CAPÍTULO 02

La invitación más codiciada de la semana es ahora el evento más comentado. Si es posible que usted, Querido Lector, todavía no haya escuchado la noticia, esta Autora la narrará aquí: los hambrientos invitados de lady Neeley ni siquiera habían terminado su sopa cuando se descubrió que el brazalete de rubí de su anfitriona había sido robado.

Hay, con seguridad, algunas discrepancias acerca del destino de las joyas preciosas. Un número de invitados mantiene que el brazalete simplemente fue extraviado, pero lady Neeley afirma un recuerdo claro como el agua de esa noche, y dice que fue un robo, sin duda.

Aparentemente, el brazalete (cuyo cierre se descubrió que era defectuoso por lady Mathilda Howard) fue colocado en una bombonera (seleccionada por el esquivo lord Easterly) y ubicado en una mesa en la sala de estar de lady Neeley. Lady Neeley pretendía llevar la bombonera al comedor, para que sus invitados pudieran admirar su evidente fulgor, pero en la prisa por llegar a la comida (para ese momento, se dijo a esta Autora que la hora era tan tardía que los invitados, famélicos todos, abandonaron el decoro y corrieron locamente hacia el comedor), el brazalete fue olvidado. Cuando lady Neeley recordó las joyas en la otra habitación, envió al lacayo a buscarlas, pero él regresó sólo con la bombonera.

Entonces, por supuesto, fue cuando comenzó el verdadero alboroto.

Lady Neeley intentó hacer que todos sus invitados fuesen registrados, pero realmente, ¿alguien piensa que una persona como el conde de Canby consentiría que su persona fuese registrada por un lacayo de la baronesa? Se sugirió que el brazalete había sido robado por un sirviente, pero lady Neeley mantiene una lealtad admirable hacia sus sirvientes (quienes, sorprendentemente, corresponden al sentimiento), y se negó a creer que alguien de su personal, ninguno de los cuales ha estado empleado por ella por menos de cinco años, la hubiese traicionado de semejante manera.

Al final, todos los invitados partieron de mal humor. Y tal vez más trágicamente, todos los alimentos -excepto la sopa- quedaron sin ser comidos. Uno sólo puedo esperar que lady Neeley estimara pertinente ofrecer el banquete a sus sirvientes, a quienes tan recientemente había defendido contra el ataque.

Y uno puede estar seguro, Querido Lector, de que esta Autora continuará comentando sobre este último dato. ¿Es posible que un miembro de la alta sociedad no sea más que un ordinario ladrón? Tonterías. Uno tendría que ser totalmente singular para haber llevado como por arte de magia una pieza tan valiosa, justo bajo las narices de lady N.


Ecos de sociedad de lady Whistledown, 29 de mayo de 1816


– Y entonces -dijo con efusividad un joven caballero elaboradamente vestido, hablando en el tono de quien está seguro de que siempre está al tanto de los últimos chismes-, obligó al señor Brooks, su propio sobrino, a quitarse el abrigo y permitir que dos lacayos lo registraran.

– Escuché que eran tres.

– No fue ninguno -dijo Peter lentamente, de pie en la entrada de la sala de estar Canby-. Estuve allí.

Siete caballeros se volvieron para enfrentarlo. Cinco se veían molestos, uno aburrido y uno divertido. En cuanto a Peter, estaba profundamente irritado. No estaba seguro de qué había esperado cuando había decidido viajar a la opulenta residencia Canby en Mayfair para visitar a Tillie, pero no había sido esto. La espaciosa sala de estar estaba a rebosar de hombres y flores, y el pequeño ramo de lirios en su mano parecía bastante superfluo.

¿Quién hubiese sabido que Tillie era tan popular?

– Estoy bastante seguro -dijo el primer caballero-, de que fueron dos lacayos.

Peter se encogió de hombros. No le importaba si el petimetre tenía la verdad o no.

