Dos horas más tarde, Abbie, vestida con un pantalón de seda amplio color chocolate, su color preferido, y un top color crema que destacaba su piel bronceada y su pelo rubio, estaba hablando con el director del periódico sobre las fotografías más adecuadas para el suplemento semanal en color. Abbie había enviado las fotografías por adelantado con un mensajero.
– Has hecho un trabajo estupendo, Abbie. Esta fotografía de la madre metiéndose en ese avión diminuto rumbo a las colinas para seguir buscando a su hija por todas partes…
– Si hubiera podido ir con ella…
– No. Ese es el lugar justo donde tenías que terminar el reportaje. Un toque de esperanza, una firme decisión y un montón de coraje. Una madre sola, buscando a su hija desaparecida. Mereces un premio por esta foto.
– No me merezco nada, Steve -dijo ella, disgustada de pronto consigo misma por estar tan satisfecha del resultado final-. Solo espero que la mujer esté bien. Podría pasarle cualquier cosa allí y nadie se enteraría.
Steve Morley la miro inmisericorde.
– Me parece que estas demasiado implicada emocionalmente en este trabajo, Abbie. Tú estabas allí para recoger el testimonio de los hechos, no eras responsable del resultado. La mujer fue quien tomó una decisión. Es su hija. Y tu reportaje servirá para su caso y muchos como el suyo.
– ¿Sí? ¡Ojalá!
– Confía en mí -dijo Steve firmemente-. Venga, te invito a almorzar.
Confiar. Una gran palabra, muy emotiva.
Una palabra muy emotiva. Sin confianza no había nada. ¿El tiempo que pasaban separados estaría erosionando la confianza entre Grey y ella? Necesitaba confiar en él con toda su alma. Sin embargo. Habrá muchos espacios en blanco, muchos espacios vacios que los separaban peligrosamente. Hubiera o no un bebé en el futuro, no volvería a aceptar un trabajo en el extranjero. Estaba decidido.
Mientras bajaban en el ascensor, Steve la distrajo de sus pensamientos preguntándole adonde quería ir a almorzar.
– Hay un restaurante indio muy bueno. Pero me imagino que después de dos semanas por allí, no tendrás mucho interés en comer comida india…
– Supones bien, señor Morley -lo interrumpió ella muy convencida. Luego le sonrió con picardía y le dijo-: ¿Qué tal si vamos a aquél otro…?
– ¿A L’Escargot?
– L’Escargot, ése.
El almuerzo transcurrió amenamente con Steve, charlando sobre lo que había ocurrido en la oficina durante su ausencia y ofreciéndole varios reportajes para el futuro.
– ¿Qué te parece si nos vamos un mes a los Estados Unidos? -y, al ver que ella iba a rechazar la idea, agregó-: Se trata de un reportaje de interés humano en el profundo sur, en Atlanta. Es un tema ideal para ti. Aunque supongo que, como tu encantador marido ha conseguido un buen precio por el Degas en la subasta, no te hace falta dinero precisamente -agregó Steve.
¿El Degas? ¿Lo había vendido?
A pesar de que Steve Morley había hecho el comentario como por casualidad, ella se daba cuenta de que había querido tomarla por sorpresa, y que esperaba la contestación de alguien desprevenido. Si Steve tenia la sospecha de que la familia Lockwood estaba pasando algún tipo de problema económico, seguramente querría saberlo. Y probablemente sería el motivo de que la hubiera invitado a almorzar.
– Normalmente no cubres las noticias del mercado del arte, ¿no, Steve? -pregunto ella, aparentemente sorprendida-. ¿Quiero decir, no te interesa…?
Él se rio con picardía. Sabía que ella lo había descubierto.
– Yo cubro todo lo que tenga que ver con el nombre Lockwood, y si estás en apuros económicos, eso tiene que ver con Robert… Abbie, siempre estoy interesado en las actividades del hermano Robert y su entorno.
– Pensé que teníamos un acuerdo: Yo sigo trabajando contigo siempre que no me preguntes nada sobre Robert.
Steve se encogió de hombros.
