TARA quedó encantada con la isla. Algunas partes eran desérticas, otras, lujuriosos oasis. Primero, Hanna la llevó a ver un pozo petrolero en operación.
– No es lo que esperaba. Es muy pequeño, nada impresionante.
– Estás pensando en las grandes torres, chirrié. Cuestan dinero. ¡Este lo hace!
Le mostró el palacio donde Adam visitaba al rey.
– ¿Eres de aquí, de Bahrein? -le preguntó Tara-. No usas la ropa tradicional.
– Bahrein es mi hogar adoptivo. Soy libanés -una sombra apareció en la mirada de Hanna-. Tal vez regrese algún día.
– Lo lamento.
– No tienes por qué hacerlo. Ven a ver la playa. No hace el calor suficiente para nadar, pero es bonita -él detuvo el auto y la llevó entre las palmeras a una playa pequeña, tomándola por la cintura-. Bahrein significa "dos mares". Aquí tienes el agua salada del Golfo, pero más allá, hay manantiales de agua dulce que surgen de la plataforma submarina. Es posible bucear y sacar agua dulce del fondo.
– ¿Entonces el mar salado está sobre un mar de agua dulce?
– Es parte de la leyenda de Dilmun -comentó él, complacido.
– Dijiste que había lugares antiguos. ¿En verdad es el Jardín del Edén?
– Eso debes juzgarlo tú misma -la sonrisa de Hanna era enigmática-. Ven, he dispuesto un sencillo almuerzo -señaló un pequeño pabellón entre las palmeras y campanas de alarma empezaron a sonar en la cabeza de Tara.
– ¿Almuerzo? -Tara vio la hora en su reloj-. Dios mío, es casi la una. Tengo que regresar.
– Cariño -Hanna rió con suavidad-, debes permitirte un poco de relajamiento -sujetándola por la cintura la impulsaba hacia el pabellón.
– Me temo que eso es imposible, Hanna -la joven se paró con firmeza-. Adam se preocupará si no regreso.
– Pero él supone que fuiste al mercado con Angela y pensará que te quedaste a almorzar con ella.
– Lo habría hecho -concedió Tara-. Pero le dejé una nota diciéndole que saldría contigo.
– No lo sabía -si Hanna se molestó, no lo manifestó-. No te vi entrar en la oficina.
Y si lo hubiera hecho, ¿habría desaparecido la nota? Tara rechazó la idea como injusta.
– La dejé arriba.
– Ah, entonces debo llevarte cuanto antes. No sería conveniente que nos encontrara aquí sotos. Puede ser tan… -esbozó una sonrisa-, tan puritano.
– ¿Vendría a buscarme? -preguntó Tara con bien disimulada sorpresa.
– Sí, Tara, me temo que lo haría.
– En ese caso, debemos darnos prisa. Muchas gracias por el paseo, Hanna -se dio la vuelta y se libró de la mano que la sujetaba, apresurando el paso-. Ha sido muy interesante.
Ya en el auto, se abrochó el cinturón de seguridad con rapidez por si él decidía ayudarla. "Adam tenia razón", pensó y le dio gracias a su ángel de la guarda por haberte inspirado que dejara una nota. No estaba segura de que Hanna le creyera, pero, evidentemente, no estaba dispuesto a correr riesgos. Y algo que estuvo en el fondo de su mente al fin cayó en su sitio. Hanna comentó que Adam le había hablado de la cita en el palacio, mas eso era imposible ya que Adam no supo de ella sino hasta la noche. Miró de soslayo a su guía. No podía creer que fuera una sorpresa total para el astuto señor Rashid. Adam esperaba en la entrada de la villa cuando llegaron. Los ánimos de Tara decayeron un poco, ya que abrigaba la esperanza de que todavía estuviera en el palacio, pero para como ocurrían las cosas, era inevitable que él regresara antes.
– ¿Se divirtieron? -preguntó Adam con aparente tranquilidad y Tara se relajó un poco-. ¿Encontraste lo que buscabas? -le preguntó a ella, mirándola a los ojos.
