Capítulo 7

Grey puso un plato frente a Abbie. Ella miró la comida. Una comida sencilla, pero que estaba muy bien.

– Cómela caliente -le dijo él, después de un rato-. Porque te la vas a comer antes de irte.

Ella negó con la cabeza.

– Estaba pensando en Polly.

– Puedes comer y pensar al mismo tiempo.

– ¿Te he contado que estaba pasando por una fase vegetariana?

– Creo que sí. ¿Por qué?

– Un día freí beicon, y se fue de la habitación. No podía soportar verme comerlo, me dijo. No podía dejar de imaginarse a los pequeños cerditos.

– Es bastante común que las chicas jóvenes pasen por esas historias…

– No comprendes -dijo ella, impaciente.

– No sé qué insinúas, Abbie, no lo capto.

– El día del beicon era domingo. Fue un día antes de que Polly y Jon se fueran. Puede ser una fase por la que esté pasando, Grey, pero no creo que pueda transformarse en una carnívora de un día para otro. No había nada de comida para ella en la cabaña…

– ¿Y si fue Jon quien hizo la compra? -dijo el mirando el té.

– ¿No creerás que él no sabía que ella se había hecho vegetariana? Ha estado intentando convertirlo durante semanas… Además, Polly tiene una cierta predisposición. Le hubiera dado una lista. Aunque solo tenga diecisiete años, sabe perfectamente que no debe confiar en un hombre para hacer la compra.

Él se quedó mirando el plato con beicon.

– Dime, Abbie, ¿No fue difícil imaginarse donde se había ido Polly, verdad?

– ¿Fácil? No fue nada difícil. Quiero decir, tú telefoneaste, y prácticamente me lo dijiste. ¿Sabía Jon que tú lo ibas a traer a Gales?

– Sí, se lo comenté.

– ¿O sea que él sabía que tú vendrías a buscar las llaves aquí, no? -ella lo miro-. Y por si acaso no te quedaba claro, Polly llamó al ama de llaves de Jon fingiendo ser una periodista.

– ¿Por qué no me llamó a mí? -pregunto Grey.

– Porque te hubieras dado cuenta. Creo que han querido darnos pistas a propósito -Abbie alzó las manos y se tapó la cara un instante-. ¡Oh, no puedo creer que haya sido tan tonta! La caída en la nieve me debe de haber dejado tonta.

– ¿Por qué? ¿Por qué nos han hecho venir aquí, nos han traído nuestras comidas favoritas, y se han marchado? -juró en voz baja-. Pueden estar en cualquier parte, mientras nosotros estamos aquí. Sabían que no íbamos a esperar a que llegase el lunes. Que vendríamos a buscarlos.

– Pero no sabían que nos atraparía la nieve, Grey -señaló ella.

– ¿Entonces, qué diablos están tramando?

Abbie sabía qué tramaban. Pero admitirlo no le sería fácil.

– Será mejor que te cuente más cosas sobre Polly. Ella es brillante, guapa, inteligente, y resuelta.

– ¿Hay algo más que tengas que decirme? -pregunto él.

– ¿Quieres mas tostadas? -le preguntó ella, y al ver que él hacía un gesto, lo tomó por respuesta afirmativa-. ¿Y té?

– ¡Abbie!

Ella lo miró y le dijo.

– Prométeme que no te enfadaras con ellos. Ellos no saben lo que están haciendo.

– No prometo nada -gruñó él.

Por un momento él se quedó mirándola. Luego le sujetó la muñeca y le dijo:

– Lo prometo -y luego repitió cuando ella lo miro desafiante-: Lo prometo. Deben de estar en un lugar seguro, porque si no estarías revolviendo cielo y tierra.

– No tengo la menor idea de donde están. A no ser que…

Ella suspiro indignada.

– ¡Oh, no! ¡No pueden ser tan caraduras!

– No sé de qué hablas, así que no se qué decirte. Y ahora, ¿te vas a dignar a contarme de qué se trata y decirme en qué estas pensando? -le dijo él.

– No es gracioso.

