A Samantha Edwards nunca le habían disgustado los procesos de selección, ni siquiera cuando era ella la que buscaba trabajo. Sin embargo, haber visto desnudo al que podría ser su jefe complicaba un poco las cosas.
Lo bueno era que no era muy probable que Jack Hanson hablara de aquella noche que habían compartido. No solamente porque no venía al caso en una entrevista de trabajo sino, además, porque había sido hacía casi diez años, así que seguramente ni se acordaría.
A diferencia de Samantha, que se acordaba perfectamente.
– ¿Señorita Edwards? Pase, por favor, el señor Hanson la está esperando.
Samantha miró a la secretaría de sesenta y tantos años que estaba sentada detrás de una moderna mesa de metal y cristal.
– Gracias -le dijo poniéndose en pie y avanzando hacia la puerta.
Antes de entrar, se abrochó la chaqueta. Adrede, había elegido ropa de estilo tradicional. Bueno, lo que al menos para ella era ropa tradicional. A saber, pantalones anchos negros, chaqueta negra y beis y blusa beis.
No le gustaba nada vestir de manera tan seria, prefería los colores, pero recordaba que Jack Hanson era el colmo de la tradición y no creía que hubiera cambiado mucho en aquellos diez años.
El único sitio en el que no le había parecido tradicional había sido en la cama.
Aquel pensamiento se coló en su mente en el mismo instante en el que abría la puerta del despacho de Jack y tuvo que hacer un gran esfuerzo para controlarlo; tomó aire, se recordó lo mucho que le interesaba aquel trabajo y entró con paso seguro hacia el hombre que estaba sentado detrás de su mesa, que, al verla, se puso en pie.
– Hola, Jack -lo saludó estrechándole la mano-. Cuánto tiempo.
– Hola, Samantha. Me alegro de verte.
Jack se quedó mirándola tan intensamente que Samantha notó que el aire no le llegaba a los pulmones. Se preguntó si estaría pensando en lo que había habido entre ellos en el pasado o si la estaría estudiando como candidata al puesto vacante.
Samantha decidió que aquel juego podía ser cosa de dos y también se quedó mirándolo. Lo encontró más alto de lo que lo recordaba e igual de seguro de sí mismo. Le hubiera gustado poder pensar que eso era lo normal en una persona que había nacido con todo tipo de comodidades, pero tenía la sensación de que Jack habría sido así de todas maneras, aunque no hubiera nacido en un entorno privilegiado.
Aquel hombre había envejecido bien, el tiempo había sido benévolo con él y los rasgos de su rostro eran todavía más atractivos que diez años atrás. Samantha se preguntó si los que eran tan guapos no se aburrían de ver un rostro tan perfecto todas las mañanas en el espejo.
Mientras que Jack tenía una espalda ancha y una sonrisa que dejaba obnubilada a la mayoría de las féminas, Samantha tenía el pelo pelirrojo e indomable, un cuerpo muy delgado, pechos pequeños y un trasero huesudo.
No era justo.
– Por favor, siéntate -le indicó Jack.
– Gracias.
Tras esperar a que Samantha se sentara, Jack hizo lo mismo. Desde luego, el despacho le quedaba muy bien, pero Samantha sabía que no hacía mucho tiempo que lo ocupaba.
– Me enteré de la muerte de tu padre hace un par de meses. Lo siento -le dijo Samantha.
– Gracias -contestó Jack-. Por eso estoy trabajando aquí. Los consejeros delegados me pidieron que me hiciera cargo de la empresa durante un tiempo.
– Yo creía que estabas dedicándote al Derecho.
– Lo preferiría.
– Sin embargo, siempre se te dieron muy bien los negocios, tal y como demostraste en la carrera.
Y Samantha lo sabía muy bien porque siempre había habido entre ellos durante los estudios una competitividad por ser el primero de la clase. A menudo, habían trabajado juntos y habían formado un buen equipo pues Jack era del tipo al que no se le pasaba un detalle, muy puntilloso con la organización, mientras que ella se había encargado de la parte creativa de los proyectos.
