Capítulo 1

Abbie Lockwood miró compasivamente a la gente que se arremolinaba alrededor de la cinta giratoria del equipaje. Pero no se detuvo. No tenía por qué. El tiempo empleado en los viajes era demasiado preciado para perderlo haciendo colas para recoger el equipaje, y ella no llevaba más que una ropa de quita y pon que no necesitaba plancha, un ordenador y una cámara de fotos; todo metido en un bolso de lona, lo suficientemente pequeño como para poder llevarlo a bordo con ella.

Pasó con familiaridad por todas las formalidades que requería la situación y se dirigió al vestíbulo de llegadas del aeropuerto. Miró alrededor buscando a Grey. Se desilusionó un poco al no encontrar inmediatamente aquella sonrisa cálida que la podía hacer sentir en casa nuevamente. Se puso de puntillas, aunque era lo bastante alta como para ver entre la gente. Además, él no era un hombre que pasara desapercibido, ya que su altura, solía llevarle mas de una cabeza a la mayoría de la gente, y su atlética figura destacaba habitualmente entre la multitud. Así que, si no lo veía, era porque no estaba allí.

Abbie se sintió decepcionada. La agradable sensación de haber hecho un buen trabajo y de que estaba en casa otra vez se oscureció al no ver a Grey. Él siempre iba a recogerla. No fallaba jamás. Aunque estuviera muy ocupado.

Abbie se dijo que exageraba, que seguramente se habría retrasado, o que habría aparecido un cliente a última hora, tal vez estuviera en los tribunales. Ella no se había puesto en contacto directo con él, así que él no había tenido tiempo de explicarle nada…

Probablemente habría dejado un mensaje, pensó, mientras se abría paso entre la gente hacia el mostrador de «Información». Al fin y al cabo era absurdo pensar que él iba a dejar todo para ir a buscarla, sólo porque ella hubiera estado un par de semanas fuera y estuviera desesperada por estrecharlo entre sus brazos y abrazarlo fuertemente. Solo que nunca antes le había fallado. Nada más.

– Mi nombre es Abigail Lockwood. Estoy esperando a mi marido, pero él no esta aquí. Quería saber si no ha dejado algún recado para mí por favor.

– Me temo que no, señora Lockwood.

– ¡Oh, bueno! -contestó ella, tratando de disimular la molestia que le producía todo aquello, aún a sabiendas de que aquella sensación de que pasaba algo malo fuera ridícula-. Supongo que ha habido un mal entendido. Será mejor que tome un taxi.

La chica sonrió automáticamente. Habría escuchado aquellas palabras miles de veces.


Al llegar a la lujosa urbanización donde vivían ella y Grey, aquel sentimiento de vuelta a casa se le había marchitado totalmente, y simplemente se sentía cansada. A pesar de ello, tuvo una sonrisa de cortesía para el conserje, quien le alabó su bronceado y le preguntó si había tenido un buen viaje.

– Muy bueno, gracias, Peter -le contestó ella-. Pero me alegro de estar en casa nuevamente.

Aunque aquellas dos semanas no habían sido un plato de gusto. Las había pasado paseando por las calles de Karachi con una madre desquiciada en busca de su hija, a la que un litigio por la custodia había arrancado de sus manos.

– Es lo mismo que dijo el señor Lockwood hace cinco minutos, cuando regresó.

– ¿Está en casa el señor Lockwood?

«¿Tan temprano por la tarde? Debe de haber pasado algo», pensó ella.

– Sí, señora Lockwood. Y seguramente se alegrará de que esté nuevamente en casa, sana y salva. Permítame el bolso. Yo lo llevaré…

Pero Abbie ya no lo escuchó. Estaba demasiado impaciente para esperar el ascensor de hierro forjado, y subió por la escalera los dos pisos con su bolso colgado a la espalda, dando pasos largos, subiendo los peldaños de dos en dos, como si se hubiera olvidado de repente del cansancio en su necesidad de asegurarse de que Grey no estuviera enfermo o herido. Se sintió un poco tonta. Porque de ser así, Peter se lo habría dicho.

Seguramente lo que había pasado era que, al ver que no llegaba a tiempo al aeropuerto, habría ido a esperarla a casa para darle una sorpresa. Bueno, en ese caso la sorpresa se la daría ella, pensó Abbie sonriendo con malicia.

