SEGUNDA PARTE 1974

2

– Feliz cumpleaños, cariño -susurró Katherine Danvers al oído de su marido, mientras bailaban sobre el pulido suelo del salón de baile.

Desde el pequeño escenario situado en una esquina, la banda de música empezó a tocar As time goes by y la melodía comenzó a correr como un rumor entre la gente.

– ¿Sorprendido? -preguntó ella acariciándole la cara, mientras los talones de sus zapatos de satén se movían al mismo ritmo de la música.

– Nada tuyo me sorprende -contestó él en voz baja.

Por supuesto, ya sabía que ella había reservado el salón de baile de aquel hotel bajo el nombre ficticio de una fraternidad. Había pasado sesenta años aprendiendo a ser el más perspicaz hombre de negocios de Portland, sin haber dejado de hacer algunas trampas. Abrazó a su esposa con fuerza y sintió que sus senos se apretaban contra él a través de su vestido de seda negra. Unos cuantos años antes se habría excitado solo con oler su perfume y con saber que no llevaba nada debajo del vestido: solo el vestido y un par de zapatos de tacón.

Ella le dirigió una mueca traviesa mientras el pianista tocaba el solo. Su pelo negro brillaba a la opaca luz de los candelabros suspendidos del techo abovedado, y sus ojos de un azul profundo lo miraron con coquetería a través de sus hermosas y tupidas pestañas.

En otro tiempo él hubiera dado toda su fortuna solo por pasar una noche con ella. Era inteligente y sensual, y sabía exactamente cómo complacer a un hombre. Él nunca le había preguntado cómo sabía ya tantas cosas sobre el placer del amor cuando se conocieron. Solo daba gracias de que hubiera sido su amante, devolviéndole el placer que él pensaba que había perdido en algún momento de su madurez.

Kat, un gatito al que le gustaba que le hicieran carantoñas, se metamorfoseaba en la cama en una gata salvaje, y durante unos cuantos años su desbordante energía sexual le había bastado para satisfacerse. Le había sido fiel desde el día en que se casó con ella y tenía la intención de pasar todas las noches de los próximos años con ella. Pero el deseo sexual no había durado mucho, como siempre pasa, y ahora ya no era capaz de recordar cuándo fue la última vez que habían hecho el amor. Un fuego cálido crepitó en la parte de atrás de su cuello al pensar en su impotencia. Incluso ahora, que sus muslos se apretaban contra él con intimidad y su lengua acariciaba una zona sensible detrás de su oreja, era incapaz de sentir algo, no se encendía en su sangre un fuego salvaje, ni notaba una agradable dureza entre sus piernas. Ni siquiera sus estimulantes caricias eran capaces de conseguir que tuviera una erección. Era todo un milagro que hubieran sido capaces de concebir un hijo.

Súbitamente enfadado dio media vuelta apartándose de ella, para enseguida volver a tomarla entre sus brazos. Ella se rió, con una risa gutural que rozaba lo desagradable. Pero a él le gustaba aquella risa. Le gustaba todo en ella. Aunque habría deseado poder echarla al suelo allí mismo y tomarla de la manera que a ella le gustaba ser poseída: como un animal, y con cuatrocientos ojos horrorizados mirándoles, mientras él demostraba que era todavía un hombre capaz de satisfacer a su mujer.

Ella había intentado todo tipo de estratagemas. Frívolos negligees. Ropa interior transparente, que resaltaba sus pezones y ligas negras que realzaban sus esbeltos muslos. Había tratado de seducirle con su lenguaje y con palabras picantes, y había hecho el papel de buscona en sus juegos de cama, pero nada había conseguido volver a excitarle, y la idea de que no era capaz de tener una erección, de que no podría volver a practicar el sexo durante el resto de su vida, le había provocado un vacío que le quemaba como el hielo líquido y hacía que su vida se estuviera convirtiendo en un infierno.

La canción terminó y él la apretó contra sí agarrándola suavemente por la espalda, para que ella se inclinase, pegada a él, con los ojos mirando fijamente a los suyos, con su pelo negro casi barriendo el suelo que había sido cubierto con pétalos de rosas. Sus pechos parecían hacer un esfuerzo por salirse del profundo escote de su vestido.

Ante la vista de todos los invitados, él colocó sus labios en el glorioso hueco entre sus senos y, como si estuviera tan caliente que no pudiese detenerse, la alzó de nuevo hasta ponerla de pie. Alrededor de ellos se oyeron risas y aplausos.

– ¡Eh, viejo verde! -gritó un hombre y Kat se sonrojó como si fuera una virgen inocente.

– Llévatela arriba. ¿A qué estás esperando? -gritó otro tipo de mediana edad-. ¿No va siendo hora de que tengáis un hijo?

– Más tarde -contestó Witt a los allí reunidos, contento de que ellos no conocieran su secreto y seguro de que Kat nunca diría una palabra acerca de su vergüenza. Un hijo. Si aquella multitud de amigos, conocidos y hombres de negocios supieran la verdad…

Ya no tendrían más hijos. Había engendrado tres testarudos hijos y una hija con su primera mujer, Eunice. Con Katherine solo había tenido a London. Su hija favorita, que tenía cuatro años. No se sentía culpable por haber dado más cariño a su hija pequeña que a todos los otros cuatro hijos juntos. Los otros chicos -algunos de ellos ya eran ahora adultos- le habían causado tantos dolores de cabeza como su madre. ¿Acaso había visto él en Eunice Prescott -una mujer flaca de lengua afilada, que entendía el sexo como una obligación- algo más que un objeto doméstico? Había llegado a pensar que era frígida… hasta que… Demonios, no quería recordar a Eunice engañándole con otro, riéndose de él.

Sintiéndose de mal humor a causa de la dirección que llevaban sus pensamientos, Witt escoltó a su mujer hasta el centro de la sala, donde, bajo las radiantes luces de los candelabros, estaba empezando a derretirse una escultura de hielo con la forma de un caballo en plena carrera. A su lado, salpicaba y borboteaba una fuente de champán de varios pisos.

La banda empezó a tocar In the mood, y unas cuantas parejas atrevidas comenzaron a evolucionar sobre el suelo de la pista de baile. Witt cogió una copa de la bandeja de plata y se bebió el champán de un largo trago.

– ¡Papi!

Miró hacia un lado y se encontró con London. Sus negros rizos bailando alrededor de su carita y sus rechonchos bracitos extendidos. Vestida con un traje azul marino con cuello y puños de encaje, corrió hacia él y se abalanzó en sus brazos abiertos que la esperaban.

Él la abrazó con fuerza, estrujando contra sí el terciopelo de su vestido y la levantó haciendo que sus piernas embutidas en calcetines blancos se balancearan alrededor de su cintura.

– ¿Te está gustando la fiesta, princesa?

Sus ojos cristalinos de color azul eran grandes y redondos, y en sus mejillas se reflejaba la excitación de las ocasiones especiales.

– Es impresionante.

– Así es -dijo él riendo.

– ¡Y hay mucho humo!

– No se lo digas a tu madre. Había planeado esto como una sorpresa especial y no queremos que se sienta mal, ¿verdad? -añadió Witt sonriendo, mientras le guiñaba un ojo a su hija.

Ella le devolvió el guiño y luego apretó su pequeña nariz respingona contra el cuello de él, haciendo que le llegara un olor de champú infantil. Ella le dio un tirón de la pajarita y él volvió a reírse. Nada podía hacerlo más feliz que aquel imparable remolino de preciosidad.

– Oye, que ese es mi trabajo -dijo Kat, sonriendo y separando amablemente los dedos de London del cuello de Witt. Besando la coronilla de su hija, añadió-: Deja en paz la pajarita de papá.

– ¿Quieres que bailemos? -preguntó Witt a su hijita y entre las cejas de Kat aparecieron esas pequeñas arrugas que significaban una silenciosa desaprobación. Pero Witt hizo como que no se había dado cuenta. Vació de un trago otra copa de champán y arrastró a una sonriente London hasta la pista de baile. La niña, su princesa, resoplaba de satisfacción.

– Es enfermizo, ¿no te parece? -observó Trisha desde su lugar al lado de la orquesta.

Estaba apoyada contra el piano de cola y bebía de una copa de tubo con irritación. Acababa de cumplir veintiún años.

Zachary se encogió de hombros. Estaba acostumbrado a los gestos teatrales de su padre y hacía tiempo que no le interesaba lo que hiciera Witt. Él y su padre nunca se habían llevado bien, y las cosas no habían hecho más que empeorar desde que Witt se divorciara de su primera esposa para casarse con una mujer que solo tenía siete años más que el mayor de sus hijos, Jason, el hermano de Zachary. A decir verdad, Zachary no tenía ningunas ganas de estar ahí, y solo había ido porque le habían obligado. No veía el momento para escapar del humo y del ruido del salón de baile, lleno de gente vieja y aburrida, todos una pandilla de sanguijuelas.

– Papá no puede apartar las manos de Kat -dijo Trisha con una voz un tanto chirriante-. Es obsceno. -Tomó otro trago de su copa-. Viejo pelmazo lujurioso.

– Cuidado, Trisha -dijo Jason, reuniéndose con sus hermanos-. Seguro que papá tiene espías por todas partes.

– Muy divertido -dijo Trisha, dejando caer su largo pelo castaño sobre un hombro. Pero no se reía. Sus sosos y apagados ojos azules observaban sin cesar a la multitud como si estuvieran buscando algo o a alguien.

– Tú sabes que a la mitad de los que hay aquí les encantaría ver a papá dando un tropiezo -dijo Jason, entornando los ojos.

– Son todos amigos suyos -arguyó Trisha.

– Y enemigos -añadió Jason, apoyando una cadera contra el piano, mientras la banda descendía del escenario para hacer una pausa.

Se quedó mirando a su padre, que todavía llevaba a London de la mano y se paseaba entre la gente, yendo de un lado para otro sin que la niña se apartara de su lado.

– ¿Y a quién le importa? -preguntó Zachary.

– Ya habló el rebelde -contestó Jason, sonriendo por debajo de su bigote con aquella famosa sonrisa que sacaba a Zach de sus casillas.

Jason se comportaba siempre como si lo supiera todo. Con veintitrés años, Jason estaba estudiando derecho y era seis años mayor que Zach, un detalle que nunca dejaba que su rebelde hermano olvidara.

Zach tiró del cuello de la camisa de su esmoquin. No podía tragar a Jason más de lo que tragaba a su hermana, Trisha. Los dos estaban muy preocupados por el viejo y por sus cuentas bancarias.

Dejando a Jason y a Trisha que se ocuparan de Witt y de su afecto por London, Zach se escabulló entre la multitud.

Se las apañó para coger una copa de champán de una mesa que estaba vacía y luego se sentó en el alféizar de uno de los altos ventanales abovedados, que miraban a la ciudad, dándole la espalda a la fiesta. Sintió algo de satisfacción al mirar por la ventana hacia la cálida noche de junio, mientras bebía su champán. Un fluido constante de tráfico avanzaba por la calle. Las luces de los vehículos parpadeaban borrosas, mientras coches y camiones iban y venían entre el centro y el enorme río Willamette, un perezoso caudal de aguas negras que separaba las zonas este y oeste de la ciudad. El vapor se elevaba de las calles y el índice de humedad era realmente alto.

