Capítulo 1

Regan Davis echó un último vistazo a Divine Events. La mejor empresa organizadora de bodas de Chicago hacía honor a su nombre, pero nada tenía que ofrecer a quien acababa de ser rechazada.

Se detuvo junto a la mesa del vestíbulo y contempló el gran florero griego que tantas veces había visto. Las flores del paraíso, jacintos y hortensias creaban un dosel sobre la mesa. Regan pasó la mano por una colección de álbumes blancos con las fotos y catálogos de Divine Events, y entonces se fijó en un libro rojo forrado en piel. La cortina de flores lo había ocultado a la vista hasta ahora, y Regan se detuvo, intrigada. A unos metros de distancia, la brisa de la calle parecía estar llamándola a su nueva vida. Junto a ella había dispuesto un cuenco de cristal lleno de golosinas. Pero ni las chocolatinas más exquisitas ni el sabor de la libertad tentaban a Regan tanto como aquel libro.

¿Por qué? ¿Por qué tenía que atraerla de ese modo aquel libro? Porque su vida estaba por los suelos y ansiaba que ocurriera algo, cualquier cosa, que cambiara su suerte. Y aquel libro rojo rezumaba secretos pecaminosos. Mientras estuviera sola en el vestíbulo no parecía haber razón para no hojear sus páginas prohibidas, de modo que se sentó en el sofá y tomó el libro en sus manos. No había ningún título en la tapa, pero el forro de piel resultó ser una cubierta protectora para un libro en rústica, grande y pesado. Intentó hojearlo, pero cada página había sido sellada, lo que avivó aún más su morbosa curiosidad. Se mordió el labio inferior y lo abrió en busca de la portada.

Sexcapadas. Juegos secretos y aventuras salvajes para amantes atrevidos.

Oh, cielos…

Cerró el libro de golpe, sintiendo cómo el rubor cubría sus mejillas. Pero su educación sureña se impuso y miró alrededor con los ojos entornados. Se oían voces al fondo y en otras zonas de la tienda, pero no había nadie más en el vestíbulo. Estaba sola, así que se permitió ir un poco más lejos. Con el corazón desbocado y la boca seca, leyó el título de la primera página sellada.

Atarlo. Para mujeres a las que les guste tener el control.

Un hormigueo erótico estimuló sus sentidos, pero aquellas palabras la afectaban a otro nivel. Hacía mucho tiempo que Regan no tenía el control de nada, ni siquiera de su vida. Sí, había tenido un buen comienzo, pero nada más.

Antes de su visita a Divine Events para cancelar sus planes de boda, se había pasado por Victoria's Secret y había adquirido el camisón más atrevido y sexy que pudo encontrar. Lo siguiente fue la ropa. Se tiró de la blusa de seda que llevaba abotonada hasta el cuello y que la estaba haciendo sudar. Soltó un resoplido de frustración. Su refinamiento sureño estaba tan arraigado que cualquier paso exigía ser minuciosamente pensado.

De ser la hija obediente a casi convertirse en la esposa sumisa, había vivido según las reglas que les inculcaron a ella y sus hermanas desde que nacieron. Sus padres ya tenían a un banquero y dos abogados como yernos, y Regan iba a añadir al tercer abogado al árbol genealógico. Regan se convertiría así en la hija perfecta, no en la oveja negra de la familia que todo lo hacía a su manera.

Su padre, el juez, se habría llevado una gran satisfacción si Regan hubiera celebrado la boda en el club de campo de Savannah. Su decisión había sido un motivo de gran decepción para la familia Davis.

También lo fue su traslado a Chicago un mes atrás, pero su novio había insistido en que se casaran y establecieran allí, en la ciudad donde lo habían nombrado socio principal del nuevo bufete. Regan había estado tan contenta por escapar de la opresión familiar que hubiera aceptado cualquier cosa. Y ahora tendría que arrojar la tercera bomba… Sacudió la cabeza, incapaz de reprimir una carcajada. Hasta entonces, el incendio de Atlanta había sido el día más negro en la historia de la familia Davis.