– Lady Mathilda también estaba allí -dijo-. Pueden preguntarle, si no me creen.

– Es verdad -dijo Tillie, sonriéndole como saludo-. Aunque el señor Brooks sí se quitó el abrigo.

El hombre que había afirmado que los tres lacayos habían estado registrando invitados se volvió hacia Peter e inquirió, con un aire de superioridad:

– ¿Usted se quitó su abrigo?

– No.

– Los invitados se sublevaron luego de que el señor Brooks fue registrado -explicó Tillie, y cambió de tema, preguntando a sus pretendientes reunidos-: ¿Conocen ustedes al señor Thompson?

Sólo dos lo conocían; Peter todavía era nuevo en la ciudad, y la mayoría de sus conocidos estaban limitados a amigos de la escuela de Eton y Cambridge. Tillie hizo las presentaciones necesarias, y entonces Peter quedó relegado a la octava mejor posición en la sala, ya que ninguno de los otros caballeros estaba dispuesto a trasladarse y permitir ninguna ventaja a otro para cortejar a la encantadora -y rica- lady Mathilda.

Peter leyó Whistledown; sabía que Tillie era considerada la mayor heredera de la temporada. Y recordó a Harry diciendo -con bastante frecuencia, en realidad- que iba a tener que repeler a los caza-fortunas con un palo. Pero Peter no se había dado cuenta hasta ese momento de lo aplicadamente que estaban luchando los jóvenes de Londres por su mano.

Era repugnante.

Y, a decir verdad, él debía a Harry asegurarse de que el hombre que ella escogiera (o como era más probable, el hombre que su padre escogiera para ella) la tratara con el afecto y respecto que merecía.

Así que se dio a la tarea de inspeccionar, y cuando fuera adecuado, ahuyentar a los jóvenes enfermos de amor que lo rodeaban.

El primer caballero fue fácil. Le llevó minutos apenas decidir que su vocabulario no llegaba a mucho, y lo único que Peter tuvo que hacer fue mencionar que Tillie le había dicho que la actividad que disfrutaba más que ninguna era leer tratados filosóficos. El pretendiente corrió con prisa a la puerta, y Peter decidió que aunque Tillie no le hubiese mencionado realmente tal predilección la noche anterior, seguía siendo cierto que sin dudas era lo bastante inteligente como para leer tratados filosóficos si eso quisiera, y eso solo podía incapacitar la unión.

El siguiente caballero era conocido a Peter por reputación. Un jugador empedernido, lo único que necesitó para despedirse fue la mención de una inminente carrera de caballos en Hyde Park. Y, pensó Peter con satisfacción, llevó a otros tres con él. Era algo bueno que esa carrera de caballos no fuese ficticia, aunque los cuatro jóvenes podían decepcionarse un poco cuando se dieran cuenta de que Peter había confundido la hora del evento y, además, que todas las apuestas habían sido realizadas sesenta minutos antes.

Oh, bueno.

Sonrió. Estaba divirtiéndose bastante más de lo que hubiese imaginado.

– Señor Thompson -llegó una voz seca, femenina, a su oído-, ¿está usted ahuyentando a los pretendientes de mi hija?

Él se giró para enfrentar a lady Canby, que estaba mirándolo con una expresión divertida, por lo cual Peter estuvo inmensamente agradecido. La mayoría de las madres hubiesen estado furiosas.

– Por supuesto que no -respondió-. No con los que usted querría verla casada, de ningún modo. -Lady Canby sólo levantó las cejas-. Cualquier hombre que prefiera tirar dinero en una carrera de caballos que permanecer aquí en su presencia, no merece a su hija.

Ella rió, y cuando lo hizo, se pareció mucho a Tillie.

– Bien dicho, señor Thompson -dijo la mujer-. No se puede ser demasiado cuidadosa cuando una es madre de una gran heredera.