En la distancia, más allá de donde se extendían las luces de la ciudad, una cordillera de montañas, las Cascades, cerraba el horizonte. Las nubes de tormenta que se habían ido juntando a lo largo del día impedían la visión de las estrellas, y las centelleantes luces de los cruces añadían una inesperada tensión a la salobre noche. Zach terminó su champán y, esperando que nadie se diera cuenta, medio enterró su copa vacía en la tierra de una maceta que rodeaba un árbol de interior.

Se sentía fuera de lugar, como siempre le había sucedido con su familia. Aquella pajarita que Kat le había hecho llevar al cuello le hacía sentirse más consciente de lo diferente que era de sus hermanos. Ni siquiera se parecía al resto del clan Danvers, todo ellos de piel blanca y ojos azules, y que se distinguían por un color de pelo que iba del rubio al castaño claro.

Él se parecía a su hermanastra, London, más que a ningún otro miembro de la familia. Lo cual no le hacía ganar puntos a los ojos de Jason, de Trisha o de Nelson, su hermano pequeño. En más de una ocasión, los tres habían declarado que odiaban a su hermanastra.

Soltó un bufido al pensar en London. No le importaba mucho aquella niña, ni en un sentido ni en otro. Muchas veces le molestaba. Pero todos los niños de cuatro años son inquietos, aunque eso no la hacía tan mala como los demás pretendían. De hecho, a Zach le parecía divertido que ya empezara a mostrar algunos de los rasgos que Kat había ido perfeccionando con el paso de los años. No era culpa suya que el viejo la tratara como si fuera una especie de piedra preciosa.

Como si le hubiera leído el pensamiento, London salió de entre la gente y se le agarró a una pierna. Él se dio la vuelta con la intención de decirle que se perdiera, pero en aquel momento la niña acababa de descubrir su copa medio enterrada en el tiesto.

– ¡Deja eso! -le susurró con un tono de voz severo.

Ella miró hacia arriba sorprendida y con un brillo travieso en los ojos. Dios, si al menos pudiera salir al balcón y fumarse un cigarrillo, otro vicio que tanto su padre como su madrastra desaprobaban, aunque Kat no salía nunca sin su pitillera de oro y a Witt le encantaba disfrutar de sus cigarros puros importados de La Habana.

La niña enterró más profundamente la copa en el tiesto y dijo:

– Escóndeme de mamá.

Y con una risita picara se acurrucó detrás de sus piernas.

– Oye, no me mezcles a mí en tus estúpidos juegos.

– Calla, ahí viene -siseó London.

«Genial. Esto es lo que me hacía falta.»

– ¿London? -La ronca voz de Kathenne sobresalió entre los acordes lentos de una balada.

Detrás de él, London intentaba sofocar una risita.

– London, ¿dónde estás? Ven aquí ahora mismo… es hora de irse a la cama. ¡Oh, ahí estás! -Katherine rodeó a un grupo con su práctica sonrisa siempre en su sitio. Moviendo las manos mientras pasaba, se dirigió directa al escondite de su traviesa hija como si fuera un experto sabueso.

– ¡No! -gritó London mientras su madre se aproximaba.

– Ven aquí, corazoncito, ya son casi las diez.

– ¡Me da igual!

– Será mejor que hagas lo que te dicen -le aconsejó Zachary mirando de reojo a su madrastra.

Sabía lo que su viejo había visto en aquella joven esposa. Katherine Danvers era probablemente la mujer más sexy que Zachary había visto en toda su vida. A sus diecisiete años ya sabía lo que era el deseo sexual irrefrenable. Caliente y abrasador, podía estallar en el cuerpo de un hombre y convertir su cerebro en picadillo.

– ¡Ven aquí! -dijo Katherine, agachándose para coger a su hija. La seda de su vestido se ajustó a su trasero y sus pechos parecían a punto de saltar fuera de la pronunciada abertura de su escote.

– Yo la llevaré a la cama -se ofreció otra mujer, la niñera de London, Ginny no sé qué.

Era una mujer bajita y poco agraciada, que vestía un uniforme de color verde oliva y unos zapatos de cordones. Al lado de Katherine, aquella mujer parecía una anticuada matrona, vieja y desaliñada, a pesar de que probablemente no tendría más de treinta años, o sea que no era mucho mayor que Kat.

– No quiero irme a la cama -protestó London.

– Te estás portando muy mal. -Katherine se dio cuenta de que uno de los camareros le hacía un gesto. Suspirando, se dio la vuelta hacia su hija-. Mira, cariño, ya es casi la hora de que saquen el pastel de cumpleaños. Puedes quedarte hasta que papá apague las velas, pero luego tendrás que irte a la cama.

– ¿Podré comer un trozo de pastel?

– Por supuesto, cariño -dijo Kat, arqueando ligeramente los extremos de su boca-. Pero luego te irás con Ginny. Te hemos preparado una habitación especial para ti, al lado de la de papá y mamá, y dentro de un momento estaremos arriba contigo.

Algo más ablandada, London volvió a la fiesta y Katherine se puso de pie estirándose el vestido por las caderas, mientras Ginny seguía a la traviesa niña.

Zach imaginaba que Katherine se acercaría a la orquesta y les pediría que tocaran Cumpleaños feliz, pero ella alzó la barbilla una fracción de segundo y se quedó mirando a su hijastro. Zach era unos centímetros más alto que Kat; aun así, ella sabía cómo hacer para que él se sintiera más bajo.

– Mantente alejado de la bebida -dijo sacando la copa de champán medio enterrada y dándole vueltas con sus largos y delgados dedos.

Incluso cuando le reñía, Kat era endiabladamente sexy. Y como si fuera consciente del poder que ejercía sobre él, y sobre cualquier hombre que no estuviera ciego, arrugó dulcemente los labios a la vez que se colocaba la copa bajo la nariz.

– No queremos que nada estropee la fiesta de tu padre, ¿no es así? Si te pillan con una de estas copas en la mano, vamos a tener un problema.

– No me pillarán.

– No te creas tan listo, Zach. Te he visto bebiendo champán a hurtadillas y me imagino que no era yo la única persona que miraba en esta dirección. Cualquier otra persona podría haberte visto, incluido Jack Logan. Recuerda que trabaja en el departamento de policía. Me parece que ya os habéis encontrado antes.

Zach apretó los dientes. Un sofoco de vergüenza le subió por el cuello.

– Como te he dicho, no me van a pillar.

– Será mejor que así sea, porque si tu comportamiento te lleva de nuevo a pasar unos días en comisaría o en un reformatorio juvenil, Witt no volverá a sacarte de allí. De modo que utiliza la cabeza -concluyó ella, sonriéndole con dulzura.

Cuando Kat se alejó de allí, mezclándose con los diversos grupos de invitados, Zach se sintió furioso. Le hervía la sangre en las venas y fantaseó con echarle las manos al cuello y darle un buen escarmiento, pero no podía apartar la mirada de su culo y de la manera en que se balanceaba a través de la negra tela de seda de su vestido. Ella se movía lentamente, como si cada uno de sus pasos fuera un gesto deliberadamente sensual dirigido a hacerle sufrir. Sus tacones aplastaban los pétalos de rosa. Observando su espalda tersa, visible hasta la curva de la parte baja de su columna, suave e inmaculada, imaginó que encajaría perfectamente en el hombre adecuado.

Sintió el comienzo de una erección y se dio la vuelta para no seguir viendo aquella imagen. La mitad de las veces que la veía se decía que ella actuaba de manera intencionadamente sexual para él. La otra mitad se decía que eran cosas de su imaginación y que le parecían sexuales unos gestos completamente inocentes. Para enfriarse la sangre, apoyó la cabeza contra la ventana. El vaho nubló la parte interior del vidrio. Hacía tanto calor en la sala que se sentía sofocado y la sangre todavía se le subía a la cabeza. A los diecisiete años aún era virgen, lo cual no era un gran problema, excepto cuando tenía que pasar un rato cerca de Kat, algo que trataba de evitar.

Metiendo una mano en el bolsillo para esconder la hinchazón que crecía bajo sus pantalones, se acercó a la mesa que tenía más cerca, cogió una copa y se la bebió rápidamente sin dejar de observar a su madrastra. No parecía haberle visto. Armado con su recién hallada forma de rebeldía, se acercó hasta otra de las mesas vacías, cogió otra copa y se la bebió de un trago. Unas cuantas gotas le salpicaron la barbilla, pero no se molestó en limpiarse.

Cada vez hacía más calor en la sala y se aflojó el ¡nudo de la pajarita. Se le empezaron a sonrojar las mejillas y sintió un ligero calor en la cara. Estaba empezando a disfrutar de aquella fiesta. Perfecto. De todas maneras, él no quería estar allí, así que hacía bien en divertirse. Mientras bebía la siguiente copa sintió que una mano le agarraba del brazo. Se sobresaltó y el champán le salpicó la pechera de la camisa y la chaqueta. Los largos dedos de Kat le apretaban los músculos a través de la manga. Sus ojos estabas llenos de ira y sus gruesos labios apretados de rabia.

– Veo que no sabes cuándo debes parar, ¿no es así?

– Tú no tienes por qué decirme lo que debo hacer -respondió él, soltándose el brazo.

– ¿No? -añadió ella arqueando la cejas en un gesto sexual que le dejó sin aliento-. Bueno, eso vamos a verlo.

Se acabó la copa en un gesto de desafío, pero a ella no pareció importarle. De hecho, su semblante esbozó una suave sonrisa y en sus ojos se reflejó la luz de los candelabros, deslumbrándole.

– Baila conmigo, Zach.

– Yo… yo no sé bailar -tartamudeó Zach, tratando de despejar las telarañas de su mente.

– Seguro que sabes. Es muy fácil.

– Pero yo no puedo…

– La gente nos está mirando. Vamos -le dijo ella, acercándose a él y rozándole la oreja con los labios.

Su garganta se convirtió de repente en un desierto de arena.

– Katherine, la verdad es que no quiero…

Pero ella tenía razón. Podía sentir el peso ardiente de las curiosas miradas de los invitados. Quería morirse. Por el rabillo del ojo vio que Jason les estaba observando con una expresión indescifrable. Trisha estaba tomando champán y solo Dios sabe qué más. Les dirigió una ebria sonrisa para desconcierto de Zach. Witt, su padre, todavía estaba demasiado ocupado bailando con la pequeña London como para darse cuenta de la trampa en la que había caído Zach.

– De verdad, Katherine, no quisiera…

– ¡Oh!, claro que quieres, Zach -dijo ella, acercándose más a él y apretando la cadera contra su ingle-. Te lo puedo asegurar. Y además, si no bailas, le haré saber a tu padre que no has querido concederme ni un solo baile.

Sintiéndose culpable, Zach miró a Witt, pero el viejo no parecía darse cuenta de que su hijo, el mismo que le había causado siempre tantos problemas, estaba siendo arrastrado a la pista de baile como un cordero llevado al matadero. No podía imaginarse a sí mismo bailando con Katherine, sintiendo aquel cuerpo pegado al suyo. Notó que la sangre le empezaba a hervir en las venas. Cuando llegaron a la pista de baile, ella se dio media vuelta, apretando su torso contra el de Zach, mientras empezaba a evolucionar al ritmo de la música.

Tenía los labios cerrados muy cerca de los suyos y los senos se aplastaban contra su pecho.

– ¿No estás mucho mejor ahora? -murmuró ella con un tono de voz ronco, y él cerró los ojos luchando contra el deseo que le estaba quemando el cuerpo, sintiendo una incipiente erección que ya no podía ocultar.

