CAPÍTULO 10

EL POZO estaba a medio kilómetro de la casa de Anna, entre las colinas del parque nacional. Cien años atrás habían encontrado oro y habían horadado varias galerías que, con el tiempo, se habían hundido. La mayoría estaban cegadas, pero esa…

La habían cegado con- maderos sin tratar que se habían cubierto de maleza. Los leños se habían podrido y cuando Sam pasó por encima, se hundieron.

– Nunca lo habría encontrado si Matt, que iba con él, no me hubiera venido a avisar -dijo Anna rompiendo a llorar sobre el hombro de Em.

Aparte del miedo, Anna estaba exhausta. Había ido corriendo hasta el pozo y regresado a casa para telefonear a Em y a Jim. En ese momento estaba junto a Em en la cabina de la autobomba de Jim y éste conducía el camión a toda prisa.

El rostro de Jim mostraba gran preocupación. Como Em, había acudido enseguida en auxilio de Anna.

– ¿Estás segura de que está allí abajo? -preguntó él.

– Claro que sí, y está consciente. Estuve hablando con él, pero suena muy hondo -aclaró reprimiendo un sollozo-. Y tuve que dejar a Matt allí. Ya sé que es muy pequeño para quedarse solo, pero tardamos siglos en volver a encontrar el agujero y tenía miedo de que Sam dejara de llamar. Si no pudiera llamarnos, no habría manera de encontrar el pozo -dijo, y rompió a llorar.

Em le agarró la mano para darle ánimo.

– Hiciste lo que había que hacer, Anna -le dijo con convicción-. Ahora déjanos a nosotros hacer el resto.

No tenía elección. Había dejado a Ruby con una vecina. Una vez más había tenido que pedir ayuda, pero esa vez no le importaba. Quería la ayuda de Em, de Jim y de cualquiera que pudiera ayudarla. Especialmente de…

– Jonas -susurró-. ¿Dónde está Jonas? Lo necesito.

– Lou lo ha llamado -dijo Em-. Estaba haciendo una visita a un paciente, pero enseguida vendrá.

– En cuanto encontremos el pozo enviaré a un hombre para que lo guíe hasta allí entre las colinas -dijo Jim, concentrándose en que no volcara el camión. Una vez en la parte más agreste del terreno, tendrían que caminar despacio para no caer ellos también en ningún pozo.

– Los niños saben que esta zona es peligrosa -dijo Jim-. Se lo he dicho miles de veces.

Em pensó que hablaba igual que un padre y que estaba tan aterrado como la misma Anna. En realidad, los dos parecían una pareja, aunque Anna no lo viera así.

– Yo también se lo había dicho -dijo Anna-, pero estaban enfadados conmigo.

– ¿Por qué?

– Oyeron que Jim me preguntaba si podía llevarlos la semana próxima a la feria del motor en Blairglen -Anna tomó aliento-. Y me oyeron cuando le contesté que no.

– Así que se lanzaron a las colinas.

– Sam tiene mucho genio.

– Y es terco como una mula -añadió Jim-. Igual que su madre -miró a Em y añadió-: Y su tío. No encontramos otra familia peor de quien enamorarnos Em y yo.

Habían llegado al borde del terreno llano y no podían proseguir en el camión, así que Em, Jim y los seis bomberos que iban detrás, siguieron a Anna entre la maleza.

«Anna no debería estar haciendo esto», pensó Em. «Si se cayera sobre el lado operado, podría hacerse mucho daño».

– Anna, dale la mano a Jim. Con el brazo bueno. Y tú, Jim, agárrala fuerte y no dejes que se caiga.

– Puedo ir sola.

– Por lo que más quieras, ya tenemos un accidentado y no quiero tener a dos -la increpó Em-. Deja de ser tan absurdamente independiente y haz lo que te digo.

Anna la miró intimidada y Jim aprovechó para agarrarle la mano, le gustara o no.