– No me parece un delito recordarte que estoy dispuesto en cualquier momento a que cambies de parecer.
– Olvídalo. Y olvídate de Atlanta. No voy a volver a aceptar trabajos en el extranjero por un tiempo.
– ¿Tienes problemas con tu señor?
Había dado en el blanco. Y conocía demasiado a Steve como para engañarlo.
– Hasta el matrimonio más perfecto necesita que se lo cuide, Steve.
– No te lo discuto. Ya quisiera yo que mi mujer hubiera sido tan cuidadosa -dijo él-. Y si tiene algo que ver la hermosa pieza con la que lo vi almorzando la semana pasada, me atrevería a decir que has reaccionado rápido.
– ¿Hermosa pieza? -sonrió ella fríamente.
– Por lo que acabas de decir, pensé que lo sabías, o que sospechabas algo…
– ¿Sospechar? -Abbie se quedó en estado de shock.
Pero luego pensó que si su marido había estado almorzando con una mujer, tenía que haber alguna explicación racional para ello.
– ¡Oh, Steve! ¿De verdad? -dijo ella con una risa incrédula. Quería demostrarle lo ridículo de su sospecha.
Pero sabía que necesitaría algo más para convencerlo de su error. Lo tomó las manos entre las suyas y le dijo solemnemente, mirándolo a los ojos:
– ¿Quieres que te diga algo que se me acaba de ocurrir? Que… Me preguntaba qué diría Grey si alguien le dijera que me ha visto almorzando en L’Escargot con uno de los hombres mas apuestos de Londres -Abbie se inclinó y le dio un beso suave en los labios. Luego le soltó la mano.
Era un reproche. Un amable reproche.
– ¡Ah! Comprendo. Supongo que pensé eso de tu marido porque tú estabas fuera… Una mala costumbre. Lo único que me justifica es que empecé la carrera escribiendo una columna de cotilleos…
– Es una mala costumbre que va a costarte el postre más caro que haya en este restaurante.
– Sí, señora -dijo él, llamando al camarero.
Pero en realidad las fresas no tenían gusto a nada, aunque ella hizo el esfuerzo de comérselas todas.
Cuando Steve la dejó en casa, ella decidió no entrar inmediatamente. Prefirió caminar un rato por un parque al que acudían señoras de mediana edad para pasear a sus perros, y numerosas niñeras, que podían ser identificadas simplemente por su juventud y los cochecitos caros que llevaban bajo el sol.
¿Estaría en lo cierto ella?
Si Grey hubiera conoideo a otra mujer, se lo habría dicho. No podría haber hecho el amor con ella de ese modo si hubiera conocido a otra, ¿no? Aunque nunca le había hecho el amor de una manera tan desesperada, con tanta hambre. Y luego se había ido por la mañana sin dedicarle siquiera una mirada…
Era ridículo, pensó. Ella estaría herida por la discusión que habían tenido. Pero mientras se sentaba bajo los rayos del sol, se preguntaba por qué necesitaba tanto convencerse de que él la amaba. Ellos eran la pareja perfecta. Los amigos siempre les habían tomado el pelo por irse los primeros de una fiesta; siempre los habían envidiado por la libertad que se otorgaban el uno al otro, y por la confianza y la transparencia de su relación.
¿Pero era tan perfecto realmente? El que Grey la apoyara en el desarrollo de una profesión que la alejaba muchas veces del hogar, siempre había supuesto para ella la prueba de su amor y de la confianza que le tenía. Siempre había despreciado los comentarios de algunas amigas suyas que le dejan que a un marido tan atractivo como el suyo no se atreverían a dejarlo solo más de cinco minutos.
Pero ahora esas pequeñeces empezaban a cobrar importancia.
Grey había comentado una vez que un hombre que trabajaba hasta tarde lo hacía por unas de dos razones: porque era incompetente en su trabajo, o porque no tenía ganas de volver a casa con su esposa. Y últimamente, antes de que ella se hubiera ido a Karachi, había estado trabajando hasta tarde algunas noches.
