Regan lo tenía justo donde lo quería, y maldito fuera si a él a no le gustaba estar allí. Disfrutaba de la expresión decidida que brillaba en los ojos de Regan y del modo en que se había hecho con el control de la situación. Aunque, naturalmente, el regocijo se acabó en cuanto ella se transformó en una depredadora sexual, y todo lo que pudo pensar fue en lo que tenía intención de hacerle.
– Has sido muy bueno conmigo, Sam. Has sido muy amable, me has ayudado a enfrentarme a Darren y todo eso siendo tú -le dijo ella con una sonrisa que alcanzó el corazón de Sam.
Rápidamente, se sentó a horcajadas sobre sus piernas. Lo único que los separaba era la dura erección de Sam.
– Es hora de devolverte el favor -siguió ella. Lo agarró con ambas manos y él apretó la mandíbula, intentando concentrarse para no ceder a la sensación. Aún no… Había aprendido mucho de ella, y había compartido más con Regan que con ninguna otra mujer. Pero, a causa de la traición de Dagwood y la consiguiente rebelión de Regan contra su pasado, ella no lo veía más que como una aventura de fin de semana. Tal vez fuera aquello lo que le hacía pensar que ella era la primera mujer que podría hacerle desear más.
Y, para empezar, preferiría que cualquier favor que fuera a devolverle estuviera basado en algo más que la mera necesidad física. Pero cuando ella empezó a masturbarlo a un ritmo constante, deslizando la palma a lo largo de su pene erguido en toda su longitud, supo que las reflexiones tendrían que esperar. La mano de Regan resbalaba hacia arriba y abajo, incrementando el calor y la intensidad con la fricción de la piel.
Ahogó un gemido y levantó las caderas para intentar acelerar el ritmo, pero con las muñecas atadas sus movimientos eran muy limitados y fue incapaz de conseguir nada.
– Relájate -le dijo ella suavemente-. Te prometo que vas a sentirte muy bien.
Era un ángel, pero vestido para el pecado. Agitó su rubia melena en un movimiento calculado y seductor y agachó la cabeza, más y más cerca de la erección hasta que a Sam no le quedó ninguna duda de lo que pretendía.
Apretó los dientes, sabiendo que si lo tocaba no podría aguantar más. Cuando los labios de Regan rozaron la punta de su miembro, sus temores se vieron confirmados. Soltó un largo siseo, pero ella no mostró la menor clemencia y separó los labios para introducirse el pene en la boca.
– Dios… -murmuró él cuando la lengua de Regan recorrió su sexo erecto.
A partir de ahí la escalada de placer físico lo dominó por completo, y se aferró con todas sus fuerzas al cabecero mientras ella lo torturaba con la boca y posteriormente con las manos. Usando la humedad que había creado con sus labios, lo frotó rápidamente con las palmas, llevándolo al límite de su resistencia. Sam se corcoveó y convulsionó, el cuerpo se le apretó en una tensión infinita y finalmente lo anegó la gloriosa oleada del éxtasis.
Cuando volvió a la realidad, aún respirando con dificultad, Regan estaba desatándole las manos.
– Podrías haberte liberado en cualquier momento, pero no lo has hecho -le dijo, sorprendida.
– Sabía que querías dominar la situación.
Ella arrojó el cinturón al extremo de la cama.
– Y yo sabía que acatarías mis órdenes sin rechistar.
– Ah… y me gané mi justo premio -apoyó la cabeza contra el cabecero y la miró.
Ella le devolvió la mirada con los ojos muy abiertos y expresión honesta.
– Nunca había hecho algo así -admitió.
Lo había pillado desprevenido. Dos veces. Porque cuando ella había iniciado los juegos de sumisión, él había asumido que quería tener el control de su propio placer. Pero en vez de eso se había apropiado del suyo.
Y ahora esa revelación…
– ¿Nunca?
Ella negó con la cabeza.
– ¿Ni siquiera con…?
– No. ¿Se me ha notado? -preguntó, bajando la mirada.
