Capítulo 2

MAGGIE terminó de arreglarse y se entretuvo un momento, sin saber si tenía que bajar al garaje o esperar a que alguien la llamara.

Cuando finalmente se disponía a salir, alguien llamó a la puerta. Maggie abrió y vio a una mujer rubia muy guapa más o menos de su edad en el pasillo.

– Hola -dijo la otra-. Eres Maggie, ¿no? Soy Victoria McCallan, la secretaria del príncipe Nadim; soy paisana tuya, y de momento tu guía para todo lo que quieras saber y hacer en el palacio. Llámame Victoria, Vicki no me gusta mucho.

Victoria hablaba con una sonrisa en los labios. Era un poco más baja que Maggie, incluso con aquellos horribles tacones. Llevaba una blusa hecha a medida y una falda negra corta. Tenía la piel perfecta, las uñas largas y pintadas y una melena de pelo rizado que le llegaba por los hombros. Era la esencia de la femineidad. Maggie se sintió de pronto demasiado alta y torpe.

·Maggie… ¿verdad? -repitió la otra, algo sorprendida.

·-Sí, sí… casi todos los días soy Maggie.

Victoria se echó a reír.

– Bienvenida al palacio. Es un sitio estupendo.

– ¿Hay un mapa?

– No, pero no estaría nada mal. No sabría decirte cuántas veces me he perdido ya. Necesitamos un GPS interno -arrugó la nariz-. ¿Has venido a arreglar un coche?

– Sí, tengo que restaurar un Rolls Royce clásico. -Vaya… Yo no sé nada de coches -dijo Victoria.

Maggie miró el conjunto perfecto que vestía Victoria.

– Ni yo de ropa. Odio salir de compras.

– Yo compro suficiente ropa para dos, de modo que en caso necesario, estás cubierta. Vamos. Te enseñaré el camino.

Victoria esperó mientras Maggie entraba en el dormitorio a por la bolsa.

– El palacio original de El Deharia es del siglo XVIII. Luego, si quieres, puedo enseñarte partes de la antigua muralla. La estructura principal se divide en cuatro cuadrantes, muy parecida al interior de una catedral, pero sin los elementos religiosos. Contiene obras de arte de diversas partes del mundo en exposición permanente. Sólo los cuadros alcanzan un valor de casi un billón de dólares.

Victoria señaló en ese momento un cuadro en la pared.

– Un Renoir de la primera época. Un consejo: no trates de descolgarlo para llevártelo a tu dormitorio a echarle un buen vistazo. Todos los cuadros están protegidos por un sistema de seguridad de tecnología punta. Pero si insistes, se rumorea que te llevan al calabozo y te cortan la cabeza.

– Me alegra saberlo -murmuró Maggie-. No sé mucho de arte, la verdad, pero prefiero seguir así. ¿Cómo sabes tantas cosas del palacio?

– Me gusta leer. Este reino posee mucha historia. Además, si viene algún dignatario extranjero de visita y el personal del palacio se ha marchado ya a casa, a veces me han pedido que les enseñe el palacio.

– ¿Vives aquí… dentro del palacio?

– En este mismo pasillo, un poco más adelante. Llevo aquí casi dos años -se detuvo junto a la escalera-. Mira qué feo es el bebé de aquel cuadro, pero es la única manera de acordarte de cuáles son tu pasillo y de tu ala del palacio.

– Menos mal que me lo has dicho.

Victoria bajó por unas escaleras, y Maggie la siguió.

– Como vas a vivir aquí, tienes derecho a un montón de cosas buenas, como servicio de lavandería gratuito y acceso a las cocinas. Te advierto que tengas cuidado con la comida, porque si no te cuidas, subirás de peso enseguida. Durante mi primer año aquí, engordé casi siete kilos. Ahora voy a todas partes andando.

Maggie le miró los tacones.

– ¿Con esos zapatos?

– Pues claro, me van con la ropa.

– ¿No te hacen daño a los pies?

– Hasta las cuatro de la tarde, no.

