QUINTA PARTE 1993

11

Adria se despertó con el chirrido de unos frenos hidráulicos y el zumbido del motor de un camión que estacionaba en el aparcamiento del motel. Se levantó de la cama con un bostezo y echó un vistazo al desvencijado entorno. La verdad es que aquello no era el Ritz, ni el Benson ni el Danvers, por supuesto. Pero tendría que haberlo sido.

Los grifos estaban oxidados y goteaban agua, pero cerrando los ojos a los defectos del Riverview se dio una ducha rápida bajo el agua tibia. Se secó el pelo con una toalla, se hizo una coleta con una goma dorada y ni siquiera se tomó la molestia de maquillarse. No necesitaba acicalarse demasiado ya que pensaba pasar el día en la biblioteca, en las oficinas del Oregonian, en la sociedad histórica y si era necesario hasta en la comisaría de policía de Portland. Pero cuando se miró en el espejo, recordó el retrato familiar que había visto en casa de los Danvers y el corazón le dio un vuelco. Durante toda la noche había estado dando vueltas en la cama, recordando aquel retrato y pensando en Zach, y en cómo había mirado la fotografía de Katherine, con tanta intensidad como si estuviera esperando su asentimiento.

«Disfuncional -se dijo-. Toda la familia. Y tú pretendes formar parte de ella. Eres una estúpida.»

Mirando de reojo el vestido de seda que había guardado en una bolsa de lona, se puso una camiseta, un pantalón tejano cálido y se calzó las viejas zapatillas deportivas Reebok. Se echó al hombro un bolso tan grande como un maletín y se dirigió hacia la puerta.

Siguiendo un mapa de la ciudad, condujo hasta la ventanilla para coches de un McDonald's y, mientras esperaba que le sirvieran un café, se dedicó a leer informaciones sobre Portland.

La ciudad estaba dividida por el río, y la zona este se extendía por los bancos de arena del Willamette formando una cuadrícula de calles que en algunos lugares se veía interrumpida por el paso de la autopista. Sin embargo, el lado oeste era más enrevesado. Aunque las calles se extendían de norte a sur y de este a oeste, eran más antiguas y estrechas, y tendían a seguir el recorrido sinuoso del río Willamette, o bien ascendían hacia las colinas que se elevaban suavemente desde la orilla.

Pagó su café, tomó un sorbo y condujo lentamente hacia el distrito oeste, por entre los rascacielos de oficinas, los locales de tiendas que seguían el recorrido del río y las torres gemelas del Centro de Convenciones. Mientras conducía se preguntaba qué estarían haciendo sus hermanastros.

Con esa idea en la mente, echó un vistazo por el espejo retrovisor. Unos preocupados ojos azules le devolvieron la mirada. ¿Era ella realmente London Danvers o aquello no había sido más que una broma pesada que le había gastado su padre? Bueno, ya era demasiado tarde para ponerse a jugar a las adivinanzas. Por ahora, ella era London Danvers, y Jason, Nelson, Trisha e incluso Zachary no solo eran sus enemigos, sino también su familia más cercana.

Estudió el tráfico que avanzaba tras ella y tuvo la extraña sensación de que la estaban siguiendo. Pero no parecía que ninguno de los coches se hubiera pegado al suyo, al menos no alguno que ella pudiera identificar. Apretó el pedal del acelerador. Con los neumáticos chirriando sobre el asfalto, su viejo Nova avanzó a toda marcha por el puente Hawthorne. Desgraciadamente, tendría que volver a meterse en el centro de la ciudad, pasando al lado del hotel Danvers y del edificio en el que -tres calles más allá- estaban las oficinas del Danvers International.

Aparcó el coche en un chaflán, terminó de beberse su café y cogió el bolso. A pesar de que el sol hacía grandes esfuerzos para calentar las húmedas calles, un viento frío llegaba desde las gargantas del río Columbia -que confluía con el Willamette-, silbando por las estrechas calles del centro.

Subió deprisa las escaleras que conducían hasta la puerta de la biblioteca y sintió un escalofrío en la nuca, como si alguien la estuviera observando. «Estás empezando a comportarte como una paranoica», se dijo, pero aun así no pudo apartar de sí aquella extraña sensación.


– Ayer pasó algo en la inauguración del hotel.

Eunice Danvers Smythe tenía la misteriosa habilidad de leer el pensamiento a Nelson como si fuera un libro abierto. Se le veía crispado y nervioso, mientras se mordisqueaba la punta del dedo pulgar. Vestía una desaliñada camiseta y unos vaqueros que habían visto días mejores, no se había afeitado ni se había molestado en peinarse la rubia melena y tenía los labios apretados.

– Algo salió mal -sugirió ella de nuevo, apartando su gato persa de uno de los sillones.

– Tienes toda la razón.

Nelson estaba sentado en un sillón, enfrente de ella, en uno de los salones de la casa de Eunice en el lago Oswego. La había telefoneado desde su apartamento y se había presentado en la puerta de su casa en menos de los quince minutos que se tardaba en llegar hasta allí sin rebasar el límite de velocidad.

– ¿Qué pasó?

– Otra impostora -dijo Nelson, dejando el periódico al lado de su plato.

– ¿London?

– Eso dice ella.

Suspirando, Eunice se incorporó para tomar su taza de café a la vez que miraba a Nelson de reojo y luego observaba el ventanal que había a su espalda. El lago, reflejando las nubes que se movían a gran velocidad hacia el oeste, era de un desolado color gris metálico. Un fuerte viento provocaba ligeras olas en la superficie. En la orilla opuesta una barca se mecía sobre las frías aguas como si fuera un dedo huesudo.

– Es una impostora -conjeturó Eunice.

– Por supuesto que lo es, pero eso no nos evita el problema. Cuando los de la prensa se hagan eco del asunto, van a ponerse a remover toda la mierda. Y vuelta a empezar otra vez… Las especulaciones, sacar a la luz de nuevo el asunto del secuestro… Periodistas, fotógrafos… Vamos a volver a lo mismo de antes -dijo Nelson, metiéndose ambas manos en la espesa cabellera rubia.

– Eso siempre será un problema -dijo Eunice con la leve sonrisa que reservaba para su hijo-. Pero es algo con lo que tienes que enfrentarte. Y es algo que te puede ayudar, si pretendes convertirte en alcalde algún día.

– Gobernador.

– Gobernador -confirmó ella, haciendo chasquear la lengua y asintiendo con la cabeza-. Caramba, caramba, sí que somos ambiciosos -añadió sin pretender sonar mordaz, tan solo impresionada.

A Nelson se le arrugaron los ojos ligeramente por los bordes, pero no sonreía.

– Supongo que sí lo somos. Los dos seríamos capaces de ir hasta el mismísimo infierno para conseguir lo que queremos, ¿no es así?

– Puedes utilizar la publicidad adversa en tu favor -dijo ella, ignorando la pequeña indirecta-. Si eres inteligente.

– ¿Cómo?

– Recíbela con los brazos abiertos -dijo ella y Nelson se la quedó mirando como si de repente hubiera perdido la razón-. Lo digo en serio, Nelson. Piénsalo. Tú, el defensor de los oprimidos; tú, el buscador de la verdad; tú, el futuro político, escucha su historia, trata de ayudarla y luego… bueno, cuando se demuestre que es una impostora… no hará falta siquiera que la denuncies, en absoluto, bastará con que expliques a la prensa que solo se trataba de una oportunista.

– ¿No estarás hablando en serio?

– Es algo en lo que deberías pensar -añadió ella, echando un poco de leche en su café, no demasiada pues estaba orgullosa de mantener su cuerpo en buena forma, y luego se quedó mirando las nubes que se reflejaban en la superficie del lago-. Bueno, ahora háblame de ella -le animó, soplando sobre su taza antes de tomar un trago.

Sujetando entre los dedos la porcelana caliente, Eunice esperó. Nelson se lo contaría todo. Siempre lo hacía. Era su manera de ser especial para ella. Después de que se divorciara de Witt, todos sus hijos sufrieron mucho y ella se sintió culpable por ello. Nunca había pretendido herir a sus hijos, que eran su más preciado tesoro. Nunca habría hecho nada intencionadamente para herirlos. A quien había pretendido hundir había sido a Witt, pero parece que este había sobrevivido al divorció, e incluso se había convertido en un sobresaliente hombre de negocios y se había casado por segunda vez con aquella joven furcia. De repente, el especial sabor de su café francés pareció revolvérsele en el estómago.

Nelson se levantó de su sillón y se acercó a la ventana. Dejando escapar un suspiro, miró hacia fuera. A pesar de que había sido él quien la había llamado -y le había pedido que lo recibiera porque tenía que desahogarse-, ahora parecía que se arrepentía de haber decidido confiarse a ella. Toda su vida había sido una persona voluble; y aunque no tan abiertamente hostil como lo era Zach, tenía la apariencia de estar movido por una rabia contenida que siempre amenazaba con estallar. Se preguntó si tendría alguna idea de cómo había sido concebido, pero prefirió mantener la boca cerrada.

Nelson era el niño que no debería haber llegado a nacer. Ella y Witt estaban ya distanciados cuando se quedó embarazada. Witt había acabado por descubrir su lío con Anthony Polidori y los acontecimientos se habían precipitado.


– Eres una zorra estúpida -le había gritado Witt al descubrir la verdad. Había presentido que Anthony había estado en su casa, en su habitación, en su cama, y en verdad este se había marchado de allí apenas unos minutos antes.

Witt la había abofeteado con tanta fuerza que su cabeza había rebotado contra su nuca y ella había acabado cayendo sobre la cama. Al momento, él se había echado encima de ella aplastándola sobre el colchón con todo su peso.

– ¿Cómo has podido hacerme esto? -le había gritado, montándose a horcajadas sobre ella y agarrándole la cara con sus manos carnosas. Ella era una mujer grande y fuerte, pero no lo suficiente para enfrentarse a él-. Puta sucia y mentirosa, ¿cómo has podido hacerlo?

Ella estaba llorando, las lágrimas caían por sus mejillas y mojaban los dedos de él, y se dio cuenta de que en aquel momento Witt podría haberla matado. La abofeteó varias veces, y ella vio cómo sus ojos bollaban de rabia y odio mientras lo hacía. En los extremos de su boca se había acumulado la saliva y tenía los labios apretados en una mueca maligna.

– Yo… simplemente sucedió -sollozó ella. -Maldita seas. ¡Eres mi esposa, Eunice, mi esposa! La mujer de Witt Danvers. ¿Sabes lo que eso significa? -Él le sacudió la cabeza y ella intentó protestar. Apenas si podía respirar-. Puede que yo no te guste…

– Te odio -le soltó ella.

– Por eso te arrastras hasta Polidori. Te quitas las bragas y te abres de piernas para él. ¿Por qué? ¿Para luego regresar conmigo?

– ¡Sí! -le gritó ella, sin atreverse a decirle que amaba a Anthony como nunca lo había amado a él, y las manos que le agarraban la cara apretaron aún más. Sintió que el dolor le invadía el cerebro.

– Eres detestable.

– Por lo menos él es un hombre, Witt. ¡Él sabe cómo satisfacer a una mujer!

Witt lanzó un gruñido y volvió a abofetearla haciendo que esta vez le crujieran los huesos de la mandíbula. Ella dejó escapar un gemido.

– Conque un hombre, ¿eh? -aulló Witt-. Yo te enseñaré lo que es un hombre.

Ella sintió un escalofrío mientras él la mantenía tumbada apretándola con una mano y con la otra se desabrochaba el cinturón. Nunca antes la había pegado, pero ahora estaba segura de que iba a azotarla hasta dejarla en carne viva. Tragándose todo su orgullo, ella susurró.

– No, por favor, Witt… no lo hagas.

– Te lo mereces.

– No. -Ella consiguió liberarse una mano y se cubrió la cara con ella para protegerse-. No lo hagas…

Él dudó, con la camisa desabrochada y respirando profundamente y deprisa. -Eres una puta, Eunice. -No…

– Y te mereces que te traten como tal. Todavía a horcajadas sobre ella, le agarró la mano libre y la acercó hasta su bragueta. -Desabróchala.

– No, yo… -Ella apartó la mano y dejó escapar un leve chillido al notar sus músculos tensos por debajo de su camisa. Él se quitó el cinturón de cuero y durante un segundo ella pudo ver el brillo de la hebilla plateada; un caballo a la carrera con unas diminutas pezuñas, hecho de un metal que podía cortar y arañar. Oh, Dios. Sintió un dolor que le recorría todo el cuerpo. Eunice se mordió los labios para no seguir gritando.

– Bájame la cremallera.

– Witt, no…

– Hazlo, Eunice. Todavía eres mi mujer.

– Por favor, Witt, no me hagas esto -susurró ella, mientras veía cómo las fosas nasales de él se ensanchaban y los ojos se le salían de las órbitas. ¿Cómo habían podido llegar a esto? ¿Cómo había llegado a pensar alguna vez que amaba a aquel hombre?

– ¡Hazlo!

Sus manos temblaban y sintió repulsión al notar aquel bulto bajo su bragueta. Él estaba disfrutando con aquella tortura y, después de meses de impotencia, meses de furia silenciosa, ahora estaba de nuevo preparado. Había maldecido los negocios, y también a ella, y ahora iba a tomarse su venganza.

La cremallera se deslizó con un chirrido apagado.

– Ya sabes lo que tienes que hacer. Hazme ahora lo mismo que le haces a Polidori. Muéstrame qué es lo que haces para que se corra ese hijo de perra cincuentón.

– Witt, no. No quiero… -Él la agarró por el pelo y sus ojos se llenaron de un endemoniado rencor. Unos dedos tensos tiraron de su diadema y esta cayó.

– Harás lo que te mando, Eunice. Me vas a hacer gozar, Eunice, y no me importa lo que sientas, ni me importa si te hago daño. -Sus dedos tiraron con fuerza del pelo de ella-. Y cuando haya acabado contigo, nunca más volverás a acostarte con ese bastardo.

Sintiendo un nudo en el estómago, ella se dio por vencida, y cerrando los ojos se entregó a su marido y a toda su perversidad.


– ¿Mamá? -La voz de Nelson interrumpió sus dolorosos recuerdos.

Sobresaltada, tragó saliva y alcanzó la servilleta para enjugarse con ella los ojos.

Nelson la estaba mirando fijamente. Su niño. El último de sus hijos. El niño concebido en una noche de pánico. Nunca se había cuestionado la paternidad de Nelson. Ni siquiera ahora. Mirándola fijamente, con sus marcadas facciones empañadas por la preocupación, era la viva imagen de su padre cuando era joven, un hombre al que Eunice había pensado que amaba, un hombre al que ahora apenas recordaba. Witt Danvers, con toda su fuerza, sus ambiciones, su visión de Portland, le había parecido la pareja perfecta. A pesar de que ella no era una mujer elegante, a él no le había preocupado, quizá porque pertenecía a una familia «adecuada», poseía una pequeña fortuna y pensó que le podría ayudar en sus proyectos.

«Algún día todo esto será nuestro», le había dicho él sonriendo, mientras veían la ciudad desde la ventana de su ático. «En todas las manzanas habrá un edificio con el emblema de los Danvers.» Ella le había creído, había confiado en él. Hasta que apareció otra mujer. Y desde que, tras haber tenido dos hijos, apenas si hacían el amor.

Anthony había sido el bálsamo para su ego y ella se había enamorado estúpidamente de él.

– ¿Estás bien? -preguntó Nelson, volviendo a traerla al presente.

Su hermoso rostro estaba teñido por la preocupación, con las cejas rubias formando una línea recta. Igual que Witt. Pobre chico. A pesar de la escabrosa y humillante manera en que Nelson había sido concebido, Eunice lo quería, de la misma manera que quería a todos sus hijos.

– Estoy bien -mintió ella, forzando una sonrisa. Ahora que miraba de nuevo a su hijo, pensó que todo el dolor y la humillación habían valido la pena. Tragando saliva para aclararse la garganta, cogió la mano de Nelson-. Venga, cuéntame todo lo que sepas de esa chica… esa que afirma ser London.

– No hay mucho que contar. Nadie sabe nada de ella, excepto lo que nos contó ayer por la noche.

Eunice se bebió su café, mientras Nelson le contaba los detalles de lo que les había dicho aquella mujer que pretendía hacerse pasar por London Danvers. Nelson estaba preocupado, pero eso no era ninguna novedad; había nacido preocupado. Desde niño había tenido una imaginación desaforada, soñando con mundos fantásticos, y cuando se hizo adulto no había dejado de intentar demostrarse lo mucho que valía, como si supiera que no había sido un niño deseado, que había sido concebido durante un acto de violencia. Su trabajo como abogado en la oficina del defensor de oficio solo tenía por cometido mostrar a los demás que, a pesar de haber nacido con una cuchara de plata fuertemente sujeta entre sus encías Danvers, era una persona que se preocupaba por los desamparados.

Ella podría ayudarle, de la misma manera que podría ayudar a sus otros hijos. Para compensarles por los años que no había estado con ellos, cuando se la había hecho desaparecer por ser una madre indigna y una Jezabel. El poder y el dinero de Witt la habían obligado a mirar desde fuera cómo aquel hombre trataba de moldear a sus hijos a su imagen y semejanza.

