Capítulo 4

Regan se ató el cinturón de la bata de seda y volvió junto al hombre al que había dejado en el salón. Sam estaba sentado en el sofá, vestido únicamente con los vaqueros. Había apagado el vídeo y la televisión. Regan seguía sorprendida, no sólo por la película porno, sino también por la reacción que había tenido a la misma y el abandono de todas sus inhibiciones que había seguido.

Sintió cómo el cuerpo se le volvía a calentar y se ciñó aún más la bata en torno al pecho.

– Es un poco tarde para ser modesta, nena -le dijo Sam, haciendo un gesto con el dedo para que se acercara.

– Tienes razón -admitió ella, sentándose junto a él en el sofá-. Estaba pensando que debes de tener hambre.

Él apoyó el brazo en el respaldo del sofá y le dedicó su sonrisa más devastadora.

– Se podría decir que me has abierto el apetito.

– ¿Siempre eres tan incorregible? -preguntó ella, riendo.

– Sólo cuando el público lo merece.

Ella puso los ojos en blanco.

– Bueno, Chicago tiene las mejores pizzerías del mundo. Si te apetece podemos salir -sugirió. No sabía qué más ofrecerle a aquel hombre con el que tanto había intimado y al que sin embargo tan poco conocía. Y quería saber más de él.

– Prefiero que nos traigan la pizza aquí. Tenemos muy poco tiempo para estar juntos.

Tenía razón. Estaban a viernes por la tarde y él se iba el domingo. Pero antes de que pudiera decir nada, él siguió:

– Y preferiría no compartirte con nadie más, ni siquiera con un camarero -dijo, introduciendo los dedos en la bata y acariciándole el hombro. Sus palabras la complacieron tanto como sus caricias.

– Por mí perfecto, siempre que no sea una excusa para evitar que te vean conmigo en público -se burló ella. Le encantaría disfrutar de más intimidad con él.

– Eso mismo. Cualquier hombre que te mirara sería un rival para mí, y no estoy yo para librar ningún duelo -dijo él con un brillo jocoso en la mirada, aunque en su voz se percibía una entonación posesiva que a Regan le encantó.

– Voy a por el menú de las pizzas -se levantó y se dirigió hacia la cocina, pero en ese momento sonó el timbre de la puerta-. Vaya, ¿quién podrá ser ahora? -se acercó a la puerta y miró por la mirilla. Soltó un gemido al ver a su ex novio-. Tenemos problemas.

Sam se levantó y se acercó a ella.

– ¿Qué clase de problemas?

– Darren.

– ¿Quieres que espere en la otra habitación? – preguntó él, aunque por su tono de voz quedó muy claro que prefería estar presente.

Pero obviamente respetaría su decisión, y ella apreció la sugerencia.

– No te preocupes. Seguramente haya venido a recoger algunas cosas que se dejó.

– ¿Cómo la cinta de vídeo? -preguntó él con sarcasmo.

– Oh, no. Dudo que tenga el valor de pedir eso.

– Entonces, ¿por qué no se la ofrecemos simplemente?

Regan se giró y le dio un ligero cachete por la burla, pero él le agarró la mano y tiró de ella para besarla apasionadamente. Fue un beso enloquecedor y excitante de lenguas entrelazadas. Un beso que pareció prolongarse indefinidamente hasta que el timbre y los golpes en la puerta los interrumpieron.

– Abre la puerta, Regan. El portero me ha dicho que estás en casa -gritó Darren, impaciente.

Y el portero debería haberle pedido permiso a ella para dejar entrar a Darren, pensó Regan.

– Déjalo pasar -sugirió Sam-. Ahora que pareces bien besada…

El rubor cubrió las mejillas de Regan, pero tuvo que admitir que a una parte de ella, una parte visceral que siempre había ignorado a favor de los buenos modales, le gustaba la idea de ser sorprendida en su apartamento con un hombre sexy… después de haber hecho el amor.

Le abrió la puerta un iracundo Darren, que tenía el rostro congestionado y el puño en alto, dispuesto a aporrear otra vez la puerta.

– Has tardado mucho.

– No sabía que debiera seguir viviendo según tu horario -replicó ella-. ¿Qué haces aquí?

– Me dejé algunas cosas -respondió él, y entró en el apartamento sin ser invitado.

– Te dije que llamaras antes -le recordó, pero Darren sólo se preocupaba de guardar las formas con sus colegas y amigos, no con ella.

