Capítulo 8

Si estuviera embarazada al menos… Si pudiera tener un hijo suyo… Una parte de él que nadie podría quitarle. Eso habría sido Io que Emma habría querido. Y ahora tenía todo, mientras que ella estaba sola. Mientras ella estaría siempre sola.

En ese momento ella hubiera querido herirlo, por privarla de la satisfacción de ser madre… Pero al alzar la vista, vio que Grey también la miraba intensamente, como si su respuesta fuera muy importante para él.

En ese momento ella supo que estaba al borde del precipicio. Que podría caer de un momento a otro. Y lograría lo que quería: un hijo. Pero tendría que vivir con ello para siempre sola. Ella lo había decidido. No había vuelta atrás. La noche pasada no significaba nada. Si volvía a ocurrir…

– Creí que me habías dicho que había perdido peso -dijo ella tontamente.

– En las primeras semanas de embarazo las mujeres a veces bajan de peso -dijo él.

¿Lo sabía él? ¿Había leído libros sobre ello, había estudiado acerca del nacimiento natural, como un hombre moderno?

Seguramente. Porque él llegaba en todo hasta el fondo de las cosas. Se involucraba en todo. Y seguramente habría querido involucrarse en el nacimiento de su hijo. Sintió rabia.

– ¿Emma perdió peso, no? -dijo impetuosamente.

Él se quedó perplejo.

– Dime. ¿La llevabas al ginecólogo todas las semanas? ¿Asististe a clases de parto sin dolor?

Él hizo un gesto de desprecio, como si estuviera hablando de algo ridículo.

– ¿Cómo te las arreglabas para cumplir con tu agenda diaria, Grey? ¿Les hablabas de una conferencia como a mí?

Él la miró confuso.

– Debí decírtelo -le dijo, como pidiéndole que lo comprendiera. Pero ella no estaba para comprender.

– ¡Por supuesto!

– No debí dejar que Robert me convenciera. ¿Te importa tanto realmente?

– ¿Importarme? -ella lo miró furiosa-. Me estabas engañando… ¿Cómo crees que me sentí? Me di cuenta de que algo andaba mal. De que me estabas ocultando algo. Pero jamás me imaginé… -ella no pudo continuar.

– Y Steve Morley te ofreció un hombro para llorar sobre él, ¿no? -estaba enfadado-. ¿Por qué no viniste a mí? Ni siquiera me diste una oportunidad de explicarte.

– Porque no podía… -ella se interrumpió a tiempo.

Él había tenido seis meses para empezar de nuevo con Emma; si revelaba ahora su secreto, no habría servido de nada.

– Porque no quise -dijo ella-. Steve me ofrecía algo nuevo.

Era cierto. Pero ella no lo había aceptado.

– Quizás simplemente era el momento de vivirlo -agregó ella.

– ¡No es cierto! Tú estabas herida y enfadada, y él se aprovechó de ello. ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Qué lío! Abbie, lo siento -él le tomó las manos-. Lo siento tanto. Me pareció lo mejor en su momento. Ahora me doy cuenta del daño que pueden hacer los secretos. Crean una atmosfera que distorsiona todo, incluso el amor…

Ella estaba en estado de shock, mientras él descargaba su sentido de culpabilidad. Estaba paralizada. Ni siquiera podía quitar sus manos de entre las de él.

Grey negó con la cabeza. Parecía no poder continuar. Ella lo veía sufrir. Y le dolía. Pero tenía que soportarlo. Ella había tomado una decisión, y la mantendría. Él había escogido también, y también tendría que vivir con ello, como ella.

– Deberías cuidarte, Abbie. Descansar. -él seguía con su monólogo.

– Guárdate los consejos para embarazadas para aquéllas que lo necesiten -le dijo-. No estoy esperando un hijo. Aunque no sería asunto tuyo si así fuera.

Ella sintió un cierto alivio al desahogarse. Pero él la sorprendió diciéndole:

– Estamos casados aún, Abbie. Todo lo relacionado contigo me concierne.

– Por pocos días.

– ¿Has firmado los papeles? -le preguntó él, alzando la cabeza.

– Los he recibido ayer. Están en mi bolso. Allí afuera, en la nieve.