Por supuesto, no lo había conseguido. Su descendencia era a la vez muy fuerte y muy débil. Jason era el que más se parecía a Witt en su personalidad, y tampoco él parecía preocuparse de nada más que del buen nombre de Danvers, de su dinero y de sus negocios. Tnsha no llegaría a ser nunca una verdadera mujer. Witt se había preocupado de eso durante mucho tiempo. Zach… Sonrió al pensar en su segundo hijo varón. Era especial. Había sido un tormento para Witt desde el momento en que nació y Eunice había descubierto en su hijo su propia naturaleza rebelde. Nelson era mucho más conformista, pero solo le había seguido la corriente a Witt en su propio provecho.

El divorcio había sido un asunto feo que los periódicos se habían encargado de airear. Eunice había sido retratada como una mujer rica y aburrida que había tenido muchos líos amorosos, incluido el acostarse con el peor enemigo de su marido. Ella no había tenido ni las fuerzas ni los recursos suficientes para luchar contra el poder de Witt, de modo que se había conformado con una pequeña pensión y había dejado a sus hijos con aquella bestia de padre. Incluso ahora, pensando en cómo la había manipulado Witt, Eunice apretaba los dientes con una rabia silenciosa. Debería haberlo pensado mejor antes de alejarse de él; debería haberse sacrificado para convivir con sus cambios de humor, su impotencia y su rabia, y de ese modo jamás habría tenido que separarse de sus hijos, pero había sido cobarde y había aceptado su pensión alimenticia -maldito dinero- a cambio de marcharse.

Su vida nunca había sido completa desde entonces. Incluso después de volver a casarse, no había tenido ni una noche de paz y descanso en la que no se sintiera culpable y sola sin la adorable compañía de sus queridos hijos.

Y en cuanto a su lío con Polidori, se había enfriado y agrietado tan rápidamente como un vaso caliente que se sumerge en agua helada, desde el momento en que Witt fue consciente de la situación. A menudo se había preguntado si Anthony la había utilizado. Si quizá la había seducido con el expreso propósito de atormentar a Witt. Parpadeó con rapidez varias veces, y sintió que de nuevo le subían a los ojos lágrimas calientes.

– ¿Estás segura de que te encuentras bien? -dijo Nelson, tocándole un hombro suavemente.

– Como una rosa -replicó ella, intentando no hundirse-. Ahora, ponte en marcha. Estoy segura de que serás capaz de descubrir muchas más cosas de esa impostora que intenta hacerse pasar por London.


Adria cerró la cremallera de su enorme bolso, se lo colocó en el hombro, luego cerró los ojos y volvió la cabeza estirando la arruga que se le había formado en el hombro. Había descubierto un montón de cosas sobre la historia de la familia Danvers. Eran poderosos y tenían influencias desde hacía más de un siglo. Algunos de sus escándalos habían sido aireados por la prensa, a otros solo se hacía alusión indirectamente, pero a ella le parecía que había hecho bastantes progresos. Tenía nombres y fechas, y mucha más información de la que podría haber conseguido en Montana.

Había empezado buscando información del año 1974, la fecha del secuestro, y había seguido investigando hacia atrás y hacia delante, leyendo todo lo que había podido encontrar. Pero todavía no había terminado; el nombre Danvers llenaba los periódicos de la época anterior y posterior al secuestro, pero ahora necesitaba tomarse un descanso. Recogiendo sus papeles, abandonó su mesa junto a la ventana en el segundo piso de la biblioteca.

Afuera el sol había acabado por ganar la batalla al mal tiempo. Los rayos se reflejaban en las baldosas de la acera y la brisa había cesado. Unas cuantas nubes cruzaban el cielo, pero el día, para ser invierno en el Pacífico norte, era templado. Decidió ir caminando hacia la Galleria -que estaba un poco más al sur-, un antiguo edificio que había sido reconvertido en centro comercial.

Encontró una cafetería en la primera planta. Acababa de mirar el menú cuando descubrió a Zach y su corazón dio un brinco que le sacudió la base de la garganta. Sin decir una palabra o esperar a que le invitaran, Zachary tomó la silla que estaba enfrente de la de Adria, le dio media vuelta y se sentó sobre ella a horcajadas.

Durante las pocas horas que habían estado separados, ella había olvidado el efecto que aquel hombre le producía. Vestía unos desgastados Levi's, una camiseta de franela y una chaqueta vaquera, y aun así se le veía radiante. No se había molestado en afeitarse y eso hacía que sus rasgos fueran aún más duros. Parecía estar ligeramente disgustado mientras colocaba los brazos sobre el respaldo de la silla y se quedaba mirándola fijamente. -Me has mentido.

– ¿Yo? -preguntó ella, intentando ignorar la sexual inclinación de su mandíbula.

– Y a lo grande. No te alojas en el Benson.

– ¿Acaso eso es un crimen?

– La verdad es que me importa un pimiento dónde te alojes, pero al resto de la familia les parece importante.

– Entonces debería sentirlo por ellos.

– Eso parece -dijo él con voz cansina y los ojos grises algo turbios.

– ¿Y tú, qué piensas? Porque, si no te «importa un pimiento», ¿para qué has venido?

– Me han elegido.

Ella no se lo tragó. No le parecía que Zach fuera el tipo de persona que permite que cualquiera le diga lo que tiene que hacer.

– ¿Cómo me has encontrado?

– No ha sido demasiado difícil.

– Me has seguido -dijo ella, tratando de no perder los nervios. Él se encogió de hombros y la ligera sonrisa que doblaba los extremos de sus labios la enfureció-. ¿Cómo?

– Eso no importa. He venido para hacerte llegar una invitación.

Ella se quedó mirándolo desconfiada, pero en ese momento un camarero vestido con camisa blanca, pantalón negro y pajarita se acercó para tomar el pedido, y la conversación quedó en suspenso durante un par de minutos.

– Creo que nadie te ha invitado a sentarte a esta mesa -dijo ella cuando el camarero se dirigía hacia la siguiente mesa.

– Lo mismo que tú no fuiste invitada anoche.

– ¿Por qué me estás siguiendo? -Parece que pones nerviosos a algunos miembros de la familia.

– Y a ti, ¿no te pongo nervioso?

Él dudó un momento y se la quedó mirando de una manera tan escrutadora que ella deseó poder apartarse de su campo de visión. Unos fríos y profundos ojos negros escrutaban su rostro.

– A mí me molestas -admitió él-, pero no me preocupas en absoluto.

– Todavía no me crees.

– La verdad es que ni tú misma te crees tu historia.

No podía objetar nada a aquella apreciación. Obviamente, Zach Danvers era como un terrier jugando con un hueso, y además estaba convencido de que así tenía que ser. De acuerdo, se dijo, déjale que piense lo que quiera, pero la cínica incredulidad que destilaba su mirada la hacía sentirse incómoda. Tomó un sorbo de su vaso de agua y decidió que debería intentar hacer las paces con aquel hombre. Era su único vínculo con la familia.

– Estabas diciendo algo acerca de una invitación -le recordó Adria, mientras untaba con mantequilla una rebanada de pan.

– La familia piensa que sería buena idea que te alojaras en el hotel Danvers.

Debería haberlo esperado, pero la propuesta la sorprendió.

– Para que así les sea más fácil espiarme.

– Probablemente.

– Bueno, pues le puedes decir a la familia que se vaya al infierno.

– Ya lo he hecho -dijo él, alzando uno de los extremos de su boca.

– Mira, Zach, no me gusta que me manipulen, odio que me sigan y detesto la sensación de que el Gran Hermano me está vigilando. -Tomó un bocado de pan y empezó a masticar.

– Tú viniste a buscarnos, ¿recuerdas?

Eso era cierto. Suspiró abriendo mucho los ojos. Tenía que intentar no perder los nervios. Estaba cansada a causa de lo mal que había dormido en aquel combado colchón, se sentía hambrienta y sus nervios se ponían tan tensos como las cuerdas de un piano con solo pensar en tener que enfrentarse con la familia Danvers, su familia, de nuevo.

– Solo te pido que me ayudes a descubrir la verdad.

– Yo ya sé cuál es la verdad -dijo él.

– Si estás tan seguro, ¿por qué me andas siguiendo? Zach se la quedó mirando pensativo durante un largo minuto.

– Porque creo que vas a remover un nido de avispas como no has visto antes y acabarás por arrepentirte.

– Será mi error si así lo hago.

– Yo solo intento avisarte.

– ¿De qué? -Ella apoyó los codos en la mesa y acercó su cara a la de él-. He tenido mucho tiempo para pensar en esto, Zachary. Por supuesto que tengo dudas, pero no me puedo pasar el resto de la vida preguntándome quién soy.

– ¿Y qué sucederá si descubres que no eres London?

Su sonrisa suave y atractiva hizo que a Zach se le apretara el diafragma contra los pulmones.

– Creo que sabré enfrentarme a ello si se da la ocasión.

El camarero trajo los platos que habían pedido y Adria se concentró en su sopa con fruición.

– Jason cree que estarás más cómoda en una habitación del Danvers -dijo Zach, dando un mordisco a su bocadillo.

– ¿Acaso está preocupado por mi salud y mi seguridad? -se burló ella. Zach se encogió de hombros.

– Dile que gracias, pero no es necesario. El precio es demasiado alto.

– La habitación es gratis.

– No estaba hablando de dinero.

Sus miradas se encontraron durante un instante y Zach sintió un inesperado nudo en el estómago. Aquella mujer estaba empezando a impresionarle, con sus claros ojos azules, su sensual sonrisa y su despierta inteligencia. No volvió a decir nada hasta que no hubieron terminado su comida y él insistió en pagar. Por supuesto, ella no estuvo de acuerdo, pero él no estaba dispuesto a aceptar un no por respuesta y al final ella se dio por vencida, diciéndose que podía renunciar a las pequeñas derrotas a cambio de ganar las grandes batallas que tendría que librar. Cuando empezaron a caminar de nuevo hacia la biblioteca, las calles estaban repletas de gente. Coches, camiones, bicicletas y peatones inundaban la calzada y las aceras. Adria se quitó la cinta dorada que le mantenía el cabello apartado de la cara y dejó que sus rizos ondearan libremente. A Zach se le secó la boca cuando los negros cabellos de ella brillaron bajo la luz del sol. Su parecido con Kat era sobrecogedor.

– Y dime, ¿cuál fue la causa de que te pelearas con tu padre? -preguntó ella mientras se cambiaba el bolso de hombro.

– Yo era una molestia para él.

– No me extraña-dijo ella, dejando escapar una ligera risa.

– Siempre andaba metido en problemas con la ley.

– Ah.

– Witt no aprobaba aquello. Él quería que todos nosotros nos graduáramos con la mejor nota de nuestra clase, en una de las mejores universidades del país… o, si no éramos capaces de eso, entonces al menos en el Reed College, que es una de las propiedades familiares… despues de eso, deberíamos cursar la carrera de derecho y ponernos a trabajar en un bufete de prestigio.

– ¿Tú eres abogado? -Ella, por supuesto, sabía que no era así, pero quería oír su respuesta.

– Por supuesto que no -dijo él con un desagradable resoplido.

– Pero acabas de decir…

– Yo no contaba entre ellos, ¿recuerdas? Su rostro se encogió con una dura expresión que a ella empezaba a serle familiar, aunque no parecía estar arrepentido ni parecía que pretendiera suscitar su simpatía. Sus ojos eran duros y su barbilla estaba ligeramente levantada, como si tratara de demostrar su valía. Pero ¿a quién?

– ¿Y a qué te dedicas, cuando no estás remodelando hoteles?

– Venga, Adria, no te hagas la tonta. No te va. Sabes perfectamente que soy constructor. He pasado un montón de años remodelando casas, y también está la explotación del rancho. Creo que es un buen sitio para quedarse a vivir.

– ¿El rancho de la familia?

– Sí -dijo él, mirándola de reojo.

– ¿Ahora te encargas tú del rancho? -Eso ya lo sabes.

– ¿Y qué hay de la construcción?

– Todavía tengo una empresa de construcción. En Bend.

– ¿Un poco de todo?

– Hago lo que tengo que hacer. -Acababan de llegar al parque que rodeaba la biblioteca. Levantando la cabeza hacia el edificio, él preguntó-: ¿Así que ya has desenterrado toda la suciedad de la familia?

– Aún no, pero lo haré.

– Y entonces descubrirás si realmente eres London.

– Eso espero.

Él apretó los labios.

– Yo te podría ahorrar un montón de tiempo, dinero y esfuerzo, ya lo sabes.

La brisa se coló por entre el cabello de ella.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro?

– Cuestión de práctica -dijo él.

Ella alzó una delgada ceja arqueada con un gesto que se parecía tanto al de su madrastra que a Zach se le encogió el estómago.

– ¿Piensas seguirme a todas partes durante el resto de mi vida?

– Sólo estoy esperando una respuesta.

– ¿Una respuesta? -preguntó ella, cerrando ligeramente los ojos a causa del sol que la deslumbraba.

– Exactamente. ¿Qué es lo que vamos a hacer, Adria? – preguntó él incapaz de disimular el desprecio en su tono de voz-. ¿Estás a gusto en ese motel de la calle Ochenta y dos, o vas a aceptar el riesgo de trasladarte a un hotel de cinco estrellas y del elevado precio de una habitación en el hotel Danvers?


«Esta es diferente.»

Nadie podría negar lo mucho que se parecía a Kat. Los ojos, el pelo, las mejillas, la sonrisa… ¡Maldita sea! ¿Por qué ahora? ¿Por qué?

Apretó el volante con las manos y el coche empezó a avanzar por las familiares calles mojadas por la lluvia de las colinas del este. Con el corazón latiéndole con fuerza, quien conducía giró el volante en una curva cerrada, haciendo que las ruedas chirriaran mientras la incómoda imagen de Katherine LaRouche Danvers ocupaba todos sus pensamientos.

Tan suave.

Tan sexual.

Tan segura de su atractivo, que con una insinuante sonrisa o una risa traviesa podía conseguir que un hombre, cualquier hombre, hiciera lo que ella le pidiese. Y así había sido.

Una bilis acida ascendió por su garganta al recordar las imágenes eróticas que Kat podía evocar. Pero al final todo había cambiado. Una sonrisa se insinuó en el extremo de la boca de quien conducía, mientras el coche se acercaba a un semáforo.

La imagen de aquella sana e impecable mujer se había transformado en la patética criatura en que se había convertido Kat. Una delgada y asustada mujer, que desnuda había perdido la mayor parte de su belleza, y probablemente también había perdido parte de su cordura. Qué fácil había sido hacerla caer desde el balcón. Hacer lo mismo con esta iba a resultar más difícil. Adria Nash era joven. Vibrante. Fuerte. No estaba desquiciada por la pérdida de una hija. No dependía de las pastillas para poder afrontar el día. No era una frágil mujer deprimida.

Pero así y todo tenía que ser destruida. Cuando el semáforo se puso en verde, el coche se puso de nuevo en marcha y quien había asesinado a Katherine abrió el cajón de la guantera. Una débil luz iluminó el cuchillo, con su hoja brillando a través de la bolsa de plástico. Afilado. Mortal. Preparado.

Para cualquiera que pretendiera hacerse pasar por London Danvers, incluso Adria Nash. Ella era un enemigo. Y todos los enemigos tenían que morir.

12

No estaba hecho para ser detective. Zach se metió las manos en los bolsillos y observó a Adria mientras subía por la escalera de la biblioteca. Aunque no había aceptado la oferta de la familia de concederle una habitación gratis en el hotel, Zach imaginaba que solo era cuestión de tiempo que se decidiera a aceptar el primero de una larga lista de regalos -en realidad, sobornos-, que llevarían a deshacerse de ella. Aunque él había pensado, bueno, esperado, que ella fuera bastante más lista y tuviera más integridad que las demás.

Por supuesto, no iba a ser así. Aquella mujer era una impostora, por el amor de Dios, una impostora que se parecía a su madrastra como dos gotas de agua.

Las nubes estaban empezando a invadir de nuevo el cielo cuando echó a andar hacia la calle en la que había aparcado su jeep. Tenía cosas más importantes que hacer que andar todo el día detrás de Adria Nash, aunque una parte de él se sentía reluctante a abandonarla allí. Era una criatura interesante. Astuta y hermosa, inteligente y fascinante. Se preguntó hasta qué punto se parecería a Kat. Por un momento, imaginó qué tal sería estar con ella en la cama.

«Basta.» Era tan malo como el resto de la familia. Cerrando la puerta a aquellos peligrosos pensamientos, empezó a conducir hacia el río, luego aparcó en el garaje subterráneo del hotel y se dijo que solo se quedaría allí un par de días más. Eso era todo. Solo hasta que se arreglara el asunto de Adria. Y eso no les llevaría demasiado tiempo. Era como jugar al gato y el ratón. Dinero que se ofrecía y se rechazaba hasta que la familia llegara a ofrecer una cifra que a ella le pareciera adecuada, o hasta que alguien sacara a relucir sus trapos sucios y la amenazara con denunciarla por fraude.

