Capítulo 5

Abbie llenó un bolso con ropa para pasar la noche y lo metió en el coche de Margaret antes de salir del garaje. Puso la radio para oír las noticias del tráfico y del tiempo. La radio hacía ruido, y enseguida se dio cuenta de que el pequeño Mini, que era usado la mayor parte de las veces para hacer compras, no estaba en condiciones de hacer un viaje de quinientos cincuenta kilómetros por una autopista. Pero no tenía otra cosa, así que se había apresurado a salir en medio de la hora punta del tráfico, intentando calcular mentalmente el tiempo que le llevaría llegar con el Mini.

Un Mercedes la adelantó. Era un soberbio Mercedes 500 SL, como el de Grey, aunque el color era imposible de ver en la oscuridad.

En el coche de Grey el viaje llevaría cuatro horas, pensó ella, desanimada. Si hubiera seguido el consejo de Polly y lo hubiera llamado, posiblemente podría haber estado atravesando la autopista cómodamente a una velocidad de ciento cincuenta por hora. Pero la comodidad y la ayuda le habrían resultado muy caras. Y de esta manera, con suerte, mañana estarían en casa a la hora de comer sin que él se hubiera enterado siquiera.

Después de pasar el Puente Severn la lluvia se hizo más intensa, casi imposible. Pero después de dejar la autopista empezó a nevar.

A pesar de las dificultades, Abbie no quitó el pie del acelerador hasta llegar a la desviación hacia la costa. Descubrió la desviación poco antes, y tuvo que frenar violentamente para meterse en una carretera estrecha que no tenía apenas tráfico.

Fue despacio, buscando el punto de referencia, un roble poco crecido, que marcaba la desviación casi escondida. Pero las luces del coche no la ayudaban.

Sintió miedo de no haberla visto, pero enseguida vio el árbol y dio un grito de alivio.

El camino hacia la playa era empinado, y terminaba en la playa rocosa, a unos metros de la desviación.

El coche se deslizó por la carretera completamente insensible al volante, y Abbie se alegró de que hubiera algo que la frenase antes de que se deslizara totalmente sin control y se metiera en el agua helada de la Bahía de Carmarthen. Pero en ese momento una de las ruedas golpeó la cuneta, el coche quedó atrapado y sus ruedas giraron hasta quedar en la dirección contraria. Entonces la rueda de atrás siguió a su compañera y el coche se resbaló de costado, volcándose con un ruido de metal y cristales que sonó como un estruendo en aquel mundo nevado y silencioso.

Abbie se quedó quieta, colgada del cinturón de seguridad contra la puerta, y extrañada de haber sobrevivido sin apenas hacerse un rasguño. Entonces las luces se apagaron. Sintió ganas de gritar. Con dedos temblorosos se soltó el cinturón de seguridad y se pasó al asiento del copiloto con las piernas igualmente flojas. Luego salió del coche.

Se quedó de pie un momento en medio del frío la nieve. No llevaba más que una falda corta y un abrigo igualmente corto, que poco hacía por quitarle el frío de las piernas. Era ropa adecuada para un Londres a punto de recibir la primavera, pero no muy apropiado para aquel lugar. En realidad no había tenido tiempo de escuchar las noticias del tiempo. Había salido deprisa en su afán por encontrar a aquel par de adolecentes enamorados.

Se levantó el cuello del abrigo y recogió su bolso.

Luego volvió la cara hacia el viento que le azotaba las piernas. La nieve le golpeaba la cara. El sendero resbaladizo que conducía al bungalow le quitó la poca energía que le quedaba.

Tenía la sensación de haber estado caminando durante horas. Si por lo menos hubiera tenido alguna luz de faro que la guiase…

En un momento dado le pareció ver una luz a lo lejos. ¿Sería su imaginación? Volvió a mirar, y la luz ya no se verá. Se cerró más el cuello del abrigo y siguió.

Un poco más adelante volvió a mirar. Vio el brillo de una luz, aquella vez más cerca.