– Estaba por aquí cerca.

Regan se volvió y descubrió que Sam se había ocultado en otra habitación. Suspiró. No importaba que estuviera bien besada o no, pues Darren no le había dedicado una segunda mirada. Su único interés era una caja con sus cosas, y por lo visto pensaba que ella la había dejado en el armario del pasillo, pues se detuvo para rebuscar en un interior.

Regan puso los brazos en jarras, irritada porque la tratara como si fuese invisible en su propia casa.

– Darren, tú ya no vives aquí. No puedes entrar avasallando de esa manera como si ésta hiera tu casa.

– Creía que era mi empresa la que sigue pagando la hipoteca. Y ahora, ¿dónde están mis cosas?

Regan apretó los dientes.

– No creo que esa excusa sirviera ante un juez.

Darren la ignoró y abrió la puerta del armario, sólo para cerrarla con un portazo a los dos segundos.

– Ya has oído a la dama -dijo Sam, quien parecía haber decidido tomar el control.

Al oír aquella voz masculina, Darren se giró rápidamente.

– ¿Quién eres tú?

Sam, que seguía desnudo de cintura para arriba, se cruzó de brazos y clavó la mirada en Darren.

– Soy el hombre a quien ella ha invitado a su casa -miró a Darren de arriba abajo-. No como tú.

Regan se mordió el interior de la mejilla, disfrutando con aquel despliegue de testosterona pura.

Darren se volvió hacia ella.

– Regan, ya sé que te he hecho daño, pero traerte a un desconocido… No imaginé que pudieras caer tan bajo. A tus padres los vas a matar del disgusto.

Regan se encogió al oír su acusación, y más aún sabiendo que Darren había escogido deliberadamente sus palabras para atacarla en su punto más débil. Sus padres apenas habían tolerado que se fuera a vivir con él. Únicamente lo habían permitido porque aceptaban a Darren como yerno, y porque él los había convencido con su facilidad de palabra. Si supieran que estaba teniendo una aventura sexual, su madre se encerraría en su habitación con una jaqueca y su padre… Se estremeció sólo de pensarlo.

Pero antes de que pudiera responderle a Darren, Sam la agarró de la mano y le acarició la palma con el pulgar, recordándole todo lo bueno que había en su relación, por breve que ésta fuera.

– Mira, Dagwood, no tienes ni idea del tiempo que hace que conozco a Regan ni de lo que hay entre nosotros -dijo, acercándose a Darren-. Y tampoco quieras saber lo que puede haber entre tú y yo -añadió, apretando la mano de Regan en un gesto de apoyo que ella agradeció enormemente.

Darren frunció el ceño.

– Quiero mis cosas.

Regan se encogió de hombros.

– Podrías haberte ahorrado el viaje si hubieras llamado como te pedí. Las llevé al trastero. No quería tenerlas en casas.

– Pero sabías que iba a venir por ellas -dijo él, acostumbrado como estaba a que Regan lo obedeciera en todo.

– Y tú sabías que estabas comprometido, pero eso no te impidió relegarme a un último plano. Diría que estamos en paz -declaró ella, frotándose las manos. La avergonzaba admitir lo deliciosa que le resultaba la venganza.

Especialmente con Sam a su lado.

– Has cambiado, Regan -dijo Darren, sacudiendo lentamente la cabeza en un gesto más irritante de lo que ella recordaba-. Tus padres no estarán nada contentos.

– Pues no se lo digas -sugirió Sam.

– Tarde o temprano descubrirán que hemos acabado. No importa quién se lo diga -dijo Regan-. Y tienes razón, Darren. He cambiado. Lo suficiente para que no me importe lo que piensen de mí -pronunció cada palabra con orgullo y convicción, a pesar de las repercusiones.

Sam le sonrió, tan complacido como ella, y llevó a Darren hacia la puerta.

Regan lo observó, fascinada. Sam era un caballero en más aspectos de los que un hombre como Darren podría comprender, o incluso sus padres, con toda su aparente cortesía. Sam era un caballero en el corazón, donde únicamente importaba. La educación refinada no hacía a un ser humano más decente. Sam llevaba la decencia en el interior.

Y en el exterior tampoco había comparación posible entre Sam y Darren. Su ex novio era más delgado y pálido que Sam, y el chico de oro de Savannah parecía perdido al lado de su piloto.