Abrió la puerta sigilosamente, dejó el bolso en el suelo de la entrada, y por un momento saboreó la dulce sensación de estar en casa, rodeada de cosas que habían acompañado su vida, en lugar de estar en una impersonal habitación de hotel.

Escuchó los ruidos del pequeño estudio que compartían. Se quitó los zapatos, y atravesó la entrada sin hacer ruido. Grey estaba sentado ante el escritorio escuchando los mensajes del contestador automático, con una pluma y un cuaderno de notas por si necesitaba anotar algo.

Ella se quedó un instante en el quicio de la puerta, disfrutando del placer de observarlo secretamente. No se cansaba nunca de mirar cómo su pelo grueso y oscuro formaba rizos alrededor de su vigoroso cuello, la forma perfecta de sus orejas, y la forma pronunciada de su mandíbula. Veía su amado rostro reflejado en el cristal de las estanterías de la biblioteca, la concentración que ponía en la tarea de escribir un número de teléfono. Ella se reflejaba detrás de él, pero como él estaba escribiendo, aún no la había descubierto.

Entonces, cuando Grey terminó de escuchar el mensaje de Abbie, en el que le decía la hora y el número de vuelo en el que llegaba, él juró en voz baja, miró el reloj de pulsera y extendió la mano hacia el teléfono. En ese momento finalmente la descubrió reflejada en el cristal.

– ¡Abbie! ¡Lo siento tanto! Ahora mismo acabo de oír tu mensaje.

– Te he escuchado -dijo ella, reprochándoselo en tono de broma-. Y como te he llamado con veinticuatro horas de antelación, quiero que me des los detalles de lo que has hecho en ese tiempo -bromeó ella. Esperó que él le contestara amablemente, diciéndole que era imposible una noche de lujuria sin ella y su ofrecimiento a demostrarle que no le mentía.

Pero él, en cambio, se pasó los dedos nerviosamente por el pelo.

– Tuve que salir de viaje un par de días. Acabo de llegar.

– ¿Sí?

Era raro, pensó ella. Sintió que, así como le hubiera resultado lo mas natural del mundo echarse en sus brazos en el vestíbulo del aeropuerto, allí, en su casa, el ambiente le resultaba muy constreñido como para hacerlo, con el ruido de fondo del contestador automático, y Grey sentado frente al escritorio con la pluma en la mano todavía.

– ¿Y qué exótico paraíso has aprovechado para descubrir en mi ausencia? -preguntó ella.

– Manchester -contestó él, después de un momento-. Una conferencia sobre un caso.

Era ridículo, pero Abbie habría jurado que Grey había dicho lo primero que se le había ocurrido.

– ¡Dios mío! Te he echado mucho de menos -exclamó él.

Ella no pudo contestarle nada, contarle cuánto lo había echado de menos, porque él la besó desesperadamente, con más ardor que el mismo sol de Karachi.

Cuando finalmente Grey alzó la cabeza, le sonrió y le dijo:

– Bienvenida a casa, señora Lockwood.

– Esto sí es una bienvenida -Abbie le acarició la cara, y los pliegues alrededor do los ojos-. Pareces cansado. Supongo que habrás estado trabajando día y noche durante mi ausencia. ¿No?

– Me ayudaba a que el tiempo pasara más deprisa. Pero tienes razón, estoy cansado, muy cansado, tanto que creo que me voy a ir a la cama inmediatamente.

Grey la levantó en brazos. Ella se tambaleó un poco con el movimiento.

– Y quiero que me acompañes. Ya sabes lo mal que duermo cuando estoy solo.

– ¡Tonto! -exclamó ella riendo-. Bájame inmediatamente. He estado viajando todo el día, y como no me duche…

– ¿Ducharte? Grey se paró de repente, y sonrió de medio lado-. Esa sí es una buena idea.

– ¡No, Grey! -le advirtió ella.

Él no le hizo caso y no dejó que ella se pusiera de pie. Se dirigió al baño sin detenerse, excepto para quitarse los zapatos sin usar las manos. Y la llevó a la ducha.

– ¡No! -dijo ella, cuando sintió el chorro de agua caliente.

Él la besó apasionadamente mientras el agua tibia les mojaba las caras. Tiró de ella hacia él. Mientras, la camiseta de Abbie se iba mojando y ciñéndole los pechos, y el abdomen. Abbie suspiró.