Por fin llegaron donde estaba Matt. El pequeño estaba sentado sobre un tronco caído, llorando. Em estuvo a punto de correr a consolarlo. Pero Anna llegó antes que ella y lo abrazó.

. -No llores, cariño. Traemos ayuda -Anna conseguía parecer coherente-. Mira, está aquí la doctora Mainwaring y Jim… y todos estos hombres. Sacarán a Sam.

Pero para Matt no eran suficientes.

– Sam dice que necesitamos al tío Jonas. ¿Dónde está?

– Aquí estoy -la voz salió de detrás de unos matojos. Seguramente Jonas los estaba siguiendo guiado por el ruido que hacían al caminar hacia la mina. Em no sabía cómo podía haber llegado tan deprisa desde la casa del paciente. Cuando llegó abrazó con fuerza a Anna y a Matt.

Todos estaban mirando el pequeño agujero que marcaba la entrada del pozo.

A Em se le encogió el corazón al ver el desafío al que se enfrentaban. Los maderos que recubrían el hueco estaban cubiertos de hojas y ramas podridas que lo ocultaban. Era fácil entender que ninguno de los niños se hubiera dado cuenta de que había un pozo. Uno de los maderos podridos había cedido bajo el peso del niño y, al intentar agarrarse, Sam había movido varias ramas y el agujero es taba, de nuevo, parcialmente tapado. Si Matt no hubiera estado allí para verlo y luego guiarlos… Sin su ayuda nunca habrían logrado encontrarlo.

– ¿Sam? -Jonas soltó a Anna y se acercó a una distancia prudente del hueco.

– Tío Jonas… -era un sollozo que surgía de muy abajo. Em cerró los ojos. Por el tono de voz, parecía que Sam estaba herido. Y, desde luego, estaba a mucha profundidad.

«Diez metros», calculó Em. La voz temblorosa de Sam era como un susurro, y ella pensó que lo estaban perdiendo. «No te pongas histérica», se dijo. «Lo último que se necesita es una doctora histérica».

– Estamos aquí todos, Sam -gritó Jonas por la boca del pozo-. Tu madre, la doctora Mainwaring, Jim y los bomberos. Y también Matt. Él fue quien nos guió hasta ti como un héroe de verdad. Bueno, Sam -forzó su tono de voz para que pareciera normal-. Vamos a pasar a la acción. ¿Puedes decirme sobre qué estás de pie?

– No estoy… no estoy de pie sobre nada -balbuceó Sam. Era una mala noticia y Em se abrumó pensando lo peor.

– ¿Entonces, cómo estás? -preguntó Jonas. Mientras tanto, los bomberos estaban descargando tablones y los llevaban hacia el pozo. Jim no perdía el tiempo.

– Tengo los hombros atascados -gimió Sam. Cada palabra le costaba un gran esfuerzo-. Me caí y los hombros se me encajaron en los lados. Tengo los pies colgando en el aire. Me duele mucho un brazo, tío Jonas, pero tengo miedo a moverme por si me caigo más abajo.

– Buen chico. Has hecho muy bien en no moverte. ¿Tienes los brazos por encima de la cabeza o por debajo? -lo preguntó como si no tuviera importancia, pero todos se dieron cuenta de que sí la tenía. Si tuviera las manos libres, alguien podría deslizarse dentro del pozo, agarrarlo e izarlo.

– Por debajo -le costaba hablar-. Una mano la tengo sobre la barriga y la otra encajada entre el hombro y el borde. Pero no puedo moverme porque no hay nada debajo de mí. Estoy atascado. Tío Jonas, tengo miedo.

– Si no te mueves, no hay razón para que tengas miedo -mintió Jonas, y se apartó para que los bomberos pudieran colocar los tablones a los lados del hueco-. Quédate completamente quieto mientras estudiamos la mejor manera de sacarte.

Ninguna manera era la mejor.

Cuando los bomberos colocaron los tablones, Jim se arrastró despacio hasta el hueco y enfocó su linterna.

