Marion Lennox
En un lugar del corazón

CAPÍTULO 1

LA GENTE no solía llegar al Orfanato de Bay Beach montada en una fortuna sobre ruedas. Al menos, no hasta ese momento.

Wendy Maher se ocupaba de niños huérfanos o de hijos de familias rotas y sin dinero. Los padres de acogida solían ser personas que gastaban más en los niños ilur en sus coches, al igual que el personal del orfanato. I k modo que Wendy no reconoció aquel coche deportivo: un deslumbrante Aston Martin DB7 Vantage Voluntc de color verde oscuro. Y, naturalmente, también ignoraba su valor.

Observó el aerodinámico vehículo que rugía a la enIr;ul;i de la casa y notó que empezaba a hervirle la sangre al pensar en lo que debía de costar. Como le hervía siempre, cuando veía tales derroches de dinero.

Se puso de pie, muy tiesa. A su alrededor, en el suelo, había un montón de ropa de niña, pero Wendy ya no prestaba atención a la maleta. Adam hubiera matado luir un coche como aquel, pensó sombríamente. Adam, cuyo amor por los coches caros y la velocidad había destrozado su vida. Y no solo la suya.

¡Cielos! ¿En qué estaba pensando? Se obligó a volver al presente. Recordar a Adam aún le partía el corazón. Y tenía mejores cosas en las que pensar.

Como, por ejemplo, en qué demonios hacía allí aquel coche. Su casa, una de las muchas idénticas que Formaban parte del Orfanato de Bay Beach, estaba en una calle cortada. Tal vez el conductor se hubiera metido en ella por error.

– Será alguien que viene a preguntar una dirección -le dijo a Gabbie. La niña, de cinco años de edad, también había perdido el interés por la maleta y miraba por la ventana aquel fabuloso coche. Ambas lo observaban fijamente. Luego, cuando salió el conductor, lo miraron a él.

Y, ciertamente, merecía atención. Parecía tres o cuatro años mayor que Wendy, que tenía veintiocho. Y era guapísimo. Tenía el pelo castaño y dorado por el sol, y lo llevaba atractivamente despeinado. Medía un metro ochenta y cinco, o quizás un poco más. Estaba agradablemente bronceado. Llevaba unos pantalones de algodón de color crema y una fina camisa de lino de cuello abierto, todo ello de aspecto caro pero informal. Llevaba, también, una soberbia chaqueta de cuero.

Soberbia, si una admiraba el lujo, pensó Wendy, contrariada. Y ese no era su caso. Aquel hombre y su coche parecían salidos de las páginas de la revista bogue. Ella podría pagar más de un mes de su futuro alquiler solo con lo que debía de costar su chaqueta. La idea le hizo arrugar el ceño mientras se dirigía hacia la puerta. Quizá pudiera tomarse una pequeña revancha al indicarle la dirección. Sonrió por primera vez aquel día, acarició los rizos pelirrojos de Gabbie, y cruzó el vestíbulo.

– Hola -dijo, abriendo del todo la puerta y componiendo una sonrisa de bienvenida-. ¿Qué puedo hacer por usted?

– Espero que pueda librarme de una carga -respondió él-. ¿Es aquí donde se deja a los bebés?

Silencio.

Wendy lo miró fijamente. Aquel hombre, con su sonrisa de modelo, preguntaba si podía dejar a un bebé como si se dispusiera a entregar un paquete. Sus ojos verdes brillaban seductoramente, a juego con su sonrisa. Parecía acostumbrado a hacer lo que se le antojaba, pensó Wendy. Tenía una sonrisa maravillosa. Una sonrisa de esas que la empujaban a una a hacer cosas que no quería hacer, y que la hizo retroceder unos pasos, desconfiada.

– Me temo que no lo entiendo -dijo, perpleja.

– Me han dicho que esto es un orfanato -su sonrisa vaciló un poco-. La señal de ahí afuera dice «Hogar Infantil de Bay Beach».