– ¡Oh, sí! -susurró ella, cuando él le quitó la camiseta, le desabrochó el sujetador, y los tiró al suelo.

Luego llegó a la cintura de sus vaqueros. Deslizó las manos por dentro, por su trasero, y le quitó la prenda.

Ella estaba a punto de derretirse de deseo. Grey le dio vuelta y le puso gel en los hombros y en la espalda.

Ella gimió de placer. Luego se rio suavemente.

– Creí que habías dicho «no» -murmuró él, mientras deslizaba suavemente la lengua por la oreja.

Luego le tocó los pechos; tomó posesión de ellos, y la atrajo hacia él.

– Te doy veinticuatro horas para que pares -suspiró ella, apoyándose en él, mientras sentía el contacto de sus manos poniéndole jabón.

Muchas veces había soñado con todo lo que le estaba haciendo Grey, en la soledad de aquella habitación de hotel, a cinco mil millas de allí. Y había decidido que aquél sería su último trabajo en el extranjero. Le daría igual que la tentasen con una buena historia, no volvería a aceptar otro trabajo fuera.

Sería una decisión difícil para ella. Le gustaba su trabajo. Era una buena periodista fotográfica y sabía que su labor era necesaria. Su viaje a Karachi había servido para captar la realidad en el lugar de los hechos. Sabía que los litigios sobre tenencia de los niños necesitaban aquella desesperada caza, el incansable esfuerzo de golpear a todas las puertas, puesto que los caminos legales no tenían en cuenta el dolor de una mujer que busca a un hijo. Y las fotos eran testigo de la desesperación de aquella mujer por recuperar a su hija, y todo para que luego la despojaran de ella. Era una historia emotiva y convincente.

Pero ya bastaba. Cada vez que se iba fuera su matrimonio parecía resentirse un poco. Nada que pudiera señalar con precisión. Sentía que les pasaban cosas cuando estaban separados que no podían compartir. A veces, ella, que acababa de estar una semana con los refugiados o con las víctimas de una catástrofe natural, volvía a casa y se encontraba con quejas acerca de una lavadora que perdía agua o cualquier otro drama doméstico. Grey era socio de un bufete de abogados muy prestigioso. No tenía tiempo de lidiar con las pequeñas trivialidades de la vida. Una vez había bromeado acerca de que no le vendría mal una esposa de recambio, había dicho que tal vez no fuera mala idea que ella compartiera el trabajo de esposa con otra persona para que ésta se encargase de las cosas mientras ella estaba fuera.

– Creo que preferiría tener dos maridos -le había contestado Abbie relajadamente, riéndose. Pero no había desoído la advertencia.

Grey Lockwood era el tipo de hombre que volvía locas a las mujeres. Y como la mayoría de los hombres, no tenía más que aparentar sentirse perdido en el mundo, para que todas las mujeres se enternecieran y quisieran hacerle de madre. Pero no tenían en mente sólo la labor maternal, por supuesto. Ella había intentado que sus ausencias fueran lo menos traumáticas posible, pero no era tan tonta como para no ver ciertas cosas.

¿Cuánto tiempo más pasaría hasta que alguna secretaria se ofreciera a extender sus servicios más allá del uso de la lavadora, aprovechando la pequeña fisura que se iba produciendo en su matrimonio cada vez que ella se iba de viaje?

Ella sabía que Grey la amaba, pero no era de piedra. Era un hombre de carne y hueso, lleno de vida. Y ella lo amaba más que a nada.

Se dio la vuelta y empezó a ponerle jabón, extendiendo sus manos sobre su pecho ancho, haciendo espuma con el vello que lo cubría. Luego las deslizó por su vientre liso hasta que lo oyó gemir.

– Yo no sé tú, Grey, pero yo creo que estoy suficientemente limpia ya -le dijo ella mirándolo.

Él no contestó. Simplemente cerró el grifo y alargó la mano hacia una toalla para envolverla. Luego la alzó, salió de la ducha y la llevó a la cama.

El día que ella volvía de viaje siempre había sido especial. Se volvían a descubrir, volvían a afirmarse en su amor. Pero ese día Grey parecía tener una necesidad imperiosa de ella, de volver a descubrirla. Y ese brillo salvaje en sus ojos, ese violento deseo la excitó más aún.

– ¡Grey!

