CAPÍTULO 3

– ¿Que me case…?

– Sí. Aquí, en esta iglesia. Ya he hablado con el párroco.

– Espera…

Los ojos de Jarod se convirtieron en dos antorchas verdes.

– No quiero esperar. Ya hemos perdido mucho tiempo. No quiero vivir sin ti. Quiero tener hijos contigo.

Sydney sacudió la cabeza y se zafó de él.

– ¡No sabes lo que dices! -exclamó ella presa de un súbito pánico-. Por favor, escúchame. La única razón por la que he accedido a reunirme contigo después del trabajo es para compensar mi egoísmo.

– Sydney…

– Por favor, Jarod, deja que termine.

– Está bien. Continúa.

– Como ya te dije en una ocasión, no practico ninguna religión; sin embargo, respeto a la gente que lo hace. Sobre todo, a ti, por dedicar tu vida al servicio de Dios.

Sydney respiró profundamente y prosiguió.

– Antes de que vinieras a recogerme, decidí pedirte perdón por mi comportamiento en el pasado. Sobre todo, por lo que he hecho últimamente.

Jarod arqueó una ceja.

– ¿Qué has hecho últimamente?

Sydney le contó su último viaje a Cannon.

– Tenía miedo de que estuvieras seriamente enfermo -concluyó ella.

– Estoy seriamente enfermo, estoy enamorado.

– Deja de decir eso. En vista de las dificultades a las que te enfrentas a diario como sacerdote, me siento tremendamente avergonzada de lo que hice. La única razón por la que nuestra relación profesional ahondó fue porque no tuve el valor suficiente para mantenerme a distancia de ti.

– No te tortures así, Sydney. De haber tratado de evitarme, yo habría encontrado la forma de que estuviéramos juntos.

– Eso ya no importa. Tienes que volver a Cannon, por ti y por mí, por los dos. Esta vez, podrías realizar tu trabajo libre de la carga emocional relacionada conmigo.

– Es demasiado tarde -susurró Jarod.

– ¡No, no lo es! -protestó ella con miedo-. No estás pensando con lógica. Jarod, no quiero ser un obstáculo en tu vida, no podría soportarlo. La mayor muestra de amor por ti fue marcharme de Cannon. He vivido quince meses sin ti, aunque reconozco que el sábado pasado fui a verte. Pero te aseguro que soy capaz de vivir sin ti, y algún día, en el futuro, me lo agradecerás. Ahora, por favor, llévame a casa.

Al momento, Sydney se subió al coche. El cuerpo entero le temblaba al pensar en el papel que ella había jugado en la decisión de Jarod. Por ella, Jarod había abandonado el sacerdocio. Le dolía enormemente sentirse tan culpable.

Al cabo de unos minutos, Jarod entró en el coche.

– Sydney, mírame.

Ella mantuvo la cabeza baja.

– No quiero mirarte. Para mí, siempre serás el padre Kendall.

– Eso no va a cambiar el hecho de que ya no soy sacerdote. Por fin podemos hablar con plena libertad. Puedes preguntarme lo que quieras.

– No me atrevo.

– Eso es porque tienes miedo.

– Es más que eso, un sacerdote no abandona su vocación porque una mujer lo tiente.

– Algunos lo hacen si se dan cuenta de que no pueden centrarse en su trabajo. Cuando uno deja de disfrutar siendo sacerdote, es que ha llegado el momento de abandonar.

Sydney se estremeció.

– En el momento en que te conocí comenzó mi agonía. La agonía tenía que parar.

Un grito de desesperación escapó de la garganta de Sydney.

– Eres demasiado buen sacerdote para dejarlo. Tus feligreses te adoran. Nunca he visto un sacerdote a quien se admire y se respete tanto. No puedo dejar de pensar que nuestra relación te ha hecho darle la espalda a la gente a la que tanto quieres. ¡Sé que la quieres!

– Claro que quiero a la gente. Y siempre será así. Jamás olvidaré que fui el padre Kendall, pero hay otra parte de mí que yacía latente y que despertó la primera vez que entraste en mi oficina. Y si eres honesta contigo misma, admitirás que a ti también te ocurrió.

