Sam volvió al apartamento de Regan mucho después de medianoche. La cena de ensayo se había alargado bastante, con todos los invitados bebiendo y divirtiéndose. Luego, Bill había acompañado a su novia, Cynthia, a su coche y había insistido en que salieran a tomar una copa. Sam no podía negarle nada a su amigo en su última noche de soltero, así que se fueron a un bar en el que Bill se tomó más de una mientras que Sam se conformó con una cerveza mientras pensaba en la mujer que había dejado sola.
Se quitó la ropa, incluyendo los boxers, y se deslizó en la cama junto a ella para estrecharla contra su cuerpo.
– ¿Sam? -murmuró ella medio dormida.
– Mm-hmm -respondió él. Interpretó como una buena señal que incluso en sueños lo reconociera y no lo confundiera con Dagwood. Por lo visto, su ex no jugaba ningún papel en los miedos o dudas que Regan pudiera albergar respecto a Sam y ella-. Soy yo. Sigue durmiendo.
– Está bien -dijo ella, apretándose más contra él. Su trasero encajó a la perfección en la ingle de Sam.
Él enterró el rostro en sus cabellos y dejó que su fragancia femenina lo impregnara. También sirvió para excitarlo, pero, sorprendentemente, no era eso lo que más necesitaba de ella en esos momentos.
Sam tal vez no renunciara a su trabajo como había hecho Bill, pero maldito fuera si no había envidiado la intimidad que había visto en los novios y el futuro en común que tenían por delante. Él también quería esas cosas, y las quería con una sola mujer. La mujer que dormía entre sus brazos.
Cierto, no conocía a Regan lo suficiente para pedirle algo así, pero quería tener la oportunidad de comprobar adonde conducía aquella aventura, y dudaba que pudieran averiguarlo si ella permanecía en Chicago. Él tenía su residencia en San Francisco, al igual que Connectivity Industries. Tenía que estar disponible para cualquier emergencia y estar dispuesto a viajar cuando fuera necesario. Aún necesitaba la sensación de libertad que experimentaba al surcar los cielos. Pero quería tener la certeza de que Regan estaría esperándolo cuando volviera a casa.
Y por las reacciones que había visto en la mayoría de las mujeres, sabía el sacrificio tan grande que le estaría pidiendo. No sólo tendría que vivir en un nuevo estado sin familia ni amigos, sino que él no podría estar siempre a su lado para facilitarle el cambio.
Si pensaba que pedirle que lo acompañara a una cena de ensayo había sido una proposición insegura, no podía imaginarse cuál sería su reacción si le planteara una cuestión semejante. Pero cuando llegara el domingo por la mañana, no tendría más remedio que abordar el tema… o volver solo a casa.
Regan se despertó sintiendo el calor de un cuerpo cubriendo el suyo. No podía decir que la molestara aquella sensación tan deliciosa; de hecho, le encantaba. Había oído a Sam cuando volvió a casa la noche anterior, y si era completamente sincera, tenía que admitir que no se había dormido del todo hasta que él regresó.
Ahora yacía bocabajo, con Sam sobre ella, envolviéndola en su calor masculino.
– ¿Qué haces? -le preguntó.
– Despertándote -respondió él. Le apartó el pelo de la mejilla y empezó a besarle el cuello, mordisqueándola suavemente y acariciándola con la lengua.
Ella se estremeció ante el asalto sensual y arqueó el cuerpo, frotando accidentalmente la pelvis contra el colchón. El contacto tuvo el efecto erótico de excitarla aún más.
– Mmm. Vas a hacer que sea inmune a los despertadores.
– Si eso significa que vas a necesitarme para despertarte por las mañanas, por mí estupendo.
Antes de que ella pudiera reaccionar a sus palabras, él empezó a mordisquearle lentamente el lóbulo de la oreja, sin duda con la intención de distraerla. Y funcionó. Regan cerró los ojos y dejó que la excitara con sus labios, su lengua, sus dientes y sus expertas manos, sabiendo en todo momento que aquélla podía ser la última vez que estuvieran juntos.
Sam bajó desde el lóbulo de la oreja hasta el cuello, deteniéndose para besar y acariciar cada palmo de su espalda. Regan se retorció y frotó su sexo contra el colchón, acercándose más y más al climax con cada rotación de sus caderas. La respiración se le aceleró frenéticamente y un gemido ahogado se le escapó de la garganta.
De pronto sintió las manos de Sam en los muslos y se puso rígida.
– Quiero que confíes en mí, cariño -le susurró él, acariciándole el cuello con su aliento.
– Confío en ti -respondió ella tragando saliva. Confiaba plenamente en él, y no sólo con su cuerpo.