Su piloto, en sólo una tarde, había sacado su lado más atrevido y le había demostrado que tenía más valor y confianza en sí misma de lo que nunca había imaginado. Lo suficiente para afrontar la decepción que sin duda se llevaría su familia cuando se enteraran de su ruptura. Pero ¿era lo bastante valiente para valerse por sí sola?

– ¡Darren, espera! -lo llamó, antes de que Sam pudiera cerrar la puerta tras él.

– Lo siento, pero no vas a convencerme, Regan. Tengo que hablar con Kate y Ethan -dijo Darren-. Querrán saber que has caído en una espiral de degradación moral. Te llevarán de vuelta a casa o te enviarán de vacaciones a algún sitio hasta que se olvide este incidente.

– No, imbécil -se oyó a sí misma espetar-. Olvidas tu cinta -dijo. Sacó la película porno del vídeo y corrió a dársela con una fioritura.

Rojo como un tomate, Darren agarró la cinta y se marchó echó una furia.

Sam cerró la puerta.

– Idiota -masculló.

– Y que lo digas -corroboró Regan con una sonrisa-. No creía que me sentiría con ganas de celebrar la marcha de Darren, pero esto ha sido increíble -se echó a reír y empezó a dar vueltas con los brazos extendidos.

Nunca había experimentado una sensación de libertad tan exquisita.

– ¿Te has divertido? -preguntó él, echando el cerrojo.

– ¡Demonios, claro que sí! Y se lo debo a él -sacudió la cabeza, sorprendida-. No es que a Darren le importe que yo esté con otro. A fin de cuentas, él me engañó primero. Pero la cara que puso cuando te vio y cuando le di la cinta… no tiene precio.

Los ojos de Sam brillaron de regocijo y comprensión.

– Lo has humillado delante de otro hombre. Eso es tan efectivo como patearle el trasero -le aseguró él, estrechándola entre sus brazos-. Puedes sentirte orgullosa, Regan. Le has demostrado que no te venció.

– Sí, eso he hecho, ¿verdad? -dijo ella, riendo-. Y además se me ha abierto el apetito -lo llevó hacia el salón, donde había dejado los menús. Acordaron pedir una pizza vegetariana y Regan llamó por teléfono para encargarla.

Cuarenta y cinco minutos después, estaban comiendo en la pequeña mesa de la cocina. Sam tendría que irse dentro de unas horas, pero Regan se negaba a pensar en eso ahora. No cuando estaba más relajada de lo que nunca había estado, ni siquiera durante las comidas con su familia o a solas con Darren. A Sam no le importaba qué tenedor usara primero, o que no usara ninguno en absoluto o no se pusiera la servilleta en el regazo. Poco a poco iba despojándose de las reglas que había respetado toda su vida, y éstas cada vez tenían menos importancia.

Sam había aparecido en el momento más oportuno y ella nunca lo olvidaría, ni a él ni aquel fin de semana tan emocionante que le había dado.


Sam contempló cómo Regan devoraba su pizza con deleite, chupándose la salsa de los dedos antes de dar el siguiente bocado. El encuentro con su ex la había acelerado, y era muy estimulante verla desbordada de adrenalina.

Apartó la caja de la pizza y se apoyó en los codos.

– Háblame de tu familia. ¿Por qué Dagwood los usó como medida de presión para hacerte daño? -le preguntó, violando la regla sagrada de sus aventuras al indagar en la vida privada de su amante.

Una aventura debía ser sólo eso, sencilla y sin ninguna dificultad para romper. Pero la atracción que sentía hacia aquella mujer era demasiado fuerte para limitarlo al plano físico. No que la interacción física no fuera espectacular, que ciertamente lo era, pero por desgracia no le resultaba suficiente.

– No te gustaría saberlo, créeme -dijo ella, obviamente avergonzada por la pregunta.

– Sí quiero saberlo, créeme -insistió él. Extendió la mano y esperó hasta que ella unió la palma a la suya-. Quiero saber qué te ha llevado a esta situación. Qué ha sido lo que nos ha juntado.

Ella se mordió el labio antes de hablar.

– Bueno, como podrás imaginar, tengo una familia autoritaria y controladora. Tienen ciertas… expectativas, y esperaban que yo las cumpliera. Mis hermanas ya lo han hecho. Mis padres no tienen ningún problema con ellas -apartó la mirada al recordar-. Pero no quería ser como mi madre ni como mis hermanas -se palpó vigorosamente el corazón-. Así que en vez de casarme muy joven y con la persona escogida por mi padre, siempre encontraba algún fallo en los pretendientes que me buscaban.