– ¿Los has traído por si encontrabas un buzón a mano? ¿Tenías tanta prisa en terminar nuestro matrimonio?

– Estoy segura de que tú no veías la hora de firmar los papeles -contestó ella defensivamente.

– Tengo otras cosas en mi mente -le dijo él-. Mira, Abbie, por si… hubiera alguna posibilidad de que estuvieras embarazada… no debieras andar entre las ovejas preñadas.

– Bueno, no hay ninguna oveja preñada. Y yo no estoy embarazada.

No lo estaba. Ni lo estaría, pensó con acritud. A no ser que… aquella noche pudiera haber ocurrido un milagro. Era buen momento para quedar embarazada…

Ella suspiró asombrada.

– ¿Qué ocurre? -le preguntó él.

– Nada.

La segunda ovejita quiso ponerse de pie, y con un débil balido pidió comida. Abbie le tocó la cabeza.

– Chuletas de cordero, no. Aunque tenga que alquilar un campo y tenerte durante los próximos diez años -al levantar la cabeza, ella vio una mirada tan tierna en Grey que no pudo reprimir una sonrisa-. Venga. Sera mejer que nos vayamos. Esta pequeña tiene hambre.

– Si piensas seriamente tener animales, Abbie, tendrás que aprender unas cuantas cosas. Tu pequeña es una oveja. Ambas lo son.

La ventisca había pasado. El cielo estaba brillante de estrellas, y la nieve parecía menos alta mientras caminaban por el estrecho camino hacia la granja de Hugh, al otro lado de la colina.

– ¿Estás bien? -Grey le tomó la mano cuando ella se resbaló.

– Estoy bien -contestó ella, soltándose, y quitándose la nieve de los cordones de las botas.

Cualquier excusa era buena para descansar un poco. Porque ella no se sentía bien.

El frío le lastimaba las mejillas. Le entumecía las manos y los pies.

– Estamos llegando -le dijo él.

– No me engañes, Grey. Sé exactamente adónde tenemos que ir.

– Entonces quédate tranquila y no digas nada.

Antes de que ella protestara, él se quitó la bufanda y se la puso alrededor de la cara, cubriéndole la nariz y la boca.

– Grey no seas tonto…

Pero él no le hizo caso. La tomó del brazo y la llevó firmemente hacia la granja. Su brazo pareció darle la fuerza que ella no tenia, y en diez minutos ya se oyeron los balidos de las ovejas en los cobertizos.

Se detuvieron un momento para tomar aliento. La luna había salido detrás de una nube, iluminando la nieve.

Debería ser Navidad -dijo Abbie. Y miró el granero. El balido de la oveja seguía en el aire-. Deberían sonar las campanas.

Grey se volvió hacia ella.

– Y si fuera Navidad, ¿qué regalo querrías encontrar en el árbol de navidad?

Ella se encogió de hombros. Pero sabía cuál sería el mayor regalo.

– Venga, vamos -dijo.


Hugh los miró extrañado al verlos aparecer.

– Bueno, bueno… ¡Bonita noche para pasear! -dijo Hugh sonriendo. Tenía una cara curtida por el aire y el sol.

– Te traemos a un par de huérfanas. Me temo que la oveja no pudo más -le dijo Grey.

– Bueno, bueno -volvió a decir Hugh-. Yo salí a buscarla con el perro, pero el tiempo estaba tan malo que regresé -miró a Abbie-. Será mejor que la traigas adentro. Nancy cuidará a las ovejas.

– ¿Estás solo? -le preguntó Grey mirando alrededor-. Puedo venir a echarte una mano, si quieres.

Nancy le dio un termo con té para que se llevara, y luego se dio la vuelta hacia los corderos.

– No estoy segura de quién está peor, Abbie, si tú o los corderos.

– Yo estoy bien. Solo tengo un poco de frío -empezó a castañetear los dientes. Intentó sonreír para tranquilizar a Nancy, pero no pudo.

– ¿Un poco de frío? Tienes los vaqueros empapados, y estás temblando. Será mejor que subas a darte un baño. Te buscaré algo abrigado para que te pongas.

– Pero los corderos, ¿no deberíamos hacer algo con ellos? -protestó Abbie.