– Déjame marchar- le suplicó él.

– Pero si no quieres irte -dijo ella, moviéndose suavemente de manera que la parte baja de su abdomen se apretase contra él. Cielos, seguro que se había dado cuenta de su estado-. Te lo puedo asegurar.

– No…

Cielo santo, su mano derecha estaba apoyada contra la espalda desnuda de ella, sintiendo la sedosa textura de su piel y el meloso movimiento de sus músculos. ¿Eran imaginaciones suyas o ella había dejado escapar desde el fondo de su garganta un profundo gemido de deseo?

– Estás mintiendo -susurró ella con el aliento rozando el cabello que cubría la parte superior de sus orejas.

Él se estaba muriendo por dentro. Se sentía tan excitado que no podía pensar adecuadamente. Una parte de él le advertía de que se alejara de ella, pero otra parte, animada por su ego masculino, el champán y el deseo sexual, no podía dejar de fantasear. Se preguntó qué haría Kat si de repente él se frotara contra ella, dejando que su mano derecha descendiera más abajo de la seda negra de su vestido. ¿Qué pasaría si lentamente dejara que su boca y sus labios se pasearan por la delicada columna de su cuello?

Como si ella hubiera captado sus deseos, volvió la cabeza hacia un lado, exponiendo una parte mayor de su blanca piel y mostrándole un poco más de sus deliciosos senos.

– ¿Os molesta que os interrumpa? -La voz de Witt pareció hacer eco por toda la sala y Zachary comenzó a apartar sus manos con culpabilidad. Intentó poner cierta distancia entre su cuerpo y el de Kat, pero ella se mantuvo pegada a él.

Volviendo unos ojos adormilados hacia su marido, y con una mueca picara en los labios, le susurró:

– Imagina que no has dicho nada.

Witt se ruborizó. Sus ojos se desviaron hacia su rebelde hijo, mientras Zachary daba un paso atrás y London, que todavía estaba entre los brazos de su padre, era depositada en los brazos abiertos de Zach.

– Mantente alejado del champán -dijo Witt-. Sería muy vergonzoso que Jack te arrestara aquí. Ahora, da unas cuantas vueltas con London y luego pídele a una de las hijas de los Kramer que baile contigo; no te han quitado los ojos de encima en toda la noche.

Tragando saliva, Zachary deseó poder golpear a su viejo en la cabezota. Cuando miró hacia Kat, vio que ella estaba riendo con unos ojos que le brillaban con descarada diversión. A su costa. Apretó los puños y, si no hubiera sido por el hecho de que tenía a London entre los brazos, en aquel mismo momento habría hecho que la situación empeorase todavía más. Parecía que su padre y su madrastra se hubieran puesto de acuerdo para tomarle el pelo.

Se le tensaron los hombros mientras notaba que un calor que surgía de su nuca empezaba a subirle por la cara. Aunque había varias muchachas vestidas con trajes caros que trataban de llamar su atención, Zach no les dio ni la más mínima oportunidad. Llevó a London hasta donde estaba la niñera deseando poder golpear algo… o a alguien.

Se arrancó la corbata, deseando poder abandonar aquel condenado hotel y calmarse. Con ganas de pelea, abandonó la pista de baile. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido? ¿Cómo? Por culpa de Kat. ¡Maldita mujer! Sus puños se volvieron a cerrar con rabia impotente. Tenía que salir de allí.

Jason, con una bebida en la mano, se acercó a Zach, quien estaba altivamente apoyado contra una de las columnas cercana a la puerta, planeando cómo escapar.

– No dejes que te afecte tanto -le advirtió Jason.

– ¿Quién?

– Kat -contestó Jason, dando un trago a su bebida, whisky solo, y sonriendo.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Zach, intentando aparentar normalidad.

Jason resopló y movió la cabeza en dirección a la pista de baile.

– He visto el pequeño espectáculo. Zach apretó los dientes sintiéndose mortificado. -Demonios, mira que llega a ser puta. -Jason se pasó una mano impaciente por su espeso cabello castaño claro-. Me di cuenta de lo que estaba tramando cuando la vi acercarse a ti. Sería capaz de tumbarse en el suelo y abrirse de piernas en medio de la pista de baile. -Tomó un trago de su bebida y se quedó mirando a Kat y a Witt-. Para ella no es más que un juego.

Un músculo de la mandíbula le empezó a temblar. Zach notó ese tic de enfado pero no pudo hacer nada por detenerlo.

– Se acercó a ti con toda la intención de ponerte en tu lugar, entiendes. Lo cual, debo añadir, creo que consiguió.

– La odio.

– ¿Acaso no la odiamos todos? -replicó Jason sin perder de vista a su madrastra mientras esta bailaba-. Pero resulta que es la mujer más increíblemente sexy de todo el planeta. Me pregunto cómo debe de ser en la cama.

– Yo no tengo ningunas ganas de saberlo -añadió Zachary, frunciendo el entrecejo y evitando mirar hacia el objeto de aquella discusión.

– Seguro que sí te gustaría. A todos los hombres que hay en esta sala les gustaría darle un mordisquito a Kat. -Jason echó un brazo fraternal por encima de los hombros de Zachary-. Pero ella no está dispuesta a jugar con ellos. Ni hablar. Por alguna razón, parece que te ha escogido a ti como su juguete. Puede que me equivoque, pero yo diría que te ha echado el ojo.

– ¡Oh, Dios, eso es imposible! -dijo Zach, a pesar de que sintió un sobresalto en el corazón.

– Yo no estaría tan seguro. De lo que sí estoy seguro es de lo que ha hecho hace un momento, cuando creía que nadie la estaba mirando. Y de la manera que te mira. Por Dios, se ve que está caliente.

– ¡Déjalo ya!

– Pero tú no puedes liarte con ella. Si papá llega a enterarse…

– Corta el rollo, Jason -dijo Zach, sintiéndose de repente angustiado. Primero Kat y ahora su hermano-. No pienso liarme con ella.

– Todos han dicho siempre que tú eres diferente -dijo Jason, alzando los hombros-. Imagino que Kat solo intenta descubrir si es verdad.

– Por Dios, Jason, ¿no te das cuenta de lo que estás diciendo? No, ya veo que no. Eso que dices es enfermizo.

– ¿Sabes lo que tienes que hacer?

Zach no respondió.

– Búscate a alguien con quien acostarte. -Apoyándose al lado de Zach, Jason señaló con el dedo a un grupo de quinceañeras peinadas y maquilladas al estilo de las revistas para adolescentes. Comparadas con Katherine parecían desgarbadas y… desesperadas-. Pero no con Kat. Como te digo, el viejo te iba a quemar la piel si se enterara. Pero Alicia Kramer está tan colada por ti que no te costaría nada seducirla. Te aseguro que se deshace con solo mirarte.

– ¡Basta ya! -siseó Zach, pero Jason se rió, obviamente divertido por su violenta reacción.

– Haz caso de lo que te digo, introducirse en ella puede ser como meterse en un pastel recién salido del horno.

– ¡Por el amor de Dios, déjalo ya! -dijo Zach, lanzando una mirada en dirección a Alice y encontrándose con la esperanzada mirada de ella.

Era una muchacha joven, con grandes tetas y un rostro poco agraciado que trataba de disimular con un exagerado maquillaje. Tenía los dientes rectos gracias a los aparatos que había llevado durante más de dos años. No era demasiado desagradable. Se sonrojó y rió tontamente cuando se dio cuenta de que Zach la estaba mirando. Pero Zach no estaba interesado en la hija de un importante banquero. Ni hablar. Comparada con Kat, Alicia le parecía una niña.

– Está tan caliente que a duras penas puede aguantarse con la ropa puesta. Mira, te puedo asegurar por experiencia que las muchachas de los Kramer son definitivamente de sangre caliente. Mi opinión es que Alicia te puede dar un revolcón que recordarás durante el resto de tu vida.

– No, gracias -replicó Zach.

– Te estoy diciendo, hermanito, que ya va siendo hora. Si quieres, te puedo echar una mano con…

– Olvídalo, Jason.

– Escúchame, Zach-dijo él, cogiéndole la mano-Sé perfectamente cómo te sientes: como un barril de cerveza a punto de estallar. Y, créeme, no podrás aguantarlo mucho más tiempo. -Bajó un poco la voz-. Conozco a una chica… bueno, en realidad es una mujer. Ella… bueno, ella sabe cómo hacer que un hombre se sienta bien. Me está esperando esta noche.

– ¿Una puta? ¿Me estás hablando de una puta? -preguntó Zach sorprendido, aunque un tanto intrigado. ¿De verdad conocía Jason a una prostituta? ¡Por todos los diablos!

Jason lo tomó del brazo y lo llevó hacia una esquina tranquila de la sala, lejos de los invitados y de las mesas repletas de comida y bebida.

– Ahora, escúchame. Esa chica, Sophia, es… bueno, créeme, te gustará. Es una buena persona.

– La buena gente no vende su cuerpo -replicó Zach.

– No es una mujer de la vida. De hecho, lo hace porque le gusta. Siempre está dispuesta.

– ¡Oh, Dios…!

– Es hermosa y limpia, y solo hará lo que tú quieras que haga. Te la puedes follar hasta reventar si es eso lo que deseas, o si solo te apetece hablar… ella te escuchará. De verdad. Todo depende de ti. -La voz de Jason tenía un tono de fraternal preocupación.

Zach sabía que tenía que marcharse de allí, pero no podía hacerlo. Una honesta diosa prostituta. ¿Esperando a Jason? ¿Una puta que podría solo escucharle?

– Te conozco y no siempre estoy de acuerdo contigo, pero por una vez hazme caso, por el amor de Dios. Necesitas una mujer. Y esa no puede ser Kat. -Arqueando las cejas, metió una mano en el bolsillo, sacó de él la llave de una habitación de hotel y colocó el frío metal en la sudorosa palma de Zachary-. Está tres manzanas más abajo. El hotel Orion. Sophia. No te preocupes por el dinero. Todo está arreglado.

– No quiero…

– Hazte un favor a ti mismo. Olvídate de Kat. Y acuéstate con alguna chica.

Con una sonrisa amistosa, Jason se encaminó hacia el bar y dejó a Zach aferrando la maldita llave de hotel entre sus dedos húmedos. Tragando saliva, abrió la mano y miró la llave de la habitación 307, la llave de su mayoría de edad, la llave que podía liberarle de Kat. Dándose cuenta de repente de que alguno de los invitados de su padre podía haber oído su conversación con Jason, Zach metió la mano en lo más hondo del bolsillo y se preguntó cuántas personas de las que había m la fiesta se habrían dado cuenta de su humillación en a pista de baile. Cuántos de aquellos ojos, además de los de su padre y su hermano, habrían visto los labios de Kat rozando su oreja, o sus dedos sudorosos, inquietos por abrir la cremallera del vestido de Kat para rozar una de sus firmes nalgas. ¡Cielos, tenía que dejar de pensar en ella de aquella manera! La llave le pesaba en el bolsillo.

