CAPÍTULO 01

La invitación más codiciada de esta semana parece ser la próxima cena de lady Neeley, que se realizará la noche del martes. La lista de invitados no es larga, ni notablemente exclusiva, pero se han divulgado cuentos de la cena del año pasado o, para ser más específica, del menú, y todo Londres (y más especialmente aquellos de mayor circunferencia) está ansioso por participar.

Esta Autora no fue obsequiada con una invitación y por lo tanto debe sufrir en casa con una jarra de vino, una hogaza de pan, y esta columna, pero ay, no sientas pena, Querido Lector. A diferencia de aquellos que asistirán al próximo espectáculo gustatorio, ¡esta Autora no tiene que escuchar a lady Neeley!


Ecos de sociedad de lady Whistledown, 27 de mayo de 1816


Tillie Howard suponía que la noche podía empeorar pero, a decir verdad, no podía imaginar cómo.

No había deseado asistir a la cena de lady Neeley, pero sus padres habían insistido, así que aquí estaba, intentando ignorar el hecho de que su anfitriona -la ocasionalmente- temida, ocasionalmente- burlada lady Neeley- tenía una voz bastante parecida a uñas sobre pizarra.

Tillie también estaba intentando ignorar los ruidos de su estómago, que había esperado alimento al menos una hora antes. La invitación había dicho a las siete de la tarde, así que Tillie y sus padres, el conde y la condesa de Canby, habían llegado puntualmente media hora más tarde, con la expectativa de ser conducidos a la cena a las ocho. Pero allí eran casi las nueve, y no había señales de que lady Neeley pretendiera privarse de hablar para comer en ningún momento pronto.

Pero lo que Tillie más intentaba ignorar, por lo que en realidad hubiese huido de la habitación para evitar si hubiese sido capaz de deducir la manera de hacerlo sin provocar una escena, era al hombre parado a su lado.

– Un tipo alegre era -bramó Robert Dunlop, con esa jovialidad que surge haber consumido un poquito más de vino del que uno debía-. Siempre listo para un poco de diversión.

Tillie sonrió tensamente. Él estaba hablando de su hermano Harry, que había muerto casi un año atrás, en el campo de batalla en Waterloo. Cuando ella y el señor Dunlop habían sido presentados, ella había estado entusiasmada por conocerlo. Había querido desesperadamente a Harry, y lo extrañaba con una ferocidad que a veces la dejaba sin respiración. Y había pensado que sería maravilloso oír historias de sus últimos días, de uno de sus camaradas.

Excepto que Robert Dunlop no estaba diciéndole lo que ella quería escuchar.

– Hablaba sobre usted todo el tiempo -continuó él, aunque ya había dicho lo mismo diez minutos atrás-. Excepto…

Tillie no hizo más que parpadear, sin querer alentar más aclaraciones. Esto no podía terminar bien.

El señor Dunlop la miró con los ojos entrecerrados.

– Excepto que siempre la describió como todo codos y rodillas con trenzas torcidas.

Tillie tocó suavemente su rodete expertamente peinado con la mano. No pudo evitarlo.

– Cuando Harry se marchó al Continente, sí tenía trenzas torcidas -dijo ella, decidiendo que sus codos y rodillas no necesitaban más discusión.

– Él la quería mucho -dijo el señor Dunlop.

Su voz era sorprendentemente suave y atenta, suficiente para captar la atención completa de Tillie. Tal vez no debería ser tan rápida para juzgar. Robert Dunlop tenía buenas intenciones.

Era ciertamente de buen corazón, y bastante apuesto, formando una figura bastante elegante en su uniforme militar. Harry siempre había escrito sobre él con afecto, e incluso ahora, a Tillie le costaba pensar en él de otro modo que como “Robbie.” Tal vez era un poquito diferente. Tal vez era el vino. Tal vez…

– Hablaba elogiosamente sobre usted. Elogiosamente -repitió Robbie, probablemente para dar énfasis extra.