– Tú, no, válgame el cielo. Y cuanto antes hagas lo que te he dicho, antes me podré ocupar de ellos. Ahora tú te vas arriba.

La granja sólo tenía dos dormitorios. El padre de Hugh había convertido una especie de trastero en un cuarto de baño hacía unos años.

– Quítate esa ropa mojada, tienes un albornoz detrás de la puerta.

Nancy salió a buscar toallas secas. Al rato apareció con un camisón y una bata y se lo dio a Abbie.

– Ponte esto -le dijo, recogiendo la ropa húmeda que Abbie se había quitado. Esta noche no saldrás ya. La cena estará lista cuando bajes.

– Pero Nancy… -comenzó a decir. No podían quedarse allí a dormir.

– Supongo que no será el tipo de ropa al que estés acostumbrada. Pero te abrigará -dijo la mujer mayor, riéndose mientras se dirigía a la cocina con la ropa mojada.

– Gracias -le dijo Abbie, mirando la bata y el camisón. Sería estupendo sentirse caliente.

El baño le devolvió el color a las mejillas. Luego se puso el camisón abotonado hasta el cuello. Tenía razón Nancy. No usaba algo así desde que tenía diez años. A Nancy le debía llegar al suelo, pero como ella era más alta, le quedaba por debajo de las rodillas. Se ató la bata, y, como no tenía peine, se pasó los dedos por el pelo y bajó.

Hugh y Grey la miraron extrañados al verla aparecer en la cocina.

– Estás bastante mejor que hace media hora. Cuando comas un poco de pan del que hace Nancy, te sentirás mejor.

Grey la miró divertido. Era evidente que le hacía gracia su atuendo. Ella lo ignoró y dijo:

– ¿Cómo están las ovejas?

– Están comiendo bien. Si logran pasar la noche, probablemente sobrevivirán.

– Hasta que vayan al mercado -le recordó Grey.

Abbie lo miró.

– Si sobreviven, te las compraré, Hugh.

Hugh le apretó la mano:

– Grey te está tomando el pelo. Como son ovejas, me las quedaré.

– A no ser que tú tengas idea de llevártelas a Londres como animales domésticos -dijo Grey.

– ¿Y qué vas a hacer con ellas en Londres? -le preguntó Nancy, riéndose-. ¿Tenerlas en tu bonito piso?

Nancy y Hugh habían estado allí con ellos una vez, cuando habían ido a la exposición de Smithfield.

– Déjalas aquí, Abbie -le aconsejó Nancy-. Serán más felices en los campos.

Abbie estaba cansada de bromas.

– Tal vez Matthew las quiera como animales domésticos -dijo ella, tomando la cuchara para comer el guiso de carne y verduras.

Durante breves instantes se hizo el silencio en la mesa. Entonces Hugh se volvió a Grey para preguntarle por su hermano, y Nancy comenzó a hablar del tiempo, y así superaron aquella atmósfera tensa.

Pero Grey no lo dejó pasar.

Cuando Nancy se levantó a recoger la mesa, rechazando la ayuda de ellos, y Hugh fue a ver si quedaba alguna bebida comprada en Navidad, Grey le dijo:

– ¿Por qué diablos has nombrado a Matthew? Nancy ha sido amable, pero no aprueba la situación, así que es mejor no forzar las cosas.

– ¿Yo?

¿Él había llevado a su amante a la cabaña con su hijo y la acusaba de forzar la situación?

Grey le sujetó la muñeca cuando volvió Hugh.

– Además ellos no saben que nos hemos separado. Así que es mejor que lo dejes. Los has puesto en una situación incómoda.

Abbie no comprendía. Pero no pudo preguntarle más, porque Hugh apareció con una botella de malta sin abrir, que parecía la que ellos le habían regalado para Navidad hacía dos años.

Grey tenía razón acerca de Nancy. Era evidente que la había incomodado con su comentario. Cuando Hugh se dio cuenta de su mirada de reproche le dijo:

– ¿Por qué no vienes al salón, Grey? Deja que las mujeres chismorreen…

– ¿No tendríamos que ir al cobertizo?

– No hay nada que hacer hasta dentro de media hora más o menos. Pon los pies al fuego.

Grey dudó, como si le preocupase dejar a Abbie cotilleando con Nancy.