La orquesta empezó a interpretar Porque es un muchacho excelente. Aunque su mente estaba todavía en la misteriosa Sophia, la puta con corazón, Zach observó cómo introducían en la sala un carrito con un pastel enorme en forma de abeto decorado. Tenía sesenta velas en una hilera, como las luces que se ponen en los árboles de Navidad, colocadas sobre las hojas heladas del árbol. Las diminutas llamas bailaban y vacilaban mientras Witt, con la ayuda de Katherine y de London, las soplaba hasta quedarse sin aliento. Los invitados prorrumpieron en aplausos y risas, y Witt, como si fuera un novio, cortó un gran trozo de tarta y se lo metió en la boca a su esposa. Hubo una enorme ovación y Zach pensó que se iba a poner enfermo. Entonces, Katherine le devolvía el favor a su marido, y luego, sonriendo, se lamía los dedos con fruición.

Mientras London era conducida al piso de arriba, a una de las lujosas habitaciones reservadas para la familia Danvers, le pareció que el viejo empezaba a estar ya un poco achispado. Éste lanzó una dura mirada en dirección a Zach e, incluso en la sala llena de gente, Zach pudo leer la advertencia en los ojos de su padre. El corazón le dio un vuelco. Por la experiencia que daban los años, sabía que Witt no olvidaría que su joven esposa había estado coqueteando con su hijo. Al viejo no se le escapaba una, y tarde o temprano encontraría la ocasión de hacerles pagar por eso. Zach tenía ya varias cicatrices en el trasero causadas por los correazos de su padre. El día siguiente, a esa misma hora, probablemente tendría unas cuantas más, por lo menos cicatrices psicológicas. Witt Danvers era un hombre brutal. No iba a perdonar los sentimientos de Zach, y haría saber a su rebelde hijo que no le parecía una buena persona y que nunca llegaría a estar a la altura de sus expectativas, hiciera lo que hiciera en la vida.

Así que, ¿a quién le importaba un carajo lo que pensara el viejo?

Aquella llave le apretaba el muslo.

Witt y Katherine empezaron a bailar de nuevo, y la atención de su padre pasó de su segundo hijo a su esposa. Zach aprovechó la oportunidad para escabullirse de allí. Sin mirar hacia atrás, atravesó varios grupos de vociferantes invitados y abrió las puertas del salón que daban al descansillo, donde se detuvo para tomar aliento y tratar de disipar el mareo que sentía a causa del champán ingerido, ¿Qué estaba haciendo? No podía irse sin más de la fiesta. El viejo se pondría realmente furioso.

Bueno. Iba a dar a Witt Danvers una preocupación más.


Antes de cambiar de opinión, Zach se lanzó hacia la barandilla y bajó a toda prisa la amplia escalera.

– Eh, Zach, ¿adonde vas? -le preguntó Nelson, su hermano pequeño.

Con catorce años, Nelson -quien ahora estaba agarrado a la barandilla en mitad de la escalera, con su melena rubia casi tapándole los ojos- idolatraba a su contestatario hermano mayor.

– Ahora no -refunfuñó Zach. No necesitaba la adoración de aquel chiquillo más de lo que necesitaba la desaprobación de Witt.

– Pero…

– Tú no digas nadas, ¿de acuerdo, Nelson?

Sin hacer caso de Nelson, mientras el chico corría tras él escalera abajo, Zach atravesó a grandes zancadas el vestíbulo, en el que había sillones, lámparas de pie y satinadas mesas negras colocados alrededor de una gran chimenea.


Cuando hubo rebasado el mostrador de recepción y los tiestos con palmeras, avanzó con paso rápido intentando no pensar en las consecuencias de sus actos, en lo que pasaría cuando Witt descubriera que había desaparecido.

Fuera la noche era húmeda. El olor del río, traído por el viento, parecía pegarse a la piel de Zach. Se quitó la chaqueta y empezó a caminar más rápido, hacia el norte, tratando de calmar su ánimo y aclarar sus ideas.

Lo que estaba a punto de hacer era una locura, pero había consumido suficiente alcohol como para sentirse más audaz de lo que solía ser. De modo que ¿qué le importaba si el viejo lo descubría? ¿Lo echaría de la mansión de los Danvers y le obligaría a irse a vivir con su madre? Esa idea era un poco difícil de tragar.

En su fuero interno, una parte de él todavía apreciaba a la mujer que lo había engendrado, pero ella no se merecía su amor, no desde el momento en que los abandonó a todos ellos en la solitaria casa de la colina, con Witt. Zach no conocía toda la historia, pero lo esencial de la misma era que Witt había pillado a su mujer en la cama con su más odiado rival, Anthony Polidori. Ella había estado liada con él durante años, y para no exponerse a sí misma ni a su amante a la opinión pública, no tuvo más remedio que aceptar los términos de divorcio impuestos por Witt: le había dejado a los niños y había renunciado a la mayor parte de sus riquezas; a cambio había recibido una pensión y había podido evitar el feo escándalo de tener que testificar en un juicio por divorcio, en el que se la habría acusado de adúltera. Su posición social había quedado ilesa, pero no así las vidas de sus hijos.

De la misma manera que Zach sentía desprecio por el viejo, también sentía un reticente respeto por Witt Danvers y por el poder que parecía ejercer sobre la gente de la ciudad. En cuanto a su madre, Zach solo sentía un poco de odio por Eunice. Había avergonzado a su padre con un lío que había destrozado el corazón del viejo. Había sido Eunice la que había herido el orgullo de Witt Danvers de tal manera que, muchos años más tarde, Witt había caído en los brazos abiertos de Katherine LaRouche. Había conocido a Katherine en el hotel Empress de Victoria, en British Columbia. Y se había casado con ella aquella misma semana. Witt había explicado a sus hijos que Katherine procedía de una rica familia de Ontario. Aunque era treinta años más joven que él, se había convertido en la nueva madre de sus hijos.

La familia había sufrido una gran conmoción y los abogados de los Danvers se habían enfurecido, pero el daño ya estaba hecho. Katherine LaRouche, fuera quien fuera, se las había arreglado para convertirse en la esposa de uno de los hombres más ricos de Portland. En un principio se había portado bien con Zach, pero, recordando el pasado, se daba cuenta de que su actitud hacia él había ido modificándose de manera sutil con el paso de los años. Cuando había llegado a la adolescencia, se había dado cuenta de que ella lo vigilaba más de cerca, sin sacarle la vista de encima cada vez que él se quitaba la camisa, cada vez que nadaba en la piscina en pantalones cortos o cuando montaba a pelo alguno de sus caballos. Cuanto más se desarrollaban sus músculos, más aumentaba el interés de Katherine por su hijastro.

Se había dicho a sí mismo que no eran más que imaginaciones suyas, que solo se trataba de que su recién descubierta masculinidad le había hecho cambiar de percepción, pero ahora ya no estaba tan seguro. Y Jason había puesto en palabras esas mismas sospechas.

Espirando el aire por la nariz, sacudió la cabeza tratando de poner en claro sus ideas. Con la mano palpó la llave que llevaba en el bolsillo y se le hizo un nudo de aprensión en el estómago. ¿Qué pasaría si iba al hotel Orion, subía en el ascensor hasta el tercer piso, llamaba a la puerta y le abría una mujer marchita, vieja y desdentada? ¿Y si le abría la maldita puerta un hombre? ¿O un marica vestido de puta? ¡Oh, cielos! ¿Y si todo aquello no era más que una broma pesada, el resultado del retorcido sentido del humor de Jason?

Apretó los dientes y miró al frente mientras se aproximaba al hotel Orion. Nadie parecía haberle seguido, y solo Jason podía saber que se encontraba allí. De alguna manera, se sintió seguro en su anonimato y siguió avanzando hacia el edificio que se alzaba ante él bañado por la luz de unos focos: una mole de cemento blanco que cortaba un cielo negro como la obsidiana.

Dudando durante una fracción de segundo, Zach apretó las mandíbulas, agachó los hombros y empujó la puerta de entrada del hotel decidiendo que había llegado el momento de convertirse en un hombre.

3

El pasillo del hotel -un amplio corredor con alfombras de color tabaco y puertas de metal pintadas imitando la madera- estaba vacío. El Orion no tenía el encanto del hotel Danvers, pero a Zach no le importó. Tragándose las ganas de dar media vuelta y salir corriendo, Zachary cruzó la puerta del pasillo -que resonó tras él al cerrarse- y con el corazón latiéndole a toda velocidad se dirigió hacia la habitación 307. Hacia Sophia. Su destino.

Antes de acabar de perder su ya escaso coraje, golpeó con decisión en la puerta y esperó.

– Está abierto -contestó una fría voz femenina desde el otro lado de la puerta de metal.

¡Oh, cielos!, a Zach casi se le para el corazón. Cogió leí pomo con dedos temblorosos y abrió la puerta. La mujer estaba tumbada, dándole la espalda. Sensualmente echada en la cama, vistiendo solo un sujetador negro y un cinturón de encaje negro del que salían unas ligas anchas que colgaban sobre un corto par de medias, se desperezó. Zach pudo ver unos rizos que sobresalían por la parte de detrás de sus largos y torneados muslos, y se le quedó la boca seca.

– Llegas tarde -le reprendió ella amablemente.

El diafragma de Zach ascendió apretando sus pulmones de tal manera que apenas podía respirar. Empezó a sentir que un calor le subía desde la ingle.

Ella se dio la vuelta lentamente, dejándole disfrutar de la visión de unos pechos redondos constreñidos en un sujetador varias tallas más pequeño, y le sonrió con una mirada provocativa que se desvaneció en el momento en que sus miradas se cruzaron.

– ¿Quién eres tú? -preguntó ella con sus negros ojos llenos de miedo-. ¡Largo de aquí! -Echó una ansiosa mirada a su alrededor, como si estuviera buscando un arma o la ropa para taparse-. ¡Vete a joder a otra parte! -Agarró una bata de seda rosa y empezó a meter, nerviosa, los brazos en las mangas.

– Me envía Jason.

Ella se quedó parada.

– ¡Qué demonios! -murmuró, mirándole incrédula con sus negros ojos. La bata no le tapaba demasiado, de modo que él aún podía ver una buena parte del hueco entre sus pechos.

A Zach se le hizo un nudo en la garganta e intentó decir algo, rogando a Dios que le saliera la voz.

– Él se ha quedado en la fiesta de nuestro padre y…

– ¿Padre?

– Soy su hermano, Zachary.

Empezó a abrir los brazos, sabiendo que aquello era un error, y deseó poder salir de allí antes de que le diera un ataque al corazón. Aquella chica era una puta, por el amor de Dios, una profesional, y él era un tímido, inepto e inexperto virgen. Seguramente ella ya se había dado cuenta.

– No te pareces a tu hermano -dijo ella, mirándole con recelo.

Aquella era la maldición de la existencia de Zach.

– Lo sé -dijo él sin moverse del sitio.

– Cierra la puerta.

Zach cerró la puerta pero no se molestó en echar el cerrojo.

Ella se apoyó en la cabecera de la cama, sujetando la bata cerrada sobre el pecho con ambas manos y mirando hacia la puerta como si en cualquier momento fuera a salir disparada, y preguntó:

– ¿Por qué te ha mandado a ti? -Se apartó un delgado mechón de un pelo negro como el carbón de la cara-. ¡Cielos, me has dado un susto de muerte!

– No era mi intención.

– Bueno, acércate -le ordenó ella con nerviosismo.

Con cuidado, temiendo que ella saltara de la cama y saliera corriendo al pasillo en cualquier momento, gritando que la estaban atacando, cruzó la alfombra de color naranja y se sentó a los pies de la cama.

– ¿De modo que te ha enviado Jason? -preguntó ella, cogiendo de la mesilla de noche un arrugado paquete de cigarrillos, que estaba al lado de un vaso medio vacío. Sacó un Pall Man sin filtro con dedos ligeramente temblorosos y lo encendió-. ¿Por qué?

