– ¡Me niego a que el recuerdo de un sacerdote me destroce la vida! Y como siempre será un fruto prohibido para mí, que este momento signifique el principio del fin de mi sufrimiento.
Tras aquellas palabras, Sydney arrojó el ramo de rosas al agua y observó cómo la corriente lo arrastraba mar adentro. Se dio media vuelta y, apresuradamente, recorrió el camino de vuelta a la fabulosa casa de la familia Bryson en San Diego.
Ahora que los recién casados se habían marchado, el terreno con vistas al Pacífico se veía desprovisto de invitados. A excepción de unas sirvientas que estaban recogiendo, Sydney se encontró sola.
Unas horas atrás, el resto de los invitados y ella, se habían congregado allí tras la ceremonia en la iglesia ese viernes al mediodía. La conocida familia Bryson no había reparado en gastos para celebrar la boda de su única hija.
La guarda forestal Gilly Bryson King se había casado con Alex Latimer, el legendario guardabosque a cargo del observatorio Volcano en el parque Yellowstone.
Como dama de honor, Sydney había puesto sumo esmero en su apariencia aquel día. Se había pintado los labios con un carmín de color rosa hielo, para ensalzar la forma de su amplia y curva boca, y se había aplicado colorete en las mejillas.
Entre los invitados había habido un considerable número de guardas forestales de los parques de Yellowstone y Teton. Y ella había logrado que la ceremonia y la fiesta transcurrieran sin que ninguno de sus compañeros de trabajo se enterase de sus planes.
Hacía dos semanas que el jefe de los guardabosques, Archer, había aceptado su dimisión con desgana. Y le había prometido, tal y como ella quería, no decir nada sobre su dimisión hasta que hubiera dejado el trabajo definitivamente.
Sydney ya había vaciado su cabaña y se había trasladado a un piso amueblado en Gardiner, Montana, antes de la boda. Sólo su jefe sabía que iba a trabajar como maestra. Así lo quería ella. De lo contrario, sus compañeros de trabajo le harían preguntas que no estaba dispuesta a responder.
A excepción de Gilly, nadie a su alrededor podría comprender que su inesperado cambio de profesión se debía a un profundo sentido de la supervivencia. El trabajo de guardabosque no le había hecho olvidar.
Tras una breve visita a sus padres en Bismarck, iría directamente a Gardiner a empezar su nueva vida. Con un poco de suerte, sus tareas como profesora no le dejarían tiempo para pensar en un amor imposible; de lo contrario, la vida entera acabaría siendo para ella una condena.
Con un suspiro, entró en la casa para cambiarse de ropa y hacer la maleta. Su vuelo a Bismarck salía temprano a la mañana siguiente.
Era casi medianoche cuando Jarod Kendall entró con el coche en el camino que conducía a la puerta de la rectoría de Cannon, en Dakota del Norte. Tras una agotadora reunión en la parroquia de Bismarck, seguida de una hora de viaje en coche hasta casa, Jarod no sabía cómo se sentiría otro sacerdote en su situación en ese momento.
Pero lo que sí sabía era que la lucha había terminado.
– ¿Padre? -era Rick, que lo llamaba desde el pie de las escaleras al oírlo entrar en la casa.
– No imaginaba que estuvieras despierto.
– Bienvenido de vuelta. Kay ya está acostada. Quería aclarar unos asuntos con usted antes de ir a la iglesia por la mañana. Sólo serán unos momentos. Aunque si está muy cansado…
El diácono se interrumpió sin acabar la frase. Se había acercado lo suficiente para darse cuenta de que Jarod vestía un traje de calle y corbata. Nada indicaba que hasta entonces hubiera vestido sotana.
Quizá fuera mejor explicarle todo a Rick esa misma noche, ya que aún estaba despierto. De esa forma, tendría el resto de la noche para asimilarlo y contárselo a Kay.
Por mucho que le doliera dejar el sacerdocio, anhelaba el lujo de poder dirigirse a una mujer en busca de consuelo o para satisfacer la pasión.
– Rick, acompáñame al estudio. Tengo que hablar contigo.
Rick lo siguió.
– Siéntate -dijo Jarod antes de tomar asiento detrás de su escritorio.
