Samantha creía que aquello de que Jack le diera clases de conducir no iba a salir bien. Para empezar, porque Jack podía enfadarse y, para seguir, porque la situación podía convertirse en un desastre total.
– ¿Te arrepientes? -le preguntó Jack, sentado en el asiento del copiloto del viejo coche que habían llevado hasta un aparcamiento vacío.
– No, ya he pasado del remordimiento y estoy, más bien, aterrorizada.
– Lo vas a hacer muy bien -le aseguró Jack-. Es muy fácil. Piensa en toda la gente que conoces que está loca y que conduce.
– Desde luego, decirme que me voy a encontrar con todos esos locos al volante no es la mejor manera de hacerme sentir mejor -contestó Samantha-. Preferiría que habláramos de la gente que conduce con cabeza.
– Por supuesto, la hay y mucha. Tú vas a ser una de esas personas. Lo único que tienes que hacer es relajarte.
Samantha miró por la ventana y comprobó que no había ni una sola nube en el cielo. Adiós a la excusa de la lluvia.
– No sé si sería mejor que contratara a un profesor profesional -comentó.
– ¿Por qué? A mí me apetece mucho enseñarte a conducir. Va a ser divertido.
«Será para ti», pensó Samantha agarrando el volante con fuerza.
– No sé si voy a ser capaz -confesó.
– Por supuesto que vas a ser capaz. Lo único que pasa es que tienes miedo, que es normal. En cuanto lo venzas, todo irá sobre ruedas. Piensa en el objetivo final. Vas a aprender a conducir. Podrás ir adonde te dé la gana. No tendrás que depender de los autobuses ni de los trenes. Serás libre. Cierra los ojos.
Samantha lo miró.
– No sé mucho de la conducción, pero sé que se conduce con los ojos abiertos.
Aquello hizo reír a Jack.
– Por supuesto, pero, de momento, ciérralos.
Samantha así lo hizo.
– Ahora, imagínate conduciendo por una autopista. Los carriles son anchos y está dividida por una mediana, así que no tienes que preocuparte de que venga nadie de frente. Solamente hay unos cuantos coches y ninguno cerca de ti. Hace un día maravilloso y estás conduciendo hacia el norte, hacía Wisconsin. ¿Lo visualizas?
Samantha intentó ver la carretera y no los postes de la luz y los árboles con los que podía chocar. Se imaginó conduciendo con naturalidad, cambiándose de carril e incluso adelantando a alguien.
– Ahora, imagínate saliendo de la autopista. Al hacerlo, vas a parar en un restaurante. Estás encantada. Conduces con facilidad.
Samantha tomó aire y abrió los ojos.
– Está bien, estoy preparada.
– Bien. Ya te he explicado lo básico. Dime lo que recuerdas.
Samantha le dijo que sabía que tenía que colocar los retrovisores, poner el motor en marcha y meter primera y, antes de lo que a ella le hubiera gustado, Jack le dijo que había llegado el momento de pasar de la visualización a la práctica.
Así que Samantha puso el motor en marcha, metió primera después de haber colocado los retrovisores, y comprobó que, gracias a Dios, estaban solos en el aparcamiento.
– Allá voy -murmuró levantando el pie del freno y deslizándolo suavemente sobre el acelerador.
El coche se movió. No fue para tanto. Había conducido un par de veces en la universidad y parecía que lo estaba recordando.
– Pon el intermitente y gira a la derecha -le indicó Jack.
Samantha así lo hizo, pero la falta de práctica hizo que girara el volante demasiado rápido y el coche giró sobre sí mismo bruscamente, obligándola a frenar con fuerza.
– Perdón.
– No pasa nada. No te preocupes. Hemos venido a practicar. Si ya supieras conducir, no haría falta que te enseñara.
Desde luego, estaba siendo amable y paciente y Samantha se lo agradecía sobremanera porque era consciente de que en aquella situación Vance ya llevaría un buen rato gritándole.
– Vamos a intentarlo de nuevo.
– Muy bien -contestó Samantha poniendo el intermitente y girando el coche con más suavidad-. Vaya, me ha salido bien.
– ¿Lo ves? -sonrió Jack-. Vamos a dar un par de vueltas más por el aparcamiento y, luego, salimos a la calle.
– ¿A la calle? -gritó Samantha.
– No te puedes quedar en el aparcamiento para siempre -contestó Jack.
– ¿Cómo que no? Es un aparcamiento precioso, me encanta, podría quedarme a vivir en él.
– Tranquila, no pasa nada. Venga, conduce. Por ahí.
Samantha estuvo conduciendo por el aparcamiento durante otros cinco minutos, girando, poniendo los intermitentes, parando y, al final, a pesar de sus protestas, Jack consiguió convencerla para salir a la calle.