Al llegar al piso de abajo, avanzaron por un pasillo muy largo que llegaba hasta el jardín trasero. Se le parecía a uno por donde había pasado con Qadir el día anterior, pensó Maggie.

– Seguimos con la cocina. Tú llamas y pides lo que quieras, cuando tú quieras. Tienen un menú online, así que si pides de ése, ellos encantados. Todo está delicioso aquí, así que si no quieres ponerte como una vaca, evita los postres -miró a Maggie-. Seguro que eres de esas mujeres que no engordan por mucho que coman.

– En mi trabajo hago mucho ejercicio -reconoció Maggie.

Victoria sacó una llave de un bolsillo de la falda y se la pasó.

– Tienes acceso privado. Impresionante.

Esperó a que Maggie abriera una puerta lateral, y al momento accedieron al enorme garaje. Victoria se quedó un momento a la puerta mientras se encendían las luces automáticas, pero Maggie fue directamente al Rolls.

Victoria se acercó al coche.

– Es… bueno… un coche viejo.

– Es un clásico.

– Y está sucio y un poco destartalado. ¿Puedes arreglarlo?

Maggie asintió, imaginándose ya cómo quedaría el coche cuando terminara.

– Necesito piezas originales, si soy capaz de dar con ellas. Será difícil, pero cuando lo termine quiero que quede exactamente como cuando era nuevo.

– Pues la verdad es que parece divertido -Victoria se acercó a una puerta-. Este es tu despacho.

– ¿Despacho? -Maggie había pensado que tendría unas estanterías en el garaje y unas cajas de herramientas, pero no había imaginado que le darían un despacho.

Era un espacio amplio, limpio y totalmente equipado. Aparte de una mesa donde había un ordenador, vio unos estantes con catálogos y un tablero organizador de herramientas que ocupaba toda una pared.

Victoria abrió el cajón de la mesa y sacó una tarjeta de crédito.

– Tuya. Tienes permiso para adquirir lo que te haga falta para el coche. Qadir no ha limitado tus gastos. -¿De verdad es para mí?

– Totalmente. Anoche estuve aquí y te puse en marcha el ordenador. Ya tienes Internet.

– Gracias… Supongo que ya no estoy en Kansas. A Maggie le apasionaba su trabajo. Trabajar con aquel Rolls Royce iba a ser una experiencia nueva para ella, pero tener todo a su disposición era maravilloso. -¿Eres de allí?

– De Aspen, en Colorado.

– Dicen que es una zona muy bonita.

– Lo es.

– ¿Cómo terminaste en El Deharia? -preguntó Victoria.

Maggie le resumió un poco la historia.

– Entonces mi padre murió y yo decidí que quería hacer el trabajo -concluyó.

Era una versión simple de lo ocurrido, pensaba Maggie, que no le quería contar a una desconocida que había tenido que vender su negocio para pagar las facturas médicas, y que había aceptado ese trabajo con el príncipe Qadir porque era la única oportunidad de recuperar el negocio familiar, como le había prometido a su padre antes de morir.

– Siento tu pérdida -dijo Victoria-. Tiene que ser horrible. ¿Tu madre vive?

– No. Murió cuando yo era un bebé. Me crié nada más que con mi padre, pero fue una experiencia maravillosa. Me encantaba estar con él en el taller y aprender todo sobre los coches.

– Bueno, supongo que será muy práctico -Victoria ladeó la cabeza-. ¿Entonces sólo es eso para ti? ¿Un trabajo?

– ¿Y qué otra cosa va a ser?

– Pues casarte con un príncipe. Yo estoy aquí para eso.

Maggie pestañeó repetidamente.

– ¿Y qué tal te va?

– No muy bien -reconoció Victoria con un suspiro-. Como te he dicho, trabajo para el príncipe Nadim, que es uno de los primos de Qadir. Tengo esperanzas de que un día él se fije en mí, pero de momento no ha pasado nada. Un día me mirará y se enamorará de mí.

Maggie no sabía qué decir.

– Pues tú no pareces muy enamorada de él.