Rick se acomodó en una butaca de cuero; estaba pálido.
– Cuando se fue de vacaciones la semana pasada, Kay y yo nos preguntamos si le pasaría algo. Pensamos que podía estar enfermo y que no quería que lo supiera nadie.
– He estado enfermo, Rick. De hecho, he estado tan enfermo que, hace dos meses, di el paso definitivo y expuse el problema a las autoridades eclesiásticas. Hoy he dejado de ser el padre Kendall.
El otro hombre jadeó por la sorpresa.
– Mañana, el padre Lane se hará cargo de la rectoría hasta que designen a mi sustituto.
Los ojos de Rick se llenaron de lágrimas.
– ¿Por qué?
– Antes de que Kay y tú vinierais a vivir aquí, me enamoré de una mujer llamada Sydney Taylor, que se marchó hace unos quince meses. Era una profesora de inglés en el instituto. Una de sus alumnas tuvo problemas y Sydney la animó a venir aquí, a la parroquia, en busca de ayuda.
Jarod se interrumpió momentáneamente, respiró hondamente y continuó.
– Brenda Halverson tenía dieciséis años y acababa de enterarse de que se había quedado embarazada. Lo primero que pensó fue abortar. Como le aterrorizaba que sus padres se enterasen, escribió unas notas referentes al problema en el diario que escribía para la clase de inglés de Sydney.
Jarod miró a Ricky, que permanecía inmóvil en la butaca.
– Desde el momento que conocí a Sydney, que acompañó a la chica a la primera sesión que ésta tuvo conmigo, mi vida se transformó en una auténtica lucha. Brenda insistió en que Sydney la acompañara a todas las sesiones, y la verdad es que Sydney y yo no podíamos estar lejos el uno del otro.
Jarod sonrió levemente.
– A veces, te he visto observarme con cara de preocupación. Sin duda, lo que has presenciado es la lucha interna que he mantenido conmigo mismo en un intento de olvidarla. Hace unos meses, pregunté por ahí y me enteré de que aún está soltera.
Jarod miró a Ricky fijamente.
– Antes de que intentes convencerme de que no deje el sacerdocio, permíteme que te diga que llevo quince meses examinándome a mí mismo con el fin de tomar la decisión adecuada. Quince meses pensando en lo que iba a perder. Quince meses para darme cuenta de que este paso es un paso irreversible.
»No tienes idea de cómo os envidio a Kay y a ti. En mi opinión, gozar de la dicha del matrimonio y servir a la Iglesia simultáneamente tiene que ser la felicidad suprema.
Jarod notó una leve sacudida en los hombros de su amigo.
– No sé por qué no he logrado olvidarla. No hemos vuelto a ponernos en contacto en todo este tiempo. Sin embargo… la deseo con locura -susurró con vehemencia.
Rick echó la cabeza ligeramente hacia atrás.
– Entonces… ¿ella no sabe lo que usted ha hecho?
– No. Pero estoy convencido de que no se ha casado porque ella tampoco ha logrado olvidarme. Y como comprenderás, no puedo presentarme delante de ella como sacerdote. Cuando lo haga, será como un hombre libre. Tiene que verme como a un hombre normal y corriente con el fin de olvidarse, subconscientemente, del padre Kendall.
– Lo comprendo -dijo Rick por fin-. Cuando presenten la solicitud al Vaticano de su laicización, ¿se la concederán?
– Es probable que no. Abandonar el sacerdocio sin dispensa es algo que voy a tener que aprender a aceptar, aunque me va a costar. Pero como ya he descubierto, vivir sin Sydney sería como medio vivir, y eso no es justo para la parroquia. No es la vida que quiero llevar.
– Lo comprendo, Jarod. Yo también quería ser sacerdote… hasta que conocí a Kay.
– Gracias por tu sinceridad, Rick. Aunque hay muchos que no van a mostrarse tan comprensivos. Muchos acostumbrados a depender de mí se sentirán abandonados. La Iglesia también ha gastado dinero en mi educación. ¿Y qué repercusiones va a tener en sacerdotes de otras diócesis cuando se enteren de que el padre Kendall ha dejado el sacerdocio?