– Bueno, aquí tenéis. He hecho unas pastas escocesas ayer. Las tomaremos con una taza de té, Abbie, mientras tú me cuentas tus viajes. Leí tu reportaje acerca de la pobre mujer a la que le habían quitado la niña. Terrible. ¿La recuperó por fin?

– Sí -Abbie desvió la mirada de los ojos de Grey, que la miraban insistentemente-. Sí, se pasó meses en las montañas viajando de aquí para allá. Lo pasó muy mal, pero con su tesón finalmente se ganó el respeto de la gente. Ver que alguien hace tanto por amor, es algo muy conmovedor…

La puerta se cerró detrás de ella.

– Bueno, bueno… Debes estar muy satisfecha. Te pasas mucho tiempo fuera de casa, pero si lo que haces ayuda… -dijo Nancy.

Era fácil conversar con Nancy. Ella hacía casi todo el trabajo. Le contó lo que había ocurrido en el pueblo, acerca de la granja, y todo lo que tenía que hacer Abbie era decir alguna palabra ocasionalmente para que Nancy siguiera con otro tema. Entonces se le escapó un bostezo, y Nancy le dijo:

– Sera mejor que te vayas a acostar. Ven. Te he puesto una bolsa de agua caliente en la cama.

– No, de verdad. Nancy, no te molestes, por favor…

Nancy puso los brazos en jarras y dijo:

– Supongo que no ha sido ninguna molestia venir hasta aquí con dos corderos. ¿No?

– Pero es que no hemos cerrado la puerta de la cabaña y…

– ¿Y quién crees que va a ir robando por allí con este tiempo? Y eso suponiendo que hubiera algo de valor…

Nancy tenía razón. La idea era absurda. Pero ella no quería acostarse en esa enorme cama de matrimonio y esperar a que fuera a acostarse Grey.

– ¿Entonces, puedo ayudar con las ovejas? Habrá que darles de comer por la noche y tú tienes mucho trabajo ya.

– No te preocupes por ello. Tú ya has hecho bastante.

– Puedo turnarme contigo. No me iré a la cama si no me prometes que me despertareis -Abbie miro el reloj-. Llámame a las doce. ¿Lo prometes?

Nancy le dio un leve empujón hacia las escaleras y le dijo:

– De acuerdo. Te lo prometo.


Abbie se despertó en una habitación extraña, y en una cama extraña. Sintió una gran confusión. Luego recordó. Miró su reloj. Era más de la una y Nancy no la había llamado. Se levantó de la cama. En ese momento descubrió a Grey, en una silla en un rincón de la habitación. Pensó por un momento que estaba dormido. No quería despertarlo.

– No hace falta que te levantes, Abbie.

Ella se sobresaltó al oír su voz, y se hundió nuevamente en la cama.

– ¿No han sobrevivido las ovejas?

– Se pondrán bien. Una de las otras ovejas ha perdido su cordero y Hugh la ha convencido de que nuestras huérfanas son suyas.

– ¿Cómo…? -Abbie se interrumpió al recordar.

Se estremeció y dijo:

– Mejor no me lo digas.

– No tengo intención de decírtelo.

La casa de la granja no tenía calefacción central, y al hablar les salía vapor por el frío.

– ¿Por qué estas sentado ahí? -le preguntó temblando.

– Le llaman «guardar las apariencias», Abbie. Me hubiera quedado en el cobertizo de las ovejas, pero Hugh me vio bostezar y me mandó a dormir. Y como Hugh y Nancy no se acuestan durante la época de los corderos, no tuve más remedio que venir aquí.

Ella se puso la bata gruesa y fue hacia él.

– Debes estar helado -extendió la mano hacia la de él, pero él la quitó-. No puedes quedarte ahí toda la noche.

– Estaré bien, Abbie. Vuelve a la cama.

Pero se le notaba que no estaba bien. Se había pasado horas en el cobertizo de las ovejas, y debía llevar mucho tiempo sentado allí.

– ¡Por el amor de Dios, Grey! Seamos adultos.

– ¿Adultos? ¿Qué quieres decir, Abbie?

– Sabes lo que quiero decir. Podemos compartir la cama sin… Bueno, sin…

– Has cambiado de idea desde esta mañana.

