CAPÍTULO 4

– ¡Por favor, no lo hagas! -de una cosa estaba segura: Jarod llevaba a cabo sus amenazas.

Sydney se levantó sobresaltada del sofá y fue a abrir la puerta, pero tenía los párpados tan hinchados que apenas podía ver.

En esa ocasión Jarod no esperó a que le diera permiso para entrar. Después de cerrar la puerta a sus espaldas, se volvió hacia ella con expresión intimidante.

– Te prometo que no te voy a tocar, pero no te vas a deshacer de mí hasta que me hayas oído.

Sydney no se atrevió a oponerse.

– ¿Quie… quieres un café? -preguntó ella con voz débil.

– Sí, gracias, pero déjame hacerlo a mí.

– Está bien -murmuró Sydney-. Voy a cambiarme un momento y ahora vuelvo.

Una vez en su dormitorio, Sydney se puso unos vaqueros y un suéter de algodón verde oscuro; después, entró en el cuarto de baño para lavarse la cara y cepillarse el pelo. Tras ponerse carmín de labios, se sintió mejor.

Cuando volvió al cuarto de estar, encontró a Jarod allí, bebiendo café. Agarró una taza de la mesa y se sentó en un sillón al lado del sofá… sintiendo la mirada de Jarod en todo momento.

– Sydney, antes que sacerdote era hombre.

Ella bebió café, no sabía qué decir.

– La verdad es que nací en el seno de una familia disfuncional en Long Island, Nueva York. Ellos jamás iban a la iglesia -dijo Jarod-. Hasta bastante tarde en la vida, no pisé una iglesia, mucho menos renuncié a las mujeres.

Aquella inesperada información destruyó las ideas preconcebidas de Sydney en lo referente a la vida religiosa de él.

– ¿Has oído hablar alguna vez de Kendall Mills? Sydney parpadeó. En todos los hogares de Estados Unidos se cocinaba con harina Kendall Mills. ¿Pertenecía Jarod a esos Kendall? Eran multimillonarios.

– Yo… creo que no quiero saber nada más -dijo Sydney con voz temblorosa.

– Eso es porque me has tenido en una especie de pedestal y no quieres reconocer que no soy el santo que creías que era. Pero no podemos pensar en vivir juntos si no me dejas que te cuente mi pasado.

No iban a vivir juntos. Sydney sabía que no podía obligarlo a dejarlo todo por ella, pero quería saber más sobre su vida. Lo amaba.

De momento vencida, Sydney bajó la cabeza.

– Sé que te asusta el hombre oculto bajo la sotana -dijo él con una compasión que ella no quería sentir-. Conoces bien al sacerdote, pero no sabes nada del hombre que soy.

– Da igual, Jarod. La Iglesia te recibiría con los brazos abiertos si quisieras volver… -Sydney no pudo evitar más lágrimas-. Hayas hecho lo que hayas hecho, estoy segura de que ellos lo comprenderán.

Sydney oyó un sonido de frustración o angustia escapar de los labios de Jarod.

– No me equivoqué al decidir hacerme sacerdote y, ahora, no me he equivocado al dejarlo. Después de que oigas lo que tengo que decirte, verás la situación de forma diferente. Esta noche tengo intención de contarte todo lo que no podía contarte cuando aún era sacerdote.

Sydney bebió con ansiedad, como si el café fuera a darle fuerzas para oír la confesión de Jarod.

– Algunos de mis compañeros de seminario sintieron su vocación en la adolescencia. Conmigo fue diferente. De hecho, no puedo decirte cuál fue el momento exacto en que decidí hacerme sacerdote.

Sus miradas se encontraron.

– ¿Te acuerdas, en mi despacho, cuando me dijiste que la religión no significaba nada para ti, Sydney? Podría haberte dicho que a mí me pasaba lo mismo cuando era joven.

Sydney ladeó el rostro. Le resultaba difícil oírle decir eso.

– Cuando pienso en ello, supongo que mi vocación fue un proceso que comenzó cuando tenía unos quince años. Tenía un grupo de buenos amigos, pero pasaba la mayor parte del tiempo con Matt Graham, mi mejor amigo. Matt era católico y jugaba en el equipo de la parroquia de East Hampton, la zona donde vivíamos.