– Desde que se excavó el pozo ha habido movimientos de tierra -dijo Jim en voz baja mientras regresaba a tierra firme. Las paredes del pozo entran y salen. Empieza siendo de un metro y medio de ancho, lo suficiente para que un hombre pueda entrar con facilidad, pero luego, como a unos siete metros, se estrecha mucho. Después se ensancha otra vez. Sam está aún más abajo.

– ¿Por qué? -Jonas estaba perplejo-. Eso no tiene mucho sentido.

– Hubo un temblor de tierra hace unos diez años. Muchas de las galerías de la mina se desmoronaron, pero parece ser que ésta sólo se distorsionó. Tendremos que usar espejos para cerciorarnos, pero parece que el pozo se estrecha otra vez donde Sam se ha quedado encajado. Está tan abajo que lo único que puedo ver es su cabeza. Y eso, porque sé que él está ahí. Está muy encajado por los hombros. Ni siquiera puede mover la cabeza lo suficiente para mirar hacia arriba y ver mi linterna.

Todos se quedaron en completo silencio hasta que Anna rompió a llorar. Jonas se acercó a ella y la rodeó con un brazo dándole fuerzas para enfrentarse a lo que pudiera pasar.

– Lo sacaremos, Anna -dijo con aparente convicción-. Jim, ¿puedes bajarme hasta allí?

– De ninguna manera, amigo -contestó Jim-. Como ya os dije, a unos siete metros se estrecha mucho… Es demasiado estrecho para que tú te deslices, y si se desprende alguna piedra, podría aplastar a Sam.

– ¿Qué podemos hacer? -preguntó Em-. Jim…, Jonas…

No había una respuesta fácil.

– Necesito espejos y reflectores -dijo Jim con decisión-. Tenemos varas con espejos y podemos examinarlo todo sin bajar. Los espejos están diseñados para mirar detrás de los rincones que no podemos ver. Nadie va a bajar a ese agujero hasta que no sepamos lo que hay. De todos modos, no podremos saber la profundidad que queda bajo los pies de Sam. ¿Alguno de vosotros sabe qué profundidad tenían estos pozos?

– Mi abuelo solía trabajar en estos montes -intervino uno de los bomberos-. Decía que los cavaban para llegar hasta el lecho de un antiguo río donde estaba el filón de oro. Me contó…

– ¿Sí?

La voz del hombre se quebró. Alzó la cara para mirar a Jim, y evitó mirar a Anna.

– Me contó que los pozos pueden llegar a tener sesenta metros. Eso quiere decir que si el niño se resbala de donde está, aún podría caerse otros cuarenta y cinco metros. O más.

Los varios espejos de Jim no les dieron mucho consuelo. Era lo que él había supuesto. La mina era muy profunda.

– Sólo podemos hacer una cosa -dijo Jim, mordiéndose los labios.

– ¿Qué cosa? -el tono de Jonas mostraba temor-. ¡Diablos! ¡Tenemos quehacer algo!

– Ha habido otros casos como este -dijo Jim fingiendo seguridad-. Tardaremos un poco, pero es la única posibilidad. Voy a organizar el equipo.

– ¿Para hacer qué?

– Vamos a excavar un pozo paralelo. A unos tres metros de distancia para evitar que se desprenda alguna piedra del pozo de Sam. Cavaremos hasta unos metros por debajo del pozo de Sam, lo conectaremos por un túnel y pondremos un falso suelo para llegar a él por debajo.

Todos escuchaban aterrados. Jonas respiró hondo.

– Pero eso requiere mineros expertos. Y días.

– Días no. No con toda la ayuda que puedo reunir. Pero puede que tardemos hasta mañana. Sólo hay que esperar que Sam pueda resistir.

– No podrá -Anna se había dejado caer sobre un tronco y temblaba de miedo-. Ya está sufriendo mucho dolor. Si se mueve un poco…

– Es un niño con sentido común -Dijo Jonas, que aún la sostenía. Estaba tan pálido como ella.

– Sólo tiene ocho años y está herido.