– ¿El Jardín del Edén? No lo creo -era probable que él tuviera razón en cuanto a Hanna, mas no le daría la satisfacción de aceptarlo-, pero fue muy interesante -con deliberación se volvió hacia el árabe y le tendió la mano-. Muchas gracias por tu esfuerzo por divertirme.
– No fue nada -le aseguró Hanna, haciendo una breve reverencia-. En otra ocasión exploraremos la isla con más calma, cherie -su mirada indicaba que tenía algo más que eso en mente.
– Lo espero ansiosa -respondió ella con imprudencia.
– Hay algunos telex que requieren atención si tienes un momento -comentó Adam, cortante-. Hanna, ¿puedo ofrecerte una bebida?
Pero, Hanna no aceptó la hospitalidad de Adam, y éste apareció en la oficina a los pocos minutos.
– ¿Cómo lograste librarte de Angela? -le preguntó a Tara.
– No fue necesario -ella levantó la vista del aparato de telex-. Ella canceló nuestra cita.
– ¡Mientes! Desde anoche me percató de que no te interesaba la visita al souk. Ahora veo por qué. Hanna se encargó de mi "invitación" al majlis ya que tenían organizada su expedición. ¿A dónde te llevó, a su pequeño pabellón en la playa?
– Me llevó a recorrer la isla, Adam -la mano de Tara temblaba un poco al oprimir un botón del aparato-. Te dije que era un caballero y así se comportó -tal vez ella imaginó sus intenciones con lo del almuerzo en la playa, pero las palabras de Adam lo confirmaban.
– Me inclino a creerte. Me pregunto por qué.
– Tal vez porque te digo la verdad -le indicó ella, molesta.
– No. Me pregunto por qué Hanna se toma tanto tiempo para seducirte-agregó él, ignorando la furia de la joven-. Normalmente basta una mirada suya para que las mujeres estén comiendo de su mano. Cuando descubrí que la otra noche partiste con él, estaba seguro…
– ¿De que él me traería aquí para exhibir su poder de seducción en tus propias narices? -terminó ella, asombrada.
– Es natural que él suponga que tengo derechos sobre ti. Le divertiría derrotarme en ese terreno.
– ¡Ah, ya veo! Es sólo un juego de niños tontos. Debiste explicármelo. Seré un poco más amable con él en el futuro -agregó. La dulzura de su voz no ocultaba la ira en su mirada-. Si me disculpas, iré a darme una ducha antes del almuerzo.
– ¿Tara?
Ella se volvió para encontrarlo frunciendo el entrecejo.
– No, nada.
El almuerzo transcurrió en calma. Adam habló poco, pero al levantar la vista, Tara lo sorprendió estudiándola con mirada especulativa. Ella apartó la mirada, pero sabía que él seguía observándola como si quisiera encontrar una respuesta.
Adam pasó la tarde haciendo llamadas telefónicas y le sugirió a Tara que descansara antes que anocheciera.
– Esta noche tenemos una reunión formal, Tara. ¿Trajiste un vestido largo?
– Sí, lo traje -respondió ella con cierta satisfacción. Se alegraba de que su vestido negro convencional estuviera a miles de kilómetros, así que no estaría tentada a usarlo.
Pero al ver su imagen ante el espejo más tarde, experimentó una sensación muy diferente. Se había maquillado para hacer resaltar sus ojos oscuros y se pintó los labios de color escarlata para hacer juego con el vestido. Su cabello negro caía como una cortina sobre sus hombros desnudos, y se puso unos pendientes alargados de oro, dejándose el cuello sin adornos. Bastaba la piel tersa e impecable de cuello, hombros y brazos.
El vestido era en extremo simple: un corpiño diminuto que se ceñía a su cuerpo, resaltando su cintura esbelta; la falda amplia le llegaba a los tobillos. Lo había encontrado en oferta en una barata en enero y lo compró con un dinero que su madrina le había enviado para Navidad con instrucciones de que se comprara algo "impráctico”. Era la primera ocasión que lo usaría. Extraordinario. Lo sabía y la atemorizaba, pero era demasiado tarde para lamentaciones. Un llamado a su puerta la sacó de su contemplación.