– ¿Jon? -preguntó. Pero su voz no se oyó en medio de la nieve.

Entonces gritó con todas sus fuerzas:

– ¡Jon!

En ese momento, presa del pánico, tiró el bolso e intento correr hacia la luz. En su carrera, se apartó del sendero y cayó en un banco de nieve que pareció tragarla.

Se le metió la nieve por todas partes, por la boca, por las orejas, por las piernas. No sentía frío, extrañamente, después de la pesadilla de luchar contra el viento para avanzar. Estaba en calma. Abbie pensó que debía levantarse, porque si no, se quedaría dormida. Y sería un sueno eterno. Debía levantarse y seguir. Por Polly.

– Tendría que haber llamado a Grey -murmuró-. Él habría sabido qué hacer. Él siempre sabe qué hacer -y cerró los ojos.

– ¡Despierta! -alguien la estaba sacudiendo.

– ¡Despierta! ¡Maldita sea! -juró Grey.

Le pesaban los párpados, no podía abrir los ojos, pero la voz era insistente, imperativa, por lo que ella finalmente obedeció.

– ¿Abbie? -le dijo él.

– ¿Grey?-apenas pudo mover los labios.

Debía ser un sueño. O debía estar muerta. Porque el pelo de aquella aparición era blanco, no negro, y llevaba una ropa blanca muy extraña. Debía estar muerta, seguramente, y en su infierno particular todos los ángeles tendrían la cara de Grey. Era muy cruel. Porque ella podría no haber cuidado suficientemente el amor que él le había dado, pero no lo había engañado, y no se merecía ese infierno.

Cerró los ojos otra vez. Se preguntó entonces si a los ángeles se les permitiría maldecir de ese modo. Luego recordó que él era un ángel del infierno. Y se rio mentalmente. Todavía era capaz de hacer chistes. Quiso sonreír, pero sus músculos no le respondieron. Era mucho esfuerzo.

Pero su ángel tenía otras ideas, al parecer. Porque la levantó y la puso de pie antes de sacudirla fuertemente, para que ella tuviera que defenderse. Esa demostración de resistencia pareció complacerlo.

– Así está mejor -dijo él-. Ahora vas a tener que hacer un esfuerzo para valerte por ti misma. No puedo llevarte en brazos todo el camino hasta la cabaña.

¿Sería demasiado grande incluso para los ángeles?

– He perdido peso -protestó ella-. Puede ser que sea alta, pero soy delgada -luego agregó-: ¿No puedes volar? -le preguntó.

Él volvió a jurar. Pero luego prefirió sacudirla otra vez, y aquella vez ella se lo agradeció. Le hizo bien ir saliendo del sueño.

Entonces él le rodeó la cintura y comenzó a llevarla por la cuesta hacia la colina, resbalándose y jurando a cada paso. Se cayeron una vez en la nieve. Ella en realidad hubiera preferido quedarse allí tendida, en lugar de seguir con aquel penoso traqueteo.

Pero a pesar de sus quejas, él no quiso dejarla allí, y la forzó a seguir.

Una vez que estuvo en la cabaña, reconoció que había valido la pena. La cabaña estaba caliente. O al menos daba esa impresión en contraste con el frío de fuera. Pero no había fuego encendido en el hogar, y cuando él la dejó en el medio de la habitación, ella comenzó a temblar descontroladamente.

– Sera mejor que te quites esa ropa húmeda mientras yo enciendo el fuego -le dijo Grey.

Abbie se dio cuenta de que no la había rescatado un ángel. Ningún ángel podía tener ese pelo grueso y oscuro, esos ojos oscuros.

– No tengo nada de ropa para cambiarme -dijo ella-. He tirado mi bolso. Debo recuperarlo.

Él se movió rápidamente para cortarle el paso, y le sujetó los brazos para llevarla nuevamente hacia la chimenea. Luego encendió una cerilla y encendió un papel, y se quedó al lado del fuego hasta estar seguro de que se encendía bien. Luego se acercó a ella.