Abbie se sorprendió por la dirección que estaban tomando sus pensamientos. Que Steve le hubiera contado que había visto a Grey con una mujer no significaba nada. Probablemente sería una compañera de trabajo, o una cliente. Y si no lo era, ella confiaba en él, de todos modos. Podía ser lo mismo que su almuerzo con Steve.
Y si había vendido el Degas por cuestiones económicas, eso podía explicar su rechazo a fundar una familia, y su renuencia a que ella dejara su trabajo. Pero si le hubiera explicado, si hubiera tenido confianza en ella…
La palabra confianza aparecía a cada momento.
Se sentía mejor. Incluso estaba dispuesta a conceder que tal vez la reacción de Grey ante el deseo de ella de tener un hijo podía estar justificada. Ella había estado tan entusiasmada con la idea que no se había dado cuenta de que había pretendido que él se entusiasmara del mismo modo sin darle tiempo a madurar la idea.
Bueno, ella podría pensar en la reorganización de su vida sin que fuera un problema. De hecho, ya había empezado. No aceptaría los trabajos en el extranjero.
Se lo diría a Grey cuando estuvieran en la cabaña. Un par de semanas en Ty Bach les daría la oportunidad de hablar más relajadamente, de conversar sobre el futuro. Abbie se sintió contenta. Se puso de pie, se sacudió el polvo de la ropa que le había ensuciado el banco del parque, y volvió hacia su casa.
Pero el encontrar la llave de Grey en la cerradura apenas pasadas las seis de la tarde, la puso nerviosa.
– ¿Abbie? -Grey se acercó a la puerta de la cocina y se apoyó en ella-: ¡Hola! -dijo al verla.
– Hola -dijo ella, un poco tímidamente, casi de un modo formal-. Has venido temprano.
– Mmmm… -dijo él asintiendo-. Le pedí al jefe que me dejara salir más temprano para poder salir con mi esposa.
– ¡Tonto! -murmuró ella, riendo-. Tú eres el jefe.
– Y un jefe muy bueno, obviamente. -dijo él, yendo hacia ella, y rodeándole la cintura.
Apenas se adivinaba un toque de tensión en el rostro de Grey, que le anunció una tregua después de la batalla.
– Porque me dije que sí -siguió hablando Grey.
Por tanto aquél era el modo de que se valdría él para firmar la paz.
– Gracias por la rosa.
– Me alegro de que te haya gustado -dijo él con una sonrisa que le relajó el gesto-. Arriesgué mi vida trepando por el parque para traértela.
– ¡Grey!-suspiró asombrada, imaginándoselo trepando por la verja del parque a la madrugada-. ¡No es cierto!
Él alzó la ceja.
– ¡Tonto!-exclamó ella-. ¿Y si te hubiera visto alguien?
– Valía la pena el riesgo, si te hacía feliz.
Grey la apretó contra él con una mano, y con la otra le quitó un mechón de pelo que le tapaba la ceja. Y le dio un beso en la frente.
– Además, sé que podía confiar en ti para que me llevaras una lima para cortar los barrotes de la prisión, si hacía falta.
– ¡Tonto! -repitió ella, pero aquella vez le pellizcó el hombro.
– Puede ser. Y tengo algo mas para ti -Grey le mostró un par de entradas que sacó del bolsillo interior de su chaqueta-. ¿Quieres ver esto?
– ¡Grey! ¿Cómo las has conseguido? -le preguntó ella, ansiosamente, alargando la mano para alcanzarlas y verlas con sus propios ojos.
– Primero vas a tener que retractarte de ese «tonto» que has dicho antes -contestó él, impidiendo que Abbie atrapase las entradas.
– Me retracto sin reservas. ¡Dios mío! ¡Tantas atenciones se me van a subir a la cabeza! -exclamó ella, apoyando la cabeza contra el pecho de Grey.
– ¿Sí? ¿Quién más te ha estado mimando?
– Steve Morley. Me llevó a almorzar -dijo ella, alzando la cabeza para mirarlo.
¿Esperaba que le hiciera una confesión acaso? En ese caso, se habría decepcionado.
