Capítulo 2

– Regan Davis -dijo ella, ofreciéndole la mano para que se la estrechara. Era un gesto ridículo, teniendo en cuenta que él ya le había besado la piel y que sus pezones se marcaban a través del sujetador y la blusa.

– Sam Daniels -dijo él con una sonrisa torcida-. Me parece absurdo que nos estrechemos las manos en una situación como ésta, ¿no crees?

Le había leído el pensamiento. Y sí, a ella también le parecía absurdo. Pero las presentaciones formales exigían un apretón de manos formal, y Regan Davis había sido educada como una mujer decente.

– Demonios… -masculló, obligándose a expulsar la blasfemia desde el fondo de su garganta.

Él arqueó interrogativamente una ceja y Regan suspiró.

– Verás, soy una dama sureña en todos sus aspectos y quiero desprenderme de esa educación refinada, pero si sigo cayendo en ese comportamiento tan correcto, nunca tendré la aventura que quiero -explicó. Su pundonor le impediría salir de Divine Events con aquel hombre, ¡y lo que más deseaba era acabar en una cama con él!

– Sí, Regan, la tendrás -dijo él, tirando de ella para ponerla en pie.

Regan se estremeció por el modo tan seductor con que pronunciaba su nombre.

– Sólo tienes que recordar que hemos dejado muy atrás la fase de las presentaciones formales y no tendrás ningún problema -siguió él. Agitó la hoja de la «sexcapada» frente a los ojos de Regan antes de doblarla y metérsela en el bolsillo trasero de los vaqueros, que se ceñían tentadoramente a un perfecto trasero masculino-. Si quieres recuperarla, tendrás que venir a por ella -añadió con una sugerente sonrisa.

Aquélla sí que era una idea emocionante, pero antes de que Regan pudiera responder, una voz los interrumpió.

– Hola -los saludó Cecily Divine, propietaria de Divine Events, entrando en el vestíbulo-. ¿Puedo ayudaros?

– No, gracias, ya nos íbamos -dijo Regan, tomando la decisión por ambos.

Cecily asintió.

– Muy bien. Ha empezado a llover. ¿Queréis que os pida un taxi?

Si Cecily pensaba que había algo extraño en ellos, no lo demostró.

– ¿Regan? -preguntó Sam, dejándole a ella la elección del transporte.

– Podemos tomar el tren. Mi apartamento está en Lincoln Park, junto a la estación DePaul -dijo. Y una de sus decisiones era ser más mundana y dejar de moverse en taxi cuando podía desplazarse en tren o autobús.

Cecily se encogió de hombros.

– Como queráis. Iré a atender a otros clientes -se acercó a Regan y le dio un rápido abrazo-. Cuídate, ¿de acuerdo? -se apartó y le estrechó la mano a Sam-. Te veré esta noche para la cena de ensayo.

Como el torbellino que era, Cecily desapareció tan rápidamente como había aparecido.

– ¿Listo? -preguntó Regan.

– Siempre. He venido directamente desde el aeropuerto, así que tengo la bolsa en el guardarropa.

Fue a por sus cosas, sin mostrar la menor vacilación ante la perspectiva de irse con ella. Regan tampoco lo dudaba, pero aun así tragó saliva.

Sam volvió con una bolsa de viaje en la mano y juntos se encaminaron hacia la salida. Él abrió la puerta y la sostuvo para que ella saliese.

– Tú primero.

– Eres un cúmulo de contradicciones -dijo ella, riendo-. ¿Quién eres en realidad? ¿El caballero que le abre la puerta a una dama o el hombre que está dispuesto a dejarme el control?

Él ladeó la cabeza, irradiando una seguridad total.

– Que me aspen si lo sé, pero una cosa es segura… Gracias a esa fantasía tuya, al final del día habremos aprendido mucho más el uno del otro.

Y Regan tenía el presentimiento de que aprendería incluso más de sí misma.