– ¡Por el amor de Dios! ¿No podías haber hecho un esfuerzo por levantarte de la nieve? -le preguntó él.

Luego siguió jurando. Y comenzó a desabrocharle los botones del abrigo. Ella empezó a rechinar los dientes. No por el frío sino por el hombre que tenía frente a ella, a quien había dejado en libertad para que hiciera lo que le ordenaba su corazón.

Grey le quitó el abrigo. La nieve se desparramó por todos lados, y él volvió a jurar. Era extraño, pensó ella.

Él no solía jurar. Sería porque la nieve estaba ensuciando la alfombra. Ella la limpiaría mas tarde.

Ella no veía la hora de sentir el calor del fuego sobre su cuerpo.

Él le fue quitando la ropa. Tuvo dificultad con los botones de la blusa, pero cuando ella le quiso ayudar, le dijo:

– Déjame a mí. Lo haré más rápido.

Así que se quedó temblando frente al fuego, tratando de no pensar en tedas las veces que él la había desvestido.

A veces lo había hecho lentamente, hasta atormentarla con el deseo. Pero nunca de ese modo tan frío, como si le disgustase, y prefiriese apartar su mano cuanto antes para no contaminarse con ella.

Cuando el sostén cayó sobre la pila de ropa, ella se tapó instintivamente.

– No me impresiona tu falso pudor, Abbie, después de lo de Atlanta -le dijo él, y le quitó los pantys y bragas con un solo movimiento. Y esperó a que ella se pusiera de pie para quitarle las botas-. ¿Puedes subir las escaleras para ir a la cama? -le pregunté cuando se levantó.

Ella no podía ver la expresión de su cara en la penumbra.

– Tráeme una manta, simplemente. Yo… Aquí estaré bien -dijo ella temblando.

– Siempre has sido una paciente difícil -dijo él. Pero no se molestó en discutir con ella. Simplemente se agachó y la levantó en brazos.

– No estoy… enfer… ma.

– No, casi muerta, simplemente -dijo él gravemente.

Y la llevó por las escaleras hacia la habitación abuhardillada encima de la sala de la vieja casa galesa.

Abrió la cama y la tapó con la gruesa colcha.

– ¿Pue… Puedes darme una bolsa de agua caliente? -preguntó Abbie con dificultad.

– Acabo de encender el fuego. Hasta dentro de un rato no podré poner a hervir agua.

Ella estaba temblando. Estaba congelada. Pero no esperaba que Grey se apiadara de ella. Él la había levantado de la nieve, pero por el modo en que la miraba, habría sido mejor que la dejase allí.

Ella se arrebujó en la mama.

Grey se había apartado. Oía sus pasos en el suelo de madera. Era normal. ¿Qué esperaba ella? ¿Que se hubiera echado a su lado, cuando tenía a Emma?

Una sola vez había estado en la cabaña en invierno, al poco tiempo de casados. De pronto la asaltaron los recuerdos. Y, sin que pudiera evitarlo, se puso a llorar silenciosamente.

Entonces sintió el peso de Grey sentándose en la cama. Cuando ella fue a darse la vuelta para preguntarle qué estaba haciendo, él le puso una toalla en la cabeza y empezó a secarle el pelo.

– Puedo hacerlo sola -le dijo ella. Y lo repitió, cabezona.

– Quédate debajo de la colcha, ¡por Dios! Y déjame que yo lo haga. Así. Quédate echada.

Ella sintió más ganas de llorar al sentir las manos de Grey.

Después de secarle el pelo le envolvió la cabeza con parte de la colcha.

Luego se apartó y en un solo movimiento se quitó el jersey y la camisa. Ella lo observó. Siempre le había molestado que se quitara las camisas sin desabrochar los botones, y las echase a lavar así, pero aquella vez el gesto le pareció estúpidamente entrañable. Él se quitó los zapatos y calcetines, y luego se puso de pie, y se quitó los pantalones y los calzoncillos, y se dio la vuelta para mirarla.