– ¡Qué suerte tiene Steve! -dijo él, con un tono un poco agrio.
Abbie sabía que a Grey no le hacía gracia Steve, ni su periódico. Pero no era de extrañar, porque su hermano, Robert Lockwood, era el político más popular del gobierno y la gente lo acosaba.
– ¿Te llevó a algún sitio bonito?
Ella le contó que sí.
– Te ha mimado mucho, ya veo -dijo él-. Debe de haber quedado muy satisfecho de tu reportaje.
– Muy satisfecho, sí. De hecho me ha ofrecido un mes en América.
– Estoy sinceramente impresionado… -dijo él con poco entusiasmo.
– Es normal que lo estés. Te has casado con una reportera de gran valor… Steve me dijo que me podrían dar un premio por la historia de Karachi.
– Menos mal que no me he entusiasmado con la idea de la paternidad -él bebió el zumo que tenía en la mano-. ¿Entonces, cuándo te vas a ir?
– ¿No te importaría? Nunca he estado tanto tiempo fuera.
– Hemos hecho un trato, Abbie. No voy a ser un esposo pesado ahora que estás en un momento importante de tu profesión. Tienes que estar dispuesta a irte si vas a ser una estrella del periodismo.
Ser una estrella cada vez le entusiasmaba menos.
– Yo creía que ser buena periodista suponía que podías elegir tus trabajos. Y además, ¿y nuestras vacaciones? Estoy deseosa de tenerte para mí sola durante un par de semanas.
– ¿Cambiarías un mes en los Estados Unidos por un par de semanas en una cabaña en un lugar solitario de Gales?
Ella hubiera dado cualquier cosa por estar dos semanas a solas con él. Le daba igual el lugar.
– De todos modos ha habido un problema con la cabaña.
– ¿Sí? Pensé que estaba todo arreglado.
Antes de irse ella a Karachi, Grey estaba lleno de planes. Muchos de ellos contemplaban la posibilidad de estar en la playa sin hacer otra cosa que hacer el amor con ella durante dos semanas. Él debió darse cuenta de la decepción de Abbie, porque dejó el vaso de zumo y se acercó a ella.
– Lo siento, pero Robert quiere usar la cabaña este verano, Abbie. Es el único lugar que no conoce la prensa. Y aunque se enterasen de su existencia, es un sitio difícil de encontrar. Y la gente del lugar no suele hablar en inglés cuando ve que les invaden el lugar. La prensa lo tendría francamente difícil.
Abbie se sintió culpable. Apreciaba a su cuñado. Era el hermano mayor de Grey; un hombre muy apuesto, brillante, el ministro más joven del gobierno. Lo lógico hubiera sido que fuera el hombre más feliz de la tierra, pero tenía una esposa que lo obligaba a estar pegado a ella con la amenaza del escándalo que podía suponer para su carrera política cualquier paso que él pudiera dar hacia una ruptura matrimonial. Así que Robert continuaba fingiendo tener una familia feliz de cara a los medios de comunicación, aunque pasaba todo el tiempo posible en su piso de Londres, y Jonathan, el hijo de ambos, estaba interno en un colegio.
– ¿Cómo está Robert? Vi su foto en el periódico que me dieron en el avión. Parecía estar mejor que otras veces. ¿Ha habido algún tipo de reconciliación? ¿Va a ir Susan con ellos a la cabaña?
Grey no contestó y en cambio dijo:
– Venga, vamos a salir y a divertimos.
A Abbie se le olvidó la historia del Degas. Se acordó mucho más tarde.
Tres días más tarde Abbie vio a Grey con «su hermosa pieza». Ella había estado de compras y había decidido hacer un alto y pasar a buscarlo para almorzar en un bar al que iban a veces.
Acababa de bajar de un taxi cuando vio la figura alta de Grey caminando por la calle en dirección a un parque pequeño en la esquina de su oficina. Abbie lo siguió. Si él había decidido comer unos sándwiches en el parque ella los compartiría con él.