De una manera o de otra, el resultado final sería el mismo. Ella acabaría por marcharse. Se quedó sentado un momento en el jeep escuchando el sonido del ventilador del motor. Su mirada estaba fija en el vacío y no era capaz de ver los demás coches que había a su alrededor, o la gente que entraba y salía del ascensor. Estaba empezando a sentirse obsesionado por Adria y no le gustaba la idea de que una mujer -cualquier mujer- comenzara a invadir sus pensamientos.

Volviendo al presente, agarró su bolsa de viaje del asiento trasero del jeep y luego cogió el ascensor de servicio hasta el vestíbulo principal del hotel. Tres empleados que vestían chaquetas verdes estaban trabajando en la terminal de los ordenadores en el mostrador central, y los botones entraban y salían por la puerta principal. Había varias personas reunidas en el vestíbulo, y una mujer estaba discutiendo enfadada con un empleado acerca de las llamadas telefónicas que le habían cargado en su cuenta. A pesar de que el hotel Danvers había pasado ya la inspección final y funcionaba normalmente, todavía tenía algunos pequeños fallos que había que pulir. La televisión por cable no funcionaba bien en los tres últimos pisos, había goteras en los sótanos, algunas puertas de la sexta planta no cerraban bien, había problemas con el cloro de la piscina y en la cocina unos fogones delicados… Esos eran algunos de los pequeños dolores de cabeza que sus empleados trataban todavía de solucionar.

Se encontró con Frank Gillette en la cocina, trabajando en uno de los hornos que acababa de sacar de la pared. Comprobaba los tubos del gas con el ceño fruncido. Alzando la vista, divisó a Zach.

– Por poco que hayamos pagado por esto, ha sido dinero tirado a la basura.

– Tú lo pediste.

– Entonces, cometí un error -se quejó Frank-. Dame un minuto… -Volvió la cabeza para mirar por encima de su hombro-. ¡Venga, Casey, a ver si le sacamos un poco de jugo a esta mierda!

Al cabo de un momento se empezó a oír un zumbido y las luces de la cocina se pusieron a parpadear. Frank se puso de pie y, con la ayuda de Zach, colocó de nuevo el horno en su sitio.

– Pesa como un demonio -dijo.

– ¡Enciéndelo! -dijo Frank al cocinero, un chino bajito y con perilla.

Mirando con desconfianza hacia Frank, el chino hizo lo que se le había ordenado. Las luces de los mandos del horno centellearon cuando el cocinero encendió el gas; tras unos segundos de clics y fush, las llamas azules empezaron a lamer con entusiasmo la parte superior del horno.

– ¡Qué me dices de esto! Parece que está arreglado -dijo Frank-. A veces me sorprendo de mí mismo.

– ¿Por qué no me lo cuentas todo, incluso las cosas que no funcionan? -dijo Zach.

– ¿Tenemos unas cuantas horas?

– Todo el tiempo del mundo -contestó Zach mientras salían de la cocina y se dirigían por un estrecho pasillo hacia la oficina que estaba detrás del vestíbulo principal.

– Bueno -dijo Frank-. Empecemos con el sistema de seguridad…


Oswald Sweeny se enorgullecía de ser todo lo que no era Jason Danvers -bueno, casi todo-. Bajo, de pecho ancho y con unos ojos negros que podían ver casi ciento ochenta grados sin necesidad de mover la cabeza, Oswald había pasado una década en el servicio de espionaje del ejército, antes de que le cesaran de manera deshonrosa por haber golpeado a un soldado que había cometido el error de intentar meterse con él. Oswald había perdido dos dientes de un puñetazo, pero el otro muchacho no había salido mejor parado. Sin embargo, no había tenido el valor suficiente para presentar una denuncia contra él, y al final los dos habían sido apartados del servicio.

A Oswald aquello le pareció bien. De la misma manera que le parecía bien no ser tan estirado como Danvers. Eran tan diferentes como puedan serlo dos hombres.

Jason era rico, mientras que Oswald nunca había podido llegar a final de mes. Jason tenía estudios, mientras que Oswald creía que las escuelas eran para los idiotas. Jason estaba casado y tenía una amante. Oswald se las apañaba con mujeres que hacían la calle por treinta dólares y nunca les preguntaba el nombre.

Sus únicos vicios eran los cigarrillos sin filtro, las mujeres baratas y los caballos veloces. Desgraciadamente, algunas veces las mujeres eran más rápidas que los caballos a los que él apostaba.

Sin embargo, a pesar de sus diferencias, Oswald y Jason tenían un rasgo en común: ambos eran capaces de hacer cualquier cosa con tal de conseguir lo que deseaban.

En ese momento, Jason quería descubrir los trapos sucios de una mujer llamada Adria Nash, una mujer que afirmaba ser London Danvers, y a Jason no le importaba el dinero que tuviera que gastar en eso. Parecía ser que aquella mujer era el vivo retrato de su madrastra, una hermosa mujer que había acabado por matarse a base de alcohol y pastillas. Pocas personas entendían la razón por la que Katherine LaRouche Danvers se había tirado de un balcón. Sweeny era uno de los pocos privilegiados que creía tener cierta información al respecto. Hasta podría escribir un libro. De hecho, podría hacerse rico contando todos los trapos sucios de la familia Danvers.

– No me importa lo que cueste -dijo Jason mientras andaba de un lado a otro por el agrietado linóleo de la pequeña oficina de Oswald. Era una sencilla habitación decorada con varias vitrinas de armas sobrantes del ejército, un contestador conectado a un teléfono que nunca levantaba, un escritorio en el que ninguno de los cajones cerraba bien y dos sillas.

Oswald no confiaba en nadie; él mismo llevaba los libros de cuentas y escribía las cartas. Pagaba el alquiler de aquel pequeño cubículo que daba a la calle Stark mensualmente, por si tenía que abandonar rápido la ciudad. No tenía necesidad de atarse con un contrato de arrendamiento anual. Oswald prefería sentirse siempre libre, y aunque aquel viejo edificio de hormigón no era precisamente una oficina en el centro de la ciudad, era perfecta para sus necesidades. Guardaba el dinero en una caja de seguridad y había llegado a ahorrar unos cincuenta mil dólares. No era una fortuna, pero sí un buen seguro de vida. Aplastó la colilla de su cigarrillo en un cenicero repleto.

– Averigua todo lo que puedas sobre ella -dijo Jason y a continuación abrió su maletín y sacó de él una cinta de vídeo-. Aquí tienes una copia de la «prueba»; en la cinta hay un tipo que dice ser su padre haciendo una conmovedora confesión en la que afirma que cree que ella puede ser la hija desaparecida de Witt Danvers. Es lo bastante sensiblero como para que te den ganas de vomitar.

– ¿Crees que está ella sola en este asunto?

– Demonios, no lo sé -contestó Jason, dejando la cinta sobre la mesa-. Lo único que sé es que esa muchacha es un problema. Si les va con el cuento a los de la prensa hará que la validación testamentaria se retrase otro par de años.

– ¿Le has dado una copia de esto a la policía?

– Aún no -dijo Jason, frunciendo las cejas-. Hay demasiados soplones en el departamento.

De manera que Danvers estaba intentando evitar a la prensa. Oswald puso un dedo encima de la negra caja de plástico que contenía la cinta.

– ¿No puedes hacer que Watson se encargue de esto? -inquirió Oswald y recibió como respuesta una mirada de Jason que podía derretir el acero.

Bob Watson eran el investigador privado que a veces utilizaba Danvers International. Bob vivía en un apartamento de tres plantas, usaba corbatas de ochenta dólares y tenía más secretarias y acompañantes que copos de maíz las cajas de Kellogg's.

– Tú sabes por qué te he elegido a ti. Por supuesto que Oswald lo sabía. El era capaz de llegar hasta los límites de lo legal, e incluso de dar un paso más allá llegando más lejos que cualquier otro, incluido Watson. Jason solo llamaba a Oswald Sweeny cuando estaba desesperado y necesitaba algo más que un simple servicio de vigilancia.

– Quiero que sigas a la señorita Nash. Averigua si trabaja sola o si tiene algún cómplice. Y de paso averigua todo lo que puedas descubrir sobre ella. Dice que es de un pequeño pueblo de Montana, Belamy, creo que se llama, y que tenía un tío, Ezra, que era abogado en Bozeman. Mira qué puedes averiguar sobre él y sobre cualquier otro miembro de la familia.

– ¿Cuánta información quieres? -preguntó Sweeny, resistiendo la tentación de frotarse las manos pensando en lo que le iban a pagar por aquel trabajo.

– Todo. Quiero conocer todos los trapos sucios de esa mujer, lo suficiente como para desacreditarla y obligarla a que abandone la ciudad. Todo el mundo tiene una debilidad o un secreto. Descubre cuáles son los suyos. Yo me encargaré del resto.

Sweeny no pudo por menos de sonreír, mientras le daba la vuelta a la cinta de vídeo y se quedaba observándola. Le encantaba ver a Jason cuando lo pasaba mal, y en este momento Jason Danvers parecía más desesperado que nunca. Buenas noticias para Oswald Sweeny.

– ¿Existe alguna posibilidad de que haya algo de verdad en todo esto? -preguntó, golpeando la cinta con un índice manchado de nicotina.

– Por supuesto que no. Pero me preocupa. Ella está llevando el asunto de manera diferente a como lo hicieron las demás. -Lanzando una mirada feroz a la desvencijada silla, Jason acabó por sentarse sobre el único asiento que había allí para clientes o visitas-. En lugar de pedir dinero y amenazar con irle con el cuento a la policía o a la prensa, está actuando con frialdad. Demasiada frialdad.

Jason juntó las manos por las puntas de los dedos y se quedó mirando a Sweeny, pero el detective se dio cuenta de que su mente estaba muy lejos de allí. Con Adria Nash.

– Debe de estar intentando ganar puntos. Seguro que pretende conseguir más dinero -dijo Oswald.

Jason volvió de nuevo al presente. Apretó los labios.

– Probarlo depende de ti. Pero, desgraciadamente, eso llevará cierto tiempo.

Sweeny sonrió dejando ver un hueco entre sus dientes.

– Estás de suerte. En este momento estoy libre. -Cogió un formulario de un archivador que había sobre la mesa y un lápiz mordido por un extremo, y luego colocó un magnetófono entre ellos dos-. Empecemos de nuevo. Tu viejo contrató a un detective privado cuando secuestraron a London.

– Phelps, pero no descubrió nada. Se suponía que era el mejor, pero no fue capaz de descubrir nada. Puedes hablar con él, si quieres, ahora está ya retirado. Vive con su hija en Tacoma.

– Hablaré con él y pondré a la señorita Nash bajo vigilancia -dijo Oswald.

Aunque no le gustaba la idea de que otra persona la siguiera, él no podía estar en dos sitios a la vez y le parecía más importante darse una vuelta por Montana. Allí trataría de descubrir todo lo que pudiera, mientras ella estaba lejos de su hogar. Tenía un par de tipos en los que podía confiar para que la siguieran y le mantuvieran informado de todos sus movimientos. -Espero que no metas la pata.

– No te preocupes. -Sweeny había olido el dinero y no estaba dispuesto a dejar que se le escapara entre los dedos.

Mientras Jason le contó todos los detalles, Sweeny fue tomando nota de la información y pensó que, aunque solo fuera eso, aquella Adria Nash parecía ser una mujer con coraje. Algo difícil de encontrar en una mujer.


Dos horas más tarde, Jason se puso de pie, se sacudió el polvo de las mangas de la chaqueta y dejó a Sweeny con un adelanto de diez mil dólares. Oswald se metió el cheque en el bolsillo de la camisa y se acercó a la ventana. Abrió ligeramente las persianas. Vio cómo Jason, azotado por la lluvia, se metía en su lujoso Jaguar antes de poner en marcha el motor y alejarse perdiéndose en medio del denso tráfico.

Maldito rico desgraciado.

Observando los insectos muertos y el polvo que reposaban sobre el alféizar de la ventana, frunció el entrecejo y volvió a correr las persianas para que ocultaran aquellas pequeñas carcasas sin vida. Aquel lugar era una ruina, pero para él era más que suficiente. Abrió uno de los cajones inferiores de su escritorio, sacó una botella de Jack Daniel's y le quitó el tapón. Limpiando con la manga de la camisa el gollete de la botella, se echó un trago. El whisky le quemó la garganta y le calentó el esófago, mientras le llegaba al estómago.

Le encantaba ver a Jason arrastrándose hasta él. No era solo el dinero lo que le importaba, estaba también la satisfacción de tener a aquel rico y arrogante hijo de perra necesitando sus servicios. Había visto el desdén en la mirada de Jason mientras sus ojos recorrían la desolada oficina, el suelo sucio, los ceniceros rebosantes y la mugrienta ventana. Oswald recordaba cómo se habían encogido las aristocráticas fosas nasales de Jason cuando este había olido el viciado y dulzón aroma a humo de tabaco.

Riéndose entre dientes, Oswald sacó un Carriel del paquete que había sobre la mesa y lo encendió. Manteniendo el cigarrillo entre las comisuras de los labios, echó otro trago de whisky de la botella. Vaya, parecía que aquel asunto definitivamente tenía muy buen aspecto.


Zach colgó el auricular del teléfono y maldijo entre dientes. A pesar de los informes tranquilizadores que Manny, el capataz del rancho, le hacía llegar cada día -diciéndole que todo funcionaba perfectamente y no era necesaria su presencia allí-, Zach se sentía intranquilo y de mal humor. Y todo a causa de aquella maldita mujer.

Había intentado ponerse en contacto con Jason para decirle que se encargara él mismo del asunto, pero la fría voz de su secretaria le había informado de que el señor Danvers estaba reunido y estaría ocupado durante todo el día. Le aseguró que el señor Danvers le devolvería la llamada.

Sonó el teléfono y Zach volvió a levantar el auricular. La voz de Adria se deslizó por los cables como si fuera humo.

– Me has dicho que querías una respuesta.

– Exacto.

– He decidido aceptar la hospitalidad de los Danvers. Su mano se quedó rígida alrededor del auricular y sintió una ráfaga de decepción, a pesar de que sabía que las cosas se iban a desarrollar de aquella manera. Iba a morder uno por uno todos los anzuelos, hasta que acabara consiguiendo lo que quería o decidiera al menos aceptar un trato.

– Reúnete aquí conmigo a las seis -dijo Zach, mirando su reloj.

Ella colgó y Zach se preguntó si acaso le importaba lo que ella hiciera. Así que iba a alojarse en aquel mismo hotel. ¿Por qué no? Se estaba preguntando qué sería lo que habría descubierto en la biblioteca, revisando los periódicos antiguos y los artículos de revistas que hablaban de la familia. Mientras Witt estuvo vivo, se las había apañado para mantener la mayoría de los secretos de los Danvers bien lejos del alcance de la prensa. Tras la muerte del viejo, Jason había asumido aquella responsabilidad. Pero Adria podía llegar a investigar a fondo; no iba a conformarse con datos superficiales, no, era demasiado pertinaz.

Entonces, ¿cómo había llegado a obsesionarse creyendo que era London? ¿O acaso todo aquello no era más que una representación? Existía una posibilidad, una maldita posibilidad, de que todo lo que salía a través de sus hermosos labios no fueran más que mentiras.


«Deben de estar realmente preocupados», pensó Adria mientras Zach abría la puerta de la habitación en la última planta del hotel. Con un salón completo con chimenea, dos dormitorios, dos baños, jacuzzi, ventanales que se abrían a una terraza enlosada y una vista de la ciudad que se extendía varios kilómetros, la habitación era espaciosa y estaba decorada en colores melocotón claro y marfil. Los muebles parecían antiguos, aunque Adria imaginó que la cómoda, la cama estilo reina Isabel, la mesilla de té y los sillones Chippendale no eran más que imitaciones modernas de las piezas auténticas. La alfombra era de felpa, el bar estaba provisto de las mejores marcas y sobre la mesilla acristalada de té reposaba un jarrón con rosas.

– ¿Es esto un soborno? -preguntó ella mientras Zach metía su bolsa de viaje en uno de los armarios.

– Puedes llamarlo como prefieras -dijo él, encogiéndose de hombros.

Ella había aceptado alojarse en el hotel solo como un gesto de buena fe. Aunque sospechaba que la familia pretendía vigilarla de cerca, había decidido aceptar su oferta.

– ¿Espero que esto no suponga compromiso alguno? -preguntó ella.

– No conmigo -dijo él, mirándola con los ojos entornados-. Tendrás que preguntar a Jason qué es lo que espera de ti.

– Si piensa que con esto me puede comprar…

– Eso cree, supongo. -Zach la miró, diciéndole en silencio que le parecía una ingenua-. Pero eso forma parte de su carácter. No te lo tomes como algo personal. Y no seas tonta. Esta pequeña muestra de generosidad significa cualquier cosa menos que la familia haya decidido recibirte con los brazos abiertos.

– Ya lo sabía.

– Bien.

Ella se quitó la chaqueta y la dejó sobre el respaldo de una silla.

– Creo que tú no te pareces demasiado al resto de la familia

El resopló y no se molestó en disimular su sarcasmo. -¿En qué no me parezco? -Metió la mano en el bolsillo y sacó la llave del hotel lanzándola al aire-. Ahora eres una huésped de la familia Danvers. No sé realmente qué es lo que eso supone, pero estoy seguro de que mi hermano Jason te lo hará saber.