Tillie simplemente asintió. Extrañaba a Harry, aunque estuviese dándose cuenta de que él había informado aproximadamente a mil hombres de que ella era una boba flacucha.

Robbie asintió.

– Decía que usted era la mejor de las mujeres, si uno podía mirar bajo las pecas.

Tillie comenzó a buscar las salidas, buscando una escapatoria. Seguramente podía fingir un ruedo desgarrado, o una horrible tos de pecho.

Robbie se acercó para observar sus pecas.

O la muerte. Su dramático fallecimiento seguramente terminaría como la historia principal en el Whistledown de mañana, pero Tillie casi estaba lista para intentarlo. Tenía que ser mejor que esto.

– Nos contó a todos que tenía pocas esperanzas de que usted se casara alguna vez -dijo Robbie, asintiendo de un modo muy amistoso-. Siempre nos recordaba que usted tenía una dote tremenda.

Eso era suficiente. Su hermano había estado usando su tiempo en el campo de batalla para rogar a los hombres que se casaran con ella, usando su dote (a diferencia de su apariencia o, Dios no lo permita, su corazón) como el atractivo principal.

Era típico de Harry haber muerto antes de que ella pudiera matarlo por esto.

– Tengo que irme -se le escapó.

Robbie miró alrededor.

– ¿Adónde?

A cualquier sitio.

– Afuera -dijo Tillie, esperando que eso fuera explicación suficiente.

El ceño de Robbie se frunció con confusión mientras seguía la mirada de ella a la puerta.

– Oh -dijo-. Bien, supongo…

– ¡Allí estás!

Tillie se dio vuelta para ver quién había logrado apartar la atención de Robbie de ella. Un caballero alto vistiendo el mismo uniforme que Robbie caminaba hacia ellos. Excepto que, a diferencia de Robbie, se veía… peligroso.

Su cabello era rubio miel oscuro, y sus ojos eran… bien, no podía decir de qué color eran a dos metros y medio de distancia, pero realmente no importaba, porque el resto de él era suficiente para aflojar las piernas de cualquier joven dama. Sus hombros eran anchos, su postura era perfecta, y su rostro se veía como si debiera ser tallado en mármol.

– Thompson -dijo Robbie-. Es condenadamente bueno verte.

Thompson, pensó Tillie, asintiendo mentalmente. Debía ser Peter Thompson, el mejor amigo de Harry. Harry lo había mencionado en casi todas las misivas, pero claramente nunca lo había descrito en realidad, o Tillie hubiese estado preparada para este dios griego parado frente a ella. Por supuesto, si Harry lo hubiese descrito, simplemente se hubiera encogido de hombros y dicho algo como “Un tipo de apariencia regular, supongo”.

Los hombres nunca prestaban atención a los detalles.

– ¿Conoces a lady Mathilda? -dijo Robbie a Peter.

– Tillie -murmuró él, tomando la mano ofrecida de ella y besándola-. Perdóneme. No debería tomarme tanta libertad, pero Harry siempre la llamaba así.

– Está bien -dijo Tillie, sacudiendo apenas la cabeza-. Ha sido bastante difícil no llamar Robbie al señor Dunlop.

– Oh, debería hacerlo -dijo Robbie afablemente-. Todos lo hacen.

– ¿Entonces Harry escribía sobre nosotros? -inquirió Peter.

– Todo el tiempo.

– Él la quería mucho -dijo Peter-. Hablaba sobre usted con frecuencia.

Tillie se estremeció.

– Sí, eso ha estado contándome Robbie.

– No quería que pensara que Harry no había estado pensando en ella -explicó Robbie-. Oh, miren, ahí está mi madre. -Tanto Tillie como Peter lo miraron sorprendidos, ante el repentino cambio de tema-. Será mejor que me oculte -murmuró él, y luego se ubicó detrás de una planta en maceta.

– Ella lo encontrará -dijo Peter, con una sonrisa irónica en sus labios.

– Las madres siempre lo hacen -acordó Tillie.

