún día cuando tengamos tiempo. Quizá hasta podríamos tomar ese "café" que tanto te interesaba. Ahora sabemos exactamente cuál es nuestra posición -se reclinó contra el muro-. Te dije hace media hora que te fueras. ¿Por qué estás todavía aquí? -nada ocultaba el tono acerado de su voz bajo la aparente suavidad.

– Tuve necesidad de hacer cambios en mis planes para esta noche -manifestó ella con dificultad.

– Estoy seguro de que él podrá esperar. Eres digna de espera, ¿no es así, Tara?

– Nunca lo sabrás.

– Usa el ascensor privado. Te llevará a la entrada lateral eh el vestíbulo principal -abrió la puerta y le ofreció la llave-. Prefiero mantenerla cerrada para evitar que personas extrañas se metan aquí -su sonrisa era inquietante al tomarle la mano y depositar en ella la llave antes de cerrarle los dedos-. Será mejor que te vayas, o me harás esperarte, Tara Lambert, y esa seria una mala marca en tu contra -la impulsó hacia el pequeño ascensor, dándole una palmada en el trasero-. A las seis y media. Ni un minuto después.

Tara todavía estaba furiosa al meterse en la ducha. ¿Quién diablos se creía él? ¿Cómo podía alguien trabajar para un hombre como ese? No obstante, la ordenada pila de libretas de taquigrafía en un anaquel le indicaba que su secretaria regular llevaba tiempo a su lado.

El agua la ayudó a borrar la tensión de los músculos del cuello. Adam la ponía a prueba, eso era todo. Trataba de comprobar que ella era lo que él afirmaba. Y si pensaba que ella usaba su cuerpo para asegurar un trabajo, pronto descubrirla lo equivocado que estaba.

Una sonrisa ligera apareció en las comisuras de los labios de la joven. Había sobrevivido el primer día. Había salido bien librada de las trampas que Adam le tendió. Sintiéndose más confiada, tomó una toalla y comenzó a secarse con energía.

Decidió usar un sencillo vestido negro tejido de manga larga y escote discreto. Se puso un pequeño broche de oro al hombro, trazándolo con un dedo. Era la versión taquigráfica de su nombre. Sería un recordatorio, un talismán para defenderse del agresivo atractivo de Adam Blackmore.

Un llamado firme a su puerta la hizo sacudir, viendo su reloj. Las seis y media en punto. Nunca lo dudó. Tomó su abrigo y fue a abrir.

– Muy apropiado -comentó él al apreciar su apariencia-. Vamos -Tara no comentó nada. Se vestía bien para trabajar. Sabía que en muchas oficinas el personal femenino vestía con mayor informalidad, hasta usaban jeans, pero ella tenía motivos muy personales para vestir tan formal como pudiera.

Adam la precedió por la escalera y la guió hasta un elegante Jaguar negro. Tara se permitió una sonrisa al ajustarse el cinturón de seguridad. Era justo el auto que ella imaginaba que un caballero del siglo XX conduciría. Un caballero negro. Reprimió una risita.

– ¿Qué encuentras tan divertido? -preguntó él.

– Nada -ella movió la cabeza en sentido negativo.

Adam la observó un momento como si viera a una loca antes de poner el motor en marcha.

Durante el trayecto a Londres le explicó las causas y objetivos de reunión y qué notas quería que tomara.

Más tarde cuando regresaron, Adam condujo en silencio, inmerso en sus pensamientos, y directo a Victoria House, habiendo olvidado, pero sólo en apariencia, que Tara lo acompañaba. Ante la mirada interrogante de la joven, declaró:

– Necesito las notas que tomaste esta misma noche, Tara. ¿Cuánto demorarás en transcribirlas? -no se molestó en preguntar si podía quedarse. Lo daba por hecho.

– ¿Acostumbras hacer trabajar a tu secretaria hasta estas horas?

– ¿Ya fue demasiado para ti, Tara? ¿Después de todo te falta la madera necesaria?

– ¿Qué le pasa -insistió Tara, haciendo caso omiso a su pregunta-. A tu secretaria regular? -aclaró ante la expresión interrogante de Adam-. Jenny me dijo que está con licencia por enfermedad.

