Capítulo 6

Susanna caminaba a toda velocidad a lo largo de Ludgate Street, dirigiéndose hacia Holborn. Era un día gris, con el cielo cubierto de nubes. Una lluvia ligera, pero penetrante, empapaba las calles y salpicaba los hombros de su pelliza. Era consciente de que, para cuando llegara a su casa, iba a tener el aspecto de una rata empapada y de que la pluma del sombrero estaba destrozada. No había querido aceptar los ofrecimientos de protección de ninguno de los caballeros que habían acudido en su ayuda. Sabía, por propia experiencia, que siempre esperaban algo a cambio. De hecho, prácticamente habían estado a punto de llegar a las manos, disputándose quién debería ayudarla. Sabía que no debería haber abandonado el carruaje tan precipitadamente en medio de la lluvia, pero lo único que en aquel momento le importaba era escapar a la provocación de Devlin.

Le parecía imposible, absurdo e irritante continuar siendo, después de tanto tiempo, vulnerable al contacto de Devlin. Debería ser supremamente indiferente a él después de tantos años, pero no era así. Era peligrosamente sensible a su cercanía. La habían tocado otros hombres, incluso había permitido que alguno la besara cuando era absolutamente imprescindible para su trabajo, pero la experiencia siempre la había dejado indiferente. Sin embargo, Dev solo necesitaba mirarla para que se le hiciera un nudo en el estómago, comenzara a temblar y se entregara a él con el mismo abandono que una debutante ingenua. Era degradante, sobre todo, cuando lo único que él pretendía era demostrar que continuaba teniendo algún efecto sobre ella. Se llevó la mano a los labios y una oleada de calor envolvió todo su cuerpo. Oh, por supuesto que continuaba siendo susceptible a sus encantos. Había deseado prolongar eternamente aquel beso, rendirse a aquel delicioso placer, sentir las manos de Dev sobre su cuerpo y redescubrir el júbilo que había encontrado en sus brazos tantos años atrás. Y se despreciaba por aquel deseo. Había luchado con denuedo para matar su amor por Dev en el pasado. No iba a desfallecer en aquel momento.

James Devlin. Aquel hombre era su cruz. Y aparecía cada vez que daba media vuelta. Estaba dispuesto a hacer todo lo que estuviera en su mano para frustrar sus planes de atrapar a Fitz. Susanna se preguntó hasta dónde estaría dispuesto a llegar para evitar que arruinara las oportunidades de Chessie y se estremeció bajo la pelliza empapada. La lana se pegaba contra su cuerpo y estaba helada.

Al principio se había dicho a sí misma que Dev no podría hacer nada para detenerla. En aquel momento, quince días después de su reencuentro, ya no estaba tan segura. Era cierto que no podía revelar los detalles de su relación anterior sin hacer peligrar su propio compromiso con Emma, pero podía hacer otras muchas cosas, y Susanna estaba comenzando a sospechar que sería capaz de hacerlo. No debía subestimar a Dev. Era un adversario peligroso.

Asomó a sus labios una débil y pesarosa sonrisa. Entre Dev y su hermana, era obvio que habían ganado aquella partida. Francesca le había arrebatado a Fitz delante de sus narices y después había intervenido Dev para terminar de frustrarla. Y allí estaba ella, caminando penosamente bajo la lluvia, sin paraguas alguno mientras que probablemente, Francesca estaba ya cómodamente sentada en Gunters, compartiendo un dulce con Fitz. A Susanna se le hizo la boca agua al pensar en ello. Le apetecía un pastel de nata, o incluso un caramelo de chocolate. Necesitaba algo dulce para consolarse, para tener la seguridad de que no fracasaría. Porque estaba segura de que los duques de Alton se pondrían furiosos cuando se enteraran de lo que había pasado aquella mañana. Estaba convencida de que alguna alma bondadosa se lo contaría. Freddie Walters, probablemente. Era una criatura venenosa y había estado dirigiéndole miradas asesinas desde que le había rechazado. Susanna suspiró mientras aquella lluvia veraniega goteaba por el sombrero y se filtraba por su cuello. Su futuro sustento dependía de su capacidad para complacer a los duques y romper la relación entre Fitz y Francesca, de modo que debería mejorar su juego.