Peter se quedó callado, inseguro de si ese comentario pretendía ser más mordaz de lo que podía implicar el tono de ella. Si lady Canby sabía quién era él, y así era -había reconocido su nombre inmediatamente cuando habían sido presentados la noche anterior- entonces también sabía que tenía poco más que peniques a su nombre.

– Prometí a Harry que la cuidaría -dijo, su voz impasible y resuelta.

No podía haber confusión de que pretendía cumplir con su juramento.

– Ya veo -murmuró lady Canby, inclinando apenas la cabeza a un lado-. ¿Y es por eso que está aquí?

– Por supuesto.

Y lo decía en serio. Al menos se dijo a sí mismo que lo decía en serio. No importaba si había pasado aproximadamente las últimas dieciséis horas fantaseando con besar a Tillie Howard. Ella no era para él.

La observó conversando con el hermano menor de lord Bridgerton, apretando los dientes al darse cuenta de que no había una sola cosa inaceptable en ese hombre. Era alto, fuerte, claramente inteligente, y de buena familia y fortuna. Los Canby estarían emocionados con esa unión, aun si Tillie quedaba reducida a una mera señora.

– Estamos bastante encantados con ese -dijo lady Canby, moviendo una mano pequeña y elegante hacia el caballero en cuestión-. Es un artista bastante talentoso, y su madre ha sido mi amiga íntima durante años. -Peter asintió con fuerza-. Desgraciadamente -dijo lady Canby encogiéndose de hombros-, me temo que hay pocas razones para tener esperanzas en ese lugar. Sospecho que él está aquí sólo para apaciguar a la querida Violet, que ha perdido la esperanza de ver casados a sus hijos alguna vez. El señor Bridgerton no parece preparado para sentar cabeza, y su madre cree que está enamorado en secreto de otra. -Peter recordó no sonreír-. Tillie, querida -dijo lady Canby, una vez que el fastidiosamente apuesto y agradable señor Bridgerton besó su mano y partió-, aún no has conversado con el señor Thompson. Es tan amable de su parte visitarnos, y todo por su amistad con Harry.

– No diría que todo -dijo Peter, sus palabras salieron un poquito menos afables y practicadas de lo que había pretendido-. Siempre es un placer verla, lady Mathilda.

– Por favor -dijo Tillie, saludando con la mano al último de sus enamorados-, debe seguir llamándome Tillie. -Se volvió hacia su madre-. Era del único modo que me llamaba Harry, y aparentemente hablaba de nosotros con frecuencia mientras estaba en el Continente.

Lady Canby sonrió con tristeza ante la mención del nombre de su hijo menor, y parpadeó varias veces. Sus ojos adoptaron una expresión vacía, y aunque Peter no creía que fuese a estallar en lágrimas, pensó que quería hacerlo. Inmediatamente le ofreció su pañuelo, pero ella negó con la cabeza y rechazó el gesto.

– Creo que buscaré a mi esposo -dijo, poniéndose de pie-. Sé que a él le gustaría conocerlo. Estaba en algún otro lugar anoche cuando fuimos presentados, y yo… Bien, sé que le gustaría conocerlo a usted.

Salió rápidamente de la sala, dejando la puerta bien abierta y ubicando a un lacayo justo al otro lado del pasillo.

– Se fue a llorar -dijo Tillie, no de modo de hacer sentir culpable a Peter. Era sólo una explicación, una triste declaración de los hechos-. Aún lo hace, bastante.

– Lo siento -dijo él.

Ella se encogió de hombros.

– Parece que no hay manera de evitarlo. Para ninguno de nosotros. Creo que nunca pensamos realmente que él podía morir. Parece bastante estúpido ahora. No debería haber sido semejante sorpresa. Se fue a la guerra, por el amor de Dios. ¿Qué otra cosa deberíamos haber esperado?

Peter sacudió la cabeza.