– No lo estoy -respondió Victoria con una sonrisa-. El amor es para los ilusos, es algo que conlleva mucho riesgo. Yo no quiero entregarle mi corazón a nadie. ¿Pero qué niña no crece deseando ser una princesa?

Maggie se dijo que tenía que haber algo más que eso. Victoria era demasiado cariñosa y extrovertida como para preocuparse sólo por el dinero. Maggie pensó que a lo mejor estaba equivocada; ella no tenía muchas amigas, sobre todo porque era mecánico de coches, y eso parecía asustar a la gente. Victoria miró su reloj.

– Tengo que volver -se apoyó sobre la mesa y anotó un número-. Éste es mi móvil. Lámame si quieres preguntarme algo, o si te apetece que cenemos juntas. El palacio es un sitio precioso, pero al principio puede dar un poco de miedo, y a ratos se siente una sola. Así que cuando quieras podemos estar juntas.

Cuando se marchó Victoria, Maggie se preguntó si habría dicho en serio lo de casarse con el príncipe Nadim. Suponía que había mujeres a quienes les interesaba más lo que pudieran sacarle a un hombre que su forma de ser, pero ella no era una de ésas.

Desgraciadamente, al pensar en los hombres pensó en Jon. No quería echarle de menos, ni tener ganas de llamarlo para contarle cómo era el palacio. Jon estaba enamorado de Elaine, y aunque podían seguir siendo amigos, la situación había cambiado. No había vuelta atrás, pero tampoco parecía capaz de seguir adelante.

– No quiero pensarlo -se dijo.

Entonces echó un vistazo a la tarjeta de crédito que le había dejado Victoria.

No le gustaba comprar ropa o fruslerías como a las demás mujeres, pero cuando tenía que comprar cosas para un coche, se entusiasmaba.

– Voy a probarte, a ver qué puedes hacer.

Maggie tecleó el importe, pulsó la tecla y cerró los ojos. Un segundo después, la cantidad que había ofrecido aparecía en la página; y un segundo después, protestaba al ver que otra persona había superado su oferta sólo por dos dólares.

Quería esa pieza; la necesitaba.

Tal vez sería mejor ofrecer el precio completo para hacerse con ella sin preocupaciones. A ella la habían educado en la sobriedad, pero sabía que disponía de poco tiempo, y además sospechaba que al príncipe Qadir le importaría poco ahorrarse veinte dólares.

Al final decidió pagar el importe completo, tecleó la frase y apretó la tecla para realizar la compra. -¿Le duele algo?

Se dio la vuelta y vio al príncipe Qadir entrar en so despacho.

– No me pasa nada. Sólo estoy pidiendo algunas piezas por Internet.

– Entonces será sencillo, ¿no?

– Me he metido en una subasta. Llevo toda la mañana pujando; y ahora hay alguien que me aventaja por dos dólares.

– Entonces tiene que ofrecer lo suficiente para dejarle fuera de combate.

– Es lo que he hecho.

– Bien.

– Seguramente la habría conseguido por menos de haber esperado.

– ¿Y cree que a mí me importa mucho si negocia o no el precio?

Se fijó en su traje sastre y en su camisa de un blanco inmaculado. Parecía un ejecutivo próspero… y desde luego muy apuesto.

– A nadie le gusta que le quiten las cosas -dijo ella.

– De acuerdo, pero dudo que haya un mercado muy extenso de piezas para mi coche, así que el que haya será muy competitivo. Quiero que gane.

– Lo recordaré.

– Pero no está de acuerdo.

– ¿Por qué dice eso? -preguntó ella.

– Por la cara que ha puesto, me ha parecido que habría preferido negociar, y esperar.

– Quiero que tenga el coche a un precio justo. Él sonrió.

– Buena idea. Y agradezco su honesto interés, pero creo que una postura intermedia será más fácil y conveniente.