Todos sabían que ella tenía razón. Sam tenía pocas posibilidades de quedarse quieto tanto tiempo.

Em respiró hondo y se armó de valor. ¿Qué anchura había dicho Jim que tenía el pozo?

– Déjame ver -dijo arrebatándole la linterna a Jim, y antes de que él pudiera protestar, ya estaba reptando con cuidado hasta el agujero para verlo por sí misma. Era como lo había descrito Jim. A siete metros de profundidad el pozo se estrechaba y no era lo suficientemente ancho como para que un hombre pudiera pasar, pero sí lo bastante para que Sam se hubiera deslizado más abajo hasta el siguiente estrechamiento.

– Jim, ¿qué anchura tiene el estrechamiento a los siete metros? ¿Podemos saberlo con exactitud?

– Supongo que sí. En el camión tengo instrumentos que lo pueden medir.

– Entonces, averígualo, por favor. Si es más ancho que mis hombros, voy a bajar.

Hizo falta más de media hora para persuadir a Jim de que ella podía bajar. Todos estaban horrorizados ante la idea de que alguien bajara al pozo, y mucho más de que fuera una mujer.

Pero no había otra opción, y todos lo sabían.

– Tardarías muchas horas en instalar la maquinaria y empezar a excavar. Sam está cada vez más callado. Está conmocionado y necesita suero para subirle la tensión, analgésicos y, sobre todo, necesita a alguien junto a él. Dijiste que hay un pequeño saliente al lado de su cabeza…

– Pero no sabemos si es estable.

– No me apoyaré sobre el saliente, sólo lo utilizaré para ponerme en posición. Si me das un arnés y me descuelgo, todo mi peso recaerá sobre el arnés. Me pondré un casco y le bajaré otro a Sam -miró a todos implorante-. Por favor… es la única posibilidad que tiene de sobrevivir.

No les gustaba la idea. No les gustaba nada. Midieron con exactitud el estrechamiento y luego los hombros de Em. Sólo había tres centímetros de diferencia.

– Bueno, allá vamos -se animó Em-. A la larga compensa ser flaca. Así que ponme el arnés y bájame.

– Em… -dijo Jonas con una expresión muy tensa-. Las paredes del pozo ya se movieron con el temblor. No sabemos lo inestables qué son. ¡Diablos! Tú no puedes…

– ¿,Tiene alguna otra idea, doctor Lunn?

– ¿Eres consciente de que todo puede venirse abajo?

– Sí. Y eso es precisamente lo que Anna quiere oír -lo increpó-. Y yo también, así que olvídalo. No va a suceder. Si me descolgáis con mucha suavidad, apenas me moveré. Mantendré las manos alejadas de las paredes y no me apoyaré en nada. No estoy arriesgando más de lo que ya hay.

– Estás arriesgando dos vidas en vez de una.

– Entonces, excavad deprisa -repuso Em-, y rescatadnos a los dos.

– Oh, Em -Anna tenía a Matt en brazos y lo dejó en el suelo para abrazarla-. Si hicieras eso por nosotros… -Em la abrazó también, se apartó y miró a Jim. Tenía que moverse rápido antes de perder el valor.

¡Porque ella no era tan valiente!

– Necesitaré equipo -le dijo a los hombres-. ¿Podéis poner otra cuerda para bajar y subir lo que necesite? El equipo médico. Agua y alimentos.

– Claro que sí -afirmó Jonas, y ella tuvo la impresión de que estaba al borde de las lágrimas-. Em, ¿te das cuenta de que podríamos tardar hasta mañana antes de poder sacar a Sam? Tendrás que quedarte ahí metida hasta entonces, No podemos arriesgarnos a subirte y bajarte otra vez.

– Una vez esté abajo, me quedaré lo que haga falta. Así que empecemos de una vez. -Em…

– ¿Qué?

Jonas se quedó mirándola fijamente sin decir nada, mientras barajaba todas las desgracias que podían ocurrirle. Pero no había otra opción. Sin Em, lo más seguro era que perdieran a Sam.