En primer lugar, no podía volver a permitir que Devlin se aprovechara de ella con sus juegos de falsa seducción. De momento, se había quedado con uno de sus guantes. Susanna se quitó el otro con enfado. Aquel par de guantes le había costado diez chelines y no podía permitirse el lujo de malgastar el dinero de aquella manera. Aquel día le había dejado un sombrero arruinado y medio par de guantes. Sí, aquél era el triste resumen de la mañana.

Para cuando llegó a Curzon Street, estaba completamente empapada y la pluma del sombrero estaba tan decaída como las de un faisán atrapado en medio de una tormenta. El portero que le abrió la puerta tuvo que disimular una sonrisa al verla. La doncella que le habían proporcionado los duques junto con la casa y todo lo demás, fue menos respetuosa.

– ¡Que el cielo nos asista, mi señora! -exclamó al ver a Susanna-. ¿Pero qué os ha pasado?

– Me ha pillado la lluvia, Margery -contestó Susanna mientras colocaba el guante sobre su empapado sombrero.

– ¿Y también se os ha caído un guante?

– Sí, lo he perdido por el camino -se excusó Susanna.

La doncella la miró con dureza. Era una chica joven, sencilla y práctica. A Susanna le había gustado desde el primer momento. No había artificio alguno en ella y decía las cosas abiertamente.

– Os prepararé un té, mi señora -le ofreció-. Creo que os vendrá bien. Habéis recibido algunas cartas -añadió-. La mayor parte de ellas son invitaciones y cosas parecidas. Ya no queda espacio en la repisa de la chimenea. Os habéis convertido en una celebridad en Londres, mi señora.

– Me gustaría tomar un poco de bizcocho, Margery -pidió Susanna precipitadamente-. Esponjoso. Con mucha mermelada y mucha nata.

Susanna tomó las cartas de la mesita de la entrada, se dirigió al salón y cerró la puerta tras ella. Era una habitación pequeña y tan elegante y carente de personalidad como el resto de la casa. La luz del sol acariciaba la alfombra, alejando la lluvia veraniega. El viento agitaba suavemente las cortinas. Sobre una mesa situada junto a la ventana descansaba un jarrón con azucenas. No las había cortado ella. En realidad, no tenía aptitud alguna para las artes femeninas. Al igual que el resto de la casa, todo formaba parte de un decorado. El entorno perfecto para una viuda rica y deslumbrante como lady Carew.

Una celebridad en Londres. Susanna curvó los labios en una sonrisa irónica. Si supieran la verdad… La pequeña Susanna Burney había nacido en una vecindad cercana a Edimburgo. Su madre la había entregado cuando su padre había muerto tras dejar el hogar para unirse al ejército. Había demasiadas bocas que alimentar y faltaba el dinero, de modo que ella, la más joven y la más guapa de las hermanas, había iniciado una nueva vida en casa de sus tíos, que no habían podido tener hijos. Una vida que había tirado por la borda al fugarse con James Devlin. Con un suspiro, Susanna se dejó caer en una de las butacas. No había el más mínimo reflejo de su personalidad en aquella casa, ni el menor indicio de quién era ella en realidad. Se quitó los zapatos y posó los pies empapados en la alfombra. Disfrutó de su tacto suave y mullido. Le gustaba sentir aquella opulencia bajo los pies porque le permitía recordar los suelos desnudos, las piedras heladas y la lluvia constante. No le parecía mal disfrutar de tanto lujo cuando había tenido tan poco. A veces, incluso casi llegaba a creerse su propio cuento de hadas.