Maggie se dijo que el príncipe tenía una sonrisa preciosa. No había dedicado mucho tiempo a pensar en la vida de un príncipe, pero imaginaba que serían o bien personas muy serias, o bien unos auténticos playboys. Había visto muchos así durante la temporada de nieve en Aspen. Pero Qadir no parecía encajar ni en uno ni en otro perfil.

– Haré lo que pueda -dijo ella-. Es que estoy acostumbrada a conseguir el mejor precio.

– Y yo a conseguir lo mejor.

Con su fortuna, era totalmente lógico.

– Debe de ser una sensación muy agradable. -Sí, lo es.

Maggie sonrió.

– Por lo menos lo reconoce -se levantó y se acercó a la impresora-. Aquí tengo una lista de todas las piezas que he pedido de momento. Mañana empiezo a desmontar el coche. No he visto demasiado óxido, y eso es buena señal. Cuando esté desmontado, podré ver lo que hay que reponer. De momento sólo he pedido lo que tengo claro que me hará

Maggie le pasó la fotocopia, y Qadir empezó a leer consciente todo el tiempo de la mujer que tenía a su lado. Era una interesante combinación de seguridad en sí misma e inseguridad.

Sabía por experiencia que, al principio, muchas personas se sentían incómodas con- él porque no sabían qué esperar. Le había pedido a una de las secretarias estadounidenses que ayudara a Maggie a instalarse en el palacio, pero sólo el tiempo conseguiría que su nuevo mecánico se encontrara a gusto en su presencia.

Maggie no se parecía en nada a las mujeres que desfilaban por su vida: no había ropa de diseño, ni horrendos peinados de peluquería, ni caros perfumes, ni joyas. En parte le recordaba a Whitney.

Apartó de su mente el recuerdo antes de que tomara forma, sabiendo que no tenía sentido pensar en ello.

– En un par de semanas me gustaría sacar el motor -le estaba diciendo Maggie-. Me dijo que podría ayudarme a hacerlo -hizo una pausa-. No me refiero a usted, por supuesto, sino a contratar a alguien. Y no lo digo porque no sea usted lo bastante fuerte y masculino -añadió ella de manera inadvertida; sin embargo, enseguida cayó en la cuenta de lo que había dicho-. Retiro esto último.

Qadir se echó a reír.

– Ya lo ha dicho, y es un elogio que atesoraré. De vez en cuando necesito que la gente elogie mi fuerza y mi masculinidad, me viene muy bien -añadió, totalmente encantado.

Maggie se puso colorada.

– Me está tomando el pelo -dijo ella.

– Porque se lo ha ganado.

– Eh, un momento. Usted es el príncipe. Es lógico que me ponga un poco nerviosa cuando estoy en su presencia. Esta situación es aún extraña para mí.

A Qadir le gustó que ella no se arredrara.

– De acuerdo, me parece bien; sí, tengo un equipo de trabajadores que le pueden ayudar a sacar el motor. Le voy a enviar un correo electrónico con las empresas de la zona que le pueden ser útiles. Mencione mi nombre; tendrá mejor respuesta.

– ¿Tiene un pequeño logotipo o un sello con una corona para poner junto a su firma?

– Sólo para documentos formales. Tal vez tenga que ir a Inglaterra a hacer algunas compras; allí también tengo contactos.

– ¿Alguno entre la familia real británica?

– Dudo que el príncipe Carlos nos sea de ayuda.

– Sólo era una idea.

– Es muy mayor para usted, y además está casado.

Maggie se echó a reír.

– Gracias, pero no es mi tipo.

– ¿No está buscando un príncipe guapo al que echarle el guante? Algunas de las mujeres que trabajan aquí es lo que tienen en mente; o por lo menos, cazar a algún diplomático extranjero.

Maggie desvió la mirada.

– Mi profesión no casa demasiado bien con la vida de una princesa -le enseñó las manos-. Soy más una persona activa que alguien a la que le guste estar tirada en un sofá pintándose las uñas y mirándose el ombligo.

– Es una pérdida para la monarquía.

Lo que dijo le hizo reír.

– Un comentario muy a tono -dijo Maggie-. Tiene sentido del humor.