Sam entró en el vestíbulo de un bloque de apartamentos de cristal y dejó escapar un silbido al contemplar la lujosa decoración.

– Esto sí que es lujo.

Regan esperó hasta llegar a los ascensores para volverse hacia él.

– Según la agencia inmobiliaria, Lincoln Park tiene más restaurantes por habitante que cualquier otro barrio de la ciudad. Puedo hacer una reserva en uno distinto para cada día de la semana y no repetir ninguno en una buena temporada.

– Parece el sueño de una mujer trabajadora.

Ella levantó la vista y lo miró con sus grandes ojos azules.

– No soy una mujer trabajadora, así que no lo sé.

Entraron en el ascensor y las puertas se cerraron tras ellos. Sam apoyó una mano contra el espejo y acorraló a Regan entre su cuerpo y el rincón.

Así que ella no trabajaba…

– ¿A qué te dedicas? -le preguntó.

Ella se encogió elegantemente de hombros.

– Presido comités de ayuda, recaudo dinero para obras benéficas… Cualquier cosa que hiciera feliz a mi familia y a mi novio. Y a cambio ellos se aseguraban de que fuera tratada como una princesa. Hasta que Darren descubrió su doble moralidad. La misma que mi madre aceptó en mi padre -hizo un mohín con los labios-. No importa que la engañe mientras la trate bien… ¿Qué te parece ese código ético?

– El engaño nunca es justificable -dijo él con vehemencia. Ningún hombre debería hacer una promesa y romperla deliberadamente. Era algo que iba contra sus más profundas creencias. De una cosa estaba completamente seguro… Si aquella mujer fuera su esposa, él jamás se extraviaría.

– ¿Estás diciendo que eres hombre de una sola mujer? -le preguntó ella. Parecía que se tomaba a la ligera sus palabras, pero su expresión era de profunda gratitud.

– Estoy diciendo que si estuviera contigo, no habría nadie más -le apartó de la frente un mechón, mojado por la lluvia.

– Vaya, estupendo -murmuró ella, batiendo las pestañas en un gesto de evidente alivio.

A Sam no lo sorprendía que aquella belleza sureña hubiera sido educada en el lujo y la abundancia, todo lo contrario a él, ni que fuera una mujer mantenida por su ex novio o su familia. Las tradiciones sureñas eran difíciles de romper, y él no pensaba utilizarlas como arma arrojadiza, ya que ella no había conocido otra cosa.

Pero al mismo tiempo la admiraba por el valor que estaba demostrando para salir de su enclaustramiento educacional. Y agradecía que él fuera a desempeñar un papel activo en el intento tardío de aquella mujer por unirse a la revolución femenina. Incluso si sólo jugara un papel sexual. Especialmente si sólo era un papel sexual. El sexo era el mejor inicio de una nueva vida, y él tenía intención de darle una noche que nunca olvidara.

– Una aventura es una cosa, pero yo no quiero vivir con una doble moralidad ni estar con un hombre comprometido.

Sam se echó a reír, pensando en lo solitaria que había sido su vida últimamente.

– Te prometo que no estás invadiendo el territorio de nadie más.

Ella volvió a mirarlo a los ojos.

– ¿Qué les pasa a las mujeres de…? ¿De dónde has dicho que eras?

– No te lo he dicho. Pero soy de California, y a las mujeres de allí no les pasa nada, salvo que casi todas están buscando un compromiso.

Regan apoyó el hombro contra la pared del ascensor.

– ¿Y eso te asusta?

– No es que me asuste. Es que me gusta mi vida tal cual es. Soy piloto, por lo que siempre estoy viajando por todo el mundo -se encogió de hombros-. Estar confinado en un sitio no es lo mío. A menos que sea como ahora. Contigo -le acarició la mejilla y vio cómo sus pupilas se dilataban por el ligero roce.