Nacida y criada como una belleza sureña, Regan había sido formada para ser la novia afortunada. Pero en vez de eso había sido la novia plantada, lo cual no la molestaba tanto como debería, teniendo en cuenta que su misión en la vida sería clasificada ahora como un fracaso por sus seres queridos. Su madre se llevaría una particular decepción. Kate Davis hacía lo posible por ser una buena madre cuando sus hijas cumplían con sus expectativas sureñas, pero el desafío de Regan la convertiría en una mujer extraña y hostil.

Cuando se enteraran de la ruptura del compromiso, su familia quedaría desolada, pero Regan estaba agradecida de haberse librado de su novio, quien había sido una concesión más a las expectativas.

Debería estar destrozada, pero la cancelación de la boda y la marcha de su novio del apartamento que compartían en un rascacielos de Chicago le ofrecían una grata sensación se alivio… a pesar de la traición de Darren. Ahora podía admitir que los dos se habían aprovechado mutuamente el uno del otro. Ella lo había escogido para complacer a su familia, sin importarle las carencias de la relación. Y él la había escogido por la posición de su padre en el mundo del derecho. Con todo, había sido Darren quien primero se marchara. Regan estaba casi tentada de aplaudir su coraje.

Para sus padres sería otro trauma descubrir que Darren se había hartado de los modales sureños de Regan mucho antes de abandonarla. Qué ironía que hubiera preferido a la abogada chillona y pegajosa a la que había contratado para trabajar con él. Regan sacudió la cabeza. No tenía derecho a pensar mal de una mujer que era lo bastante descarada para llevar minifaldas y usar un pintalabios oscuro y sensual. No cuando Regan quería parecerse más a ella. Quería ser libre. Libre de vestir la ropa que le gustase, no la ropa que la alta sociedad o su madre estimasen oportuna. Libre para emplear sus habilidades para las relaciones públicas en una carrera profesional, no sólo en obras de caridad. Y libre para elegir a un hombre sexy y atractivo sin tener que examinar sus credenciales y alcurnia. Pero en aquellos momentos, se conformaría con ser capaz de pensar por sí misma. La vida en Savannah la había ahogado, pero no se había dado cuenta de ello hasta que se mudó a Chicago, un mes antes, y no lo había aceptado hasta ahora.

Pero ahora podía empezar una nueva vida. Esa rata miserable de Darren le había dado la oportunidad, aunque de ella dependía tener el valor de aprovecharla.

Sexcapadas… Pasó la mano por la tapa de piel roja. Qué oportuno, pensó Regan, y tras mirar rápidamente a su alrededor para asegurarse de que seguía estando sola, se desabrochó los botones superiores de la blusa de seda, revelando un sujetador rosa de encaje y el amplio escote que sus hermanas tanto envidiaban.

A continuación, se alborotó ligeramente los rizos, esperando dar el aspecto que su madre siempre asociaba con las mujeres guapas y tontas. Un vistazo al espejo de bolsillo se lo confirmó. Tenía las mejillas coloradas, y un toque de pintalabios añadió un poco más de sensualidad. Era difícil conseguir gran cosa cuando apenas se contaba con lo básico, pero tendría que conformarse hasta que pudiera comprar ropa nueva y atrevida con la que acompañar su nueva imagen y actitud.

Cuanto más se liberaba de sus grilletes externos, más valor sentía. Bajó la mirada. Las instrucciones del libro eran muy claras: ¡las lectoras debían arrancar una página y poner en práctica la fantasía que en ella se detallaba!

Las manos le temblaban y las palmas se le humedecieron. Volvió a mirar la página que supuestamente describía cómo atar a un hombre. Sí, realmente le gustaría atar a un hombre, ver un brillo de deseo en sus ojos y saber que sólo la deseaba a ella. Y, de repente, no quiso esperar a que apareciera su hombre perfecto. Quería hacerse con las riendas de su vida ya. Antes de informar a su familia sobre la ruptura, quería dar el primer paso y afianzar su independencia… empezando con una aventura sin ningún tipo de lazo emocional.