Él cayó encima de ella en la cama. Y puso una rodilla en medio de sus piernas, en un gesto de macho que necesita dominar para poner su semilla.

Abbie gritó y arañó los músculos de sus hombros mientras él la hacía galopar a un ritmo enloquecedor. Era la pasajera de aquel viaje de pasión en el que él la sumergía. Ella respondió a su ardiente empuje hasta desplomarse, saciada, exhausta, empapada en sudor.

Cuando él se giró y se puso de espaldas mirando el techo, soltó un profundo suspiro.

– Has estado fuera mucho tiempo, Abbie -dijo él-. Luego se volvió a ella y le dijo-: ¿Te he hecho daño?

Ella negó con la cabeza.

– Me sorprendió un poco, nada más -Abbie le tocó las marcas que sus uñas habían dejado en sus hombros-. Pero me gustan las sorpresas -se inclinó hacia él y le dio un beso. La piel de Grey estaba salada y tibia. Y ella suspiró satisfecha.

Grey entonces la estrechó en sus brazos.

Al día siguiente le iba a doler un poco, pero sería un sentimiento que llevaría consigo como un secreto recuerdo de que había sido amada, deseada.

Abbie fue la primera en despertarse. El peso del brazo de Grey en su cintura la molestó para moverse. Por un momento ella se quedó quieta, deleitándose con el placer de sentir la cara de Grey hundida en su hombro. El salir de viaje tenía su parte negativa, pero sin esas separaciones, tal vez no hubiera aquellos encuentros tan maravillosos. Se quedó quieta, a escasos centímetros de él, observando cada una de las arrugas que los avatares de la vida le habían ido dejando. Incluso le tocó una cicatriz sobre una ceja, recuerdo de una remota infancia.

Ella sabía exactamente cuándo se había despertado Grey, sin que abriese los ojos, sin que se moviera. Simplemente había un cambio en el ritmo de la respiración, una leve contracción de los músculos alrededor de sus ojos. Abbie sonrió con picardía. Era un viejo juego.

¿Cuánto tiempo más iba a poder fingir que estaba dormido? Ella comenzó a dibujarle el contorno de la cara con la punta del dedo. Luego lo deslizó por la barbilla, y por el labio inferior. ¿Había temblado ligeramente cuando había sentido el contacto de su uña? No estaba segura. Le dio un montón de pequeños besos en el cuello, en el pecho, luego le pasó la lengua por las tetillas, que se endurecieron.

Él no se movió. Entonces ella siguió trazando su recorrido por el vientre hasta que él ya no pudo aguantar más aquella provocación a su masculinidad. Pero antes de que pudiera comprobar que el juego había terminado y que había ganado, él se había dado la vuelta y la había hecho poner boca arriba, y la había obligado a quedarse quieta sujetándole las muñecas, dejándola a su merced.

– ¿Así que quieres que juguemos, señora Lockwood?

Ella bajó las pestañas seductoramente.

– ¿Por qué lo dice, señor? No sé qué quiere decir.

– Entonces tendré que enseñárselo.

El teléfono empezó a sonar. Por un momento, Grey se quedó mirándola, luego le dio un beso breve y le dijo:

– Parece que te han suspendido la pena a última hora -le dijo Grey. Luego la soltó, y se puso de pie.

Ella no quería aquel indulto, y alargó la mano hacia él.

– Quienquiera que sea, dejará un mensaje, Grey, no te vayas.

– Debe ser Robert, debí llamarlo hace una hora -él levanto la mano de Abbie y se la besó-. ¿Por qué no vas a ver si encuentras algo para la cena?

– Bueno, ¡qué cara! Gracias, señor -murmuró ella, cuando él se dirigió a su estudio. Era la primera vez que ella había quedado en tercer lugar, después de una llamada y de la comida.


– ¿Grey?

Grey alzó la vista del plato que había preparado Abbie con lo poco que había en la nevera.

– ¿Podemos hablar?

– ¿Mmmm? -Grey había estado distraído después de hablar con Robert. Pero en ese momento la miró y le dijo-: Venga, te escucho.

«Quiero tener un hijo, un hijo tuyo», pensó ella.

Pero eran palabras un poco fuertes para plantear el tema. No era lo mejor. Pero como le había dicho que la había echado de menos, y que había estado mucho tiempo fuera, se animó.

– Me pregunto qué te parece la idea de formar una familia.