Jarod bebió un sorbo de café y prosiguió:

– De vez en cuando, iba con él y, mientras mi amigo jugaba, yo le hacía los deberes. Uno de los sacerdotes más jóvenes, el padre Pyke, se fijó en mí e insistió en que entrara en el equipo. Decía que mi estatura y físico les ayudaría a ganar a los equipos contrincantes.

Jarod se interrumpió un segundo y suspiró.

– Como cada día me resultaba más penoso ir a casa después de las clases y ver a mi madre llorando en su dormitorio, empecé a pasar más y más tiempo en el gimnasio de la parroquia con Matt.

Sydney se encogió en su butaca al presentir que Jarod estaba a punto de hacer una dura confesión.

– Al cabo de poco tiempo, empecé a confiar en aquel sacerdote y pronto le hablé de los problemas de mi familia. Era evidente que necesitaba desahogarme; sobre todo, después de que mi hermano y mi hermana se marcharan a estudiar a la universidad.

Jarod bebió otro sorbo de café y continuó:

– Como no quería hablar de mis problemas familiares con mis amigos, le tocó la china al padre Pyke. Me aliviaba mucho saber que podía hablar con él sabiendo que no se lo contaría a nadie. Ahora, cuando pienso en ello, veo muy claro qué fue lo que me hizo confiar en él: el padre Pyke sabía escuchar. Cuando se enteró de que mi padre era un mujeriego, no intentó consolarme con tonterías.

Un gemido escapó de los labios de ella. Era doloroso oír aquello.

– Mis padres tienen un estatus social muy alto y, desde que éramos pequeños, tenían una agenda social muy apretada, no tenían tiempo para sus hijos -continuó Jarod-. Poco a poco, le conté al sacerdote todos nuestros sucios secretos. Estaba muy dolido con mi padre porque sus conquistas hacían sufrir mucho a mi madre y la habían llevado a la bebida. Además, cuando estaban juntos, se pasaban el tiempo discutiendo.

Jarod suspiró y sacudió la cabeza antes de seguir con su confesión.

– En una ocasión, mi madre me dijo que la última amante de mi padre era una mujer casada, lo que aún empeoraba la situación. Sin embargo, mi madre no estaba dispuesta a dejarlo porque ambos necesitaban el dinero de la familia del otro; para ellos, el dinero era más importante que la tranquilidad o el honor.

Jarod estaba describiendo una situación horrible para un niño, y Sydney se llevó los dedos a las mejillas para secarse las lágrimas.

– Lo siento, Jarod.

– No puedes creerlo, ¿verdad, Sydney? Yo tampoco podía creerlo -dijo él con profunda tristeza-. En primer lugar, nuestra familia lleva en Hampton generaciones. Debido a ello, mucha gente de allí conoce a mis padres, y se ha hablado mucho de ellos.

Sydney se estremeció. La trágica situación que él estaba describiendo presentaba un gran contraste con la feliz vida familiar de la que ella había disfrutado.

– Para empeorar las cosas, el padre de Matt trabajaba en Wall Street. La familia de él y la mía se movían en los mismos círculos sociales. Para evitar preguntas humillantes, dejé de ir a su casa. Con el tiempo, el gimnasio de la parroquia o el despacho del sacerdote se convirtieron en los únicos lugares en los que me sentía seguro y a salvo de las habladurías.

Jarod suspiró y sacudió la cabeza. Después, la miró y prosiguió:

– Cuando acabamos el bachiller, Matt, otros amigos y yo nos fuimos de vacaciones de verano a Europa. Conocimos a muchas chicas y nos pasamos el tiempo de fiesta en fiesta. Después de tres meses de verme libre de los problemas de mi familia, cuando volví a Estados Unidos, fui a estudiar a Yale con una beca que me concedieron.

Sydney sabía que era un hombre extraordinariamente inteligente. Lo que le estaba contando aumentaba su admiración por él.

– Mi padre esperaba que fuera a la universidad de Princeton como mi hermano mayor, Drew, y que fuera a trabajar en el negocio familiar después de acabar los estudios. Liz estaba en Wellesley, pero yo quería ir a un sitio donde no se conociera tanto el apellido Kendall. A mi padre le molestó que no necesitara su dinero para estudiar.