Pero podían perderlos a los dos.

No lo soportaba, y la expresión de su rostro lo dejaba bien claro.

– Em -repitió, en un tono profundo de anhelo, de temor y de amor. El amor… -se acercó a ella, la abrazó y la besó. Luego, después de un contacto tan dulce, cuyo significado ambos ignoraban, se apartó de ella como un hombre que teme vivir la peor de las pesadillas-. Ten cuidado -susurró, y Em intuyó que era un ruego para él más que para ella.

Lo que pasó a continuación fue una pesadilla.

Prepararon el descenso de Em con sumo cuidado. Cubrieron de tablones toda la boca del pozo, con una red debajo para retener cualquier cosa que pudiera caer. Ensancharon el agujero de entrada para facilitar el paso de Em y para centrarlo con exactitud sobre el estrechamiento.

– Tienes que deslizarte en línea recta. No puedes balancearte. Podemos disponer el arnés para que te descuelgues en vertical y luego podamos izarlo para que quedes en posición sentada una vez llegues allí. Pero tienes que pasar por el estrechamiento sin tocar las paredes. Si las tocas, puede ser que desplaces…

No era necesario decirle más. Sabía muy bien a lo que se arriesgaba.

Por fin, provista de casco y todo el equipo médico que podía necesitar, la descolgaron suavemente por el pozo.

Miró hacia arriba y lo último que vio fue la cara de Jonas, en la que se reflejaba una gran desesperación.

– Sam…

El pequeño apenas estaba consciente. Mientras se descolgaba, Em le había estado susurrando para que no se asustara al verla y evitar que se moviera. Ya estaba a unos pocos centímetros de él, pero el niño no respondía.

Había una especie de repisa de unos veinticinco centímetros junto a su cabeza. Em enfocó a Sam con la linterna y, al ver cómo estaba sujeto, se le encogió el corazón.

¿Cómo podía ser que no se hubiera escurrido por el agujero? Ya estaba muy hundido y al menor movimiento…

Veía su cabeza con el pelo rizado y rojizo, aún brillante. Pero se había arañado al caer y tenía la cara sucia de sangre y lágrimas, y blanca como la cera.

– Sam… -el niño no podía mirar hacia arriba, pero Em, sentada sobre su arnés, le acariciaba_ la cabeza-. Sam, aunque yo esté aquí contigo -su tono era apremiante-, no tienes que moverte ni un poquito, para que no te caigas más abajo. ¿Me entiendes, Sam?

– Yo… -balbuceó-. Sí, lo entiendo.

– Estoy aquí contigo y no voy a dejarte.

– Mamá… tío Jonas… Quiero que vengan.

– Yo también -fingió que reía-, pero están muy gordos para bajar -era una experiencia terrible. Trataba de moverse lo mínimo mientras le hablaba en la oscuridad y lo examinaba con -la linterna que tenía en la mano-. Te has metido en un buen lío, ¿verdad?

– Tengo… tengo miedo.

– Y yo también -aseveró Em. No servía de nada fingir, porque Sam era un niño inteligente y se habría dado cuenta-. Pero estamos juntos en este lío, así que hagámoslo lo mejor posible.

Entre todas las posibilidades, la mejor que habían barajado antes de descolgarla, era que ella pudiera colocarle un arnés a Sam para así poder izarlo.

Pero eso no era ni remotamente posible.

Un brazo no estaba a la vista. La otra mano estaba encajada en un ángulo difícil entre su hombro y la pared. Em solamente podía verle la mano y la muñeca. El grueso de su brazo al estar doblado era lo que lo sostenía. Si movía la mano…

Pero no podía. Em tenía miedo de tocarlo, y mucho menos de intentar sujetarlo. Podía ser desastroso.

Tendrían que esperar.

Pensó que si veía que empezaba a escurrirse, lo agarraría por el cuello y la mano y tiraría de él. Corría el riesgo de partirle el cuello, pero si iba a caerse, era la única oportunidad que tenía.

