Merrilee Schaefer-Weston examinó el expediente que le acababan de poner encima de la mesa. La carpeta que tenía en la mano contenía información sobre Juliette Stanton. Sus preferencias, su talla e incluso su número de pie. Todo lo necesario para preparar y hacer que la fantasía de una mujer se hiciera realidad.
Juliette Stanton, conocida también como la «Novia a la fuga de Chicago», era una figura pública gracias al escándalo que rodeó su boda, que nunca se llevó a cabo, y la ilustre reputación de su padre, que era senador. En la actualidad, Juliette era cliente de Fantasías, Inc.
Merrilee leyó la primera pregunta que les hacía a todos sus clientes, aunque conocía las palabras de memoria. ¿Cuál es su fantasía?
La respuesta siempre era algo vaga. En el caso de Juliette Stanton había sido:
Experimentar el lujo de que me atienda y me mime un hombre muy especial. Sentirme deseada, ser el centro de su universo y así poder olvidar el dolor de un compromiso roto.
Efectivamente, de aquello era de lo que se ocupaba Fantasías, Inc. Los cuatro lujosos complejos turísticos de Merrilee, situados en cuatro islas de los cayos de Florida, habían sido creados con el propósito de hacer que los sueños, los deseos y los anhelos de sus clientes se hicieran realidad.
Aunque Merrilee podría darle a Juliette simplemente lo que deseara, siempre trataba de ir un paso más allá y darles a sus clientes un final más feliz del que ella misma había podido disfrutar.
De repente, alguien llamó a la puerta. Su cita de las diez había llegado.
– Entre.
La puerta se abrió y un hombre, alto e imponente, entró en el despacho.
– ¿Señor Houston? -preguntó Merrilee. Cuando el recién llegado asintió, ella lo invitó a pasar con una inclinación de la cabeza-. Me llamo Merrilee Schaefer-Weston. Bienvenido a Fantasía secreta. ¿Ha tenido un buen vuelo?
– Perfecto -respondió él mientras se acomodaba en la butaca que había frente al escritorio. Entonces, le dedicó una encantadora sonrisa-. Llámeme Doug.
– Supongo que tienes una fantasía que quieres ver hecha realidad, ¿no?
– ¿Acaso no la tiene todo el mundo?
– Gracias a este negocio, he descubierto que así es. ¿Preferirías ver primero la isla antes de contarme la tuya? -sugirió Merrilee.
Había notado cierta timidez en su cliente.
– No -dijo él, rebulléndose en el asiento. Parecía incómodo-. Soy reportero del Chicago Tribune.
– Prosigue, por favor -dijo Merrilee, para animarlo.
– Acabo de salir de una relación que acabó muy mal. Durante los dos últimos años, estuve con una mujer, pero no estaba listo para comprometerme. Por supuesto, no se lo dije -explicó mientras se alisaba sus negros cabellos con la mano-. Yo creía que las cosas iban bien… pero las apariencias pueden ser engañosas.
– Y las relaciones pueden ser complicadas y algunas veces desagradables.
– Veo que lo comprende.
Merrilee asintió. Lo comprendía mucho más de lo que Doug podía llegar a imaginar. Se miró el delicado anillo de oro y rubíes que llevaba en el dedo anular de la mano derecha, un símbolo del amor del que había disfrutado demasiado brevemente y que había perdido como resultado de la guerra de Vietnam. Su vida no había salido tal y como había planeado, sino que, como en la mayoría de los casos, el destino había tomado las riendas.
– ¿Cómo se relaciona tu pasado reciente con tu deseo presente?
– Mi ex y yo compartíamos negocios y placer. Nos divertíamos y, como ella estaba bien relacionada en ciertos círculos sociales, yo confiaba en la información que ella me proporcionaba.
– Me parece deducir que ella no era de fiar.
– Lo fue hasta que me preguntó de repente cuándo estaría listo para casarme con ella. Yo no lo estaba. Ella pareció aceptarlo bien, o por lo menos eso fue lo que yo creía. Decidió que la estaba utilizando y me dio información que, inexplicablemente, yo ya no pude confirmar. La típica mujer afrentada.
– ¿Y es cierto que la estabas utilizando?
Él hizo una pausa, pensándose la respuesta. Por fin respondió.