Sydney sacudió la cabeza. Era terrible.

– Mi padre quería que estudiara Derecho y que luego trabajara en el negocio de la familia, pero yo decidí estudiar Psicología; seguramente, debido a que quería entender la dinámica familiar.

– Sí, lo comprendo -murmuró ella.

– Un sacerdote de St. Paul, en Minnesota, vino a dar clases sobre Psicología de la familia un semestre, yo asistí a sus clases y las seguí con sumo interés. Durante una charla que tuve con él al final del semestre, sugirió que asistiera a un seminario en St. Paul, un seminario en el que se podía conseguir un master en Psicología. Cuando me sugirió la idea, me eché a reír y le dije que, de ser católico, lo haría. La perplejidad de Sydney aumentó.

– No volví a verlo. Al final, conseguí mi título y, al mismo tiempo, me separé de la chica con la que llevaba viviendo un año.

¿La chica con la que llevaba viviendo un año?

– ¿Por qué no seguisteis juntos? -preguntó Sydney sin poder evitarlo, celosa de aquella mujer en el pasado de Jarod.

Él le lanzó una mirada penetrante.

– Porque no estaba enamorado de ella y ella quería casarse.

La concisa respuesta la silenció.

– En cuanto conseguí el título, volví a East Hampton y le pedí al padre Pyke que me dijera qué tenía que hacer para hacerme católico. En menos de un año, me bautizaron, hice la comunión y me confirmaron.

Jarod suspiró y continuó:

– Mi padre y la familia entera se enfurecieron conmigo cuando les dije que me iba a la universidad pontificia de Santa Marta en St. Paul, donde mi vida empezó a cobrar sentido.

«Así que eso fue lo que le ocurrió», pensó Sydney.

Incapaz de permanecer sentada, Sydney se puso en pie. La realidad era muy diferente a sus erróneas conjeturas. Ahora no sabía qué decir ni qué pensar.

– El sacerdote que había ido a Yale a dar clases durante seis meses y que se había interesado tanto por mí me ayudó mucho. Una vez que estuve listo para trabajar, hablamos de dónde sería mejor que lo hiciera. Fue entonces cuando me dijo que había una parroquia en Cannon, en Dakota del Norte, que llevaba un tiempo necesitando un párroco. Me habló mucho de la belleza natural del entorno.

Jarod sonrió, interrumpiéndose un momento antes de proseguir.

– Debo admitir que la idea de ponerme al servicio de novecientas personas, que es la población de ese pueblo, me encantó. Es una gente con profundos valores morales, justamente lo contrario a mi familia, y eso me atraía mucho.

»Me entrevistó el obispo de Bismarck y me concedieron el puesto. Eso ocurrió hace diez años. Al principio, quería conocer bien a los feligreses. Viví entre ellos, celebré misas, bautizos y matrimonios y realicé terapia individual y familiar. Jamás había sido tan feliz ni había disfrutado tanto la vida. Gozaba hasta el último minuto del día… hasta que te conocí.

Sydney sintió un súbito dolor que la indujo a cubrirse el rostro con las manos.

– No hay hombre al que le guste tanto como a mí mirar a una mujer. He salido con muchas mujeres, tanto en este país como en el extranjero, y he mantenido relaciones íntimas con algunas de ellas.

Jarod había vivido con una durante un año… ¿Conocía Sydney realmente a Jarod?

– Pero jamás se me pasó por la cabeza casarme. Supongo que, en parte, se debía a que mi referencia era el matrimonio de mis padres, que era una lucha constante.

Jarod se interrumpió un momento para lanzarle una mirada penetrante.

– Cuando Brenda y tú entrasteis en mi despacho, casi se me paró el corazón. Y cuando saliste, sentí un dolor que no ha desaparecido todavía. Después de que te marcharas de Cannon, he luchado mucho conmigo mismo por controlar mis sentimientos y me he dado cuenta de que me ha ocurrido lo que mis consejeros espirituales me dijeron que podría ocurrirme.

– ¡No sigas! -gritó ella.

– Tengo que contártelo todo, Sydney.

Ella quería huir, pero no tenía un sitio donde esconderse.