El silencio se impuso en la conversación, y Tillie casi deseó que Robbie regresara y llenara el vacío con su cháchara amistosa, aunque un poquito vacua. No sabía qué decir a Peter Thompson, qué hacer en su presencia. Y no podía dejar de preguntarse -una peste al alma seguramente risueña de su hermano-, si él estaría pensando en su dote, y el tamaño de la misma, y en las muchas ocasiones que Harry la había mencionado como su atributo más brillante.

Pero entonces él dijo algo completamente inesperado.

– La reconocí desde el momento en que entró.

Tillie parpadeó con sorpresa.

– ¿De veras?

Los ojos de él, que ahora se daba cuenta de que eran de un fascinante tono gris-azulado, la observaban con una intensidad que hacía que quisiera retorcerse.

– Harry la describió bien.

– Nada de trenzas torcidas -dijo ella, incapaz de mantener el dejo de sarcasmo fuera de su voz.

Peter rió entre dientes.

– Veo que Robbie ha estado contando historias.

– Varias, en realidad.

– No le preste atención. Todos hablábamos sobre nuestras hermanas, y estoy bastante seguro de que todos las describimos como eran cuando tenían doce años.

Tillie decidió allí y entonces que no había razones para informarle que la descripción de Harry le había cuadrado siendo mucho mayor. Mientras todas sus amigas habían estado creciendo y cambiando, y necesitando ropas nuevas, más femeninas, la figura de Tillie había permanecido obstinadamente infantil hasta sus dieciséis años. Incluso ahora era delgada como un niño, pero tenía algunas curvas, y Tillie estaba emocionada con cada una de ellas.

Ahora tenía diecinueve años, casi veinte, y por Dios que ya no era “toda codos y rodillas”. Y nunca volvería a serlo.

– ¿Cómo me reconoció? -preguntó Tillie.

Peter sonrió.

– ¿No puede adivinarlo?

El cabello. El espantoso cabello Howard. No importaba si sus trenzas torcidas habían dejado paso a un lustroso rodete. Ella y Harry, y su hermano mayor, William, poseían el infame cabello Howard rojo. No era rubio rojizo, y no era tiziano. Era rojo, o anaranjado en realidad, un cobre brillante que Tillie estaba bastante segura de que había hecho que más de una persona entornara los ojos y apartara la mirada a la luz del sol. De algún modo, su padre había escapado a la maldición, pero había regresado con fuerzas sobre sus hijos.

– Es más que eso -dijo Peter, sin que ella necesitara decir las palabras para saber lo que estaba pensando-. Usted se parece mucho a él. Su boca, creo. La forma de su rostro.

Y lo dijo con una intensidad tan serena, con semejante oleada de emoción controlada, que Tillie supo que él también había querido a Harry, que lo extrañaba casi tanto como ella. Y eso hizo que quisiera llorar.

– Yo…

Pero no pudo decirlo. Su voz se quebró, y para su horror, se sintió lloriquear y jadear. No era propio de una dama y no era delicado; era un desesperado intento de evitar sollozar en público.

Peter también lo vio. La tomó del codo y la movió expertamente para que quedara de espaldas al gentío, entonces sacó su pañuelo y se lo entregó.

– Gracias -dijo ella, dándose toquecitos en los ojos-. Lo siento. No sé qué me sucedió.

Dolor, pensó él, pero no lo dijo. No había necesidad de exponer lo obvio. Ambos extrañaban a Harry. Todos lo extrañaban.

– ¿Qué la trae a casa de lady Neeley? -preguntó Peter, decidiendo que era necesario un cambio de tema.

Ella le ofreció una mirada agradecida.

– Mis padres insistieron. Mi padre dice que el chef de ella es el mejor en Londres, y que no nos permitiría rehusarnos. ¿Y usted?

– Mi padre la conoce -dijo él-. Supongo que ella se apiadó de mí, tan recién llegado a la ciudad.

Había muchos soldados recibiendo el mismo tipo de compasión, pensó Peter irónicamente. Muchos hombres jóvenes, terminados con el ejército o a punto de estarlo, con cabos sueltos, preguntándose qué se suponía que hicieran ahora que no tenían rifles ni galopaban a la batalla.