– ¿Entonces, por qué sonríes así?

– Lo siento -Abbie se puso seria-. El problema es que Polly es una romántica.

– De eso ya me he dado cuenta. Pero a esa edad, es normal.

– Ya lo sé. Pero es que creo que se le metió en la cabeza que yo… Bueno que yo seguía enamorada de ti -miró hacia la mesa, esperando una exclamación de disgusto.

Pero Grey permaneció inexpresivo.

– ¿Y por qué pensaba eso, Abbie? -le pregunto él suavemente.

– ¡Oh! Ha sido culpa tuya -le contestó.

– ¿Culpa mía?

– Bueno, sí. Fue por el álbum de fotografías. No estaba en tu lista tan eficientemente elaborada. Polly abrió una de las cajas, y lo primero que apareció fue el álbum. Y por supuesto lo abrió. Fue un shock… -dijo ella. Todavía le dolía.

– ¿Un shock como para que necesitases un buen coñac?

– Un shock como para dejarme borracha por una semana, si me lo tomaba todo -agregó Abbie, sonriendo-. Cuando ella se dio cuenta de quién eras tú, que eras el tío de Jon, Polly siguió mirando con más curiosidad aún. Había algunas fotos de la cabaña, y quiso conocer detalles sobre nuestra vida aquí.

– ¿Por qué no se lo preguntó a Jon? Él ha estado allí muchas veces.

– Sí, seguro que se lo preguntó. Debe de haberla informado bien. Ella me dijo una vez que parecía un sitio de mala muerte.

– ¿Así que le contaste las historias de cuando las vacas de Hugh me embistieron? No me extrañaría que os hubierais reído de mí.

– Me temo que sí -e intentó no reírse en ese momento. Había sido muy peligroso.

– Si hubieras estado al otro lado de la manguera, no te habría parecido gracioso.

Ella negó con la cabeza.

– ¡Maldita sea! Tenías que romper el hielo antes de desenrollarla. Si te hubiera dejado entrar en la cabaña, no habríamos podido quitar el olor nunca más -comentó ella.

– Y por si hubiera sido poco con que me hubieran dejado en cueros las vacas, y que tú me hubieras echado agua helada con la manguera, aparece aquella pobre mujer en la parcela, haciendo una colecta en contra de la crueldad con los animales.

– No fue algo personal, Grey. La vaca no quiso hacerte daño, y la pobre mujer no se acercó demasiado.

El olor…

Grey finalmente sucumbió a la risa.

– No, bueno, se dio cuenta de que no tenia bolsillos para tener cambio. Siempre me he prometido que un día te mojaría con la manguera…

Grey se fue al extremo de la habitación. A ella le pareció, por un instante, que nada había cambiado.

– Entonces me parece que ya me hago una idea general del asunto. Polly pensó que si nos veíamos obligados a pasar una noche juntos, la naturaleza se ocuparía del resto. Inteligente. Tienes razón.

– No creo que haya pensado en tu técnica para curar la hipotermia.

– Parece haberse olvidado de Steve Morley ¿O no te has molestado en contarle los sórdidos detalles?


– El problema es que no quiero que te sea fácil, Abbie. Quiero que sufras como yo he sufrido.

– ¡Sufrir! Después de lo que has hecho!

– ¿Y qué he hecho yo?

– Tú me has mentido, me has engañado, me has traicionado -ella no pudo controlarse.

Él seguramente lo negaría.

– Tengo la prueba de tu engaño. No has estado en una conferencia en Manchester. En realidad estuviste aquí todo el tiempo. Con Emma.

– Yo estaba protegiéndote -le contestó él.

– ¿Mintiéndome?

– Sí, mintiéndote. En ese momento pensé que era lo mejor. Pero tú no querías que te protegieran, evidentemente. Al menos, que yo te protegiera. Me equivoqué -él se quitó el abrigo y lo colgó detrás de la puerta-. Tienes razón, Abbie. Somos extraños. La chica con la que me casé, jamás hubiera herido a nadie.

– Yo confiaba en ti, Grey. Habría puesto las manos en el fuego por ti.