Sam le separó suavemente las piernas y hundió los dedos entre los muslos. La adrenalina recorría a borbotones las venas de Regan, que se vio inundada de sus propios jugos. Y entonces sintió cómo él empezaba a introducirse en ella.
Cerró los ojos y soltó un lento jadeo. La sensación era increíble.
– ¿Estás bien? -le preguntó él.
– S… sí -respondió. Estaba en la gloria. ¿Cómo no estarlo con el cuerpo de Sam rodeándola y penetrándola?
Él le apartó el pelo de la cara y le acarició la mejilla con la nariz.
– Quiero que estés mejor que bien, nena -dijo, profundizando aún más.
Ella tensó los muslos alrededor de su miembro, abandonándose a la espiral de pasión que crecía en su interior. Con cada suave empujón Sam la acercaba al límite. Necesitaba que se moviera, que la embistiera con fuerza. El cuerpo le temblaba, estremeciéndose de insaciable deseo, y tuvo que hundir la cara en el colchón para no gritar con todas sus fuerzas.
– Dime lo que quieres -la ronca voz de Sam resonó en su oído-. Me dijiste que necesitabas tener el control de tu vida. Conmigo puedes tenerlo. Dime lo que necesitas.
Ningún hombre le había dado jamás ese derecho ni esa libertad, y de repente comprendió lo que debía de sentir Sam cuando volaba. Y el hecho de que se lo estuviera ofreciendo a ella hizo que quisiera llorar de emoción.
Sintió cómo el cuerpo de Sam también temblaba, intentando contenerse. Él la entendía como nadie la había entendido nunca, y ella lo necesitaba como nunca había necesitado a nadie. Y podía reconocer, aunque sólo fuera en silencio y para sí misma, que no era sólo sexo lo que había entre ellos, a pesar de que en aquellos momentos su cuerpo no se preocupara por nada más.
Sam pareció comprenderlo y le deslizó la mano hasta el pecho, tomando el pezón entre sus dedos y acariciándolo suave pero persistentemente, hasta que el deseo se mezcló con el dolor y la agonía.
– Confía en mí y dime lo que quieres, Regan, o lo que hay realmente entre nosotros -le pidió.
Ella tragó saliva con dificultad. Sabía que Sam tenía razón. ¿Acaso no acababa de admitírselo a sí misma?
– Te necesito a ti. Más rápido -dijo con voz temblorosa, al tiempo que una lágrima le resbalaba por la mejilla. El deseo era demasiado fuerte.
– Por fin -murmuró él con un gemido, y se introdujo en ella por completo.
Su posición le permitía penetrarla de un modo completamente distinto. Regan no podía verle la cara, pero podía sentirlo al máximo. Sam se detuvo tras empujar hasta el fondo, y ella sintió la plena conexión de sus cuerpos. Y cuanto más esperaba él, mis se contraía ella y más intenso era el deseo.
Él hizo Jo que le pedía y empezó a moverse con rapidez en su interior, sin mostrar la menor piedad. Entre el resbaladizo movimiento de su pene y el rítmico roce de la pelvis contra el colchón, el climax no tardó en llegar. Regan gritó sin poder contenerse, barrida por una escalada de sensaciones que la llevó hasta la cúspide del gozo más absoluto. Y él continuó moviéndose implacablemente, hasta que ella quedó finalmente saciada de deleite y placer.
Regan había llegado al orgasmo, pero él no. Ni mucho menos. Tenía muy poco tiempo para someter a esa mujer, y aunque sabía que había dado un gran salto, no había acabado. Y no sólo se refería a su propia liberación, que de alguna manera había conseguido retener.
Se separó de ella lo justo para darle la vuelta y tenderla de espaldas.
Ella abrió los ojos y se encontró con su mirada.
– No has llegado, Sam.
Él sonrió.
– Te has dado cuenta.
– Me doy cuenta de todo lo que tenga que ver contigo -admitió ella.
Él reprimió un suspiro de agradecimiento.
– ¿Cómo te sientes?
– Increíblemente bien.
Sam se inclinó y la besó en los labios, como había deseado hacer mientras hacían el amor. Por primera vez, se negaba a pensar en ello como sólo sexo.
Ella lo sorprendió al agarrarlo por las caderas.
– Vamos, grandullón -le dijo con su sensual acento sureño-. Te toca.
– ¿Crees que puedes recibirme otra vez? -le preguntó él, riendo.
– Siempre -respondió ella, muy seria.
Estupendo, pensó él. Había llegado hasta ella. Ahora sólo tenía que conseguir que durase.