– ¡Pero no la Iglesia! -dijo Rick alzando algo la voz:
– No, eso nunca.
Rick lanzó un suspiro.
– ¿Está seguro de que ella le corresponde?
– Eso creo.
– ¿Y si los sentimientos de ella hacia usted han cambiado?
– Es un riesgo que debo correr.
– ¿Ha considerado la posibilidad de que lo rechace?
– Es una posibilidad. Pero al margen de las circunstancias, si quiero que me escuche, tengo que presentarme delante de ella como una persona normal y corriente.
– Pero si no lo escucha, habrá abandonado todo lo que ha logrado hasta ahora por nada.
– Así es.
Rick se puso en pie y miró duramente a Jarod.
– ¿Se ha acostado con ella?
– No. Nos abrazamos un momento, cuando ella me dijo que se marchaba, pero no hicimos nada más, aparte de desearnos.
Una expresión de preocupación cruzó el rostro de Rick.
– En ese caso…
– Eso da igual, Rick. Lo importante es lo que sentíamos, algo que no puedo expresar con palabras. Han transcurrido quince meses. Voy a cumplir treinta y ocho años. Cada minuto que pasa es tiempo que estamos separados y no podremos recuperar.
– No podrá casarse por la Iglesia.
– Lo sé.
– ¿Es practicante?
– No, Sydney no es católica.
– ¿Qué?
– Fue bautizada, en la Iglesia Luterana, pero hace años que no ha ido a una iglesia.
– Perdóneme lo que voy a decir, Padre, pero en su caso quizá sea una ventaja.
Un extraño sonido escapó de la garganta de Jarod.
– Rick, ya no soy sacerdote.
– Para mí sí lo es.
– Aparte del obispo de la diócesis, has sido mi mejor amigo; por tanto, voy a recordarte que no existe una solución mágica a este problema.
– Kay lo va a pasar mal. Le considera el sacerdote perfecto.
Jarod frunció el ceño.
– Ése es el problema con la perfección, que no existe.
– Kay rezará por que le vaya bien, Jarod.
– Lo sé. Y para hacérselo más fácil, me marcharé temprano por la mañana, antes de que se levante. Será más fácil para todos. El padre Lane estará al frente de la parroquia de momento, le dirá a todo el mundo que me he ido de retiro. Cuando elijan al nuevo párroco, supongo que las aguas habrán vuelto a su cauce normal.
– ¿Cómo va a ganarse la vida?
– En principio, lo he arreglado todo para trabajar como psicólogo en Gardiner, Montana. Es una ciudad a ocho kilómetros del parque Yellowstone. De ese modo, cuando Sydney y yo estemos casados, ella podrá continuar trabajando como guardabosque del parque; es decir, si quiere.
– ¿Es guardabosque?
– Sí.
– ¿Sabe que va a ir? ¿Lo está esperando?
– No -las manos de Jarod se cerraron en puños-. Tengo que sorprenderla. Lo que me diga no importa, leeré la verdad en sus ojos.
– Puede que se desmaye al verlo. ¿Ha pensado en esa posibilidad?
– No creo que sea la clase de mujer que se desmaya.
– Pues a mí no me extrañaría que lo hiciera después de haberlo conocido como el padre Kendall. Nunca he conocido a un hombre con más valor que usted.
– ¿Con valor? -repitió Jarod incrédulo.
– Sí. Tiene el valor de conocerse a sí mismo lo suficiente como para enfrentarse al mundo con la convicción de que está haciendo lo que debe hacer.
Jarod sacudió la cabeza.
– Eres único, Rick. De todos modos, estar convencido de que lo que estoy haciendo es lo que debo no significa que no sienta una profunda tristeza por dejar la vida que me ha hecho feliz durante los últimos años.
– A mí también me produce una profunda tristeza. Voy a echarlo mucho de menos.
– Es mutuo -los dos hombres se miraron solemnemente-. Bueno, es hora de que vayamos a la cama. Mañana vas a tener mucho trabajo ayudando al padre Lane.
– Ahora mismo voy a acostarme. Pero antes, prométame una cosa.
– Lo que quieras.
– Manténgase en contacto conmigo.
– Por supuesto.
Rick se levantó y se detuvo al llegar a la puerta.