Tenía razón. Y, como si quisiera dársela, Gabbie apareció en ese momento junto a Wendy. Sin decir nada, la niña se agarró a la falda de Wendy, se metió el pulgar en la boca y se quedó mirando al hombre. Este miró inquisitivamente a una y a otra. Hacían una buena pareja,, pero no se parecían en nada. Wendy tenía unos lustrosos rizos negros, recogidos descuidadamente en un moño suelto del que se escapaban mechones desordenados. Era alta: tal vez un metro setenta, o más. Tenía la piel morena, los ojos grises, una cara amplia y agradable y, aunque nadie se hubiera atrevido a llamarla gorda, era agradablemente rellenita. Con su falda floreada y su delicada camisa blanca, parecía salida de un cuento celta. Tenía un aire competente, amable y maternal.

Cuando acabó de examinar a Wendy, el hombre miró a la niña. Se parecían muy poco.

La pequeña tenía un pelo increíblemente rojo, atado en dos cortas trenzas. Su naricilla chata era opuesta a la de Wendy, y sus ojos eran de un verde profundo e insondable. Las pecas resaltaban sobre su cara demasiado blanca. Tenía una fina estructura ósea, y no habría podido ser más distinta de Wendy aunque lo hubiera intentado.

No eran madre e hija, pareció concluir aquel hombre. Había ido al sitio adecuado. Su sonrisa volvió a aparecer cuando miró a Wendy. No era su tipo de mujer, pero era lo quee necesitaba en ese momento. Junto con la sonrisa, pareció retornarle la confianza.

– Usted forma parte del orfanato -declaró.

– Sí -Wendy apoyó las manos en los hombros de Gabbie. La niña se pasaba nerviosamente el pulgar de un lado a otro de la boca. Tenía miedo de todo, y su principal temor era que la apartaran de su querida Wendy. Por desgracia, no era un temor infundado-. Esto es un hogar infantil. Pero, en respuesta a su pregunta… -respiró hondo-. ¿Ha preguntado si aquí se dejan bebés? -arrugó el ceño. Le dieron ganas de cerrar la puerta en su atractiva cara, pero sabía que no podía hacerlo si había un niño implicado-. ¿Tiene un bebé?

– Bueno, sí -dijo el hombre, como pidiendo disculpas. Sonrió otra vez-. Puedo traerla, ¿verdad?

Wendy lo siguió hasta el coche y, con Gabbie todavía colgada de su falda, esperó mientras él extraía un fardo del asiento de atrás. El bebé, metido en un capacho, estaba al menos arropado convenientemente. En su trabajo, Wendy había visto niños metidos en cajas de cartón, en cajones de oficina… en cualquier cosa.

Pero aquella niña no parecía descuidada. Era una versión en miniatura del hombre que la sostenía torpemente, como si estuviera hecha de cristal. ¡Era tan bonita! Era el bebé más bonito que Wendy había visto nunca, y había visto muchos bebés. Tenía los mismos rizos entre castaños y rubios de aquel hombre, y los mismos vivaces ojos verdes, brillantes de placer. Estaba toda envuelta en rosa y parecía tener cinco o seis meses. Su mirada parecía proclamar que el mundo era maravilloso. Estaba regordeta, bien cuidada y contenta. Wendy, acostumbrada a ver las cosas terribles que la gente podía hacerles a sus propios hijos, dejó escapar un suspiro de alivio al comprobar que, al menos, la niña parecía estar sana.

– Me marcho esta noche. Tengo que estar en Nueva York este fin de semana -dijo el hombre, tendiéndosela a Wendy-. Pero usted se encargará de ella, ¿verdad? Después de todo, ese es su trabajo.

Solo había una respuesta para aquello.

– No -dijo Wendy suavemente, mirándolo a los ojos. Los serenos e imperturbables ojos de Wendy habían visto lo terrible que podía ser el mundo. Pensaba que ya nada podía sorprenderla… pero siempre había algo nuevo-. Ese no es mi trabajo. Encargarse de esta niña es su trabajo.

– Usted no lo entiende -él volvió a tenderle el fardo rosa, pero ella no lo tomó, sino que agarró con una mano los deditos de Gabbie y mantuvo la otra firme mente pegada a su costado.

– Supongo que es su hija -le dijo. Debía de serlo. El parecido era innegable-. Ignoro lo que le ocurre, señor…

– Grey. Me llamo Luke Grey. Y, no, no es mi hija.

– Señor Grey -dijo ella, respirando hondo-, no puede usted abandonar a un bebé solo porque tenga que irse a Nueva York. 0 a cualquier otro sitio, lo mismo da -su voz era tranquila y firme-. Pero tiene razón en una cosa. No lo entiendo. Explíquemelo.