– No me gusta nada el mundo empresarial. Prefiero la abogacía -confesó Jack.
Recordó el día en el que le había dicho a su padre que no iba a entrar en el negocio familiar. George Hanson se había quedado estupefacto, no podía entender que su primogénito no estuviera interesado en aprender cómo hacerse cargo de una empresa multimillonaria.
Se había enfadado muchísimo. Aquella vez había sido la única vez que Jack había hecho algo que no se esperaba de él. Era toda una ironía que hoy en día se encontrara exactamente en el lugar en el que su padre había querido verlo.
«No durante mucho tiempo», se recordó a sí mismo.
– Supongo que la muerte de tu padre cambiaría tus planes -comentó Samantha.
Jack asintió.
– He pedido una excedencia de tres meses en el bufete. Durante ese tiempo, estoy entregado en cuerpo y alma a Hanson Media Group.
– ¿Estás seguro de que no querrás seguir emulando a Donald Trump transcurrido ese tiempo?
– Yo no soy un hombre de negocios.
Aquello hizo sonreír a Samantha.
– Pues yo diría que tienes un gran potencial. Según dicen por ahí, has conseguido hacer cosas muy buenas.
– Es cierto. A mi padre no le gustaba nada delegar, tal y como demuestra que a su edad siguiera siendo director de por lo menos tres departamentos. Con una compañía tan grande como ésta, es imposible encargarse de tres departamentos y de la dirección general a la vez. Por eso, yo estoy intentando contratar a los mejores para que me ayuden.
– Me halagas.
– Es la verdad. Estás aquí porque eres buena. Necesito gente creativa. Ya sabes que no es mi punto fuerte.
– No es frecuente encontrar a un hombre capaz de admitir sus puntos débiles -sonrió Samantha.
– Samantha, aprobé marketing gracias a ti.
– Bueno, tú me ayudaste un montón con la contabilidad, así que estamos en paz.
Mientras hablaba, se había movido y Jack se fijó en cómo los pantalones le abrazaban las caderas. Las otras candidatas, que también tenían un currículum buenísimo, habían ido a la entrevista ataviadas con traje de chaqueta.
Samantha, no.
Aunque iba vestida de colores conservadores, no tenía nada de normal y corriente. A lo mejor, era el broche en forma de loro verde que llevaba en la solapa de la chaqueta o los enormes pendientes en forma de aro que le colgaban casi hasta los hombros o, tal vez, que su melena pelirroja y salvaje parecía tener vida propia.
Lo que estaba claro era que no era la típica mujer de negocios. Era una mujer que siempre estaba a la última y que era increíblemente creativa. Además, era muy independiente, algo que le inspiraba mucha admiración a Jack.
– ¿Por qué te fuiste de Nueva York? -le preguntó.
– Porque me apetecía cambiar un poco. Llevaba trabajando en esta ciudad desde que terminé la carrera.
Jack la estudió mientras hablaba, buscando detalles. Encontró muchos, pero ninguno que lo preocupara. Sabía que se acababa de divorciar y que su anterior jefe había hecho todo lo que había estado en su mano para que no dejara su empresa.
– Supongo que sabrás que éste es el trabajo soñado por mucha gente -comentó Samantha-. Lo que tú ofreces es tener el control creativo completo del departamento de desarrollo de Internet, con más de un millón de dólares de presupuesto. ¿Quién se podría resistir a una cosa así? Para mí, es el paraíso.
– Me alegro porque para mí es el infierno -contestó Jack.
Samantha sonrió y Jack sintió que se tensaba.
– A ti nunca te gustaron las páginas en blanco -comentó.
– Y a ti nunca te gustaron las normas -contestó Jack.
– ¿A mí? -dijo Samantha enarcando las cejas-. Pero si eras tú el que se las saltaba constantemente.
Jack se encogió de hombros.
– Ya sabes que yo hago lo que sea para conseguir lo que quiero. Lo que quiero en estos momentos es un equipo maravilloso para que la compañía vaya bien, así que pasemos a los detalles.