Él se dirigió hacia las puertas dobles de la habitación, pero ella le detuvo agarrándolo por el codo.

– Dime… ¿hay alguna razón para que tengamos que llevarnos tan mal?

El dio media vuelta y se quedó mirando sus ojos tan azules como un día de verano. Dirigiendo la mirada hacia su garganta, sintió que se le encogía el estómago a la vez que miles de recuerdos se agolpaban en su mente. Se había sentido hipnotizado demasiadas veces por los traicioneros y seductores ojos de Kat. Lo mismo que le podía llegar a pasar con esa mujer.

– ¿Acaso quieres que seamos… bueno, quiero decir entre hermanos, quieres que seamos amigos? -le preguntó él incapaz de ocultar el cinismo de sus palabras.

– ¿Por qué no? -dijo ella. Su sonrisa era sincera y una grieta se abrió en un oscuro rincón de su roto corazón, un rincón que él habría preferido que se mantuviera oculto-. No conozco a demasiada gente en esta ciudad.

Él se quedó esperando, con el rostro frío como una máscara, sin atreverse a mover un solo músculo, pero especialmente consciente de aquella mano que le sujetaba por el codo. «Cielos.»

– Pienso que podrías dejarme que te invitara a cenar.

– ¿Porqué?

– Porque sería mucho más fácil para los dos que no estuviéramos todo el tiempo pensando en cómo deshacernos el uno del otro.

– ¿Y crees que eso es posible?

– Por supuesto -dijo ella, y su respiración pareció detenerse por un instante-. Créeme.

Él sabía que lo mejor que podía hacer era largarse de allí inmediatamente. Abrir aquella puerta y cerrarla de golpe detrás de él. Pero, en lugar de eso, se quedó mirando aquel rostro vulnerable, pensando cómo podía ser considerado peligroso alguien con una apariencia tan inocente.

– No creo que sea una buena idea -dijo él y vio cómo la punta de los dientes de ella se depositaban sobre el suave y carnoso labio inferior. Él sintió un deseo que ascendía por su estómago. De repente se le hizo difícil respirar y empezó a notar entre las piernas los inicios de una erección.

– ¿Qué es lo que temes?

Apenas podía articular palabra. De repente parecía que el calor de la habitación había aumentado. Tenía que salir de allí.

– No se trata de miedo.

– Entonces, ¿de qué?

– No creo que pueda asociarme con el enemigo -dijo él, esperando que sus palabras sonaran despiadadas.

Ella se rió suavemente, y su risa sonó como una seductora ola que rompe en la orilla. Un sonido que retumbó en los oídos de Zach.

– ¿No te ha enviado tu hermano para que me espíes? ¿No has estado esperándome a la salida del motel y luego me has seguido hasta la biblioteca? Lamento que no te haya parecido lo bastante interesante la experiencia, que no haya sido la típica misión de agente secreto. De todas formas, estás metido en esto tan hasta el fondo como yo, Zach, y por mucho que te empeñes en protestar, en realidad tú tienes tantas ganas como yo de averiguar si soy realmente tu hermana o no.

– Medio hermana -le aclaró él.

– De acuerdo. -Ella quitó la mano de su codo y se apartó la hermosa y salvaje cabellera de los hombros-. Medio hermana. Dame un minuto para que me cambie de ropa.

Sabía que debería decirle que no y salir a toda prisa de allí. Pero no lo hizo. En lugar de eso, su mirada se paseó por su gastada camiseta y sus viejos vaqueros. -Yo te veo perfecta.

– Parezco una granjera que acaba de salir de una granja de Belamy, Montana. No tardaré más de un minuto.

No esperó a que él contestara y atravesó deprisa la puerta del dormitorio principal. Por un momento ella pensó que acaso él se daría una segunda oportunidad y saldría corriendo de allí, pero cuando se hubo vestido con un suéter blanco de cuello alto y unos vaqueros negros, y se hubo pintado los labios y cepillado ligeramente el pelo, él estaba aún en el mismo lugar donde lo había dejado, en el salón, con una mano apoyada en el marco de la ventana, un vaso de bebida en la otra y mirando a través de la ventana. Tenía la cadera ladeada y ella se dio cuenta de la manera en que sus vaqueros se habían estirado entre las nalgas y del movimiento muscular de las mismas, apretándose a través de la gastada tela de sus pantalones.

Él la vio reflejada en el cristal, se dio la vuelta, pero no se movió. Sus labios se convirtieron en una delgada línea ante la visión de ella -como si estuviera de repente enfadado- y su mirada la recorrió de arriba abajo.

– ¿Estás listo?

– Tanto como lo he estado siempre -contestó él, dejando su bebida sobre la mesa.

Durante todo el camino hacia la planta baja, él estuvo callado y meditabundo, y sus ojos sombríos parecían lanzarle acusaciones que ella no era capaz de entender. La cabina del ascensor le parecía demasiado pequeña, el aire era denso y olía a whisky y a cuero, y a pesar de que él se había hecho el firme propósito de mantenerse tan alejado de ella como lo permitía el reducido espacio, ella podía oír los latidos de su corazón.

Sus botas se deslizaron sobre el suelo de cemento del aparcamiento y Adna casi tuvo que correr para mantenerse a su lado, intentando esquivar los charcos de agua que se formaban a causa de las goteras de las tuberías que cruzaban el techo del garaje.

– ¿Adonde te apetece ir? -preguntó él, abriendo la portezuela del acompañante de su jeep.

– Tú has nacido en esta ciudad -contestó ella, subiendo al asiento.

– Bueno, caramba, pensaba que tú también -añadió él, cerrando de un portazo y dirigiéndose a la otra portezuela del Cherokee.

– Solo quería decir…

– Entiendo lo que querías decir.

Él subió al coche, metió la llave en el contacto, puso la marcha atrás, dio media vuelta y luego puso la primera. Al cabo de unos segundos, el coche emergía de los sótanos del hotel y se unía al tráfico de las congestionadas calles de Portland. Estaba cayendo una fina llovizna, que se escurría por los faros y añadía un brillo dorado a las calles.

– Espero que seamos amables el uno con el otro. -Él le lanzó una mirada evasiva-. ¿Por qué me odias?

Los labios de él se apretaron mientras giraba hacia el este, en dirección al río.

– ¿Zach?

– No te odio. Ni siquiera te conozco.

– Actúas como si yo fuera un veneno.

– Puede que lo seas -dijo él, apretando visiblemente las mandíbulas mientras se detenía en un semáforo en rojo.

– ¿Por qué no me das una oportunidad?

Siguió parado mientras una pareja de ancianos cruzaban el paso de peatones a la espera de que el semáforo se pusiera en verde. Los dedos de Zach golpeaban impacientes el volante y, en el momento en que el semáforo cambió de color, apretó a fondo el acelerador.

– No te voy a dar una oportunidad porque no me creo tu historia, Adria.

– ¿Por qué no eres un poco más abierto de mente?

– ¿Y qué iba a ganar con eso?

– Nada. Al menos no desde tu punto de vista, supongo.

Ella se cruzó de brazos y se quedó mirando por la ventanilla. No tenía ningún sentido intentar convencerle de que la creyera, cuando en realidad ni siquiera ella misma estaba convencida. Pero había esperado que él pudiera convertirse en su aliado. Lo miró de reojo y tuvo la sensación de que estaba ante un inminente desastre. Estaba claro que él no podía ser su amigo. Si no fueran medio hermanos, podría llegar a encontrarlo atractivo. Alto y delgado, duro y cínico, de enfado fácil, pero con una mirada arrolladora que podría llegar a caldear incluso el más frío de los corazones. Intenso. Engreído. Irreverente. Y tan franco como las malas noticias.

Él se dio cuenta de que ella lo observaba. Reduciendo la marcha, le lanzó otra mirada mordaz.

– La verdad es que debo reconocer que tú y Kat sois como dos gotas de agua.

– ¿Es eso un crimen?

– Podría serlo -gruñó él.

– Kat… ¿es así como llamabas a Katherine?

– Sólo a sus espaldas.

– ¿Y cómo la llamabas a la cara? -preguntó ella, apoyándose contra la ventana y volviendo el cuello hacia él.

– Queridísima mamá -se burló él.

– ¿Cómo?

– Estaba bromeando, Adria -dijo él con expresión de enfado-. Para ser sincero, trataba de evitarla.

– ¿Por qué? -Ella se dio cuenta de cómo se apretaban sus dedos alrededor del volante con un gesto de crispación.

– Era un problema -dijo él a la vez que ponía en marcha la radio y una música de jazz llenaba el interior del coche.

De manera que no le apetecía hablar de Katherine. A Adria aquello no le sorprendió. A pesar de lo mucho que había investigado, Adria no había descubierto demasiadas cosas sobre la mujer que suponía la había traído al mundo. Parecía que Katherine se había contentado con quedarse a la sombra de su marido; siempre se había escondido entre bastidores, inolvidablemente bella y en funciones de apoyo. Adria se preguntaba si Katherine había evitado realmente ser el centro de la atención o si su poderoso marido había encontrado la manera de mantener a toda su familia, incluida su bella esposa, en las sombras.

Adria no sabía mucho sobre la madre de London; la información que había sobre ella era escasa, pero había descubierto que ella y Witt se habían conocido en Canadá. Tras un breve romance, se habían casado, para horror y consternación de toda la familia de Witt. Adria suponía que había sido de esperar. Después de todo, se rumoreaba que el divorcio de Witt de su primera esposa, Eunice, había sido un asunto sucio y violento. Se habían intercambiado acusaciones y, al final, el poder de Witt había acabado consiguiendo la custodia de los hijos. Era de esperar que a Katherine no se la recibiera con los brazos abiertos.

Pero Adria no podía evitar hacer comparaciones entre ella y la segunda esposa de Witt Danvers. Al igual que Katherine había estado apartada de la familia veintidós años antes, ahora Adria estaba sufriendo ese mismo destino. Por primera vez Adria sentía cierta afinidad con la mujer que suponía que era su madre, y ahora además sospechaba que Zach no estaba siendo completamente honesto con ella. Estaba ocultando algo, algo oscuro y misterioso al respecto de Katherine. No estaba dispuesto a admitirlo, pero era obvio que, cada vez que aparecía el tema de Katherine LaRouche Danvers, él se quedaba melancólicamente en silencio.

Mientras avanzaban, los rascacielos fueron quedando atrás, y ahora las casas y las luces de la ciudad aparecían más espaciadas, el tráfico era más fluido y de vez en cuando se veían construcciones de una sola planta. Adria se preguntaba cómo habría sido su infancia. Witt Danvers había sido un hombre poderoso y dominante. Su primera mujer era una persona débil y la segunda… qué poco sabía de la mujer que había sido la madrastra de Zachary.

– ¿Qué tipo de problema era Katherine? -preguntó ella de repente.

– El peor -dijo él, frunciendo los labios con fuerza. Por un instante cruzó por su rostro una indescifrable emoción, acaso culpabilidad, que desapareció enseguida.

– Lo cual significa…

– Lo cual significa que iba por la vida arrollando a la gente. Si había algo que deseaba, utilizaba todos los medios posibles para conseguirlo. Nunca se detenía hasta haberlo conseguido.

– ¿Qué era lo que deseaba?

Dudando, Zach se quedó con la mirada fija en el parabrisas y pareció que se sentía perdido en un torbellino de recuerdos. Su boca estaba tensa formando una dura línea recta; las vértebras de su nuca parecían más pronunciadas, como si estuviera enfurecido y debatiéndose en una batalla interior. Pasaron varios minutos sin que diera ninguna respuesta, mientras el jeep abandonaba la carretera principal y se introducía por un camino rodeado por colinas negras y amenazadoras.

– ¿Qué es lo que quería Kat? -repitió ella la pregunta, mientras el camino empezaba a ascender hacia una de las colinas.

Él le dirigió de nuevo una mirada insolente. Los neumáticos rechinaron sobre el asfalto mojado. -Todo.

Adria se dio cuenta de que él estaba dando rodeos, aunque al menos se estaba dignando contestarle. Tras haber pasado horas en la biblioteca, leyendo todo tipo de noticias triviales sobre la familia Danvers, por fin parecía haber encontrado a alguien con ganas -aunque bastante reacio- de proporcionarle algo más de información. Se dijo que tenía que actuar con cautela.

El camino se había estrechado, convirtiéndose en dos serpenteantes carriles que ascendían por la ladera. Adria apenas se dio cuenta, de tan interesada como estaba por averiguar algo más sobre aquella mujer que había sido su madre.

– ¿Lo consiguió? ¿Ese todo?

– ¿Acaso no lo sabes? -le preguntó con sarcasmo a la vez que resoplaba disgustado.

– No, yo…

– Después de haber pasado tantas horas en la biblioteca, husmeando en los trapos sucios de la familia. Kat está muerta, Adria. Se suicidó. Saltó desde un maldito balcón.

Sorprendida, Adria se quedó sin habla. La temperatura en el jeep parecía haber descendido varios grados y ella empezó a sentir escalofríos.

– Pensé que había sido un accidente -susurró ella-. Las noticias que leí hablaban de una sobredosis no intencionada de somníferos… y de una caída.

– No fue un accidente -dijo Zach mientras giraba el volante para meterse en un aparcamiento de gravilla frente a una especie de restaurante de carretera-Kat se quitó la vida. Destapó un frasco de somníferos y se los tomó todos con media botella de whisky de cuarenta grados, luego salió al balcón y se tiró a la calle.

– Cómo puedes saberlo…

Frenó de golpe, apagó el motor y la agarró con las dos manos. Sus dedos le apretaban los hombros mientras la sacudía suavemente.

– Se suicidó, Adria. Los periódicos que dieron la noticia encubrieron la verdad. Pero Katherine Danvers fue víctima de sus propias fantasías, de sus propias ensoñaciones.

Sus ojos se entornaron recordando, sus fosas nasales palpitaban en el cerrado interior del vehículo. Las gotas de lluvia golpeaban contra el techo del coche y la música que salía por la puerta abierta del restaurante golpeaba contra el cristal cerrado de la ventanilla del jeep. Adria apretó los labios y se quedó mirando a su acompañante, a aquel hombre que podría ser su medio hermano.

Su aliento cálido le golpeaba el rostro, sus fuertes y viriles manos la sujetaban por los hombros y sus ojos oscuros como la noche la miraban fijamente. Adria sintió un nudo en la garganta. No podía apartar la vista de él. Hechizada, le mantuvo la mirada y al instante se dio cuenta de que él estaba a punto de besarla. El corazón empezó a latirle con fuerza. Un deseo inesperado -mordaz y desenfrenado- empezó a calentarle la sangre.

– Maldita sea -susurró él con voz ronca, con su rostro tan cerca del de ella que Adria podía ver el humeante deseo en sus ojos-. ¡Te pareces tanto a ella!

– Zachary…

– Vuelve a tu casa, Adria -dijo él, soltándola tan de repente que ella casi estuvo a punto de caer sobre él. Su expresión se hizo dura-. Vete a casa antes de que te hagan daño.

13

– ¿Quién va a hacerme daño? -preguntó ella, apartándose de él y dejando entre ellos toda la distancia que permitía el interior del jeep.

Su corazón latía con tanta fuerza que apenas si podía respirar. Había pensado que él la besaría, se había dado cuenta de que lo deseaba, pero luego él se había echado atrás. Ella no podía liarse con él. Los cristales de las ventanillas estaban empañados y parecían separarlos del resto del mundo, y mientras ella se lo quedaba mirando parecía que ellos dos eran las únicas personas que existían en el planeta.

– Tú misma vas a hacerte daño.

– ¿Cómo?

– Estás jugando con fuego -dijo él, mirándola con unos ojos que brillaban en la oscuridad.

– Y tú no haces más que dar rodeos.

– ¿Eso crees? -Él se acercó de nuevo a ella, y esta vez pudo sentir el calor de su cuerpo y notar su propio corazón ardiendo de deseo. Su respiración era cálida y rápida, y su mirada desafiante-. ¿Por qué estás haciendo esto? -le preguntó él antes de acercar sus labios a los de ella en un beso que era casi fiero, mientras sus dedos se introducían entre su pelo.

La ira y la pasión empezaron a calentar su sangre.

Intentó no responder a su beso, apartarse de él, pero sus manos se apoyaron sobre el pecho de él sin poder alejarlo y Zach hundió la lengua en su boca de una manera que era cruelmente posesiva y que la quemaba hasta el alma. Su lengua empujó con insistencia entre los labios de ella hasta conseguir introducirse en la oscura profundidad de su boca.

Ella dejó escapar un leve gemido y aunque se sentía realmente confusa no pudo evitar besarlo también a él. El pulso se le aceleró y por primera vez en muchos años sintió que la desbordaba un caliente e insistente deseo que nacía de lo más profundo de su ser. No podía pensar, ni moverse, ni rechazarlo. Le rodeó el cuello con los brazos sintiendo que él se apretaba más contra ella, y sus pechos erguidos se aplastaron contra su chaqueta de cuero.

Con la misma rapidez con que la había tomado entre sus brazos se apartó de ella.