– He querido y respetado al padre Kendall, y que se haya quitado la sotana no cambia nada. Si se casa, Kay y yo estaríamos encantados de asistir a la boda. Lo consideraría un honor.
Jarod se quedó contemplando a su amigo.
– No es una cuestión de si, sino de cuándo.
Sydney había solicitado por teléfono un coche de alquiler. Cuando llegó a Bismarck, tenía la intención de subirse al coche e ir directamente a casa de sus padres, en las afueras de la ciudad.
Pero después de salir del aeropuerto, vio la señal indicando Cannon. Sólo a setenta kilómetros. Podría verlo celebrando misa. La misa era a las diez. Le daba tiempo. Si se sentaba en los últimos bancos, él no la vería.
Sólo unos minutos que recordaría toda la vida…
Pisó el acelerador sin importarle que la policía pudiera detenerla y multarla por exceso de velocidad. No le importaba. Lo único que le importaba era verlo.
Después de aparcar el coche, esperó fuera hasta casi las diez en punto; entonces, se mezcló con un grupo de fieles y entró en la iglesia. La tapaban lo suficiente para deslizarse en el último banco sin ser vista. Para mayor seguridad, bajó la cabeza… Pero la levantó al oír una voz de hombre desconocida iniciando la misa.
El sacerdote que estaba celebrando la misa era mayor.
¿Dónde estaba el padre Kendall?
Angustiada y desilusionada, Sydney no tuvo más remedio que quedarse allí, esperando que la misa concluyera. Después, salió de la iglesia a toda prisa.
Cuando llegó al coche, una mujer mayor que ella estaba subiéndose al vehículo aparcado al lado del suyo.
Sydney no pudo evitar preguntarle:
– ¿Sabe por qué el padre Kendall no ha celebrado la misa hoy?
– Alguien ha dicho que está enfermo.
La noticia la llenó de temor.
– Qué pena.
– Lo mismo pienso yo. No hay nadie como él.
«No, nadie».
Sydney sonrió forzadamente a la mujer.
– Que tenga un buen día.
Inmediatamente, Sydney se montó en el coche alquilado, temiendo que la mujer quisiera seguir charlando.
¿Estaba enfermo? ¿Cómo de enfermo?
Con lágrimas en los ojos, condujo hasta Bismarck a más velocidad que nunca. De camino, llamó a sus padres para decirles que se le había pinchado una rueda y ése era el motivo del retraso.
Nadie se enteraría jamás de lo que había hecho. No volvería nunca a pensar en el padre Kendall. Aquello era el fin.
¡El fin de su obsesión con él!
Dos horas más tarde, Sydney entró en la casa por la puerta de la cocina detrás de su padre. Después de haber estado cabalgando con él durante un rato, necesitaba una ducha.
– El almuerzo está listo -anunció su madre.
– Volveré dentro de cinco minutos -le prometió Sydney.
Regresó inmediatamente, llevando un par de pantalones vaqueros limpios y una blusa. La única diferencia entre su ropa y la de sus padres era que éstos llevaban camisas a cuadros.
– Asado, mi comida preferida. Gracias, mamá.
Una vieja costumbre en Dakota del Norte. Tanto sus abuelos como sus bisabuelos almorzaban a las doce del mediodía. Sus padres hacían lo mismo. La carne de vaca se comía casi a diario.
– ¿Qué te parece ahora la zona sembrada? -le preguntó su madre.
– Bien. He notado que de junio a aquí te has deshecho de las malas hierbas -respondió ella antes de dar un mordisco a la mazorca de maíz.
Su madre sonrió.
– En vez de utilizar herbicidas, este año tu padre ha decidido utilizar métodos biológicos. Ha introducido unos escarabajos.
– Buena idea, papá.
– No se han deshecho de todas las malas hierbas, pero las han reducido mucho. Además, me ha salido más barato.
Su padre se sirvió más asado.
– Ese tipo del departamento agropecuario sabía de lo que estaba hablando.
– Me alegro de que hayas seguido sus consejos, papá.
Su madre le pasó la ensaladera.
– Cuando acabemos de comer, Lydia quiere que vayamos a su casa a tomar el postre.