En aquel momento, como si hubiera recibido un impacto en la garganta, Sam supo que se había enamorado de aquella mujer de una manera que excedía todo lo que hubiera sentido antes o que hubiera creído posible.
– No, nena. Jamás me lo hubiera imaginado. Has estado increíble.
– Vaya, es bueno saberlo -dijo ella. Se apartó el pelo del rostro y empezó a masajearle las muñecas, en un claro intento por mantenerse ocupada y así no tener que enfrentarse a él ni a su propia vergüenza.
Su repentina timidez contrastaba fuertemente con la mujer sexy del body de seda. Sus contradicciones intrigaban a Sam, quien sabía que nunca podría aburrirse con ella.
Nunca había creído que pudiera enamorarse a primera vista, pero ahora no tenía más remedio que aceptar la evidencia. Ella lo había enloquecido desde que la viera en Divine Events, y todo lo que había visto y aprendido desde entonces había cimentado la primera impresión y había consolidado sus sentimientos.
– ¿Sabes lo que más deseo ahora? -le preguntó, agarrándole las manos.
– No -respondió ella, mordiéndose el labio.
– Quiero darte placer a ti. Quiero desnudarte y devorarte hasta que grites de gozo y luego quiero hacerte el amor hasta que grites más aún. Ah, y yo también quiero atarte -añadió, arqueando una ceja en espera de una respuesta, aunque sabía muy bien cuál sería. Después de todo, ella había demostrado estar a la altura del desafío.
– Me gusta cómo suena eso -dijo ella con su inusual acento sureño.
Estaba dispuesta y ansiosa por probarlo. Y para demostrarlo, agarró el cinturón de seda y se lo arrojó a Sam sobre el pecho.
– ¿A qué estás esperando? -le preguntó, ofreciéndole las manos con las palmas hacia arriba-. Adelante.
Él sonrió y empezó a atarla. Nunca había pensado mucho en el amor, sólo en mantener ese estilo de vida viajero que tanto significaba para él, la vida a la que su padre había renunciado. Él no quería acabar asfixiado del mismo modo. Las mujeres siempre le habían supuesto problemas. Para él, una mujer significaba quedarse en casa y olvidarse de los sueños.
A primera vista, Regan parecía el tipo de mujer que le exigiría un sacrificio semejante, pero ella era demasiado atenta y comprensiva. Se preguntó si finalmente había encontrado a alguien que pudiera aceptar y comprender sus necesidades e ilusiones. Y se preguntó también si ella querría algo así.
Un vistazo al reloj le recordó que no le quedaba mucho tiempo para averiguarlo. Pero el instinto le decía que todo era posible, y él siempre confiaba en su instinto. Al fin y al cabo, estaba empezando a conocerla.
Ahora era el momento de que ella conociera más de él. En cuanto él le devolviera el favor y la subiera adonde ella acababa de llevarlo. Al Cielo y de nuevo a la tierra.
Regan estaba sentada con las piernas cruzadas en la cama, vestida únicamente con la ligera bata de seda que apenas le daba calor. Sam estaba duchándose y preparándose para marcharse, y ella tenía más frío del que debería tener. Lo cual era escalofriante, teniendo en cuenta que sólo hacía un par de horas que lo conocía.
Sam salió del cuarto de baño envuelto en una nube de vapor. Se había puesto unos boxers y se secaba el pelo con una toalla. Ella lo recorrió con la mirada, apreciando su físico masculino una vez más.
– Si me sigues mirando así, conseguirás que me pierda la cena de ensayo -le dijo él con un guiño.
– No me importaría en absoluto -admitió ella, soltando un exagerado suspiro-. Pero te echarían en falta -tanto como ella lo echaría en falta a él cuando se marchara-. Háblame de ese amigo tuyo que se casa -le pidió, intentando mantener una conversación despreocupada para no pensar en el calor que se arremolinaba en su interior.