Aquel pensamiento le provocó una oleada de deseo líquido por las venas, asegurándole que había tomado el camino correcto. Lo primero era hacerse con su fantasía. A pesar de su determinación, los genes sureños eran difíciles de obviar, y miró temerosamente a su alrededor para ver si alguien podía pillarla robando una página. No, seguía estando sola. Se recordó a sí misma que, después de aquel día, nunca más volvería a aquella tienda. Entonces hizo acopio de coraje y arrancó la página.

El desgarre resonó alto y claro en el vestíbulo vacío. Regan puso una mueca, pero cuando nadie apareció para reprenderla, dobló la hoja y se la metió en el bolso.

Ahora sólo necesitaba un hombre.


Las cosas que un hombre hacía por sus amigos, pensó Sam Daniels irónicamente. Salió del probador de Divine Events, olvidándose del esmoquin y los complementos de padrino hasta la ceremonia del día siguiente. Aquella noche era la cena de ensayo y, gracias a Dios, los novios habían optado por la ropa informal.

Se frotó los ojos con los dedos, pero seguía teniendo la vista borrosa. Bueno, ¿qué podía esperar después de un vuelo nocturno desde San Francisco? Antes de llegar a casa había estado en un viaje bastante largo, como era normal en su trabajo de piloto para Connectivity Industries, una gran empresa de ordenadores. Su encargo más reciente había sido llevar al director general y a varios de los socios a París, lo que había supuesto una estancia en el Ritz y otros privilegios adicionales. Le encantaba su trabajo.

Habiendo crecido en un tugurio de San Francisco, se había prometido a sí mismo que acabaría saliendo de aquel agujero y que nunca volvería. Y lo había conseguido. Ahora tenía un apartamento en un rascacielos de Embarcadero, con una vista espectacular del Puente de la Bahía. Ver la ciudad desde la distancia le recordaba lo lejos que había llegado. Gracias a su perseverancia, había conseguido un trabajo que lo hacía viajar por todo el mundo y que estaba extraordinariamente bien pagado. Y los lujos que llevaba asociados tampoco estaban mal.

Los únicos inconvenientes eran el jet lag y la fatiga que sentía en esos momentos. No estaba de humor para obligaciones sociales, pero, como padrino de la boda, tenía que complacer a su amigo Bill, a quien había conocido en la academia de vuelo. Bill había decidido dejar la aviación e instalarse definitivamente con su mujer. Sam soltó un resoplido, decepcionado con la decisión de su amigo, pero decidido a respetarla. Al igual que la madre de Sam, la novia de Bill no quería a un hombre que no estuviese en casa y que se ganara la vida viajando. Sam tenía la esperanza de que, a diferencia de su viejo, Bill no se consumiera por culpa del matrimonio. En fin… Bill era un hombre adulto y sabía lo que estaba haciendo y dónde se estaba metiendo. Pero ninguna mujer conseguiría jamás atar a Sam, ni con el matrimonio ni con ninguna otra relación que fuera más allá de una aventura pasional.

Y hacía mucho tiempo que no se permitía ninguna de esas aventuras. Sobre todo porque las mujeres afirmaban que podían conformarse con una sola noche, igual que afirmaban poder adaptarse al estilo de vida de Sam, y después, en un abrir y cerrar de ojos, estaban intentando cambiarlo y convencerlo de que lo que realmente quería era bajar de las alturas y refugiarse en el calor del hogar.

Y un cuerno.

A pesar de lo que sentía al respecto, había arreglado su horario para llegar a Chicago unos días antes de la boda, pero quería salir de aquel lugar sin perder un segundo más. Todas las flores y adornos blancos gritaban «boda» y lo hacían estremecer.

Se metió la camiseta por la cintura de los vaqueros y atravesó el vestíbulo hacia la salida. El sol que entraba por la puerta se reflejaba en los espejos, haciéndole entornar los ojos. Entonces se quedó de piedra, absolutamente fascinado.

La mujer era rubia, y él siempre había tenido debilidad por las rubias. Llevaba una blusa de seda que le recordó el tacto de la piel femenina. Y sus dedos se deslizaban sobre un libro rojo con una delicadeza exquisitamente erótica, intensificando el estremecimiento que le recorría el cuerpo. Y eso que ni siquiera le había visto el rostro.