– Aún recuerdo el día en que el padre McQueen, durante un seminario, nos habló de «la tentación de la carne». Cómo me reía para mis adentros.

Sydney se estremeció.

– La forma en que hablaba ese sacerdote parecía salida de una novela de Victor Hugo. Pero dejé de reírme de sus palabras desde el momento que te conocí, Sydney. Y sabía que la fuerza de esa atracción era mutua.

Y así era.

– Durante el tiempo que pasaste en Cannon -siguió Jarod-, intenté luchar contra el deseo que sentía por ti, pero no logré ganar ni una sola batalla. El nuestro es un amor que prendió fuego. Debido al deseo insatisfecho, mi trabajo como párroco bajó de calidad, aunque los feligreses no lo notaron. Sin embargo, no logré disimular delante de todo el mundo. Mi amigo Rick Olsen sabía que me pasaba algo. A veces, le sorprendía mirándome con una expresión de preocupación. Había alcanzado el cenit de mi agonía y no podía permanecer en ese estado mucho más tiempo.

Sydney asintió. Ella había creído que podía olvidar con la distancia, marchándose de Cannon cuando su contrato de trabajo con el instituto acabó. Pero los quince meses posteriores a su marcha habían sido horribles.

– Tu breve visita a Cannon el otro día demuestra que seguimos queriendo estar juntos -dijo él, pronunciando las palabras que a ella le daba miedo decir-. Después de que te marcharas, mi vida se convirtió en una lucha por intentar disfrutarla, pero no lo conseguí. Cada día se me hacía más cuesta arriba. Me había enamorado de una mujer por primera vez en la vida; sin embargo, debido a mis votos de castidad, no podía hacer nada al respecto. Lo pasé muy mal, Sydney. Y ahora que he dejado atrás el pasado, quiero un futuro contigo.

Sydney comprendía lo que él sentía mejor que nadie.

– Después de la Navidad, no podía dejar de pensar en abandonar el sacerdocio. Habían ocurrido cosas que no podía seguir ignorando.

– ¿Qué cosas? -Sydney estaba tan sumida en la confesión de él que no pudo evitar hacer la pregunta.

Jarod bajó la cabeza.

– Antes de las vacaciones, la Iglesia envió fondos para que yo realizase la compra de una casa para transformarla en la nueva rectoría. Como quería que el espacio extra se ocupara, invité al nuevo diácono y a su esposa a que ocuparan el último piso de la casa.

Sydney lo vio alzar de nuevo la cabeza y mirarla fijamente.

– Hace como dos meses, una mañana entré en la casa por la puerta lateral. Había tanto silencio que pensé que estaba solo. Fui a mis habitaciones, en el piso bajo, en busca de unos folletos que me había dejado olvidados. Cuando los encontré, crucé el vestíbulo y me dirigí a la cocina para prepararme una taza de café antes de volver a mi despacho para continuar el trabajo.

Jarod se interrumpió un momento y suspiró antes de proseguir:

– La puerta estaba entreabierta y, a través de la ranura, vi a Rick y a su esposa abrazados y besándose ardientemente. Casi se me paró el corazón. Me di la vuelta inmediatamente, pero no sin antes ver a Rick acariciando el cuerpo de su esposa y oír a ésta gemir de placer.

Sydney se mordió el labio inferior con fuerza.

– Esa imagen se me clavó en el alma. Me hizo darme cuenta de que dos personas que se aman no pueden estar separadas. Al salir de la casa, estaba convencido de que tenía que hacer algo respecto a lo nuestro. Desde que te marchaste de Cannon, no había día que no me levantara sintiendo un profundo vacío en mi vida.

«Y yo», pensó Sydney.

Se miraron fijamente el uno al otro.

– Qué amarga ironía que parte de mi trabajo consista en dar consejos a la gente; sin embargo, ahora quien está en crisis soy yo.

Jarod apartó la mirada de ella momentáneamente.

– Pensé que, si descubría que te habías casado o estabas prometida con otro, eso ayudaría a extinguir la llama que cada día ardía con más fuerza, a pesar de todos mis esfuerzos por ignorarla -Jarod respiró profundamente-. Tienes la clase de belleza que le quita a un hombre la respiración. No imaginaba que permanecieras soltera después de tanto tiempo. Imaginé que hasta tendrías un hijo.