– Así que ya conociste a Jenny.

– Subió a verme. Tuvo la ocurrencia extraña de ir a darme la bienvenida, explicarme dónde está todo e indicarme algunos nombres que debo recordar -también se molestó en explicarle que Adam pocas veces intervenía en la conducción de los negocios de sus diversas empresas, dejando que los directores hicieran frente a los problemas diarios. Sólo participaba cuando lo estimaba necesario. Básicamente se ocupaba del desarrollo de nuevos proyectos.

– Ah, sí-Adam no se dejó amedrentar por la crítica implícita en el comentario de Tara-. Jane está… -se interrumpió y una sonrisa hizo brillar sus dientes blancos-. No debes preocuparte. Jane no sufre de un padecimiento contagioso -le aseguró al llevarla al ascensor.

Así que su cita para almorzar había sido con su secretaria. Evidentemente no estaba tan enferma.

– Tu comentario no es reconfortante, Adam. La desnutrición tampoco es contagiosa.

– El sarcasmo no te llevará a ninguna parte conmigo, Tara. Estoy consciente de que no has tenido tiempo para cenar y me encargaré de que nos suban algo. Podrás cenar cuando termines.

– Muchas gracias.

El ascensor privado los llevó al penthouse y Tara fue directamente a su oficina para empezar a trabajar. Estaba cansada, al igual que hambrienta y a punto de estallar en lágrimas. Eso no era frecuente en ella. Pero el día había estado lleno de tensiones, y si se permitía pensar demasiado en ello, se derrumbaría.

– ¿Cuánto más demorarás?

Mientras ella trabajaba, Adam se había quitado el traje y ahora usaba un deslavado pantalón de mezclilla que se ajustaba a sus piernas y caderas como una segunda piel.

– Un par de minutos -respondió Tara al mirar la impresora.

– Entonces, deja que la maquina termine sola -la tomó del brazo para levantarla y llevarla a sus aposentos, a otro mundo.

La sala era muy amplia. El suelo de madera pulida parecía extenderse por todas partes, interrumpido aquí y allá por tapetes persas y muebles que habrían podido exhibirse en una galería de arte moderno. Las ventanas en forma de arco en uno de los muros permitían contemplar las luces del valle del Támesis. Frente a ellos había una chimenea, en la que ardía un tronco enorme, flanqueada por dos óleos de Mark Rothko.

Tara se detuvo en la puerta, embebida por tanta belleza.

– ¿Y bien?

– Yo… -no podía hacer un comentario que sonara banal, por lo que sólo le brindó una sonrisa débil-. Sólo estaba preguntándome si me pedirás que pula los suelos en mis momentos libres.

– No tendrás un momento libre, Tara -los ojos de Adam brillaban revelando malicia.

– ¿Oh? -la sonrisa de la joven fue forzada-. No olvides que cobro por hora.

– Y a tarifa doble después de las seis de la tarde, a no dudar. Te garantizo que se te pagará y desquitarás hasta el último céntimo -le indicó Adam. Sus ojos bucaneros reflejaban la luz del fuego de la chimenea. O tal vez ella lo imaginó por la falta de alimento.

Como si le leyera la mente, Adam la llevó a una mesa dispuesta para dos y le retiró la silla.

– Sírvete, Tara -le indicó. Mientras ella llenaba dos platos, él sirvió el vino.

La joven comió despacio, saboreando cada bocado, hasta que, satisfecha, dejó escapar un suspiro.

– ¿Te sientes mejor? -inquirió Adam con tono divertido.

– Mucho -concedió ella. Con el estómago lleno, podía ser generosa.

– Transmitiré tus felicitaciones al chef.

– ¿No cocinaste tú? -preguntó ella con sorpresa fingida. Apoyó un codo sobre la mesa y el mentón en la mano, mirándolo con falsa inocencia-. Claro que no, qué tonta soy. ¿Para qué molestarte en cocinar si es evidente que eres el propietario del restaurante-bar?

– ¿Por qué, realmente? -Adam se levantó-. Ven a sentarte conmigo.