– ¿Bill? -preguntó él, agachándose para sacar la ropa de su bolsa-. Éramos compañeros en la escuela de vuelo. Dos chicos impulsivos que se morían de impaciencia por volar -se levantó con las ropas en la mano-. Para mí volar significaba la libertad. Me dejé el pellejo para pagarme la universidad, desempeñando toda clase de trabajos. Estaba decidido a tener estudios, por si acaso el sueño de convertirme en piloto resultara ser inalcanzable. Pero no fue así y seguí trabajando duro para conseguir mi titulación -se encogió de hombros-. Entonces conocí a Bill. Congeniamos inmediatamente. Era lógico, considerando que ambos procedíamos de clases trabajadoras y nadie nos había regalado nada -enseguida puso una mueca, dándose cuenta de su error-. Lo siento, no pretendía ofenderte.
Ella se echó a reír.
– Sigue, cariño. Sé muy bien quién soy y lo que soy.
Él sonrió tímidamente.
– Bueno, en cualquier caso, mi padre era un camionero al que le encantaba estar en la carretera, pero mi madre no soportaba perderlo de vista, así que renunció a su libertad a cambio de un trabajo como administrativo en la misma empresa que lo había contratado como conductor -se sentó en el borde de la cama mientras seguía relatando su historia-. A mi padre casi lo mató quedarse sentado en un escritorio, y por mucho que quisiera a su familia, siempre nos guardó rencor por haberlo obligado a tomar esa drástica decisión.
– Debió de ser muy duro para ti.
Él ladeó la cabeza.
– Lo fue. Y supongo que decidí a una edad muy temprana que yo nunca renunciaría a mi libertad -hizo una pausa y la miró a los ojos. La química ardía entre ellos-. A menos que sea por una mujer hermosa motivada únicamente por la seducción -dijo en voz baja y profunda.
Ella soltó una carcajada por el doble sentido de sus palabras, pero éstas siguieron resonando en su cabeza mientras miraba por la ventana, preguntándose cuál sería la perspectiva del mundo que Sam tendría desde la cabina de un avión. El atractivo que ejercía esa clase de libertad debía de ser muy poderoso. Después de pasarse años acatando las imposiciones de los demás, comprendía las necesidades y motivaciones de Sam.
– Así que encontraste tu libertad al convertirte en piloto.
Él asintió.
– Creía que Bill también. Pero me equivoqué, ya que dejó su trabajo como piloto y se instaló en Chicago con la que ahora va a ser su mujer.
– A cada uno lo suyo -comentó ella. Miró el reloj y vio que se estaba haciendo tarde-. Deberías vestirte.
– Lo haré, pero antes quería hablarte de algo. La cena de ensayo de esta noche va a ser muy informal -señaló los pantalones chinos color caqui y el polo granate que tenía en la mano.
Ella se recostó en las almohadas.
– Suena bien -murmuró tontamente, sin saber qué más decir.
– Supongo, pero no conoceré a casi ninguno de los presentes, y… -la voz se le quebró-. Ven conmigo -pronunció al fin, pillándola completamente por sorpresa.
Regan se pasó una mano por el pelo despeinado.
– Yo… no estoy invitada -dijo, valiéndose de su educación sureña como excusa.
– Te estoy invitando yo. Bill me dijo que llevara a quien quisiera si estaba saliendo con alguien. En su momento no estaba viendo a nadie, pero ahora sí – declaró, como si las cosas entre ellos fueran así de simples. Los ojos le brillaban de promesas y esperanza.
Ella no quería frustrar sus expectativas, pero todo iba demasiado rápido. Tenía miedo de lo que sentía por aquel hombre. Ni siquiera le había contado a su familia lo de su reciente ruptura y ya estaba enamorándose de un desconocido al que había cazado en una agencia organizadora de bodas.
No estaba avergonzada de Sam. Únicamente estaba temerosa de sus propios sentimientos.
– Ojalá pudiera, pero…
Él se inclinó hacia ella y le puso una mano en la pierna. Una flecha de fuego le traspasó la piel, los pezones se le endurecieron y un caudal de humedad le empapó la entrepierna. Con qué facilidad la excitaba… Y con qué rapidez le había llegado al corazón.