– Esta mañana tú no estabas casi congelado. Ven a la cama.

– No puedo, Abbie.

Ella se arrodilló frente a él, le tomó las manos frías y se las puso en la mejilla para calentarlas.

– Entonces tendré que quedarme despierta como tú.

– ¡Por favor! ¡No hagas eso!

Ella lo miró extrañada de la cara de tristeza con que la miraba.

– ¿Qué pasa?

– No puedo meterme en la cama contigo, Abbie. Déjalo así.

– Es una tontería. Pondré un almohadón entre nosotros, si eso te deja más tranquilo.

– ¡No! -gritó él-. No comprendes -dijo él, bajando la voz.

– Entonces será mejor que me expliques, Grey. Porque me voy a quedar aquí hasta que lo hagas.

– ¡Abbie! -le rogó. Luego le acarició el pelo rubio oscuro y le dijo-: Mírame.

Ella alzó la mirada. Y él le tomó la cara entre sus manos heladas.

– Mientras estoy aquí, puedo fingir que lo de anoche ha sido el resultado del frío. Si me acuesto contigo tendré que admitir que me he mentido.

Ella intentó interrumpirlo, pero él le tapó la boca con un dedo.

– Tendré que admitir que lo de anoche no tuvo nada que ver con la hipotermia o los primeros auxilios, ni siquiera con lascivia lisa y llana. Ha tenido que ver con el deseo. Tendría que admitir que soy capaz de desearte sin remedio. Y si me mintiese, te mentiría.

Los dedos de Grey se resbalaron por la cara de Abbie y se apartaron. Luego se echó hacia atrás en la silla.

– Así que si para ti es igual, prefiero quedarme aquí y seguir teniéndome respeto.

Aquella mañana ella había pensado que deseaba oír esas palabras. Que deseaba despertarse en sus brazos.

Pensar en que él amaba a otra persona era una pesadilla. Era una pesadilla saber que él amaba a otra persona, pero la idea de que él aún la amaba, sería la perdición. Eso los destruiría a ambos.

Tenía que conseguir que él la odiara.

– Bueno, es muy noble de tu parte -dijo ella, poniéndose de pie, y alejándose. Luego agrego-: Estoy segura de que a Steve le resultara divertido cuando le cuente que me deseas tanto que prefieres congelarte antes que arriesgarte a meterte en la cama conmigo -abrió las mantas, y se metió en la cama nuevamente.

– ¿Cuándo qué? -Grey se puso de pie y atravesó la habitación-. ¿Vas a correr a contárselo?

– ¿No creerás que se lo voy a ocultar? Esa es tu forma de manejar las verdades molestas. Pero yo no soy partidaria de tener secretos con alguien a quien amas.

– Bueno, a lo mejor podemos contarle algo de lo que pueda reírse más -dijo él, enfadado.

Se quitó la camisa y el jersey, y luego se quitó la ropa que le quedaba sin mirar a Abbie, y levantó la colcha. Ella se apartó a la parte fría de la cama, pero al hundirse la cama, ella se deslizó hacia él sin querer, y entones él la sujetó.

– Y ahora dime, ¿qué crees que puede divertirle más a Morley? -él la miró-. Ha pasado tiempo, pero estoy seguro de que todavía me acuerdo…

– Claro, Grey -le dijo ella, turbada al sentir el cuerpo excitado de Grey-. Pero estoy segura de que comprenderás, si te digo que tengo dolor de cabeza.

– ¿Dolor de cabeza?

Él la apretó firmemente. No parecía tener intención de soltarla. Después, respirando hondo, alargó la mano y apagó la luz de la mesilla.

Abbie apenas podía respirar, apretada contra su pecho. Seguramente lo había desafiado hasta un punto en que él no hubiera podido rechazar el reto.

– Date la vuelta, Abbie -le dijo.

Ella obedeció. Creyó que la iba a soltar, pero se equivocó.

– Está bien. Estás a salvo. Pero yo en tu lugar, no probaría con ese truco con alguien que no te conociera como yo. Podrían no entenderte. Vete a dormir ahora. Hablaremos por la mañana.