– Oh, cielos -suspiró él casi sin aliento. Cerrando los ojos, dejó que su cabeza reposara contra el asiento del coche y apretó los dientes, como si de golpe fuera consciente de la magnitud de lo que acababa de hacer. Parecía que estaba intentando alejar de sí aquel deseo-. Maldita sea, Kat, ¿qué es lo que quieres de mí?

– Yo… yo no soy Kat -susurró ella horrorizada.

Sintió un escalofrío que le recorría la nuca al darse cuenta de su error.

– Y tampoco eres London; London no hubiera hecho esto.

– No quiero que… -La fría mirada de él hizo que se quedara sin habla.

– Y no esperes que podamos ser amigos. Me parece que ha quedado demostrado que no podemos serlo.

Ella tragó saliva con dificultad. El deseo aún palpitaba en sus venas.

– Zachary, yo no puedo… esto no es…

– ¿ Qué no es? -Sus ojos se abrieron de par en par y se quedó mirándola fijamente como si quisiera volver a besarla para hacerla callar. Durantes varios segundos ella sintió su indecisión-. Demonios -masculló él de nuevo antes de volver a tomarla entre sus brazos con fuerza. La besó sin poder controlarse, con labios ansiosos y hambrientos, con el cuerpo en tensión, mientras se apretaba contra ella forzándola a apoyarse contra el asiento y aplastándola con todo su peso. Una vez más su lengua se abrió paso hasta la profundidad de su boca y ella pudo sentir la dureza que se formaba entre las piernas de él. Ella sabía que debía detenerle, pero no podía hacerlo. Empezó a sentirse invadida por deliciosas llamas de deseo que hacían que se le oprimieran los pulmones. Él la besó en los labios, en los ojos, en la cara, con las manos moviéndose desesperadas a lo largo de su espalda. Cuando finalmente se separó de su boca, se la quedó mirando con los ojos inflamados de odio, un odio intenso que parecía dirigido contra sí mismo.

– No me digas que no puedes -dijo él, hablando entre dientes- Puedes y quieres. Pero ¡no te voy a dar esa satisfacción! Eres tan mala como ella -añadió, volviendo a sentarse y agarrando la manecilla de la puerta.

– ¿Como… quién? -preguntó ella, aunque sabía que estaba hablando de Kat.

– Ella se me insinuó medio desnuda.

– No…

– Tú no la conoces.

– Pero no puedo creer…

– Yo tampoco.

– Lo siento.

– ¿Que lo sientes? -Él se pasó los dedos por el pelo-. ¿Que lo sientes? -Su sonrisa era fría como el hielo-. No te hagas la inocente conmigo, Adria.

Ella deseó abofetearlo, intentando negar lo que a pesar de todo era tan obvio, pero solo pudo juntar ambas manos con fuerza.

– Yo no… -Si al menos pudiera mentirle y decirle que no sentía ninguna atracción por él, pero no pudo decir nada más. Su corazón aún latía desbocado y le temblaban las manos.

La mirada que él le dirigió le llegó a la más prohibida parcela del cerebro y enseguida se dio cuenta de que sentían lo mismo el uno por el otro -un puro deseo animal-, algo que formaba parte de su destino. Se trataba de una terrible atracción contra la que debería luchar. Sintió que se le secaba la garganta y deseó con todas sus fuerzas poder negar el deseo que sentía latir en sus venas.

– Solo quería comprobar cuánto te parecías a Kat -dijo él, recorriendo con la mirada su pelo revuelto, su arrugado suéter y sus hinchados labios-. Hasta dónde eras capaz de llegar.

Ella no le creía y sintió que la abrasaba la ira.

– ¿De manera que pretendes que me crea que me has besado sólo por curiosidad?

– Me importa una mierda lo que creas -farfulló él.

– No me mientas, Zach. Yo no lo hago. Me has besado porque me deseas. Cuéntamelo como quieras, pero sé perfectamente lo que sientes.

– Cielos, ¡ahora hasta hablas como ella!


Una repugnante idea cruzó por su mente, mientras se imaginaba a Zach, con apenas dieciocho años, y a Katherine, su madre, en una situación embarazosa, ambos cuerpos entrelazados en sudor y deseo. Oh, Dios. ¿Era posible? ¿Habrían sido amantes?

– ¿Qué es lo que estás intentando decirme? -susurró ella mientras aquella horrible imagen se fijaba en su mente-. Que ella se te insinuó… que llegó a ser tu…

– ¡Ella no significaba nada para mí! -rugió él, lanzándole una mirada que le heló la sangre.

– No te creo…

– Cree lo que quieras, Adria. Como te acabo de decir, no es asunto mío que prefieras engañarte a ti misma.

Él abrió la puerta del jeep y un aire frío entró en el interior del vehículo. Ella saltó del coche y tuvo que correr para seguir sus rápidas y furiosas zancadas. La lluvia le salpicaba los zapatos y le mojaba el cuello, pero a ella no le importó.

– Espera… -Sus dedos se agarraron al codo de él, pero él se deshizo de ella mientras daba media vuelta.

Su rostro era una mueca de rabia y ahora aún parecía más alto en la oscuridad. La lluvia salpicaba su oscuro cabello antes de deslizarse por los contornos de su cara desapareciendo a través del cuello de su chaqueta.

Sus labios estaban tensos, y las luces de neón del restaurante provocaban reflejos azules y rojos en sus pupilas.

– No sé qué es lo que quieres de mí, Adria, pero te aconsejo que tengas cuidado. ¡Porque podrías llegar a conseguirlo!

Él volvió a darse la vuelta, y en dos largas y lentas zancadas alcanzó el porche del restaurante.


Adria no tuvo más remedio que seguirle. Contando lentamente hasta diez, siguió sus pasos, abrió la puerta con el hombro, entró en el vestíbulo forrado de madera de pino y se encontró con él sentado a la barra del bar, con una de sus botas descansando sobre el apoyadero de metal y los codos apoyados en el desgastado y brillante mostrador de madera de cerezo.

– Ya he pedido por ti -dijo él mientras la camarera, una mujer delgada de cabello rubio y labios rojos, dejaba junto a él dos vasos helados de cerveza, y a continuación cogía con destreza los billetes que él acababa de depositar sobre la barra. Sus ojos se cruzaron con los de Adria en el espejo que había frente a la barra, y esta se dio cuenta de que su mirada de nuevo se había empañado.

– Vamos, sentémonos a una mesa -dijo él, señalando una que estaba libre.

Adria intentó calmar su ánimo exaltado. A pesar de que estaba hirviendo por dentro, se dejó caer sobre la silla y aceptó la cerveza que él le ofrecía: su manera de intentar hacer las paces.

Zach se bebió la mitad de su cerveza de un trago. -¿Hay algo más que quieras saber de la familia Danvers? -preguntó él, alzando desdeñosamente las cejas. -Cualquier cosa que quieras contarme.

– Ese es el problema. Que no quiero contarte nada. Creo que lo mejor que podrías hacer es recoger tus maletas y largarte de nuevo a Bozeman.

– Belamy.

– Donde sea.

– Y ahora tú estás hablando como el resto de la familia.

– Dios me libre -dijo él entre dientes, agarrando su vaso. Hizo un gesto a la camarera, una versión endurecida de la camarera rubia del bar, para que le trajera otra cerveza, que esta le llevó junto con el menú.

Le guiñó un ojo a Zachary, como si fueran viejos amigos, y luego mirando a Adria sonriente le preguntó: -¿Otra cerveza? -De momento no.

– Te dejaré unos minutos para que te decidas. -Se acercó a la siguiente mesa y Adria siguió hablando en voz baja.

– Sabes -dijo ella sin creer demasiado en sus propias palabras-, a pesar de lo que has dicho antes, creo que podemos ser amigos si lo intentamos.

– Amigos -dijo él con un tono de disgusto en la voz. Sus labios se curvaron en una sonrisa sin calor-. ¿Es así como tratas a todos tus amigos?

– No me hagas esto…

– ¡No me lo hagas tú a mí! Nunca podremos ser amigos. Me parece que te lo acabo de dejar bien claro -refunfuñó él, apoyándose sobre la mesa y agarrándola por los hombros.

Ella le apartó las manos y se lo quedó mirando furiosa.

– ¿Por qué te empeñas tanto en odiarme?

El dudó por un momento, luego hizo una mueca y miró para otro lado.

– Quizá sea más fácil de esta manera. -Reclinándose de nuevo sobre el respaldo de su asiento, él la miró por encima del borde de su vaso de cerveza y añadió, apretando las mandíbulas-: Para los dos.

– Tienes miedo de que ponga fin a la fortuna de los Danvers -dijo ella, dándose cuenta de que aquel hombre se parecía más al resto de su familia de lo que deseaba admitir.

Él se rió rodeando con los dedos su vaso de cerveza.

– Me es indiferente que te quedes con toda la maldita herencia: la compañía, el aserradero, el hotel, la casa en Tahoe e incluso con el rancho. Si lo consigues, seré el primero en felicitarte. No te tengo miedo.

– No te creo.

– Eso es asunto tuyo -dijo él, encogiéndose de hombros.

– Sabes que puedes ser completamente insoportable, Danvers. Lo sabes, ¿no es así?

Un extremo de su boca se elevó de una manera insolente.

– He trabajado duro para eso.

– Eres un verdadero Danvers.

– Pidamos la comida -añadió él, haciendo desaparecer la sonrisa de su cara.


No volvieron a intercambiar más palabras, y Adria se quedó observando cómo la camarera flirteaba descaradamente con Zachary mientras les señalaba los platos especiales del día. Al final los dos pidieron bocadillos de carne.

Sonaba una canción popular sobre amores perdidos y corazones rotos por encima del tintineo de los vasos, los choques de las bolas de billar y el murmullo de las diversas conversaciones. Aquello era más una taberna que un restaurante, una vieja cabaña de troncos que parecía ser el hogar de una docena de obreros. Habían cambiado los cascos de albañil por gorras de béisbol y sombreros vaqueros, pero parecía que los tipos que estaban sentados en los taburetes de la barra se encontraban como en su casa. A Adria aquello le recordaba Belamy.

– ¿Por qué me has traído aquí? -preguntó ella mientras la camarera dejaba las bebidas sobre la mesa.

– Ha sido idea tuya, recuerdas.

– Pero ¿aquí, en medio de ninguna parte?

– ¿Acaso preferías ir a un restaurante del centro?

– En realidad, no -contestó ella, tomando un trago de su cerveza.

– Pensé que querías conocerme tal y como soy -dijo él, entornando los ojos sensualmente-. Pues aquí me tienes.

– No lo creo. Pienso que me estás escondiendo algo, Zach. Sospecho que intentas asustarme. -Se lo quedó mirando fijamente-. Pero no funciona. -Apoyando la espalda contra el alto respaldo tapizado, añadió-: Tú has crecido en Portland.

– Intento olvidarme de eso.

– ¿Porqué?

Él dudó y se quedó mirando hacia un punto detrás de la espalda de ella, donde -sospechaba Adria- estaba viendo su propia adolescencia.

– Siempre estuve metido en problemas. Al viejo no le causé nada más que preocupaciones.

– Y todavía sigues cultivando ese aspecto de chico malo, ¿no es así?

Él se acomodó contra el respaldo y echó un largo trago de su bebida.

– Puede.

– No tengo ninguna duda de ello.

– Y dime, ¿qué es lo que has descubierto sobre la ilustre familia? -preguntó él, encogiéndose de hombros.

– No demasiado.

Zach se la quedó mirando con expresión interrogante y ella se lo pensó dos veces antes de contestar. Al final, cuando les dejaron los platos de comida sobre la mesa, dijo:

– De acuerdo. La verdad es que la biblioteca es bastante desastrosa. Por supuesto que los microfilmes de los periódicos contenían mucha información sobre el secuestro, pero apenas nada más… en esencia, poco más que eso.

– De manera que sigues con las manos vacías.

– Más o menos. Pero aún no me doy por vencida. -Ella empezó a comer su ensalada y él murmuró entre dientes algo sobre mujer testaruda. Adria hizo ver que no había oído el comentario.

– ¿Y dónde vas a buscar ahora?

Ella sonrió y tomó un sorbo de su bebida; sus miradas se cruzaron por encima del borde de su vaso.

– En muchos lugares. Voy a empezar hablando con los periodistas y con la policía. Créeme, esto es solo el principio.

– Créeme, te irás de aquí con las manos vacías.

– ¿De verdad? ¿Por qué?

– Hay un agujero muy grande en la historia de tu padre. Un agujero tan grande como todo el estado de Montana.

– Soy toda oídos -dijo ella ansiosa por oír lo que tenía que contarle. De alguna manera le parecía importante, puesto que su opinión podría ayudarla.

– Si todo lo que has dicho es verdad -dijo él, cogiendo la mitad de su bocadillo-, en primer lugar ¿por qué se llevó Ginny Slade a London?

– ¿Quién sabe?

– Nadie, supongo -dijo él pensativamente-. Pero no fue porque quisiera un niño, pues de ser así no te habría dejado con los Nash.

– Te entiendo, pero…

– Y tampoco se trataba de dinero, puesto que se dejó una buena cantidad de efectivo en el banco de Portland, y además nunca pidió un rescate.

– Quizá le habían pagado para que lo hiciera. -Mi padre ofreció un millón de dólares, sin hacer preguntas, si le devolvían a la niña. En 1974 eso era una buena cantidad de dinero.

– Todavía hoy es una buena cantidad de dinero. -Pero Ginny no pidió el rescate.

– Puede que tuviera miedo de que la persiguieran. Tu padre, nuestro padre, no era famoso precisamente por ser un tipo que se diera por vencido fácilmente. Además, tenía una reputación que cuidar.

– La simple verdad de todo esto es que tú no puedes ser London.

– Pero te has olvidado de una cuestión -dijo ella tras acabar su cerveza y dejar el vaso vacío sobre la mesa.

– ¿Cuál?

– La venganza. Witt tenía un buen puñado de enemigos, Zach. Había pisoteado a mucha gente, no había tenido reparos en pasar por encima de otros para conseguir lo que quería. A mí me parece que había montones de personas a los que les hubiera encantado verle sufrir. Solo me falta descubrir a una persona en concreto. Y espero que tú me ayudes a descubrir quién.

– ¿Y por qué me iba a tomar yo esa molestia? -preguntó él.

– Porque London era tu medio hermana y mucha gente de esta ciudad cree que tú tuviste algo que ver con su desaparición.

– En aquella época yo era solo un muchacho.

– Un muchacho que siempre andaba metido en problemas. Un muchacho que ya había tenido que vérsela un montón de veces con la ley, un muchacho que había sufrido más de un escarmiento de mano de Witt Danvers, un muchacho que aquella misma noche se vio envuelto en algún tipo de altercado.

– Yo no tuve nada que ver con lo que le pasó a London -gruñó él, tensando la piel de sus mejillas.

– De acuerdo, Danvers, ahora tienes la oportunidad de probarlo. Todo lo que tienes que hacer es ayudarme a descubrir quién soy realmente. Si yo soy London, tu nombre quedará libre de toda duda: la pequeña no murió, sino que creció en un rancho de Montana.

– ¿Y si no lo eres?

– No estarás peor visto de lo que ya lo estabas. Al menos tu familia y la gente que se preocupa por ella sabrá que intentaste descubrir la verdad.

– Excepto… -comenzó a decir él, colocando su plato a un lado.

– ¿Excepto?

– Excepto que me importa un comino lo que piense la «gente que se preocupa» por la familia. -Se echó jacia atrás en la silla y se quedó mirándola con ojos repentinamente llenos de deseo-. Tu oferta no es demasiado buena, Adria. -Su mirada se clavó en la de ella-. No me interesa.


Oswald Sweeny temblaba contra el viento que bajaba de las montañas y se colaba por su abrigo. Le dio una última larga calada a su Camel y tiró la colilla en el suelo de gravilla que rodeaba la casa. En su opinión, Belamy, Montana, estaba tan lejos de la civilización como él nunca había, deseado estar. Cerró la puerta del coche y subió los escalones que le separaban del porche vacío.

Una vez dentro, lo envolvió el calor y el olor de algo que estaban cocinando; sopa o estofado, quizá.

Oyó a la patrona que trajinaba por la cocina, pero de momento no se molestó en decir ni una palabra. Subió la escalera deprisa, encendió la luz y se quitó la chaqueta. En Belamy no había descubierto mucho más de lo que esperaba, y eso le preocupaba, porque ya estaba harto de aquel pequeño pueblo y de sus ciudadanos estrechos de miras y huraños.

Había sospechado que Adria Nash estaba sin blanca y más bien parecía que hubiera ido dejando un rastro de tinta roja: deudas en el hospital, una sustanciosa hipoteca de la granja en la que vivía, Créditos para estudios, facturas de médicos. No hacía falta que investigara mucho más para darse cuenta de lo desesperadamente que necesitaba dinero: el dinero de los Danvers.

Durante las últimas veinticuatro horas había estado recorriendo a pie aquel pueblucho, mientras se le helaba el culo, intentando reunir un informe completo de la historia de Adria. Había algunas discrepancias, pero no muchas, y la parte sobre ella creciendo allí como hija adoptiva de Víctor y Sharon Nash era completamente cierta.