Acercó los labios a los suyos. El deseo de probarla era muy fuerte, pero no tanto como la necesidad de saber más de ella. El zumbido del ascensor era como un metrónomo que acompañaba la ferviente pasión que latía en su interior. De un momento a otro llegarían a su destino… Se apartó y pulsó el botón de parada del ascensor.

Si ella se sorprendió, no lo demostró.

– Me alegra saber que no estás engañando a nadie -dijo, pasándose la lengua por el labio inferior.

Ya fuera un gesto inconsciente o deliberadamente provocador, el resultado fue el mismo… Una corriente eléctrica que se concentró en la ingle de Sam.

– Jamás haría algo tan despreciable -dijo, intentando diferenciarse a sí mismo no sólo de su ex novio, sino también de las tradiciones que habían marcado su pasado.

– No todos los hombres piensan como tú, y deberían hacerlo -afirmó ella, recalcando su declaración con un pisotón en el suelo. Volvió a hacer un gesto provocador con los labios, y Sam tuvo que contenerse para no besarla con pasión desenfrenada. No estaba preparado. El tiempo acuciaría aún más sus respectivos deseos y liaría que lo que pasara entre ellos fuera verdaderamente espectacular.

– ¿Alguna vez te han dicho que exageras tu acento sureño cuando te enfadas?

Ella se puso colorada.

– Ésa es otra cosa que tengo que superar.

– Por mí no. Tu acento me excita todavía más -se acercó a ella hasta que sintió sus pezones endurecidos a través de la camisa de algodón.

– Eres tú quien me excita -dijo ella con el acento sureño más sensual que él había oído jamás. Le rodeó la cintura con los brazos al tiempo que dejaba escapar una prolongada exhalación, que acabó en un jadeo espeso y sofocante.

La erección de Sam amenazó con romper los vaqueros. Tuvo que apretar los dientes para contenerse, porque, por mucho que la deseara, un ascensor no era el lugar adecuado.

– ¿Sabes otra cosa? -preguntó ella.

– ¿Qué?

Ella le hundió los dedos en el pelo, acariciándole con las uñas la piel ultrasensible de la nuca y llevándolo a un límite insospechado de excitación. Mientras, deslizó la otra mano hasta su trasero y palpó sus glúteos con golpecitos suaves.

– Cuando te dije que necesitaba tener el control, lo decía en serio.

Sin previo aviso, se apartó de él y agitó la hoja blanca de la «sexcapada» frente a sus ojos, igual que él había hecho antes con ella. Y maldito fuera si eso no avivó aún más su deseo.


Regan entró en su apartamento. Cielos, estaba muerta de calor y no por el bochorno veraniego. Las reacciones que Sam podía provocar en su cuerpo con una simple mirada o una simple caricia desafiaban la lógica. Pero la lógica no tenía nada que ver con la química. Él no estaba comprometido ni se relacionaba con mujeres que quisieran algo más que sexo. Y sexo era lo único que ella deseaba de Sam Daniels, piloto de California, que saldría de su vida el domingo siguiente.

Un vistazo al reloj del vestíbulo mientras dejaba las llaves en el aparador le dijo que se acercaba la hora de cenar.

– ¿Quieres comer o beber algo? -le preguntó. Se dio la vuelta y se quedó atónita al encontrárselo casi pegado a ella.

– Desde luego -respondió él en un susurro, colocando una mano sobre su cabeza y aprisionándola entre su cuerpo y la pared, igual que había hecho en el ascensor. Sólo que esa vez estaban en la intimidad de su apartamento. No había peligro de que nadie los interrumpiera.

Con la mano libre le levantó la barbilla y acercó la boca a sus labios.

– Llevo queriendo probarte desde que te vi.

– No veo nada que pueda detenerte ahora -susurró ella. Y entonces, por haberse prometido a sí misma que mantendría el control, le tomó el rostro en sus manos y tiró de él hacia su boca.