Seleccionó tres cartas de aquel montón de invitaciones a bailes, veladas musicales y fiestas. La primera era del profesor que se había hecho cargo de Rory McAlister en Edimburgo. Sintió inmediatamente un escalofrío. No recibir noticias de Rory siempre era una buena noticia. Rory, de catorce años, era un adolescente salvaje, ingobernable y no particularmente inclinado al estudio. Susanna había tenido que pagar una generosa cantidad para persuadir al doctor Murchison de que aceptara a Rory en el seno de su familia, con la esperanza de que Rory se adaptara mejor a la vida familiar de lo que lo había hecho a la vida en los internados. De los dos anteriores, había terminado fugándose.

Susanna se interrumpió, consciente de la fuerte tentación de dejar la carta y retrasar el momento de la verdad. Rory y Rose… Quería a aquellos mellizos como si fueran sus propios hijos, estaba unida a ellos por una vida forjada en la lucha por la supervivencia y por la promesa que le había hecho a su madre, Flora McAlister, cuando yacía enferma en el hospicio. Flora le había hecho el regalo de sus hijos después de su gran pérdida y no podía fallarle. Parpadeó para contener una repentina oleada de lágrimas y abrió la carta.

Rory, le comunicaba el doctor Murchison más apenado que enfadado, había vuelto a escaparse. Le habían encontrado una semana después en las calles de Edimburgo, sucio, hambriento y furioso, pero sano y salvo.

Susanna dejó caer la carta en el regazo y presionó los dedos contra las sienes, donde comenzaba a amenazar un dolor de cabeza. Rory se consideraba un hombre fuerte y suficientemente inteligente como para cuidar de sí mismo, pero solo era un niño. Un niño al que adoraba y que la quería, pero en algunas ocasiones, Susanna era consciente de que no estaba haciendo todo lo que podía para ayudarle. Se sentía profundamente triste, con un intenso dolor en el corazón. La culpa la aguijoneaba. Eran muchas las veces que había intentado mantener a su pequeña familia unida, pero no había sido posible. No podía mantener a los mellizos si no trabajaba, y si trabajaba, no podía tenerlos con ella. Lo había intentado con todas sus fuerzas, pero el hambre y el miedo habían asaltado su mundo. La vida le había arrebatado en dos ocasiones lo que más quería. Primero había perdido a Devlin y después a su hija. En ese momento, estaba dispuesta a hacer todo lo que estuviera en su poder para proteger a los mellizos y verlos crecer sanos y salvos. Sabía que en solo un par de meses, habría terminado su trabajo. Los duques le pagarían y podría visitar por fin a sus mellizos e incluso comenzar una nueva vida con ellos.

Tomó la carta con manos temblorosas. Aunque el doctor Murchison había llenado toda una hoja, apenas daba muchas más noticias. Pero a media página la letra cambiaba. Rory, decía el doctor, se había convertido en una carga y, con todo el dolor de su corazón, le pedía más dinero para compensarle por la conducta de Rory y por todos los problemas que estaba causando.

En un ataque de furia, Susanna arrugó la carta, sintiendo las duras esquinas del papel arañar la palma de su mano. A ese ritmo, el dinero que tanto le había costado ahorrar para unir a su familia, terminaría en manos de gentes sin escrúpulos que siempre exigían más y más.

Se pasó la mano distraída por el pelo, aflojando algunas horquillas al hacerlo. Miró la segunda carta. La intuición le decía que no eran buenas noticias. Pero ella siempre había encarado de frente los problemas, de modo que la abrió.

Efectivamente, no eran buenas noticias.

Los prestamistas le demandaban, educadamente, pero con firmeza, que pusiera fin a sus deudas si quería ampliar sus préstamos. Ella sabía que si lo hacía en los términos que le sugerían, su deuda se multiplicaría en el futuro. Pero si no pedía dinero prestado, no podría pagar las facturas del internado de Rose. El dolor de cabeza se incrementó. Sintió el pánico atenazándole la garganta.