– ¿Sí? -dijo él cínicamente.

A partir de ese momento comenzaron a comportarse como dos extraños. El desayuno transcurrió en silencio, y cuando Abbie se levantó para recoger la mesa, Grey se fue al extremo de la habitación para atizar el fuego. El humo le rascó la garganta y luego la hizo llorar. ¿Qué otro motivo tenía para aquellas lágrimas?

«Oh, Polly, ¿cómo me haces esto?», pensó Abbie, mientras observaba a Grey remover el fuego.

Luego se refugió en la tarea de lavar los platos.

– ¿Te has fijado qué hay en el congelador? -le preguntó él.

La voz de Grey la sobresaltó. Entonces se le resbaló la copa que estaba a punto de colocar en el escurreplatos y fue a parar al suelo. Ella se agachó a recoger los cristales rotos y se lastimó con uno de ellos.

Grey se acercó para ayudarla.

– Otro accidente -le dijo, y le tomó la mano para ponerse de pie-. Todo cambia, todo es siempre igual.

Grey fue a buscar el maletín de primeros auxilios. Le limpió la herida y le puso desinfectante y una venda. Luego, como siempre solía hacer, levantó el dedo y lo besó.

– ¡No! -exclamó ella.

Él se sorprendió por su exclamación.

Ella se dio cuenta de que no debía haber reaccionado así ante un gesto mecánico de él.

– Sera mejor que te pongas algo en los pies antes de que te hagas otra herida -le dijo él, y la miró insistentemente:

– Toma.

Las zapatillas que le dio eran aparentemente suyas.

Él las había sacado de un rincón.

Las aceptó, turbada por aquella mirada.

Debía controlar sus emociones.

– ¿Bueno, vamos a morimos de hambre o no? -pregunto ella.

La cabaña no tenía energía eléctrica. La nevera y el congelador funcionaban a gas. Grey estaba inclinado sobre el congelador.

– Nos han dejado bastantes cosas. ¿Polly está preparando exámenes para ciencias domésticas?

– ¡No! ¡Por Dios! Jamás la he visto cocinar otra cosa que hamburguesas y pizza!

– Bueno, parece que iba a representar el papel de esposa ideal para Jon.

– ¡No puedo creerlo! -Abbie fue: a ver el congelador.

Había incluso verduras congeladas. Polly haría cualquier cosa menos comer verdura.

– ¿Le gustan los brócoli a Jon? Hay un montón.

– A la única persona a la que le gustan los brócoli congelados es a ti, Abbie.

– ¿Y las espinacas?

– Te digo lo mismo.

– Bueno. Yo me lo comeré. Y tú puedes comer coliflor.

– Si haces salsa de queso.

– Tienes suerte -dijo ella, abriendo la puerta de la nevera-. Hay bastante salsa de queso.

– ¿Qué hay para el almuerzo? Aquí hay filetes y cordero. No creo que haya…

– ¿Menta? -ella le mostro una botella de la nevera-. Tienes razón. Polly planeó una semana muy doméstica. Espero que se haya traído un libro de cocina -Abbie cerró la nevera.

Se veía que la fase vegetariana no le había durado mucho.

– ¿Puedes sacar pan del congelador? -le pregunto ella.

– No hay.

– ¡Oh, fantástico! No se acuerdan de lo más sencillo…

Grey estaba mirando los armarios.

– No se han olvidado. Creo que estaban planeando hacerlo ellos mismos -comentó Grey, señalando varios paquetes de harina y un paquete de levadura.

De pronto Abbie se acordó de una cosa. Habían estado conversando con Polly acerca de la cabaña. Polly como siempre había indagado sobre los detalles de la vida allí. Y ella le había contado que hacían ellos mismos toda la comida, incluido el pan. Ella había hablado y hablado sobre la cabaña. Con el fin de no seguir hablando de Grey…

– ¿Dices que han planeado una semana de pasión? Sinceramente no creo que tengan tiempo para…

– ¿Cuánto dices que seguirá así el tiempo? -lo interrumpió ella.