– ¿Estás lista, Tara? -la voz de Adam la sobresaltó. Por un instante, pensó en fingir una jaqueca, enfermedad, hasta un ataque de locura, pero respondió con voz bien modulada:
– Bajo en un momento -tomó su pequeño bolso de mano, una capa negra y con una última mirada al espejo, salió de la seguridad de su habitación.
Impaciente, Adam miraba su reloj cuando el movimiento en la escalera atrajo su atención.
Al levantar la vista, Tara advirtió por un instante la chispa de deseo que ardió en los ojos verdes y su sangre se aceleró en respuesta urgente. Pero la expresión desapareció pronto y ella llegó a pensar que sólo fue producto de su imaginación, porque los labios de él se apretaron en una línea dura y la frialdad resurgió en sus ojos. El se volvió y le abrió la puerta.
– Creo que la prefiero en su armadura, señora Lambert. Es más fácil controlarla.
Tara ardió de furia, y todavía se sentía molesta cuando Harina los recibió a la entrada de su lujosa mansión. Al menos él sabía cómo halagar a una dama y no perdió tiempo en hacerlo. La tomó de las manos y se las besó.
– Estás preciosa esta noche, Tara.
– Muchas gracias, Hanna -ella le brindó su mejor sonrisa y se alegró de que Adam se tensara a su lado. Se dejó guiar al interior de la cesa, aceptó una copa de champaña y brindó con Hanna, sabiendo que Adam escuchaba cada una de sus palabras-. A tu salud.
– Está en tus manos, hermosa señora. Tienes en ellas mi corazón.
Tara lo miró con rapidez, preguntándose si estaría burlándose de ella, pero parecía muy serio. Nerviosa, bebió un sorbo del champaña.
– ¿Me presentas con tus amistades?
– Por supuesto -Hanna se convirtió en el anfitrión perfecto y aun cuando había reclamado la primera pieza de baile, se la cedió de buen grado a Mark Stringer.
– ¿Cómo está el niño?-preguntó ella, sintiéndose más segura.
– Sarampión confirmado -le indicó Mark-. Acabo de explicarle a Adam que Angela está en cuarentena con él.
– Cuánto lo siento. Dale mis condolencias.
En apariencia, Adam ignoraba su presencia. Cuando Tara volvía la vista hacia él, lo encontraba en animada conversación con un banquero, o prestando atención exagerada a alguna de las muchas damas hermosas que estaban presentes. Sólo en una ocasión sus miradas se encontraron desde extremos opuestos del salón antes que alguien se interpusiera entre ellos, y cuando se apartó, Adam había desaparecido.
Ella misma no carecía de atención. Tuvo acompañantes en abundancia y Hanna reapareció después a su lado para escoltarla a la mesa llena de platillos extraños y familiares. Pero después de un rato, la velada se volvió monótona para la joven. Extrañaba los comentarios agrios de Adam, mas él estaba ocupado con una rubia. Las atenciones excesivas de Hanna y el champaña la tenían mareada, y cuando el árabe fue distraído por alguien, aprovechó la oportunidad para escapar al jardín.
Altas ventanas francesas daban a una terraza y una serie de escalones bajos conducían a un sendero. El sonido de agua que caía la atrajo a la parte central del jardín hasta encontrar una fuente con iluminación interna, en cuyo centro un delfín lanzaba un chorro de agua hacia arriba. Por un momento, Tara contempló embelesada el juego de luces en el agua. La noche era más fresca de lo que esperaba y un pequeño estremecimiento la sorprendió, haciéndole desear haber llevado la capa consigo. Más no quería regresar a la casa y a las atenciones de Hanna. Ya estaba cansada de flirteos. Si con ellos esperaba atraer la atención de Adam, se llevó una decepción.
Lo que quizá era mejor.
Empezó a caminar por el jardín y momentos después llegó a una pequeña casa de verano medio oculta entre buganvillas y hierbas aromáticas. Tenía un sofá enorme con cojines mullidos. Tara se sentó en él, alegrándose de alejarse del bullicio de la fiesta.
El primer indicio que tuvo de que no estaba sola fue el de una botella de champaña que era descorchada.