– No puedo. Hay que lavar los platos y desquitar cada céntimo, ¿te acuerdas? -ella recogió los platos en una bandeja y los llevó a la cocina. Adam la alcanzó y le quitó la bandeja de las manos.

– Deja eso, Tara -su sonrisa era provocativa-. El tiempo para comer estoy dispuesto a pagarlo, pero el de lavar tos platos, es cosa tuya -la tomó del brazo y con mano firme la llevó hasta la chimenea.

– ¡Es real! -exclamó ella, feliz, con alivio por e! pretexto de soltarse de los dedos de Adam y extender las manos hacia el fuego-. Pensaba que era uno de esos artefactos de gas.

– No me interesan las imitaciones, Tara -él esperó a que ella se instalara en un mullido sillón con forro de piel antes de entregarle un brandy y ocupar un sillón frente a ella-. De cualquier especie.

Tara tomó la copa con las dos manos y contempló el líquido ambarino un momento. Durante la cena, la velada había dejado de ser una reunión de negocios, reconoció. Ya no estaban en la oficina. Se encontraban en el penthouse de un atractivo… no, el término era demasiado suave para describirlo. No era experta en la materia, pero Adam Blackmore era el hombre más deseable y peligroso que hubiera conocido.

La velada sufrió un cambio gradual al alejarse de los negocios y ahora estaban sentados bebiendo brandy de una manera que insinuaba una peligrosa intimidad.

Tara dejó la copa y se levantó. Tal vez era una práctica regular entre él y su secretaria permanente, pero para ella había un límite hasta el que llegaría como sustituta de Jane. Era su secretaria temporal y no estaba dispuesta a asumir el papel de su amante.

– Iré a asegurarme de que la impresora no se ha trabado.

Adam la atrapó de una mano y con un movimiento rápido la sentó en su regazo. Sus ojos la mantuvieron cautiva bajo su poder.

– La impresora puede cuidarse sola -murmuró contra su piel, causando una vibración que recorrió todo su cuerpo, y Tara supo que si lo permitía, él se apoderaría de todo lo que ella estuviera dispuesta a darle y más.

Pero hubo algo demasiado calculador en la expresión de los ojos de Adam antes que los cerrara y ella se estremeció.

– Yo también, Adam, pero preferiría levantarme sin luchar.

El alzó la cabeza y Tara contuvo un jadeo al ver el deseo que brillaba en sus ojos a la luz del fuego.

Hacía mucho que no ansiaba abandonarse en los brazos de un hombre. Habían pasado casi siete años desde el fallecimiento de Nigel y durante todo ese tiempo nadie logró romper la concha que colocó para proteger su corazón.

Casi con pánico, trató de moverse, pero él la sostuvo con firmeza y a pesar de sus palabras valientes, ella supo que si él decidía mantenerla cautiva, no podría liberarse sin recurrir a extremos. También admitía la innegable verdad de que si él insistía en besarla, tal vez ella caería bajo su poder irremediablemente.

Adam la desafío con la mirada a que lo rechazara, a que ignorara el calor de su cuerpo contra ella, la forma en que su boca mostraba una insolencia sensual, invitándola a hacer el primer movimiento y arriesgarse al creciente deseo que había aparecido en el restaurante.

Qué difícil era para la joven ignorar el clamor que corría impaciente por sus venas y hacía vibrar su piel, rogando que la acariciaran los largos dedos, incluyendo al pulgar que ya estaba demasiado cerca del pezón que, traicionero, se insinuaba contra la tela del vestido.

Un momento más habría sido definitivo, pero sin advertencia previa, él se puso de pie, levantándola consigo, con lo que provocó una exclamación de sorpresa de parte de Tara. Con una sonrisa, Adam la depositó en el suelo suavemente.

– Tienes razón, Tara. Más vale revisar la impresora. Luego te llevaré a tu casa.

Las manos de la joven temblaban al tratar de poner los papeles en orden. Logró meterlos en una carpeta, que luego sostuvo como un escudo para defenderse de Adam cuando éste entró en la oficina.

– Vamos, se hace tarde -le indicó él, quitándole la carpeta para dejarla sobre el escritorio. La ayudó a ponerse el abrigo y sonrió al verla mantenerse alejada mientras se lo abotonaba con rapidez. Entonces solicitó el ascensor y cuando éste llegó, le sostuvo la puerta abierta para que pasara-. No te mostré todo el apartamento -expresó, manteniendo la puerta abierta.