Pero aún había muchos más trapos sucios por descubrir. Lo había visto en los ojos de algunos de aquellos buenos ciudadanos, en cuanto había empezado a preguntar por la familia Nash en general o por Adria en particular. Sweeny estaba seguro de que aquella muchacha ocultaba algo, pero aún no había descubierto qué.

Las piezas que había conseguido juntar a partir de los relatos de las pocas personas de Belamy que habían querido hablar con él formaban un cuadro sencillo. Sharon Nash había sido una hermosa muchacha que se había casado con Víctor, un granjero honrado, unos cuantos años mayor que ella. Todo lo que aquella muchacha le pedía a la vida era convertirse en esposa y madre, pero sus sueños se habían desvanecido al descubrir que no podía tener hijos, y las investigaciones médicas de los años sesenta y setenta estaban más interesadas en la prevención del embarazo que en ayudar a las parejas estériles a concebir. Había ido de médico en médico, desesperándose cada vez más conforme pasaban los años. Cuando la tecnología médica había conseguido avanzar en ese terreno, y empezaron a aparecer los tratamientos para la fertilidad, Sharon era ya demasiado vieja. El tratamiento no funcionó con ella. No quiso aceptar la realidad de que era estéril y empezó a pensar que Dios la había castigado, negándole la posibilidad de tener hijos, por no creer lo suficiente en él.

Los beneficios de la granja eran escasos, y ninguna agencia de adopción quería ofrecer niños a una pobre pareja que apenas podría mantenerlos. Una adopción privada, a causa de los elevados costes, estaba fuera de cuestión. Parecía que Sharon estaba destinada a no ser madre jamás.

Conforme pasaban los años, Sharon enfocaba todas sus energías en la iglesia. Aunque su marido apenas asistía a las misas, Sharon no faltaba ni un domingo, ni la ninguna de las reuniones de oración. Como pensaba que todo el mundo le había fallado -su marido, los médicos y los abogados-, había decidido no confiar en nadie más que en Dios y había acabado convirtiéndose en una fanática al servicio de él.

De pronto, sus plegarias fueron escuchadas, aunque no por medio de la iglesia, sino por medio de un hermano de Víctor que trabajaba en un bufete de abogados. Había un niña -posiblemente pariente suya, según opinaba la mayoría de la gente- en disposición de ser adoptada, y la adopción podría ser factible si Sharon no tenía demasiadas preguntas que hacer. Sharon no tuvo que pensárselo dos veces. No había nada que preguntar. Para ella aquella muchacha se la había enviado el cielo. Victor no lo tuvo tan claro, porque él y su esposa ya eran bastante mayores, pero con tal de ayudar a la desafortunada madre de la niña -una pariente lejana, según había descubierto Sweeny- y de hacer feliz a su mujer, Victor aceptó. Al final, Adria se había convertido en la niña de los ojos de su padre.


Sweeny extrajo una botella del bolsillo de su chaqueta y se echó un reconfortante trago. Todo lo demás que había podido averiguar no eran más que cotilleos y especulaciones típicas de un pueblo, y las vagas referencias de amigos y vecinos. No había ningún informe sobre la adopción en los archivos y Erza Nash, el abogado que había llevado el caso, había muerto y los papeles de su oficina en Bozeman habían sido quemados. Aquello era bastante desesperante. Toda la información que había reunido encajaba perfectamente con la historia de Adria y con el patético testimonio del hombre que aparecía en el vídeo, pero Sweeny podía oler algo allí que no encajaba bien.

Y tenía que ver con el dinero. El dinero que ella no tenía.

La señorita Nash podía tener todas las buenas intenciones que quisiera, pero Sweeny estaba convencido de que iba detrás de la fortuna de la familia Danvers. De alguna manera, aquella muchacha se las había apañado para llegar a la universidad y acabar licenciándose como la mejor de su clase en arquitectura y en economía, pero desde entonces solo había trabajado para una empresa constructora.

El día siguiente pediría un simple informe de sus cuentas bancarias, que confirmaría los rumores de la gente del pueblo, y después pediría cierta información a la Jefatura de Tráfico, que le pudiera dar una nueva perspectiva sobre aquella mujer y le pudiera ayudar a comprender cómo se había metido en aquella historia.

Echó otro trago de su botella y, sin quitarse los zapatos, se tumbó sobre la cama. Durante un par de días más tendría que quedarse en Balemy, un pueblo que era poco más que un cruce de caminos en medio de ninguna parte. Cuanto antes se marchara de allí, mejor para él. Su única pista era Ginny Slade, alias Virginia Watson Slade, y tenía que intentar seguir esa pista, aunque no iba a resultarle fácil. Aquello le costaría tiempo y dinero. Montones y montones de dinero de los Danvers.


Adria se frotó las vértebras de la nuca tras quitarse la ropa. Dejó el suéter sobre la cama y luego se quitó los pantalones. Pasándose los dedos por los bucles se acercó al baño, con su frío suelo de mármol, sus grifos dorados y sus espejos caros. Albornoces con el emblema «Hotel Danvers» en letras doradas colgaban de unas perchas al lado de una ducha lo suficientemente grande para dos personas. Abrió los grifos del jacuzzi y añadió al agua las sales de baño que poco antes había dejado allí la camarera. «Esto no se parece en nada al Riverview», dijo para sus adentros mientras se quitaba las medias y las bragas. Al cabo de un momento estaba ya sumergida en el agua caliente, dejando que los chorros relajaran sus agotados músculos. Con una mueca, cerró los ojos e intentó no pensar en Zachary Danvers y en las inoportunas emociones que provocaba en ella.

Para su maldición, o para la de ella, él era demasiado salvaje y atractivo. Se acordó de él mirando fijamente el retrato de Katherine, su madrastra, en el vestíbulo de la mansión de los Danvers. Sus ojos parecían cargados de secretos. ¿Y qué más? ¿Deseo? ¿Culpabilidad?

«Estás tomándote esto demasiado en serio», se dijo, mientras las burbujas de esencia de lavanda la rodeaban y el jacuzzi seguía masajeándola con chorros de agua caliente. ¿Cuándo fue la última vez que se había dado un baño de burbujas? ¿Hacía diez años? ¿Acaso veinte? No era ese el tipo de lujos en los que creía Sharon Nash, ni siquiera para una niña. Qué diferente habría sido su vida si hubiera crecido como una Danvers, rodeada de un tipo de opulencia que la mayoría de la gente solo llega a soñar, pero que para aquella familia parecía algo normal. ¿La familia? ¿Su familia? Cielos, no era una idea demasiado agradable.

Ya había decidido que Jason era una víbora y Tnsha no era mucho mejor; una mujer amarga y cargada de secretos. Zach era una persona hosca pero también un sarcástico seductor, y Nelson era una persona indescifrable, un hombre retorcido. Pero bueno, eso solo habían sido sus primeras impresiones.

«Probablemente sean todavía peores», se dijo sonriendo al pensar de nuevo en Zach. Había cometido el error de llamarla «Kat». ¿O lo había hecho a propósito? ¿Como una especie de prueba?

Metió los brazos en el agua y se puso a reflexionar en ello. Zach había cometido un desliz. El nombre de Kat había salido de sus labios en el momento en que se estaban besando y acariciando y…

Oh, cielos, ¿habría sucedido lo mismo con Katherine? ¿Su madrastra? Se imaginó cómo pudo haber sido la relación entre Zach y Kat. Había algo en todo aquello que no estaba bien. En absoluto. Su mente empezó a vagabundear por un oscuro y caliente camino, mientras recordaba la expresión de los ojos de él mirando el retrato de Kat. ¿Había en aquella expresión añoranza? ¿Deseo prohibido?

«Esto no te va a conducir a ninguna parte», se advirtió, mientras cerraba los grifos y la habitación quedaba en silencio. Intentó calmar su mente, apartar de ella los pensamientos que la hacían volver una y otra vez a Zach. No podía liarse con él. Lo contrario significaría un suicidio. Ninguno de los miembros de la familia confiaba en ella. Ni siquiera Zachary. Era mejor que no lo olvidara. Harían cualquier cosa con tal de desmentir su historia para demostrar que era una farsante.

Se recostó en la bañera cerrando los ojos y dejando que el agua caliente la rodeara por completo. Solo necesitaba un poco de tiempo para reposar. Relajarse…


Se incorporó, medio adormilada, con la ensoñación de cómo sería hacer el amor con Zachary Danvers; sentir sus fuertes brazos alrededor de su cuerpo, acariciar los músculos de su espalda, besarlo con un salvaje abandono y sin importarle las consecuencias, sin preocuparse por su propia identidad, simplemente amarlo sensual y totalmente, y sentirlo tensándose sobre ella, su cuerpo brillante, sus oscuros ojos rezumando pasión y… ¡Clic!

Abrió los ojos de golpe y se dio cuenta de que había estado soñando, se había quedado dormida lo suficiente para que el agua se hubiera enfriado. Aguzó el oído. Había oído algo… ¿la puerta?

– ¿Hola? -dijo, alcanzando una toalla y saliendo de la bañera. Sintió que se le ponía la carne de gallina y que la temperatura de la habitación era más fría de lo que debería ser-. ¿ Hay alguien ahí?

No hubo respuesta.

Y sin embargo tenía la sensación de que alguien había estado en su habitación.

Agarró uno de los albornoces y se deslizó sigilosamente hacia el dormitorio. Nada parecía fuera de lugar: su ropa estaba en el mismo sitio en que la había dejado, los zapatos reposaban al lado del armario. Las puertas dobles que daban al salón estaban entreabiertas, pero no recordaba si las había cerrado. Entró en el salón y vio que allí todo estaba exactamente como lo había dejado hacía apenas una hora.

La puerta estaba cerrada, aunque recordaba no haber echado el cerrojo.

«¿Qué más da? Quienquiera que haya estado aquí, si es que ha entrado algún intruso, debe de ser alguien relacionado con la familia. Tu familia. Todos ellos forman parte del clan Danvers. Todos tienen acceso a las llaves del hotel.»

«Eres una estúpida», se dijo, y echó el cerrojo que antes había olvidado cerrar.

Pero ¿por qué se iba a arriesgar alguien a entrar en su habitación?

«¿Es realmente tu habitación? ¿Y cómo sabes que no hay cámaras ocultas? ¿Cómo puedes estar segura de que en este momento no hay alguien que puede verte desnuda en el baño?»

«Basta ya -susurró para sí misma-. Esto no es más que un ataque de paranoia, nada más.»

A pesar de todo, miró con atención el techo y las paredes, buscando posibles cámaras ocultas, sintiendo escalofríos ante la idea de que alguien la pudiera estar observando en ese momento. Había sido una locura aceptar aquella habitación -aquel viejo hotel había sido remodelado hacía tan poco tiempo que bien podría disponer de todo tipo de material de vigilancia. Después de todo, no fue ella quien eligió la habitación. La eligió por ella uno de los miembros de la familia.

«No seas tan desconfiada», se dijo, pero se quedó observando la alfombra en busca de huellas que denunciaran que allí había habido alguien más que ella. No pudo ver nada sospechoso, y tras buscar en el armario sin encontrar nada fuera de lugar, se puso el pijama y se metió bajo las mantas de la enorme cama de matrimonio.

No pasaba nada.

Nada.

Su imaginación le había jugado una mala pasada, eso era todo.

Pero en lo más profundo de su corazón, no lo creía. Ni siquiera por un segundo.


Zachary se echó la bolsa de viaje al hombro. Ya era hora de abandonar aquella ciudad. Estar alojado en el mismo hotel que Adria, en la misma maldita planta, era -como mínimo- andar buscando problemas.

Habían pasado dos noches desde la última vez que había estado con ella y había sido incapaz dé sacársela de la cabeza. Tenía bastantes cosas que hacer para mantenerse ocupado, intentando reparar los últimos fallos del maldito hotel, pero sus músculos se ponían en tensión cada vez que le parecía oír su voz o le parecía verla pasar. Nunca se había tenido por un estúpido y nunca había sentido nada parecido a un deseo irrefrenable. Siempre había mantenido la mente serena sabiendo en cada caso qué era lo que quería.

Hasta que se cruzó con Adria.

Fuera quien fuese aquella mujer, sus sentidos estaban exaltados y su normal claridad mental estaba ofuscada por ella. Era hermosa, endemoniadamente hermosa, y se parecía tanto a Kat que cada vez que se encontraba con ella tenía una extraña sensación de deja vu. Además, junto con aquel frío recuerdo, Adria había encendido en él la llama del deseo, haciendo trizas sus inhibiciones, calentándole la sangre y haciendo que perdiera el sentido de la realidad.

¿Qué le estaba pasando?

¿Era realmente su hermanastra?

¿O se trataba tan solo de que aquella mujer de peligrosa hermosura era tan codiciosa que estaba ciega a la realidad? ¿Estaba utilizando su innegable parecido con Kat en beneficio personal o realmente creía que ella era London?

¡Cielos, menudo desastre! Se acomodó la bolsa de viaje en el hombro y esperó a que el ascensor llegara a su planta. Esta vez se iba a marchar, aunque solo fuera por un tiempo. Agradecería las tres horas de conducción a través de las montañas y estaba ansioso por volver al rancho. Necesitaba poner tierra entre ellos y necesitaba tiempo para estar solo. Lejos del enigma que era Adria Nash. A Jason aquello no le iba a hacer ninguna gracia, pero no le importaba.


Una vez en el aparcamiento, dejó la bolsa de viaje en el asiento trasero y se dirigió hacia la casa de Jason en las colinas del este. Su hermano mayor le había pedido que se presentara allí para una reunión familiar y Zach había decidido hacer acto de presencia, para después dejar caer la noticia de que se marchaba. Solo necesitaba un poco de tiempo y de distancia para poner sus pensamientos en orden.

Las puertas del garaje estaban abiertas y el Jaguar de Jason aparcado al lado del Mercedes blanco de su mujer, Nicole. En la tercera plaza había un Rolls Royce negro que brillaba bajo la luz. Uno de los hombres que trabajaba como guarda y mecánico para la familia estaba abrillantando el impoluto guardabarros.

A Jason le encantaban todos esos juguetes. Desde las carreras de caballos a los coches de época; desde las esposas ricas hasta las jóvenes y sexuales amantes; a Jason siempre le habían gustado los juguetes.

Zach se quedó mirando aquella casa en la que había crecido. Intentando alejar de su mente los ingratos recuerdos, golpeó con los nudillos en la puerta principal y esperó. Al cabo de un momento, Nicole abrió la puerta sonriendo lánguidamente a su cuñado. Era una mujer de aspecto aniñado, con el cabello rubio platino y la piel bronceada. Se hizo a un lado para dejarle entrar. -Zachary.

– ¿Está Jason en casa? -Está en el sótano.

– Bien, bajaré a verle -añadió Zach cuando le pareció que ella tenía la intención de conducirle hacia aquella escalera en la que había jugado de niño.

Él y Nelson se habían deslizado por aquella escalera en cajas de cartón, habían hecho carreras subiendo y bajando los escalones uno a uno y habían echado a correr escalera abajo cuando Witt había intentado castigarles. Witt, agarrando con una mano a Zach por el cuello y sujetando con la otra firmemente su cinturón, había arrastrado a su segundo hijo varón por aquella escalera más veces de las que Zach era capaz de recordar. Parecía que Witt estaba determinado a domar su espíritu rebelde, y a pesar de los ruegos de Eunice de que «no la tomara con el chico, que no era más que un niño», Zach siempre había acabado sintiendo el escozor del cuero de la correa de Witt sobre su piel una y otra vez.

«¡Mierda!», dijo para sus adentros, mientras los recuerdos y el dolor zumbaban en su cabeza. Las palizas habían sido brutales, pero no habían conseguido doblegar a Zach. Apretando los dientes hasta que le dolieron las mandíbulas, volvió a guardar aquellos amargos recuerdos en un rincón escondido de su memoria mientras giraba el último recodo de escalera.

Se encontró con su hermano mayor, con las mangas de la camisa arremangadas, tirando los dardos en una diana montada en una pared, al lado de una pequeña barra de bar. Una mesa de billar dominaba la sala y una chimenea de losa se abría en otra de las paredes. A través de unas puertas dobles correderas, se podía ver una sauna y un jacuzzi, y las paredes estaban repletas de trofeos: las cabezas de un oso, de un antílope y de un bisonte, que habían sido cazados por su abuelo, Juhus Danvers, quien se enorgullecía de ser un magnífico cazador. Un oso polar, con las garras extendidas, estaba de pie en una esquina, y entre él y un canguro podía verse una cebra. Los ojos vidriosos y los dientes relucientes de aquellos animales daban la bienvenida a todo el que entrara allí.

– ¿Qué has descubierto? -preguntó Jason sin mirarle, lanzando otro dardo que daba en el blanco.

– ¿De Adria? No mucho -contestó Zach, agarrando la bola blanca de la mesa de billar y haciéndola rodar entre sus manos. Sus conversaciones con Adria habían sido mínimas, pero aun así había conseguido averiguar algunas cosas que no tenía ninguna intención de compartir con Jason-. Creció en una pobre granja en Montana. Su madre era una especie de fanática religiosa y su padre la toleraba, aunque no era un fanático. -Apoyó una cadera contra la mesa de billar-. Está dispuesta a llegar hasta el final de esto sin importarle en absoluto las consecuencias.