Era verdad.

La llama de la pasión había prendido el día que ella había acompañado a Brenda a la oficina de Jarod, después de instarla a que hablara con un sacerdote. Consciente de que la adolescente necesitaba apoyo, se había ofrecido voluntaria para acompañarla a ver al sacerdote de la familia.

Al entrar en el despacho, Jarod había levantado la cabeza. Con sólo una mirada a aquel espectacular hombre había sentido un dolor delicioso.

Jamás olvidaría ese momento, pensó Sydney secándose las lágrimas.

– ¿Cómo sabías que no me había casado?

Jarod la miró fijamente.

– No lo sabía, lo presentía. Pero lo supe hace dos meses, cuando la secretaria del instituto me ayudó a localizarte.

Sydney respiró temblorosamente.

– ¿Cómo lo conseguiste?

– Le dije que necesitaba su ayuda para localizar a Brenda y le pregunté si la antigua profesora de inglés de Brenda, la señorita Taylor, seguía en contacto con la chica. Es posible que no sepas que, después de que tú te marcharas, la familia de Brenda se marchó de Cannon.

Jarod se interrumpió brevemente y se pasó una mano por el cabello.

– En fin, resumiendo, la secretaria consiguió el teléfono de tus padres. Llamó a tu madre y ella fue quien le dijo que trabajabas de guardabosque en Yellowstone. La secretaria le preguntó si se te conocía por el apellido de casada y fue cuando tu madre contestó que seguías soltera.

– Ya.

– Hacía mucho tiempo que no nos veíamos, Sydney. Tiempo más que de sobra para que hubiera otro hombre en tu vida.

El tono posesivo de la voz de Jarod la hizo estremecer.

– Estuve tentada de casarme con un hombre que trabaja en el servicio forestal, pero al final…

– No pudiste y fue por mí -la interrumpió él con una nota de satisfacción.

Ya que lo que acababa de decir era la verdad, Sydney no pudo negarlo; sin embargo, seguía sin poder creer lo que estaba ocurriendo.

– Jarod, no podemos hacer esto…

– ¿Hacer qué? -preguntó él con calma.

– Estar juntos.

– Dime por qué no.

Un sollozo escapó de su garganta.

– ¡Porque está mal! Para mí, no eres como los demás hombres.

– Eso espero.

El irónico comentario de Jarod la puso más nerviosa.

– Sabes perfectamente lo que quiero decir -gritó ella emocionada-. Has dejado tu vida por… mí.

– Lo que me dijiste en el despacho el día que te fuiste, ¿lo dijiste en serio?

– No sé a qué te refieres -mentira, claro que lo sabía.

Jarod tomó aire y lo soltó despacio.

– Querías quedarte, pero yo no podía pedirte que lo hicieras mientras fuera sacerdote. Ahora soy libre, no hay nada que nos impida pasar juntos el resto de nuestras vidas. Estamos seguros de lo que sentimos el uno por el otro; ahora, lo que tenemos que hacer es casarnos. Pasaremos el resto de la vida descubriendo lo que haya que descubrir sobre el otro. Nada que no sea el matrimonio nos valdría ya. Podemos marcharnos a cualquier parte. Si quieres quedarte aquí y seguir de profesora, no hay problema. A mí ya me han prometido un trabajo de consejero psicológico en Gardiner; si quisieras dejar tu trabajo, con el mío sería suficiente para mantenernos a los dos.

– Espera -lo interrumpió ella-. Vas demasiado de prisa. Necesito tiempo para reflexionar sobre esto.

Jarod se ladeó hacia ella en el asiento y le agarró suavemente la barbilla. Sydney lanzó un gemido al sentir el contacto.

– Te amo, Sydney. Te amo desde el momento que te conocí. No perdamos más tiempo, la vida es demasiado corta. Quiero pasar el resto de mis días contigo. Dime que a ti te ocurre lo mismo.

La calidez del aliento de Jarod sobre sus labios despertó en ella un deseo devorador.