– ¡Este bebé no es mío! -pero se interrumpió antes de decir nada más. Del interior de la casa surgió un alarido.

Era Craig. Como siempre. Wendy se dio la vuelta y vio al niño en la terraza. Llevaba un camión de bomberos de juguete en las manos y su expresión parecía proclamar que había llegado el fin del mundo. ¡Justo en ese momento! Aunque no era de extrañar. La media de calamidades de Craig era más o menos de un desastre por hora.

– Wendy, Sam ha roto el gancho de mi camión -chilló, como si quisiera anunciar aquella catástrofe a todo Hay Beach-. Ha roto el gancho de la grúa. ¡Wendy, lo ha roto…!

– No te preocupes, Craig. Tenemos pegamento -le dijo Wendy, como si aquello fuera de lo más normal. Y lo era-. Déjalo encima de la mesa de la cocina y yo te lo pegaré. Pero primero… -lanzó una mirada al coche de Luke-, mira lo que tenemos aquí -le dijo al niño-. llama a Sam y a Cherie para que vean lo bonito que es el coche de este señor.

Se rio para sus adentros al ver que Luke se ponía pálido. Le dio igual. Aquel coche les proporcionaría un poco de diversión a sus niños.

Y así fue. El niño dejó de lloriquear inmediatamente.

– ¡Guau! -asombrado, el pequeño Craig, de cinco años, observó el automóvil como si acabara de aterrizar procedente de Marte-. ¿Es de verdad?

– ¡No lo toques! -gritó Luke, y Wendy volvió a reírse para sus adentros. ¿Qué daño podían hacerle unos cuantos dedos pegajosos?

– Venga adentro, señor Grey -le dijo-. Todavía tiene que darme una explicación.

– ¿Puede sostenerla usted? -preguntó él, con voz suplicante. Le tendió a la niña-. Está… mojada.

– Los niños suelen estarlo -dijo Wendy plácidamente, ignorando su ruego. Subió las escaleras de la terraza con Gabbie de la mano, dejando que él la siguiera-. Bien, le cambiaremos el pañal y luego podrá contarme sus problemas. Pero, no, señor Grey, no sostendré a su niña. La llevará usted en brazos hasta que me haya explicado qué sucede.


– No es mi hija.

– Eso ya lo dijo antes.

Sentado en la cocina de Wendy, Luke todavía sostenía en brazos al bebé. Wendy le había cambiado el pañal y la había envuelto en un manta seca, pero luego se la había devuelto otra vez. Estaba haciendo café mientras él, incómodamente sentado con la niña en el regazo, procuraba no pensar en lo que veía a través de la ventana.

Había tres niños dentro de su coche. Decidió que no podían causarle ningún daño, pero, de todas formas, elevó una pequeña plegaria. Por favor, que la soberbia tapicería de cuero siguiera limpia…

– Entonces, ¿de quién es la niña? -Wendy siguió su mirada a través de la ventana y luego volvió su atención a la cocina. Tomó una taza de café y se sirvió. Gabbie se sentó en su regazo y se apoyó contra ella. Wendy la abrazó instintivamente. Sobre el regazo de Luke, el bebé balbucía, se reía y tendía las manos hacia la taza.

– ¿Le importaría decirles a esos niños que salgan de mi coche? -preguntó él, inquieto.

– Tenga cuidado con su café -le dijo ella-. La niña podría quemarse. Puede poner el coche en la acera, si quiere -continuó, sin dejarse intimidar-. Mientras esté en mi patio delantero, no puedo evitar que los niños se suban a él.

– Entonces, ¿puede sujetar a la niña mientras lo muevo? -le rogó él. Ella meneó la cabeza.

– No, señor Grey.

No sujetaría a la niña mientras él iba a mover el coche. Su instinto le decía que, si lo hacía, no volvería a verlo. Él comprendió lo que estaba pensando y la miró por encima de la mesa, indignado.

– Mire, podía haberla abandonado aquí y haber salido corriendo -exclamó.

– Y no lo ha hecho -admitió ella, sin dejarse impresionar lo más mínimo. Aquel hombre podía tener una sonrisa perturbadora, pero con ella no iba a funcionarle. Parecía mucho más preocupado por su coche que por el bebé-. Eso ha sido muy noble de su parte.