– De modo que se trata de una investigación de carácter personal.

– Creo que solo está tratando de descubrir la verdad -dijo Zach, frunciendo el entrecejo y mirando hacia el fuego de la chimenea.

Jason le dirigió una mirada, luego lanzó otro dardo que salió fuera de la diana.

– Parece que estás empezando a sentir debilidad por lo que respecta a nuestra nueva pequeña hermanita.

– Aún pienso que es una farsante.

– Por supuesto que lo es. -Volvió a lanzar otro dardo y de nuevo hizo diana-. La estaremos observando y la veremos tropezar.

– Me vuelvo al rancho.

– Ahora no.

– Esta noche.

– ¿No puedes esperar? Me parece que Manny es muy capaz de… -dijo Jason mientras uno de sus ojos empezaba a parpadear en un tic.

– Volveré dentro de unos días. Pero necesito hacer allí un par de cosas. Tengo que controlar cómo va el rancho y la oficina.

Jason estuvo a punto de replicarle, pero prefirió mantener la boca cerrada al oír pasos en la escalera. Trisha, sin molestarse en saludar a ninguno de sus dos hermanos, se acercó a la barra del bar y se sirvió un vaso de tequila.

– ¿Dónde está Nelson? -preguntó mientras se sentaba en un taburete y le echaba un trago a su bebida.

– Debe de estar al caer.

– He oído que también habéis invitado a mamá.

– Mierda -murmuró Zach, volviendo a dejar la bola blanca sobre la mesa de billar.

– Ella también está incluida en el testamento -dijo Jason.

– Es parte del trato al que llegó con papá cuando se divorciaron.

– Así pues, ella también cuenta.

– Mierda.

Trisha se acercó de nuevo al bar.

– Quizá te vendría bien un trago, Zach.

– No esta noche.

– Y la muchacha, ¿también va a venir ella? -preguntó Trisha, mirando a Jason.

– ¿Adria? ¿Has invitado también a Adria? -A Zach se le tensaron los músculos de la espalda.

– Llegará en cualquier momento -contestó Jason, mirando su reloj-. No quería dejarla fuera, sabes. Pensé que a lo mejor nos proponía un trato y la podíamos mandar ya de vuelta a su granja.

– No lo creo -dijo Zach irritado. No tenía ganas de volver a ver a Adria, no tenía ganas de oler su perfume o de sentirse perdido en sus ojos.

– Mira, incluso aunque sea un fraude, se parece demasiado a Kat como para no preocuparse por ella. La prensa se volvería loca si la descubriera. Empezarían a aparecer fotos en los periódicos, viejas fotos de Kat comparándola con fotos recientes de Adria. Se iban a hacer todo tipo de comparaciones, lo queramos o no, y, desgraciadamente, todos tenemos que admitir que la chica se parece muchísimo a nuestra fallecida madrastra.

– Yo no estoy de acuerdo con lo que dices -dijo Trisha, volviendo a servirse otra copa-. Y no quiero oír hablar más de este tema.

– Los periódicos y la televisión serán solo el principio. Luego se conseguirá un buen abogado, uno de esos que quiere conseguir notoriedad, uno que se arriesgue solo porque su cara salga en los periódicos. Para tener fama, más que dinero, hay que tener un buen montón de abogados.

Trisha se rió.

– Entonces, ¿cuál es tu plan? -preguntó Zach, sintiendo que se le revolvían las entrañas.

Hablar de Adria a sus espaldas, conspirar contra ella, le hacía sentirse más incómodo de lo que le hubiera gustado admitir. Puede que Trisha tuviera razón; quizá necesitaba una cerveza. Los labios de Jason se torcieron en una suave sonrisa.

– Como dicen en El padrino: «voy a hacerle una oferta que no podrá rechazar». -No creo que lo consigas.

– Me parece que cien de los grandes será suficiente.

– ¿Estás dispuesto a darle tanto? -dijo Trisha, quedándose con la boca abierta.

– No para empezar, claro. Empezaremos a la baja y trataremos de intimidarla, pero cien de los grandes no es demasiado si piensas en los gastos de los abogados en caso de que tuviéramos que ir a los tribunales. Y piensa que durante todo ese tiempo las propiedades estarían en suspenso hasta que se llegue a un veredicto. Eso sería mucho peor; un juicio de ese tipo puede llegar a eternizarse.

– Apuesto a que el viejo está en algún lugar del infierno riéndose ahora mismo de nosotros -dijo Trisha, encendiendo un cigarrillo y exhalando el humo en círculos-. Imagínate, dejar casi el cincuenta por ciento de las propiedades a la hija que no pudo encontrar y que no se sabe siquiera si está viva o muerta. ¡Menuda broma!

– A menos que podamos probar que ha muerto -les recordó Jason a los dos- En ese caso, su parte de la herencia se tendría que dividir entre el resto de nosotros.

A Zach se le heló la sangre al ver la fría mueca de sonrisa que curvaba los labios de Jason. ¿Tan lejos eran capaces de llegar cada uno de sus hermanos con tal de meter sus manos en la fortuna de Witt? Todos ellos tenía sus propias hachas para afilar. A Jason le gustaba el dinero; Trisha siempre había querido vengarse de la familia y Nelson era ambicioso por defecto.

«¿Y qué hay de ti? ¿No eres exactamente blanco como la azucena?»

En cuanto a sus hermanos, estaba seguro de que harían todo lo que estuviera en sus manos para conseguir lo que querían. Pero ¿serían capaces de llegar a matar? Sus dientes rechinaron e inconscientemente sus manos se cerraron en un puño.

Trisha sorbió un trago de tequila y suspiró.

– Nuestro padre que está en el infierno. Sin duda uno de los más grandes bastardos del mundo. -Miró de reojo y su mirada se cruzó con la de Zach-No quería ofenderte, Zach.

Zach no hizo caso del comentario. La cuestión sobre su paternidad ya no le importaba. ¿A quién le importaba realmente?

– Solo porque hubiera incluido a London en el testamento, no quiere decir que no podamos luchar contra eso -puntualizó Jason-. ¿No habéis oído que los testamentos pueden impugnarse? Solo tenemos que probar que el viejo padecía enajenación senil cuando redactó el testamento. No creo que sea demasiado difícil. Después de todo, ¿quién en su sano juicio dejaría millones de dólares en herencia a una chica que lleva desaparecida veinte años?

– Entonces, ¿por qué no has hecho nada al respecto? -preguntó Trisha, exhalando humo por la boca-. Después de todo, tú eres el abogado de primera.

– Porque los abogados de papá asegurarían que el viejo estaba tan en su sano juicio como tú y yo. Jurarían que Witt no había perdido ningún tornillo.

– De modo que se trata de su palabra contra la nuestra.

Zach odiaba discutir sobre las propiedades del viejo. Por supuesto, era necesario hacerlo; él no era lo suficientemente tonto ni lo suficientemente rico como para que no le importara, pero lo que deseaba realmente era lavarse las manos en cuanto a los asuntos de la familia. Todos ellos se habían convertido en buitres codiciosos.

«¿Y qué hay de ti? También estás aquí, ¿no es así? Esperando poder quedarte con el rancho.» Demonios, menudo lío. Y además estaba Adria. Al pensar en ella, la sangre se le volvió a caldear y agachó la cabeza descorazonado. No le gustaba la idea de intentar comprar a Adria, pero no tenía ningún plan mejor.

– Bueno, el primer orden del día es deshacernos de nuestra última London -dijo Jason-. Mandarla de vuelta a casa e intentar impugnar el testamento.

– No creo que ella esté de acuerdo en marcharse -dijo Zach con una voz que sonaba mucho más decidida de lo que él se sentía-. Para ella es más una cuestión de orgullo y verdad que de dinero.

Jason meneó la cabeza y alzó la barbilla.

– Siempre se trata de dinero, Zach. ¿Todavía no has aprendido que todo el mundo tiene un precio? Incluso la señorita Nash. Solo tenemos que encontrar la cifra adecuada.

Zach oyó ruidos en la escalera y sus nervios se tensaron. Pudo sentir la presencia de Adria antes de que entrara en la sala detrás de Nicole.

– ¿Ya los conoces a todos, Adria? -dijo Nicole, forzando una sonrisa en su rostro bronceado.

Adria no parecía en absoluto intimidada. De hecho, parecía como si realmente perteneciera a aquel entorno. Tenía las manos metidas en los bolsillos de una chaqueta vaquera con recortes de cuero y ni siquiera se molestó en sonreír. Lanzó una mirada en dirección a Zach y este se puso tieso. Por un momento se quedaron mirando el uno al otro antes de que ella volviera la cabeza para encontrarse con la mirada fija de Jason.

– He recibido el mensaje de que querías verme.

– Así es. Pasa y siéntate… -dijo él, señalando los sillones de piel que estaban colocados al lado de la chimenea-. ¿Te apetece beber algo?

Ella dudó por un instante, pero enseguida le dirigió una leve sonrisa.

– ¿Por qué no? ¿Tienes vino blanco? Chardonnay.

Jason se acercó al bar, como si estuviera obligado a hacer cualquier cosa que ella pidiera. Zach pensó en marcharse, pero antes de que pudiera acercarse a la puerta oyó pasos por la escalera, y Nelson y su madre entraron en la sala. Eunice lanzó una mirada a Adria y por un segundo se quedó pálida, pero enseguida se recompuso.

– Así que tú eres la señorita Nash -dijo Eunice, extendiendo la mano en un gesto que parecía ser de lo más amistoso. Sus ojos eran fríos, su boca estaba apretada por los extremos y la piel de las mejillas estaba tensa sobre los huesos de la cara-. Yo soy Eunice Smythe.

Adria sabía muy poco acerca de la mujer cuyos dedos parecían pergaminos secos, pero había podido reunir unos cuantos rumores sobre ella. Le habría gustado saber la verdad. Se rumoreaba que Witt se había divorciado de ella porque le había sido infiel con Polidori, pero, por supuesto, nadie más que Eunice sabía la verdad. Fuera lo que fuese lo que pasó entre Witt y su esposa, Eunice lo había pagado caro. Se le había denegado la custodia de los hijos en una época en la que los derechos del padre eran casi ignorados.

– Bueno, Adria, Nelson me ha dicho que crees que eres la hija desaparecida del señor Witt. -La sonrisa de Eunice era tan fría como el acero y enseguida soltó los dedos de Adria.

Jason acercó a Adria la copa de vino, que realmente ella no deseaba beber. La sostuvo por la base con fuerza. De repente sintió que se le había secado la garganta y que le empezaban a sudar las manos.

– Sí, esa es la razón por la que estoy aquí -replicó Adria-. Para averiguar la verdad.

– La verdad -murmuró Eunice mientras estudiaba su rostro-. Es algo a veces tan resbaladizo. -Habiendo tomado solo un sorbo, Adria dejó su copa sobre la mesa-. Bueno, pues vayamos a ello, ¿ te parece? -Eunice se sentó en un sillón de color crema-. Nicole, ¿serías tan amable de prepararme un gin-tonic? -preguntó a su nuera, y en cuanto Nicole se lo hubo preparado y se lo acercó, Eunice palmeó el brazo de la muchacha-. Buena chica.

– Siempre lo soy -replicó Nicole con una voz aguda a la vez que le lanzaba una mirada a su marido que podría atravesar una piedra de granito.

Todos los músculos del cuerpo de Adria estaban en tensión; la tensión podía sentirse en el aire, y ella no sabía qué era peor, el estar siendo mirada por todos aquellos animales muertos que había en las paredes o estar rodeada por aquella manada de bestias vivas congregadas a su alrededor. «Tú te lo has buscado -se dijo-. Ya sabías que no iba a ser fácil, así que tendrás que aguantarlo.» Dándose mentalmente una palmada, se sentó en el borde del sofá, exactamente al otro lado de la mesa acristalada de café frente a la que estaba Eunice, y contuvo el impulso de mirar a Zachary para pedirle ayuda en silencio.

Jason se sentó en el sofá, a su lado.

Zachary parecía aburrido. Estaba apoyado contra la piedra de la chimenea, con el rostro sereno, la mirada fija en ella y la barba como si no le hubiera pasado la cuchilla de afeitar en un par de días.

Adria se incorporó un poco y vio cómo Nelson colocaba una pierna sobre el apoyabrazos del sillón de su madre, sentándose a su lado. Nicole, tras haber servido la bebida a su suegra, vio la mirada severa de su mando y enseguida dijo algo sobre echar un vistazo a su hija, para luego subir corriendo las escaleras. Trisha no se reunió con el resto del grupo, sino que siguió sentada en el taburete, junto a la barra de bar, donde fumaba y bebía, observándolos a todos desde la distancia. Había en ella una amargura de una dureza que Adria no era capaz de comprender.

– Ninguno de los que estamos aquí te cree -dijo Eunice de manera rotunda. -No esperaba menos. -Así que vienes preparada para la derrota. -He venido para…

– Lo sé, lo sé -la interrumpió Eunice, alzando una mano y moviéndola en el aire-. La verdad. Escucha -se acercó hacia ella-: no vamos a ponernos ahora a discutir sobre la verdad, ¿de acuerdo? Es aburrido. Noble, supongo, pero a la vez terriblemente aburrido, y todos nosotros sabemos lo que es una mentira. Lo que tú quieres es que la familia te tome lo suficientemente en serio como para que te acojan y te ofrezcan una buena cantidad de dinero para que puedas volver al lugar de donde sea que has venido. -Yo no…

– Corta el rollo -dijo Nelson tranquilo-. Estamos dispuestos a pagarte, pero antes tendrás que firmar un documento…

– ¿Alguno de vosotros está interesado en el hecho de que yo podría, solo podría, ser vuestra hermana? -preguntó Adria-. Sé que estáis preocupados por las propiedades familiares, pero pensad por un momento, ¿qué pasaría si realmente soy London?

– Eso no cambiaría nada -dijo Trisha a través de una nube de humo-. Para nosotros, tú eres una extraña y si te cayeras de la tierra no nos importaría. -Sus labios se curvaron ligeramente hacia arriba-. De hecho, algunos de nosotros lo celebraríamos.

– ¡Trisha! -dijo Eunice bruscamente y luego miró de nuevo a Adria- Es una chica muy violenta.

– Mirad, yo no necesito pasar por esto. Pensé que pie habíais llamado para hablar conmigo, para hacerme preguntas, para ayudarme a descubrir la verdad, pero ya veo que me he equivocado. -Se levantó y se colocó la correa del bolso sobre el hombro-. Lo creáis o no, no he venido hasta Portland para causar estragos en vuestras vidas, o para robaros vuestra fortuna o para hacer daño a nadie de alguna manera.

– Por supuesto que lo has hecho -dijo Trisha.

– No pienso darme por vencida -dijo Adria, poniéndose tiesa.

Trisha, con un cigarrillo colgando de la comisura de los labios, se puso a aplaudir:-¡Bravo! ¡Qué hermoso espectáculo!

– ¡Basta ya, Trisha! -dijo Zachary con tanta vehemencia que Eunice entornó los ojos durante un instante.

– Todavía podemos hacer un trato -dijo Jason, ignorando la salida de tono.

– ¿Todavía quieres pagarme para que me vaya? -dijo Adria, tomando su copa y sorbiendo un trago.

– Hum. ¿Digamos veinticinco mil? Adria estuvo a punto de atragantarse con el trago de vino. Sabía que intentarían sobornarla, pero la cantidad la dejó pasmada.

– Yo… no estoy de acuerdo.

– ¿Qué te parece si subimos a cincuenta? -dijo Jason con una tensa sonrisa.

Nelson se había quedado visiblemente pálido y cuando Adria se quedó mirando a Zachary, este le devolvió una mirada impasible. ¡Él también estaba metido en el asunto!

También él quería deshacerse de ella. A Adria le hervía la sangre en silencio porque se había dicho que él era diferente, que podría ayudarla, que él, el rebelde, se preocuparía por ella. Obviamente, había cometido un error.

– Si me disculpáis -dijo Adria, dejando su copa en la mesa con mano temblorosa-. Creo que me voy a marchar.

– No tienes por qué irte del hotel… -dijo Jason sin echarse atrás.

– Por supuesto que lo haré. Quedarme allí ha sido un error. Solo uno más.

Su mirada se cruzó de nuevo con la de Zachary y esta vez vio un pequeño brillo en sus ojos grises. Recordó cómo la había besado en el jeep, el ansia y la pasión que irradiaba su boca. ¿Había sido todo aquello parte del plan para hacer que se viniera abajo? ¿Podría haberse rebajado tanto él como para seducirla y luego intentar asustarla para que se marchara de allí? Sintiéndose enferma ante esa idea, se puso derecha, dio media vuelta sobre sus talones y se marchó escalera arriba. Por lo que a ella respectaba se acababan de marcar las líneas de la batalla. La familia Danvers podía irse al infierno que a ella no le importaría lo más mínimo.


La medalla brilló al moverse, reflejando la luz mientras se balanceaba al final de una cadena dorada. Barata. Una imitación. Igual que Adria, la mujer que la llevaba.

