Darcy Scott tocó el bajo delicadamente cosido de la sábana de algodón francés. La tela parecía seda y cerró los ojos e imaginó esas mismas sábanas en su piel desnuda.
De pronto en la visión apareció un hombre atractivo, un rostro familiar que había hechizado sus sueños durante años. El cuerpo desnudo estaba acurrucado contra el suyo, la pierna larga encima de sus caderas.
La observaba con somnolientos ojos azules, el pelo veteado por el sol revuelto y una sonrisa satisfecha insinuándose en las comisuras de la boca. Y cuando la aproximó, tenía los labios entreabiertos, dispuestos a cubrir los suyos.
Respiró hondo y luego maldijo para sus adentros, sacándose del ensimismamiento. En una ocasión había sido real, pero no durante mucho tiempo. Miró por encima de la mesa del restaurante y vio a su ayudante, Amanda Taylor, mirarla con sonrisa divertida.
– Son sólo sábanas -dijo Amanda.
Darcy carraspeó, tratando de desterrar la imagen de su cabeza.
– Según tú, son las mejores sábanas del mundo. ¿Cuánto cuestan?
– Ah, madame -bromeó Amanda con marcado acento francés-. ¿Quién puede ponerle precio al confort de sus huéspedes? Imagínese entre estas sábanas. ¿Querría que alguna otra cosa tocara su cuerpo desnudo? -suspiró-. Quiero decir, además de un hombre con manos sensibles, profundos ojos azules, pelo maravilloso y un realmente grande…
– ¿Cuánto? -repitió Darcy. ¡No quería más fantasías! Empezaban a interferir con los negocios y ya había tomado la decisión de anteponer su profesión a cualquier otra cosa en su vida. Simplificaba mucho las cosas.
No siempre había sido propensa a tener pensamientos de naturaleza sexual. Pero desde que había roto su compromiso un año atrás, no había disfrutado de los placeres del cuerpo de un hombre. La verdad era que llevaba exactamente cuatrocientos treinta y cinco días sin gozar de los placeres de un hombre. Jamás había querido llevar una cuenta precisa, pero la semana anterior había sentido curiosidad y había decidido calcularlo. A partir de entonces, con cada día que pasaba se sentía impulsada a añadirlo a la cuenta, incapaz de quitarse de la cabeza ese número cada vez mayor.
– Tu padre te ha dado carta blanca -dijo Amanda-, lo que significa que puedes gastar un montón de dinero.
– No quiero cometer ningún error. Mi padre puede quitarme este trabajo con la misma facilidad con que me lo dio, en especial si no controlo el presupuesto.
Darcy llevaba siendo directora del Delaford desde hacía más de dos años, la persona más joven en tener un puesto directivo en la cadena de hoteles de Sam Scott… y la única mujer. Al principio, el trabajo había sido temporal, un modo para ganar más experiencia mientras su padre buscaba a la persona adecuada que lo ocupara. Pero Darcy lo había hecho bien y su padre había retrasado encontrar un sustituto.
El Delaford era pequeño y exclusivo. Situado en un terreno asombroso, a sólo ciento cincuenta kilómetros de San Francisco, era un destino popular para las celebridades de la Costa Oeste. Exhibía un hotel lujoso, una pista de golf profesional, pistas de tenis, establos y un spa y club de salud con servicio completo. Situado en las costas de Crystal Lake, el hotel disponía de ciento ochenta habitaciones con un noventa y cinco por ciento de ocupación anual. En los últimos tres años, el restaurante de lujo había ganado la categoría de cinco tenedores y recibía a comensales de la ciudad de forma asidua.
– Puedo conseguirlas por quinientos dólares el juego siempre y cuando las vendamos en nuestra tienda de regalos -dijo Amanda-. Están por debajo de su precio mayorista. Y aguantan mucho mejor que las sábanas que usamos ahora. Cuanto más las laves, mejor sensación ofrecen. He pedido que pusieran un juego en tu cama. Duerme en ellas unas noches y llegarás a la conclusión de que son una ganga.
– Gracias -murmuró-. Las probaré.
Amanda llamó a la camarera y pidió el carrito de los postres.
– Como no estamos comiendo en el Delaford, quiero ver qué cosas sirven aquí. ¿Te unes a mí?
– Se me ocurre una idea mejor -indicó Darcy-. Vamos a hacer una promoción de San Valentín con la nueva tienda de chocolates de la ciudad. A los ganadores les ofreceremos una cena en el Winery. A cambio, la tienda hará un nuevo monograma de chocolate para nuestras almohadas.
– Buen intercambio -comentó Amanda.
Darcy asintió.