Su tono de censura era evidente. El arrugó el ceño, enfadado.

– Usted piensa que soy una rata.

– Mi trabajo no consiste en pensar esas cosas -le dijo ella-. Me pagan por preocuparme de los niños, no por juzgar a la gente que no se preocupa de ellos.

– ¡Eh! ¡Se ha hecho pis encima de mí!

– ¿De veras? -los ojos grises de Wendy se abrieron con cortés incredulidad; miró a la niña y luego a él otra vez-. ¿Sabe? -dijo suavemente-, se parece mucho a usted.

– Supongo que sí -dijo Luke amargamente-. Sin embargo, no es mi hija. Se lo juro.

– ¿Pero son parientes?

– Creo que sí -dijo Luke lentamente, y por primera vez dejó de prestar atención a su preciado coche-. Lo he estado pensando -lanzó una mirada dubitativa a la niña que sostenía en brazos, como si todavía tratara de averiguar cómo había llegado hasta allí. La pequeña había agarrado una cucharilla de café y la golpeaba contra la mesa, divirtiéndose inmensamente-. Es mi… mi medio hermana.

– Su medio hermana -Wendy se recostó en la silla y bebió un par de sorbos de café, abrazando a Gabbie. Tenía que darle tiempo para que se explicara. Entretanto, Gabbie seguía temblando. Llevaba todo el día así, debido a la mudanza inminente. Necesitaba que la abrazaran, y Wendy lo hacía encantada. En cuanto a los demás niños, estos tenían un nuevo juguete con el que entretenerse: ¡un juguete de un par de cientos de miles de dólares! Y, a pesar del hecho de que tenía que tomar un tren, ella no tenía prisa.

Por el bien de la niña, esperaría.

– Hasta hoy no he sabido que existía -dijo Luke sombríamente-. Diablos. Está usted ahí sentada, juzgándome por abandonarla, y hasta esta misma mañana yo ni siquiera sabía que tenía una medio hermana -le sostuvo la mirada, intentando que lo creyera.

Y, de pronto, inopinadamente, Wendy lo creyó. Pero la mirada de Luke pedía también su comprensión. Ella no lo comprendía, pero dejó temporalmente en suspenso su juicio y desestimó su impresión inicial de que era un crápula con una hija ilegítima. Por el momento.

– Hábleme de ello -dijo suavemente, y miró por la ventana: Sam estaba sentado detrás del volante, Craig en el asiento del pasajero, y Cherie fingía ser una gran dama en el asiento de atrás. Estaban descalzos, pensó Wendy, y no llevaban cinturones con hebillas. No arañarían su preciosa tapicería.

Pero, en ese momento, Luke no prestaba atención al coche. Solo tenía ojos para Wendy. Quería que lo comprendiera.

– Es de mi padre -dijo lentamente-. Es la hija de mi padre.

La mente de Wendy asumió rápidamente aquella palabras. Estaba acostumbrada a los problemas familiares. Había sido adiestrada para tratar con ellos.

– ¿Quiere decir que su padre es también el padre de la niña?

– Supongo que sí -Luke miró con incertidumbre al bebé-. Se parece a mí, ¿verdad?

– Desde luego -la voz de Wendy se suavizó-. Es su vivo retrato, señor Grey. Excepto porque son de sexos opuestos, parecen gemelos idénticos. Con treinta años de diferencia, por supuesto.

El se quedó mirando a la niña y luego se encogió de hombros.

– Quizá sea mejor que empiece desde el principio y le explique todo este maldito embrollo.

– Tengo tiempo de sobra.

El asintió. Aquella mujer parecía la persona más sosegada del mundo, pensó de repente. Él estaba al borde del pánico desde que había abierto la puerta de su casa esa mañana, a las seis. Alguien había llamado, pero, cuando había abierto, solo había encontrado un bulto. El bebé.

– Mi padre no era un hombre muy responsable -dijo, despacio. Respiró hondo y esperó la reacción de la mujer. No hubo ninguna. Su cara permaneció inexpresiva. Luke tuvo la sensación de que no se dejaba impresionar fácilmente-. Bueno, quizá eso no sea del todo exacto. Yo… quiero me entienda. Mi padre tenía mucho carisma. Conseguía todo lo que quería. Solo tenía que sonreír…

Wendy asintió. Se lo imaginaba. Solo tenía que mirar la sonrisa de Luke para imaginárselo.