– Gracias -respondió él.

– Las mujeres deben hacer kilómetros de cola. -Hay una zona de espera junto al jardín.

– Espero que esté cubierta. No querrá que les dé una insolación.

Maggie estaba medio apoyada medio sentada en la mesa. Qadir se dijo que era bastante alta, pero con el mono que llevaba no pudo distinguir bien su silueta

Pensó en cuando la había visto el día anterior, y se sintió intrigado. Maggie Collins era guapa, tenía personalidad y no poco sentido del humor. Sintió una chispa de calor en las entrañas, y de pronto se preguntó a qué sabría su boca si la besara.

Sabía que no lo haría. Le interesaban más sus habilidades como mecánico que sus encantos de mujer.

Pero no tenía nada de malo fantasear…

Imaginó cuál sería la reacción de su padre si empezara a salir con Maggie. ¿Le horrorizaría al monarca. o acogería de buen grado que otro de sus hijos sentara la cabeza?

De todos modos no tenía sentido hacerse esas preguntas Una cosa era especular, y otra pasar a la acción; y no tenía pensamiento de hacer esto último.

– Vengo con comida -Victoria entró en el garaje-. Uno de los cocineros me ha dicho que nunca sales de aquí a la hora de la comida, y cree que es porque no te gusta lo que prepara.

Maggie se puso derecha, dejó la llave y se quitó los guantes.

– Gracias por avisarme, pero es que he estado tan ocupada desmontando esto que no he tenido tiempo para parar a comer.

– No me digas que eres una de esas personas que a veces hasta se olvidan de comer.

– Sí, a veces me pasa.

– Entonces nunca vamos a hacer buenas migas. Maggie se echó a reír.

– Bueno, yo creo que tienes personalidad suficiente para pasar por alto ese defecto mío. Venga, vamos a mi despacho. Está más limpio.

Mientras Maggie se lavaba las manos eh el servicio, Victoria colocaba los platos en la mesa.

Se sentaron cada una a un lado de la mesa, y luego Victoria se quitó los zapatos y meneó los dedos. -Ah, qué gusto -suspiró.

– ¿Por qué te pones esos tacones si te hacen daño?

– No me hacen daño. Además, sin ellos me siento muy bajita e insignificante. Y a los hombres les gustan las mujeres con tacones.

Maggie se echó a reír.

– Nunca me he planteado eso, impresionar a un hombre, y menos así, arreglándome.

– Tú estarías arreglada en dos minutos -dijo Victoria mientras daba una pinchada de la ensalada-. Me encantaría tener una constitución como la tuya.

El elogio agradó a Maggie, que siempre había pensado que ella era un poco hombruna. Las chicas como Victoria solían evitarla.

– ¿Qué tal te va con Qadir? -le preguntó.

– Bien. Quiere que le deje el coche perfecto, y es lo mismo que quiero yo. Al principio el progreso es zni poco lento, pero él lo comprende…

Cerró la boca al ver que Victoria arqueaba las cejas mostrando asombro.

– ¿Qué pasa?

– Nada -respondió Victoria-. Me alegro de sea un buen jefe.

– Me habías preguntado eso, ¿no? -dijo Maggie.

– No, yo me refería a que qué tal es como hombre.

– Ah -Maggie tomó un sándwich-. Está bien… Victoria es echó a reír.

– Es un príncipe multimillonario, uno de los solteros más cotizados del mundo, ¿y sólo se te ocurre decir que está bien?

Maggie sonrió.

– ¿Y si te digo muy bien?

– Mejor, pero veo que no te interesa mucho. -No tengo interés en él, salvo porque es el que me paga.

– Entiendo… Entonces supongo que no estarás 0 detrás de una invitación al baile.

Maggie estuvo a punto de atragantarse.

– ¿Va a haber un baile?