– Un bonito refugio del mundo exterior, ¿no te parece? -entorpecida en sus movimientos por la falda larga y los cojines suaves, Tara trató de enderezarse, más Hanna le entregó una copa de champaña-. Esto le revivirá.
– ¿En serio? -Tara rió nerviosa.
– Te lo prometo -él se inclinó para besarle un hombro y antes que ella se percatara de lo que hacía, estaba sentado a su lado a corta distancia. A Tara le pareció infantil protestar. El hombre era un adulador consumado y no dejaría escapar la oportunidad. No obstante, ella no lo alentaría.
Buscó dónde dejar la copa y Hanna la retiró de su mano.
– Tara, querida, qué inteligente de tu parte encontrar mi pequeño pabellón -le besó las manos y de pronto sus labios le recorrieron el brazo. Ella trató de levantarse, pero lo mullido del sofá no la ayudó y Hanna ya estaba reclinado sobre ella, sujetándola con su propio peso.
– Hanna -protestó ella con urgencia.
– Sí, querida, aquí estoy -su boca estaba contra el cuello de ella y una de sus manos ya se había apoderado del suave montículo de un seno. Tara empezó a forcejear pero fue inútil. Se hundía en los cojines, y Hanna colocó una pierna sobre ella.
La joven sabía que tendría que gritar pidiendo ayuda, pero la vergüenza que sufriría sería enorme. Jamás podría soportar el desdén de Adam Blackmore. El se lo había advertido. En más de una ocasión.
Sus protestas fueron ignoradas y habiendo bebido demasiado, Hanna Rashid tiró de la cremallera del vestido y te descubrió tos senos. Tara estaba aterrorizada y le arañó la cara con desesperación. El maldijo, pero no la soltó. Los esfuerzos de ella sólo servían para excitarlo más. La joven abrió la boca. Ya no le importaba pasar vergüenzas:
– ¡Adam! -gritó con un gemido-. ¡Adam…!
– Dieu, Tara… -Hanna le cubrió la boca con la mano, pero nunca terminó la frase. De pronto su peso desapareció y Tara se quedó jadeante, reclinada en los cojines.
Ella escuchó el sonido de un cuerpo que caía en el agua e instantes después, Adam estaba a su lado, echando chispas por los ojos.
– Cúbrete -le ordenó. Tara estaba demasiado afectada por los acontecimientos y no podía moverse-. ¡Ahora!
La chica luchó contra los cojines y con una exclamación de furia, Adam tiró de ella, levantándola y cubriéndola. Le subió el cierre del vestido con tanta violencia, que le lastimó la piel. Tara hizo una mueca de dolor, pero guardó silencio. Adam no reaccionaría a ningún dolor que ella sufriera.
– Lo siento, Adam -ella temblaba, pero a él no parecía importarle.
– No, tanto como lo lamentarás -le lanzó una mirada salvaje a Hanna, quien salía de la fuente, y sin agregar palabra, la llevó a rastras hasta los escalones que conducían a la terraza. Antes que entraran, se detuvo de pronto, causando que sus cuerpos chocaran, y la hizo volverse.
– Ahora, señora Lambert, por una vez en su vida haga lo que se le dice y coopere -antes que ella pudiera preguntarle a qué se refería, él la besaba con la aparente sinceridad de un hombre enamorado. Pero ella sabía que fingía; ya había experimentado como era ser besada por él cuando se lo proponía.
Al fin terminó de humillarla y la soltó.
– ¿Cómo te atreves? -exclamó ella, furiosa.
– Por favor no creas que me causó placer, pero es mejor, mi querida señora, que los invitados crean que fuiste manoseada por alguien a quien conoces y no por un desconocido con quien decidiste coquetear a pesar de las recomendaciones -todavía tenía la respiración agitada-. Así nadie se sorprenderá de que nos retiremos temprano.
Tara era consciente de las miradas curiosas y divertidas que los seguían al dirigirse hacia la entrada. Adam parecía decidido a despedirse de todos los que conocía. Ella lo soportó con la mayor valentía de que fue capaz. Después de todo, ¿qué era un poco de vergüenza comparada con un intento de violación?
