PRÓLOGO

1980

Agujas de agua caliente punzaban su espalda desnuda. El vapor llenaba la amplia y embaldosada estancia, empañando las puertas de vidrio. Kat Danvers se quedó parada bajo el chorro de agua caliente esperando que la ducha limpiara su mente, y le ayudara a alejar de ella la sensación de letargo y mareo producida por la mezcla de las muchas copas que había ingerido… con unas cuantas de… sus píldoras favoritas. La tres V. Valium. Vicodin. Vodka.

Su mente estaba espesa, su mirada borrosa y cada uno de sus movimientos parecía exagerado. Por su garganta ascendía un sabor amargo y tenía la sensación de que estaba caminado sobre arenas movedizas. Dejó escapar lentamente el aire de sus pulmones. Se preguntó si habría vomitado.

«Venga, Kat, anímate. ¡Cálmate!» Su conciencia no parecía perder nunca una oportunidad de reñirla.

Cerró los ojos y apoyó los brazos contra los impecables azulejos. El agua estaba tan caliente que casi le quemaba la piel. Tenía que despejarse; y tenía que hacerlo rápido. Abrió el grifo del agua fría todo lo rápido que pudo e inmediatamente el helado chorro la hizo gritar entre dientes, mientras respiraba deprisa. Su mente se aclaró al instante.

Entonces la embriagó una extraña sensación. Notó una leve brisa, y oyó un suave y casi indistinguible sonido por debajo del ruido del chorro de agua. Abrió los ojos e intentó ver algo a través del vidrio empañado. ¿No había visto una sombra pasar por delante de la puerta del dormitorio? ¿O se trataba solo de su imaginación? ¿Una alucinación de su mente cansada y narcotizada, y de su mirada borrosa? Tenía que ponerse las lentillas o las gruesas gafas.

Seguramente no había sido nada. De repente su piel empezó a temblar bajo el chorro de agua helada; su tersa piel húmeda se fue llenando de diminutas marcas de carne de gallina producidas por el miedo.

«Todo está en tu mente», se dijo, pero de todos modos cerró el grifo y se quedó rígida, tiritando empapada, mientras sus oídos intentaban captar algún sonido fuera de lo normal.

No se oía nada. Solo el monótono goteo del agua cayendo desde el grifo de la ducha, el leve zumbido de la calefacción, retazos de música navideña que llegaba desde unos altavoces lejanos y, desde mucho más lejos, el apagado y tranquilo ruido del tráfico de la ciudad. Pero nada más. Ni ruido de zapatos deslizándose por la alfombra del dormitorio. Ni el traqueteo de los carritos del servicio de habitaciones. Ni ningún ruido de llaves introduciéndose en las cerraduras… nada estaba fuera de lugar.

Abrió lentamente la puerta de vidrio del baño y alcanzó su albornoz.

«Mamá…»

Una vocecita. Una voz de niña. A Kat le dio un vuelco el corazón y se quedó helada ¡No! No podía ser. No podía creerlo. No hal oído ninguna voz infantil. Su mente le estaba jugando de nuevo una mala pasada… eso era todo. La combinación de drogas y alcohol hacían que… «¿Mamá?» ¡Oh, Cielos!

A Kat le fallaron las rodillas. Salió de la ducha de un salto y, en cuanto sus pies rozaron el brillante mármol del suelo, las notas de No che de paz llenaron la habitación. -¿Hijita? -murmuró.

Con los pies descalzos, dejando un reguero de agua tras ella, se lanzó hacia la puerta sin apenas haber acabado de meter sus delgados brazos en las mangas del albornoz. «¡Contrólate! Estás alucinando de nuevo y lo sabes. Aquí no hay ninguna niña. Tu hija no está en ninguna de estas habitaciones. ¡Cálmate de una vez!» Agarrándose al marco de la puerta, echó un vistazo al dormitorio. La enorme cama estaba deshecha, con un hundimiento visible en el edredón, allí donde había estado durmiendo hasta hacía poco. Un vaso casi vacío reposaba sobre la mesita de noche al lado de dos frascos de píldoras completamente vacíos.

Las puertas del armario estaban entreabiertas mostrándole sus trajes perfectamente alineados, colgados de las perchas con el emblema del hotel. «¿Mamá?»

El sonido era claro y nítido. Le llegaba a través de las puertas de la terraza. «Oh, cariño», gritó Kat con voz temblorosa a la vez que se dirigía deprisa -demasiado deprisa- hacia la sala de estar y tropezaba, cayendo sobre la mesilla de noche y golpeándose el brazo y la mejilla. La lámpara pie se estrelló sobre la alfombra y la bombilla se hizo añicos.

«No lo creas, Kat. No creas que está viva. No te atrevas a creer a tu loco corazón.»

Pero no fue capaz de evitar que una diminuta astilla de esperanza hiciera nido en su corazón, mientras se ponía de nuevo en pie. La habitación daba vueltas. Con una mano iba apartando las sillas contra la pared, mientras avanzaba, tambaleante, por la sala de estar. Parpadeó varias veces deprisa. Intentó en vano enfocar la visión. Pero no vio nada extraño. Nada estaba fuera de lugar. Encima de la mesa de cristal había un cesto con flores y frutas. Y dos sillas de anticuario y un pequeño confidente que rodeaban la vetusta chimenea en la que ardía un fuego silencioso.