Algunos de sus amigos habían decidido permanecer en el ejército. Era una ocupación respetable para un hombre como él, el hijo más joven de un aristócrata menor. Pero Peter había tenido suficiente de la vida militar, suficiente de los asesinatos, suficiente muerte. Sus padres lo alentaban a entrar en el clero, que era, a decir verdad, la única otra vía aceptable para un caballero de pocos medios. Su hermano heredaría la pequeña casa solariega que iba con la baronía; no quedaba nada para Peter.

Pero de algún modo el clero parecía erróneo. Algunos de sus amigos habían salido del campo de batalla con una fe renovada; para Peter había sido lo opuesto, y se sentía sumamente incompetente para conducir a cualquier rebaño por el sendero de la rectitud.

Lo que realmente deseaba, cuando se permitía soñar con eso, era vivir tranquilamente en el campo. Un caballero granjero.

Sonaba tan… pacífico. Tan completamente diferente a todo lo que su vida había representado durante los últimos años.

Pero una vida semejante requería de tierras, y las tierras requerían dinero, y eso era algo de lo que Peter escaseaba. Tendría una pequeña suma una vez que vendiera su comisión y se retirara oficialmente del ejército, pero no sería suficiente.

Lo que explicaba su reciente llegada a Londres. Necesitaba una esposa. Una con una dote. Nada extravagante; ninguna heredera tendría permitido casarse con alguien como él, de cualquier modo. No, sólo necesitaba una muchacha con una modesta suma de dinero. O, mejor aún, una extensión de tierra. Estaría dispuesto a establecerse en casi cualquier parte de Inglaterra mientras eso significara independencia y paz.

No parecía una meta inalcanzable. Había montones de hombres que estarían felices de casar a sus hijas con el hijo de un barón, y un soldado condecorado por si fuera poco. Los padres de las verdaderas herederas, de las muchachas con lady u honorable frente a sus nombres, esperarían por algo mejor, pero para el resto, él sería considerado un partido bastante decente.

Miró a Tillie Howard; lady Mathilda, se recordó. Ella era exactamente el tipo con el que él no se casaría. Rica más allá de lo imaginable, era la única hija de un conde. Probablemente ni siquiera debería estar hablando con ella. La gente lo llamaría caza-fortunas, y aunque eso es exactamente lo que era, no quería ese rótulo.

Pero ella era la hermana de Harry, y él había hecho una promesa a Harry. Y además, estar allí con Tillie… era extraño. Debería haberlo hecho extrañar a Harry más, ya que se parecía tan condenadamente a él, desde los ojos verde hoja y el gracioso ángulo en que ponían la cabeza cuando escuchaban.

Pero en cambio, simplemente se sentía bien. Relajado incluso, como si allí fuera donde debía estar, si no con Harry, entonces con esta muchacha.

Le sonrió y ella le devolvió la sonrisa, y algo se apretó dentro de Peter, algo extraño, bueno y…

– ¡Aquí está! -chilló lady Neeley.

Peter se dio vuelta para ver qué había precipitado el alarido más fuerte que lo normal de su anfitriona. Tillie dio un paso a la derecha -él había estado bloqueando su visión- y entonces soltó un pequeño grito ahogado de “Oh.”

Un papagayo grande y verde estaba posado en el hombro de lady Neeley, y graznaba:

– ¡Martin! ¡Martin!

– ¿Quién es Martin? -preguntó Peter a Tillie.

– La señorita Martin -lo corrigió ella-. Su dama de compañía.

– ¡Martin! ¡Martin!

– Si fuera ella, me ocultaría -murmuró Peter.

– No creo que pueda -dijo Tillie-. Lord Easterly fue sumado a la lista de invitados a último momento, y lady Neeley presionó a la señorita Martin a asistir para igualar los números. -Lo miró, con una sonrisa pícara cruzando sus labios-. A menos que usted decida huir antes de la cena, la pobre señorita Martin está atascada aquí mientras esto dure.