Grey alzó la vista, momentáneamente confuso.

Luego negó con la cabeza y dijo:

– Dejémoslo ahora, Abbie. No es un buen momento.

Ella jamás hubiera sospechado aquella respuesta.

– ¿Que no es buen momento? ¿Qué diablos quieres decir? ¿Acaso no has dicho que hemos estado separados mucho tiempo? -dijo ella contrariada.

La atmósfera que se respiraba era tensa.

– ¿Y crees que un niño va a arreglar eso? -Grey se apoyó en el respaldo de la silla, abandonando todo intento de comer-. ¿No te parece que es una solución un poco drástica?

Abbie se sintió confusa, dolida. Era cierto que tal vez el momento no fuera el ideal, pero, ¿no era un poco exagerado?

– Pensé que… los dos queríamos un niño.

– Sí -admitió él con frialdad-. Pero hicimos un trato, Abbie. No tener niños hasta que tú puedas tener todo el tiempo para ellos.

– Sí, pero…

– ¿Realmente crees que puedes tener todo? -le preguntó él, interrumpiendo su protesta.

Abbie se dio cuenta de que estaba enfadado realmente.

– Sé que la mayoría de tus amigas se arreglan teniendo niñeras y viviendo de crisis en crisis. Pero no desaparecen durante dos semanas cuando les surge una tentadora oferta de trabajo.

– ¡Y yo tampoco! Nunca me voy a ningún sitio sin discutirlo contigo.

– Pero te vas. Ese ha sido el trato. Bien sabe Dios que te echo de menos cuando estás fuera. No es ninguna novedad. Pero hicimos una elección al principio de nuestra relación. Tú me pediste tiempo, cinco años para encontrar un sitio y estabilizarte en tu profesión y me dijiste que luego te tomarías un descanso en tu trabajo.

– ¡No recuerdo haberlo firmado sobre una piedra!

De pronto, la discusión había subido de tono, pero ella no podía parar.

– ¡Yo… quiero tener un hijo ahora, Grey!

– ¿Por qué?

Ella le habría dicho que porque lo amaba y porque tener un hijo suyo sería lo más maravilloso que podría ocurrirle. Pero la expresión fría de Grey no la invitaba a semejante declaración.

Al ver que ella no contestaba, él contestó en su lugar.

– Porque todas tus amigas han decidido tener hijos.

– ¡Mentira!

– ¡Es una razón poco argumentada!

– ¡Dios mío! Odio que te pongas de abogado conmigo -dijo ella furiosamente-. ¿Qué harías si yo dejo de tomar la píldora directamente? -preguntó. E inmediatamente se arrepintió de haber pronunciado aquellas palabras. Pero ya era tarde.

– ¿Es un chantaje emocional, Abbie? -preguntó él, muy tranquilo-. ¿Es una declaración de intenciones?

Ella se sintió avergonzada. Siempre había considerado su matrimonio un asunto de dos. Ahora no parecían compartir los mismos deseos. Pero, evidentemente, la idea de un hijo tenía que ser una decisión de los dos. Un niño necesitaba el amor y el deseo de los dos padres.

– Llevo meses pensando en esto, Grey.

– Y ahora te has decidido y quieres informarme de tu decisión unilateral, ¿no?

– No es así, Grey. Yo… simplemente quería estar segura.

– Bueno. Yo también quiero estar seguro -dijo él.

Luego, como si quisiera suavizar el tono de la discusión, agregó:

– ¿Y qué pasa con tu carrera? Ahora estás empezando a ser reconocida.

– No tengo intención de dejar de trabajar, Grey -dijo ella, interrumpiéndolo.

¡Dios! Si su profesión era su única preocupación, entonces no habría problema.

– He pensado que si contratásemos una niñera podría arreglármelas para…

– ¡Maldita sea, Abbie! ¡Un niño no es un elemento más para que una mujer pueda demostrarse que es una superwoman! No quiero tener un hijo para que esté con una niñera desde los dos meses, mientras su madre esta metida de lleno en su vida profesional -dijo Grey. Y tiró la servilleta sobre la mesa, retiró la silla y se puso de pie.

– ¡No comprendes nada! -gritó ella-. ¿Por qué no quieres escucharme?

– Te he escuchado. Ahora me toca a mí pensar. Dices que has estado pensándolo durante meses. ¿Cuántos meses? Me parece que yo tengo derecho a pensármelo tanto como tú.