Al fin él la soltó, depositándola sin ceremonias en el asiento del auto antes de sentarse ante el volante.
– ¿Qué diablos fue lo que te poseyó? -le exigió entonces.
– Sólo salí a respirar un poco de aire fresco. El me tomó por asalto.
– ¿Y acaso no lo alentaste? -preguntó Adam al poner el motor en marcha-. Dios mío, si así fue como atormentaste al pobre tonto de Victoria Road, lamento no haberte dejado a su merced. Necesitas una lección de modales sexuales.
Tara no intentó responder. Estaba demasiado avergonzada para tratar de justificarse. Había coqueteado con Hanna Rashid sólo por molestar a Adam. Pero no podía decirle eso. Suspiró.
– Lo siento, Adam. ¿He arruinado tus posibilidades de hacer negocios?
– No te halagues. El dinero significa más para Rashid que una mujer.
– Pero será difícil. Lo arrojaste a la fuente.
– Fue la forma más fácil de calmar sus instintos ardientes -él fruncía el entrecejo-. Mucho más digno que darle una golpiza.
– Pero…
– No te preocupes, Tara. Ya se habrá dado una ducha, cambiado de ropa, y estará coqueteando con otra mujer en este momento.
– ¿Eso crees? -ella se mordía un labio.
– Es incorregible. Al menos cuando su esposa no está presente.
Esa fue la gota que derramó el vaso.
– El nunca me habló de su esposa, Adam. Yo…
– Por favor no finjas que eso te molesta. Supongo que tú tampoco le hablaste de tu esposo -introdujo el auto en la villa y Tara trató de alejarse de él cuanto antes y despojarse del odioso vestido escarlata cuando entraron en la casa.
– No te vayas. Tara -algo en la voz varonil le decía que si se alejaba, pagaría las consecuencias-. No sé tú, pero yo necesito un trago. ¿Quieres un brandy? -no esperó su respuesta y sirvió dos copas, entregándole una a ella. Tara no quería la bebida, pero sostuvo la copa en las manos en espera de la reprimenda.
En lugar de eso Adam se concretó a quitarse la chaqueta, y luego se soltó la corbata y se arrellanó en el sofá.
– Ven a sentarte -palmeó el lugar junto a él.
– No creo…
– Yo no soy Hanna Rashid, mi lady. Prefiero que mis mujeres participen en su seducción. Tara se sentó con nerviosismo en la orilla del sofá.
– Para ser justo con Hanna, le faltó tiempo. Tenía que actuar rápido cuando le presentaste la oportunidad.
– Yo no…
– Ese sofá es único.
Tara palideció. Era evidente que él presenció todo el incidente.
– Traté de gritar.
– En efecto. Eso me dio la oportunidad de intervenir. Te prometo que no lo habría hecho si hubiera pensado que disfrutabas la ocasión.
– ¿Es… estuviste observándonos?
– Es difícil ser un caballero andante, en especial cuando la dama afirma que puede cuidarse sola -Adam vació de un trago su copa-. Me alegro de no haberte creído. Aunque es cierto que hace mucho que conozco a Hanna, me sorprendió que no perdiera mucho tiempo en preliminares.
– No te he dado las gracias por salvarme -murmuró ella, ruborizada.
– No, no lo has hecho -Adam la observaba, aguardando.
– Gracias -ella hizo el intento de levantarse, pero él la detuvo, le quitó la copa de la mano y la dejó en una mesa lateral.
– Eso no es suficiente, Tara -tenía la mirada velada, pero su tensión corporal no auguraba más que problemas.
Las emociones de Tara estaban a flor de piel y el aroma de Adam actuaba en ella como una droga, haciéndola vibrar y acelerándole el pulso. Quería huir, mas sabía que las piernas no la sostendrían.
– Adam… -murmuró en un tono apenas audible.
– ¿Sí, Tara? -sin dejar de verla a los ojos le tomó su mano y se la besó. Pero ella no podía hablar, hechizada por la cabeza inclinada frente a ella y los labios que reptaban por su brazo hasta el hueco del hombro. Había un profundo anhelo dentro de ella. El contacto era diferente de cualquiera que ella hubiera conocido antes; él no necesitaba sujetarla contra el sofá. Ella se abrió a él como una flor, ofreciéndote el cuello, los labios, todo su cuerpo.