Peter se estremeció al ver al papagayo lanzarse fuera del hombro de lady Neeley y revolotear por la habitación hacia una mujer delgada de cabello oscuro, que claramente quería estar en cualquier sitio excepto donde se encontraba. Ella batió las manos al ave, pero la criatura no la dejaba en paz.

– Pobrecita -dijo Tillie-. Espero que no la picotee.

– No -dijo Peter, observando la escena con asombro-. Pienso que se cree enamorado.

Y en efecto, el papagayo hocicaba a la pobre mujer, arrullando: “Martin, Martin”, como si acabara de entrar por las puertas del cielo.

– Milady -suplicó la señorita Martin, frotando sus ojos cada vez más inyectados en sangre.

Pero lady Neeley sólo rió.

– Pagué cien libras por ese pájaro, y lo único que hace es hacer el amor a la señorita Martin.

Peter miró a Tillie, cuya boca estaba cerrada en una furiosa línea.

– Esto es terrible -dijo ella-. Ese ave está enfermando a la pobre mujer, y a lady Neeley no le importa un comino.

Peter entendió que eso significaba que se suponía que él hiciera de caballero con brillante y armadura, y salvara a la pobre acompañante atribulada de lady Neeley, pero antes de que pudiera dar un paso, Tillie había atravesado la sala. La siguió con interés, viendo cómo estiraba un dedo y alentaba al ave a abandonar el hombro de la señorita Martin.

– Gracias -dijo la señorita Martin-. No sé porqué actúa de ese modo. Nunca antes me había prestado atención.

– Lady Neeley debería encerrarlo -dijo Tillie severamente.

La señorita Martin no dijo nada. Todos sabían que eso jamás sucedería.

Tillie llevó el pájaro de regreso a su dueña.

– Buenas noches, lady Neeley -le dijo-. ¿Tiene una percha para su ave? O tal vez deberíamos ponerlo nuevamente en su jaula.

– ¿No es dulce? -dijo lady Neeley. Tillie sólo sonrió. Peter se mordió el labio para evitar soltar una risita-. Su percha está aquí -dijo lady Neeley, señalando con la cabeza un lugar en el rincón-. El lacayo llenó su plato con semillas; no irá a ninguna parte.

Tillie asintió y llevó el ave a su percha. En efecto, comenzó a picotear furiosamente su comida.

– Usted debe tener pájaros -dijo Peter.

Tillie sacudió la cabeza.

– No, pero he visto a otros manejarlos.

– ¡Lady Mathilda! -exclamó lady Neeley.

– Me temo que ha sido llamada -murmuró Peter.

Tillie le disparó una mirada sumamente irritada.

– Sí, bien, usted parece haber adoptado el puesto de mi escolta, así que también tendrá que venir. ¿Sí, lady Neeley? -completó, su tono instantáneamente transformado en pura dulzura y luz.

– Ven aquí, niña, quiero mostrarte algo.

Peter siguió a Tillie por la habitación, manteniendo una distancia segura cuando su anfitriona estiró el brazo.

– ¿Te gusta? -Preguntó, tintineando su brazalete-. Es nuevo.

– Es encantador -dijo Tillie-. ¿Rubíes?

– Por supuesto. Es rojo. ¿Qué otra cosa podría ser?

– Eh…

Peter sonrió mientras veía a Tillie intentando deducir si la pregunta era retórica o no. Con lady Neeley, uno nunca podía estar seguro.

– También tengo un collar a juego -continuó lady Neeley alegremente-, pero no quería exagerar. -Se inclinó hacia delante y dijo en un tono que en cualquier otro no hubiese sido descrito como discreto-: No todos aquí tienen los bolsillos tan gordos como nosotras dos.

Peter podría haber jurado que ella lo miró, pero decidió ignorar la afrenta. Uno realmente no podía ofenderse por ninguno de los comentarios de lady Neeley; hacerlo atribuiría demasiada importancia a su opinión y, además, uno siempre estaría sintiéndose insultado.