– Eh, bueno, él tenía que quedarse allí. Mi padre quería que estuviera a su lado.

Ella arqueó dos finas cejas morenas, mientras daba una calada al cigarrillo y luego se lo apartó de los labios.

– Pero ¿no quería que tú te quedaras también allí? -preguntó ella escéptica.

– Jason es el mayor -contestó Zach, como si eso lo explicara todo, lo cual en cierto modo así era.

Jason había sido educado desde el día en que nació para ser el heredero de la fortuna de los Danvers. Y nada había cambiado en ese sentido por el hecho de que Witt hubiera tenido un segundo hijo varón.

– De modo que él es el favorito -dijo la puta, sonriendo.

– London es la favorita del viejo.

– Ah, Jason me ha hablado de ella. La pequeña. Ya debe de tener unos tres años, ¿no?

– Casi cinco -contestó Zach sin entender qué importancia tenía la edad de London, especialmente en aquella situación.

¡Estaba en una habitación de hotel con una prostituta y se dedicaba a discutir sobre la edad de su hermana pequeña! Bueno, ¿no le había dicho Jason que a ella le gustaba hablar? Aunque él había esperado que la conversación fuera de alguna forma un poco más sensual.

Sophia dejó el cigarrillo en el cenicero que había en la mesilla de noche y luego cogió el vaso. Hundiendo los cubitos de hielo con un largo dedo, se quedó mirando a Zach fijamente, dejando que sus ojos fueran desde su camisa medio desabotonada hasta su pelo revuelto por el viento.

– ¿Jason quiere que tú ocupes hoy su lugar?

– Ese parece ser el plan.

Ella tomó un trago de su bebida y se secó con la punta de la lengua los labios húmedos.

– ¿Eres virgen, Zachary?

Aquella pregunta lo golpeó como una bofetada en plena cara.

– Por supuesto que no.

– Hum… entonces, ¿habrás estado con montones de mujeres? -añadió ella, sorbiendo su bebida a la vez que trataba de disimular una sonrisa.

– Unas cuantas -contestó él, dándose cuenta de que los dos sabían que estaba mintiendo. «Demonios, ¿cómo se te ocurre decirle eso a una prostituta cuando te pregunta cosas así?»

– ¿Te han hecho alguna vez una mamada?

La cabeza empezó a darle vueltas. ¿Estaba hablando en serio o solo intentaba tomarle el pelo? Él la miró fijamente a los negros ojos y supuso que se estaba riendo de él. Pero sintió que se le hacía un nudo en los intestinos cuando ella depositó el vaso en la mesilla, dejando que la bata se le abriera y mostrara sus pechos. No podía apartar la vista, aunque quisiera.

Estaba empezando a ponérsele dura, pero no hizo nada por tratar de ocultar su erección. La bata se le deslizó por uno de los hombros y pudo ver una piel que parecía tersa y suave, y que se deslizaba suavemente bajo la tira de seda negra del sujetador.

– Bueno, tendremos que hacer algo al respecto, ¿no te parece? -preguntó ella mientras, recostada en la cama, sin sujetar ya con los dedos la bata rosa, dejaba visible su ombligo y la parte alta de las bragas de encaje negro.

Como vio que Zach no reaccionaba, se colocó más cerca de él, estirando primero las piernas, luego el resto del cuerpo y acabó por tumbarse completamente sobre la cama con sus redondas nalgas, aplastando el cobertor. Lo miraba con dos ardientes ojos que eran como negros espejos en los que se reflejaban los tormentos del alma de Zach. Cuando se puso de rodillas sobre la cama y se acercó a él, parecía haber pasado ya por alto todas las mentiras que le había dicho. Olía a perfume, tabaco y whisky.

– De modo que no me dices nada, ¿eh? De acuerdo, tú solo avísame si hago algo que no te gusta, ¿vale?

Ella se apretó contra él cálidamente, con la húmeda lengua rozando el contorno de su oreja y Zach dejó escapar un gemido. La hinchazón entre sus piernas empezaba a dolerle y, cuando la lengua de ella se introdujo en su oreja, se preguntó si sería una vergüenza para ambos que se corriera en los calzoncillos.

– ¿Venga, chico, a qué estás esperando? -le susurró ella con voz libidinosa.

No podía resistirse a aquella invitación.

La agarró y apretó los labios contra su boca con fuerza, manchándose en su ansiedad con lápiz de labios y tumbándola sobre la cama para poder sentirla bajo su cuerpo.

– Eso es, muchacho -gruñó ella, mientras él le arrancaba la bata y se quedaba mirando sus hermosos senos. Redondos, con oscuros pezones apuntando hacia arriba a través de la tela de encaje, invitándole a que los tomara con sus manos y su lengua, y Zachary la encontró tan dispuesta que no pudo resistirse.

Rozó uno de los pezones con el pulgar y ella se arqueó hasta que sus nalgas se separaron de la cama, con el desnudo abdomen apretándose contra la pernera de sus pantalones. Sus dedos encontraron los botones de la camisa de él y el muro de tela desapareció. Ella alzó la cabeza y mordisqueó juguetonamente los pocos pelos de su pecho, haciendo que él se dejara llevar por la maravilla de aquella caricia. Un tanto mareado por el champán, Zachary sintió que la habitación empezaba a dar vueltas cuando los dedos mágicos de ella acariciaron su piel desnuda, y su sedosa y caliente lengua empezó a deslizarse hacia abajo por su pecho.

En el momento en que ella acercó la cara a su ingle, él gimió y cerró los ojos, dejándose llevar por el éxtasis. Pero con el mismo entusiasmo con que había comenzado, ella se detuvo de repente y levantó la cabeza.

Zach se sintió molesto. Abrió los ojos y se dio cuenta de que ella estaba mirando fijamente hacia la puerta. Él buscó con la mano su bragueta.


¡Bam! La puerta se abrió de repente con un golpe seco contra la pared. Sophia dejó escapar un grito, se apartó de él y trató de salir de la cama.

– ¡No! -chilló, intentando apartarlo de su lado.

Zach miró hacia la puerta sin comprender todavía lo que estaba pasando. Se quedó paralizado durante unos segundos y Sophia, temblando, consiguió apartarse de él. Dos hombres, uno alto y moreno y otro más bajo, estaban parados en el umbral de la puerta; eran dos figuras oscuras y amenazadoras. -Fuera de aquí -ordenó Zach. Los dos tipos no se movieron. -He dicho que…

– ¡Cállate! -le cortó el más alto, dando un paso hacia delante.

El más bajo lanzó una mirada a Sophia y luego cerró la puerta de un golpe tras él.

Zachary salió de la cama y se puso inmediatamente en guardia. Se podía oler la pelea en el aire; se quedó de pie entre la cama y aquel hombre, dudando entre la estúpida idea caballeresca de proteger a la mujer y el impulso de salir corriendo de la habitación como si lo persiguiera el diablo. Se quedó quieto donde estaba, mirando fijamente al hombre más alto.

– Llama a seguridad -ordenó a Sophia. -¿Danvers? -preguntó el más bajo. -¿Sí? -dijo Zachary, notando que se le encogía el estómago.

¿Aquellos tipos sabían su nombre? ¿Cómo? ¡La puta! Seguro que se trataba de una encerrona.

Zach saltó hacia el lado de la cama para alcanzar el teléfono que había sobre la mesilla. Pero no fue lo bastante rápido. El tipo más alto le quitó el teléfono de las manos.

– ¡Qué demonios…!

Zach se dio la vuelta. Demasiado tarde. El más alto de los intrusos le había agarrado por el brazo y se lo retorcía por detrás de la espalda. Zach se revolvió y forcejeó. Sintió un dolor agudo en la parte alta del brazo. -¡Estate quieto, tonto de los cojones!

Zach le dio una patada en la espinilla.

El aire salió silbando entre los dientes de su atacante.

– ¡Maldito hijo de perra! ¡Te vas a enterar, sucio bastardo!

El tipo retorció con más fuerza el brazo de Zach.

Un dolor agudo le desgarró el hombro. Zach sintió un desgarrón y los músculos empezaron a arderle.

– ¡Échame una mano, Rudy! -ordenó el más alto de los dos tipos.

Por el rabillo del ojo, Zach se dio cuenta de que Sophia miraba hacia detrás de la cama. Su cara estaba pálida de miedo, mientras trataba de recoger el auricular que colgaba del teléfono.

– Ni lo intentes, amiga -dijo el más bajo de los dos, el que se llamaba Rudy, mientras arrancaba el cable de la pared.

– Por favor -gritó ella.

– ¡Cállate! -gruñó el matón.

Zach volvió a patear a su atacante.

– ¡Suéltame!

– Ni lo sueñes, Danvers. La has vuelto a cagar una vez más. -Y volvió a retorcerle el brazo.

El dolor recorrió todo el cuerpo de Zach y este soltó un grito.

– ¿No estarás pensando en matarlo, Joey? -gritó Rudy.

– Es posible. -Joey dio media vuelta a Zach y le golpeó la cara con su grueso puño. Zach sintió una sacudida por todos los huesos y un dolor agudo detrás de los ojos. Empezó a sangrar por la nariz y se le doblaron las rodillas.

Rudy se quedó mirando un momento la cara destrozada de Zach y luego se dirigió a su compañero:

– ¡Oh, mierda! Oye, tío, me parece que nos hemos equivocado de tipo. Este no tiene pinta de…

– ¡Estáis cometiendo un error! -gritó Sophia con voz temblorosa, mientras se cubría con las sábanas.

– A mí no me lo parece -contestó el más alto de los dos sin demasiada convicción-. ¡Acabemos con esto, Rudy! ¡Vamos a darle una última vuelta de tuerca! Asustado, Zach se revolvió intentando avanzar hacia la puerta. Por el rabillo del ojo pudo ver que Rudy se metía una mano en el bolsillo. Un destello de acero brilló bajo la luz de la lámpara. A Zach se le revolvieron las entrañas con una nueva sacudida de miedo. Oyó un clic y estuvo a punto de mojar los pantalones. ¡Una navaja automática!

– ¡Venga, márcalo! -dijo Joey, lanzando su aliento húmedo sobre el rostro de Zach.

– ¡No! -Zach intentó resistirse con más fuerza, desplazando todo su peso de un lado a otro para que su agresor perdiera el equilibrio.

– ¡Te he dicho que lo marques! -volvió a gritar Joey. La navaja de Rudy se movió en el aire. Sophia se puso a chillar.

Zach se estremeció al sentir la hoja abierta moviéndose al lado de su oreja. Un pánico que casi lo cegaba se apoderó de él.

– ¡Basta! -La sangre empezó a brotar de la herida mojándole los ojos y la cara.

– Este no es el tipo al que estábamos buscando -dijo Rudy mientras limpiaba la sangre de la navaja en sus pantalones-. He visto a muchos Danvers…

– No me importa. Y además, ha dicho que era él. -¡Mierda!

Cegado por la sangre, Zach volvió a dar puntapiés. -A quién le importa quién demonios es -añadió al fin Rudy.

La navaja se sumergió en el hombro de Zach. El dolor le recorrió todo el brazo. Sintió ganas de vomitar y todo el cuerpo empezó a temblarle. «Me van a matar. Voy a morir como un cordero en el matadero», pensó Zach mientras intentaba zafarse de sus agresores, pero apenas podía moverse.