– ¿Quieres saber por qué no he llegado al orgasmo?
Ella asintió.
– Porque quería que lo vieras -dijo, y se colocó encima-. Y porque no quiero que lo olvides -añadió, uniendo otra vez los cuerpos.
Y por cómo lo miró con los ojos tan abiertos, también lo sintió. Satisfecho de haber conseguido su objetivo, empezó la cabalgada hacia el placer. Contempló cómo ella hacía lo mismo y comprobó con satisfacción que ella también lo observaba.
Pero eso no significaba que hubiera progresado con ella como quería. De hecho, no tenía ni idea de lo que Regan quería de él, y después de que hubiera rechazado su invitación para acudir a una simple cena y de qué él hubiera desnudado su alma mientras le hacía el amor, decidió que la pelota estaba ahora en el tejado de Regan.
Si ella quería más, tendría que ir a buscarlo.
Regan volvía a estar sola, y no lo soportaba. Se paseaba por el dormitorio de un lado a otro, intentando ignorar las sábanas arrugadas de la cama, la bolsa de viaje en el rincón y la embriagadora colonia de Sam que persistía en el aire. No era que no supiese estar sola, o que no pudiera vivir como una mujer soltera. Pero la verdad era que echaba de menos terriblemente a Sam.
No era una postura muy inteligente, teniendo en cuenta que Sam se marcharía por la mañana. Y aunque había insinuado que entre ellos había algo más que sexo, sería una ingenua si se permitía creerlo o confiar en que sus palabras trascendieran de aquella breve aventura. En primer lugar, acababan de conocerse. ¿Qué podían saber el uno del otro o qué podían tener en común? En segundo lugar, vivían separados por miles de kilómetros. Y en tercer lugar, él no quería atarse a nadie, como había hecho su padre. Y como pronto haría su mejor amigo.
El corazón de Regan se rebelaba contra los inconvenientes, pero antes de que pudiera pensar con más claridad, sus divagaciones se vieron bruscamente interrumpidas por el sonido del teléfono. Suspiró y agarró el auricular.
– ¿Diga?
– Regan, cariño, estoy muy preocupada. Por favor, dime que Darren sufre alucinaciones y que no estás con un hombre que no es tu novio -le suplicó su madre al otro lado de la línea-. Por favor, dime que la boda sigue adelante como estaba planeado -Kate parecía al borde de la histeria, y no le faltaba razón, considerando la versión distorsionada de los hechos que debía de haber recibido de Darren.
Su madre creía a Darren, aunque sólo fuera porque Regan no le había dado más que disgustos… a diferencia de sus otras hijas, quienes siempre habían hecho lo correcto. En esta ocasión Regan casi había llegado a complacer a su familia, pero ahora estaba a punto de destruir la última ilusión que les quedaba a sus padres para que se convirtiera en la hija perfecta.
A menos que Kate pudiera ver más allá de sus prejuicios sociales y comprender los verdaderos sentimientos de Regan, madre e hija estaban condenadas a una separación que difícilmente podrían superar. Por mucho que Regan deseara tener una madre que la apoyara y consolara, no albergaba mucha esperanza. Sólo la suficiente para hacerle contener la respiración.
Pero Darren había dispuesto las bases para el desastre, y si ahora lo tuviera frente a ella, Regan le retorcería el pescuezo sin dudarlo.
– Mamá, escucha, las cosas no son lo que parecen -dijo, intentando explicar las mentiras de Darren.
Kate resopló ruidosamente.
– Gracias a Dios. ¿Quieres decir que no te estás acostando con un desconocido?
Regan sacudió la cabeza y se apoyó contra la encimera de la cocina. Tenía el presentimiento de que iba a necesitar que algo la sostuviera.
– Mamá, tengo veinticinco años y…
– Tomaré eso como un «sí» -la cortó Kate con un chillido de desesperación-. Oh, Dios mío, sabía que no debía dejar que te fueras a Chicago antes de la boda. Si te hubieras quedado en casa, podríamos haberte vigilado y nada de esto habría sucedido.
Regan ya le había recordado su edad a su madre. Era inútil repetírselo.
– ¿No te das cuenta de que el pobre Darren está hundido? -le preguntó Kate-. Y tu padre también. Al fin habías encontrado a un buen hombre, pero no podías quedarte con él, ¿verdad? -le espetó con reproche. Gracias a su hija, tendría que soportar la humillación delante de sus amigas. Una vez más.