Dicho aquello, le pasó a Samantha la información de diferentes campañas que se habían llevado a cabo a través de Internet. Samantha las estudió y, a continuación, hablaron de diferentes maneras de encarar nuevas campañas que redundaran en el aumento de beneficios de la empresa.
A medida que la conversación fue avanzando, Samantha se sintió cada vez más animada.
– Los niños son un filón que todavía está sin explotar -comentó-. Podríamos hacer un montón de cosas. Por ejemplo, programas de actividades extraescolares en la red y no me refiero únicamente a la típica ayuda con los deberes sino a programas interactivos que permitieran que niños de todo el país se pudieran poner en contacto -le explicó entusiasmada-. También podríamos ponernos de acuerdo para patrocinar determinados acontecimientos con los equipos de producción de películas famosas o de programas de televisión.
– Publicidad cruzada -comentó Jack.
– Sí. El potencial es enorme. Y eso en lo que se refiere a los niños pequeños porque para los adolescentes tengo un montón de ideas más.
– Los adolescentes tienen dinero y tiempo para gastarlo -comentó Jack-. Como verás, he hecho los deberes.
– Ya veo. Como cada vez hay más familias monoparentales y más casas donde trabajan ambos miembros de la pareja, los adolescentes suelen ser los que eligen qué se compra. De hecho, influyen a los adultos a la hora de tomar decisiones, desde qué cereales a qué coche comprar. Además, están más que familiarizados con los ordenadores. Para ellos, bajarse información de Internet es la cosa más normal del mundo.
– Veo que te interesa el trabajo.
– Ya te dije al principio que para mí este trabajo sería como estar en el paraíso y no lo decía como cumplido. Me encantaría ocuparme del departamento de Internet.
El entusiasmo de Samantha era palpable y contagioso y Jack estaba encantado. Sabía que Samantha era una persona que, cuando se ilusionaba con un proyecto, daba lo mejor de sí misma.
Lo había sorprendido gratamente ver su nombre en la corta lista de candidatos para el puesto porque habían trabajado muy bien juntos durante la carrera y sabía que era una mujer con la que era fácil trabajar en equipo y en la que se podía confiar.
– Si lo quieres, el trabajo es tuyo -le dijo-. La oferta formal te llegará a través del departamento de recursos humanos mañana por la mañana.
Samantha lo miró con sus grandes ojos verdes muy abiertos.
– ¿Hablas en serio?
– ¿Por qué te sorprendes tanto? Eres una mujer de talento, cualificada y, además, me siento muy cómodo trabajando contigo.
– Por cómo lo dices, cualquiera diría que soy un perro de rescate.
Aquello hizo sonreír a Jack.
– Si encuentras alguno que sepa manejar un ordenador…
Samantha se rió.
– Está bien, sí. Me interesa el trabajo, pero te advierto que soy una persona muy creativa y que quiero completo control sobre mi equipo.
– Trato hecho.
– No vamos a ir vestidos de chaqueta y corbata.
– Por mí, como si lleváis trajes de neopreno. Mientras hagáis vuestro trabajo, vestid como os dé la gana.
Samantha no estaba del todo convencida.
– Esto no es como el Derecho, Jack. Las respuestas no siempre están en los libros.
– No hace falta que me vengas con ese sermón -contestó Jack divertido-. Sé perfectamente que la gente creativa sois diferente. No hay problema.
– Muy bien, veo que estamos de acuerdo.
Samantha se puso en pie y Jack hizo lo mismo. Con tacones, solamente era un par de centímetros más baja que él. Jack dio la vuelta a su mesa y le tendió la mano.
– Déjale tu número de teléfono a la señorita Wycliff. El departamento de recursos humanos te llamará mañana a primera hora.
Samantha le estrechó la mano y, tal y como le había ocurrido al llegar, Jack sintió un cosquilleo seguido de una sensación de calor en la anatomía que había debajo de su cinturón.
Diez años después de haberse acostado con ella, Samantha Edwards tenía la capacidad de ponerlo de rodillas. Sexualmente hablando, claro. No tenía ninguna intención de que ella se diera cuenta. La relación que había entre ellos ahora era puramente laboral.