– Se casó con mi madre -continuó él; su sonrisa desapareció por completo y su tono se hizo más amargo-. Supongo que eso ya fue algo. Su matrimonio duró solo un año, pero al menos yo fui un hijo legítimo. Él siempre decía que quería tener hijos, pero en realidad no le interesaba la paternidad. Le cortaba las alas. Cuando nos abandonó, mi madre volvió a la granja de sus padres, a las afueras de Bay Beach, y allí fue donde yo crecí. Hasta cierto punto.

– ¿Hasta cierto punto? -ella nunca había oído hablar de aquel hombre, pensó, y llevaba muchos años en aquel distrito.

– Sí, claro, hasta cierto punto. A mi padre no le gustaba que su hijo fuera educado como un pueblerino. Para él, el ego era lo más importante -dijo Luke con amargura-. Yo debía tener lo mejor. A pesar de las protestas de mi madre, me mandó a los mejores internados y a la universidad más prestigiosa de Australia. Ignoro cómo consiguió pagarlo. El hecho de que mi madre viviera al borde de la miseria no le importaba lo más mínimo. Él iba de deuda en deuda. Mentía, engañaba, estafaba… Se buscaba la vida. Yo no lo sabía. Mi madre me lo ocultó. Ella murió cuando yo tenía doce años, así que solo me enteré hace unos años de cuál era el verdadero estilo de vida de mi padre.

– ¿Y la niña?

– La niña es el resultado de un lío que tuvo con una mujer cuarenta años más joven que él-dijo Luke-. Esta mañana, esa mujer me dejó una carta, explicándomelo todo. Al parecer, la engañó, como las engañaba a todas: con el lujo. Mi padre derrochaba mucho dinero, y ella no sospechaba que en realidad no tenía nada. Se quedó embarazada y tuvo a su hija. A él todavía debía de atraerlo, porque, de alguna forma, la mantuvo. Y luego, hace un mes, mi padre murió.

Wendy hizo una mueca.

– Lo lamento.

– No se preocupe -dijo él secamente-. No nos teníamos mucho afecto. Cuando fui lo bastante mayor para darme cuenta de cómo vivía, no volví a aceptar un céntimo suyo. Lindy, en cambio, dependía de él. Me imagino que completamente. Y, ahora que él ha muerto, la han echado del apartamento.

– Ya veo -Wendy volvió a mirar hacia el coche. Y en su mirada había una pregunta.

Él la captó inmediatamente. La comprensión brilló en sus ojos y, con ella, la cólera.

– Soy agente de bolsa -exclamó, adivinando lo que Wendy estaba pensando-. Soy rico, desde luego, pero me gano la vida honestamente. No tengo nada que ver con mi padre.

– ¿Y no piensa ayudarla? ¿A…? ¿Cómo ha dicho que se llama? ¿Lindy?

– Pero si ni siquiera me ha dado la oportunidad de hacerlo -exclamó él-. Aunque estuviera dispuesto a mantener a la amante de mi padre, que no lo estoy, ella no me lo ha pedido. Yo estaba fuera del país cuando mi padre murió, y no tenía ni idea de que Lindy existía. Hacía años que no tenía contacto con él. Yo pagué el funeral y pensé que eso era todo. Pero hoy…

– ¿Hoy?

– Lindy me conocía -dijo él agriamente-. Tal vez mi padre le habló de mí y luego ella me buscó. El caso es que esta mañana me he encontrado a la niña en la puerta, con su cestita. Lindy ha dejado una nota en la que dice que solo la tuvo porque mi padre la convenció. Pero ahora no tiene dinero y no quiere cargar con una hija. Así que, se ha ido. La nota decía que la niña es toda mía.

Wendy lo miró por encima de la mesa y él le sostuvo la mirada. Líbreme de este problema, suplicaban sus ojos.

Y esos ojos… los ojos de su padre… podían persuadir a una mujer para hacer cualquier cosa, pensó ella. Habían persuadido a una joven para tener una hija que no quería tener. Y podían persuadirla a ella para…¡No! Debía mantenerse firme.

