CAPÍTULO 5

De repente, Sydney se encontró con la espalda contra la pared, entre ésta y el duro cuerpo de Jarod. Con los brazos de él a ambos lados de su cabeza mientras Jarod se inclinaba sobre ella. Sólo unos centímetros separaban sus bocas.

– Aunque no has dicho sí con palabras, no estarías aquí si tu respuesta fuera negativa. Bésame, Sydney.

Con un gemido de aceptación y presa de su propio deseo, ella le obedeció. En el momento en que sus labios se unieron el mundo estalló a su alrededor, haciéndola aferrarse a él. Jarod le resultaba tan necesario como el aire.

Nada la había hecho sospechar la explosión de pasión y deleite que él había creado. Había un cierto salvajismo refinado en la forma en que la abrazaba y la besaba.

Delirando con una pasión nacida del deseo reprimido, bebieron con más y más profundidad de sus bocas, hasta que ella sintió un calor que la devoraba. Un calor que se extendió por todo su cuerpo.

El gemido de Jarod siguió al de ella, mientras ambos daban y recibían un indescriptible placer en los oscuros confines de la habitación.

– Te amo, te amo -dijo Sydney apasionadamente mientras paseaba los labios por los inolvidables contornos del rostro de Jarod-. Eres un hombre tan atractivo… no puedo creerlo.

Le sintió respirar profundamente. Luego, Jarod le besó la garganta.

– No me atrevo a decirte lo que pienso de ti en estos momentos porque, si te lo dijera, tendría que hacer una demostración y no puedo hacer eso hasta obtener el consentimiento de tus padres para casarme contigo.

Con suma ternura y suavidad, Jarod se separó de ella.

Después de haberse sentido consumida por las llamas de la pasión, que Jarod mencionara a su familia fue para ella como un jarro de agua fría. Apagó el fuego que él había encendido, arrebatándole la indescriptible felicidad que había encontrado en sus brazos.

Sydney se dio media vuelta y, de cara a la pared, se aferró a ésta.

– Jamás darán su consentimiento. Yo dejaré mi trabajo y podremos casarnos en Europa.

Sydney no podía creer lo que acababa de decir, pero su amor por Jarod era demasiado grande como para permitir que un obstáculo se interpusiera entre ambos.

Jarod aún seguía cerca de ella, Sydney sentía el calor de su cuerpo.

– No me casaré contigo sin, al menos, darles una oportunidad. Tus padres te trajeron al mundo, eres su única hija y te adoran. ¿Acaso crees que podríamos disfrutar una unión feliz si los dejáramos atrás, si no contáramos con ellos para nada? Si los fallos de mi familia me han enseñado algo es precisamente lo sagrados que son los lazos familiares.

Jarod le acarició el cabello un momento antes de continuar:

– Aún no me he dado por vencido respecto a mi familia, Sydney, y me niego a empezar mi vida de casado contigo sin contar con tus padres. No saldría bien. Los dos acabaríamos siendo desgraciados, incapaces de construir una vida duradera juntos.

Con el rostro muy pálido, Sydney se volvió de cara a él.

– Tú no los conoces como yo. Casarme con alguien que no pertenezca a su Iglesia les resultaría incomprensible. Sobre todo, tratándose de alguien que…

– ¿Que ha sido sacerdote? -Jarod esbozó una diminuta sonrisa-. Quizá eso obre a mi favor.

– No bromees con algo tan serio -le rogó ella.

– Sydney…

Jarod volvió a estrecharla entre sus brazos. Ella apoyó el rostro en su hombro.

– Nuestro amor nos ha traído hasta aquí, estoy seguro de que lograremos llegar hasta el final. Hagamos una cosa: como no tienes que volver al instituto hasta el lunes, ¿por qué no tomamos un avión a Bismarck mañana para hacerles una visita?

La sugerencia no habría tenido nada de extraño de haber sido hecha por otra persona, pero Jarod no sabía con qué iba a enfrentarse.

Un temblor recorrió el cuerpo de Sydney y Jarod ocultó el rostro en sus rubios y sedosos cabellos.