El buen tiempo había invitado a los trabajadores a salir, y había varios de ellos sentados en los bancos y en la hierba, tomando el sol. Abbie se hizo sombra con la palma de la mano para mirar mejor y encontrar a Grey. No lo vio. Luego lo descubrió. Pero hubiera deseado no verlo. Habría deseado no haberlo seguido.
«Una pieza hermosa» la había llamado Steve. Y lo era. Era menuda, delicada, con el pelo negro, liso y brillante. Abbie sintió una punzada de celos al ver aquella mujer pequeña que daba la sensación de fragilidad que les gustaba a los hombres y que los invitaba a ser protectores con ellas. Una fragilidad que ella nunca había tenido. Ella siempre había sido alta, incluso de adolescente.
Grey había sido el único hombre en su vida que se había tenido que agachar para besarla. Pero nunca se había tenido que inclinar tanto como en ese momento para dar un beso tierno en la mejilla a aquella mujer guapa y morena.
Entonces Grey le puso el brazo alrededor de los hombros. Luego se inclinó sobre el carrito de bebé que llevaba la mujer, y tocó los deditos del bebé. Era una escena tan emotiva que si ella hubiera sido una persona ajena a ellos le habría parecido encantadora.
Abbie se escondió en la sombra de los árboles, con el corazón en un puño y unas tremendas ganas de gritar. Quería desaparecer. Salir corriendo. La idea de estar espiando a su marido le desagradaba tanto que sentía náuseas. Pero no podía dejar de mirar la escena.
Permaneció con la vista fija en aquellas dos figuras y en aquel bebé que miraba a su madre desde su cochecito. Pasaron cerca de ella con paso lento.
– Si necesitas algo, Emma, llámame -dijo Grey cuando pasaron.
Abbie se quedó quieta en la sombra de los árboles.
La chica murmuró algo que no pudo escuchar y él negó con la cabeza.
– A la oficina, excepto si es una emergencia -agregó Grey.
Entonces la chica miró a Grey.
– Sí, ella volvió hace un par de semanas.
No pareció necesitar más explicación.
– Te llevaré a cabaña tan pronto como…
Cuando dieron la vuelta en un recodo del parque, Abbie ya no pudo oír la voz de Grey. La cabaña. Había planeado llevar a aquella chica llamada Emma a Ty Bach. Todo lo que le había dicho acerca de Robert eran mentiras…
No le extrañaba que no le importase que ella se fuera a América. Él tenía otros planes para sus vacaciones de verano. Y tampoco le sorprendía que no quisiera que ella tuviera un bebé. No había perdido mucho tiempo en encontrar una esposa suplente, al parecer.
Pero evidentemente, con una familia tenía bastante.
«No, Abbie», te estás precipitando en tus conclusiones. Seguramente habría una explicación lógica.
Debía haberla. Sería una chica de la oficina que se había quedado embarazada, y que necesitaba ayuda. O alguien relacionado con su profesión. Una cliente. No, una cliente, no. La había besado. Y besar a una cliente, aunque sólo fuera en la mejilla, era muy arriesgado.
«¡Dios santo!», pensó. Rogaba que se le ocurriera algo que justificase aquella escena. Pero su cerebro no le respondía.
Grey y la desconocida se sentaron en un banco libre.
Charlaron relajadamente. Él tenía el brazo extendido por encima del respaldo del banco en un gesto protector. Al rato, miró el reloj, sacó un sobre del bolsillo interior de la chaqueta y se lo dio a la mujer. Emma lo metió en su bolso sin abrirlo, y luego, cuando Grey se puso de pie, se levantó también y le dio un abrazo. Él la abrazó un momento, y después de separarse de ella miro nuevamente al bebé dormido y le acarició los rizos negros antes de ir hacia la salida del parque.
No había habido nada que pudiera llamar la atención en el comportamiento de ellos dos. Ningún beso apasionado, ninguna mirada comprometedora. Parecían una pareja felizmente casada, con un bebé de pocos meses, que se había encontrado en el parque a la hora del almuerzo.