– No intentes escurrir el bulto, Grey. Hablo en serio.

– Yo también.

Se miraron un instante como si fueran extraños.

Luego Grey se encogió de hombros y dijo:

– Hablaremos de esto dentro de seis meses. Y ahora, como no tengo mucha hambre, iré a escuchar los mensajes del contestador.

Abbie se quedó en silencio donde estaba. No comprendía qué había pasado. Momentos antes habían estado compartiendo amablemente la cena y, de pronto, había estallado la tormenta.

«Bueno, la has armado bien, Abigail», pensó ella. De no ser porque lo conocía tanto, habría pensado que él no quería que ella tuviera un hijo suyo. Pero eso era ridículo. A Grey le gustaba la idea de estar rodeado de niños. Ella había sido la que había querido esperar por su profesión. Casi deseó no haber tenido tanto éxito en su trabajo…

Con un profundo suspiro se decidió a levantar la mesa y luego recogió el bolso que aún estaba en la entrada. Si él había decidido trabajar, ella también lo haría. Mientras Grey se ocupaba de los mensajes, ella trabajaría en el ordenador. Pero antes insistiría en que él la escuchase.

Cabía la posibilidad de que él siguiera negándose a la idea de fundar una familia, pero por lo menos se enteraría de que ella no tenía intención de saciar su deseo de un bebé dejándolo en manos de una niñera para viajar a distintas partes del globo terráqueo cuando se lo propusieran. Si eso era lo que él pensaba, no le extrañaba que estuviera enfadado.

Grey estaba hablando por teléfono cuando ella entró en la habitación. En ese momento dejó de hablar y alzó la vista, tapando el aparato con una mano.

– Déjame que hable un minuto, Abbie, ¿de acuerdo? Es…

Ella cerró la puerta violentamente sin escuchar de qué se trataba.

– ¿Abbie? -Grey fue a su encuentro un rato después. La encontró cargando la lavadora.

– ¿Dónde está tu bolso, Grey? Debes tener ropa para lavar, si has estado fuera.

– En la habitación. Abbie, en cuanto a la llamada telefónica…

Ella no quería escuchar por qué tenía él necesidad de secretos de pronto cuando antes jamás los habían tenido. Sabía que gran parte de su trabajo era confidencial, pero siempre habían compartido el estudio; él confiaba en su discreción. O tal vez no se tratase de trabajo. La idea la hizo poner rígida. Abbie pasó delante de él y fue hacia el dormitorio, donde abrió la cremallera del bolso de Grey y comenzó a sacar la ropa.

Luego recogió la ropa que habían tirado al suelo mientras se duchaban. ¿Dos pares de vaqueros? Miró el par de vaqueros que acababa de sacar del bolso de Grey. ¿Qué clase de abogado llevaba vaqueros a los juicios? No solía ponérselos para trabajar. Tenía un ropero lleno de trajes que usaba para su trabajo. Y al levantar los vaqueros le llegó un leve aroma a humo de leña, que le recordó la cabaña.

Abbie fue a la cocina. Grey estaba aún al lado de la lavadora. Así que tuvo que pedirle que se apartase para meter la ropa.

– Perdona, Grey.

Le pareció que él no iba a moverse, luego lo vio encogerse de hombros y decirle:

– Abbie, ¿vas a dejar de andar con esa cara y vas a dejarme que te explique? -le pidió él, cuando ella fue a meter la ropa.

– ¿Explicarme? Tú querías hacer una llamada privada. ¿Qué tienes que explicarme acerca de ello?

Aunque sentía que había mucho que explicar. Puso el programa en la lavadora y quiso marcharse, pero él se interpuso en su camino.

– Sé que estás enfadada porque no quiero que tengamos un bebé ahora…

– ¡Qué listo! -lo interrumpió.

Pero en realidad lo que le molestaba era que no quisiera escucharla, algo que no era común en él.

Cuando ella pasó por su lado, él la sujetó por el brazo.

– Lo siento si ha parecido que no me preocupa el tema. Lo pensaré. Lo que ocurre es que estas dos semanas han sido muy duras.

– ¿Unas semanas difíciles? ¿Qué ocurrió? -preguntó ella preocupada-. ¿Se trata de Robert? -Abbie recordó la llamada de Robert.

– ¿Robert? -repitió él, sorprendido.