¿Dormir? ¿Con su cuerpo contra el de ella? Menos mal que tenía aquel camisón grueso…


Abbie se despertó. Se dio la vuelta y de dio cuenta de que estaba sola. Recordó los tiempos en que Grey estaba a su lado al despertarse.

El día anterior, ella se había enfadado porque él se había acostado en una silla. Pero no era así de simple.

El deseo de Grey lo había apartado de ella, y ella lo comprendía. Ella había sido consciente de la presencia de Grey aún dormida. Y comprendía por qué él no había esperado a que ella se despertase. Sabía que despertarse junto a un cuerpo tibio sería quedar indefensa totalmente.

Se levantó, se lavó y se puso la ropa del día anterior, que Nancy le había dejado lavada y sea en la silla. Luego bajó a enfrentarse al nuevo día.

Al llegar a la puerta se detuvo. Grey estaba friendo beicon, mientras cantaba una canción en voz baja. El agua hirvió y él puso agua para el té. Se lo veía totalmente armónico con su entorno. En la ciudad, Grey usaba traje y se movía como pez en el agua; en el campo también se movió con soltura, como si nunca hubiera estado detrás de un despacho en la ciudad.

Había una bandeja en la mesa, preparada para una persona. Iba a llevarle el desayuno a la cama. Solo había hecho eso cuando ella estaba enferma, o cuando quería pedirle perdón por algo. Extraño.

El ruido imperceptible que hizo ella con la garganta se oyó por encima de la melodía de Grey. Entonces él alzó la mirada y le sonrió.

¡Oh, Grey le había sonreído! No con una sonrisa tensa, sino con una sonrisa que le salía del corazón.

Pero ella no podía permitirse sonreírle. Tenía que poner distancia. Y aunque le dolió, no le sonrió.

La sonrisa de Grey se desvaneció.

– Te he estado despertando durante media hora. No dabas señales de poder despertarte, así que decidí llevarte el desayuno a la cama.

– Mentiroso -le dijo ella, fríamente.

– Bueno, quizás hayan sido veinte minutos.

– Eso me parece mejor. ¿Cómo están las ovejas?

– Están bien.

– ¿De verdad? No me lo dirás solo para…

– No te voy a mentir acerca del destino de un par de ovejas.

¿No eran importantes para él?

– Ya que te has levantado, puedes ayudar y preparar tostadas.

Él no se dio cuenta del enfado que había provocado en ella su respuesta por las ovejas, y siguió preparando los huevos.

Abbie no tenía idea de hacer nada. No quería desayunar.

– ¿Dónde está Nancy?

– Está con las ovejas. Hugh y Nancy desayunaron hace bastante tiempo.

– Les llevaré un poco de té, y de paso me despediré de ellos -dijo Abbie.

Él la miró.

– Tomarán el té cuando vengan. Y tú no te vas a ninguna parte hasta que comas algo. Te lo digo en serio, Abbie, así que no te molestes en protestar.

Ella sabía que no le valdrá de nada protestar. Cortó el pan y luego lo puso en la tostadora.

– Abbie, en cuanto a lo de anoche…

– Olvídalo -le contestó ella.

– Siempre me dices que me olvide de las cosas. ¿Por qué me tengo que olvidar de las cosas buenas?

– Porque… -no sabía qué contestar. Tomó la tetera y sirvió el té para no mirarlo-. No podía dejarte dormir en el frío. Quiero decir… No habría sabido qué hacer frente a un «genuino» caso de hipotermia.

– ¡Ah! Te molesta que te haya mentido acerca de eso. Bueno, después de anoche estamos a mano. Quiero decir que tu no vas a ir a contarle los secretos a Morley, ¿no, Abbie? Tú has mentido también.

– ¿A mano? Tienes el descaro de decir eso…

– Abbie, estás evitando contestarme, ¿estás aún con Steve Morley? Te lo advierto, no me mientas, porque me enteraré.

– No es asunto tuyo.

Él puso los huevos en el plato y la miró.

– No es del todo cierto. Y, te guste o no, acabas de contestarme. ¿Están las tostadas?

Las tostadas saltaron. Ella se sobresaltó. Luego las sacó y les puso mantequilla. Todo iba mal. Estúpidamente mal.

No comprendía por qué él iba a averiguar si le mentía sobre Steve. No debía importarle. Pero le importaba.

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