– Si la respuesta es no, me marcharé y no volverás a verme nunca -añadió Jarod.

Un grito escapó de los labios de Sydney.

– ¿Volverías a la Iglesia?

– No -respondió él con voz desgarrada-. Esa parte de mi vida ha llegado a su fin.

Un nuevo temor se agarró al corazón de Sydney.

– ¿Qué harías entonces?

La caricia de los dedos de Jarod la quemaba ahí donde la tocaba.

– Si no quieres casarte conmigo, no creo que te importe lo que vaya a ser de mí.

La idea de que él desapareciera de su vida para siempre le resultó incomprensible.

– Jarod…

– Por favor, Sydney, contéstame -la urgencia de él la excitó al tiempo que la alarmó.

– Jarod, sabes que estoy profundamente enamorada de ti. Mi vida, sin ti, ha sido desoladora.

– Lo mismo digo -le susurró él junto a sus labios antes de empezar a cubrirle la boca con la suya.

Pero Sydney volvió el rostro y lo apartó de sí.

– ¿Por qué no me dejas que te bese? -preguntó Jarod en voz baja junto al cuello de ella, respirando su aroma.

– Porque el sentimiento de culpa me consume, por eso. El hombre del que me enamoré era un sacerdote. Aún me cuesta creer que hayas dejado el sacerdocio, Jarod. Si quieres que te sea sincera, tengo miedo.

– ¿De mí? -preguntó él con voz tensa.

– Claro que no. De mí. De lo que sentimos el uno por el otro y de las consecuencias.

Sydney le sintió estremecer.

– ¿Cómo podría hacer que dejaras de tener miedo, Sydney? Era hombre mucho antes que sacerdote.

– Tú no eras un hombre normal, Jarod. Tenías una vocación que te diferenciaba de los demás hombres, que te hizo decidir dedicar tu vida a Dios… hasta que aparecí yo -Sydney lanzó un sollozo ahogado-. Nuestra relación me recuerda la que se describe en un libro que leí de adolescente. Se trataba de una mujer que, durante unas vacaciones en el Sahara, se enamora de un hombre.

– Fueron de viaje juntos. Pero la felicidad de ella se transformó en agonía cuando se enteró de que él era un monje escapado de su monasterio, y él acabó no pudiendo soportarse a sí mismo por lo que había hecho. Antes de conocerla a ella, la vida monástica era la única vida que él conocía.

Sydney suspiró antes de proseguir.

– Ella no podía vivir con él en semejantes circunstancias. Al final, lo animó a volver al monasterio y así acaba el libro. Pasé horas llorando cuando acabé.

– Yo también he leído ese libro -susurró Jarod-. Es ficción. Yo no soy un monje y he dejado el sacerdocio después de pedir permiso.

– ¿Y conseguiste permiso?

– Del obispo sí. Del papa todavía no. Del papa quizá no lo consiga nunca. Pero tienes que comprender que yo no me hice sacerdote por los mismos motivos que el personaje del libro.

Sydney sacudió la cabeza.

– Da igual, Jarod. Yo… no puedo con esto. Por favor, llévame a casa.

Sydney sintió un inmenso alivio cuando Jarod puso en marcha el coche. Hicieron el recorrido hasta su casa en absoluto silencio.

En el momento en que llegaron delante de su apartamento, Sydney salió del coche y corrió hasta la puerta. Sin embargo, Jarod logró darle alcance.

– Déjame entrar, tengo que explicarte muchas cosas. Opino que la vida es como un largo viaje. He recorrido muchos caminos, pero aún me falta por recorrer el más importante.

Jarod la miró fijamente antes de proseguir:

– Aunque he sido feliz de sacerdote, he descubierto que me falta algo. Sé que encontraré ese algo contigo. Piensa en ello antes de condenarnos a una existencia amarga.

Las lágrimas empezaron a resbalar por las mejillas de Sydney.

– No me importa lo que digas. Nada en el mundo cambiará para mí el hecho de ser la causa de que dejaras el sacerdocio.