– Buena idea -hacía tiempo que Sydney no veía a sus tíos-. ¿Cómo está Jenny?
Su prima iba a tener su primer hijo. En California, ella había comprado un regalo.
– Estupendamente.
– ¿Saben ya cómo lo van a llamar?
– Joe -respondió su padre con una sonrisa.
Sydney asintió. El marido de Jenny se llamaba Joe, y ella siempre lo complacía. Hacían una buena pareja, igual que sus propios padres.
En general, su madre hacía lo que quería su marido; aunque, en el pasado, se había enfrentado a él en alguna ocasión. Pero pocas.
Mientras sus padres tomaban una segunda taza de café, Sydney se levantó y empezó a recoger la mesa. Su madre llevó las tazas vacías al fregadero unos minutos después.
– Algún día tú también te casarás y tendrás hijos.
Sydney contuvo su frustración. Después de tomar aire varias veces, se volvió.
– También puede que no. No cuentes con ello. «No cuentes con que vuelva a enamorarme».
Su padre se reunió con ellas alrededor de la pila.
– Dinos qué pasó con ese tipo de Idaho, Chip. Creíamos que ibas a casarte con él.
– No estaba enamorada de él. Por eso la cosa no acabó en nada.
– Enamorada de otro, ¿verdad?
Sydney no pudo mentir a sus padres.
– Sí.
– ¿Está aquí, en Cannon? -inquirió su madre.
A Sydney se le encogió el corazón. Todo lo referente al padre Kendall la hacía enfermar. Sobre todo, ahora que sabía que él no se encontraba bien.
– Cielo…
Sydney bajó la cabeza.
– ¿Os importa que cambiemos de conversación?
– Te sentirías mejor si nos lo contaras -insistió su padre-. Hasta que empezaste aquel trabajo de profesora en Cannon, siempre habías sido feliz.
Su madre la miró con preocupación.
– Ya que no puedes hablar de ello con nosotros, creo que deberías llamar al padre Gregson.
Sydney lanzó un gemido de frustración.
– Mamá, tengo veintiséis años, ya no soy una niña. El padre Gregson es un desconocido para mí. En cualquier caso, sería la última persona en el mundo que pudiera comprenderme.
– Sydney, por favor…
– Ya sabéis lo que opino de la Iglesia -por lo que a ella concernía, la religión sistematizada en un credo sólo servía para dar problemas en vez de aliviarlos.
De no ser por la Iglesia, el padre Kendall y ella… ¡No, no iba a pensar en eso!
Respiró hondamente y se volvió hacia su madre.
– Sé que para vosotros la Iglesia es un consuelo. Yo, sin embargo, prefiero solucionar mis problemas a mi manera.
– El pastor es un hombre extraordinario -continuó su padre.
– Si necesito ese tipo de ayuda, pediré una cita con el psiquiatra.
Sydney había vuelto a decir algo inconveniente. Sus padres no creían en la psiquiatría.
– ¿Ese hombre… está casado?
– ¡No! -gritó Sydney con agonía-. Y ahora, si me disculpáis, voy a cambiarme de ropa para ir a casa de la tía Lydia.
Antes de tomar la entrada norte del parque nacional de Yellowstone, en Gardiner, Jarod compró un mapa y lo examinó mientras desayunaba dentro del coche.
Recorrió con los ojos el gran trazado de unos doscientos veinte kilómetros en forma de lazo a través del parque. Desde ahí podía seguir hacia el sur, hasta Madison; desde allí, a Old Faithful, West Thumb, Fishing Bridge, Tower Falls, Mammoth y la zona de Norris Geyser.
También había carreteras que llevaban a otras regiones del parque. Su plan era detenerse en los lugares más señalados con la esperanza de ver a Sydney, ya que trabajaba allí. Prefería no preguntar a nadie.
De estar por ahí, sus cabellos dorados atraerían su mirada. Con uniforme o sin él, las largas piernas de Sydney y sus delicadas curvas llamarían su atención. Sólo preguntaría por ella si no conseguía encontrarla.
Al igual que otros visitantes, se mantuvo alerta por si aparecía algún bisonte. El tráfico de los sábados era lento; a ese paso, tardaría todo el día en dar una vuelta por el parque.
