El viento aullaba y la lluvia caía a raudales en el exterior de una pequeña casa en Kilgore Street, en el sur de Boston. El viento del nordeste llevaba azotando el vecindario desde hacía casi dos días. Los agradables rayos del sol de otoño habían dado paso a los primeros fríos del invierno.
Conor Quinn arropó con la raída manta a sus hermanos pequeños, que dormían los tres en una cama. Los gemelos, Sean y Brian, ya estaban medio dormidos, con los ojos nublados de agotamiento. Liam, que tenía solo tres años, yacía acurrucado entre ellos, con las oscuras pestañas ensombreciendo las rosadas mejillas.
Sin embargo, Dylan y Brendan no terminaban de dormirse. Estaban escuchando a su padre, Seamus Quinn, mientras este les contaba otro cuento. Eran más de las once y hacía tiempo que los niños deberían haber estado dormidos. Mientras Seamus estaba ausente, Conor se aseguraba de un modo muy estricto de que los niños se fueran a la cama a la misma hora cuando al día siguiente tenían colegio, pero Seamus, que pescaba peces espada, solo pasaba en casa una o dos semanas antes de volver a la mar durante meses. Como el invierno se acercaba, Seamus y la tripulación de su barco, El Poderoso Quinn, se marcharía al sur, siguiendo al pez espada a las cálidas aguas del mar Caribe.
– Esta es la historia de uno de nuestros antepasados, Eamon Quinn. Eamon era un tipo muy, muy listo.
Conor escuchaba el colorido cuento de Seamus, preguntándose si podía encontrar el momento adecuado para sacar a colación los fallos de Dylan en clase de Matemáticas o el hábito que tenía Brendan de robar caramelos en las tiendas, o el hecho de que Brian y Sean todavía tuvieran que ponerse algunas vacunas. No obstante, había algo que no podía dejarse pasar, aunque era un problema que su padre se negara a reconocer.
La señora Smalley, su vecina y la que cuidaba habitualmente de los pequeños, se tomaba un litro de vodka al día. Conor, muy preocupado por la seguridad de sus tres hermanos pequeños, sentía mucha ansiedad por encontrar otra persona para que vigilara a los pequeños mientras Dylan, Brendan y él estaban en el colegio. Los Servicios Sociales ya les habían hecho una visita por sorpresa, pero Conor se las había arreglado para que marcharan alegando que la señora Smalley tenía alergia. Sin embargo, si los asistentes sociales se daban cuenta de que cuidaba a sus cinco hermanos casi solo, los mandarían a un orfanato.
– …Un buen día, Eamon estaba pescando frente a la isla de las Sombras. Mientras pasaba a lo largo de la rocosa costa, vio a una hermosa joven de pie, cerca del agua, con su largo cabello flotando al viento. El corazón se le llenó de amor y el rostro se le iluminó, porque Eamon nunca había visto a una criatura más hermosa…
Conor tenía toda la seguridad del mundo de que podía mantener unida a su familia. Aunque solo tenía diez años, llevaba siendo madre y padre para aquellos niños desde hacía dos años. Como el problema que la señora Smalley tenía con la bebida iba en aumento, había aprendido a lavar la ropa, a hacer la compra y a ayudar a sus hermanos con sus deberes. Tenían una vida sencilla, complicada solo por las borracheras de la señora Smalley y las visitas poco frecuentes de Seamus.
El tiempo que Seamus no pasaba con sus hijos lo pasaba en la taberna, donde despilfarraba la parte que le correspondía de la venta del pescado, invitando a beber a completos desconocidos y apostando grandes cantidades. Al final de la semana, normalmente le daba a Conor solo lo suficiente para pagar los gastos de la casa de los meses siguientes, hasta que él volvía a entrar en puerto con otro cargamento de pez espada. Solo hacía unos días habían estado cenando pan de más de una semana y la sopa que habían sacado de unas latas abolladas. Sin embargo, aquella noche, habían tomado comida preparada de Mc-Donald's y Kentucky Friend Chicken.