– ¿Es este el brazo que te duele? -preguntó tocándole ligeramente los dedos.

– Sí, me duele mucho. Me da pinchazos -no era necesario examinarlo para saberlo. Su voz era de pura agonía.

– Eso lo podemos arreglar. Sam, voy a ponerte una inyección en el cuello. Un pinchazo. Eso es todo. Te hará sentir mucho sueño, pero no importa. Puedes dormirte si quieres. Los bomberos van a cavar otro agujero para llegar hasta nosotros y van a tardar mucho tiempo, así que si te duermes, mejor. La inyección te quitará el dolor muy rápido. ¿Crees que puedes quedarte muy, muy quieto y no moverte nada cuando sientas el pinchazo?

– Lo intentaré.

– Buen chico.

Era un gran chico.

«Por favor, que no se caiga…».


Em deseó poder dormir también.

Esperaron hora tras hora. Sam dormía y se despertaba y ella lo consolaba. Una y otra vez.

Cuando supo que podía alcanzarle la muñeca, llamó a Jonas y él' le envió lo necesario para ponerle un gota a gota de suero salino. Le insertó la aguja en la muñeca y se colgó la bolsa en la cintura.

«Ojalá no tenga ninguna herida interna», pensó. Tenía el pulso débil, pero eso podía ser por el shock.

Colgada en la oscuridad, se habría vuelto loca si Jonas no hubiera estado allí arriba. Él le hablaba y la animaba y la iba informando de los progresos del túnel paralelo. Lo estaban excavando a mano porque el terreno era inestable y querían evitar las vibraciones.

Parecía como si todo Bay Beach estuviera allí reunido: los bomberos, sus amigos, Lori, Shanni, Erin, Wendy. Y hasta Bernard que, según Lori, estaba desesperado.

– ¿Bernard desesperado?

– Bueno, se está mordiendo la cola, que para él, es la máxima expresión de desesperación -aclaró Lori.

Y por encima de todas las voces, siempre la de Jonas, suave y alentadora.

– Em, aquí está Lori con tu perro. Y Nick. Nick ha estado cavando. ¿Has visto alguna vez a un magistrado con la cara llena de barro? También estuvo Ray, dispuesto a cavar, a pesar de su reciente bypass. Me parece que está aún más loco que tú. Le he dicho que no puede cavar porque si le pasa algo necesitaría otro médico y tú no estás disponible.

Otras veces, sólo estaba Jonas.

– Em, sigo aquí. Todos seguimos aquí. No te dejaremos sola.

Y cuando la noche se alargaba y se hacía más oscura, un mensaje aún más corto pero muy elocuente. -No te dejaré.

Y, más tarde…

– Em, No te dejaré nunca.

La incomodidad era increíble. Em colgaba de su arnés y se mantenía despierta. Acariciaba la cabeza del pequeño una y otra vez. Ese era el único contacto que se atrevía a tener con el niño.

Había sido casi imposible ponerle el gota a gota. Al ponerle la vía, Sam se había movido y ella se había asustado mucho. Pero se la había colocado y podía administrarle el suero y los analgésicos según los necesitaba. Y mantenía contacto con él acariciándole los rizos.

Em empezaba a necesitar ese contacto tanto como él.

Cuando cayó la noche y la luz desapareció de la boca del pozo, le pareció que las paredes se le caían encima.

– Jonas… -susurró, y él estaba allí. Claro que estaba allí. Lo había prometido.

– Ya estamos a cinco metros -le dijo-. Estamos perforando más deprisa de lo que creíamos. Al paso que vamos, os sacaremos hacia el amanecer.

Em respiró hondo.

– Necesito luz.

– ¿Se te han terminado las pilas de la linterna?

– No. Quiero decir allí arriba, para poder ver… Para poder verte.

La voz de Em se debilitaba, pero Jonas intuyó lo que pasaba. Era imposible predecir la claustrofobia, pero si ocurría, era muy difícil controlarla.