– Sí, para celebrar el compromiso de boda del príncipe Asad con Kayleen. Llevan ya un tiempo juntos, pero se supone que no lo sabía nadie. El anuncio oficial se ha pospuesto hasta que la princesa Lina, la hermana del rey, se ha casado con el rey Hassan de Bahania, hace unas semanas. En resumen, el baile se celebra para hacer público el anuncio oficial, y todos los que trabajan en el palacio están invitados. Si la lista de invitados es de casi mil personas, ¿qué importan unos cuantos de cientos más?

– Nunca he ido a un baile -reconoció Maggie.

– Ni yo, y estoy emocionada. Es más o menos una ocasión única en la vida para ponerse un traje largo y bailar con un apuesto príncipe. Espero que finalmente Nadim se fije en mí como mujer.

– Pero tú no lo amas -dijo Maggie.

– Lo sé… Lo que dije era en serio, el amor es para los tontos. Si me ofreciera un matrimonio de conveniencia, estoy segura de que no lo rechazaría… Pero a lo que me refería yo es a que tienes que venir al baile, te lo vas a pasar muy bien. Luego se lo puedes contar a tus nietos, cuando los tengas.

Maggie no tenía mucho interés en ir al baile, pero no podía negar que la idea le intrigaba un poco. Había ido a El Deharia para evadirse, pero también para experimentar cosas nuevas.

– No bailo muy bien, la verdad.

– Ellos te llevan, y tú te dejas llevar. Voy a probarme unos vestidos; vente conmigo, ya verás como te empiezas a animar.

– No lo creo. Además, nadie me ha dicho que esté invitada.

– Te invitarán. Pídeselo a Qadir.

– ¿Pedirme el qué?

Las dos se dieron la vuelta y lo encontraron en la puerta del despacho. Victoria fue a levantarse, alertando a Maggie de que debía hacer lo mismo. Pero el príncipe les hizo un gesto para que se sentaran las dos.

– ¿Qué es lo que me tiene que pedir?

– Le estaba contando a Maggie lo del baile para celebrar el compromiso del príncipe Asad. Como todos los empleados de palacio están invitados, Maggie decía que le encantaría asistir.

Maggie se levantó rápidamente.

– Yo no he dicho eso, el baile no me interesa… -sabía que Victoria tenía buenas intenciones, pero no quería que Qadir creyera que lo estaba utilizando-. Con este mono, no me veo muy dispuesta para Mil baile.

Qadir asintió despacio.

– Tal vez hoy no -dijo despacio-. Pero veo posibilidades.

¿Posibilidades? ¿A qué se refería ese hombre? Fuera como fuera, la opinión de Qadir no debía importarle, salvo si se trataba de algo del coche. Qadir seguía siendo un hombre, aunque fuera de la realeza.

– Ya he pedido algunos trajes -continuó Victoria-. Podría pedir que me enviaran unos cuantos más para Maggie. Con el pelo recogido y unos tacones. se trasformaría en una princesa.

Maggie miró a su amiga con fastidio. ¿Pero qué pretendía Victoria?

– Estoy de acuerdo -asintió Qadir-. Maggie, irá a la fiesta.

Y dicho eso, se dio la vuelta y salió del despacho.

Maggie esperó hasta que estuvo segura de que el príncipe había salido del garaje, para mirar a Victoria con gesto furibundo.

– ¿Pero qué haces?

– Poniéndote a tiro de un apuesto príncipe. A lo mejor tú tienes más éxito que yo.

– Pero a mí él no me interesa.

Amar y perder a Jon había sido tan doloroso que ya no le interesaba ningún hombre más.

– .¿A que no eres capaz de mirarme a los ojos y negar que estás un poquitín emocionada sólo de pensar en ponerte un vestido largo y bailar una noche con Qadir?

– ¿Vamos a bailar?

– -¡Lo ves! ¡Te pica la curiosidad!

– No, es que nunca he hecho nada parecido.

– Razón de más para probar -insistió Victoria-. Venga… será divertido. Estaremos tan estupendas que los príncipes no podrán resistirse a nuestros encantos.

A Maggie le daba la impresión de que nunca llegada a ser una de esas mujeres irresistibles, pero por un momento se permitió el lujo de imaginar que bailaría con un príncipe…

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