De la garganta de Sydney escapó un ahogado sollozo, pero logró continuar:

– No debí tentarte como lo hice. Pasaré el resto de mi vida pagando por ese pecado. Pero si vuelves al sacerdocio, quizá algún día yo sea perdonada.

El la miró intensamente.

– Para ser una mujer que no es religiosa, te cubres de culpa como si te cubrieses con un manto. ¿Por qué, Sydney? ¿Por qué te castigas de esta manera? Yo he hecho las paces conmigo mismo y con Dios, ¿por qué eso no es suficiente para ti?

– No quiero seguir hablando de este asunto.

Jarod se mordió el labio inferior.

– Mañana iré a recogerte a la salida del colegio. Si entonces sigues sin querer escucharme, me marcharé. Me marcharé el jueves por la mañana y no volveré jamás. Pero si me dejas marchar, pronto descubrirás que a tu vida siempre le faltará algo.

Ella lo vio alejarse. Después de que pusiera el coche en marcha y desapareciese de su vista, se quedó quieta donde estaba, temblando; en parte, debido al fresco de la noche, pero sobre todo por la profecía de Jarod, que le había llegado al corazón. Jarod tenía razón.

A su vida le faltaba algo sin él. Jamás se sentiría completa sin él. Pero para vivir con Jarod, tendría que casarse con un hombre que había dejado el sacerdocio.

Imágenes de Jarod con los hábitos celebrando misa y la comunión le invadieron la mente.

¿Cómo iba a conciliar esas imágenes con las del hombre que llevaba unos vaqueros y una camisa? Dos hombres diferentes en un mismo cuerpo.

Jarod había dicho que la amaba más que al sacerdocio. Pero después de estar casados, ¿cuánto tiempo tardaría en darse cuenta de que había cometido una equivocación?

Aterrorizada, entró en su piso, más atormentada que nunca. En su mente se agolpaban infinitud de preguntas y sólo conocía una respuesta.

Amaba a Jarod sobre todas las cosas.

Sin embargo, se preguntó si su amor sería suficiente para no perderlo nunca.

Si ella alguna vez tenía que dejarlo como la protagonista femenina del libro había hecho, no querría seguir viviendo.


Antes de llegar al hotel, su teléfono móvil sonó. ¿Sería Sydney? Pero una rápida mirada a la pequeña pantalla disipó esa ilusión.

– Hola, Rick.

– ¿Es mal momento?

– No, en absoluto -murmuró Jarod.

– ¿Ha estado con Sydney?

Jarod cerró los ojos momentáneamente.

– Sí.

– ¿Cómo ha reaccionado?

– No muy bien.

– Parece estar atormentado.

– Le he dado hasta el jueves para encontrar el valor necesario con el fin de enfrentarse a la situación.

– ¿Qué ocurrirá si no lo consigue?

– No quiero pensarlo de momento. Bueno, dime, ¿qué tal le va al padre Lane? -Jarod necesitaba hablar de otra cosa para evitar volverse loco.

– El padre Lane está haciendo lo que puede, pero es imposible sustituirle a usted. El teléfono no ha dejado de sonar. Kay dice que todos los feligreses quieren saber dónde está usted y cuándo va a volver. La jerarquía de la Iglesia tendrá que dar una explicación pronto, antes de que la situación estalle.

Jarod bajó la cabeza.

– Lo único que tienen que hacer es decir que estoy de retiro. Después de un par de meses las cosas se habrán calmado.

– No lo creo.

– ¿Cómo está Kay?

– Cuando le dije que se marchaba, pasó llorando el resto de la noche. Por la mañana, cuando se recuperó algo de la sorpresa, me dijo que lo respetaba aún más por saber lo que quería y por hacer algo al respecto. Sabía que yo lo iba a llamar, y me dijo que rezaría por que usted y Sydney acabaran juntos.

– Viniendo de tu esposa, eso significa mucho para mí, Rick.

– Yo también rezaré por usted.

– Necesitaré todos los rezos posibles -admitió Jarod-. Sydney se culpa a sí misma de que yo haya dejado el sacerdocio. Me ha rogado que vuelva antes de que sea demasiado tarde.