– ¿Qué… Que estás haciendo? -le dijo ella al ver que él levantaba la colcha dispuesto a meterse debajo de ella.

– Tienes frío, Abbie. Pasarán horas hasta que haya agua caliente para calentarte. Creo que tendré que calentarte yo mismo.

– ¡No! -hacía un momento ella le había reprochado mentalmente no hacer eso, pero ahora le angustiaba la idea.

– No estabas tan renuente cuando nos vimos la última ve -e dijo él.

La piel de Grey estaba increíblemente tibia cuando la apretó fuerte contra su cuerpo.

– ¿Qué fue lo que me ofreciste entonces? ¿Una última vez, por los viejos tiempos? Éste me parece un buen momento.

Ella intentó quitarse los brazos de Grey, pero eran muy fuertes.

– ¡Suéltame!

¿Cómo se atrevía a tocarla?

Pero él comenzó a frotarla con la mano que le quedaba libre, calentándole el cuerpo helado hasta que ella empezó a sentir una sensación de pinchazos. Él le frotó las piernas, haciéndole masajes para devolverle vida a su cuerpo.

Él le dio la vuelta, y se apoyó encima de ella arrodillado, formando una cueva con la colcha. Entonces le frotó los brazos, los hombros, la espalda hasta su trasero. No había nada de cariño, nada de amabilidad en sus cuidados, y ella gritó varias veces porque él le estaba haciendo daño.

– Deja de quejarte. ¡Dios mío! Mujer, ¿tienes idea de lo afortunada que eres por estar viva? ¿De que yo estuviera allí? ¿De que yo hubiera salido a buscar leña cuando tu coche se cayó a la cuneta? ¿Se cayó a la cuneta, no?-le preguntó él.

– Yo… Yo no vi el árbol hasta el último momento.

– Entonces frenaste de golpe. Si yo no hubiera oído el ruido del golpe…

Grey se interrumpió. La idea de lo que podía haberle pasado pareció afectarlo. Ella lo miró. De pronto se dio cuenta de qué era lo que estaba haciendo en aquella pesadilla.

Ella se dio la vuelta sin pensarlo.

– ¿Por qué estás aquí, Grey?

– Tengo derecho a estar aquí. Y como se trata de un asunto familiar, pienso que realmente no es asunto tuyo. Lo que no entiendo es qué estabas haciendo tú merodeando por la cabaña. ¿Es que tu novio te ha mandado en una misión especial?

– ¿Novio?

– ¿O te has vendido al mejor postor?

Ella se apartó levemente de Grey cuando él empezó a acariciarle los hombros y el cuello.

– ¿Qué se puede comprar con treinta piezas de plata hoy en día?

Ella se lo podía decir. Una cocina nueva, un baño, cortinas, alfombras, y pintura para las paredes.

– No los aceptaría -dijo ella.

– ¿Y quieres que me lo crea?

– Es verdad.

– Tú no eres capaz de reconocer la verdad. Mientes todo el tiempo, con la boca y con el cuerpo.

– No -protestó ella.

– Estas mintiendo ahora. Intentas hacerme creer que no quieres que te toque. Pero no es cierto, Abbie -le acarició un pecho. Su pezón se irguió inmediatamente-. Eres como un drogadicto que necesita su dosis. Tú estás esperando que te toque, deseas que te toque…

– ¡No!

– Di la verdad. ¿Cuánto hace? ¿Horas? ¿Días?

«¡Oh, mucho tiempo!», pensó ella. Y sentir su cuerpo tibio allí, le hacía tanto mal. ¡Tenía tantas ganas de abrazarlo!

– Tócame, Abbie -le pidió-. Si me tocas no seré capaz de rechazarte.

La voz de Grey se quebró. Era cierto que la deseaba. No sabía bien por qué, pero él la deseaba.

Entonces él le besó el cuello. El vello de su pecho le rozó los senos, que respondieron primitivamente. Ella empezó a sentir calor. Y entonces lo tocó.