Adam le delineó los labios con la punta de la lengua y la boca de Tara se abrió agradecida, bebiendo el beso como alguien que muere de sed en el desierto.
Eran las únicas personas sobrevivientes en el mundo. Ella estaba perdida para todo, menos para él y le pasó los brazos aL cuello.
– Ámame, Adam -le rogó.
El levantó la cabeza y la miró un largo momento. Luego, como si lo lamentara, negó con la cabeza.
– No, creo que no.
– ¿Qué…?
El se levantó con un movimiento brusco, fue a servirse otro brandy y lo bebió de un trago. El asombro mantuvo a Tara inmovilizada en el sofá hasta que él se volvió hacia ella.
– Eso es todo. La lección terminó. Puedes irte, pero la próxima vez que quieras iniciar un juego, recuerda cómo te sientes ahora y ten un poco de compasión por tu víctima.
Pasó un momento antes que ella pudiera moverse. Luego empezó a correr. Trastabilló por la escalera, pero logró mantenerse en movimiento. Su mano tembló tanto sobre la perilla de la puerta que llegó a creer que estaba cerrada con llave. Pero se abrió de pronto y ella estuvo a punto de caer al interior. La cerró con fuerza, deslizó el pestillo y corrió al baño.
Se arrancó la ropa sin importarle lo que le ocurriera y se metió bajo la ducha, frotándose con energía hasta irritarse la piel. Pero eso no le borraba la sensación de los labios sobre la epidermis, ni el dolor que le producía.
Después de secarse, se puso un pijama color de rosa. Siempre le pareció infantil, pero recordó que Adam le había dicho que era irresistible en esa prenda. Se preguntó qué haría él si ella fuera a su habitación en ese momento. Rechazarla con firmeza, seguramente. Parecía que le era fácil.
Sintiéndose mal, se metió en la cama, pero no pudo conciliar el sueño. Todavía trataba de decidir qué haría para salir del tío en que se había metido cuando el lamento del muezzin de una mezquita distante llamando a los fieles a la oración anunció el amanecer. El cielo se iluminó al este y ella pudo levantarse para vestirse y enfrentarse al día, por doloroso que le resultara.
Se enfundó en un pantalón y un suéter ligero y bajó. Le habría gustado salir a correr, a caminar rápido, nadar o lo que fuera que la ayudara a quemar la nerviosa energía que la atormentó la noche entera. Todo lo que podía hacer era caminar en el jardín donde se sentía enjaulada, encerrada.
El sirviente le llevó una bandeja con el té y la infusión la hizo sentirse un poco mejor. Luego se dirigió a la oficina. Varios télex habían llegado durante la noche. Los clasificó y dejó sobre el escritorio de Adam para que los viera. Luego revisó la agenda. Tareas innecesarias, pero no había señales de Adam y lejos del ambiente normal de la oficina, ella no sabía qué más hacer.
Desayunó sola, lo que debió ser un alivio, mas no resultó así. Entonces consideró la posibilidad de subir a ver si Adam estaba bien. No era de los que se quedan en la cama hasta tarde. Al menos, no solo, pensó y deseó no haberlo hecho.
El repentino timbre del teléfono la sobresaltó, pero al menos era algo que hacer.
– Oficina de Adam Blackmore -contestó con un tono jovial que distaba mucho de sentir.
– ¿Tara? -era la voz amable de una mujer joven.
– Habla Tara Lambert -confirmó ella.
– Me alegro tanto de hablar contigo. Soy Jane Townsend, la…
– Si -la interrumpió Tara-, me temo que Adam no está aquí por él momento.
– Viernes por la mañana. Debí imaginarlo -la risa era indulgente-. Siempre se excede en las fiestas de Hanna.
– ¿Ah, sí? -¿Eran celos ese dolor que sentía? ¿Podría estar celosa de esa mujer por conocer el comportamiento de Adam en las tiestas? Cerró los ojos, avergonzada, segura de que Jane lo había detectado en su voz.