– Por aquel entonces, yo hubiera dicho que no, pero ahora, pensándolo bien, supongo que la mitad de la emoción de la relación era el acceso personal, más que el profesional, que ella me dio a ciertos círculos sociales y a las personas a las que yo quería dejar al descubierto.
Merrilee apreció aquella muestra de sinceridad y asintió.
– Y ahora estás aquí. Entonces, dime, ¿cuál es tu fantasía?
– Compensar por lo que he hecho. Necesito ser capaz de mirarme en el espejo. Necesito saber anteponer las necesidades de una mujer a las mías.
– Entonces, me estás pidiendo que…
– Que me emparejes con Juliette Stanton, la Novia a la fuga de Chicago. Sé que ella ha hecho una reserva para venir aquí.
– ¿Y cómo sabes eso? -preguntó Merrilee, entornando la mirada. Si se había tomado las molestias de vigilar a Juliette Stanton y descubrir información que otros reporteros no habían podido averiguar, los motivos de Doug sólo podían acarrearle problemas a Juliette y a ella.
– Un soplo de alguien que sentía que necesitaba saberlo. Mira, esa historia que te acabo de mencionar implicaba al prometido de Juliette Stanton. Me cuesta mucho creer que fuera una coincidencia que ella lo dejara plantado en el altar. En los círculos de cotilleo están intentando dejarla en ridículo y en las emisoras de radio se están haciendo concursos sobre por qué huyó. Mi instinto me dice que esa mujer está sufriendo y que yo soy la causa. Quiero ayudarla a superarlo.
– ¿Y tus instintos periodísticos? ¿Cómo sé yo que no estás buscando descubrir su historia como el resto de los reporteros que lo están intentando? ¿Cómo sé que no utilizarías la información que descubrieras?
– No puedes saberlo -respondió él, encogiéndose de hombros-. Cualquier hombre con el que tú la emparejes puede descubrir la misma información y utilizarla contra ella, tanto si es periodista como si no.
Merrilee asintió, sabiendo que tenía razón. Cualquiera podría descubrir las razones que Juliette había tenido para dejar plantado a su novio y revelarlas por dinero, un riesgo que Juliette, la hija del senador, tenía que conocer. No había puesto restricción alguna sobre qué clase de hombre quería para llevar a cabo su fantasía.
– Mira, estoy aquí, sincerándome contigo y dándote mi palabra -prosiguió-. No estoy buscando hacerle daño. Esto es lo único que puedo asegurarte.
– Dime algo más, Doug. ¿Crees en los finales felices? -preguntó Merrilee. Tenía que saber algo más sobre él y sus intenciones antes de acceder a aquel emparejamiento.
Él frunció las cejas y apretó ligeramente la mandíbula. Entonces, suspiró.
– Sí, claro que sí. Mis padres van a celebrar su cuarenta aniversario de bodas este año.
– Eso es maravilloso, pero algo evasivo. No es que me sorprenda, dado que eres reportero. ¿Crees en que pueda haber un final feliz para ti?
– Si encontrara a la mujer adecuada, y si ella pudiera soportarme, sí, claro que creo -respondió Doug, sin permitir que sus ojos azules dejaran de mirar los de Merrilee. Entonces, se puso de pie-. No te robaré más tiempo, pero te agradecería mucho que tomaras en cuenta mi petición y que luego me comuniques lo que has decidido.
– Lo haré -le aseguró Merrilee, levantándose para estrechar la mano que él le extendía.
Cuando Doug se hubo marchado, Merrilee cruzó las manos delante de ella, encima del expediente de Juliette Stanton, y se puso a pensar. Llevaba mucho tiempo en aquel negocio y basaba sus decisiones en la experiencia, en el instinto y en la fe. Podía denegar a Doug Houston su petición, un riesgo que él había corrido al dejar todas sus cartas encima de la mesa, o podía dejar que el destino tomara las riendas.
Juliette necesitaba curar sus heridas. Doug necesitaba corregir sus errores. Si Merrilee cedía a la petición que él le había hecho, al tiempo que Juliette Stanton se sentía mimada y especial, Doug podría descubrir que era un ser humano, podría llegar a darse cuenta de que las personas son más importantes que una carrera.
Y que el amor era lo más importante de todo.