– No lo sé. Yo no he dicho nada.

– ¿Hay alguna posibilidad de escuchar la radio? ¿Podemos sintonizar algún parte meteorológico? -pregunto Abbie.

El negó con la cabeza.

– No tenemos pilas. Tal vez pueda intentar escuchar la radio del coche la próxima vez que tenga que salir a buscar leña. Pero eso depende del tiempo -dijo Grey.

Abbie miró la harina, y la sacó del armario de mala gana.

– Bueno, ya que no hay otra alternativa, tendré que hacer pan.

Grey la miró.

– ¿Puedo ayudarte en algo?

– No lo sé, Grey.

Ella estaba enfadada consigo misma. Porque había dejado que su pasado se filtrara en su nueva vida sin Grey. Le había hablado a Polly de la intensidad de la experiencia de estar totalmente a solas con alguien a quien amas, y la romántica de Polly la había querido imitar, y gracias a aquella ocurrencia era ella quien volvía a vivir el pasado.

– Si en realidad estuvieras a solas con una mujer desconocida, ¿qué harías? -le preguntó ella.

– Eso depende de la mujer -dijo él, con una sonrisa pícara.

Ella pensó en el comentario que habría hecho en tiempos de felicidad entre ellos. Todo le hacía recordar el amor perdido.

– No. Probablemente no. Probablemente me alejaría de ella todo lo posible -agregó él.

– Entonces, hazlo, si quieres. No me sentiré ofendida.

– Pero tú no eres una extraña, Abbie.

– Hablaste de fingir que lo éramos. Fue idea tuya -ella tampoco lo quería cerca. La cercanía la hería-. Mientras tanto, debiéramos pensar cómo vamos a dormir esta noche.

– Hay una sola cama. Y con una noche en una silla tengo bastante.

Él no había pasado toda la noche en la silla. Pero ella no se lo iba a recordar.

– Te has olvidado de que soy una extraña. Una señorita muy remilgada que no piensa compartir la cama con un caballero.

– ¿Ah, sí? Y yo soy el arzobispo de Canterbury.

– Ni con su Ilustrísima Monseñor compartirla mi cama.

– En ese caso, bienvenida a la silla -contestó él.

Grey se sentó frente al fuego, aparentemente fascinado por un viejo libro.

Abbie respiró hondo. Y comenzó el lento proceso de amasar.

Luego puso la masa en un cuenco, y después de cubrirla con un paño húmedo, la dejó reposar cerca del fuego. Grey no alzó la cabeza. Pero movió los pies para dejarle sitio.

– Gracias -dijo ella, rígida.

– De nada.

No había dicho nada que pudiera ofenderla, pero le daban ganas de pegarle.

– ¿Quieres un café? -preguntó ella, pensando que sería mejor ser amable.

– ¿Qué tipo de café?

– No es instantáneo.

Grey levantó el rostro del libro, sin poder evitar demostrar el entusiasmo.

– Polly quería impresionar a Jon realmente, ¿no te parece? -dijo él.

Ella no tenía interés en hablar del tema.

– Seguro que el café estará bueno. Encontrarás el azucarero donde el fregadero. Y ya que tienes puesto el gorro de panadero, ¿por qué no haces unas pastas galesas para acompañar al café?

Ella lo miró sin poder creerlo.

– ¡Haz tú tus malditas pastas galesas! ¡Y tu maldito café!

Y después de decir eso, Abbie se fue al fregadero a pelar patatas.

– Lo siento, Abbie. No debí… -ella apartó el hombro de la mano de Grey-. Fue el verte con el pan, con ese olor tan especial… Fue como si el reloj se hubiera atrasado un año… Como si todo fuera como entonces.

– ¡Bueno, no es lo mismo! -ella se dio la vuelta para mirarlo.

Se dio cuenta entonces de que él estaba sufriendo igual que ella.

El extendió la mano, y le acarició la mejilla. Luego le secó las lágrimas con el pulgar.

Luego le tomó la cara y se la alzó.

– No llores, Abbie, por favor -murmuro. Y le beso suavemente la frente-. Por favor, no llores.