Para ser dos desconocidos encajaron a la perfección, pensó Regan. Él la besó con una intensidad que corroboraba sus palabras anteriores. Ella había deseado a un hombre cuyos ojos ardieran de lujuria solo por ella, cuyos besos la hicieran temblar y cuyo cuerpo se retorciera por el deseo que ella le inspirara. Y lo había encontrado a él.

Sam hacía del beso un arte. Sus labios eran de una textura exquisita y su lengua se desenvolvía a la perfección. Sabía a menta y seductora virilidad, y una corriente de calor se arremolinó en el interior de Regan. Los pechos se le hincharon, los pezones se le endurecieron dolorosamente y un aluvión de humedad le empapó la entrepierna.

Llevó los dedos desde sus mejillas sin afeitar hasta la nuca, donde descubrió un punto especialmente sensible para hacerlo gemir y conseguir que la apretara aún más contra la pared, haciéndole sentir la dureza de su erección. Y también descubrió que cuando él le mordisqueaba y succionaba el labio inferior, la espalda se le arqueaba involuntariamente y los pechos se aplastaban contra su torso robusto.

No supo cuánto tiempo permaneció de pie, de espaldas contra la pared, perdida en el placer subliminal de un beso, pero las sensaciones eróticas siguieron creciendo en su interior como una espiral de fuego. Y cuando él interrumpió el beso, ya había llegado a la conclusión de que no era ella quien ejercería el control. Tendría que saltar sin paracaídas y esperar que el peligro potencial de aquel vuelo glorioso mereciera la pena.

Él apoyó la cabeza contra la suya, respirando entrecortadamente.

– Creo que me vendría bien una copa. Ella se obligó a llenarse los pulmones de aire.

– Por supuesto. Vamos a ver qué tengo.

Se escabulló por debajo de su brazo y se dirigió hacia la cocina. Abrió la nevera y examinó su escaso contenido. Teñía que ir a la compra.

– Puedo ofrecerte una copa de vino blanco. O… -se arrodilló para examinar la bandeja inferior-. Hay un pack de cervezas que dejó mi ex.

– Una cerveza estaría bien. Y no hace falta que me traigas un vaso. Vamos a pasar por alto las comodidades -dijo, dejando muy clara su doble intención.

Cuando se juntaban eran combustible puro, y no había la menor finura ni delicadeza en lo que pretendían. Regan se alegró. El corazón le latía con entusiasmo y quería demostrar con aquella experiencia la clase de mujer que podía ser.

– Ponte cómodo -le dijo mientras sacaba dos botellas. Le encantaba usar su acento sureño sin el menor escrúpulo, sabiendo que a Sam le gustaba.

Cuando volvió al salón, lo encontró sentado en el sofá de cuero. Se había quitado los zapatos y tenía el mando a distancia en la mano.

– Parece que el vídeo estaba encendido -dijo él-. ¿Hay algo que merezca la pena ver?

Ella negó con la cabeza.

– No lo sé. Normalmente veo la televisión en el dormitorio, pero a Darren le gustaba ver películas con sus amigos cuando yo estaba fuera en alguna obra benéfica -lo cual era bastante a menudo.

Poco después de llegar a Chicago, su novio le había dado una lista de organizaciones a las que su bufete estaba planeando prestar ayuda voluntaria, y le había sugerido que empezara a recaudar fondos inmediatamente. Aunque había justificado su razonamiento alegando que eso la ayudaría a hacer amigos, Regan se daba cuenta ahora de que lo que realmente buscaba eran noches libres para jugar con sus amiguitas.

Apartó aquel recuerdo y se sentó junto al hombre que iba a ser su amante durante el fin de semana, guardando una distancia respetable. Pero antes de que pudiera pensar en su próximo movimiento, él la agarró de la mano y tiró de ella.

– La próxima vez no esperes que te lo pida -le dijo con voz áspera y los ojos brillantes.