– Lo has llamado antes. Y me preguntaba. -Abbie dudó, luego continuó-: Pensé que tal vez Susan había vuelto a causar problemas.

– No. No se trata de Susan. -Grey se encogió de hombros-. Ahora no puedo explicártelo.

– ¿No? -ella se puso tensa-. Entonces no puedo comprenderlo. Y si ahora me perdonas… -dijo ella formalmente-. Ha sido un día muy duro, y si no me acuesto enseguida me caeré de cansancio.

Él la miró como si no pudiera creer lo que estaba escuchando. A ella le pasaba lo mismo. Por lo visto, aquel día no se entendían.

Grey se apartó para dejarla pasar. Tenía las facciones tensas.

– Entonces no te molestaré cuando me acueste. Buenas noches, Abbie.

Abbie pudo llegar a la habitación antes de que se le escapara el llanto.

¿Qué les estaba pasando? Llevaban casados tres años. Tres años muy felices. Por supuesto que habían tenido alguna discusión, pero discusiones que habían durado segundos, tras las que seguían gloriosas reconciliaciones. Pero no una discusión como aquélla.

Algo andaba mal. Ella lo había presentido desde el mismo momento de su llegada al aeropuerto cuando no lo había encontrado allí. Lo normal habría sido que él hubiera llamado desde el hotel para ver si había algún mensaje en el contestador del teléfono de su casa. Había tenido tiempo de sobra para recibirlo. Pero no lo había hecho. Algo había pasado durante su ausencia. Pero, ¿qué? Quería saberlo. Pero reprimió el instinto de ir a preguntarle.

A pesar de las largas horas de viaje, Abbie no podía dormirse. Pero horas más tarde, cuando Grey fue a acostarse, se hizo la dormida. Y, se hubiera dado cuenta o no, él no intentó saber si ella fingía. No encendió la luz. Se desvistió sigilosamente y se acostó a su lado e, inmediatamente, se dio la vuelta.

Ella entonces abrió los ojos en la oscuridad y permaneció así durante horas, oyendo la respiración de Grey y pensando acerca de los planes que había hecho durante el viaje de vuelta.

¿Sería demasiado tarde para rechazar los trabajos en el extranjero?


Al despertarse la habitación seguía a oscuras. Pero el sol se filtraba por el pasillo. Enseguida se dio cuenta de que era tarde. Se quedó echada un momento en silencio. Sabía que estaba sola y le daba rabia.

Ella había pensado que tal vez aquella mañana tuviera lugar una reconciliación. Ninguno de los dos había estado muy brillante. Habían estado muy cansados y ella estaba dispuesta a admitir que, de haber escogido un momento mejor, Grey podría haber estado más receptivo.

Pero él se había marchado dejándola dormida, sin decirle adiós siquiera. Ella había pensado ocuparse de los quehaceres hogareños aquel día. Hacer la compra, preparar una buena cena, ocuparse de arreglar la casa después de dos semanas de ausencia. Pero sintió la necesidad de afianzarse como persona. Y no había mejor modo de hacerlo que trabajando.

Se levantó de la cama. Cuando fue a ponerse la bata descubrió que había desaparecido un cuadro de la pared. Un Degas auténtico. ¿Les habrían robado durante su ausencia y él no habría querido asustarla? ¿Por eso consideraba él aquellas dos semanas como «duras»?

Abbie corrió al joyero. Estaba todo intacto. Levantó el auricular del teléfono y llamo a la oficina de Grey. Debía existir una explicación para aquello. Grey algunas veces prestaba sus cuadros para exposiciones en galerías y podría haberse olvidado de comentárselo. No podía decirse que hubieran conversado amistosamente la pasada noche como para darle oportunidad de comentárselo.

Abbie dejo el teléfono en su sitio. Tal vez fuera eso. Podía esperar a que Grey volviera del trabajo.

Con paso tembloroso, fue a la cocina a hacer té. En medio de la mesa había un florero con una rosa roja. También había una nota para ella que ponía:

«Pensé que necesitabas dormir. Te veré esta noche. Grey.»

Nada más. Ninguna disculpa. Pero se había tomado la molestia de ir a buscar una rosa antes de ir a la oficina.

No obstante… ¿Por qué tenía la impresión de que eso le habría resultado más fácil que despertarla y pedirle disculpas y decirle que lo sentía?

Загрузка...