Epílogo

Un papel marrón cubría los escaparates de Dulce Pecado, suavizando la luz del sol del mediodía. Dentro, los expositores de cristal, por lo general llenos de exquisiteces de chocolate, se hallaban vacíos.

Ellie Fairbanks se encontraba detrás del mostrador, guardando los rollos de papel de la caja registradora. Había cajas apiladas contra una pared. En una o dos horas, los transportistas llegarían para cargar todo en su camión.

– Realmente me encantaba esta tienda -murmuró-. Hay ocasiones en las que pienso que deberíamos permanecer un tiempo en un lugar.

Su marido se situó detrás de ella y le rodeó la cintura con los brazos. Le dio un beso suave en la mejilla.

– Siempre te pones un poco sentimental cuando cerramos una tienda. Pero sabes que en cuanto encontremos otro lugar, vas a volver a entusiasmarte.

Ellie giró en sus brazos y miró el rostro atractivo de Marcus. Mientras estuviera con ella, no importaba donde vivieran o qué hicieran. Él era su hogar, su razón para vivir.

– Es posible.

– Hasta que nos establezcamos en otro sitio, tendré que mantenerte entusiasmada de otra forma -le acarició el cabello.

Le dio un beso profundo en la boca y un deseo cálido invadió el cuerpo de Ellie, distrayéndola de su melancolía.

– Nos fue bien aquí, ¿verdad? -le preguntó-. Ha valido la pena el trabajo duro. Hemos demostrado nuestras teorías, ¿no? -levantó del mostrador la edición del día anterior del Austell Bugle-. «Daniel Montgomery y Carlie Pratt están prometidos» -le mostró la foto a Marcus-. ¿No se los ve felices?

– Dichosos -confirmó Marcus-. Pero no estoy seguro de que debiéramos contarlos como una historia exitosa. Tengo la impresión de que tú tuviste algo que ver en que recibieran mensajes a juego.

Ellie sonrió.

– ¿Yo? -preguntó con fingida inocencia-. Es posible. Pero cualquiera podía ver que eran perfectos el uno para el otro. Y los dos tan aficionados al chocolate. No pude contenerme. Pero no puedes descartar mis métodos de investigación con Rebecca Moore y Connor Bassett -añadió-. No sólo demostramos que el chocolate es un poderoso afrodisíaco, sino que también establecimos que, en su caso, los opuestos sí se atraen.

Marcus rió entre dientes.

– ¿Y quién habría adivinado que las fresas recubiertas de chocolate podrían tener un efecto tan potente en la sensualidad de una mujer?

– Oh, creo que Rebecca siempre tuvo un lado sensual -explicó ella-. Sólo hacía falta el hombre adecuado, y un poco de chocolate, para sacarlo.

– Mmmm.

– Y luego están Darcy Scott y Kel Martin -continuó Ellie. -Recuerdo cuando él pasó por la tienda hace unos meses. No sabía que le habías dado una de las mitades de corazón.

– No pude resistirme. Aunque, la verdad, no esperaba que funcionara. Cuando Darcy vino la semana pasada para realizar un pedido para el Delaford, me informó de que estaban prometidos. No podía creérmelo.

– ¿Por qué no me lo contaste? -preguntó Marcus.

– No estoy segura de que podamos incluirlos a ellos. Resulta que tuvieron una aventura de una noche hace unos años, de modo que es posible que estuvieran condicionados de antemano para la atracción sexual.

– ¿Comieron nuestros chocolates? -inquirió Marcus.

Ellie asintió.

– Desde luego.

– Entonces propongo que los incorporemos a nuestro inventario de historias de éxito.

Ellie escapó de su abrazo y sacó de debajo del mostrador la cesta que contenía las mitades de los corazones.

– Ha sido una gran promoción. Deberíamos considerar repetirla.

Marcus le quitó la cesta de la mano, listo para guardarla en una caja abierta, pero se detuvo.

– Mira esto. Quedan dos mitades.

Con el ceño fruncido, Ellie miró en la cesta. Habría jurado que estaba vacía cuando la sacó de debajo del mostrador. Con una sonrisa pícara, sacó la mitad envuelta en celofán azul y la extendió en la palma de su mano.

– ¿Querrías comprobar si estamos hechos el uno para el otro, señor Fairbanks?

Marcus tomó el corazón y volvió a dejarlo en la cesta.

– Creo que ya conozco esa respuesta. La supe en el instante en que te vi.

Ellie volvió a rodearle la cintura con los brazos.

– Jamás habrá otro Dulce Pecado. Pero mientras tú estés conmigo, creo que seré feliz vendiendo chocolate en la luna -desde luego, la vida con Marcus Fairbanks no era aburrida.

Amarlo siempre había sido una aventura… una aventura que se renovaría en una ciudad nueva, en una tienda nueva-. Llévame a casa, Marcus -pidió, tomándolo de la mano y llevándolo hacia la puerta de entrada, con la cesta en el otro brazo.

– Ya no tenemos una casa -dijo el-. Los transportistas deben de haberla vaciado ya.

– Entonces, llévame a un hotel de mala muerte -dijo-. Tengo algunas necesidades que requieren tu atención.

Marcus gimió mientras la empujaba hacia la puerta.

– Oh, Ellie, ¿has estado comiendo chocolates otra vez?

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