– El afirma ser Jason Danvers, de manera que acabemos de una vez con este asunto -dijo Joey.

«¿Jason? ¿Pensaban que era Jason?»

– Zachary -dijo Zach, escupiendo junto con las palabras sangre a través del hueco entre sus dientes. Trató de liberarse de su atacante y se le doblaron las rodillas-. Yo soy Zachary… Zachary Danvers.

– ¿No es Jason? -repitió Rudy-. ¡Lo sabía!

– ¡Mierda! -Joey soltó a Zach y extrajo la navaja de su hombro. La herida le quemaba como ácido. Zach cayó al suelo agarrándose la cara con las manos y sin poder moverse del charco de sangre que estaba empezando a formarse a su alrededor.

– Te había dicho que nos habíamos equivocado de tipo. Joder, tío, ¿por qué nunca me haces caso? -siseó Rudy. Miró hacia la cama, donde Sophia estaba encogida de miedo-. Tú, vístete y lárgate de aquí.

– Pero ¿y el muchacho? -susurró Sophia.

– Vivirá -gruñó Rudy, lanzando una sombría mirada a Zach, antes de volver de nuevo la mirada hacia la puta-. A menos que quieras tener que dar explicaciones acerca de lo que estabas haciendo aquí, con el hijo de Witt Danvers medio muerto, será mejor que muevas tu dulce culito y te largues.

«No te vayas», intentó decirle Zach, pero las palabras no se llegaron a formarse en su lengua. Desde el suelo vio tres pares de zapatos que se movían lentamente alejándose de él: los de ella, pequeños y abiertos, y los otros dos, gruesas botas de trabajo. Oyó pasos amortiguados por la alfombra del pasillo. Trató de ponerse de pie, mientras la sangre seguía salpicando sobre el suelo.

– ¡Maldito bastardo! -Zach vio el zapato, sintió la patada en la ingle y se quedó hecho un ovillo. La bilis empezó a subirle por la garganta-. Quédate tranquilo, Danvers. No te vas a morir de esta.

Una nube negra empezó a cubrirle los ojos mientras hacía esfuerzos por mantenerse consciente. Vio cómo se abría la puerta de la habitación 307, cómo se cerraba poco después, y se dejó llevar por el cálido y oscuro vacío que empezaba a tragarlo.


A Katherine le dolían los pies, la cabeza le daba vueltas y los ojos le quemaban por el humo del tabaco. La fiesta había sido un éxito y Witt, si no hubiera sido por la ausencia de sorpresa, habría hecho un buen papel reaccionando asombrado ante la celebración tan cuidadosamente preparada por su mujer.

Sentada en una de las sillas que había al lado del escenario vacío, sin hacer caso de la suciedad del suelo, se sacó uno de los zapatos de tacón para frotarse la planta del pie.

Dentro de poco, el amanecer empezaría a despuntar por el cielo del este, y todavía quedaban unos cuantos invitados que hablaban y reían en pequeños grupos, rehusando dar por concluida la velada.

– Vamos arriba -sugirió Kat a su esposo, mientras volvía a colocarse de nuevo el zapato-. London debe de estar todavía despierta, esperándonos. -Se levantó y se estiró, sabiendo que después de tantas horas en pie, con el cabello despeinado y el maquillaje corrido, todavía era hermosa y sexy. Captó más de una mirada masculina que se dirigía a las curvas de su trasero. Witt, que había estado bebiendo champán durante horas, bostezó y le pasó un brazo por encima de los hombros. Era un hombre fornido y grandullón, y ella se tambaleó por la combinación de su peso y las muchas copas de champán que había ingerido.

Unas cuantas horas antes, mientras se preparaba para la fiesta, se había vestido de manera especial con la intención de seducir a su marido, sin importarle el trabajo que le pudiera costar, pero ahora estaba cansada, le dolían los pies, sentía la cabeza pesada y no tenía ganas de nada, salvo de echarse sobre el mullido lecho de su habitación y dormir por lo menos un millón de horas seguidas.

Ayudó a Witt a entrar en el ascensor. Durante varias horas, rodeada de invitados vestidos con sus mejores galas y luciendo sus joyas más valiosas, se había olvidado de todo, excepto de la celebración del sesenta aniversario de Witt Danvers.

La cabina del ascensor empezó a subir con un gruñido y se paró en la séptima planta.

– Vamos, ya es hora de descansar -dijo ella, llevándolo apoyado en sus hombros, mientras llegaban a la habitación con vistas al río.

Mientras abría la puerta de la habitación, encendía las luces y le ayudaba a meterse en la enorme cama que la camarera había preparado poco antes, no hizo demasiado caso a la vista panorámica. Witt se dejó caer sobre las sábanas de seda como si fuera un saco de patatas.

– Ven aquí -le dijo él en un susurro, intentando alcanzar a su mujer mientras esta corría las cortinas.

– ¿Me deseas? -le preguntó ella riendo.

– Siempre -afirmó él-. Te quiero, Katherine. Gracias por todo.

Las lágrimas asomaron a los ojos de Kat, mientras acababa de cerrar las cortinas. Se sintió conmovida por él.

– Yo también te quiero, cariño.

– Me gustaría poder… tú ya me entiendes…

– Calla. Eso no importa -dijo ella, y en ese momento realmente lo sentía así. El sexo era importante, pero hacía tiempo que había aprendido lo tacaña que era la gente con el amor. Acercándose a la cama, se soltó el pelo y le dio un beso en la mejilla-. Vuelvo en un minuto. Voy a ver si London ya está dormida.

– Voy contigo -añadió él, mientras la niebla de sus ojos se aclaraba un poco al pensar en su hija pequeña.

Kat suspiró. A pesar de lo mucho que adoraba a London, una pequeña parte de ella se sentía celosa por la atención que Witt le dedicaba a su hija más joven, la única hija de los dos. Mientras Witt se incorporaba en la cama, Kat abrió la puerta que daba a la habitación de la niña, dejando que un ligero rayo de luz entrara en el dormitorio que ocupaban esta y su niñera.

En un primer momento pensó que sus cansados ojos le estaban jugando una mala pasada, que había bebido demasiado champán y su mente ofuscada no podía ver con claridad, pero en cuanto entró en el pequeño dormitorio su corazón empezó a latir con rapidez, resonando en sus oídos. Pulsó el interruptor. De golpe la habitación se inundó de luz.

Las dos camas estaban vacías; ni siquiera estaban deshechas. Las sábanas estaban completamente lisas y sobre las almohadas descansaban dos pastillas de jabón de menta que nadie había tocado.

Katherine sintió que se le hacía un nudo en la garganta mientras su mente se quedaba paralizada por el miedo.

– ¿London? -dijo casi sin fuerzas.

Apoyándose en el marco de la puerta, miró hacia el armario abierto y se dio cuenta de que estaba vacío. Habían desaparecido las bolsas de viajes, los vestidos y los zapatos que poco antes habían estado allí. No había ni rastro de London y Ginny.

«Por Dios, que esto no sea más que un terrible error.» Avanzó por la habitación sintiéndose invadida por el frío de noviembre. «¡Manten la calma!» London había estado allí, tenía que estar en alguna parte. Pero algo no encajaba en todo aquello y sintió un miedo helado que le ascendía por la columna vertebral y le oprimía la cabeza.

– ¿Witt? -llamó ella, asombrándose de la calma que denotaba su voz. Después de todo, aquello no podía ser más que un error. La niñera habría llevado a London a otra habitación para asegurarse de que ella y Witt pudieran disponer de la intimidad que necesitaban-. ¡Witt!

– ¿Qué ocurre? -Witt se acercó hasta la puerta y apoyó un hombro en el marco-. ¿Qué ha pasado aquí? -preguntó con voz emocionada, dándose cuenta de que Kat estaba completamente desolada, como si le acabaran de arrancar el alma.

– ¡Llama a seguridad! Aquí ha pasado algo raro. London y Ginny han desaparecido. Puede que estén en otra habitación, pero será mejor que llames a los de seguridad y al gerente del hotel, por si acaso.

Su mente, siempre tan fría y calculadora, empezaba a desbocarse y a dar forma a las peores pesadillas, mientras intentaba mantener la calma y ser razonable. Aquello no podía ser más que una confusión. No había ninguna razón para perder los nervios. Al menos, no todavía. Entonces, ¿por qué le estaban temblando las rodillas? «Oh, Dios, por favor, no dejes que le pase nada malo a mi niña.»

Witt entró apresuradamente en la habitación, tirando la lámpara a su paso y lanzando exabruptos. De repente comprendió que su hija había desaparecido realmente, y empezó a abrir las cortinas y a quitar las sábanas, como si de esa manera pudiera encontrar a su querida niña o alguna pista de que había estado en aquella habitación.

– ¡No toques nada, por si viene la policía! -dijo Kat, abalanzándose sobre él-. Llama de una maldita vez a seguridad.

– No ha desaparecido -dijo de pronto Witt con una voz fría como el hielo-. No puede haber desaparecido. Está en el hotel. Seguro. Se habrán equivocado de habitación. -Luego abrió la puerta y se lanzó al pasillo-. ¡Jason, Zach, por Dios bendito, venid aquí inmediatamente! -Volviéndose hacia Kat, dijo:- La vamos a encontrar. Y a esa maldita niñera. Y cuando las encuentre, ¡te aseguro que voy a estrangular a esa Ginny Slade por el mal rato que nos ha hecho pasar!

Las palabras de Witt sonaban alteradas, pero su rostro estaba pálido y Katherine pudo sentir con horror la fría premonición de que jamás volvería a ver a su hija con vida. El miedo y el sentimiento de culpa la asaltaron. Amaba a London. Con todo su corazón. Pasaron por su mente todas las veces que había sentido celos por la atención que le prestaba su padre, y sintió que ahora estaba siendo castigada por ello. No era una persona creyente, pero… pidió a Dios que por favor la salvara. Corrió de nuevo hacia su habitación y con dedos temblorosos marcó el número de la recepción del hotel. Antes de que el recepcionista pudiera llegar a contestar, ella dijo:

– Soy Katherine Danvers. Mándeme a alguien de seguridad. Habitación 714. Y llame a la policía. ¡London ha desaparecido!

4

Witt se desabrochó los dos botones del cuello de la camisa y se quedó mirando a través de la ventana aquella ciudad que tanto amaba, la ciudad que él había colaborado a construir. Las luces de las calles, de los semáforos y del tráfico eran las mismas de cada amanecer de domingo, pero ahora la ciudad parecía contener algo siniestro y amenazador. Portland, su hogar, se había vuelto en su contra.

Vio su propio reflejo en el cristal de la ventana, espectral y borroso contra la luz del cielo del este. Su rostro estaba demacrado y macilento, los ojos apagados, los hombros caídos. Parecía tener noventa años en lugar de sesenta.

Quienquiera que había secuestrado a su niña pagaría por ello, pero un miedo oscuro hizo nido en su mente. ¿Qué pasaría si no la encontraba jamás?

No podía detenerse en pensamientos tan siniestros. Por supuesto que la iba a encontrar. Por el amor de Dios, se trataba de London Danvers. Aquello le dolía tanto como la propia pérdida: que alguien se hubiera atrevido a desafiarle, alguien que sabía cómo herirle de la manera más dolorosa.

Alcanzó el paquete de Virginia Slim de su mujer y encendió un cigarrillo, esperando que respirar aquel humo de nicotina le ayudaría. Pero no fue así.