– Cuídate de ese hombre, Tara. Es una amenaza. Pero supongo que Adam ya te lo habrá advertido.
Había tanta afabilidad en la voz de la mujer, que Tara no pudo dejar de responder, a pesar de su deseo de odiarla.
– Sí, me lo advirtió -no podía negarlo. Era culpa suya no haberlo escuchado-. ¿Puedo darle algún mensaje tuyo a Adam? -inquirió, titubeante.
– Sí. Dile que espero que sufra la peor de las resacas -se rió-. Y que en la clínica han decidido que el niño nazca el lunes mediante cesárea.
– Lo lamento -expresó Tara, con sinceridad-. ¿Hay algún problema?
– Han encontrado que la placenta está en un mal lugar. He estado entrando y saliendo del hospital durante las últimas semanas. Y no se me permite bajar los pies de la cama. Es horrible. Ya pronto terminará, pero me gustaría un poco de apoyo moral, si él logra regresar a tiempo.
– No te preocupes -le indicó Tara, molesta de que Jane tuviera que pedir eso-, lo haré regresar a tiempo, así tenga que hacerlo nadando.
– ¡Eres invaluable! -Jane se rió feliz-. Creo que al fin encontró la horma de su zapato. Estoy ansiosa por conocerte.
Tara colgó el auricular después de despedirse y al volverse descubrió a Adam en el marco de la puerta vestido con una bata de baño. Tenía un aspecto terrible, sin afeitar y definitivamente sufriendo una gran resaca. Eso debería hacerla feliz. Al menos se sentía peor que ella en el plano físico.
– ¿Quién llamó?
– Era Jane -Tara le dio el mensaje y Adam maldijo entre dientes.
– El ser oportuna nunca fue su punto fuerte. Será mejor que abordemos el primer avión que salga de aquí.
Tara se apartó. ¿Cómo era él capaz de ser tan insensible?
– ¿Y qué hay de las citas para mañana? ¿Las cancelo?
– No. Deja eso en mis manos. Comunícame con Rashid por teléfono. Y no aceptaré un no por respuesta -Adam apretó la boca-. Una ventaja del pequeño fiasco de anoche, es que ahora aceptará casi cualquier cosa. Lo único que debo hacer es mencionar el nombre de su esposa.
– No te atreverás… -Tara abrió los ojos, horrorizada.
– Ponme a prueba -él frunció el entrecejo al ver su desconcierto-. No le debes ningún favor, Tara.
– Soy… -ella se miró las manos, nerviosa-, soy culpable en parte, Adam. Me lo advertiste.
– En efecto. Pero te negaste. Eso no le agradó; sin embargo, considerando la forma en que lo alentaste toda la noche, no dejo de tener cierta lástima por él.
– Pero, chantajearlo…
Adam hizo el intento de acercarse a ella, al ver su gesto de alarma, se detuvo.
– No te preocupes, Tara. Lo único que quiero hacer es acelerar las cosas. No seré descortés con él, sólo le robaré el placer de regatear hasta el último centavo -esbozó una sonrisa burlona-. Será más doloroso para él que ser arrojado en una fuente y no le costará nada -se frotó la frente con los dedos-. Bueno, no mucho. Llama a Rashid, haz los arreglos del viaje y sube con tu libreta. Quiero tener el acuerdo en mis manos listo para ser firmado en el momento en que llegue -y, desde la puerta, agregó con tono cáustico-: Y me gustaría un poco de café si no es mucha molestia.
– ¿No quieres algo para el dolor de cabeza? -le espetó Tara.
– Muchas gracias, mi lady-él inclinó la cabeza en reconocimiento de que el último comentario había dado en el blanco-. Te lo agradecería mucho.
Tara localizó a Rashid y pasó la llamada a la habitación de Adam. Estaba nerviosa por tener que hablar con el árabe, pero lo ocurrido la noche anterior podría no haber pasado. La llamada fue breve y ella pudo encargarse de los arreglos de viaje cuando terminaron. Luego agregó su libreta y lápices a la bandeja con el servicio de café y subió.