Abbie se adentró entre los arbustos instintivamente cuando Grey se acercó a la puerta. Él no miró en ninguna dirección, más que adonde se dirigía. Cruzó la calle y se detuvo en un puesto de flores. Compró un ramo de rosas color rosa suave, y se rio cuando la vendedora le dijo algo. Un momento más tarde, desapareció de la vista de Abbie, y ella finalmente salió a la cegadora luz del sol.
Era la primera vez que Abbie no sabía qué hacer en su ordenada y prolija vida. Ella era periodista. No de las que solían ir de puerta en puerta buscando la noticia, pero era una experimentada observadora, con una mente preparada para extractar información con pocos datos y en condiciones difíciles, incluso de una entrevista concedida a regañadientes. Si hubiera tenido que hacer un reportaje de aquella escena, se habría acercado a la chica y habría buscado el modo de entablar conversación con ella.
No sería difícil acercarse a Emma. Los bebés y los perros eran una excusa estupenda para que la gente se abriera. Ella no quería hacerlo. Pero tenía que hacerlo.
Y, aunque se le aflojaron las piernas, se obligó a caminar hacia donde estaba la chica, a quien su marido había rodeado con su brazo protectoramente, y a la que había llamado Emma.
No tenía ningún plan preconcebido. Ni idea de lo que le iba a decir. Pero no era necesario. Mientras se acercaba al banco, la chica levantó la vista y sonrió.
Pero no, no era una chica. Era más bien una mujer. Su edad estaba más cerca de los treinta que de los veinte años.
– Hace mucho calor para hacer compras, ¿no? -le dijo cuando vio a Abbie con las bolsas. Su voz era suave, como el resto.
– Sí, supongo que sí.
¿Hacía calor? ¡Ella sentía tanto frío en su interior!
Pero era un modo de acercarse a la desconocida, y se sentó.
– ¿Se ha comprado algo bonito?
Era una pregunta simple. Difícil de contestar para ella. Pero lo hizo.
– Una camisa y un jersey. Para mi marido -agregó sin poder decir más.
Abbie quería poder charlar amistosamente con la mujer, hacerla sentir en confianza como para que le suministrase información. Quería olvidarse de que era un asunto personal, y poder tratarlo como si de un reportaje se tratase.
– Y calcetines -agregó Abbie-. Los hombres nunca tienen calcetines suficientes, ¿O esa es una impresión mía?
«Sonríe», se dijo, deseando poder sonreírle a la mujer.
– Tengo la teoría de que siempre hay una conspiración entre los fabricantes de lavadoras y los fabricantes de calcetines.
Su gesto pareció convincente, porque Emma se rio.
– Puede ser que tenga razón. A mí no me importaría tener que comprarle los calcetines a mi hombre. Pero desgraciadamente él tiene una esposa que se daría cuenta.
– ¡Oh! ¿Sí? ¿Se daría cuenta de que hay calcetines extraños en la lavadora?
Sí, ella se daría cuenta, pensó Abbie.
– Ni siquiera puedo tener cosas suyas en mi casa. Podrían mezclarse fácilmente.
– Supongo que sí -Abbie casi se sonrojó.
Pero al parecer había gente que no tenía el más mínimo problema en hablar de sus intimidades con un extraño. Sobre todo debía ocurrir cuando hubiera ciertas limitaciones en ese sentido para hablar con los familiares o los amigos. Pero de lo que menos quería hablar con aquella mujer era «de la esposa de su hombre».
Abbie miró el cochecito.
– Un bebé es algo más personal que un par de calcetines -dijo haciendo un esfuerzo. Pero tenía que estar segura-. Es el regalo más grande del mundo.
– Es lo que él dice -la mujer sonrió, escondiendo en su sonrisa un sinfín de secretos, y tocó los dedos del bebé-. Y aunque él me deje algún día, yo tendré a esta criatura, que es su hijo.
– ¿Cuánto tiempo tiene? -le preguntó Abbie.
Los celos la quemaban por dentro.
– Doce semanas -la mujer acarició el pelo negro que asomaba la cabecita del bebé-. Nació después de Semana Santa.