– ¿Cuándo puedes empezar? -le preguntó acompañándola a la puerta.
– La semana que viene -contestó Samantha.
– Muy bien. Me gusta tener una reunión con los empleados todos los martes por la mañana. Espero contar contigo para la próxima.
– Jack, quiero que sepas que estoy encantada con esta oportunidad y que mi intención es que mi fichaje sea bueno para la empresa.
– No lo dudo.
Samantha lo miró a los ojos.
– ¿Sabes? Yo sí tenía mis dudas, no sabía si me ibas a considerar para el puesto. Lo digo por nuestro pasado.
Jack fingió que no sabía de lo que le estaba hablando.
– ¿Lo dices porque nos conocemos de la universidad?
– No -contestó Samantha.
Jack esperó.
Samantha se sonrojó, pero no bajó la mirada.
– Lo digo por lo que sucedió aquella noche entre nosotros. Cuando… -carraspeó-. Bueno, ya sabes…
– Agua pasada -dijo Jack.
Lo cierto era que nunca había sido un hombre de estar constantemente rememorando el pasado. Ni siquiera las ocasiones especiales; ni siquiera si esa ocasión especial había sido una noche que lo había hecho creer en los milagros.
Posiblemente, porque cuando había amanecido se había enterado de que los sueños eran para los tontos y de que los milagros no existían.
A las tres en punto de la tarde, la señorita Wycliff llamó a la puerta del despacho de Jack.
– Pasa -le dijo Jack guardando el archivo con el que estaba trabajando en el ordenador y mirando a la que fuera secretaria de su padre.
– Los informes del día -anunció la mujer dejándole varias carpetas sobre la mesa.
– Gracias.
Jack frunció el ceño al ver la cantidad de papeles que iba a tener que leer. En teoría, lo sabía todo sobre cómo dirigir una empresa y tenía un master que así lo acreditaba, pero la teoría y la realidad a menudo tenían poco que ver y el suyo era uno de sus casos.
– ¿Qué tal está la gente? -quiso saber Jack.
– Por supuesto, echan de menos a tu padre. Era un hombre muy apreciado en la empresa. ¿Cómo no lo iba a ser? Era un hombre muy bueno.
Jack intentó poner cara de póquer pues sabía que su padre era un hombre de negocios que había vivido por y para su empresa y que nunca se había ocupado mucho de sus hijos.
Desde luego, eso no era lo que él entendía por ser una buena persona.
– Sí, han venido varias personas a mi despacho a decirme lo mucho que lo echan de menos -admitió Jack.
Había ido, por lo menos, una persona al día y Jack nunca sabía qué contestar.
La secretaria sonrió.
– Estamos todos encantados con que hayas venido tú a hacerte cargo de la empresa. Muchos de nosotros llevamos aquí muchísimo tiempo y no nos gustaría que le ocurriera nada a la compañía.
Jack tan sólo llevaba en su nuevo puesto un par de semanas, pero, por lo que había visto, la empresa iba maravillosamente bien y, en cuanto hubiera contratado a la gente apropiada, iría todavía mejor, así que no había motivo de preocupación.
– Tu padre estaba muy orgulloso de ti. ¿Lo sabías?
– Gracias -contestó Jack.
La señorita Wycliff sonrió.
– Solía decir que te iba estupendamente en tu bufete de abogados. Por supuesto, hubiera preferido que trabajaras en la empresa familiar, pero decía que tú preferías el Derecho, y que si el Derecho te hacía feliz, él también era feliz.
Jack recordó las desagradables conversaciones que solía tener frecuentemente con su padre sobre aquel tema.
George Hanson lo había intentado todo, desde el soborno a las amenazas y hacía tiempo que sospechaba que su padre era de una manera con él y de otra con el resto del mundo.
– Hicimos un trato -le explicó a la señorita Wycliff-. Después de terminar la carrera de Derecho, hice un master en empresariales. La idea era que, una vez terminados ambos estudios, yo podía elegir -añadió encogiéndose de hombros-. Elegí el Derecho.