Quería tenerla cerca, descubrió Regan. Al haber estado pensando en Darren, había vuelto a adoptar su actitud prudente y recatada. Pero ahora estaba con Sam, y a él le gustaba que fuera atrevida.

– ¿Para qué clase de obras benéficas colaboras? -le preguntó, pulsando el botón de rebobinado en el mando.

Ella enroscó las piernas en el sofá y se acurrucó contra su pecho.

– No quiero aburrirte con detalles.

Él la miró ofendido.

– Si no quisiera saberlo, no te lo preguntaría.

Ella asintió, aceptando su argumento.

– El bufete de Darren ofrece asesoramiento legal gratuito a una residencia de mujeres y a muchas de sus residentes. Empleo mis habilidades sociales para recaudar dinero para la causa. Es la única clase de trabajo que hacía en casa y que quería continuar aquí, en algún centro de juventud.

Una cálida sonrisa de aprobación curvó los labios de Hunter.

– Ya había supuesto que tenías un gran corazón. Me alegro de que me lo hayas demostrado.

– Con halagos no llegarás a ninguna parte -le dijo ella. No quería mentiras ni ampulosos cumplidos. Lo que más le gustaba de Sam era su actitud sensata y realista. No necesitaba que la adulara como si ella fuera su perrita bien entrenada. Como había hecho Darren.

– Ya he llegado a donde quería… Contigo. Y me gusta lo que quieres hacer. No te imaginas cuánta gente necesita tus habilidades.

Ella puso los ojos en blanco.

– Claro que lo sé. De lo contrario no malgastaría mi tiempo recaudando dinero para ellos -dijo, cansada de oír las mismas palabras que Darren había empleado para animarla a realizar labores sociales… y con las que se beneficiaba a él mismo en primer lugar.

Pero a Regan le importaba un bledo si el bufete de Darren se beneficiaba de sus esfuerzos o si éstos ayudaban a Darren en su ascenso profesional. Tal vez hubiera estado guiada por su familia y hubiera tomado el camino que se esperaba de ella, pero se había mantenido firme y había elegido ayudar a quienes más lo necesitaban.

– No te lo tomes al pie de la letra -dijo él en tono dolido-. Y si digo que hay muchas mujeres o niños que te necesitan, lo digo por propia experiencia. Un orfanato donde yo estuve de niño tuvo que cerrar por falta de fondos. A nadie le importaba lo más mínimo que los niños a los que echaron a la calle se convirtieran en drogadictos o delincuentes.

Su revelación la dejó perpleja, porque hasta ese momento nada sabía de la infancia de aquel hombre tan seguro de sí mismo, y se alegró de que le estuviera ofreciendo algunos detalles.

A su lado el cuerpo de Sam se tensó, creando una barrera invisible entre ellos. Regan sintió una pesada carga de culpa en los hombros por haberlo malinterpretado.

– Lo siento. Es que soy muy susceptible por mi falta de experiencia laboral. Pensaba que estabas siendo paternalista conmigo, como…

– No soy como Darren -dijo él, recordándole algo que ella ya sabía.

Regan suspiró, esperando no haber arruinado la oportunidad antes incluso de haber empezado.

– ¿Podemos dar marcha atrás y empezar de nuevo? -le preguntó. Quería volver a la naturalidad que habían compartido y a las chispas sexuales que habían prendido antes de que empezaran inadvertidamente a indagar en sus respectivas vidas.

Él se echó a reír, aliviando la tensión, y Regan dejó escapar un suspiro de alivio.

– Yo ya lo he hecho -dijo él, y como si quisiera corroborarlo, apuntó con el mando al televisor y pulsó el play-. Vamos a ver qué película nos ha dejado Dagwood.

Regan se rió por el pseudónimo con que Sam se refería a su ex novio.

– Soy fan de la serie Embrujada.

Sam sonrió.

– Si tu Darren se parece al Darren de la serie, Endora no se equivocaba.