– Estamos en un polígono industrial y es sábado, así que no va a haber casi coches. Venga, toma aire varias veces y a la calle.
Samantha dio un pequeño gritito y se lanzó, pero, al llegar a la salida de la autopista, decidió tomar la vía de servicio, seguridad en lugar de libertad, diciéndose que la autopista seguiría estando allí al día siguiente.
– ¿Qué te ha parecido? -le preguntó Jack a Samantha al entrar en el supermercado.
– Ha estado fenomenal -contestó Samantha-. Has estado muy bien. Paciente, sereno y dispuesto a explicarme las cosas cincuenta veces.
– Gracias por los cumplidos, pero no preguntaba por eso. Admite que no ha sido tan difícil.
Lo cierto era que había sido más fácil de lo que Samantha creía. Después de una hora dando vueltas por el polígono industrial, se había atrevido a llevar el coche de vuelta a la ciudad.
– Eres un buen profesor.
– Y tú, una buena conductora.
– ¿De verdad?
Jack asintió y Samantha sonrió encantada.
– En nada, te sacarás el carné y te comprarás un coche.
– Sí, creo que me compraré uno de esos híbridos nuevos, ésos que no contaminan tanto.
– ¿Te apetecen fresas? -le preguntó Jack al llegar a la fruta.
– Sí, me encantan las fresas -contestó Samantha.
– ¿Sabes que esta tienda te lleva la compra a casa?
– Sí, pero me gusta venir a hacer yo la compra para ver el género -contestó Samantha.
Tras pagar, fueron hacia el coche, cargaron las bolsas y Jack le indicó que condujera ella hasta casa. Mientras lo hacía, le entraron dudas. Le había dicho a Jack que lo invitaba a cenar por haberla enseñado a conducir, pero ahora se preguntaba si a él le apetecería.
– Oye, si no te apetece venir a cenar a casa, no te sientas obligado, ¿eh? -le dijo con confianza.
– Somos amigos, ¿no?
Samantha asintió.
– Entonces, cuenta conmigo.
Amigos.
Samantha no sabía si lo había dicho para recordárselo a sí mismo o para dejárselo claro a ella. A lo mejor, le estaba dando a entender que no estaba dispuesto a intentar nada más.
Jack llegó a casa de Samantha a las siete en punto. Se llevó a Charlie porque, aunque el perro estaba cansado y sólo quería dormir, pensó que, si la conversación se hacía difícil, siempre podían hablar de él.
«Patético» se dijo.
Quería hacer lo correcto con Samantha, es decir, ser su amigo y su jefe y nada más, pero, por mucho que se lo repetía y por muchas veces que ella le decía que no, la seguía deseando.
Llamó a la puerta prometiéndose que, cuando volviera a casa, dilucidaría la manera de olvidarse de ella, pero mientras tanto… no había nada de malo en soñar un rato.
– Veo que has venido -lo saludó Samantha al abrir la puerta.
– ¿Dudabas de que viniera?
– Esperaba que lo hicieras -contestó ella-. Pasad.
Jack así lo hizo y, mientras la seguía por el pasillo, se fijó en que se había puesto una camisola de colores que se deslizaba por uno de sus hombros, dejando al descubierto su cremosa piel, y en que iba descalza.
– Has vuelto a ser tú -comentó.
– ¿Cómo? -se extrañó Samantha.
– Desde que has llegado, te has mostrado un poco conservadora. Es cierto que juegas al baloncesto en el pasillo y, que vistes de colores vivos, pero no como antes. Esta es la primera vez que eres de verdad, tal y cómo eras en la universidad.
– Gracias, es lo más bonito que me has dicho nunca -sonrió Samantha-. Ven, he comprado vino y te voy a dejar que hagas de machito de la casa y que lo abras.
– Vaya, todo un honor -bromeó Jack.
A continuación, tras abrir la botella de vino y servir dos copas, pasaron al salón se sentaron a tomárselo con un aperitivo.
– He estado viendo la prensa y parece que las cosas se están apaciguando -comentó Samantha.
– Sí, David está trabajando mucho en ello y lo está haciendo muy bien.
– Te llevas muy bien con él, ¿verdad?
– Sí, a veces ha sido más padre para mí que mi propio padre. En realidad, podría haber sido mi hermano mayor porque no nos llevamos mucha diferencia de edad. Él también viajaba mucho pero, a diferencia de mi padre, por lo menos nos llamaba. Con eso era suficiente.