– Cuando tiemblas así, me dan ganas de llevarte a la cama para hacerte olvidar todo y a todos, y que para ti sólo exista yo. Y eso es lo que voy a hacer muy pronto.

Jarod suspiró con frustración.

– Pero, por ahora, será mejor que te vayas de mi habitación -dijo él-. De lo contrario, no podré responder de mis actos y tú tendrás un motivo más para sentirte culpable.

Sydney lanzó un quedo gruñido, consciente de que Jarod tenía razón. Sin embargo, a pesar de ello, se apretó contra él.

– No quiero separarme de ti. No quiero separarme de ti nunca más.

– Después de que tus padres nos den su bendición, te juro que no dejaré que te apartes de mi vista.

Jarod se apoderó de su boca una vez más, con dureza; después, bruscamente, separó los labios de los de ella.

– Vamos, te acompañaré hasta el coche y te seguiré en el mío hasta tu casa para cerciorarme de que llegues sana y salva.

Sydney lo miró con ojos llenos de amor.

– Ojalá…

– Sí, ojalá -Jarod sabía lo que quería decir-. Pero no sería buena idea pasar la noche en tu casa. No tardaría ni dos minutos en levantarme del sofá e ir a tu cama. Por eso, pasaré a recogerte mañana a las seis de la mañana y desayunaremos de camino al aeropuerto.

A las seis de la mañana…


– Rick, ¿te he despertado?

– No, claro que no. Lo sabe perfectamente.

– Por favor, creo que ya es hora de que me tutees.

– De acuerdo, Jarod.

– Rick, ya sé que es temprano, pero tengo que darte una buena noticia.

– En ese caso, mis plegarias han sido oídas.

– Casi. Estamos en el aeropuerto de Bismarck en espera de un taxi. Estoy a punto de conocer a los padres de Sydney. Según vayan las cosas, me gustaría presentárosla a ti y a Kay. ¿Tienes tiempo mañana para venir a Bismarck desde Cannon en coche y cenar con nosotros?

– Lo arreglaré.

– Estupendo. Te llamaré por la mañana para quedar en un sitio y a una hora.

– Jarod…

– ¿Sí?

– Se te nota diferente. Pareces feliz… -Rick no pudo continuar, se le había hecho un nudo en la garganta.

Jarod tuvo que aclararse la garganta.

– Sólo un hombre felizmente casado como tú puede saber cómo me siento en estos momentos.

El taxi se detuvo delante de ellos.

– Gracias por tu amistad, Rick. Jarod colgó y se volvió a Sydney, que parecía angustiada y asustada.

– Vendrán a vernos mañana por la tarde.

Jarod la ayudó a subirse al taxi y luego se subió él. Sydney dio instrucciones al taxista para que los llevara al rancho de sus padres; después, se agarró al brazo de él.

Estaba temblando, y era de miedo.

Jarod había aprendido desde pequeño el poder de la familia. Acarició el brazo de ella.

Por fin, Sydney se enderezó en el asiento.

– Será mejor que llame a mis padres para decirles que vamos a llegar pronto.

Jarod se había estado preguntando cuándo iba Sydney a avisar a sus padres. Le preocupaba que hubiera tardado tanto.


– Es maravilloso, cielo. Tu madre estaba diciéndome justo ahora lo disgustada que estaba porque no fueras a pasar el fin de semana con nosotros. Le va a encantar verte en casa cuando vuelva de la tienda.

– Papá… antes de que cuelgues… quería decirte que no voy sola.

– ¿Alguna amiga del parque?

Sydney agarró el teléfono móvil con más fuerza. -No. Es un hombre.

Se hizo un breve silencio. Después, su padre dijo:

– Vaya, eso sí que es una noticia.

En la casa de la familia Taylor, invitar a un hombre a comer o cenar, y mucho más a pasar la noche, significaba que algo extraordinario estaba ocurriendo.

Instintivamente, Sydney sabía que no se invitaba a un hombre a menos que quisiera que la familia supusiera que era el hombre con el que quería casarse.