– Creo que vi lo suficiente -murmuró Tara, sin atreverse a mirarlo a los ojos.

– Al menos por esta noche -confirmó él.

Caminaron en silencio por la calle desierta hasta el apartamento de la joven.

– Hasta mañana, Tara -se despidió él mientras le apartaba de la frente el mechón rebelde que nunca quería quedarse en su sitio.

Al sentir su roce, ella estuvo a punto de perder el control y lanzarse en sus brazos.

– ¿A qué hora me esperas mañana? -preguntó, apartándose.

– A la hora que llegues, cariño, encontrarás que ya estoy trabajando -manifestó él con tono insolente, consciente del efecto que provocaba en ella.

– ¿Esperas que te crea? -Tara se atrevió a lanzarle una sonrisa desafiante-. Estaré allí a las nueve. Un día de catorce horas es lo máximo que puedes esperar de mí.

– Ya veremos. Buenas noches, Tara -con un saludo militar, él se alejó y la joven cerró la puerta y apoyó la espalda contra ella, todavía sintiendo el calor de los dedos varoniles en la piel. Se regañó, molesta consigo misma. Adam Blackmore era un tirano que nada sabia de ella. Sólo la consideraba una sustituta de su secretaria en todos los sentidos. Pobre mujer. Bueno, ese no era su problema, se dijo, furiosa. Por atractivo y deseable que él fuera.

Se alejó de la puerta. Si quería dormir, necesitaba una bebida caliente. Y cada fibra de su ser necesitaba todo el sueño que pudiera obtener. Cada una de sus terminaciones nerviosas estaba alterada por el día pasado en presencia de Adam. Hizo una mueca al recordar los momentos que estuvo en el regazo de él luchando contra los impulsos que la hacían querer rodearle el cuello con los brazos y que la llevara a dar el anunciado recorrido por todo el apartamento.

– Vaya ayuda que resultaste -murmuró al tocarse el broche. Tomó una foto enmarcada de la cornisa de la chimenea y la miró con dureza. El rostro que le sonreía era demasiado joven, de otro mundo, cuando ella tenía dieciocho años y la vida era muy simple-. ¿Por qué tenía que ser él? -preguntó, pero la foto no respondió y la dejó en su sitio con un suspiro.

La luz indicadora de mensajes parpadeaba en el contestador automático, pero la ignoró. Podía esperar hasta que se preparara un chocolate, pensó. Puso la leche a hervir y fue a vestirse con el pijama.

Al dejar la taza de chocolate en la mesa, se dirigió al fin al aparato. Tal vez no era nada importante y podría esperar hasta la mañana, pero oprimió el botón de cualquier forma.

De repente, alguien llamó a su puerta con firmeza.

– Maldito hombre -protestó entre dientes al ir a abrir-. Adam, esto no es gracioso,… -se detuvo-. Jim.

– Tengo que hablar contigo -comentó él y entró en el apartamento antes que ella pudiera impedírselo.

La reproducción de la máquina contestadora empezó y se escuchó la voz de Beth

– Tara, Jim Matthews estuvo de nuevo en la oficina. El maldito me ofreció dinero para que le dijera dónde vives -se rió un poco-. Si no fuera tan miserable, tal vez habría aceptado. Olvidé mencionarlo cuando llamaste, pero considero que debes saber que no se ha dado por vencido -la máquina se apagó y empezó a rebobinar la cinta.

– ¿Tienes idea de qué hora es? -inquirió Tara, volviéndose hacia el hombre.

– Llevo toda la noche esperándote.

– ¿En dónde? No estabas frente a mi puerta cuando llegué -lo cual quizá era mejor. Adam no estaría complacido de tener que despacharlo dos días seguidos.