Cuando llegó a la parte superior de Geyser Basin, su paciencia estaba a punto de agotarse. No debería haberle sorprendido que la zona de Old Faithful pareciese un gigantesco estacionamiento de coches. Los turistas de finales de verano se habían congregado para ver el famoso geiser.
Una vez que encontró un sitio para aparcar, se colgó los binoculares al cuello y se bajó del coche. Mientras los turistas tenían las cámaras listas para disparar en el momento en que el geiser entrara en erupción, él empezó a caminar con un objetivo diferente en mente.
Llevándose los binoculares a los ojos, paseó la mirada por el mar de turistas. Por fin, convencido de que Sydney no estaba trabajando en esa zona, Jarod recorrió la corta distancia al centro de visitantes de Old Faithful.
Aparte de una tienda de regalos, descubrió un centenar de personas observando una película que uno de los guardabosques narraba.
Al volverse para marcharse, le llamó la atención un cartel: «Ayude a Construir un nuevo Centro de Visitantes para Old Faithful».
Jarod se aproximó a la sonriente morena. En la tarjeta de identificación que llevaba prendida de la camisa caqui se leía: «Cindy Lewis, ayudante de guardabosque».
La chica le sonrió.
– ¿Quiere que le explique por qué necesitamos un centro nuevo?
Si eso le ayudaba a encontrar a Sydney…
– Sí, gracias. Me interesa.
La sonrisa de ella se agrandó.
– El centro que tenemos ahora no suple la demanda de información, orientación y servicios educacionales. Como puede ver, esta construcción es demasiado pequeña para acomodar incluso a un pequeño porcentaje de los visitantes…
La chica continuó dándole toda clase de detalles. Al final, concluyó:
– Si le interesa más información, tome este folleto y léalo. Agradecemos cualquier tipo de donación. Jarod sacó algo de dinero de la cartera y lo metió en el sobre que iba con el folleto antes de devolvérselo a la chica.
– Ha sido una explicación excelente.
– ¡Gracias!
– De nada. ¿Hay más ayudantes de guardabosque como usted por aquí?
– Sí. Estamos distribuidos por todo el parque, pero pronto va a empezar el curso escolar otra vez.
– Es un programa excelente. ¿Tiene pensado hacerse guardabosque cuando acabe los estudios?
– Sí.
– Hace tiempo, conocí a una mujer que trabajaba aquí como guardabosque.
– Yo soy amiga de todos. ¿Cómo se llama?
– Sydney Taylor.
La chica parpadeó.
– ¡Sydney Taylor ha estado a cargo de todos los ayudantes de guardabosque durante todo el verano! Es la mejor.
Jarod sintió la adrenalina recorrerle el cuerpo.
– ¿Estamos hablando de la misma persona? Antes, trabajaba de profesora en el instituto de Cannonball, en Dakota del Norte.
– ¡Sí, la misma! Estuvo de profesora de inglés allí durante un año antes de venir aquí.
– La conocía bastante bien. Qué coincidencia, ¿verdad? -murmuró Jarod-. ¿Tiene idea de dónde está ahora?
La chica asintió.
– En California. Su mejor amiga, también guardabosque, se acaba de casar. Ha ido a su boda. Pero Sydney estará de vuelta el lunes.
Frustrado de que no estuviera allí, Jarod trató de disimular su desilusión.
– Me gustaría dejarle una nota. ¿Sabe dónde vive?
– Claro. Al otro lado del estacionamiento de coches, en la cabaña número cinco.
– Gracias, Cindy -Jarod le dio la mano-. Ha sido un placer conocerla.
Al cabo de cinco minutos, se subió al coche y condujo hasta el grupo de cabañas.
Después de escribir una nota, Jarod dejó la hoja de papel doblada hacia el lado de dentro de la puerta de rejilla con el fin de que Sydney pudiera verla a su regreso de California.
De vuelta en el coche, puso el motor en marcha y se alejó en dirección a Gardiner. Esperaba una llamada de ella a su teléfono móvil al día siguiente por la noche.
No obstante, no pudo acallar una voz interna que preguntaba impertinentemente:
«¿Y si no te llama?»
«¿Y si no quiere saber nada de ti?»