Jarod Kendall había sido sacerdote y no pertenecía a la Iglesia de sus padres. Sus padres aceptarían a cualquier hombre de su comunidad y religión, a cualquier hombre sencillo y sin complicaciones. Un ranchero, por ejemplo. Un hombre que halagara la forma de cocinar de su madre y que fuera abierto con su padre. Un hombre como Joe, el marido de su prima.

Sus padres querían mucho a Joe. Era un hombre sólido, un dedicado padre y esposo. Joe era un buen trabajador que podía hablar con otros rancheros de caballos y de vacas.

Si ella se hubiera enamorado de un hombre así, nada se interpondría en su felicidad.

– ¿Cuánto tiempo vais a quedaros? -le preguntó su padre.

– Depende… de muchas cosas.

– Entiendo.

– Vamos a llegar enseguida, papá.

– Estaré esperándoos.

Pero no lo había dicho con la misma intensidad que al principio. Su padre sabía, sin necesidad de que ella dijera nada, que algo andaba mal. Algo importante.

– Ya verás como todo va a ir bien -le susurró Jarod después de que cortase la comunicación telefónica.

Jarod le besó el cuello antes de besarle la boca. Olvidándose del taxista, Sydney también lo besó apasionadamente y sólo se dio cuenta de que habían llegado a casa de sus padres cuando se detuvo el coche. Con las mejillas ardiéndole, se separó de Jarod y salió del coche.

Aliviada al ver que su padre no estaba en el porche esperándoles, se detuvo delante de los escalones mientras esperaba a que Jarod pagase al taxista antes de sacar el equipaje del maletero.

Ver al hombre que amaba caminando hacia la casa paterna aún le parecía un sueño imposible. Jarod iba vestido con un traje de color tierra. La camisa blanca le confería una distinción que sus padres notarían inmediatamente.

Su padre era de mediana estatura, muy distinto a Jarod, cuya altura y fuerte físico podían intimidar a hombres poco seguros de sí mismos.

Pero no era el físico lo importante a los ojos de sus padres, sino otras cosas…

Sobre todo, una.

Sintió la mano de Jarod en su espalda.

– ¿Lista?

– No -respondió ella con sinceridad.

– Valor, mi amor.

«Mi amor».

Y él también era su amor. Sus padres tendrían que aceptarlo.

¡No les quedaba otro remedio! Por fin, Sydney abrió la puerta.

– Mamá… Papá… Ya estamos aquí.

– Tu madre acaba de llegar. Venid al cuarto de estar, cielo.

Jarod la siguió al interior de la casa y cerró la puerta de la entrada antes de dejar las bolsas en el suelo. Ella lo agarró del brazo y juntos cruzaron el vestíbulo. Sus padres estaban saliendo a recibirlos.

Sydney los vio examinar a Jarod discretamente. Sin duda, era el hombre más guapo y atractivo que habían visto nunca.

Después de abrazarlos a los dos, ella dijo:

– Papá, mamá, os presento a Jarod Kendall.

Después, se volvió al hombre que la había enamorado desde el momento en que lo vio.

– Jarod, ésta es mi madre, Margaret, y éste es mi padre, Wayne.

Jarod les estrechó la mano a ambos.

– Encantado de conocerlos -dijo dedicándoles una radiante sonrisa-. Es un verdadero placer conocer por fin a la familia de Sydney.

Esas palabras hicieron que sus padres se mirasen antes de lanzar una segunda y una tercera mirada a Jarod.

– ¿Por qué no vamos a sentarnos? -sugirió Sydney nerviosa.

Cuando Jarod se sentó en el sofá, ella tomó asiento a su lado.

– ¿Os apetece comer algo? -preguntó su madre, siempre dispuesta a complacer a los invitados.

– Hemos comido en el avión, mamá. Pero… ¿te apetece algo de comer? -preguntó Sydney dirigiéndose a Jarod.

– No, gracias, señora Taylor.

Wayne Taylor estaba sentado en su butaca con las manos cruzadas sobre las piernas.

– Bien, Jarod, ¿es usted guardabosques?

– No -respondió Sydney inmediatamente-. Jarod es el hombre que conocí en Cannon.