– ¡Pero sí me puse mis aretes!

Tillie se acercó y admiró diligentemente los aros de su anfitriona, pero entonces, justo cuando estaba enderezando los hombros, el brazalete de lady Neeley, por el que había hecho tanto alboroto, se deslizó de su muñeca y aterrizó sobre la alfombra con un delicado golpe.

Mientras lady Neeley chillaba consternada, Tillie se agachó y recuperó las joyas.

– Es una pieza encantadora -dijo Tillie, admirando los rubíes antes de devolverlos a su dueña.

– No puedo creer que eso haya sucedido -dijo lady Neeley-. Tal vez es demasiado grande. Mis muñecas son muy delicadas, ya sabes.

Peter tosió en su mano.

– ¿Podría examinarlo? -dijo Tillie, pateándole el tobillo.

– Por supuesto -dijo la mujer mayor, pasándoselo nuevamente-. Mis ojos no son lo que solían ser.

Una pequeña multitud se había reunido, y todos esperaban mientras Tillie entrecerraba los ojos y toqueteaba el brillante mecanismo dorado del cierre.

– Creo que tendrá que hacerlo arreglar -dijo Tillie finalmente, devolviendo el brazalete a lady Neeley-. El cierre es defectuoso. Seguramente volverá a caerse.

– Tonterías -dijo lady Neeley, estirando el brazo-. ¡Señorita Martin! -rugió.

La señorita Martin corrió a su lado y volvió a fijar el brazalete.

Lady Neeley soltó un “hmmf” y llevó su muñeca hacia su rostro, examinando el brazalete una vez más antes de bajar el brazo.

– Compré esto en Asprey's, y te aseguro que no hay mejor joyero en Londres. No me venderían un brazalete con un cierre defectuoso.

– Estoy segura de que no fue su intención -dijo Tillie-, pero…

No necesitó terminar. Todos se quedaron mirando el punto en la alfombra donde el brazalete aterrizó por segunda vez.

– Definitivamente el cierre -murmuró Peter.

– Esto es una atrocidad -anunció lady Neeley.

Peter estuvo bastante de acuerdo, especialmente porque ahora habían desperdiciado minutos preciosos en el brillante brazalete cuando lo único que todos querían a esta altura era ir a cenar y comer. Tantas barrigas rugían que no podía decir cuál era cuál.

– ¿Qué haré con esto ahora? -dijo lady Neeley, luego de que la señorita Martin hubiese recuperado el brazalete de la alfombra y se lo entregase.

Un hombre alto de cabello oscuro, a quien Peter no reconoció, hizo aparecer una pequeña bombonera.

– Tal vez esto bastará -dijo, estirándolo.

– Easterly -murmuró lady Neeley, bastante de mala gana en realidad, como si no quisiera particularmente reconocer la ayuda del caballero. Dejó el brazalete sobre el plato y lo puso en una credenza cercana-. Allí está -dijo, acomodando el brazalete en un ordenado círculo-. Supongo que todos pueden admirarlo igualmente allí.

– Tal vez podría servir como centro en la mesa mientras cenamos -sugirió Peter.

– Hmm, sí, excelente idea, señor Thompson. Es casi hora de ir a cenar, de cualquier modo.

Peter podría haber jurado que oyó a alguien susurrar “¿Casi?”

– Oh, muy bien, comeremos ahora -dijo lady Neeley-. ¡Señorita Martin!

La señorita Martin, que de algún modo había logrado poner varios metros entre ella y su empleadora, regresó.

– Ocúpate de que todo esté listo para la cena -dijo lady Neeley.

La señorita Martin salió, y entonces, en medio de múltiples suspiros de alivio, el grupo pasó de la sala de estar al comedor.

Para su placer, Peter descubrió que estaba sentado junto a Tillie. Normalmente no se encontraría al lado de la hija de un conde y, a decir verdad, sospechó que se suponía que estuviera emparejado con la mujer a su derecha, pero ella tenía a Robbie Dunlop del otro lado, y él parecía estar conversando bastante bien con ella.