– … Eamon habló con la muchacha y, antes de que pasara mucho tiempo, estaba encantado. Todo el pueblo decía que iba siendo hora de que Eamon tomara una esposa, pero él nunca había encontrado a una mujer a la que pudiera amar… hasta aquel momento. Llevó su barco a la orilla, pero, cuando puso el pie en la tierra, la muchacha se convirtió en una bestia salvaje, tan fiera como un león, con el aliento de fuego y con una cola llena de espinas. Agarró a Eamon entre sus poderosas mandíbulas e hizo añicos el barco con sus gigantescas garras…
Aunque no se podía decir que Seamus fuera un buen padre o un buen pescador, tenía un talento. El padre de Conor sabía contar historias, fascinantes cuentos irlandeses llenos de acción y aventuras. Aunque Seamus siempre colocaba a un antepasado suyo en el papel del héroe y a menudo combinaba elementos de tres o cuatro historias, Conor había empezado a reconocer trozos de los mitos y leyendas irlandesas que había leído en los libros que sacaba de la biblioteca pública.
Conor prefería las historias de lo sobrenatural, hadas y brujas, duendes y fantasmas. A Dylan, que tenía ocho años, le gustaban los cuentos de hechos heroicos y a Brendan, un año más joven, las historias de aventuras en tierras lejanas. A los gemelos Sean y Brian, de cinco años, y al pequeño Liam, no les importaba lo que Seamus les contara. Solo querían que su padre estuviera en casa y que sintieran las barriguitas llenas.
Conor se sentó al lado de Dylan y observó a su padre a la tenue luz de la lámpara. A veces, al escuchar el fuerte acento de Seamus, se imaginaba la lejana Irlanda. Cielos brumosos, campos verde esmeralda alineados con muros de piedra, el pony que su abuelo le regaló por su cumpleaños y la pequeña casa cerca del agua. Todos habían nacido allí, salvo Liam, que lo había hecho en aquella casita de Bantry Bay. Por aquel entonces, la vida había sido perfecta porque tenían a su padre y a su madre.
– …Eamon sabía que. tendría que utilizar
La aventura del deseo todo su ingenio para engañar al dragón. Muchos pescadores habían sido capturados por aquel mismo monstruo y estaban prisioneros en una enorme cueva de la isla de las Sombras, pero Eamon no sería uno de ellos…
La carta que había llegado de Estados Unidos había sido el principio de los malos tiempos. El hermano de Seamus había emigrado a Boston cuando era un adolescente. Con fuerza y tesón, el tío Padriac había ahorrado lo suficiente trabajando en un trasatlántico como para comprar su propio barco de pesca. Le había ofrecido a Seamus una parte de El poderoso Quinn para poder salir de la vida de miseria que Irlanda le ofrecía. Por eso, se habían mudado al otro lado del mundo. Seamus, su hermosa esposa Fiona, embarazada de Liam, y los cinco muchachos.
Desde el principio, Conor había odiado el sur de Boston. Aunque la mitad de la población era de ascendencia irlandesa, se metían mucho con él por su acento. Al cabo de un mes, había aprendido a hablar con el tono neutro d los demás. Las ocasionales bromas tenían como resultado un ojo morado o un corte en el labio para el bromista. El colegio resultaba soportable, pero la vida doméstica se iba deteriorando día a día.
Lo que más recordaba eran las peleas, la furia soterrada, los largos silencios entre Fiona y Seamus… y la soledad de su madre, las interminables ausencias de su padre. Los suaves sollozos que escuchaba por la noche, tras la puerta de la habitación de su madre, lo herían hasta lo más hondo. Quería ir con ella, consolarla, pero cuando se acercaba a ella, las lágrimas desaparecían automáticamente y todo era perfecto.
Un día estaba allí, sonriéndole, y, al día siguiente, se marchó. Conor esperaba que volviera a casa por la mañana, como cuando Seamus volvía de la taberna justo cuando salía el sol. Sin embargo, su madre nunca regresó y, desde el día en que desapareció, Seamus no volvió a pronunciar su nombre. Las preguntas se respondían con pétreos silencios. Cuando los niños insistían, les decía que su madre había vuelto a Irlanda. Unos meses después, les confesó por fin que había muerto en un accidente de automóvil. Sin embargo, Conor sospechaba que solo era una mentira para terminar con las preguntas, una venganza por la traición de su madre.