Sam sacudió la cabeza.

– Todo eso me parece muy anticuado.

Regan se echó a reír.

– «Anticuada» es la palabra que mejor define a mi familia. Y a todos los amigos de mis padres. Venimos de una sociedad muy elitista. Y por mucho que me decía a mí mismo que la aceptaba, en realidad me rebelaba. Rechazaba a todos los hombres que me presentaban. Mi familia me acusaba de ser muy exigente. Yo lo llamo ser selectiva -se levantó y se puso a limpiar la mesa.

Sin pensarlo, Sam también se levantó para ayudarla.

– Personalmente, no creo que debas casarte con alguien sólo por hacer feliz a tu familia. Y tu familia no debería esperar que te conformes con un hombre que no te hace feliz -dobló la caja de cartón por la mitad y la metió en la bolsa de basura que ella sostenía-. Deja que tire eso en el incinerador y seguiremos hablando.

Mientras se llevaba la basura por el pasillo, se permitió pensar por primera vez en el hombre con el que Regan se había comprometido. Un hombre acostumbrado al lujo y a todo de lo que Sam había carecido en su infancia, pero un hombre sin personalidad, que no asumía la responsabilidad de sus actos, que humillaba a una mujer si eso lo hacía sentirse mejor a ojos de los demás.

Era indigno de una mujer como Regan, y Sam se alegraba de que ella hubiera roto con él, aunque fuera un proceso doloroso.

Ella también se alegraba, de eso no había duda. Tal vez lo hubiera aceptado a él por despecho, y él tal vez había aceptado la invitación de una desconocida para tener sexo, pero en unas pocas horas los dos habían llegado mucho más lejos.

Volvió al apartamento y cerró la puerta. Regan había acabado de limpiar la cocina y había apagado las luces. Sólo el tenue resplandor de una lámpara le iluminaba el camino. Al entrar en el salón, encontró la bata de seda que Regan había llevado puesta. Lo interpretó como una invitación, y cuando se agachó para recogerla del suelo se detuvo y se llevó la seda al rostro. Al inhalar la fragancia de Regan se excitó al instante, antes de dirigirse hacia el dormitorio que aún no había visto. Colgó la bata en el pomo de la puerta y cruzó el umbral.

– ¿Regan?

– Estoy aquí -respondió ella, emergiendo de una puerta… con un body negro de seda.

La prenda ofrecía un contraste increíble con su pelo rubio y piel blanca. Los tirantes se entrecruzaban en los hombros. Un corpiño de encaje diáfano le cubría los pechos, revelando los pezones puntiagudos y la carne suculenta. Sam bajó la mirada. Tenía el vientre al descubierto, una visión irresistiblemente tentadora que le hizo la boca agua. Y más abajo, el encaje cubría sus secretos femeninos, pero el triángulo de vello rubio era visible bajo la tela semitransparente.

Sam estaba más excitado de lo que nunca hubiera creído posible, pero sabía que no habían acabado la conversación y que había mucho que deseaba saber sobre aquella mujer.

Dio un paso adelante.

– No te pareces a ninguna solterona que haya conocido en mi vida.

– Vaya… gracias, Sam.

– De nada.

Ella le indicó con el dedo que se acercara, imitando el gesto que él había hecho antes. El deseo ardía en sus ojos y su lenguaje corporal expresaba claramente una invitación.

– ¿Cómo acabaste viniendo a Chicago? -le preguntó él mientras se acercaba. Tenía que enterarse de lo más posible en el menor tiempo posible.

Regan se sentó en la cama y se arrastró con movimientos deliberadamente seductores sobre la colcha color crema.

– Darren es abogado -explicó, cruzando una pierna sobre la otra, tentándolo por un segundo fugaz con el atisbo de su carne desnuda-. Lo pusieron a cargo de una nueva oficina en Chicago, así que nos instalamos aquí. La boda también iba a celebrarse aquí.

– ¿Y tu familia lo aceptó? -preguntó él, bajándose la cremallera y bajándose los vaqueros.

Regan asintió.

– Mi madre estaba tan contenta de que finalmente hubiera encontrado a un hombre, que aceptó lo que fuera -dijo, palmeando el colchón, junto a ella.