– Ellie Fairbanks debería tener algunas muestras preparadas -dejó dinero en efectivo sobre la bandeja con la cuenta y se levantó-. Mientras estamos allí, compraré un cuarto de kilo de trufas y nos daremos el capricho de comerlas.
Salieron a la brillante luz de la tarde. El día era cálido para ser primeros de febrero, con una ligera brisa fresca. Caminaron por la bonita Main Street de Austell y giraron por Larchmont Street hacia Dulce Pecado. Unas letras doradas recién pintadas adornaban el escaparate y sonó una campanilla cuando cruzaron la puerta.
El interior del local estaba en silencio y suavemente iluminado. Unos expositores brillantes de cristal mostraban una seductora variedad de chocolates. Ellie atendía a un caballero, pero saludó con la mano a Darcy.
Amanda estudió los dulces mientras Darcy pasó el tiempo estudiando los hombros anchos y la cintura estrecha del cliente que tenía delante. No podía descubrir su edad, pero llevaba con elegancia unos pantalones oscuros y un jersey ceñido, ropa que potenciaba sus extremidades largas y esbeltas.
Los dedos le hormiguearon al imaginar que los pasaba por su pelo tupido. Contuvo un gemido bajo. ¿Es que deseaba a un desconocido total? ¿qué le pasaba?
– ¿Y busca amor? -preguntó Ellie.
Darcy se asomó con cautela y vio que Ellie depositaba una cesta enorme de chocolates delante del hombre.
– La cesta es para mi hermana -explicó él con voz profunda y rica-. Es adicta a los chocolates. Tiene gemelos y creo que se automedica con dulces.
Ellie metió la cesta en una bolsa bonita con el logo de la tienda.
– Bueno, ahí hay algo especial -señaló las mitades de corazones envueltas en celofán azul-. Hay un mensaje dentro. Si encuentra su pareja antes de San Valentín, tanto usted como la dama afortunada con la otra mitad ganarán un premio romántico.
Darcy respiró hondo y la colonia con fragancia a cítricos del hombre le hizo cosquillas en la nariz. Tenía que estar soltero. Los hombres casados no olían tan bien.
– Bueno, Ellie -dijo el hombre-. Agradezco el detalle, pero no busco ningún romance.
– Bueno, ¿quién sabe? Quizá el romance lo busque a usted -repuso Ellie. Le dedicó una sonrisa a Darcy y luego eligió una mitad de corazón y la metió en la bolsa del cliente.
Él rio entre dientes y recogió la compra. Pero Darcy no se había dado cuenta de lo cerca que estaban. Al volverse él, quedó directamente en su camino. Con celeridad se apartó hacia la izquierda al tiempo que él lo hacía hacia su derecha. La pequeña danza continuó durante unos pocos pasos más silenciosos, hasta que Darcy se arriesgó a mirarlo.
Se le cortó el aliento cuando sus ojos se encontraron… ojos que había visto en una fantasía hacía apenas diez minutos. Poco había cambiado en diez minutos… o en cinco años. Kel Martin seguía teniendo el tipo de atractivo que le aflojaba las rodillas a una mujer. El pelo, por lo general corto durante la temporada de béisbol, en ese momento le caía con descuido sobre la frente. Y los ojos azules eran aún más azules, si eso era posible.
– Ahora que hemos dominado los dos pasos, ¿te gustaría probar un tango? -bromeó con sonrisa juvenil.
La sonrisa la hizo temblar por dentro.
– ¿Qu… qué? -la palabra salió como un graznido nervioso-. Oh, claro. Bailar. No. Quiero decir, lo siento -con rapidez se apartó, pero por un momento él no se movió. Aún tenía la vista clavada en su cara y una pequeña arruga se manifestó en la frente bronceada. Durante un instante, vio un destello de reconocimiento en esos ojos, pero al instante desapareció.
Se ruborizó. ¿La recordaría entre todas las chicas con las que se había acostado?
Había visto a un desconocido atractivo bebiendo una cerveza en su bar de Penrose, el hotel de San Francisco de su padre. Acababa de aterrizar desde San Diego para una reunión de la junta, y después de un día tenso, buscaba un modo de relajarse. Una copa de champán había llevado a otra, y antes de darse cuenta, subían en el ascensor a la habitación de él, incapaz de dejar de tocarse.
No se habían molestado con presentaciones ni hablado de por qué se hallaban solos en un bar. No pareció importar en su momento. Lo único que importaba era quitarse la ropa y lanzarse a los brazos del otro.