Conor se había jurado que nunca la olvidaría. Por las noches, se imaginaba su suave y oscuro cabello, su cálida sonrisa, el modo en que lo acariciaba mientras hablaba con él y el orgullo que veía en sus ojos cuando tenía buenas notas en el colegio. Los gemelos y Liam solo la recordaban vagamente. Los recuerdos de Dylan y Brendan estaban tergiversados por su pérdida, haciéndola parecer una persona irreal, como una princesa de cuento de hadas, vestida con un traje de oro.
– … Debéis recordar esto -les advertía su padre, interrumpiendo así la ensoñación de Conor-. Como el sabio Eamon, que echó al dragón por el acantilado y salvó a muchos pescadores de un destino peor que la muerte, un hombre pierde la fuerza y el poder si se entrega a la debilidad del corazón. Amar a una mujer es lo único que puede destruir a uno de los poderosos Quinn.
– ¡Yo soy un poderoso Quinn! -gritó Brendan, golpeándose en el pecho-. ¡Y nunca voy a dejar que una chica me bese!
– ¡Shh! -susurró Conor-. Vas a despertar a Liam.
Seamus se echó a reír y golpeó suavemente la rodilla de Brendan.
– Eso es, muchacho. Pero tened esto muy en cuenta. Las mujeres sólo nos traen desgracias a los Quinn.
– Papá, es hora de que nos vayamos a la cama -dijo Conor, cansado del mismo consejo de siempre-. Tenemos colegio.
Dylan y Brendan se pusieron a protestar e hicieron un gesto de desaprobación con los ojos. Sin embargo, Seamus sacudió el dedo.
– Conor tiene razón. Además, tengo mucha sed, tanta que solo me la podrá saciar una buena pinta de Guinness.
Tras revolverles el pelo, se levantó de la cama y se dirigió a la puerta. Conor salió corriendo detrás de él.
– Papá, tenemos que hablar. ¿No puedes quedarte en casa esta noche?
– Suenas como una vieja, Conor. No seas pesado. Podemos hablar por la mañana.
Con eso, Seamus agarró la chaqueta y se marchó, dejando a su hijo con nada más que una fuerte corriente de aire y un temblor por todo el cuerpo. Sintiéndose derrotado, Conor se volvió a meter en el dormitorio. Dylan y Brendan ya se habían metido en sus literas, por lo que Conor apagó la luz y se tumbó en un colchón que había en un rincón, tapándose bien con la manta para combatir el frío.
Estaba casi dormido cuando una vocecita surgió de la oscuridad.
– ¿Cómo era, Conor? -preguntó Brendan, repitiendo la cuestión que llevaba preguntándole cada noche desde hacía unos meses.
– Cuéntanoslo otra vez -suplicó Dylan-. Háblanos de mamá…
Conor no estaba seguro de por qué de repente necesitaban saber cosas sobre ella. Tal vez sospechaban lo precaria que se había vuelto su vida y lo cerca que estaban de perderlo todo.
– Era muy buena y muy hermosa -dijo Conor-. Tenía el cabello oscuro, casi negro, como el nuestro. Y tenía unos ojos del color del mar, verdes, una mezcla de verde y azul.
– Me acuerdo del collar -murmuró Dylan-. Siempre llevaba un hermoso collar que relucía a la luz.
– Háblanos de su risa -dijo Brendan-.
Me gusta esa historia…
– Cuéntanos lo de la barra de pan, cuando se la diste al perro de la señora Smalley y mamá te pilló. Me gusta esa…
Conor empezó a narrar su historia, haciendo que sus hermanos se durmieran con imágenes de su madre, la hermosa Fiona Quinn. Sin embargo, al contrario de las historias de su padre, Conor no tenía que embellecerla. Cada palabra que decía era la pura verdad. Aunque Conor sabía que sentir amor por una mujer causaba problemas a cualquier Quinn, no creía en la advertencia de su padre. En un secreto rincón de su corazón, siempre amaría a su madre y sabía que aquello le haría fuerte.