La tercera carta estaba escrita con una caligrafía que no reconoció. La abrió despreocupadamente, pensando todavía en sus problemas financieros. La leyó una vez sin prestarle mucha atención, y volvió a leerla con un desazonador sentimiento de incredulidad: Sé quién eres.

La carta escapó de entre sus dedos y voló sobre la alfombra, para terminar aterrizando sobre una mancha de luz. Hacía calor en el salón, pero Susanna sentía frío y comenzaba a temblar.

«Sé quién eres». Las palabras que ningún impostor deseaba leer.

– El té, mi señora. Y una buena porción de bizcocho -Margery acababa de entrar con una bandeja que llevaba una tetera de porcelana china y una taza a juego-. Parecéis abatida, señora.

– Lo estoy -contestó Susanna con fervor.

– Problemas de dinero, supongo -aventuró Margery-. O quizá sea un hombre -añadió.

Miró alrededor del salón. El sol iluminaba en aquel momento los muebles y arrancaba hermosos colores de la alfombra que descansaba frente a la chimenea de mármol.

– Ya sabéis, mi señora, que nunca se me ha dado bien fingir.

– Oh, Dios mío -musitó Susanna, preguntándose qué le iba a decir a continuación.

– Todo esto es muy hermoso -continuó diciendo Margery-, pero la ropa interior que llevabais cuando llegasteis aquí había sido remendada muchas veces y la suela de los zapatos estaba completamente gastada. Llegasteis a pie, cargando con vuestro equipaje y tengo la certeza de que todo esto… -señaló la habitación con un gesto-, es un trabajo. Solo pensaba que debería saber que lo sabía, mi señora -terminó.

– Ya entiendo -respondió Susanna lentamente.

No fue capaz de contener la sonrisa ante las labores detectivescas de la doncella. Al parecer, su anónimo corresponsal no era el único que sospechaba de ella.

– Así que piensas que a lo mejor soy pobre. Una impostora, quizá, que finge ser una viuda rica.

– No sé lo que sois, mi señora -respondió la doncella con franqueza-. Pero estuve trabajando para lady St. Severin, que se fugó con un prisionero de guerra francés en un globo. Después de aquello, ya nada me sorprende. Después trabajé para lady Grant, la hermana de lady Darent, antes de que el señor Churchward me solicitara para este puesto -sonrió-. Soy capaz de guardar un secreto, pero me gusta saber qué secreto guardo. No sé si entendéis lo que quiero decir.

– Perfectamente, gracias, Margery -contestó Susanna.

Se interrumpió, pensó en lo que la doncella le acababa de decir y en lo sola que se sentía siendo una impostora y no teniendo a nadie con quien hablar.

– Si traes otra taza, podríamos hablar -propuso lentamente.

La doncella sonrió y se dirigió hacia la cocina. Susanna se sintió inmediatamente reconfortada. En su trabajo, jamás había confiado en nadie. Jamás había compartido con nadie sus secretos, pero sentía que podía confiar en aquella doncella tan pragmática y franca.

El dinero, los hombres o ambas cosas, había dicho Margery. Susanna se frotó la muñeca, sintiendo de nuevo los dedos de Dev sobre su piel. Su contacto todavía le abrasaba. Chantaje y seducción. Pero no, no podía ser Devlin el que había enviado aquella nota amenazadora. Él era el único que conocía sus secretos. Susanna sabía que era un hombre peligroso y sin escrúpulos, pero la intuición le decía que no se rebajaría a hacer algo tan vil. Aun así, no sabía si podía estar segura. ¿Hasta dónde sería capaz de llegar Devlin para derrotarla? Susanna tenía la aterradora intuición de que pronto iba a averiguarlo.