Cuando Abbie había estado en África, en un campo de refugiados. ¿Habría estado Grey con aquella mujer, tomándole la mano, animándola en el trabajo del parto? ¡No! Su corazón se rebeló. No era posible.
Se inclinó hacia el cochecito, tapándose la expresión atormentada con el pelo que le caía por delante de la cara. Cuando vio al niño dormido de cerca, se puso lívida.
– Es hermoso -dijo Abbie con una voz que parecía venir de un lugar muy lejano.
Era tan hermoso como lo había sido su padre de pequeño.
Abbie recordó el momento en que había visto sus fotos de pequeño, cuando habían limpiado y ordenado la casa de su padre, hacía un año. Grey había sido un bebe de ojos brillantes y lleno de rizos.
Y el niño que tenía delante podría haber sido su hermano mellizo.
– ¿Cómo se llama? -preguntó ella. Se alegraba de no dar un grito de dolor y poder seguir conversando con la mujer.
– Matthew.
– ¿Matthew?
No se llamaba Grey. Al menos no le había hecho eso. Pero le alcanzaba con lo demás.
Matthew Lockwood. Fundador de Lockwood, representante de Verjas y Praderas. El padre de Grey, su querido y amable suegro, que había muerto hacía un año. El niño llevaba su nombre.
– Es un nombre muy bonito -dijo enseguida-. Su…
¿Cómo lo llamaría? ¿Amigo? ¿Amante? Se negaba a ponerle ese nombre.
– Debe de estar muy contento.
La mujer se inclinó hacia el niño y tocó al bebé. Éste le apretó el dedo con su manita.
– Sí, está loco con el niño. Lo ve siempre que puede. Pero no es fácil para él -se encogió de hombros-. Su esposa jamás le concedería el divorcio.
Abbie se enfadó.
– ¿No le daría el divorcio? -preguntó, irritada.
Ahora sabía con seguridad que Grey la estaba engañando. Tenía una amante desde hacía por lo menos un año. Y en cierto modo también estaba engañando a aquella mujer, con sus mentiras. ¿Cómo se la habría descrito? ¿Sabía la madre de su hijo que cuando él dejaba su cama, cuando volvía a su casa, le hacía el amor a su esposa dulcemente? ¿Como si no existiera otra mujer para él?
Pero no era la única mujer. ¿Cómo podía hacer eso él? El hombre al que amaba, al que creía conocer, se había convertido de pronto en un extraño. Un extraño que podía sonreírle como si su corazón le perteneciera por entero, que podía decirle que la amaba, con el sabor de los besos de aquella mujer aún en los labios. Aquella idea era como un cuchillo en su corazón. ¿Cómo no había sospechado antes todo aquello? ¿Cómo no había visto el engaño en sus ojos?
Sólo la rabia la hacía fuerte como para estar allí con Emma, con la cabeza alta, dispuesta a saber hasta dónde llegaban las mentiras de Grey.
– ¿Y le ha pedido el divorcio a su esposa?
La mujer se encogió de hombros y sonrió brevemente.
– Yo no se lo permitiría. Un divorcio difícil le traería demasiados problemas. Con su trabajo -tomó la mano del bebé distraídamente, y miró a lo lejos para disimular las ganas de llorar-. Y no podemos permitir que papá pase por todo eso, ¿no, cariño? -le dijo la mujer al niño. Y el bebé le sonrió tiernamente.
Era una pesadilla. Una pesadilla de la que no podría despertar. Pero Abbie prefirió seguir adelante. Cuanto más la hiriese el cuchillo, mejor. Sería mas fácil odiarlo, algo que antes le parecía imposible.
– El divorcio no le interesa, ¿de verdad? -insistió ella. Luego agregó-: A no ser que él sea su médico…
– ¡Oh, no! -exclamó Emma, horrorizada-. Él es… -dudó un momento, como si no debiera decir su profesión. -Él es abogado.
– ¡Ah! Comprendo.
Ya no había dudas. Se había cerrado toda posibilidad de escapatoria.
Uno de los socios de Grey había sido obligado a renunciar a su puesto por haber tenido un lío con una de sus clientes.