Sam se desprendió de los vaqueros con un puntapié y se acostó en la cama. La colcha estaba tan fría como ardiente estaba su piel.

– ¿Cuántos años tienes para que estuvieran tan impacientes por buscarte marido?

– ¿Cuántos aparento? -preguntó ella con una media sonrisa.

– Ésa es una pregunta trampa, cariño. Y me niego a responderla por temor a meterme en problemas.

Ella abrió el cajón de la mesilla y hurgó en su interior. Sam pensó que estaría buscando un preservativo, y con la vista de su trasero apenas cubierto por la fina capa de encaje sintió que estaba más que preparado para usarlo.

– Tengo veinticinco -dijo ella, al tiempo que se volvía hacia él con el cinturón de su bata en la mano.

Él arqueó una ceja, bastante seguro de lo que Regan tenía pensado. Semejante posibilidad hizo que le resultara extremadamente difícil mantener la conversación.

– ¿Y con sólo veinticinco años tus padres se preocupaban de que tuvieras una aventura por miedo a un escándalo?

– Oh, sí -dijo ella, asintiendo seriamente-. Si mi madre hubiera descubierto que yo no era virgen, habría enviado a mi padre en busca del pobre Robby Jones con una escopeta.

– ¿Y eso no habría sido un escándalo aún mayor? -preguntó él.

– Un escándalo aceptable siempre que acabara en matrimonio -arrugó la nariz en una mueca de disgusto-. Es difícil explicar la forma de pensar que tienen mis padres si no lo has vivido -soltó un suspiro dramático.

Tenía razón, pensó Sam. Él había salido de un barrio que era un escándalo en sí mismo, de modo que no podía entenderlo.

– ¿Y si no les hubiera gustado el hombre en cuestión? ¿Habría usado tu padre la escopeta? -le preguntó riendo, pero en el fondo hablaba en serio. Después de conocer a Dagwood, podía imaginarse la reacción de los padres de Regan si sospecharan que un hombre iba detrás de su hija.

Era una posibilidad a la que él nunca tendría que enfrentarse, puesto que el domingo volvería a California. Faltaban menos de dos días. Entonces, ¿por qué la idea de esa desaprobación familiar le carcomía la garganta?

Regan tiró de los extremos del cinturón. El ruido sacó a Sam de sus pensamientos.

– Tranquilo, Sam. Mi padre no va a ir por ti para obligarte a que te cases.

– ¿Porque yo no cumpliría con sus expectativas, quizá?

Ella lo miró, tan sorprendida por la pregunta como él. Habían pasado años desde que su pasado lo incomodara, y le fastidiaba que volviera a pasarle justo ahora. Por culpa de una mujer.

Aquella mujer.

– ¿Sam? -lo llamó ella, dándose cuenta de que debía andarse con cuidado al tantear sus sentimientos. No sabía mucho de él, pero agradeció comprobar que también podía ser vulnerable. Y agradeció también la posibilidad de demostrarle que podía confiar en ella.

– ¿Qué? -preguntó él bruscamente.

– Cumples con todas mis expectativas -le dijo con una sonrisa sincera.

Cuando rechazaba a los hombres que sus padres le buscaban, siempre se decía que tendría que ver al mismo hombre en su cama todos los días. Y, por muy arraigados que tuviera los valores sureños, quería que al menos su marido la excitara. Darren había sido un buen partido, pero se había quedado corto. El sexo no había sido ni mucho menos espectacular, y ni siquiera la había hecho sentirse deseada. Aun así, había cedido a las presiones de su familia y había aceptado la proposición de Darren. Ahora se daba cuenta de que había sido una estúpida.

– ¿Y cuáles son esas expectativas? -le preguntó Sam-. ¿Qué es lo que soy?

– Eres todo un caballero -dijo ella. Se lo había demostrado aquella noche, antes y durante la visita de Darren. Regan se apoyó en las rodillas frente a él. Quería que escuchara lo especial que era-. Aparte de que eres terriblemente atractivo, sexy y que me excitas como nadie. Y por si eso no te resulta suficiente, sabes cómo acatar órdenes. Levanta las manos.

Sam obedeció, sin apartar la mirada de ella ni cuestionar su orden.

Regan le colocó las manos junto al cabecero de hierro y le ató las muñecas con el cinturón. Los dos sabían que él podría liberarse fácilmente si quisiera.

Pero ¿qué tendría eso de divertido?

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