No había ningún hombre del saco escondido entre las sombras.

Su hija no la estaba esperando allí. Por supuesto que no. Una vez más, todo había sido causado por su imaginación y sus paranoias. Estaba desmoronándose otra vez. Se estaba hundiendo. Se vio a sí misma reflejada en el espejo y se sintió avergonzada de aquella nebulosa imagen. Despeinada, con el pelo mojado, con el cuerpo demacrado embutido en un albornoz demasiado grande, sin maquillaje en un rostro que antaño fue hermoso, y en el que ahora habían hecho estragos la culpa y los remordimientos. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Estaba perdiendo la cabeza. Poco a poco.

Pasándose la mano por la nariz, se reprendió por ser tan tonta. Ella, una mujer que siempre había sabido lo que quería y había ido a por ello. Ella, que había utilizado su cerebro y su belleza para conseguir al hombre amas rico de Portland. Ella, que hasta hacía bien poco tenía todo lo que una mujer puede desear. Y ahora se veía reducida a fragmentos de violentos recuerdos, a noches de insomnio y a largas horas tratando de apagar el dolor con medicamentos y alcohol.

Sintió frío y se ajustó el albornoz alrededor de su delgado cuerpo… El suave aliento del viento le rozó la nuca. Miró hacia atrás por encima del hombro. Vio que las cortinas del balcón se movían. Pero justo antes de meterse en la ducha había cerrado las puertas de la terraza… ¿no era así? Había estado bebiendo en la terraza, de pie, mirando la ciudad extenderse a lo lejos, pensando en el suicidio, pero finalmente había descartado poner fin a su vida de una manera dramática, cobarde y contraproducente.

¿Por qué estaban ahora abiertas las puertas de la terraza?

¿No había vuelto a entrar en la habitación y las había cerrado, echando además el cerrojo? Sí… eso había hecho. Y después de haber echado el cerrojo, se había tomado un último trago y había dejado el vaso sobre la mesilla de noche, antes de desnudarse y dirigirse tambaleándose hacia la ducha. Fue eso lo que había hecho, ¿no era así?

¿O acaso estaba mezclando los recuerdos?

¿Por qué no podía recordar nada con exactitud?

¿Por qué todo le parecía tan confuso?

Tal vez había imaginado que echaba el cerrojo de las puertas de la terraza.

Posiblemente había oído a alguien merodeando por las habitaciones mientras estaba bajo el chorro de la ducha.

Sintió que se le secaba la garganta.

De nuevo tuvo la sensación de que allí había alguien más.

Sintió que algo estaba misteriosamente fuera de lugar.

Se dirigió hacia el teléfono.

«Mamá.»

Era la voz de una niña asustada.

A Kat estuvo a punto de parársele el corazón. «¿London? ¿Chiquilla?» El sonido venía de la terraza y entraba por la rendija de las puertas entreabiertas. Aquello era una locura. Debería acercarse al teléfono y llamar a segundad del hotel. O llamar a la policía.

«¿Como hiciste antes?»

«¿Y acaso no te miraron como si estuvieras loca?»

«¿No viste cómo se intercambiaban miradas al darse cuenta de la cantidad de medicamentos que había sobre la mesilla de noche?»

«¿No recuerdas cómo te aconsejaron que "hablaras" con alguien?»

«¿Es eso lo que quieres que te vuelva a pasar?»

No.

Con el corazón saliéndosele del pecho, Kat abrió un poco más las puertas de la terraza -sobre las cuales ondeaban lentamente las cortinas- y el frío de diciembre se coló en la habitación. Entrevió una sombra en la oscuridad. Pequeña. Escalofriante.

«¿London?»

«¡Mi niña querida!»

Abrió las puertas de par en par.

Un soplo de viento helado le golpeó la cara.

La mezcla cacofónica del ruido de la calle -tráfico, música y voces- ascendió los diecinueve pisos.

La pequeña figura acurrucada se movió.

– ¡Oh, cariño…! -susurró Kat con un repentino nudo en la garganta.

Las luces del interior vacilaron. La figura se volvió hacia ella, y entre la niebla de su mente y la penumbra de la ciudad, Kat reconoció esa cara -que no era la de su hija desaparecida, sino una cara traicionera, malvada y mentirosa.

– ¡Tú! -gritó Kat tratando de alejarse a ciegas, pero sin conseguirlo. Demasiado tarde.

Unos dedos fuertes la agarraban por los hombros y la empujaban con todo su peso contra el pequeño muro de ladrillo que rodeaba la terraza. Kat gritó aterrorizada. Sus rodillas golpearon contra el centenario muro; intentó agarrarse a algo sin conseguirlo. Su cuerpo se estrelló contra el ladrillo, incapaz de resistirse al empuje de su atacante, que la lanzaba, hacia delante, hacia el vacío que se abría al otro lado del muro…

– ¡No! Dios mío. ¡No! -gritó Kat, viendo una mano que se agarraba a ella.

Unos dedos enguantados aferraban un trozo de ladrillo. Kat se agachó. ¡Bam!

Sintió un estallido de dolor detrás de los ojos. Luego se hundió en las tinieblas. Intentó agacharse, pero unas manos la levantaron, la empujaron hacia delante, con la barandilla hiriéndole la cintura y deshaciéndose bajo su peso.

Y de repente empezó a caer, cruzando sin esfuerzo el frío aire de la noche…

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