No importaba. Si esa mujer estaba en Divine Events, o estaba a punto de casarse o era una dama de honor; es decir, que sería de las que intentaban hacerse con el ramo de la novia. Al menos eso era lo que sus hermanas y amigas afirmaban, y Sam se negaba a que nadie le echara el lazo. Sacudió la cabeza y soltó una carcajada.

Al oír su risa, la mujer levantó la cabeza y lo miró con ojos muy abiertos. Atónita y aparentemente avergonzada, a juzgar por el rubor que cubría sus mejillas, retiró el libro de su regazo y lo colocó en la mesa.

Sam no supo qué lo intrigaba más, si el libro rojo, las mejillas coloradas… o ella. Tenía unos ojos grandes y azules en los que se intuían la tristeza y profundos secretos, una piel de porcelana y la figura más hermosa que él había visto en su vida. Y ella no podía desviar la mirada.

Había pasado mucho tiempo desde que experimentara una reacción tan fuerte y visceral hacia una mujer. Tanto tiempo que decidió que valía la pena aventurarse un poco más.

Avanzó hasta el sofá y se sentó junto a ella, apoyando un brazo tras la cabeza de la mujer.

– Hola -la saludó, y se inclinó hacia ella. Una fragancia floral invadió sus sentidos y le provocó una erección instantánea. No tenía una reacción tan rápida desde que era un niño.

Ella inclinó la cabeza, rozándose el hombro con sus mechones rubios.

– Hola -respondió, batiendo las pestañas de un modo que denotaba falta de práctica y sensualidad al mismo tiempo. Añadido al sugerente acento sureño, el gesto disparó el deseo de Sam.

Bajó la mirada hasta sus manos, que descansaban sobre sus muslos. No llevaba anillo en ningún dedo, sólo una marca intrigante en el dedo anular de la mano izquierda. Todos los indicios hacían suponer que estaba soltera.

Uno a cero para él, pensó Sam.

– ¿Qué hace una chica tan guapa como tú en un lugar como éste? -preguntó, escogiendo la vía de acercamiento más obvia que se le ocurrió.

Tal y como esperaba, ella puso los ojos en blanco y se echó a reír. Su risa tenía una ligera entonación de coquetería que a Sam le encantó.

– ¿Dama de honor o estás planeando tu boda? -siguió él al no recibir respuesta.

Ella dejó escapar un largo suspiro.

– Intento cancelar una.

– ¿Una boda?

– La mía -respondió ella, apartando la mirada.

Aquello lo pilló desprevenido. Ahora se explicaba el atisbo de tristeza en sus ojos.

– Estoy seguro de que ha sido decisión tuya -le dijo. ¿Qué hombre en sus cabales dejaría a una mujer como aquélla?

– Creo que me tomaré eso como un cumplido -dijo ella.

– Lo es.

Ella lo miró entonces a los ojos, y por primera vez su sonrisa iluminó todo su rostro. No había ni rastro de dolor, tristeza ni debilidad. Tan sólo una mujer seductora.

Siguiendo un impulso, Sam le tomó la mano y entrelazó los dedos con los suyos. La mujer abrió los labios en una mueca de sorpresa y batió las largas pestañas de sus ojos grandes y, si Sam no se equivocaba, ansiosos. Recuperada del shock inicial, era obvio que le gustaba el tacto de su mano tanto como a él le gustaba el suyo.

Porque a Sam verdaderamente le gustaba. La piel de la mujer era tan suave como su voz y tan cálida como el deseo que lo obligaba a permanecer junto a ella.

– ¿Fue idea tuya o de él? De anular la boda, me refiero.

– Suya -respondió ella encogiéndose de hombros. Incluso aquel gesto cotidiano estaba impregnado de una delicadeza exquisita-. Pero nos ha hecho un favor a los dos. Aunque sea un mentiroso hijo de perra -masculló en voz baja.

– A mí me parece que estás mejor sin él.

– Dime algo que no sepa -replicó ella irónicamente, volviéndose hacia él-. ¿Y qué hace un hombre como tú en un sitio como éste? -una extraña sonrisa curvó sus labios-. ¿Eres el novio, el padrino o el ujier?