– No es para nada estúpido. Todos pensamos que éramos un poquito inmortales hasta que realmente vimos la batalla. -Peter tragó con dificultad, sin querer sentir el recuerdo. Pero una vez evocado, era difícil contenerlo-. Es imposible entenderlo hasta que uno lo ve. -Los labios de Tillie se tensaron apenas, y Peter se preocupó de poder haberla insultado-. No quiero ser condescendiente -dijo.

– No lo hizo. No es eso. Sólo estaba… pensando. -Se inclinó hacia delante, con una nueva luz luminosa en sus ojos-. No hablemos de Harry -dijo-. ¿Cree que podremos? Estoy tan cansada de estar triste.

– Muy bien -dijo él.

Ella lo miró, esperando que Peter dijera algo más. Pero no lo hizo.

– Eh, ¿cómo estaba el clima? -le preguntó finalmente.

– Un poquito de llovizna -respondió él-, pero nada fuera de lo común.

Tillie asintió.

– ¿Estaba cálido?

– No especialmente. Pero sí un poquito más cálido que anoche.

– Sí, estaba un poco frío, ¿verdad? Y estamos en mayo.

– ¿Desilusionada?

– Por supuesto. Debería ser primavera.

– Sí.

– Claro.

– Claro.

Oraciones de una palabra, pensó Tillie. Siempre el deceso de cualquier buena conversación. Seguramente tenían algo más en común, aparte de Harry. Peter Thompson era apuesto, inteligente y, cuando la miraba con esa expresión misteriosa, de párpados pesados suya, le daba un escalofrío por la columna.

No era justo que de lo único que parecía que hablaban le hiciera dar ganas de llorar.

Le sonrió alentadoramente, esperando que él dijera algo más, pero no lo hizo. Tillie volvió a sonreír, aclarándose la garganta.

Él captó el mensaje.

– ¿Lee usted? -preguntó él.

– ¡Sí leo! -repitió ella, incrédula.

– Pero le gusta, ¿verdad? -aclaró él.

– Sí, por supuesto. ¿Por qué?

Peter se encogió de hombros.

– Podría habérselo mencionado a uno de los caballeros que estaban aquí.

– ¿Podría?

– Lo hice.

Ella sintió que sus dientes se apretaban. No tenía idea de por qué debería estar enojada con Peter Thompson, sólo sabía que debía. Claramente él había hecho algo para merecer su desagrado, o no estaría allí sentado con esa expresión de satisfacción, simulando estudiar sus uñas.

– ¿Qué caballero? -le preguntó finalmente.

Él levantó la mirada, y Tillie resistió el impulso de agradecerle por encontrarla más interesante que su manicura.

– Creo que su nombre era señor Berbrooke -dijo él.

Nadie con quien quisiera casarse. Nigel Berbrooke era un tipo de buen corazón, pero también era tonto como un burro y probablemente estaría aterrado de pensar en una esposa intelectual. Se podría decir, si se sintiera particularmente generosa, que Peter le había hecho un favor espantándolo, pero igualmente Tillie no apreciaba que se entrometiera en sus asuntos.

– ¿Qué dijo que me gustaba leer? -le preguntó, manteniendo la voz suave.

– Eh, esto y aquello. Tal vez tratados filosóficos.

– Ya veo. ¿Y le pareció adecuado mencionarle eso porque…?

– Parecía el tipo de persona que estaría interesado -dijo él, encogiéndose de hombros.

– Y, sólo por curiosidad, si no le molesta… ¿qué sucedió cuando le dijo eso?

Peter ni siquiera tuvo la cortesía de verse avergonzado.

– Salió corriendo directamente por la puerta -murmuró-. Imagínelo.

Tillie quería permanecer con un aire de superioridad y cortante. Quería mirarlo irónicamente bajo unas cejas delicadamente arqueadas. Pero no era tan sofisticada como deseaba ser, porque lo miró absolutamente enojada mientras decía:

– ¿Y qué le dio la idea de que me gusta leer tratados filosóficos?