Volviendo a su habitación, vio los rostros de los miembros de su familia, cansados y demacrados, con los ojos rodeados por las ojeras producto del miedo. Todos estaban allí, excepto London. Y Zach.


Un golpe sordo en la puerta lo sacó de su ensimismamiento.

– Danvers, ¡policía! ¿Qué demonios está pasando ahí?

Jason abrió la puerta e hizo pasar a Jack Logan, quien solo unas pocas horas antes había estado abajo, en la fiesta. Jack. Un policía honesto antes de conocer a Witt, quien estaba ahora atrapado en las manos de este. Junto con el sargento detective Logan entraron cuatro policías.

– Hemos recibido una llamada diciendo que London ha sido secuestrada -dijo Jack mirando al grupo. Hizo un recuento mental y se dio cuenta de que todos los Danvers estaban allí, excepto dos.

– Eso parece. -Witt apagó el maldito cigarrillo en un cenicero de vidrio y a continuación acompañó a los policías hasta la habitación de London.

– Jesús, María y José -murmuró Logan para sus adentros.

Fotografiaron la habitación, la registraron y la examinaron a fondo. A continuación, Logan volvió a la habitación de Witt, donde con la ayuda de otro oficial, el sargento Trent, empezaron el interrogatorio.

Preguntaron a cada uno de los miembros de la familia, unas veces a todos juntos y otras de uno en uno. Logan no creyó a ninguno de ellos.

Mientras los policías estaban aún buscando huellas, Logan pidió una lista de los invitados a la fiesta. Quería los nombres y números de teléfono de cada uno de los invitados y del personal de servicio, así como el de los miembros de la orquesta, los floristas y los camareros. ¿Quiénes fueron los transportistas de todo el material? ¿A qué agencia había encargado Katherine los preparativos? ¿Qué podían decirle del artífice de la escultura de hielo? ¿Había fotógrafos o periodistas en la fiesta?

¿Quién era Ginny Slade? ¿De dónde era? ¿Sabían si tenía familia? ¿Cuáles eran sus referencias?

¿Qué relación tenía con Zach?

– ¡No tenían ninguna relación! -dijo Katherine de manera enfática, perdiendo por un momento su frialdad habitual. Los ojos de Kat, rodeados de rímel corrido, miraron fijamente al sargento detective-: Zach no tiene nada que ver con…

– También ha desaparecido, ¿no es así? -la interrumpió Logan apretando los labios, pensativo-. ¿No le parece una extraña coincidencia?

– Por el amor de Dios, no es más que un muchacho de diecisiete años. ¿Cómo iba a ser capaz de hacer algo así? Posiblemente también él ha sido secuestrado -añadió Witt, y Logan le dedicó una rápida mirada que le decía en silencio que eso era una tontería.

– Ese muchacho no ha dejado de meterse en problemas desde los doce años, Witt. Le he tenido que cubrir las espaldas más veces de las que quisiera recordar.

– Pero nunca había hecho nada parecido -dijo Witt con calma, a pesar de que en su fuero interno sentía un retortijón de miedo pensando que quizá Logan tuviera razón. Zach tenía un historial del tamaño de Nevada y nunca se había llevado bien con nadie de la familia, incluida London, a pesar de que la encantadora niña lo adoraba-. Tú sabes bien a quién tienes que arrestar, Logan. Polidori está detrás de todo esto.

– Eso no lo puedes saber.

– ¡Por supuesto que lo sé! -gritó Witt con repentina decisión. La tensión empezaba a aumentar en la habitación y sintió que sus nervios comenzaban a tensarse como si fueran cables de electricidad.

Logan, mirando todavía a Witt como si este hubiera perdido el juicio, se pasó una mano por el cabello blanco como la nieve. Logan tenía el rostro lleno de profundas arrugas, agrietado por el viento incesante que soplaba en las gargantas del río Columbia, en cuya orilla el policía había estado trabajando durante más de diez años. Unas delgadas líneas rojas cruzaban la piel de su nariz, producto de una larga vida dedicada al whisky irlandés. Sin embargo, Logan había sido un hombre sensato que, por esa misma razón, había recibido muchos golpes de la vida. A Witt le había llevado años conseguir malear a aquel hombre, lograr que se saltara un poco las reglas o conseguir que aceptara algún soborno. Logan había luchado contra todo eso, pero cuando la presión había llegado a ser demasiado grande, y Logan había necesitado ayuda para su hija drogadicta, Risa, Witt le había dado la oportunidad de internarla en una clínica de manera discreta, para que ese asunto no pudiese llegar a las emisoras de televisión o a los periódicos locales.

Logan había sido un amigo de confianza desde aquel momento. Pero todavía era un tipo que decía lo que pensaba.

– En mi opinión, Zach sabe lo que le ha pasado a tu hija, Witt. -El detective miró a Kat, cuyo rostro había adquirido un color pálido y parecía que estuviera a punto de desmayarse-. ¿Se os ocurre alguna razón por la que podría haber querido hacerle daño a la niña…?

– No es más que un muchacho… -dijo Katherine, dejando escapar un gemido.

– … o tan solo daros un susto a vosotros dos?

– ¡No! -Una sensación incómoda empezó a formarse en las entrañas de Witt.

Él y Zach jamás se habían llevado bien. Habían sido como el agua y el aceite durante años, y el hecho de que Zach no se pareciera en nada a ninguno de los Danvers le hacía sospechar del muchacho. Además se habían oído rumores… feos rumores que venían a sugerir que Zach no era hijo suyo. Y luego estaba el problema con Kat… Witt se había dado cuenta de cómo bailaba ella con su hijastro, cómo lo manejaba, cómo le susurraba al oído solo para luego ponerlo en ridículo delante de todos. Eso podría haberle dado ganas de vengarse… ¡Por todos los demonios, no! Zach era el único de sus hijos que parecía querer a London. Y solo tenía diecisiete años. No podía haber tramado algo así. ¡No era más que un muchacho!

– Es algo que suele pasar -insistió Logan-. Uno de los hijos tiene celos de otro…

– Imposible. No niego que Zach tiene facilidad para meterse en problemas, pero él no puede haberse llevado a London.

– Piénsalo con calma -le sugirió Logan antes de ordenar a dos de sus hombres que se entrevistaran con todas aquellas personas que estuvieran, ya fuera solo remotamente, relacionadas con la familia Danvers.

Ordenó a los otros dos que interrogaran a todo el personal del hotel, y que luego revisaran los libros de visitas y hablaran con todos los que hubieran pasado por el hotel en los últimos tres meses.


Cuando hubo interrogado hasta dos y tres veces a cada uno de los miembros de la familia, el sargento detective empezó a poner en marcha la investigación a través de su radio. Había colocado a sus hombres en los alrededores del hotel y había hecho que registraran cualquier lugar en el que pudiera esconderse alguien, y había hecho salir a las calles de la ciudad a todos los hombres de los que disponía con la orden de que le notificaran cualquier cosa que pudiera resultar sospechosa.

Se había contactado con los informadores y se había investigado a todos aquellos que tuvieran antecedentes por secuestro, a pesar de que Logan sospechaba que este caso era diferente. No se trataba de un asunto de alguien que buscaba una recompensa; se trataba de algo diferente y mortal.

Logan era una persona práctica, un policía que había trabajado duro para llegar a convertirse en sargento detective. No había conseguido ese puesto por su educación o por su sofisticación; se había labrado una reputación por la sencilla razón de que siempre había hecho bien su trabajo. A lo largo de más de veinte años de esfuerzo, se había dicho de él que era una mula, un sabueso e incluso un bastardo egocéntrico, pero lo más importante era que conseguía buenos resultados. Arisco y gruñón, con un vocabulario de apenas cuatro palabras, había dedicado su vida a limpiar las inmundas calles de Portland.

Pensaba, y así lo hacía saber a quien quisiera oírlo, que Zachary Danvers era una mala pieza. Puede que ni siquiera fuera hijo de Witt. Se rumoreaba que lo había engendrado Anthony Polidori, y a pesar de que Logan no daba demasiado crédito a la mayoría de los rumores que oía, era de los que creía que por el humo se sabe dónde está el fuego. Había detenido a más de un criminal gracias a alguna información anónima, al «rumor» de la calle. De modo que el resentimiento que existía entre Witt y Zach era mayor de lo que el viejo estaba dispuesto a admitir. Puede que Zach odiara al hombre que lo había criado. Considerando la enemistad entre las familias Pohdori y Danvers, cualquier cosa podía ser posible.

Logan estaba convencido de que cuanto antes localizara a Zach antes podría encontrar a London, y cuando lo hiciera, el aprecio de Witt por él aumentaría de manera muy considerable. Los miembros de la familia, vistiendo los albornoces del hotel, despeinados y fumando, estaban sentados en la habitación y cuchicheando en voz baja, intentando no molestar a Katherine, quien, cruzada de brazos, no dejaba de mirar a través de la ventana, con un cigarrillo Virginia Slim asomando entre sus dedos.

Trisha se mordía las uñas. Jason iba y venía sin parar de la ventana a la mesilla. Nelson estaba nervioso y con los ojos muy abiertos, como si hubiera estado tomando anfetaminas, algo a lo que Witt tenía aversión. Todos estaban allí, excepto London, Ginny y Zach.

Witt se quedó mirando los ojos adormecidos de su hijo pequeño y rogó a Dios que su pequeña London estuviera bien, a pesar de estar lejos de él. Pensaba que a lo mejor la niña, al haber sido apartada de la fiesta, había intentado protestar «escapándose» y escondiéndose en algún lugar del hotel; y Ginny, la estúpida niñera, en vez de dar la cara y admitir que había perdido su más preciado tesoro, estaría dando vueltas por el hotel, tratando de encontrar a la pequeña. Pero en el fondo de su corazón sabía que estaba perdiendo su tiempo con tales ideas esperanzadoras. London había, desaparecido. Raptada, secuestrada y probablemente algo peor. Sus dientes se apretaron en señal de frustración, mientras intentaba imaginar dónde podría estar si es que aún estaba viva. Pero no podía dejar que su mente avanzara demasiado por aquel oscuro camino, si no quería acabar perdiendo el poco juicio que todavía le quedaba.

Todos los policías, excepto Jack Logan, salieron de la habitación.

Kat se pasó los dedos de una mano por el revuelto pelo y miró con mala cara a su marido. Apagó el cigarrillo con esfuerzo.

– Creo que deberíamos hacer algo.

– Logan tiene a sus hombres registrando el edificio. Va a investigar uno a uno a todos los invitados. Ya ha interrogado a todos los que estaban en el hotel.

– Eso no es suficiente -dijo ella con una calma mortal que contradecía sus tensas emociones-. Mí niña ha desaparecido, Witt. Nuestra hija. Se ha ido. Ha desaparecido.

Tragándose las lágrimas, caminó hasta donde estaba su bolso, sacó de él un paquete dorado de cigarrillos y lo abrió con dedos temblorosos. Encendió otro cigarrillo y se rodeó la cintura con un brazo, como si estuviera protegiéndose de un fuerte dolor.

– ¿Qué quieres que haga? -dijo él con un tono de voz completamente impotente, y odiando ese sentimiento. Siempre había sabido controlarse, siempre había sido un hombre de cabeza fría…

– Utiliza tus influencias, por el amor de Dios. Eres el hombre más rico de esta ciudad, de manera que no puedes quedarte aquí de brazos cruzados esperando a que la policía resuelva todos nuestros problemas. Haz algo, Witt. Me da igual a quién tengas que sobornar o extorsionar. ¡Llama al maldito FBI! -Las manos le temblaban mientras se acercaba el cigarrillo a los labios.