Fue como si hubiera tocado un volcán en lugar de a Grey. Todos los deseos que ella había mantenido ocultos debajo una fachada fría en apariencia, se desataron con desesperación. Ella se abrió para él. Su cuerpo congelado se derritió por fin en el calor de la pasión. La sangre galopaba en sus venas dando rienda suelta a su necesidad de él.

El encuentro fue directo, feroz, sin preámbulos. Fue demasiado intenso como para poder durar.

Se sumergieron en la pasión y luego, exhaustos, se durmieron.


Abbie se despertó deliciosamente cómoda y tibia, con una bolsa de agua caliente en la espalda. Se dio la vuelta y se hundió más en las mantas. Se sentía feliz.

Era una sensación casi olvidada para ella.

Miró la habitación. De pronto recordó lo que había ocurrido, y se dio cuenta de que el estado de felicidad era transitorio.

Por lo menos estaba sola en la cama. No se había despertado con la figura de Grey a su lado.

Pero había otros asuntos de los cuales debía ocuparse, aparte de la vergüenza por lo que había pasado con Grey.

Jon y Polly debían estar en algún sitio ahí fuera.

Podían haberse perdido. Podían estar asustados. O peor aún, pensó al recordar lo que le había pasado a ella el día anterior.

Se sentó en la cama, y luego de envolverse con la colcha, se puso de pie y espió hacia el salón.

Grey, vestido completamente y envuelto en una manta, estaba dormido en una silla, frente al fuego.

Al verlo así, se dio cuenta de que él no se había levantado simplemente a quitar la nieve de los alrededores de la casa. El fuego estaba casi apagado. Llevaba allí muchas horas, al parecer. Él había preferido dormir allí en lugar de dormir a su lado.

Se quitó la colcha y fue al cuarto de baño. El agua estaba caliente. Se quitaría el aroma de la piel de Grey.

Y se recordó que ella no tenía nada de qué avergonzarse. Había sido él el que la había engañado.

Su marido había llevado a Emma a la cabaña, seguramente. Había dormido con ella… ¿No le alcanzaba con una sola mujer?

Abrió el armario pensando encontrar la ropa que había dejado la última vez que había estado allí, pero no estaba. Vio que las había quitado para que quedase sitio para las cosas de los nuevos ocupantes de la cabaña. Lugar para pañales y todas las demás cosas que el nacimiento de un bebé hacían necesarias.

Por sus mejillas se deslizaron unas lágrimas. Se puso una camisa de trabajo que le había comprado a Grey la última vez que habían estado allí. Tenía el aroma de su piel. Recordó su figura con la camisa, cortando leña, la anchura de sus hombros. Eran pensamientos peligrosos. La lascivia no era un sustituto del amor.

Se puso un par de vaqueros de Grey con un cinturón, y unos calcetines de lana blancos que él solía usar con botas de goma. Así estaría bien. Se pondría botas de goma ella también.

Al bajar se dio cuenta de que Grey seguía dormido. Buscó alguna ropa para salir. Se puso un chubasquero acolchado y una bufanda, y finalmente unas botas de goma. Luego volvió al salón.

Grey se había movido un poco. Su cabeza estaba apoyada en una mano. Siempre había podido dormir en cualquier sitio. Pero su postura relajada le molestó, cuando había tanto que hacer.

Enfadada, ella le quitó la mano que le sostenía la cabeza. Y ésta se dio contra el brazo de la silla de madera.

– ¿Qué diablos…?

– Es el despertador, señor -le dijo Abbie con dulzura, aunque mirándolo despiadadamente.

Grey la miró con acritud.

– ¿No te ha dicho nadie que puedes hacerlo con una técnica mas depurada?

– Mi técnica, señor Lockwood, no es asunto suyo. Estamos divorciados. Pero ya que has sacado el tema. Tengo una o dos quejas yo también. ¡Cuándo te metas en la cama de alguien sin permiso, lo menos que puedes hacer es quedarte cerca hasta que el otro se despierte para poderte disculpar!


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