En cuanto lo consiguieron, el resto de la noche había pasado como en una nebulosa de órdenes desesperadas y sensaciones eléctricas. Al principio él le había explorado el cuerpo de forma tan minuciosa, que Darcy había pensado que se volvería loca cuando finalmente la penetró. Y entonces se había fragmentado con una intensidad que nunca antes había sentido… ni después.
Incluso en ese momento, pasado tanto tiempo, podía recordar cada instante, el peso de su cuerpo, la calidez de su boca, el sonido entrecortado de su voz al estallar dentro de ella.
Sintió los dedos de él en su brazo y parpadeó.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó él, mirándola.
– Sí -murmuró-. Por supuesto -dio otro paso a un lado y un momento mas tarde, él se había marchado. Igual que aquella mañana en que había despertado encontrándose sola en su habitación del hotel.
Al oír el sonido de la campanilla, soltó el aliento contenido. Amanda corrió a su lado y la tomó del brazo.
– ¿Sabes quién era ese hombre?
– Sí, lo sé -repuso aturdida-. Kel Martin.
Amanda pareció desconcertada.
– No sabía que seguías a los Giants.
– Todo el mundo sabe quién es Kel Martin -repuso Darcy. Siempre estaba en las noticias, si no por su magnífico juego, sí por su llamativa vida amorosa. Aunque le costaba admitirlo, cada vez que aparecía en un diario o en una revista, hojeaba el artículo en busca de detalles y para estudiar la foto y catalogar una vez más cada una de sus atractivas facciones. Era un desconocido, pero todavía sentía como si fueran amantes, vívido el recuerdo de la noche que pasaron juntos.
– Te tocó -dijo Amanda.
Darcy bajó la vista a su antebrazo. El hormigueo parecía haberse extendido a sus dedos y a sus pies.
– ¿Lo hizo?
– Es muy atractivo -comentó Ellie Fairbanks-. ¿Os conocíais de antes?
Darcy movió la cabeza.
– ¿Por qué dices eso?
La mujer se encogió de hombros.
– Fue como si hubiera una… conexión entre vosotros… Bueno, tengo listas tus muestras. Pero debes probar algunos de nuestros otros chocolates. Lo que te tiente corre por mi cuenta.
– Aceptaré parte del romance que ofrecías -dijo Amanda-. ¿Y tú, Darcy? ¿Estás con ganas de amor?
– Creo que me quedaré con las trufas.
Ellie fue a uno de los expositores y Amanda la siguió. Mientras hablaban de los méritos de los distintos sabores, Darcy trató de calmar sus nervios. ¿Qué hacía Kel Martin en Austell? ¿De vacaciones o de paso? Esperó que no planeara quedarse en el Delaford.
Amanda regresó junto a ella con un par de trufas en la palma de una mano. Le ofreció una y, sin pensárselo, Darcy se la llevó a la boca. El chocolate cremoso se derritió al instante, con un toque de frambuesa en su centro. De sus labios escapó un gemido leve. Si había algo que podía hacerle olvidar el reencuentro con el pasado, no cabía duda de que eran las trufas. Pero haría falta más que una.
– Quiero un cuarto de las de frambuesa y otro cuarto de moca -murmuró-. Y añade cinco de esas tortugas de chocolate negro. Luego añade lo que a ti te apetezca y abriremos una cuenta.
Siempre había sabido que existía la posibilidad de que se encontrara otra vez con él, e incluso había fantaseado acerca de cómo sería. Pero una vez que había sucedido, maldijo la decisión de prescindir del postre en el restaurante.
Ellie charló con ella mientras introducía los chocolates en una bonita bolsa roja. Su marido, Marcus, apareció desde el cuarto de atrás con otra caja llena con almendras de chocolate en las que se veía la «D» del logo del Delaford.
– Antes de que os marchéis, he de daros una cosa más -Ellie sonrió con picardía y luego extendió otra cesta llena con corazones rosados-. Elegid uno.
Darcy extrajo uno de la cesta y Amanda la imitó.
– Dentro hay un mensaje -explicó Ellie-. La que encuentre el mensaje equivalente antes de San Valentín, ganará una cena con su caballero en el Winery, del Delaford. Hay más de cien corazones de chocolate -rió-. Conocéis el Delaford, ¿verdad?
Darcy le dio vueltas al corazón en la mano.
– ¿Y si nadie encuentra a su pareja? ¿Qué posibilidades hay de encontrar a un completo desconocido con el mismo mensaje?
– Todos los amantes son desconocidos al principio, ¿no? -repuso Ellie.
Darcy se guardó el corazón en el bolso.
– Ojalá tuviera tiempo para un romance -murmuró, girando hacia la puerta.