– ¿Necesitas subir? -el tono de Jonas era de ansiedad.

– De ninguna manera -no podía dejar a Sam. Entre otras cosas, porque pasar de nuevo por el estrechamiento podía hacer que se desprendieran tierra y piedras y, entonces, volver a bajar sería imposible.

Tenía que controlar la claustrofobia que empezaba a sentir.

– Sólo necesito ver la boca del agujero…

– Eso tiene arreglo -la tranquilizó Jonas, y comenzó a dar órdenes. Enseguida pusieron focos encima del pozo y ella pudo mirar y ver la luz. Y el rostro y la sonrisa de Jonas-. No tardaremos mucho, Em -dijo para tranquilizarla-. Estamos recubriendo las paredes con tablones a medida que avanzamos, y eso es lo que nos está demorando. No podemos movernos demasiado deprisa, o nos arriesgamos a tener una tragedia, pero estamos avanzando lo más rápido posible.

– Seis metros… -le dijo Jonas.

Aunque lejano y muy amortiguado, Em podía oír el rumor de las voces de los hombres trabajando.

Nueve metros.

Luego oyó ruidos que atravesaban las paredes de tierra más o menos al mismo nivel en que ella estaba. Estaban perforando a tres metros de distancia, pero aún tenían que perforar a más profundidad y luego hacer el túnel.

– Tardaremos alrededor de dos horas más -dijo Jonas. El tono de su voz estaba lleno de optimismo y exigía una contestación optimista-. ¿Podrás aguantar tanto?

– Claro que puedo -afirmó Em.


Al fin se oyó el ruido de tierra y piedras que caían y un rayo de luz se filtró por debajo de la barbilla de Sam. Alguien estaba por debajo de él.

Em ya no podía más. Tenía calambres en todos los músculos, y estaba tan cansada que ya no sentía su cuerpo. Además, necesitaba urgentemente ir al baño. Pero Sam se estaba moviendo y no debía hacerlo todavía.

– No -dijo bruscamente, y lo acarició-. Los hombres han llegado abajo de nosotros, pero aún no han terminado de colocar los tablones para que no puedas caerte. Aún es peligroso que nos movamos. Sam, cariño, ¿Puedes aguantar un poquito más? -el pequeño estaba consciente sólo a ratos y Em no sabía si era por el shock, los daños internos o por los analgésicos que le había dado-. Ya están muy cerca -le dijo al niño, y pensó, «apresuraos»-. Pronto estarás con tu mamá.

En cuanto a Em, ella sabía qué era lo que ansiaba. Pronto estaría con Jonas.

– ¡Lo tenemos!

Era un grito de triunfo que llegaba directamente de debajo de Sam. Em se sorprendió gratamente al ver que el cuerpo del niño se elevaba un poco. Era evidente que alguien desde abajo lo había alzado lo suficiente para poder escarbar las rocas que lo tenían sujeto.

Finalmente, los hombros de Sam se despegaron de la roca y, en lugar de caer en picado a cuarenta y cinco metros de profundidad, lo agarró en brazos el hombre que lo había liberado.

Em, incrédula, se quedó mirando hacia abajo la cara sonriente de júbilo del hombre que había rescatado a Sam.

– ¿Podemos llevarnos a su paciente, doctora? -preguntó abrazando a Sam. Le pidió a Em la bolsa de suero y la sujetó a la cintura del pequeño-. Ven, jovencito. Hemos hecho este otro pozo para poder sacarte.

Dicho eso, manejaron a Sam con mucho cuidado hasta sacarlo del pozo. A Em ya no le quedaba nada más que hacer, excepto que la izaran fuera.

Hacia Jonas.

Jonas permitió que los bomberos la izaran, pero nada más. En cuanto vio que emergía a la luz del amanecer, se adelantó para agarrarla y estrecharla entre sus brazos.

Y la estrechó como si nunca más la fuera a soltar.

Nunca.

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