– ¿No le agrada?

– No importa -respondió ella-. No puede andar por ahí, asustando a mis pretendientes.

– ¿Es eso lo que piensa que estaba haciendo?

– Por favor -bufó ella-. Luego de vender mi inteligencia al señor Berbrooke, no intente insultarla ahora.

– Muy bien -dijo Peter, cruzando los brazos y observándola con el tipo de expresión que su padre y su hermano mayor adoptaban cuando pretendían regañarla-. ¿Realmente desea comprometerse con el señor Berbrooke? ¿O -añadió-, con uno de los hombres que salieron corriendo para tirar dinero en una carrera de caballos?

– Claro que no, pero eso no significa que lo quiero a usted espantándolos.

Él simplemente la miró como si fuera idiota. O mujer. Según la experiencia de Tillie, la mayoría de los hombres pensaban que todas eran iguales.

– Mientras más hombres vengan de visita -le explicó, un poco impaciente-, más hombres vendrán de visita.

– ¿Perdón?

– Ustedes son ovejas. Todos ustedes. Sólo interesados en una mujer si alguien más lo está.

– ¿Y su propósito en la vida es acumular una veintena de caballeros en su sala de estar?

Su tono era condescendiente, casi insultante, y Tillie estaba a punto de hacerlo echar a patadas de la casa. Sólo la amistad de él con Harry -y el hecho de que estaba actuando como semejante mojigato porque pensaba que era lo que Harry hubiese deseado- evitaban que llamara al mayordomo inmediatamente.

– Mi propósito -le dijo forzadamente-, es encontrar un esposo. No ponerle un cepo, no atraparlo, no arrastrarlo al altar, si no encontrar uno, preferiblemente uno con quien quiera compartir una vida larga y contenta. Siendo una muchacha práctica, me pareció sensato conocer la mayor cantidad de caballeros solteros posible, para que mi decisión pueda estar basada en una amplia base de conocimiento, y no por, como muchas jóvenes son acusadas, una fantasía. -Se recostó, cruzó los brazos y echó una dura mirada en dirección a él-. ¿Tiene alguna pregunta?

Peter la observó con una expresión perpleja por un momento y luego preguntó:

– ¿Quiere que vaya y los arrastre a todos de regreso?

– ¡No! Oh -agregó ella, cuando vio la sonrisa astuta de él-. Está bromeando.

– Sólo un poquito -objetó él.

Si hubiese sido Harry, ella le hubiera arrojado una almohada. Si hubiese sido Harry, se hubiera reído. Pero si hubiese sido Harry, sus ojos no se hubieran quedado fijos en la boca de él cuando sonreía, y no hubiera sentido ese extraño calor en su sangre, o ese cosquilleo en su piel.

Pero más que nada, si hubiese sido Harry, ella no sentiría esta espantosa desilusión, porque Peter Thompson no era su hermano mayor y lo último que quería era que él se viera como tal.

Pero, aparentemente, así era exactamente como se sentía. Había prometido a Harry que cuidaría de ella, y ahora ella no era nada más que una obligación. ¿Le gustaba, siquiera? ¿La encontraba remotamente interesante o divertida? ¿O sufría su compañía sólo porque era la hermana de Harry?

Era imposible saberlo… y era una pregunta que nunca podría hacer. Y lo que realmente quería era que él se marchara, pero eso la señalaría como cobarde, y no quería ser cobarde. Había llegado a comprender que eso era lo que le debía a Harry. Vivir su vida con el valor y la determinación que él había exhibido al final de la suya.

Enfrentar a Peter Thompson parecía una comparación más bien pálida con los valientes actos de Harry como soldado, pero nadie iba a enviarla a luchar por su país, así que, si quería continuar en su búsqueda para enfrentar sus miedos, esto iba a tener que ser suficiente.

– Está perdonado esta vez -le dijo, cruzando las manos sobre su regazo.