– Tienes razón -contestó Samantha mordisqueando un trozo de apio-. Cuando mi padre se fue, lo echaba mucho de menos. Por supuesto, fue un gran trauma pasar de ser una princesita rica a una niña que llevaba ropa de segunda mano, pero era mucho más que eso. Si hubiera tenido que elegir entre el dinero o mi padre, lo habría elegido a él, pero no lo entendió o no le importó.
– Él se lo perdió -la consoló Jack.
– Gracias. Yo me decía lo mismo. Así fue como me convertí en una mujer decidida a que no me pasara lo mismo que a mi madre. No me importaba enamorarme de un hombre que no tuviera dinero, lo importante para mí era saber que era importante para él y que los dos queríamos hacer las mismas cosas.
Aquellas palabras le llegaron a Jack al corazón porque él estaba convencido de haber sido ese hombre diez años atrás, pero era obvio que Samantha no lo había visto así o, tal vez, nunca lo había tenido por nada más que por un amigo.
– ¿Y así era Vance?
– Eso creí yo. Había estado casado antes y se mostraba muy prudente, lo que a mí me gustaba. Me decía que era obvio que yo le gustaba, pero que quería ir despacio y eso le hacía ganar muchos puntos a mis ojos. Ahora comprendo que me comporté como una imbécil.
– Eso nos suele parecer a todos cuando pasa el tiempo.
– Sí, supongo que tienes razón. Hablaba mucho de su primera mujer y me decía que estaba obsesionada con tener mucho dinero, así que yo, no queriendo parecerme a ella en absoluto, no pedí absolutamente nada. Me costó un tiempo darme cuenta de que me había engañado.
– ¿Por qué dices eso?
– Bueno, Vance era un cirujano, le iba muy bien, tenía consulta propia y ganaba mucho dinero. Cuando hablamos de casarnos, se mostró preocupado por arriesgarse a perder aquello y yo no quería que tuviera la más mínima duda, así que…
– ¿Firmaste un contrato prenupcial? -preguntó Jack haciendo una mueca de disgusto.
– Sí. Me leí el contrato entero, pero no contraté a un abogado. Luego, me di cuenta de que me había engañado. Al firmar aquel contrato, renuncié a sus ingresos, pero eso no fue lo peor, lo peor fue que mi propiedad y mi sueldo pasaron a ser bienes gananciales. Menos mal que yo no tenía mucho que me pudiera quitar.
– Lo siento -dijo Jack acariciándole la mano.
– Yo, no. He aprendido una lección importante. Mi madre solía decir que lo difícil era casarse con un hombre rico y mantenerlo a tu lado y yo me he dado cuenta de que lo importante es no necesitar a un hombre en absoluto -contestó Samantha.
– Llegados a este punto, me gustaría romper una lanza en favor de los hombres y decir que no todos somos iguales.
– Ya lo sé -sonrió Samantha-. Yo tuve tanta culpa como Vance. Me cegué, no quise ver cómo era en realidad y pagué las consecuencias.
– ¿Quieres que le eche un vistazo al contrato por si acaso? -se ofreció Jack.
– No, gracias, estoy intentando dejar el pasado atrás y prefiero no removerlo. No porque esté enfadada con él sino porque me engañó como a una niña cuando yo creía que iba a cumplirse mi sueño.
– Supongo que ahora andarás con pies de plomo con los hombres.
– Sí. Entre Vance y mi padre, estoy convencida de que cada vez que conozco a un hombre, de que no va a salir nada bueno.
– Ahora se supone que tienes que decir aquello de «salvando lo presente».
– Por supuesto, tú eres un hombre maravilloso y soy consciente de ello.
– ¿Pero?
– Pero eres rico y poderoso y me cuesta asimilarlo.
– Te entiendo. Resulta que tú crees que cualquier hombre con el que salgas terminará abandonándote y yo estoy convencido de que cualquier mujer a la que quiera me dejará. Desde luego, no somos una pareja normal.
Samantha sonrió.
– No puedo pasarme así la vida entera, tengo que superar mis temores. Ahora que sabes la historia de mi patético divorcio, espero que entiendas por qué me he comportado de manera tan extraña contigo. Ya sé que mi pasado no excusa mis actos presentes, pero espero que me entiendas y que me disculpes.
Jack se quedó mirándola fijamente. Hasta aquel momento, nunca se le había pasado por la cabeza que la razón del comportamiento de Samantha tuviera nada que ver con él.
– ¿Qué te pasa?
– Creía que te comportabas tan prudentemente conmigo por algo que te pasaba a ti, no sabía que fuera por mí. Yo no puedo hacer nada para cambiar lo que soy. Provengo de una familia con dinero y me va muy bien profesionalmente, así que parece que tengo todo lo que a ti no te gusta.
– Exacto.