Se quedaron quietos un momento. Luego Grey alargó la mano y dijo:

– Yo haré el café. Tú tienes frío.

– Sobreviviré -dijo ella.

– No hace falta que te hagas la fuerte conmigo, Abbie. Te conozco muy bien.

– ¿Sí? -lo desafió ella.

Pero se dio cuenta de que sí, la conocía bien. La pasada noche se lo había demostrado.

– Si quieres algo dulce para el café, ¿por qué no miras a ver si los jóvenes amantes nos han dejado galletas? -dijo ella, cambiando de tema.

Volvió al fregadero, consciente de que él se había quedado mirándola.

– Pensaron en todo. Bourbon y… -dijo él desde lejos.

Ella lo oyó masticar algo crujiente al acercarse.

– Mmm… Almendras saladas. Me pregunto cuál de los dos amantes habrá hecho la compra.

– Probablemente Jon -dijo ella-. Polly no tuvo tiempo. ¿Por qué?

– Lo digo porque quienquiera que haya ido al supermercado se ocupó de traer nuestras galletas favoritas.


Abbie miró por la ventana.

– Me da la impresión de que está mejorando el tiempo. Por lo menos se ve el granero.

Grey estaba sentado frente al fuego, medio dormido después del almuerzo. En ese momento alzó la cabeza.

– ¿Sí? En ese caso será mejor que vaya a buscar más leña -se estiró y se puso de pie.

– Te ayudaré -se ofreció ella.

– Puedo solo.

– Se hará de noche pronto. Cuanto más rápido trabajemos, mejor.

Él dudó un instante. Luego se encogió de hombros y dijo:

– Venga, vamos, entonces. Pero abrígate bien.

Minutos después atravesaron los terrenos, con la nieve hasta las rodillas, hasta el granero.

– ¿Por qué no intentas sintonizar el parte meteorológico en la radio? -sugirió Abbie.

– Es demasiado temprano -dijo Grey, mirando su reloj. De todos modos, ya sabemos lo que pasa con el tiempo. Lo importante es acumular combustible.

No podía discutírselo.

Volvieron a la cabaña con los brazos cargados de leña. Hicieron varios viajes.

– Quédate aquí. Abbie -le dijo Grey al volver del granero una de las veces-. Ya has hecho bastante.

– Puedo ir tantas veces como tú.

– Hazme caso.

Grey fue varias veces más. Estaba blanco como la cera.

– Grey, creo que ya basta -le dijo ella cuando lo vio descargar la leña.

Pero él no le hizo caso y volvió a salir. Después de acomodar toda la leña a lo largo de la pared, Grey no había vuelto aún.

Ella abrió la puerta. Estaba todo en silencio. Y había más viento. Pero hubo un ruido que la alertó.

– ¿Grey?

El ruido llegó desde los campos detrás del granero.

¿Qué diablos estaría haciendo?

– ¿Grey? -volvió a preguntar al oír nuevamente el ruido.

Sin detenerse a pensar se adentró en la nieve y fue hacia el lugar de donde provenían los ruidos.

No pudo abrir el portón que separaba las parcelas, y no se molestó en intentarlo. Trepó y pasó al otro lado. El ruido estaba más cerca y era más fuerte. Era un grito extremo y vacilante. De pronto se dio cuenta de qué se trataba. Abbie comenzó a cavar en la nieve con las manos.

– ¡Grey! -gritó ella sin comprender por qué él no le respondía-. Hay una oveja enterrada aquí. ¿Dónde estás? -gritó ella.

– ¡Abbie! ¡Estoy aquí, en el campo!

Ella por fin vio la linterna cuando él se acercó al portón.

– Ten cuidado. Es más profundo de lo que…

Pero fue tarde. Él se cayó y juro con rabia.

– ¿Qué diablos…? -comenzó a decir Grey, y se interrumpió al ver la cabeza de la oveja con la linterna.

– ¿Está viva?

– Eso parece. Abre el portón. No podremos sacarla desde aquí -dijo Abbie.