– Ya han llamado a los federales, por si la cuestión excediera las fronteras del estado. Y haré todo lo que esté en mi mano para encontrar a London, lo sabes bien. Créeme, lo intentaré todo.

– ¡De acuerdo, pues inténtalo todo! -Ella apagó su medio consumido cigarrillo en un cenicero de vidrio-. Puede que esté con Zach -dijo por primera vez, a pesar de que antes había defendido la inocencia del muchacho. Ahora había sido la primera en sugerir que Zachary podría estar involucrado, pero enseguida cambió de parecer, como si aquella idea fuera demasiado desagradable-. Puede que Zach se la haya llevado a alguna parte solo para darnos un susto… -Se dio cuenta de la expresión escéptica del rostro de su marido-. O bien, puede que tenga algo que ver. Tú ya le conoces, Witt, siempre está metido en problemas… siempre ha estado moviéndose al otro lado de la ley… como su padre.


Aquellas palabras fueron como una bofetada en plena cara. Sin embargo, Witt se mordió la lengua. Los rumores acerca de la paternidad de Zach volvían a estar sobre la mesa, pero él no podía reprocharle aquel comentario. Él nunca lo había creído, nunca se había permitido plantearse ni un solo minuto que Zach hubiera sido engendrado por Polidori. Un sabor amargo le llenó la boca con solo pensarlo. Era imposible; no, no era posible que aquel a quien había considerado durante tantos años su segundo hijo no fuera hijo suyo. Pero no pensaba ponerse a discutir aquel tema con Kat. Ahora era imposible razonar con ella y él debía procurar mantener la calma, pasara lo que pasara.

Nelson, su hijo pequeño, los miraba, asustado. Witt nunca se había preocupado demasiado por aquel muchacho; con catorce años, todavía era un chico delgado que se parecía mucho a él, pero que siempre le recordaba a su primera esposa, Eunice. Había algo en Nelson que era… extraño. Inquietante.

– ¿Por qué no me dijiste que Zach no había subido a su habitación? -preguntó al muchacho, quien tragó saliva intentando apartar la mirada de su padre-. Se suponía que los dos compartíais la misma habitación.

– No lo sé.

– ¿Dónde está?

– No lo sé.

Witt dejó escapar un suspiro y miró a Nelson fijamente, con una intensidad que hubiera hecho estremecerse a un leñador de fornidos brazos.

– Tú sabes dónde está. -¡No!

– Pero sabes algo -le pinchó Witt, dándose cuenta de que el muchacho retrocedía. Demonios, qué manojo de chiquillos de cabeza dura había criado.

– Yo, eh, le vi marcharse de la fiesta -admitió Nelson de manera huraña, mirándole como si creyera que era un santo, ¡por el amor de Dios!

– ¿Marcharse? ¿Cuándo? -preguntó Witt sin moverse.

Katherine se acercó a Nelson.

– Eso debió de ser después de que cortaras el pastel, porque yo le vi aquí antes.

Nelson asintió con la cabeza.

De manera que Kat no lo había perdido de vista.

– ¿London iba con él? -preguntó Witt, sabiendo la respuesta de antemano.

Nelson negó con la cabeza enérgicamente, con su larga cabellera rubia rozando la parte superior de sus hombros.

– Se fue solo. No quería que nadie le molestara.

– ¿Por qué no nos lo has contado antes? -Katherine parecía tan tensa que hubiera sido capaz de abofetear al muchacho.

– No quería meterle en problemas.

– ¡London ha desaparecido! -gritó ella. Estaba a punto de ponerse histérica, a punto de perder la cordura-. ¡Me importa una mierda que tu hermano vuelva a meterse de nuevo en problemas!

Witt se colocó entre su hijo y su joven mujer. -Todavía no sabes lo que ha pasado. Aún no. No saquemos conclusiones precipitadas.

– Ese muchacho siempre ha tenido mala sangre -dijo Katherine-. No me gusta tener que admitirlo, pero no puedo pasar por alto que él…

– ¡Basta ya! -gritó Witt mientras miraba a su hijo mayor, que había estado observando aquella discusión con una mueca de diversión en los labios-. ¿Te parece que todo esto es divertido? -le inquirió chillando.

– No.

Un músculo se tensó en la mandíbula de Witt.

– Me parece que tú sabes dónde está tu hermano.

– Probablemente tenía una cita con alguna chica -replicó Jason y luego añadió con indiferencia-Siempre está caliente. Mi opinión es que está pasando la noche con alguna chica con la que ha ligado.

Katherine lo miró con afectación.

– Venga, papá. No hagas ver que ya no te acuerdas de lo que sentías a los diecisiete años, cuando estabas tan caliente como las bodegas del infierno. Zach simplemente quería acostarse con alguien.

Witt apenas podía recordar aquella época, pero no le importaba lo más mínimo. No ahora. No cuando London acababa de desaparecer.


Sirenas.

En algún lugar a lo lejos sonaban sirenas que aullaban en la noche. Bocinas de coches, gente que gritaba y el martilleo en su cabeza que no cesaba. Poco a poco, Zach abrió los ojos. El suelo parecía moverse y por unos momentos no supo dónde se encontraba. Trató de incorporarse y un dolor rebotó por su brazo. Estaba mareado y sentía que la cabeza le pesaba una tonelada.

Apretando los dientes, consiguió apoyarse sobre las rodillas y vio el oscuro charco de sangre -su sangre- en la alfombra barata. La habitación daba vueltas. Se sentía aturdido, con la mente ofuscada, hasta que vio su reflejo ensangrentado en el espejo que había sobre el tocador. El hotel Orion. Habitación 307. Sophia. De golpe lo recordó todo. La hermosa muchacha, los matones dándole una paliza hasta dejarlo medio muerto. «¿Porqué?»

Porque aquellos tipos habían creído que él era Jason.

Maldito malnacido. Le había tendido una trampa. Su propio hermano. Zach se puso de pie con esfuerzo y se dirigió hacia el cuarto de baño. Sentía punzadas en la cabeza, un fuerte dolor en la ingle a causa de la patada recibida y el hombro parecía que le ardiera, pero aun así consiguió abrir el grifo del lavabo y echarse un poco de agua en lo que hasta hacía poco había sido su cara. Tenía realmente mal aspecto. Sus ojos ya estaban empezando a ponerse completamente morados, tenía costras de sangre reseca en las fosas nasales y alrededor de los labios. Tenía uno de los huesos de la mejilla aplastado y un corte limpio le recorría la otra mejilla desde la raíz del pelo casi hasta la mejilla.

Su disfraz de mono, el esmoquin que Kat le había comprado, estaba desgarrado y lleno de sangre.

La vergüenza y la rabia se mezclaban en él, mientras veía su reflejo en el espejo. Jason había utilizado el señuelo de la puta -una asquerosa puta- y le había tendido una trampa en la que él había caído y que, ¡por el amor de Dios!, había estado a punto de costarle la vida. Pero todavía estaba vivo. Estaba vivo y pensaba que quizá, debería ir al hospital, y que sobreviviría lo suficiente para hacerle pagar todo aquello a su maldito hermano. Se limpió la sangre de la cara con una toalla blanca de felpa que tenía bordada una «O» de color negro, y dio un respingo cuando el agua caliente tocó la herida de navaja. Decidió no hacer nada con su hombro, para evitar que empezara a sangrarle de nuevo. Además, tenía que marcharse de allí enseguida. De ninguna manera quería tener que dar explicaciones sobre la razón que le había llevado hasta allí, ni darles otra oportunidad a aquellos matones. Tenía que regresar al hotel Danvers y subir a su habitación sin que nadie le viera.

Eso no iba a ser muy difícil. Según su reloj eran casi las cuatro y media, estaba a punto de amanecer. La fiesta de Witt ya debería de haberse acabado. Cualquiera que estuviese todavía despierto estaría tan borracho que no iba a darse cuenta de su presencia.

Y luego tenía que encontrarse con su hermano mayor y contarle un par de cosas. Jason tendría que contestarle un montón de preguntas.


Se escabulló de la habitación sin que nadie le viera, bajó hasta el primer piso por las escaleras y mientras el recepcionista estaba de espaldas, Zach cruzó el vestíbulo; luego cruzó a toda prisa por delante del puesto de periódicos, en el que un viejo con cara de tonto intentaba vender la primera edición de la mañana, y salió a la calle.

Estaba cayendo una tormenta de verano. Una lluvia cálida se desprendía del cielo salpicando la acera y mojando la espalda de Zach. Agachando la cabeza contra el viento, dirigió su mirada hacia el hotel Danvers. Encogió los hombros; le parecía que sus piernas eran de goma. Al doblar una esquina, vio seis o siete coches de policía aparcados frente a la entrada del hotel, como buitres rondando una oveja moribunda. Las luces rojas y azules centelleaban contra el muro del edificio y una docena de policías uniformados acordonaban la acera. Zach se paró en seco.

Su rabia se convirtió en miedo cuando se dio cuenta de lo que estaba pasando. Posiblemente Joey y su compinche habían ido a buscar a su hermano mayor al hotel de su padre. ¡Jason estaba muerto! ¡Oh, Dios! Sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, Zach echó a correr, forzando sus pesadas piernas a avanzar, inconsciente del aspecto que tenía, sin importarle nada el puñado de policías con sus porras y sus armas. Sus pisadas resonaban en el pavimento de cemento mientras cruzaba la calle sin hacer caso al tráfico matinal, haciendo oídos sordos a los frenazos y a las bocinas que sonaban a su paso conforme avanzaba hacia el hotel. Jason, oh, cielos…


– Eh, tú -gritó una voz grave y masculina. Zach no hizo caso y se subió a la acera pasando entre dos coches aparcados.

– Muchacho, estoy hablando contigo. ¡Alto! Zach apenas era consciente de otra cosa que no fuera el miedo que le estremecía y la sensación de quemazón en el hombro.

– ¡Policía! ¡Deténgase!

Se detuvo resbalando, mientras las palabras se abrían paso en su mente, y se dio media vuelta para ver a dos policías que se le acercaban. Acababan de salir de uno de los coches aparcados, con las armas en la mano y un rictus de frialdad en sus rostros.

– ¡Manos arriba! ¡Inmediatamente!

Zach levantó lentamente uno de los brazos. El otro colgaba pegado a su costado.

– ¡Mierda!, mira qué aspecto tiene, Bill -dijo el tipo de voz grave-. Parece que este chico se ha metido en una pelea. ¿Qué te ha pasado? ¿No te habrás cruzado por ahí con un niña?

– ¿Qué? -Zach imaginó que estaban refiriéndose a Sophia, pero mantuvo la boca cerrada. Le parecía que algo no iba bien y no confiaba en los polis.

El otro policía -Bill- sonrió sin una pizca de humor en sus ojos recelosos.

– ¿No sabes quién es este muchacho, Steve? Es el chico de los Danvers. El que se supone que había desaparecido.

– ¿Zachary?

– Así es, ¿y qué? -dijo Zach gruñendo.

Los dos policías intercambiaron una mirada y a Zach se le heló la sangre. El más alto de los dos, Steve, preguntó:

– Bueno, ¿dónde está la chica?

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