¡Viva la sinceridad!
– Me parece que debería tirar la toalla -bromeó Jack.
– Me siento fatal porque tú has sido siempre maravilloso conmigo. Me encantaba ser tu amiga en la universidad. Te aseguro que siempre supe que jamás me harías daño.
– No pareces muy convencida.
– Da igual. Tengo que superar mis miedos.
– No hace falta que te obligues.
– Eso es lo que haría una persona madura y yo quiero ser madura. Quiero que seamos amigos.
– Somos amigos.
Samantha se mordió el labio inferior y se quedó mirando a Jack a los ojos. Si hubiera sido cualquier otra mujer, Jack habría tomado aquel gesto como una invitación, pero con Samantha no estaba seguro, así que decidió no arriesgarse.
Sin embargo, había algo en su sonrisa y en el brillo de sus ojos, una promesa y un deseo, que lo hizo inclinarse hacia delante y acariciarle la mejilla.
Jack decidió darle tiempo más que de sobra para que se retirara, pero, al comprobar que no lo hacía, la besó.
A continuación, esperó.
Quería que Samantha le devolviera el beso. Siguió esperando.
Por fin, Samantha le rozó el labio inferior con la punta de la lengua.
Fue como si le hubiera prendido fuego a un barril de gasolina. Jack sintió que el deseo se apoderaba de su cuerpo. Le hubiera apetecido tomarla entre sus brazos, acariciarla con maestría hasta haberla excitado por completo, haberla desnudado y haberla hecho gozar, pero no se movió, se quedó allí sentado, dejando que Samantha lo besara, dejando que tomara ella la iniciativa.
Cuando volvió a pasarle la lengua por el labio inferior, Jack abrió la boca y Samantha se adentró en la concavidad de su boca y la exploró.
Jack estaba cada vez más excitado, pero consiguió controlarse. Cuando Samantha entrelazó su lengua con la suya, tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no abalanzarse sobre ella.
Cuando Samantha se apartó, puso cara de póquer para que no se diera cuenta de la pasión que se había apoderado de él.
– Me ha gustado -sonrió Samantha.
– A mí, también -contestó Jack.
– Soy una mujer adulta y acepto responsabilidad total por lo que acaba de suceder.
¿Eso quería decir que no iba a salir corriendo de nuevo?
– ¿Y?
– Y nada -contestó Samantha-. Gracias por tu paciencia.
– Ha sido un placer -contestó Jack alargando el brazo para comerse una alita de pollo.
Lo cierto era que placer, placer, lo que se decía placer… le dolía tanto la entrepierna que no era precisamente placer lo que sentía, pero se dijo que, cuando pasara un rato, se encontraría mucho mejor.
Dentro de un momento la erección dejaría de latirle al mismo ritmo que el corazón y la temperatura corporal volvería a ser normal, pero, hasta entonces, aquello era un infierno.
– Cuando empiece la temporada, podríamos ir a ver jugar a los Cubs -propuso.
– Menudo cambio de tema -sonrió Samantha.
– Sí -admitió Jack.
– ¿Para que no nos sintamos mal ninguno de los dos?
– Más o menos.
Más bien, porque pensar en béisbol le impedía pensar en sexo.
– Cuéntame todo lo que sepas de los Cubs -sonrió Samantha.
– Helen vino a verme el otro día -le contó Jack a su tío David-. Me pareció que… estaba preocupada por mí…
– ¿Tanto te extraña?
– Sí, la verdad es que sí.
– ¿Por qué?
– No entiendo por qué se tendría que preocupar por mí.
– ¿Y por qué no?
– ¿Tú la conoces bien?
– No, tu padre y yo no nos llevábamos muy bien últimamente. Sin embargo, he hablado con ella varias veces e incluso hemos comido juntos y me parece una mujer inteligente y razonable. Tal vez, deberías hacer el esfuerzo de conocerla.
– Eso mismo dice Samantha.
David sonrió.
– ¿Qué?
– Por cómo dices su nombre, veo que las cosas progresan entre vosotros.
– De eso, nada. Simplemente, somos compañeros de trabajo.
– Ya.
– Es verdad. Acaba de salir de un divorcio y no me interesa meterme en eso.
– Pero si ya te has metido.
«¿Ah, sí?», pensó Jack.
A continuación, recordó el fin de semana que habían pasado juntos, hablando del pasado y de sí mismos, volviéndose a conocer y a comprender.
¡Pero eso no quería decir que estuviera interesado en ella! Bueno, lo estaba, pero sólo a nivel sexual.
– No quiero nada serio con ella -se defendió.
– Tú dite eso todos los días mil veces y, a lo mejor, al final, te lo crees y todo.