Grey comenzó a manipular el portón metálico congelado, hasta que pudo aflojar la cerradura y abrirla.

Entonces le dio la linterna a Abbie, y sacó a la pobre criatura congelada del hoyo de nieve y la llevó al granero.

– ¿Qué podemos hacer para ayudarla?

– Frotarla con paja. Secarla.

– ¡Pobrecita! -dijo ella, tomando paja y frotándole la espalda a la oveja.

– Está peor de lo que creíamos. Está a punto de parir.

– ¿Cómo lo sabes? -Abbie lo miró asombrada.

– Tiene encogidas las patas de atrás, y la cabeza inclinada hacia adelante -Grey hurgó en sus bolsillos, buscando la llave del coche, y se las dio-. Enciende las luces para que pueda ver mejor.

– ¿Qué vas a hacer? -le preguntó ella al ver que él se estaba quitando el abrigo y el jersey, y se estaba arremangando la camisa.

– Con suerte lo hará todo ella.

Las luces distorsionaban la figura del animal proyectando sombras sobre ella. Abbie y Grey esperaron, echando humo de sus bocas al respirar.

El cordero salió con facilidad, con escasa ayuda de Grey.

– ¿Cómo sabes lo de la oveja? -le preguntó Abbie, mientras frotaba el pequeño cuerpo con paja, le limpiaba la boca, y se aseguraba de que respiraba bien.

– Hubo un tiempo en que Robert andaba siempre entre las ovejas. Él quería ser granjero. Y yo, a esa edad, seguía a Robert a cualquier sitio que fuera.

– ¿Robert, granjero? -la imagen de Robert, el político, inclinado sobre la paja, le chocaba más que la de Grey frotando la barriga de la pobre oveja.

– Va a tener otro. Necesitaré ayuda.

– ¿Qué tenemos que hacer?

– Tirar de él, si podemos.

– Dime, ¿qué tengo que hacer?

– Nada. Quiero que mantengas a éste caliente -le dijo él, entregándole al cordero-. Por favor, vete -agregó, intuyendo la protesta de Abbie.

– De acuerdo -ella tomó la pequeña criatura, y la puso debajo de su abrigo, y fue a refugiarse a la cabaña.

Luego volvió Grey con el segundo cordero.

– ¿Grey, y la oveja? ¿Dónde está? ¿No quiere sus corderos?

– La oveja esté muerta. Supongo que la mató el cansancio.

Él sabía que eso ocurriría. Por eso la había enviado con el cordero a la cabaña.

– ¡Grey, lo siento!

– Podrías haber sido tú, deambulando durante la noche como ella. Creí que habías aprendido la lección…

– Oí un ruido, y pensé… Pensé que eras tú. Que te habías caído… -su voz se interrumpió al ver los ojos de Grey, que parecían adivinar sus pensamientos. Luego continuó:

– ¿Dónde estabas tú, de todos modos? Te llamaba y te llamaba…

– Estaba en el granero, tratando de sintonizar la radio -dijo él más amablemente-. Al parecer se acaba la tormenta. Un frente cálido viene del oeste -abrió la puerta, y luego se dio la vuelta-. Si todavía quieres hacer algo, Abbie, puedes prepararme una copa. Hay coñac en el armario -dijo antes de volver a salir.

Abbie le sirvió una generosa medida. Grey no tardó en volver, y fue a lavarse las manos en el fregadero.

– Deberías tomar algo tú también -le dijo él cuando ella le dio el vaso. Luego buscó otro vaso, sirvió coñac y se lo dio.

– Hay un buen vino aquí -le dijo ella-. ¿Lo habrá comprado Jon también? Tú no solías dejar alcohol aquí.

– Debe de haber sido él. Aunque me parece que proviene de la bodega de su padre, ahora que lo veo… No es de supermercado. Parece que pensó que si no emborrachaba a la chica… Aunque tu Polly no da la impresión de ser la pobre víctima de Jon.

– No es «mi» Polly. De hecho, juraría que la idea del coñac ha sido suya. Según ella, es un buen tratamiento para los shocks.