– Vamos, Regan. No tenemos mucho tiempo para estar juntos, así que ¿por qué no aprovecharlo al máximo? -le preguntó.
– Ojalá pudiera -repitió ella, plegando las piernas y abrazándose las rodillas. Quería apartarse lo más posible del tacto de Sam y, por mucho que le doliera, de sus intenciones-. Pero… no puedo -se obligó a expulsar las palabras del fondo de su garganta.
– Querrás decir que no quieres -dijo él. Se irguió. Y se levantó de la cama-. Qué demonios. Se suponía que sólo iba a ser una aventura, ¿verdad? Ha sido una estupidez por mi parte presionarte para algo más -espetó, y se encerró en el cuarto de baño para vestirse.
Regan tragó saliva, sintiendo una punzada de dolor en el pecho y la garganta. Las cosas no deberían haber salido así. Y sin embargo allí estaba, invadida por un conflicto de emociones más intensas de las que había sentido cuando Darren rompió el compromiso y admitió que la había estado engañando. Aferró la colcha con los dedos y apretó con fuerza los párpados.
Permaneció con los ojos cerrados hasta que oyó cómo Sam salía del baño, arrebatadoramente atractivo con su atuendo informal, oliendo deliciosamente a colonia y con una expresión de decepción en los ojos. Una expresión que ella no había visto hasta entonces, ya que desde que se habían conocido su mirada había sido ardiente y apasionada. El cambio le resultó odiosamente frío, pero reconoció que ella era la causante.
– Tengo que irme -dijo. Con la bolsa en la mano, se acercó a la cama-. Ha sido estupendo, cariño -sin pedirle permiso, se inclinó hacia ella y le dio un beso largo e intenso.
Regan no tenía derecho a hacerlo, pero aun así separó los labios y avivó la pasión del contacto físico, de modo que cuando Sam se retiró finalmente, ambos respiraban con dificultad.
– Eres un cúmulo de contradicciones, pero lo entiendo -dijo él.
– ¿Lo entiendes? -preguntó ella alzando las cejas.
Él asintió.
– Soy yo el que siempre ha estado luchando por mantener su libertad, ¿recuerdas?
Regan se obligó a sonreír.
– Sí, creo que sí -dijo. También se daba cuenta de que él la estaba sacando del apuro, lo cual le agradeció-. Que lo pases bien esta noche.
– Lo haré -respondió él, irguiéndose en toda su estatura.
– ¿Dónde te alojas? Te lo pregunto porque si no has reservado habitación en ningún hotel, este lado de la cama es tuyo -le ofreció, palmeando el colchón al tiempo que se preparaba para el mismo rechazo que ella le había dado.
Sam se echó a reír.
– ¿Quién no quiere ser visto en público con quién? -preguntó, burlándose de las palabras que Regan había formulado horas antes. Ella negó con la cabeza.
– Te prometo que no es por eso -alegó. No estaba preparada para admitir que había algo más íntimo entre ellos. El sexo era una cosa; asistir a una cena como pareja era algo completamente distinto. Pero se estaba engañando a sí misma, porque la verdad era que se sentía demasiado abrumada para enfrentarse a sus emociones. Tenía la esperanza de que un poco de espacio la ayudara a poner en orden sus sentimientos.
– Lo sé -dijo él. Dio dos pasos hacia la puerta, pero se dio la vuelta y la miró fijamente-. ¿Te importa si dejo mi bolsa aquí?
Ella suspiró aliviada al comprobar que su tiempo juntos aún no había terminado. Pero cuando Sam se marchó, llevándose las llaves de casa y dejándola a solas con sus pensamientos, sintió una soledad que no había experimentando ni siquiera con la marcha de Darren.
Era un desastre, pero tenía que organizarse sin perder más tiempo. Necesitaba descubrir quién era antes de permitirse sentir algo por otro hombre. Pero a medida que transcurría la noche larga y solitaria, se vio obligada a admitir que ya sentía algo. Algo más profundo de lo que nunca había creído posible.