Regan no pudo reprimir una carcajada. Sam parecía haberle colgado una etiqueta a su ex. Y en cuanto a la película, no se imaginaba qué clase de película habría elegido Darren. Ni siquiera sabía nada de sus gustos televisivos. Sabía que prefería el vino seco al afrutado y su bebida favorita era el champán. Casi toda su relación se había basado en lo superficial. Sacudió la cabeza. Tenía suerte de ser independiente al fin. Y más suerte aún por estar con Sam.

Se acurrucó contra él, quien la rodeó con un brazo y dejó el mando en la mesa para cambiarlo por la cerveza. Una música que no reconoció empezó a sonar por los altavoces, y unos créditos a los que no prestó atención aparecieron en la pantalla.

– ¿Quieres un sorbo? -le ofreció él.

– Claro -respondió ella. Hizo ademán de agarrar su propia botella, pero él le tendió la suya.

Regan llevó los labios al extremo de la botella y dejó que él vertiese lentamente la cerveza en su boca. El borde de la botella estaba cálido por la boca de Sam, y el sabor a cebada mezclado con el calor le resultó una combinación deliciosamente erótica. De pronto, la cerveza se le derramó por la barbilla y él tuvo que retirar la botella para que Regan pudiera tragar.

Ella se echó a reír por el desastre y levantó la mano para limpiarse la cara, pero él se la detuvo a mitad de camino y se inclinó hacia delante para besarla. Con la lengua le limpió la cerveza de la boca y alrededores, al tiempo que la excitaba.

Regan no podía recordar cuándo había sido la última vez que hiciera el tonto con un hombre de esa manera. Se sintió henchida de entusiasmo. Reptó hacia arriba y se colocó encima de él, cubriéndolo con su cuerpo en toda su longitud. El recuerdo de lo mucho que quería tener el control cruzó su mente, al tiempo que la fantasía del libro rojo la tentaba con provocativas posibilidades. Él entrelazó las manos en sus cabellos y un gruñido de placer retumbó en su pecho, reverberando a través de Regan y convirtiendo sus pezones en dos puntas dolorosamente endurecidas. Necesitaba tocarlo, sentir sus manos rodeándola y masajeándole los pechos. Nunca le había pedido a un hombre lo que quería. Nunca había tenido el valor de expresar con palabras su deseo. Tal vez ya fuese dora de hacerlo.

– Dámelo todo, cariño -una voz ronca y femenina articuló los pensamientos de Regan.

– ¿Quién ha dicho eso? -preguntó ella, levantando la cabeza.

– Parece que a Dagwood le gusta el porno – dijo él, señalando la televisión.

Regan se giró y vio a una pareja en un sofá. Las semejanzas con Sam y ella eran grandes, desde el pelo negro azabache del hombre hasta los mechones rubios de la mujer. Pero, a diferencia de Sam y Regan, la pareja estaba completamente desnuda, y, a diferencia de Regan, la mujer no estaba en absoluto acobardada por su propia sexualidad ni deseo. Como tampoco lo estaba el hombre.

– ¿Alguna vez has visto una de éstas? -le preguntó Sam, rodeándola con los brazos y extendiendo las manos bajo la blusa.

Ella negó con la cabeza. No sabía si se sentía más avergonzada, horrorizada… o secretamente intrigada.

– ¿Quieres que la apague? -le sugirió él, posiblemente en deferencia a la delicada sensibilidad de Regan.

– No -respondió ella suavemente. Porque empezaba a darse cuenta de que no era tan delicada como una vez había creído. Después de todo, había llevado a Sam a su apartamento y ahora estaba viendo cómo la mujer de la pantalla interpretaba sus fantasías. La mujer ejercía el control al orquestar los movimientos y posturas de ambos, con el claro objetivo de intensificar al máximo su propio placer. La sorpresa inicial al descubrir los gustos de su ex novio dio paso al asombro por comprobar que aquello la excitaba.

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