La mención de Cannon fue como una bomba. De repente, se produjo la tensión que Sydney había anticipado. Hacía sólo unos días sus padres la habían advertido contra el misterioso hombre de su pasado, y ahora ese hombre estaba en su casa.

– Vino a verme a Gardiner -añadió Sydney-. Jarod me ha pedido que me case con él y yo he contestado que sí.

Sus padres murmuraron su sorpresa.

– Nos gustaría que dieran su consentimiento, aunque sé que deberíamos haberles dicho algo antes -intervino Jarod con envidiable calma-. Como Sydney tenía unos días libres, nos ha parecido bien aprovecharlos para conocernos.

– Bueno, sabíamos que Sydney se había enamorado de alguien en Cannon -dijo Wayne-. Lo que Margaret y yo no comprendemos es por qué tanta tardanza para conocernos.

– ¿Es usted profesor? -preguntó Margaret-. ¿Es así como se conocieron mi hija y usted?

Sydney estaba temblando de tal manera que Jarod le tomó la mano.

– No. Conocí a Sydney cuando ella llevó a mi consulta a una de sus alumnas del instituto para que la ayudara.

– Entonces… ¿trabaja usted en el instituto como psicólogo? -insistió la madre de Sydney.

– No -Jarod soltó la mano de ella y se puso en pie-. Soy de Long Island, Nueva York. Mi familia sigue viviendo allí. Tengo un hermano, Drew, y una hermana, Liz. Tras licenciarme en Yale, entré en la iglesia católica, estudié en una escuela católica en St. Paul, Minnesota, y me hice sacerdote. Eso fue hace diez años. Hasta hace un par de meses, era el párroco de Cannon.

Margaret se quedó muy quieta en su asiento.

– Creía que los curas no podían casarse -observó Margaret.

– ¿Quiere usted decir que ha cambiado su destino profesional? -preguntó Wayne.

– Sé que esto es difícil, pero intentaré contestar a todas sus preguntas. Cuando descubrí que me había enamorado irremediablemente de Sydney, presenté el caso al obispo. Hace menos de una semana dejé el sacerdocio. No tengo dispensa papal y puede que no la obtenga nunca. Pero Dios sabe que he hecho lo que tenía que hacer.

– Discúlpeme un momento.

Cuando su madre salió de la habitación, Sydney hizo una señal a Jarod antes de levantarse para seguir a su madre hasta la cocina.

– Mamá -su madre estaba sacando comida de la nevera para preparar bocadillos-, deja eso un momento y mírame.

Su madre continuó con la tarea.

– Te juro que no me he acostado con él, mamá. La única persona que ha tenido un comportamiento dudoso he sido yo, no él. Jarod no hizo nada por seducirme.

Por fin, su madre la miró.

– Pero tampoco te ha desanimado, ¿verdad?

– No -respondió Sydney.

– En ese caso, los dos os habéis portado mal. No puedo daros mi consentimiento. Procediendo de medios tan diferentes y con educación tan distinta no creo que vuestro matrimonio pueda durar. Además, aunque haya dejado el sacerdocio, la Iglesia aún está dentro de ese hombre. No me importa lo que él crea o lo que tú quieras creer, la Iglesia siempre tendrá poder sobre él, aunque puede que al principio no se note. Pero cuando tuvierais hijos…

– Mamá, no hemos hablado de ello todavía.

– No, claro que no. Estás demasiado enamorada para pensar en los problemas del futuro. No soy ciega y entiendo perfectamente que te hayas enamorado de él; además de muy guapo, es un hombre inteligente y bien educado. Pero ha sido sacerdote mucho tiempo y ésa es una parte de él que jamás logrará dejar atrás.

Su madre suspiró y añadió:

– Cuando más lo necesites, puede que no te apoye. Sydney, no es mi intención hacerte daño. Te quiero, cielo, pero lo que tienes pensado hacer sería un error. Como madre tuya que soy, es mi deber decirte estas cosas antes de que sea demasiado tarde.

– Ya es demasiado tarde -susurró Sydney-. Llevo dos años tratando de averiguar qué hacer y lo descubrí el otro día cuando se presentó en mi casa. Yo también he pensado en todo lo que has dicho, pero lo amo. Queremos casarnos inmediatamente.