La señorita Francesca Devlin permanecía ante la Casa del Placer de la señora Tong y temblaba literalmente. Jamás había estado en un lugar como aquél. Durante las semanas anteriores, su experiencia del mundo se había extendido mucho más allá de lo que habría sido capaz de imaginar en los momentos más audaces, pero continuaba siendo una joven inocente. Poner un pie en un prostíbulo iba mucho más allá de todo lo que había hecho hasta entonces.

De pronto, las habitaciones del Hemming Row le parecían un lugar seguro y casi respetable. Chessie sabía que no era la primera mujer a la que su amante había citado en aquel lugar, e intentó no pensar en que probablemente tampoco sería la última, porque eso significaría reconocer la derrota, aceptar que había perdido. Y, sencillamente, no podía permitirse perder.

El portero que había contestado a su tímida llamada a la puerta del prostíbulo parecía un hombre aburrido. Sin lugar a dudas, había visto todo tipo de cosas a lo largo de los años. Entre ellas, jóvenes damas de virtuosa e irreprochable conducta capaces de pronto de citarse en un prostíbulo con su amante. No, sin lugar a dudas, lo suyo no era ninguna novedad.

– ¿Pensáis pasar o no?

El portero estaba intentando mirarla a los ojos a través del grueso velo con el que Chessie había ocultado su rostro. Inmediatamente después, la joven entró, casi tambaleante, en un mundo de luces brillantes y colores intensos.

– En el piso de arriba, la segunda habitación a la derecha -el portero se interrumpió-. Y aseguraos de entrar en la habitación correcta, señorita -se echó a reír.

Había mucho ruido en aquel lugar: risas, música, voces. Todo era chabacano y estridente. Los gritos que salían de las habitaciones le hicieron sonrojarse hasta la raíz del cabello. Intentó abrir la puerta con movimientos torpes y entró temblorosa, sintiéndose al borde de la náusea, pero su amante ya se encontraba allí, esperándola sonriente.

Le apartó el velo del rostro y tomó su abrigo y su sombrero.

– Toma -le tendió una copa de vino.

Era un vino dulce y fuerte, y la ayudó a sentirse mejor. Su amante la besó. Y eso le gustó todavía más.

– Has sido muy valiente al venir hasta aquí -parecía divertido-. Te mereces una recompensa.

Sin dejar de besarla, la llevó hasta la cama. Cuando Chessie por fin abrió los ojos, él ya le había quitado toda la ropa y ella estaba desnuda sobre una colcha de un vivido color naranja, con la melena suelta extendiéndose a su alrededor.

– ¿No vamos a jugar a las cartas esta noche? -preguntó.

Aquello formaba parte de su acuerdo. Las cartas primero, y hacer el amor después, cuando perdía. Aunque Chessie siempre perdía.

Él se apoyó contra los talones y la miró con un brillo travieso en sus ojos oscuros. Chessie miró entonces por encima de su hombro y vio la mesa preparada para varios jugadores.

– Esta vez jugaremos después -respondió. Le acarició el pelo-. Eres preciosa -añadió, mientras ella continuaba anhelando alguna palabra de amor nacida de sus labios-. Tengo una sorpresa para ti.

Chessie abrió los ojos como platos al fijarlos en el estante que cruzaba una de las paredes de la habitación. Látigos, fustas… Tragó saliva al imaginar el azote del cuero sobre su piel. ¿Le pediría que hiciera eso por él? ¿Sería aquél su destino en el caso de que perdiera aquella noche?

Vio entonces que su amante levantaba un extraño objeto de madera tallada. Lo acercó a su rostro hasta que sus suaves curvas besaron sus labios.

En alguna parte, en lo más profundo de su corazón, Chessie supo que aquélla era la recompensa para él, no para ella, pero cerró los ojos rápidamente a aquel pensamiento mientras sentía deslizarse el consolador sobre sus senos y descender hasta sus muslos.

No vio a los observadores que contemplaban la escena detrás de una pantalla.

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