– ¿Me disculpé? -dijo él lentamente, lanzándole una vez más con esa sonrisa lenta, perezosa.

– No, pero debería haberlo hecho. -Le devolvió la sonrisa con dulzura… con demasiada dulzura-. Fui criada para ser caritativa, así que pensé que le otorgaría la disculpa que usted nunca ofreció.

– ¿Y la aceptación también?

– Por supuesto. De otro, modo, sería grosera.

Él estalló en carcajadas, un sonido rico, cálido, que tomó a Tillie por sorpresa, y luego la hizo sonreír.

– Muy bien -dijo él-. Usted gana. Absolutamente, totalmente, indudablemente…

– ¿Incluso indudablemente? -murmuró ella con deleite.

– Incluso indudablemente -concedió él-. Usted gana. Me disculpo.

Ella suspiró.

– La victoria nunca supo tan dulce.

– Ni debería -dijo él con las cejas arqueadas-. Le aseguro que no ofrezco disculpas con ligereza.

– ¿Ni con semejante buen humor? -preguntó ella.

– Nunca con semejante buen humor.

Tillie sonreía, intentando pensar en algo terriblemente ingenioso que decir, cuando el mayordomo llegó con un servicio de té no pedido. Su madre debía haberlo pedido, pensó Tillie, lo que significaba que regresaría pronto, lo que significaba que su tiempo a solas con Peter estaba llegando a su fin.

Debería haber prestado atención a la profunda desilusión que apretaba su pecho. O al aleteo en su vientre que aumentaba cada vez que lo miraba. Porque si lo hubiese hecho, no se hubiera sorprendido tanto cuando le pasó una taza de té, y sus dedos se tocaron, y entonces lo miró, él la miró a ella, y sus ojos se encontraron.

Y sintió como si estuviera cayendo.

Cayendo… cayendo… cayendo. Una cálida ráfaga de aire la envolvió, robándole la respiración, el pulso, incluso el corazón. Y cuando todo terminó -si de hecho había terminado y no simplemente decaído- lo único que pudo pensar fue que era una maravilla que no hubiese dejado caer la taza de té.

¿Habría notado él en ese momento que ella se había transformado?

Prestó mucha atención a la preparación de su propia taza, salpicando leche antes de añadir el té caliente. Si tan sólo pudiera concentrarse en las tareas triviales a mano, no tendría que sopesar qué acababa de sucederle.

Porque sospechaba que realmente había caído.

Ante el amor.

Y sospechaba que, al final, sería su perdición. No tenía mucha experiencia con los hombres; su primera temporada en Londres había sido interrumpida por la muerte prematura de Harry, y había pasado el año anterior apartada en el campo, de duelo con su familia.

Pero aun así, podía notar que Peter no pensaba en ella como una mujer deseable. Pensaba en ella como una obligación, como la hermanita de Harry. Tal vez incluso como una niña.

Para él, ella era una promesa que debía ser cumplida. Nada más, nada menos. Hubiese parecido frío y clínico, si no la conmoviese tanto la devoción de él por su hermano.

– ¿Sucede algo?

Tillie levantó la mirada ante el sonido de la voz de Peter y sonrió irónicamente. ¿Sucedía algo? Más de lo que él jamás sabría.

– Claro que no -le mintió-. ¿Por qué lo pregunta?

– No ha bebido su té.

– Lo prefiero tibio -improvisó, llevando la taza a sus labios. Tomó un sorbo, fingiendo cautela-. Ahí está -dijo alegremente-. Mucho mejor ahora.

Él la miraba con curiosidad, y Tillie casi suspiró ante su desgracia. Si iba a tener un capricho no correspondido por un caballero, haría mucho mejor en no escoger a uno de tan evidente inteligencia. Cualquier otro error como este y él ciertamente percibiría sus verdaderos sentimientos.

Lo cual sería horroroso.