Regan abrió la boca para protestar, pero se dio cuenta de que sería librar una batalla perdida. Recordó aquella ocasión en la que se negó a acudir a un baile de gala en el club de campo con el hijo del mejor amigo de su padre, porque la última vez que estuvieron a solas él había intentado forzarla. Sus padres no la habían creído, y habían optado por pensar que su hija estaba siendo exigente, obstinada y cabezota y que los desafiaba a propósito. De ninguna manera podría creerla ahora. Era inútil intentarlo.
A Kate siempre le había gustado la idea de tener unas hijas a las que pudiera exhibir ante sus amigas del club de campo y en las bodas y compromisos sociales, como hacían las demás con sus hijas. Pero cuando Regan demostró tener sus propios gustos y necesidades, su madre no supo qué hacer con ella. Ni siquiera intentó comprenderla, como tampoco hizo su padre, pues había delegado la educación de las niñas en Kate.
Con todo, ahora se encontraban en una encrucijada, y Regan no podía permitir que prevaleciera la versión de Darren. Tenía que exponer la verdad.
– Mamá, escúchame -le pidió, armándose de paciencia-. Darren y yo hemos roto. Me estaba engañando con…
– Una compañera de trabajo -dijo Kate, sorprendiendo a Regan-. Ya lo sé. Darren nos advirtió que te pondrías a la defensiva y que te inventarías una historia como ésta para culparlo. Nos dijo que has estado actuando así desde que te fuiste a Chicago. Él ha tenido que matarse a trabajar para montar la nueva oficina, pero tú no lo entendías. Te has mostrado fría y distante y al final te has buscado a otro hombre que te prestara más atención.
Regan se echó hacia atrás, golpeándose deliberadamente la cabeza contra el armario. Pero con eso no consiguió desmayarse ni hacer desaparecer la ridícula fe de su madre en Darren.
– Tengo un plan -dijo Kate.
Regan puso los ojos en blanco.
– No quiero saberlo.
– Claro que sí. Tu padre puede hablar con Darren, y estoy segura de que él aceptará volver contigo.
Ella negó con la cabeza.
– No quiero volver con Darren. ¿No has oído lo que te he dicho? Darren me estaba engañando. Él no me quiere, y…
Su madre dejó escapar un suspiro de exasperación.
– El amor no tiene nada que ver con un buen matrimonio, Regan Ann Davis. Lo que importa es casarse con alguien de tu misma categoría y vivir la vida que te ha correspondido. Fin de la historia.
Fin de la historia para Kate, tal vez, no para Regan.
– ¿Te da igual que Darren me haya sido infiel? -preguntó, odiando la vocecita infantil que usaba para suplicar la aprobación de su madre. Pero nunca conseguiría nada de Kate. No cuando su madre se conformaba con mucho menos de lo que merecía para sí misma. Pero Regan no era igual. Ya no. Y se había acabado el disimulo. Estaba cansada de intentar ser alguien que no era y de ocultar la verdad para no herir los sentimientos de sus padres.
– Supongo que debería haberte hablado hace tiempo de los hombres y de lo que necesitan -dijo Kate, resignada-. Los hombres engañan. Es su naturaleza. Pero si eres capaz de aceptarlo, tendrás todo lo que puedas desear en la vida. Todo lo que mereces.
Regan se enrolló el cable telefónico en los dedos mientras su madre hablaba.
– ¿Qué cosas son ésas? ¿Dinero? ¿Una casa grande, fría y solitaria? ¿Eso es lo que merezco? -preguntó. ¿Era eso lo que Kate pensaba que merecía su hija?
Los ojos se le llenaron de lágrimas al tiempo que la asaltaban los recuerdos de su infancia. Imágenes de su madre llorando en la cama cuando su padre no volvía a casa, mientras Regan y sus hermanas se cantaban nanas entre ellas para intentar ahogar el eco de los sollozos.
Ella quería algo más sus hijos. Y para sí misma.
– Son cosas importantes, cariño -dijo Kate-. ¿Qué puedes hacer sin ellas? Dime, ¿quién podrás ser sin dinero y sin estatus social?
Regan tragó saliva. La respuesta le vino sin tener que pensarla.
– Seré yo -dijo con voz suave pero decidida-. Regan Davis -no quería ser nada más.
Y su piloto tampoco quería que fuera nada más. En sólo un fin de semana había recorrido un emocionante camino de nuevas experiencias, descubriendo su fuerza interior y sus verdaderos deseos.
Y ese camino lo había empezado en su visita a Victoria's Secret y el consiguiente descubrimiento del libro rojo de las «sexcapadas» en el vestíbulo de Divine Events.
Pero la búsqueda de sí misma no se había completado hasta que no contó con la aceptación de Sam. Y estaba encantada con el descubrimiento de la verdadera Regan. Le gustaba ser una mujer sin apenas inhibiciones a la que no la preocupaba lo que pudiera pensar la gente y que actuaba según sus instintos más básicos.