Miró la mano de la mujer que tocaba los deditos del bebé. Tenía una marca. Como si alguna vez hubiera usado una alianza. ¿Habría conocido así a Grey? ¿Llorando la separación de su marido en su oficina?
¡Imposible no ofrecer a una criatura hermosa como aquélla un hombro donde llorar! ¡Qué fácil le había sido involucrarse emocionalmente con alguien cuando su mujer estaba de viaje!
– No me importa, realmente. Yo sabía desde el principio que él no la dejaría nunca, y lo acepté. Por lo menos tengo a Matthew.
– Tal vez se solucione -dijo Abbie, débilmente-. No debe perder las esperanzas. Las cosas pueden cambiar.
– ¿Le parece? A veces sueño con ello -Emma sonrió suavemente-. A veces podemos estar juntos un rato y fingir que somos una pareja como todas. Él tiene una cabaña en el campo, que comparte con su hermano. Están muy unidos. Su hermano nos ha apoyado siempre y nos deja que la usemos…
Emma miró el reloj y se puso de pie.
– ¡Es tarde! Tengo que irme. Pronto será la hora de comer de Matthew -Emma quitó el freno del cochecito, luego se detuvo a mirar a Abbie. Y le preguntó, preocupada al ver su cara-: ¿Se encuentra bien? Está muy pálida-. ¿Quiere tomar algo? Tengo un bote…
– ¡No! -ella hizo el esfuerzo de recomponerse-. De verdad, estoy bien. Gracias.
Un comportamiento muy civilizado. Ella debería haberle arrancado los ojos a la mujer. Pero, ¿qué ganaría con eso?
Emma sonrió dudando.
– ¿Está segura de que se encuentra bien?
– No haga esperar a Matthew -dijo Abbie, forzando una sonrisa.
Durante breves instantes, Abbie permaneció en el mismo sitio mirando a Emma alejarse con el cochecito bordeando los canteros de flores. Luego ella también se puso de pie y se fue, dejándose olvidadas las bolsas de las compras en el banco.
Llegó a casa algo más tarde de las tres. Tenía tiempo suficiente para asegurarse de que no había dudas.
No es que le hiciera falta salir de dudas, pero necesitaba más pruebas en papeles.
Miró las tarjetas de crédito, y comprobó cada uno de los movimientos. Abril. Había una factura de gasolina justo en la frontera con Gales al día siguiente de viajar ella a África. También una factura de un supermercado en Carmarthen. Ella y Grey habían comprado allí la última vez que habían estado en la cabaña.
Mayo. ¿Dónde había estado ella en mayo? Dos días en el Mar del Norte. Más gasolina. Otro pago de supermercado. ¿Qué habría encabezado la lista del supermercado? ¿Pañales?
Junio. Otro viaje a Gales. Cada papel era como una cuchillada para ella.
La cuenta de julio no había llegado todavía. Pero había papeles que probaban su mentira. El día que le había dicho a ella que había estado en Manchester por motivos de trabajo, había llenado el tanque de gasolina cerca de Cardiff. Recordó que él había estado usando vaqueros el día que ella había llegado de Karachi; recordó también el olor a madera quemada en la ropa. La cabaña. Sintió que la tristeza iba a poder con ella. Y se aferró al escritorio. Entonces respiró hondo, y se esforzó por continuar. No había tiempo para la tristeza. De momento. Puso el archivador nuevamente en el estante y sacó uno que tenía los movimientos de la cuenta personal de Grey.
No se había molestado ni en disimular sus transacciones. Había pagos de una misma cifra durante los últimos tres meses. Y al recordar el sobre que Grey le había entregado a Emma en el parque, presumiblemente ella habría sido testigo de la entrega de otro pago de aquéllos ese día en el parque. También había una carta del banco de hacía dos días, en la que le confirmaban que habían abierto una cuenta a nombre de Matthew Harper, con el dinero obtenido con la venta del Degas.
Ella le había preguntado qué había pasado con el cuadro. Él le había dicho que lo había vendido para ayudar a salir a Robert de una difícil situación económica. Y ella le había creído.