– Su reacción es natural. Usted ha tenido quince meses para tomar esa decisión, ella también necesita tiempo para asimilar la situación.

Jarod se frotó la frente.

– He ayudado psicológicamente a cientos de personas, pero jamás he conocido a nadie con el sentimiento de culpa que Sydney tiene. Te voy a ser sincero: no estoy seguro de que Sydney logre superarlo.

– Una conciencia así da muestras de su verdadera personalidad. No me extraña que esté enamorado de ella.

– Es una mujer excepcional.

– Usted también es excepcional. Ya lo verá, acabarán juntos.

– Después de volverla a ver, no puedo imaginar la vida sin ella.

– El amor hace milagros.

– Eso espero, Rick, eso espero. Gracias por llamar.

– Si necesita hablar, ya sabe dónde estoy.

– Lo mismo digo. Buenas noches.

Jarod colgó el teléfono, inmovilizado ante la posibilidad de que el amor no fuera suficiente.


Consciente de que Jarod la estaría esperando cuando acabara, Sydney se sobresaltó al oír el timbre anunciando que la sesión iba a empezar. Tenía los nervios a flor de piel.

El último grupo de padres y alumnos entró en el aula. Los saludó y les dio unos papeles. Estaba a punto de cerrar la puerta para empezar su presentación cuando una persona más se aproximó.

– Jarod… -dijo Sydney perpleja.

– ¡Menos mal que no me has llamado padre Kendall! Es un logro -dijo él en tono bajo.

La descarada mirada de Jarod se paseó por su rostro y cuerpo, cubierto éste con un traje de chaqueta azul marino.

La cara de Sydney se encendió.

No comprendía qué hacía ahí Jarod. Vestido con un traje gris marengo, camisa blanca y corbata gris perla, su belleza viril eclipsaba al resto de los hombres congregados en la estancia. Todos se quedaron mirando a Jarod, en especial las madres y las alumnas.

A todos les sorprendería saber que hasta no hacía nada había vestido hábito.

– ¿Puedo entrar? -murmuró él quitándole el último papel de las manos.

Antes de poder impedírselo, Jarod encontró un asiento al fondo del aula, al lado de Steve Can y sus padres. Steve había sido uno de sus ayudantes juveniles cuando trabajaba de guardabosque.

– Hola, Syd -dijo el chico con una amplia sonrisa.

Sydney no quería que nadie supiera nada sobre su relación con el antiguo sacerdote, y menos Steve, cuyo padre también era guardabosque. Las habladurías correrían como la pólvora. Cuanto menos se supiera sobre su vida, mejor.

Logró colocarse en el estrado y, después de hablar de su programa de educación para ese año, se oyó la voz del director del colegio a través de un altavoz:

– Queremos dar las gracias a todos los padres por venir. Estamos deseando que llegue el lunes para empezar el curso escolar. Hasta entonces, que pasen un buen fin de semana.

La mayor parte de los alumnos se acercaron a la mesa de Sydney antes de marcharse. Ya que la conocían por las visitas que habían hecho al parque, estaban encantados de que hubiera dejado el trabajo de guardabosque para ser su profesora de inglés.

Aunque a ella la halagó el interés de los chicos, no dejaba de desviar la mirada hacia Jarod, que conversaba con Steve y sus padres. Ellos ya debían de saber que Jarod no era el padre de un alumno, lo que haría que le preguntaran por el motivo de su presencia allí.

Verlo allí al fondo del aula la hizo darse cuenta de que Jarod ya no era un sacerdote. Hasta ese momento, la presencia de él en Gardiner no le había parecido real.

El corazón empezó a latirle con fuerza al reconocer que, tras la decisión de dejar el sacerdocio, Jarod era libre para ir a donde quisiera. Él le había dado hasta el día siguiente de plazo para tomar una decisión respecto a su posible matrimonio. Si su respuesta era negativa, jamás volvería a verlo.

Pero ¿cómo podía responder afirmativamente siendo presa de tantos temores? Sin embargo, ¿cómo podía dejar que se fuera amándolo tanto?