La comida era, como los chismes habían prometido, exquisita, y Peter estaba bastante feliz metiendo cucharadas de sopa de langosta en su boca cuando oyó un movimiento a su izquierda, y cuando se dio vuelta, Tillie estaba mirándolo, con los labios abiertos como si estuviera a punto de decir su nombre.

Él se dio cuenta de que era encantadora. Encantadora de un modo que Harry nunca podría haber descrito, de una manera que él, como su hermano, nunca podría haber visto. Harry nunca hubiese sido capaz de ver a la mujer más allá de la niña, nunca se hubiera dado cuenta de que la curva de su mejilla rogaba por una caricia, o que cuando abría la boca para hablar, a veces se detenía primero, sus labios se fruncían apenas, como esperando un beso.

Harry nunca hubiese visto nada de eso, pero Peter sí, y eso lo agitó hasta el centro de su ser.

– ¿Quería preguntarme algo? -le dijo, sorprendido de que su voz saliera sonando bastante normal.

– Así era -dijo ella-, aunque no estoy segura cómo… no sé…

Peter esperó que ella ordenara sus pensamientos.

Después de un momento, ella se inclinó hacia delante, miró alrededor de la mesa, como para asegurarse de que nadie estuviera mirándolos, y preguntó:

– ¿Estaba usted allí?

– ¿Dónde? -preguntó él, aunque sabía exactamente a qué se refería ella.

– Cuando él murió -dijo Tillie en voz baja-. ¿Estaba usted allí?

Él asintió. No era un recuerdo que quisiera volver a visitar, pero le debía esa honestidad.

El labio inferior de ella tembló, y susurró:

– ¿Él sufrió?

Por un momento Peter no supo qué decir. Harry había sufrido. Había pasado tres días en lo que tenía que haber sido un tremendo dolor, con ambas piernas quebradas, la derecha tanto que el hueso había atravesado la piel. Podría haber sobrevivido a eso, quizá incluso sin la extremidad -su cirujano era bastante hábil para encajar huesos-, pero entonces la fiebre se había declarado, y no había pasado mucho tiempo antes de que Peter se diera cuenta de que Harry no ganaría su batalla. Dos días más tarde estaba muerto.

Pero cuando había escapado de la vida, había estado tan indiferente que Peter no había estado seguro de si sentía dolor o no, especialmente con el láudano que él había robado a su comandante y vertido por la garganta de Harry. Entonces, cuando finalmente respondió la pregunta de Tillie, sólo dijo:

– Un poco. No fue indoloro, pero creo… al final… fue en paz.

Ella asintió.

– Gracias. Siempre me lo he preguntado. Siempre me lo hubiese preguntado. Me alegra saber.

Él devolvió su atención a la sopa, esperando que un poquito de langosta, harina y caldo pudieran desterrar el recuerdo de la muerte de Harry, pero entonces Tillie dijo:

– Se supone que sea más fácil porque es un héroe, pero no lo creo. -Peter la miró, con la pregunta en sus ojos-. Todos dicen que debemos estar tan orgullosos de él -explicó ella-, porque es un héroe, porque murió en un campo de batalla en Waterloo, su bayoneta en el cuerpo de un soldado francés, pero no creo que eso lo haga más fácil. -Sus labios temblaron trémulamente, el tipo de sonrisa extraña, indefensa que uno hace cuando se da cuenta de que algunas preguntas no tienen respuesta-. Todavía lo extrañamos, tal como lo hubiésemos hecho si él hubiese caído de su caballo, o contagiado el sarampión, o si se hubiese ahogado con un hueso de pollo.

Peter sintió que sus labios se abrían mientras digería las palabras de ella.

– Harry era un héroe -se oyó decir, y era la verdad.