Los lazos de sangre eran el vínculo más importante para un bebé, y Wendy lo sabía. Le habían repetido esa idea una y otra vez a lo largo de su carrera como trabajadora social. Mantener los lazos familiares a toda costa. Reemplazar esos lazos solo si el niño estaba en peligro.

Aquella niña estaba sentada en el regazo de su hermanastro, agitando su cucharilla y gorjeando como si el mundo fuera su reino. Tenía un espléndido hermano mayor, sano, rico y en buena posición económica, que podía mantenerla.

– Supongo que ya no vive en Bay Beach -dijo Wendy suavemente.

– No. Tengo un apartamento en Sidney y otro en Nueva York. Viajo mucho.

– ¿Ha traído a la niña desde Sidney?

El pareció un poco desconcertado por la pregunta.

– Sí.

– ¿Puedo preguntar por qué? -dijo ella, mirándolo fijamente-. En Sidney hay muchos hogares infantiles. Solo tenía que mirar en la guía telefónica para encontrar uno.

– Yo quería…

– ¿Qué quería?

El alzó la vista y la miró fijamente, titubeando.

– Diablos -dijo, por fin-. Qué difícil es explicar esto.

– Lo comprendo.

– ¿Cómo se llama? -preguntó él de repente, y ella sonrió.

– Perdone, debería habérselo dicho. Me llamo Wendy. Wendy Maher.

– Bueno, Wendy… -él sacudió su cabeza, todavía confundido. Su hermanita había dejado caer la cucharilla y se retorcía contra su pecho, con los ojos medio cerrados. Él debía de haber parado en el camino para darle de comer, pensó. La niña parecía ahíta y soñolienta. Inconscientemente, Luke la apretó en sus brazos y la pequeña se acurrucó contra él. La mirada de Wendy se dulcificó al mirarla. Tal vez…

– Yo sabía que aquí había un orfanato -dijo él-. Me acordé y llamé para asegurarme de que todavía existía.

Cuando era niño, pasé algún tiempo aquí, en el antiguo edificio, una vez que mi madre se puso enferma y mis abuelos no podían ocuparse de mí.

– Ya veo.

– Y… -él intentaba denodadamente hacerse entender- Bay Beach es un sitio precioso para crecer.

– Sí que lo es -Wendy apretó a Gabbie. Ella no podía hacer que Gabbie creciera en Bay Beach, pensó con amargura. Pero un hogar estable era preferible a un lugar concreto.

– Pasé la mejor época de mi vida aquí, de niño -continuó él, mirándola como si tratara de adivinar sus pensamientos-. Cuando vivían mi madre y mis abuelos, todo era fantástico. La playa… la libertad… -señaló a los niños que había fuera-. Esos niños tienen suerte.

Sí, claro. Qué bonito. Abandonar a su hermana y salir corriendo, y luego decirse a sí mismo que Bay Beach era un sitio precioso para crecer…

– No, señor Grey, esos niños no tienen suerte -dijo Wendy con severidad-. Esos niños tienen problemas. No tienen padres que se ocupen de ellos. Están solos en el mundo. A mí me pagan por cuidarlos, y solo me tienen a mí o a gente como yo.

Hubo un largo y embarazoso silencio. La hermanita de Luke cerró por fin los ojos y se acurrucó en sus brazos con absoluta confianza.

Él miró a Wendy por encima de la mesa. Aquella mujer todavía era joven, pensó, pero había vivido mucho más que las mujeres con las que solía pasar su tiempo libre. Estaba muy lejos de ellas. En sus ojos había ternura, compasión y preocupación. Podía ser hermosa, pensó. Con un poco de maquillaje, un peinado moderno, algo de ropa decente… Pero no. Ya era hermosa, decidió. No necesitaba ninguna de esas cosas.

Luke contempló aquellos serenos y luminosos ojos grises y se dio cuenta de que, a pesar de lo que ella dijera,- aquellos niños tenían suerte. Sin duda, tenían problemas terribles, pero, en medio de su miseria, habían encontrado a Wendy.

– Mi hermana tiene que quedarse aquí -dijo suavemente-. No hay otro remedio. Su madre la ha abandonado, y creo que estará mejor con usted que con cualquier otra persona.

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