– ¿Sí? Me pregunto cuántos pacientes habrán sobrevivido a él -dijo él asombrado.

– Probablemente yo fui la primera.

– ¿Tratamiento para el shock, has dicho? Y… ¿Quién habrá pensado Polly que lo necesitaría más? -dijo él cínicamente.

Ella reprimió una risa toma. Pero no le fue fácil. Entonces, cuando ya no pudo evitar que los labios se curvaran, explotó en una risa franca y fresca.

Ella quiso taparla, pero hacía tanto que no se reía…

– ¡No te rías, Grey!

Pero era demasiado tarde. Grey se rio con todas sus fuerzas.

– ¡Shock! ¡Le voy a dar un shock cuando la pille!-dijo él. Pero se siguió riendo-. Lo siente, no es gracioso realmente, pero…

Ella se agitó en una risa interminable, y se apoyó sobre su hombro.

Después de un rato, por fin pudo dejar de reírse.

– ¡Oh, mira, pobrecitos! -dijo Abbie al ver que uno de los dos corderos intentaba ponerse de pie. Al levantar la cabeza descubrió que estaba a escasos centímetros de Grey, su boca muy cerca de la de él.

– Hacía mucho que no me reía. Pensé que ya no me acordaba de cómo era -dijo él.

– A mí me pasa lo mismo.

Hasta ese momento ella no se había dado cuenta de Io infeliz que era. Al darse cuenta de lo fácil que le sería rendirse a él, se apartó y se dio vuelta hacia los corderitos.

– ¡Qué vamos a hacer para alimentarlos? ¿Pueden beber leche de vaca?

– No lo sé. Hugh usa una leche especial para los corderos huérfanos -él alzó la vista-. Ya sabes, como la leche que se les da a les bebés.

Ella lo sabía.

– Tendremos que llevarles a la granja. Si nos metemos a los corderitos debajo de les abrigos. -dijo ella.

– Está muy lejos para que vayas andando. Yo les llevaré. Quédate aquí.

– ¿Y quedarme preocupada por ti?

– ¿Y por qué te ibas a preocupar?

– Yo… Me preocuparía por cualquiera que saliera con este tiempo. Es mejor que vayamos los dos.

Prefería no quedarse en la cabaña, donde todo estaba teñido de sus recuerdos.

– Me parece que no deberías arriesgarte. Ya has estado a punto de congelarte una vez…

– Bueno, tú me curaste muy bien. Podrías volver a hacerlo…

Él la miró serio. Ella se dio cuenta entonces de que estaba más delgado.

– Yo encontré a esa oveja, Grey. No voy a dejar que sus corderitos se mueran porque se me vayan a enfriar los pies.

– ¿Aunque terminen en el plato de alguien como chuletas? -le dijo Grey.

Abbie se quedó mirando los corderitos. El primero que había nacido levantó la cabecita. Al pensar en el almuerzo Abbie se acordó de Polly.

– ¡Oh, Polly! ¿Eres capaz de pensar…?

– ¿Qué?

– ¿Que compró una oveja? Ella está entrando en una fase vegetariana. O al menos estaba ayer. Su madre dice que enseguida se les pasa.

Él frunció el ceño al verla tambalearse. Y exclamó al ver su copa:

– Pero si… ¡Maldita sea! -él tomó la copa de coñac que había en la mesa y lo llevo a los labios de ella-. Bebe. Un solo trago. No más.

Ella obedeció, porque era más fácil que discutir con él.

– Lo siento -dijo ella-. Últimamente tengo cierta tendencia a desmayarme por nada… -dijo ella.

– ¿Sí? -él le rodeó los hombros firmemente-. ¿Por qué? ¿Qué te pasa? -parecía preocupado.

– Nada. Déjame. -dijo ella, bajando la mirada-. Estoy bien.

– No se te ve muy bien. Estás más delgada. Tienes las mejillas hundidas. -él dejo el vaso-. ¡Qué estúpido soy! Debí imaginármelo. Es lo que querías, después de todo…

– ¿Lo que yo quería?

– Estás embarazada, ¿no?

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