– El padrino.

Ella lo recorrió descaradamente con la mirada, desde la punta de los zapatos hasta lo alto de la cabeza.

– Eso sí que me lo creo.

– Creo que me lo tomaré como un cumplido.

Ella se echó a reír.

– Lo es. Y creo que deberías decirme lo que estás buscando -le dijo, bajando la mirada a sus manos entrelazadas.

Una vez más lo dejaba perplejo. Acostumbrado a llevar la iniciativa, Sam no supo cómo responder. Se sentía atraído por ella. La deseaba sexualmente. Ése había sido el comienzo. Pero ahora se daba cuenta de que esa mujer estaba herida y, aunque su reacción lo desconcertara, quería aliviarle su dolor y oír otra vez su risa. Quería volver a casa el domingo sabiendo que la había dejado con un recuerdo feliz.

Pero la única manera de describir su deseo era una aventura sin compromiso. Su cuerpo estaba dispuesto y preparado desde que la vio. El único problema radicaba en que el estado de esa mujer era muy vulnerable y él no quería causarle más dolor. La decisión tenía que ser de ella.

Regan clavó la mirada en los ojos de aquel guapo desconocido de pelo negro y sintió que se derretía como el chocolate al sol. Su cara necesitaba un afeitado y sus ojos verdes ardían de deseo. Era exactamente el tipo de hombre con el que ella fantaseaba para ejercer su independencia.

Sin embargo, por muy interesado que se hubiera mostrado al principio, y por muy descarado que hubiera sido al tomarla de la mano, ahora parecía dudoso.

– Deja que te lo ponga fácil -dijo ella, acercándose. Tomó aire en una profunda y temblorosa inspiración. Después de todo, nunca le había hecho una proposición a un hombre y todo aquello era muy repentino. Por mucho que quisiera olvidarse de su refinamiento sureño, no le vendría mal un poco de ese decoro tan anticuado.

– Acabo de salir de una mala experiencia y de momento no busco nada duradero. Pero sí quiero hacerme cargo de mi vida y quiero empezar ahora -se detuvo y lo miró fijamente a los ojos. El corazón le latía desbocado sólo de mirarlo, y la respiración se le cortó cuando vio las llamas de deseo en las profundidades de sus penetrantes ojos-. Y quiero empezar contigo.

Él se llevó su mano a la boca y presionó los labios contra los nudillos. Una ola de calor líquido le lamió la piel a Regan.

– Te escucho -murmuró él, obviamente interesado.

Si con un simple beso en la mano podía provocarle ese calor, Regan se preguntó qué podría hacer con los labios y la lengua en otras partes de su cuerpo.

No podía creer que estuviera teniendo esos pensamientos con un hombre al que acababa de conocer, ni que estuvieran teniendo una conversación semejante. Pero ella había querido empezar su nueva vida justo en ese momento y el destino le había enviado a aquel hombre. No estaba dispuesta a rechazarlo.

– Sólo tengo este fin de semana, antes de volver a Georgia y darle la noticia de la ruptura a mi familia.

Él asintió con un brillo malicioso en los ojos.

– Qué casualidad… Yo también tengo este fin de semana antes de volver a California. Salvo un par de compromisos formales que debo atender, puedo ser todo tuyo. ¿Qué tienes pensado?

Regan aferró el tirante del bolso con su mano libre. Dentro estaba la página doblada de su «sexcapada». ¿Estaría dispuesto aquel hombre a juegos de sumisión?

¿Lo estaría ella?

– Estoy cansada de ser una buena chica y de hacer siempre lo correcto.

– Quieres ser mala.

Ella asintió.

– Muy mala -respondió. Con manos temblorosas, abrió el bolso y sacó la hoja para ofrecérsela a… Parpadeó sorprendida-. Me acabo de dar cuenta de que ni siquiera sé tu nombre.

Él miró la hoja y luego a ella, con sus verdes ojos llenos de intriga y deseo.

– Bueno, si vas a atarme, creo que antes deberíamos presentarnos.

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