La puerta estaba entreabierta, de todas maneras llamó.
– Pasa, Tara -le indicó él y ella lo hizo, encontrando la habitación vacía-. Estoy en el baño -dijo él.
– ¡Oh!
– No seas tan puritana, niña. Ven acá.
Lo encontró hundido en la tina con él agua hasta el cuello, rodeado de espuma y con los ojos cerrados.
– No te demores. Dame las aspirinas.
Tara le entregó las pastillas y un vaso con agua y él se las tomó de inmediato.
Si el baño de la habitación de ella era hermoso, ese era digno de un palacio. La tina tenía espacio suficiente para dos personas. Tal vez la había compartido con Jane en su último viaje allí.
– ¿Por qué estás ruborizada, Tara?
– Lo lamento, nunca he tomado dictado de un hombre mientras él se baña.
– ¿Prefieres que salga de la tina? -preguntó él, levantándose un poco.
– ¡No! -con rapidez, ella fue a sentarse en una silla de mimbre y fijó la vista en su libreta.
Adam le dictó un poco más despacio que de costumbre, le pidió que repitiera lo que había dicho en más de una ocasión, hizo varios cambios y al fin quedó satisfecho.
– Creo que es suficiente. Transcríbelo tan rápido como puedas, Tara. Y pásame esa toalla, ¿quieres? -se levantó y Tara le arrojó la toalla y huyó, seguida de la risa de Adam. Realmente se había recuperado muy pronto.
La joven mecanografió el documento tan rápido como pudo, pero cometió errores nada característicos en ella pues seguía viendo la imagen del torso desnudo de Adam al salir de la bañera en la pantalla de la computadora. Tuvo que imprimirlo tres veces antes de quedar satisfecha. Poco después, Adam apareció en la oficina, vestido con ropa informal apropiada para el viaje, y lo revisó.
– Me parece bien -comentó y vio la hora-. Yo imprimiré las copias adicionales. Será mejor que vayas a guardar tus cosas.
– ¿Quieres que prepare tu maleta?
– Sí, por favor -asintió él después de estudiarla un momento.
Tara subía por la escalera cuando oyó que Hanna llegaba y saludaba a Adam con tono alegre. Al instante ella comprendió todo. Adam había adivinado cuánto aborrecería ella ver a Hanna en persona y la quitó de en medio. Era más de lo que ella merecía. Se le formó un nudo en la garganta y advirtió que estaba al borde de las lágrimas.
– ¡Tonta! -se reprochó en voz alta. Parpadeó con fuerza, pero era demasiado tarde y al doblar su ropa para guardarla en la maleta, gruesas gotas cayeron sobre las prendas con dolorosa frecuencia. Al fin todo estuvo en la maleta, salvo el vestido escarlata. Ella lo sacudió. Le parecía inútil guardarlo. Jamás volvería a ponérselo, pero no sabía qué hacer con él y no debía dejarlo en el guardarropa. Al fin, con un suspiro, lo dobló y lo metió en la maleta antes de cerrarla.
Adam ya había empezado a guardar sus cosas. Tara terminó de vaciar cajones, tratando de no dejar que sus dedos permanecieran demasiado tiempo sobre tas prendas. Sólo la chaqueta que él usó la noche anterior presentó problemas. Al levantarla, su aroma le llegó con toda su fuerza, tan evocativo, tan doloroso que casi la deja caer.
Enamorarse dolía, le había dicho Beth. Le gustaría que se detuviera, pero eso no ocurría. Ella creía haber amado a Nigel. Pero, ¿qué sabía entonces del amor? Nunca sintió ese dolor interno, el anheló de tocarlo, de acariciarlo, el dolor de saber que nunca debería hacerlo.
Ella y Nigel eran unos niños. Besarse, tomarse de las manos, ni siquiera… Y luego fue demasiado tarde. Con desesperación, trató de conjurar su imagen. Tocó el pequeño broche que él elaboró para ella y que siempre usaba para honrar su memoria, como si así pudiera revivir el frágil pasado. Pero el único rostro que apareció para atormentarla fue el de Adam Blackmore. Y Beth tenía razón. Dolía.