– Elegiste lo que el corazón te pedía y lo que mejor se te daba -contestó la señorita Wycliff-. Eso era lo que siempre decía tu padre -sonrió-. El día en el que te hicieron socio del bufete trajo champán para celebrarlo.
¿Champán? Aquel día, Jack no había podido localizar a su padre y le había dicho a Helen, su segunda mujer, que le diera la noticia de su ascenso. Por supuesto, Helen le había mandado una carta de felicitación y un maletín de cuero como regalo. Ella siempre tan educada había firmado por los dos, pero Jack era perfectamente consciente de que todo lo había hecho ella. Su padre ni siquiera se molestó en devolverle la llamada.
– Tu padre era un buen hombre -insistió la señorita Wycliff-. Pase lo que pase, no debes olvidarlo.
– Es la segunda vez, en menos de diez minutos, que me dices eso -se extrañó Jack-. ¿Por qué?
Desde luego, la señorita Wycliff tenía que haber sido una auténtica belleza en sus años jóvenes y, si Jack no la hubiera conocido bien, habría apostado que entre ella y su padre había habido algo, pero sabía perfectamente que, aunque George Hanson sí que podría haber intentado tontear con ella, la señorita Wycliff jamás lo habría consentido.
– No puedo decírtelo -contestó la señorita Wycliff bajando la voz.
– ¿No puedes o no quieres?
– Yo no sé nada. Si supiera algo, te lo diría. Puedes contar con mi absoluta lealtad.
– Entonces, ¿hay algo?
La señorita Wycliff dudó.
– Es una corazonada. Lo siento. No puedo ser más explícita. No hay nada más que decir.
Jack se dio cuenta de que la señorita Wycliff no mentía. Era cierto que no sabía nada. Jack siempre se fiaba de las corazonadas porque, siempre que había cambiado de táctica en un juicio dejándose llevar por su intuición, había acertado.
– Si te enteras de algo…
– Te lo contaré -le aseguró la señorita Wycliff-. Me quedé viuda hace unos años y no tengo hijos. Esta empresa es todo lo que tengo y estoy dispuesta a hacer lo que sea para protegerla.
– Gracias.
La señorita Wycliff asintió y salió del despacho. Jack no estaba para muchos misterios y, además, aunque tenía en gran estima a la señorita Wycliff, ¿quién le decía a él que los intereses de ella eran los mismos que los suyos? La señorita Wycliff quería que la empresa durara para siempre y él se quería ir cuanto antes.
Si aquellas posiciones entraban algún día en conflicto, Jack tenía la corazonada de que su leal secretaria podía convertirse en su peor enemiga.
«Siempre que te cambias de trabajo, hay que ver la cantidad de papeles que hay que hacer», pensó Samantha dos días después, sentada en un despacho vacío y rellenando su solicitud formal de trabajo, así como el seguro, la tarjeta de entrada, la tarjeta de aparcamiento y la información de contacto en caso de urgencia.
Lo hizo todo rápidamente, sin poder creerse todavía que hubiera conseguido el trabajo de sus sueños sin apenas esfuerzo. Estaba tan encantada por ponerse en marcha que había ido a la oficina incluso antes de lo previsto.
– Gracias, Helen -murmuró.
Samantha era consciente de que su amiga se las había arreglado para meter su nombre en la lista de candidatas al puesto y le hubiera gustado mencionárselo a Jack en la entrevista, pero no lo había hecho porque Helen se lo había pedido.
Por razones que a Samantha se le hacían del todo absurdas, tanto Jack como sus hermanos creían que Helen no era más que la mujer florero de su padre.
«Espero andar por aquí cuando se den cuenta de que detrás de esos enormes ojos hay un cerebro muy bien amueblado», pensó Samantha.
– Buenos días.
Samantha levantó la mirada y se encontró con Jack en la puerta del pequeño despacho. Estaba terriblemente sensual, como si acabara de salir de la ducha. ¿Por qué siempre le habían gustado tanto los hombres recién afeitados?