Poco a poco, el aula se fue vaciando… hasta que se quedaron solos. Jarod se acercó a ella.

– Tus alumnos te adoran; sobre todo, Steve Can. Tienes don de gentes.

– Gracias.

Sydney empezó a ordenar su mesa y añadió:

– ¿Qué les has dicho sobre ti?

– Que soy psicólogo y que estoy considerando la posibilidad de establecerme aquí, en Gardiner. A Steve Can no le he dicho que tengo intención de casarme con su profesora tan pronto como sea posible.

Sydney dejó de respirar por un instante.

– ¿Te puedo ayudar en algo antes de marcharnos? -le preguntó él.

– No… ya está todo.

– Estupendo. En ese caso, te seguiré en el coche hasta tu casa y luego iremos a cenar.

– No -respondió ella, tensa-. Preferiría que no nos vieran juntos en público.

Los ojos de Jarod brillaron.

– Bien. Entonces hablaremos en tu casa -Jarod llegó hasta la puerta y pulsó el interruptor de la luz para apagarla-. Pasa, Sydney.

Ella apenas podía respirar cuando pasó por su lado y luego bajaron las escaleras hasta la salida, tras saludar a algunos profesores y padres de alumnos rezagados.

Después de acompañarla a su coche, Jarod la siguió en el suyo, el azul de alquiler, hasta su casa. Sydney casi no podía mover las piernas cuando Jarod, después de aparcar su vehículo, se acercó al de ella.

– ¿Quieres que me siente aquí en el coche contigo para hablar o prefieres que lo hagamos en tu casa?

– Sería… sería mejor que te fueras -logró responder ella.

Aunque ni siquiera se rozaban, Sydney le sintió temblar.

– ¿Estás diciendo que no quieres volver a verme?

Sydney sacudió la cabeza.

– Me gustaría que volvieras a Cannon.

– No es lo que yo quiero.

– En el pasado, era lo que querías; de no ser así, no te habrías hecho sacerdote. Es demasiado tarde -respondió ella casi gritando.

– ¿Quieres que sigamos hablando aquí, donde cualquiera puede oírnos? -le recordó Jarod en voz baja.

Jarod tenía razón. Desde que habían aparcado, otros dos inquilinos habían llegado con sus coches. Haciendo acopio de valor, Sydney salió del coche y se apresuró a su apartamento. Mientras abría la puerta, Jarod fue acercándose.

Tras un último esfuerzo por ser fuerte, Sydney bloqueó la entrada, dándole a entender que no quería que él entrara.

– He tenido tiempo para pensarlo. No voy a ser la causa de que destroces tu vida. Algún día me lo agradecerás. Lo que necesitas para olvidarme es tiempo y distancia.

– Sydney…

Ella tembló.

– Adiós, Jarod.

En un gesto de desesperación, Sydney entró en el piso, cerró la puerta y le echó el cerrojo.

Sydney oyó el ruido del motor del coche de él. Cuando se convenció de que se había marchado, se acercó a trompicones al sofá y se dejó caer desesperada, sollozando por el sentimiento de pérdida.

Había soñado con que Jarod dejara el sacerdocio por ella, y su sueño se había hecho realidad. Pero ahora, su sueño era una pesadilla.

¿Cómo podía casarse con él siendo el motivo de que dejara el sacerdocio?

Continuó llorando. Lo que le atormentaba era saber que Jarod intentaba vivir su vida como un hombre normal. Significaba que conocería a más gente, a otras mujeres, mujeres que darían cualquier cosa por él.

Jarod le había dicho que quería pasar el resto de su vida con ella, que quería tener hijos con ella.

¿Y si la dejaba embarazada y luego quería volver al sacerdocio?

Mientras luchaba consigo misma, le pareció oír unos golpes en la puerta.

Alzó la cabeza y aguzó el oído.

– Sydney… -dijo la voz de Jarod.

Ella se sorprendió, porque creía que Jarod se había ido hacía un rato.

– Te he oído, estabas llorando. Déjame entrar o te juro que tiraré la puerta abajo.

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