– Eh, yo lo intentaré -dijo Amanda al llegar a la puerta-. No quiero pasar otro San Valentín sentada en casa delante del televisor, tratando de convencerme de que soy más feliz sin un hombre.
Kel Martin estaba sentado del otro lado de la calle de Dulce Pecado y miraba a través de la ventanilla de su Mercedes descapotable cuando las dos mujeres salieron de la tienda.
Clavó la vista en la morena esbelta y se bajó las gafas para poder verla mejor. En cuanto desapareció alrededor de la esquina, con gesto distraído sacó un chocolate de la caja que tenía en el asiento de al lado y se lo llevó a la boca.
Nada más mirar a Darcy a los ojos había tenido la certeza de que era ella. Y en cuanto habló, las pocas dudas que pudo haber albergado se desvanecieron. Esa voz, tan suave y cautivadora, era imposible de olvidar.
Sus pensamientos rememoraron aquella noche, las experiencias nuevas y excitantes, que habían compartido. Había tenido muchas aventuras de una noche, pero aquella había sido diferente. Era como si su anonimato hubiera derribado todos los muros entre ellos, desterrando las inhibiciones.
Los dos se habían sentido completamente libres para probar los límites de su deseo.
– Darcy -musitó.
Jamás le había pedido que le dijera su apellido, ni se había molestado con un teléfono o una dirección antes de marcharse.
En aquel momento, estúpidamente había creído que habría otras como ella, mujeres que pudieran llegar hasta su alma y tomar control de su cuerpo como lo había hecho ella.
Sólo después se había dado cuenta de lo que habían compartido: puro placer y una conexión casi mística de sus cuerpos y mentes.
Había dedicado los cinco años a tratar de encontrarla, llegando a la conclusión de que había sido un momento perdido en el tiempo. Se pasó la mano por el pelo y emitió un gemido suave. Apenas habían hablado aquella noche y, sin embargo, cada minuto pasado juntos había quedado marcado de forma indeleble en su cerebro.
Tantos años atrás… A primera vista, Darcy había parecido inabordable. El bar había estado casi vacío y al principio ella no había notado su presencia.
Y cuando él había captado su atención, no había visto que lo reconociera.
En aquel momento, lo único que Kel había querido era mantener una conversación normal con una mujer… nada de béisbol, ni sonrisas de plástico ni caricias casuales. Había querido algo sencillo y relajado. Jamás había imaginado los placeres que había terminado experimentando con ella.
Con el paso de los años, había tratado de convencerse de que Darcy no era distinta de cualquier otra mujer. Se había dicho que si hubiera llegado a conocerla, se habría convertido en alguien desesperado, posesivo, ansioso de reclamarlo como un trofeo que poder exhibir ante sus amigas.
– No pienso repetir el mismo error -musitó.
Si mantenía alguna esperanza de quitarse esa noche de la cabeza, tendría que demostrarse que Darcy era una mujer corriente y no la definitiva diosa sexual.
Salió del coche y cruzó la calle. Austell era una ciudad pequeña. No debería resultar muy complicado encontrarla. Probablemente, estaría casada y con hijos. Eso pondría fin a sus fantasías.
Abrió la puerta de la tienda y entró de nuevo. Ellie Fairbanks le sonrió al acercarse.
– Sé por qué ha vuelto -comentó con las manos sobre el mostrador.
– ¿Sí?
– Ha probado esos chocolates que compró para su hermana y necesita otra caja.
– Sí. Pero esta vez me gustaría que la enviaran.
– ¿Dónde vive su hermana?
– Quiero que se la envíen a esa morena bonita que estaba aquí hace unos minutos. Tiene su nombre y su dirección, ¿verdad?
– Sí -respondió Ellie.
Kel asintió.
– ¿Y se podría saber cuál es?
Ellie plantó las manos en las caderas y lo miró con suspicacia.
– Tuve la clara impresión de que la conocía, pero ahora ya no estoy segura.
– Darcy y yo somos viejos amigos. Digamos que me gustaría renovar nuestra relación -repuso Kel-. Deme una caja de sus chocolates más deliciosos.
Ellie hizo una selección y luego regresó al mostrador. Le entregó una tarjeta, pero él se la devolvió moviendo la cabeza.
– Pensándolo mejor, debería entregarlos en persona -carraspeó-. ¿Dónde podría hacerlo?
– Pruebe en el Delaford -Ellie rió entre dientes-. Es un hotel con spa en la Ruta 18. Siga los letreros.
Él sacó la cartera y pagó. Luego le dedicó a Ellie una sonrisa agradecida.
Al salir, miró la pintoresca Main Street.