– Hola -contestó Samantha.
– Me habían dicho que te habías pasado por la oficina para arreglar algunos detalles -comentó Jack apoyándose en el marco de la puerta-. Gracias por aceptar el trabajo.
– Soy yo quien te da las gracias -rió Samantha-. Me muero por empezar a trabajar. Me han dicho que, si entrego estos papeles antes de la hora de comer, me dan la tarjeta de identificación y las llaves de mi despacho esta tarde.
– Sí, mi secretaria me ha dicho que ya tenemos una reunión concertada.
– Sí, el lunes por la tarde -contestó Samantha-. Me voy a pasar todo el fin de semana trabajando, poniéndome al día. Quiero hablar de los parámetros contigo antes de ponerme manos a la obra con mi equipo.
– No espero que trabajes veinticuatro horas al día los siete días de la semana -le advirtió Jack.
– Ya lo sé, pero estoy encantada con el trabajo y, además, no tengo muchas cosas que hacer. Acabo de llegar a Chicago.
– Razón de más para que emplees el fin de semana en salir por ahí a explorar la ciudad.
– Vaya, vaya, vaya, esto de que el jefe te diga que no trabajes es nuevo para mí -bromeó Samantha.
– No quiero que te quemes en una semana de trabajo. Te voy a necesitar mucho tiempo. Samantha estaba muy a gusto con el clima de confianza que había entre ellos y se alegraba sinceramente de que su amistad hubiera salido intacta después de una noche de pasión.
Entonces, ¿por qué se ponía tan nerviosa cuando estaba con él?
Aunque estaba bastante lejos de ella, era como si oyera su respiración en el oído, como si sintiera el calor que emanaba de su cuerpo.
Eso ya le había ocurrido antes.
En la universidad, se había pasado dos años en un estado constante de excitación sexual. En aquel entonces, necesitaba más su amistad que compartir su cama, así que había elegido ignorar la atracción física que había entre ellos.
Aquella noche no había podido seguir fingiendo.
– Te prometo que, cuando termine de trabajar, saldré a dar una vuelta por la ciudad -comentó.
– Está bien, me rindo. Esclavízate tú solita, yo no te voy a decir nada. ¿Ya te has instalado?
– Si a llevar dos maletas a la habitación del hotel se le puede llamar instalarse, sí -sonrió Samantha.
– ¿No vas a buscar una casa?
– Sí, supongo que sí, pero ahora estoy muy ocupada y no tengo tiempo -mintió Samantha.
Lo cierto era que ir a buscar casa le daría demasiado tiempo para pensar y no quería meterse en introspecciones.
– En el edificio en el que yo vivo hay unos pisos amueblados preciosos que alquilan por meses. Yo empecé alquilando uno durante dos meses, me gustó y me lo compré.
– Muy interesante -contestó Samantha con prudencia.
Jack sonrió.
– No te preocupes, es un edificio enorme. No nos encontraríamos muy a menudo.
¿Acaso Jack creía que ella creía pensaba sería un problema encontrarse? Bueno, sí, a lo mejor lo sería. Samantha tenía la sensación de que encontrarse con Jack fuera del trabajo podría complicarle la vida e incluso resultar peligroso para su salud mental. ¿Pero acaso no se había prometido a sí misma que iba a dejar de huir de la vida? ¿Acaso no había decidido que se había terminado aquello de huir de la verdad?
– Gracias por la información. ¿Tienes un teléfono de contacto?
– Sí, lo tengo en mi despacho, ahora te lo traigo -contestó Jack.
Mientras Jack iba a su despacho, Samantha volvió a concentrarse en los papeles que tenía ante sí, pero no pudo evitar pensar en el piso vacío que había dejado en Nueva York semanas atrás.
Ella había creído que siempre viviría en Nueva York, creía que sabía lo que la vida le deparaba. Qué curioso que los sueños de una vida pudieran meterse en seis o siete cajas y que el hombre que ella creía que la iba a querer para siempre hubiera resultado ser un ladrón y un mentiroso.