– ¿Dónde vais a celebrar la ceremonia?

– Todavía no lo sé. Jarod quería conoceros antes de hablar de eso. Mamá, es un hombre maravilloso.

– No me cabe duda de que lo sea; de lo contrario, no estarías loca por él. Pero en estos momentos es un hombre espiritualmente perdido, igual que tú. Piénsalo, Sydney.

– Es lo único que he hecho, pensar.

Su madre agarró la bandeja con los bocadillos y se encaminó hacia la puerta. Sydney tomó en las manos los platos de papel, las servilletas y un cuenco con patatas fritas antes de salir detrás de ella.

En el momento en que entró en el cuarto de estar, vio a Jarod sentado en una butaca al lado de su padre. Estaban hablando. A juzgar por la expresión de su padre, éste no parecía más contento respecto a la situación que su esposa.

Después de volver a la cocina a por refrescos, Sydney sirvió a todos y luego se sentó en el sofá. Su padre la miró con expresión apenada y sacudió la cabeza.

– Sydney, tienes veintiocho años y tienes derecho a llevar tu vida. Si Jarod y tú queréis casaros, ni Margaret ni yo podremos impedíroslo. Ya le he expuesto a Jarod mis objeciones, y él me ha escuchado. Cuando eras una niña, no esperaba que te ocurriera esto.

Las lágrimas empañaron los ojos de Sydney. De repente, se puso en pie.

– Sabía lo que iba a pasar, pero… ¿es que mamá y tú no podéis desearnos que seamos felices? ¿No podéis ofrecernos ni una sonrisa y desearnos buena suerte? Por mucho que lo disimule, esta situación tiene que ser muy difícil para Jarod.

– Lo comprendemos, cielo, y le respetamos por habernos mostrado también respeto a nosotros. Pero cuando dos personas hablan de matrimonio en vuestra situación… En fin, no me parece que tenga muchas posibilidades de éxito.

Su padre sacudió la cabeza y añadió:

– Si no se te ha ocurrido pensar en que la gente que conocía a Jarod de sacerdote puede marginarlo ahora, lo siento. Yo sí lo he pensado.

Su madre asintió.

– Tu padre tiene razón, Sydney. Cuando lo ridiculicen, a ti también te afectará. Si realmente queréis casaros, será mejor que os vayáis a un sitio donde no os conozca nadie.

Sydney hizo un esfuerzo por mantener la compostura.

– Jarod ha mencionado Europa. ¿Os parecería lo suficientemente lejos? -gritó ella antes de volverse a Jarod-. Vámonos, Jarod.

El permaneció quieto.

– Todavía no. Antes de que nos vayamos, me gustaría decirles unas cuantas cosas más a tus padres.

Sydney no imaginaba lo que tenía pensado decir, pero parecía decidido a hacerlo.

Jarod se echó hacia delante.

– Cuando le pedí a Sydney que se casara conmigo, no sabía qué iba a contestarme. Le dije que si me decía que no, me iría a vivir y a trabajar al extranjero. Pero no sería mi primera elección -Jarod respiró profundamente-. Durante los últimos diez años, he aprendido a amar Dakota del Norte; considero este sitio mi hogar y preferiría no tener que marcharme de aquí. Sé que Sydney también siente mucho cariño por este sitio. La verdad es que envidio su infancia montando a caballo y ayudándolos a ustedes en el rancho. Cuando me habló de ello, me pareció la vida perfecta.

A Sydney le sorprendieron esas palabras.

– Lo último que querría hacer sería apartar a Sydney de su familia y de la gente a la que conoce de toda la vida. Lo que me gustaría sería comprar una propiedad por esta zona y construir una casa para Sydney y para mí.

– No es posible que… -comenzó a decir Sydney.

Jarod volvió la cabeza hacia ella. Había fuego en sus ojos.

– Sí, lo dices en serio -murmuró ella perpleja.

– Por supuesto.

– Pero… ¿de qué trabajarías?

– Lo tengo todo pensado.

Загрузка...