Ahora, Sydney respiraba trabajosamente.

– Nunca me he considerado capaz de tener relaciones con una mujer casada, nunca he pensado caer tan bajo como mi padre. Sin embargo, después de censurarlo tanto como lo he censurado, me he dado cuenta de que, al menos en mis pensamientos, no soy tan distinto a él. Llegué a odiar mi debilidad por ti, Sydney.

Jarod volvió a clavar su penetrante mirada en ella.

– Dispuesto a averiguar qué había sido de ti, fui al instituto y, a través de Jeanine, la secretaria, obtuve la información que quería. Le mentí deliberadamente. Te ruego que me perdones por ello, pero tenía que encontrarte.

La voz de Jarod se tornó más ronca.

– Mientras Jeanine buscaba la información que le había pedido, yo pensé que, si descubría que estabas casada, me iría durante un par de meses a Europa de reposo con la esperanza de conformarme con la idea de pasar el resto de mi vida sin ti. Pero si, por el contrario, no te habías casado todavía, entonces tendría que enfrentarme a lo inevitable, a la realidad. Sabía lo que tenía que hacer, aunque eso supusiera hacer daño a algunas personas.

Jarod se aclaró la garganta y añadió con voz profunda y ronca:

– Quería estar contigo.

Sydney se llevó una mano al pecho.

– En el momento que me enteré de que seguías soltera y que trabajabas en Yellowstone, tomé una decisión. Después de meses de luchar contra mi deseo, me di cuenta de que jamás ganaría. Y cuando anuncié mi decisión a las autoridades eclesiásticas pertinentes, en vez de sentir temor volví a sentirme un hombre de verdad ante la idea de seguir los deseos de mi corazón.

Jarod suspiró y añadió:

– Desde ese momento, no volví a mirar atrás.

«Jarod… ¿es posible que sea verdad todo lo que has dicho?», pensó ella.

– Una vez que presenté el caso al obispo, comencé a hacer planes. Consulté la página web del parque Yellowstone en busca de posibles puestos de trabajo y encontré el Programa de Ayuda al Empleado. Tienen un departamento de Psicología para ayudar a sus propios empleados. Mis calificaciones son perfectas para ese trabajo. Lo que significa que, si decidimos quedarnos aquí, yo ganaría lo suficiente para mantenernos a los dos. La jefa del departamento, Maureen Scofield, me dijo que el puesto era mío si lo quería, pero tengo que darle pronto una respuesta.

Sydney conocía bien a Maureen. Jarod debía de haberla impresionado.

Jarod se pasó una mano por el cabello.

– Bueno, ahora que ya lo sabes todo, voy a pedirte una vez más que te cases conmigo.

A Sydney el corazón pareció querer salírsele del pecho, casi no podía respirar.

– ¿Cómo voy a responderte cuando tú no tienes idea de qué es lo que vas a sentir dentro de un mes o dentro de un año? Una vez que se pase la pasión inicial, empezarás a comparar tu nivel de felicidad conmigo con la felicidad que sentías como sacerdote. Digas lo que digas, una esposa acabará ocupando siempre un segundo lugar.

Sydney suspiró tristemente y continuó:

– Como sé que eres un hombre de honor, lo más seguro sería que permanecieses en silencio, aunque desearas el divorcio. No quiero ni pensar en lo horrible que sería verte sufrir por haber tomado una decisión equivocada.

La boca sensual de Jarod se tornó en una fina línea.

– Yo voy a correr el mismo riesgo.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Sydney.

– Después de un mes juntos, es posible que la vida de casada conmigo te desilusione. Puede que llegues a la conclusión de que no soy el marido que esperabas que fuera.

Las mejillas de ella se encendieron.

– No voy a cansarme de ti ni a echar de menos mi vida de sacerdocio -unas sombras cruzaron el hermoso rostro de Jarod-. ¿Es que no comprendes que quiero envejecer contigo?

– Eso es lo que dices ahora… -insistió ella, presa de la duda.

Jarod bajó los párpados, por lo que Sydney no pudo ver la expresión de sus ojos.