– ¿Planea asistir al gran baile Hargreaves el viernes? -le preguntó, decidiendo que un cambio de tema era el mejor proceder.

Él asintió.

– ¿Asumo que usted también irá?

– Por supuesto. Será un tumulto, estoy segura, y no puedo esperar a ver a lady Neeley llegando con su brazalete en la muñeca.

– ¿Lo ha encontrado? -preguntó él con sorpresa.

– No, pero así debe ser, ¿no lo cree? No puedo imaginar que nadie en la fiesta realmente lo robara. Probablemente cayó bajo la mesa, y nadie ha tenido la sagacidad de mirar.

– Concuerdo con usted en que la suya es la teoría más probable -dijo él, pero sus labios se apretaron un poco al quedarse callado, y no se veía convencido.

– ¿Pero…? -lo instó a decir.

Por un momento, no creyó que él fuera a responder, pero entonces Peter dijo:

– Pero usted nunca ha sabido lo que es tener necesidades, lady Mathilda. Nunca podría comprender la desesperación que podría llevar a un hombre a robar.

No le gustó que la llamase lady Mathilda. Eso inyectaba una formalidad en la conversación de la que ella había pensado que habían prescindido. Y sus comentarios parecían subrayar el simple hecho de que él era un hombre de mundo, y ella una jovencita protegida.

– Claro que no -dijo ella, porque no tenía sentido simular que su vida no había sido privilegiada-. Pero igualmente, es difícil imaginar que alguien tenga la audacia de robar el brazalete debajo de la nariz de ella.

Por un momento él no se movió, sólo la miró con atención, de un modo incómodamente evaluador. Tillie tuvo la sensación de que él pensaba que ella era terriblemente provinciana, o al menos ingenua, y detestó que su creencia en la bondad general de los hombres la hiciera quedar como tonta.

No debería ser de ese modo. Uno debía confiar en sus amigos y vecinos. Y ella ciertamente no debería ser ridiculizada por hacerlo.

Pero Peter la sorprendió, y simplemente dijo:

– Probablemente tenga razón. Hace tiempo me di cuenta de que la mayoría de los misterios tienen soluciones perfectamente benignas y aburridas. Lady Neeley probablemente estará aceptando la derrota antes de que termine la semana.

– ¿No cree que soy tonta por ser tan confiada? -preguntó Tillie, casi pateándose por hacerlo.

Pero no parecía poder dejar de hacer preguntas a este hombre; no podía recordar a nadie cuyas opiniones le importaran tanto.

Él sonrió.

– No. No estoy necesariamente de acuerdo con usted. Pero es agradable compartir el té con alguien cuya fe en la humanidad no ha sido herida irreparablemente.

Un sombrío dolor la inundó, y se preguntó si Harry también había sido cambiado por la guerra. Se dio cuenta de que así debía haber sido, y no pudo creer que no lo hubiese pensado antes. Siempre había imaginado al mismo Harry de siempre, riendo, bromeando y haciendo travesuras a cada oportunidad.

Pero cuando miraba a Peter Thompson, se daba cuenta de que había una sombra tras sus ojos que nunca desaparecía del todo.

Harry había estado al lado de Peter durante la guerra. Sus ojos habían visto los mismos horrores, y sus ojos hubiesen tenido las mismas sombras si no estuviera enterrado en Bélgica.

– ¿Tillie?

Ella levantó la mirada rápidamente. Había estado callada más tiempo del que quería, y Peter la miraba con expresión curiosa.

– Lo siento -dijo reflexivamente-, sólo soñaba despierta.

Pero mientras bebía su té, observándolo disimuladamente sobre el borde de su taza, no era en Harry en quien estaba pensando. Por primera vez en un año, finalmente, emocionantemente, no era Harry.

Era Peter, y en lo único que podía pensar es que no debería tener sombras tras los ojos. Y ella quería ser quien las desterrara para siempre.

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