Había ido a Austell en busca de una casa junto al lago, un lugar tranquilo fuera de la vorágine de San Francisco, donde pudiera vivir en relativo anonimato, donde pudiera pasear por la calle sin que la gente lo mirara.
Su intención había sido realizar una rápida parada en la ciudad para ver unas propiedades antes de seguir hacia la casa de su hermana. Pero un encuentro fortuito en una chocolatería había modificado sus planes.
Regresó al coche. Volvería a ver a Darcy; se aseguraría de ello. Aunque cuando sucediera, no estaba seguro de lo que le diría.
¿Cómo sacaba un caballero el tema de su anterior aventura de una noche?
Pudo ver reconocimiento en los ojos de ella, pero ¿era real o se engañaba a sí mismo? Tal vez para Darcy no fuera el hombre con el que había pasado una noche increíble, sino Kel Martin, pitcher de los San Francisco Giants.
– Si la vuelvo a ver, fingiré que no la recuerdo -murmuró-. A menos que ella me recuerde, entonces yo también la recordaré.
Era un plan, aunque no estaba seguro de que fuera el mejor que pudiera trazar. Sólo necesitaba unos momentos a solas con ella para descifrar sobre qué terreno se hallaba.
Arrancó y puso rumbo al oeste. Tal como había dicho Ellie Fairbanks, los letreros lo guiaron hasta el Delaford. Hacía unos años lo habían invitado a jugar un torneo de golf de celebridades en aquel hotel. Si hubiera aceptado, quizá habría podido renovar su relación mucho antes.
Un largo sendero de ladrillos serpenteaba por unos jardines hermosos. El hotel de dos plantas, una mezcla de la arquitectura nueva de California con la antigua colonial española, se levantaba en el centro de la pista de golf. La entrada estaba flanqueada por columnas enormes. Al detenerse, un aparcacoches corrió a su encuentro. En cuanto bajó, el hombre sonrió.
– Hola, señor Martin. Bienvenido al Delaford.
Estaba tan acostumbrado a que la gente lo reconociera, que apenas lo notó. Le sonrió al aparcacoches y le arrojó las llaves.
– Mis maletas están en el maletero -dijo.
El vestíbulo estaba fresco y sereno, pintado con tonos suaves y adornado con plantas verdes. En el aire sonaba una música tranquila. La recepcionista lo recibió con una sonrisa cálida.
– Señor Martin, no lo esperábamos hoy. Qué agradable sorpresa que visite el Delaford.
– No tengo reserva. Me encontraba por la zona y pensé en venir para comprobar si tenían habitación.
La recepcionista miró en la pantalla de su ordenador.
– Disponemos de dos suites y de varias habitaciones de lujo. ¿Cuál preferiría?
– La suite. Por una semana, si es posible -sacó la tarjeta de crédito y se la entregó-. Espero que pueda ayudarme. Busco a… Darcy. ¿La conoce?
– ¿A la señorita Scott?
– Alta, morena, muy bonita. Unas piernas estupendas.
La joven asintió.
– Es ella.
– Sí, la señorita Scott -dijo Kel-. Darcy Scott -notó el nombre del hotel detrás de la recepción. Delaford Resort & Spa. Hotel Propiedad de A. Scott.
– Claro que la conozco. ¿Quiere que la llame para hablar con ella?
– No -decidió aguardar hasta el siguiente encuentro-. Pero me gustaría saber cómo ponerme en contacto con ella si fuera necesario.
– Simplemente, llame a recepción y pida hablar con la directora.
– La directora -repitió Kel. La hermosa, sexy y fascinante Darcy Scott era la directora del Delaford. No había esperado eso. Señaló el letrero-. ¿Su marido es el propietario del hotel? -era una forma torpe de obtener información, pero tenía que conocer la situación.
– Oh, no -indicó la recepcionista-. Sam Scott es el padre de Darcy. Darcy no está casada -unos momentos después, le entregó la llave-. Le he asignado la Suite Bennington. Dispone de una terraza preciosa que da al lago. Sólo suba hasta la segunda planta y siga los letreros. El botones le llevará las maletas, y si no le importa, haré que nuestra directora de servicios para los huéspedes vaya a verlo por si quiere encargar algún servicio especial.
Aunque un masaje sería estupendo para aliviar el dolor constante en el hombro y un prolongado baño en el jacuzzi sonaba a gloria celestial, tenía otras prioridades. No estaba allí para cuidar su salud; sino para obtener paz mental. Y la única persona que podía proporcionársela era Darcy Scott.
– Estoy seguro de que disfrutaré de mi estancia aquí -comentó con una sonrisa…