– Perdóname por haberte entretenido hasta tan tarde -Jarod se dispuso a marcharse.

– Espera. ¿Adónde vas?

Jarod se detuvo.

– Al motel.

– Sabes a qué me refiero -Sydney se humedeció los labios con la lengua-. ¿Qué vas a hacer?

– Sin ti en mi vida, iré a Europa a vivir y a trabajar.

– ¿A Europa? -inquirió ella con incredulidad. -Sí. Voy a poner un océano de distancia entre tú y yo. Ya que pasé momentos muy felices allí con mis amigos, pienso volver. Quiero vivir la vida, Sydney. Quiero disfrutar lo que otros hombres disfrutan: mujer, hijos… Quería que fueras mi mujer, pero como eso parece imposible, tendré que buscar a otra mujer que logre aceptar que fui sacerdote en el pasado. Una mujer que quiera compartir su vida conmigo.

Las palabras de Jarod le causaron un gran dolor. Sydney dio un paso hacia él.

– ¿Quieres decir que, pase lo que pase, no vas a volver a Cannon?

El cuerpo de Jarod se tensó.

– Es evidente que infravaloré tus temores y tus aprensiones. Hay sólo una cosa que quiero oír y, como no eres capaz de decirlo, no prolonguemos más esta agonía.

Jarod tomó aire profundamente y lo expulsó despacio. Entonces, añadió:

– Como voy a marcharme a Gardiner mañana por la mañana, será mejor que nos despidamos ya.

– Jarod…

Pero él salió por la puerta a la fresca noche. Sydney oyó sus pasos alejándose. Al día siguiente Jarod desaparecería de su vida para siempre y no volvería a verlo nunca.

Pero… ¿y si en vez del día siguiente se iba esa misma noche? Aterrorizada, Sydney agarró el bolso, salió de la casa y se subió a su coche.


Jarod le había dicho que se hospedaba en el Firehole Lodge. Pero cuando llegó allí, Sydney no pudo ver el coche alquilado de él en ninguna parte.

¿Adónde habría ido?

Se bajó del coche y se dirigió apresuradamente al vestíbulo del establecimiento. El recepcionista la miró con placer varonil.

– ¿Qué desea?

Sydney tragó saliva.

– Estoy buscando al señor Jarod Kendall. ¿Sabe si aún se hospeda aquí?

– Iré a mirarlo.

– Por favor, dese prisa.

– Habla usted como si se tratara de un asunto de vida o muerte -bromeó él.

– Así es -respondió ella muy seria.

«Si no lo encuentro, estaré como muerta».

– Buenas noticias. Aún no ha cerrado su cuenta.

– Gracias a Dios. Como no he visto su coche… ¿Podría llamar a su habitación?

El recepcionista asintió. Después de un minuto, colgó el auricular del teléfono interior.

– Lo siento, pero no contesta.

– ¿Podría decirme en qué habitación está?

El sonrió maliciosamente.

– No debería hacerlo, pero lo haré. Está en la habitación número veinticinco. A esa parte del edificio se entra por la puerta posterior.

– Gracias.

– De nada.

Sydney se subió al coche y dio la vuelta al edificio para aparcar en la parte posterior con el fin de verlo cuando regresara. Pero eran las doce de la noche y todos los espacios para aparcar estaban ocupados.

¿Y dónde estaba Jarod?

Por fin, encontró un espacio y, mientras lo esperaba, encendió la calefacción del coche.

¿Dónde estaba?, se preguntaba una y otra vez. Justo cuando pensaba que Jarod no iba a regresar, vio los faros de un coche y lo vio parar cerca de la entrada. Con asombrosa rapidez, Jarod entró en el edificio, antes de que a ella le diera tiempo a alcanzarlo.

Sydney salió de su coche y lo siguió. Justo antes de que Jarod desapareciese dentro de su habitación, ella lo llamó, pero él no la oyó.

– Jarod… -repitió Sydney delante de la puerta cerrada.

De repente, la puerta se abrió.

Bajo la anaranjada luz del pasillo, Sydney vio el pecho de él hincharse y deshincharse debido a una súbita y gran tensión.

Sin mediar palabra, Jarod la abrazó.

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