Regan había creído que tendría que encontrarse a sí misma y averiguar quién era realmente y qué deseaba en la vida, pero ya lo sabía. Todo lo que tenía que hacer era salir del cascarón que su familia había creado y que luego Darren había mantenido, y aventurarse ella sola en el mundo exterior.
Y una vez que lo hiciera, una vez que estableciera su propia identidad, tal vez sus padres pudieran verla de un modo diferente. O tal vez no. Pero al menos sería feliz consigo misma. No importaba lo triste que estuviera ahora.
– Regan, ¿me estás escuchando? -la voz aguda de su madre la obligó a concentrarse en el teléfono-. He dicho que nos necesitas a nosotros y a Darren. Llámalo y discúlpate. Estoy segura de que aceptará volver contigo después de que tu padre hable con él.
– No -por primera vez, Regan se atrevía a expresar con palabras su desafío, aun sabiendo que con aquella actitud orgullosa e independiente jamás conseguiría el amor y la aprobación de su madre. Pero por nada del mundo estaría dispuesta a ceder.
– ¿Cómo has dicho? -preguntó Kate.
Regan se imaginó a su madre adoptando una pose erguida y altanera y respirando profundamente.
– He dicho que no. No voy a disculparme. No quiero volver con Darren, ni aunque él quisiera volver conmigo, lo cual no es el caso.
– Tonterías.
– Pregúntaselo la próxima vez que llame, ¿de acuerdo? Él rompió conmigo -y cuánto se alegraba ahora de que así fuera-. Pero al menos hizo que me diera cuenta de que me respetaba a mí misma lo suficiente como para no conformarme con un hombre que no me quiere. Darren no me quiere. Y desde luego, no me respeta.
Reprimió una carcajada, ya que no se esperaba a Darren llamando a su puerta para suplicarle una segunda oportunidad. Pero sus padres no podían verlo de la misma manera. Estaban empeñados en echarle la culpa a su hija y en creerse las mentiras de Darren. Éste los conocía lo suficiente para jugar con ellos a su antojo… y ganar.
– Si te niegas a colaborar ahora, no podré sacarte de esto -le advirtió su madre.
Regan enderezó los hombros.
– No te estoy pidiendo que lo hagas -dijo, tragando saliva. Aceptaba a su madre tal cual era y confiaba en que algún día Kate hiciera lo mismo con ella.
Se hizo un largo silencio al otro lado de la línea, antes de que se oyera la ruidosa respiración de Kate. Seguramente estaba sorbiéndose las lágrimas.
– Tu padre va a llevarse una profunda decepción, Regan, y yo no podré mirar a nadie en el club de campo -dijo su madre. No la estaba amenazando; sólo estaba declarando una verdad incuestionable, y Regan comprendió lo devastador que podía ser para Kate su acto de rebeldía.
Una vez que colgara, no habría vuelta atrás, a menos que se arrastrara a los pies de sus padres para implorar perdón. Y eso era algo que jamás haría.
– Lo siento, mamá -dijo, apartándose las lágrimas de los ojos. No lamentaba llegar a ser quien realmente era, sino el dolor que le estaba infligiendo a sus padres, quienes no sabían ser de otra manera.
El clic que sonó al otro lado confirmó las sospechas de Regan sobre el final que tendría la conversación. Colgó el teléfono con manos temblorosas y se sentó en la encimera de la cocina.
Aunque ahora estaba verdaderamente sola, no sentía ningún vacío interior. Se tenía a ella misma. Y sobreviviría sin el apoyo de su familia o el dinero de su ex novio. Tenía suficiente experiencia como relaciones públicas para conseguir un trabajo en cualquier parte. Por primera vez en su vida, se daba cuenta de que tenía fe en sus capacidades.
Y tenía que agradecerle a Sam la inestimable ayuda que le había prestado. Sam Daniels, un hombre que le permitía ser ella misma… y que la amaba por ser ella misma. Apostaría la vida a que la amaba, porque era amor lo que ella sentía por él. La garganta se le secó y el corazón se le aceleró al permitirse pensar esas palabras por primera vez.
Amaba a Sam. Y estaba segura de que él también la amaba, a su manera. Pero no se engañaría pensando que el amor cambiaría a Sam… Su piloto necesitaba la libertad para sobrevivir. E igual que él la aceptaba, ella lo aceptaría.
Se preguntó si en la concepción solitaria que Sam tenía del mundo habría lugar para ella. Para los dos. Y se dio cuenta de que sólo había un modo de averiguarlo.