– Caminando de aquí para allá. He tenido tiempo de pensar en el tema para un libro. ¿Sabes lo inquietantes que son los ojos de los gatos cuando te miran en los callejones? Si fueran reales… ¿Tienes una libreta? Tengo que hacer algunas notas…

– ¡No! -Tara se estremeció-. Y no quiero saber nada de los horribles ojos de tus gatos. Ya es tiempo de que te des por vencido, Jim, y aceptes que no voy a regresar. Tendrás que encontrar a alguien más. No soy la única… -se detuvo cuando otra idea surgió en su mente-: ¿Cómo averiguaste dónde vivo? Estoy segura de que Beth no aceptó tu dinero, por mucho que le hayas ofrecido.

– Fue muy grosera, Tara. Me asombró oír un lenguaje como el suyo en una mujer -Jim fue a sentarse en el sofá.

– ¿Y bien? -le exigió ella.

– Siempre hay manera de averiguar las cosas. Solo tienes que usar el intelecto -encogió los hombros-. Sabes que escribí novelas de detectives durante un tiempo. Bueno, pues me dije que esto era el argumento de una novela. ¿Cómo averiguaría el detective dónde vive la heroína? ¿Es eso chocolate? -se levantó, fue hacia la mesa y bebió de la taza a pesar de las protestas de la joven-. ¡Maravilloso! Estoy congelado.

– No me sorprende. No tienes puesto tu abrigo -Tara puso los brazos en jarras-. No has contestado a mi pregunta.

– No fue difícil. Sólo acudí a la biblioteca y consulté los listados electorales.

– ¡Santo Dios! -realmente el hombre era insistente- ¿Cuánto tiempo te tomó?

– Wmm. No mucho. Sabía que no vivías lejos de aquí pues te vi caminar, aun bajo la lluvia. Pero debo reconocer que soy muy afortunado de que vivas en Albert Mews y no en Washington Lañe.

– Pues tu suerte se acabó, Jim Matthews. Si no te vas en este momento, tendrás que prepararte para… -un violento golpe a la puerta la interrumpió. Pensó que tal vez fuera su vecina con una emergencia-. ¿Qué diablos…?

Pero se trataba de Adam Blackmore, quien entró como tromba cuando ella abrió.

– Tara, ¿estás bien? -la tomó de los brazos y la miró con detenimiento-. Cuando llegué a casa, recordé el informe que preparaste y fui por él a la oficina -hizo una pausa para recobrar el aliento, ya que era evidente que había llegado corriendo-. Entonces vi al hombre que te molestaba anoche. Venia para acá. Sé que dijiste que no es de peligro, pero quise asegurarme…

Se interrumpió al notar un movimiento detrás de la chica, comprendiendo que no estaba sola. Dio un paso al frente para protegerla y se detuvo al ver la actitud despreocupada de Jim, quien estaba cómodamente instalado en el sofá, con los pies sobre la mesa para el café y la taza de chocolate en las manos.

Con los labios apretados, Adam recorrió la habitación con la mirada, apreciando cada detalle. Al fin la posó en Tara… el cabello negro suelto a los hombros, descalza, vestida para la cama…

– Estaba preocupado -sus ojos tan fríos como un glaciar se encontraron con los de ella-. Pero veo que no debí hacerlo -esbozó una sonrisa que no le llegaba a los ojos-. Te dije que él esperaría.

– Adam…

– Mis disculpas por la interrupción -murmuró él, mirando a Jim-. Te veré por la mañana, Tara -no había ninguna seguridad en sus palabras, ni en la forma en que cerró la puerta al salir.

Tara se volvió hacia el intruso, que, parecía tan inofensivo, tan insignificante, tan inconsciente del caos que había causado y el dolor que la invadía.

– Ciertamente, Jim Matthews -declaró con enojo-, eres el hombre más molesto que he tenido la mala fortuna de conocer -pero sus palabras no surtieron efecto. Jim Matthews poseía ese supremo egoísmo que no le permitía satisfacer más que sus propios deseos.

Y el daño estaba hecho. Molestarse con él jamás lo cambiaría. Pero cuando Jim repitió que debería casarse con él, ella estalló.

– ¿Es que no sabes escuchar? ¡No, no y no!

Algo en su expresión al fin pareció alcanzarlo, pues no discutió, cuando Tara insistió en que debía marcharse. Quizá debió hacerlo prometer que no volvería, pero estaba demasiado cansada y tal vez de nada serviría.

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