Harry había probado ser un héroe más de una docena de veces, luchando con valor, y salvando la vida de otro más de una vez. Pero Harry no había muerto como un héroe, no del modo en que a la mayoría de la gente le gustaba pensar. Harry ya estaba muerto para el momento en que lucharon contra los franceses en Waterloo, su cuerpo irremediablemente destrozado en un estúpido accidente, atrapado durante seis horas bajo un carro de suministros que alguien había intentado reparar demasiadas veces. La maldita cosa debería haber sido cortada para leña semanas antes, pensó Peter ferozmente, pero el ejército nunca tenía suficiente de nada, incluyendo los humildes carros de provisiones, y su comandante de regimiento se había negado a darlo por muerto.

Pero claramente esa no era la historia que habían contado a Tillie, y probablemente también a sus padres. Alguien había intentado suavizar el golpe de la muerte de Harry pintando sus últimos minutos con los profundos colores rojos del campo de batalla, en toda su horrible gloria.

– Harry era un héroe -dijo Peter otra vez, porque era verdad, y hacía mucho tiempo que había aprendido que aquellos que no habían experimentado la guerra, jamás podrían comprender esa verdad.

Y si ofrecía consuelo pensar que alguna muerte podía ser más noble que otra, él no pensaba romper la ilusión.

– Usted era un buen amigo -dijo Tillie-. Me alegra que él lo tuviera.

– Le hice una promesa -se le escapó. No había querido decírselo, pero de algún modo no pudo evitarlo-. En realidad, los dos hicimos una promesa. Fue algunos meses antes de que él muriera, y los dos… Bueno, la noche anterior había sido espeluznante, y habíamos perdido a muchos de nuestro regimiento.

Ella se acercó, con los ojos muy abiertos y brillando con compasión, y cuando Peter la miró, vio el tono rosado lechoso de su piel, el suave espolvoreado de pecas sobre su nariz… más que nada, quiso besarla.

Buen Dios. Justo allí en la cena de lady Neeley, quiso tomar a Tillie Howard por los hombros, tirarla contra él y besarla con todo su ser.

Harry lo hubiese regañado allí mismo.

– ¿Qué sucedió? -preguntó ella, y las palabras deberían haberlo sacudido de vuelta a la realidad, recordarle que estaba diciéndole algo bastante importante, pero lo único que podía hacer era mirar fijamente sus labios, que no eran del todo rosados, sino más bien un poco color durazno, y se le ocurrió que nunca antes se había molestado en observar la boca de una mujer -al menos no de este modo- antes de besarla.

– ¿Señor Thompson? -preguntó ella-. ¿Peter?

– Lo siento -dijo él, sus dedos formando un puño bajo la mesa, como si el dolor de las uñas contra sus palmas de algún modo pudiera obligarlo a regresar al asunto que los ocupaba-. Hice una promesa a Harry -continuó-. Estábamos hablando sobre el hogar, como hacíamos con frecuencia cuando las cosas eran particularmente difíciles, y él la mencionó a usted, y yo mencioné a mi hermana que tiene catorce años, y nos prometimos mutuamente que si algo nos ocurría, cuidaríamos a la hermana del otro. La mantendríamos a salvo.

Por un momento ella no hizo nada más que mirarlo, y entonces dijo:

– Eso es muy bondadoso de su parte, pero no se preocupe, lo absuelvo de su promesa. No soy una muchacha ingenua, y aún tengo un hermano, William. Además, no necesito un reemplazo para Harry.

Peter abrió la boca para hablar y rápidamente lo pensó mejor. No se sentía fraternal hacia Tillie, y estaba bastante seguro de que no era esto lo que Harry tenía en mente cuando le había pedido que cuidara de ella.

Y lo último que quería era ser su hermano de reemplazo.

Pero el momento parecía exigir una respuesta, y de hecho Tillie estaba observándolo con curiosidad, con la cabeza inclinada a un lado como si estuviese esperando que él dijera algo significativo e inteligente o, si no eso, algo que le permitiera ofrecer una réplica en broma.

Por eso fue que, cuando la espantosa voz de lady Neeley chilló por la habitación, a Peter no le molestó el sonido, aunque fuera para decir:

– ¡Ha desaparecido! ¡Mi brazalete ha desaparecido!

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