Había sido un riesgo introducirse en la habitación de Adria en el hotel, pero a veces es necesario correr riesgos. Y mira qué botín tan pobre: una pieza de joyería barata y un par de bragas baratas. Oh, pero eran bastante sexys. De encaje negro y muy pequeñas.

Obviamente a Adria Nash le gustaban los placeres carnales. O puede que fuera una provocadora.

Lo mismo que Kat.

En la intimidad de la habitación del hotel, el asesino de Katherine rebuscaba entre las prendas personales de Adria, con manos temblorosas, tratando de calmarse. Pero era imposible. Recuerdos inoportunos de Kat seguían hiriendo y atormentando a la persona que había acabado con Katherine LaRouche Danvers para siempre.

Incluso ahora, mientras esa persona estaba de pie junto a la ventana del ático con vistas a las luces de la ciudad de Portland, el panorama se confundía con las visiones del largo pelo negro que producía reflejos azules al caer sobre una espalda desnuda, sobre unos pechos erguidos y tersos, y aquellas piernas largas que prometían peligrosos placeres a los hombres.

«Kat.»

¿Nunca acabaría de morir?

¿Nunca acabaría de desaparecer su imagen?

Por Dios, ¿cuánto más iba a durar aquel tormento?

«Tanto como siga estando amenazada la familia. Mientras exista una posibilidad de que la hija de Kat siga viva; mientras London aún camine sobre la tierra.»

La rabia fluía por la sangre de quien asesinó a Katherine. La medalla, apretada tan fuerte en la mano, le hirió la palma, haciendo fluir una sangre que se limpió con el encaje que utilizaba Adria Nash como ropa interior.

No, aquel trabajo aún no había acabado. La amenaza aún existía.

Y la culpable era Adria Nash.

Y London.

Pero todo eso iba a cambiar.

Pronto.

Muy pronto.

14

Nadie la creía. Había dicho en el mostrador de recepción al hombre que estaba a cargo de la seguridad e incluso al propio Zachary Danvers que le parecía que alguien había entrado en su habitación. Incluso aunque había insistido en que había desaparecido una medalla y posiblemente varios objetos más, que le habían robado, no le habían hecho caso.

– ¿Crees que todo esto lo he organizado yo para echarte de aquí? -le había preguntado Zach cuando ella le había llamado.

– Solo te estoy contando lo que ha pasado.

– Mientras estabas echando una siesta en el jacuzzi -le había aclarado él, incapaz o sin querer disimular la incredulidad en el tono de su voz.

– Sí.

– Y piensas que alguien, no, mejor dicho, alguien de la familia Danvers, te ha estado espiando, ¿no es así? ¿Que hemos llenado tu habitación con un equipo de vigilancia electrónica y luego hemos enviado a alguien para que te vigilara mientras dormías en la bañera?

– Ya sé que parece una locura, pero…

– No hay peros que valgan. Es una locura, Adria.

– Pasó como te lo cuento, Zach.

– Muy bien. Hablaré con seguridad. -Su voz traslucía su incredulidad. Solo intentaba calmarla.

– Debería ir a la policía.

– Por favor, hazlo. Y diles lo que acabas de contarme. Pídeles que investiguen en la habitación y busquen huellas dactilares, si es que no están demasiado ocupados. Y explícales que no te quitaron las tarjetas de crédito o el dinero, que no ha desaparecido nada más que unos cuantos objetos personales; y ya que estás allí, también puedes contarles que crees que eres London. Cuéntales que ya pueden cerrar las investigaciones sobre el caso de secuestro.

– Pensaré en ello -había contestado ella, apretando los dientes mientras colgaba el teléfono, aunque por supuesto no pensaba llamar a las autoridades. Todavía no. No antes de haber contratado a un abogado para conocer cuáles eran sus derechos legales. Antes de llegar a Portland había hablado con un abogado de Bozeman, pero había decidido no emprender ninguna acción legal. No hasta que supiera contra qué se estaba enfrentando.

Pero ahora lo sabía.

Se estaba enfrentando a todo el clan Danvers. El proverbial muro de piedra. Y aquel muro estaba recubierto de alambres de espino, un tipo de alambre que amenazaba con cortarle a uno en rodajas si pretendía escalar el muro.

Pero ¿quién podía haberle robado la medalla que le había regalado su padre adoptivo cuando cumplió trece años? Y las bragas. Sintió que el estómago le daba un vuelco de asco y se le puso la piel de gallina. ¿Con qué tipo de depravado se estaba enfrentando?

«Puede que no sea tan grave como piensas. Alguien está tratando de asustarte para obligarte a que te marches.»

«O bien el que robó esos objetos era realmente un chalado. Alguien a quien de verdad le faltan varios tornillos.»

De cualquier modo, ella había decidido ya marcharse del hotel Danvers, alejarse de las miradas curiosas, de las cejas levantadas y de la sensación de que estaba siendo espiada. Lejos de la posibilidad de que quien se había atrevido a entrar a hurtadillas en su habitación pudiera regresar.

Lo que necesitaba era poner distancia entre la familia y ella, se dijo, cuando alquiló una habitación en el hotel Orion, que estaba solo a varias manzanas de allí. El Orion la intrigaba porque había sido el hotel en el que se suponía que Zachary había sido atacado la noche en que secuestraron a London.

El Orion había cambiado de propietario varias veces en los últimos años y había sido restaurado. Mientras el hotel Danvers había sido restaurado para ofrecer la apariencia encantadora de la época victonana, el Orion era de estilo moderno, con moqueta de color beige, luces incrustadas en los techos y las paredes pintadas con suaves reflejos dorados. A pesar de que no tenía ningún encanto especial, el Orion le parecía un lugar adecuado, con tres restaurantes, una piscina, un gimnasio y una sauna.

Estuvo hasta las dos de la madrugada pasando a limpio sus notas y tratando de sacarse de la cabeza cualquier pensamiento acerca de la familia Danvers. Al menos ahora sabía a qué atenerse y que entre ellos no podría encontrar ningún aliado.

Ni siquiera Zachary. Su antigua rebeldía parecía haber desaparecido. Cuando se trataba de la fortuna de los Danvers, era tan codicioso como el resto. Parecía ansioso por marcharse de la ciudad, habiéndola apartado antes a ella del problema con las propiedades de la familia. Mientras se incorporaba en la enorme cama de matrimonio, se detuvo a pensar en él. La había besado como si realmente estuviera interesado en ella, pero ahora le parecía que aquello no había sido nada más que una prueba. Por un momento creyó que él estaba interesado en ella, pero ahora esa idea le parecía una locura. Si ella fuera London Danvers, entonces sería su hermanastra, con lo que un romance con ella estaría fuera de cuestión. Y si no era London, entonces intentaría demostrar que ella era un impostora, con lo que el romance estaba también fuera de cuestión.

No es que ella quisiera tener un romance con él, se dijo. Había aprendido la lección de aquella manera tan dura y no estaba dispuesta a caer en los brazos de Zachary. Ni aunque no tuvieran lazos familiares.

No, lo único que ella quería era descubrir quién era en realidad. Estaba dispuesta a luchar con uñas y dientes para descubrir la verdad, sin importarle cuan profundamente la quisiera enterrar la familia Danvers.


Cuando su jeep ascendía por Santiam Pass, Zachary sacó un cigarrillo del bolsillo, se miró a sí mismo con el ceño fruncido y a continuación encendió las luces largas de su coche, mientras los neumáticos chirriaban sobre el asfalto. Había dejado de fumar años atrás, pero desde la primera vez que puso sus ojos en Adria, había sentido una incómoda necesidad en él, una incómoda necesidad que la nicotina no podía satisfacer. Nada podía alejar de él aquellos sentimientos, excepto una cosa: hacer el amor con Adria Nash. Apretó los labios al pensar en eso y al instante sus pantalones vaqueros se tensaron.

Pero ella estaba definitivamente fuera de su alcance. «¡Por Dios bendito, podría ser tu hermana!» Rechinó los dientes y puso la cuarta velocidad. La verdad de aquel asunto era que Adria o London o quienquiera que fuese era la mujer más atractiva que había visto desde hacía mucho tiempo. Hermosa, sexual hasta la exasperación, con una determinación y una lengua afilada que debería hacerle sentir repulsa, pero que la hacía aún más fascinante que cualquiera otra de las mujeres que conocía. Incluso más que Kat. Para su madrastra, él no había sido más que una presa fácil en la que se había fijado, y durante el tiempo en que ella lo había seducido, Zachary se había sentido manipulado. Estando en la cama con Kat, se había sentido perdido en el erotismo, pero en cuanto el sexo había acabado, se había sentido vacío, emocionalmente seco y con la incómoda sensación de haber sido utilizado.

Después de Kat había intentado alejarse de las mujeres, pero había sido difícil; y cuanto más distante se hacía, parecía provocar aún más la atracción que las mujeres sentían por él. Y por mucho que fuera un infierno, le encantaba el sexo. Así de sencillo. Pero no necesitaba los líos emocionales que se derivan de una noche en la cama con una mujer, de modo que había intentado mantenerse célibe. Pero aquello no había funcionado y había llegado incluso a casarse.

Había conocido a Joanna Whitby poco después de que Kat muriera. En retrospectiva, su relación amorosa había estado condenada al fracaso desde el principio. Zach, que cargaba con un fardo de sentimiento de culpabilidad, se había sentido hundido cuando Kat se suicidó y Joanna estuvo allí para consolarlo. Con sus mágicas manos, sus balsámicas palabras y su cuerpo complaciente, ella le había ayudado a olvidar. Se habían casado. El no había llegado a sospechar que ella podía estar interesada en conseguir un trozo del pastel de los Danvers, pero por supuesto ese fue el motivo de que se casara con él. Cuando le dijo que él no estaba interesado en aquella fortuna, ella no pudo creerlo.

– No puedes hablar en serio -le había dicho ella con una de sus hermosas sonrisas-. ¡Zachary, eso es una locura!

– No es mayor locura que estar dando vueltas alrededor del viejo y besándole la mano, para esperar que decida incluirme en el testamento.

Cuando ella se dio cuenta de que Zach no iba a implorar a Witt y que este apenas le iba a dejar una miseria, encontró una buena razón para divorciarse de él y se marchó. Había oído decir que se había casado de nuevo con un viejo de Seattle, un viudo sin hijos, y que ahora ya estaba instalada para el resto de su vida.

Eso esperaba Zach. Había aprendido la lección de lo que las mujeres le piden a la vida y supuestamente todo giraba alrededor de los billetes de banco. Adria no iba a ser diferente. Y se parecía tan endemoniadamente a Kat que llegaba a dar miedo.


Jack Logan no tenía ganas de perder su tiempo con Adria. Retirado del departamento de policía, ahora vivía en Sellwood, una pequeña comunidad a medio camino entre el sudeste de Portland y Milwaukee. Su casa estaba en la calle Treinta, detrás de un almacén que había sido reconvertido en una de las antiguas tiendas por las que era famoso Sellwood.

Adria había estado llamándole y dejándole mensajes en el contestador y, como había visto que él no le había respondido, había decidido ir a verlo en persona. Pero no había podido pasar de la puerta del patio, donde montaba guardia un amenazador pastor alemán.

Obviamente, el ex detective de policía quería defender su intimidad.

Tampoco tuvo más suerte con Roger Phelps, un investigador privado al que Witt había contratado para intentar descubrir el paradero de su hija secuestrada veinte años atrás. Phelps estaba retirado, vivía en Tacoma, y cuando Adria se había puesto en contacto con él por teléfono, este le había dicho que nunca comentaba con nadie los casos de sus clientes. Cuando ella le había explicado quién era, él se había echado a reír diciéndole que «se uniera al club». Aparentemente había visto ya demasiadas London Danvers cuando Witt había puesto el anuncio ofreciendo un millón de dólares de recompensa.

«Segundo fallo», se dijo mientras colgaba el teléfono en la habitación de su hotel. Otra razón por la que se alojaba en el Orion era porque esperaba que hubiera aún algo en aquel viejo edificio que pudiera hacerla recordar la noche en que London Danvers fue secuestrada y Zachary Danvers fue golpeado casi hasta la muerte.

La mayoría de las personas que habían trabajado allí entonces ya hacía tiempo que habían abandonado su empleo en el hotel. Solo una mujer tailandesa de mediana edad y el hombre que vendía los periódicos en el vestíbulo del hotel seguían conservando sus puestos. La camarera no pudo contarle nada y le dijo en un inglés titubeante que no la entendía, pero el hombre que vendía golosinas, cigarrillos y periódicos estuvo dispuesto a rememorar aquel día.

– Claro que me acuerdo -dijo él cuando ella se le acercó-. Caramba, yo estaba exactamente aquí, en este mismo lugar, cuando vi al muchacho de Witt salir tambaleándose del ascensor. Enseguida me di cuenta de que le pasaba algo. Por supuesto que en ese momento no me di cuenta de quién era, no lo supe hasta el día siguiente, cuando empezaron a correr las noticias. -Con una mano nudosa golpeó un montón de periódicos que tenía sobre el mostrador-. Enseguida se empezó a especular con un secuestro, asesinato o asalto a mano armada, pero nadie sabía realmente qué era lo que había pasado.

»Se rumoreaba que el chico de Danvers había estado aquí con una mujer de la vida. En la habitación 317; no, me equivoco, en la 307. Eso es, en la 307. El encargado llevó allí a la policía y creo que encontraron bebidas, drogas y un buen charco de sangre en la alfombra, pero ni rastro de la prostituta ni de los dos tipos que se supone que habían apaleado al chico de Danvers.

– ¿A nombre de quién estaba registrada la habitación? -preguntó ella, apoyándose contra el mostrador. -Eso es lo más curioso del asunto. No se lo pierda. El nombre de quien se registró en la habitación era Danvers. Witt Danvers.

– Witt -dijo ella sorprendida-. Pero… -Menuda broma, ¿no? -dijo él entre carcajadas-. Mientras Witt estaba allí, en su propio hotel pasándoselo en grande, alguien utilizando su nombre se había registrado en esa habitación que utilizaba como picadero. -Alzó la cabeza y fijó la atención en un tipo que vestía traje oscuro y le pedía el Wall Street Journal. Después de darle el cambio al tipo, volvió a dirigirse a Adria-: Si quiere que le dé mi opinión, creo que Anthony Polidori estaba detrás de todo. Siempre hubo mala sangre entre los Polidori y los Danvers. Durante generaciones. Y aquella enemistad pareció explotar cuando Witt perdió a su hija pequeña y Zach Danvers, si se quiere creer lo que dice, identificó a los tipos que le dieron la paliza como dos de los que trabajaban para los Polidori. -Las cejas plateadas del hombre se elevaron por detrás de la montura de sus gafas-. Parece que aquello fue algo más que una coincidencia.

Ella sabía que había habido algún tipo de enemistad heredada entre la rica familia italiana y el clan Danvers, pero no entendía qué relación podía tener aquella enemistad con el secuestro. Tras hacerle varias preguntas más, que no le llevaron a ninguna parte, compró un par de barras de caramelo y dos revistas sobre Portland, luego comprobó si tenía algún mensaje en la recepción del hotel y subió a su habitación.

De camino, se detuvo en la tercera planta y avanzó por el pasillo hasta pararse delante de la puerta 307. De modo que esta era la coartada de Zach. Una cita con una prostituta italiana. Adria sonrió. En aquel momento apenas era un muchacho de diecisiete años. ¿Qué estaba haciendo allí con una prostituta?

Estúpidamente, sintió una pizca de celos hacia la persona con la que se había encontrado allí. Pero qué le podía importar a ella, ¡en aquel momento solo tenía cinco años! ¡Y era su hermana! Maldita sea, aquello era más complicado de lo que ella había pensado. No había planeado sentirse atraída por Zachary. Solo había esperado que podrían ser amigos, quizá cómplices, y eventualmente demostrar que pertenecían a la misma familia… pero nada de romance, nada peligroso, nada tan escandaloso. Durante un instante pensó en su madre y en lo que esta le había dicho sobre el camino que Adria estaba tomando: «El pecado se paga con…». «¡Basta!», se dijo, reprendiéndose. Ya se había convencido de que tenía que olvidarse de Zachary. Aparte del hecho de que aquel hombre podría ser su hermano, no era el tipo de hombre con el que convenía liarse: un tipo duro al que no le costaba demasiado cruzar al otro lado de los límites de la ley, al que le importaba un pimiento lo que pensara la gente, que creía que el mundo debía ser como él pensaba que debía ser y no lo aceptaba como era. El hombre perfecto para mantenerse alejado de él.

Exceptuando que lo necesitaba. Si es que aún pretendía descubrir la verdad.

Hizo el esfuerzo de no pensar más en Zachary, agarró el pomo de la puerta e intentó abrir, pero estaba echado el cerrojo y no pudo entrar. No es que aquello fuera a servirle de ayuda. Probablemente la habitación habría sido redecorada al menos tres veces desde la noche en que Zach recibió aquella tremenda paliza. ¿Cuánto había de verdad en aquella historia? ¿Cuánto de fabulación? ¿Cuánto había de exageración en lo que le había dicho el viejo del vestíbulo?

Zach parecía tener la clave de lo que pasó aquella noche, pero solo le había contestado con evasivas, desconfiando de sus motivaciones. De alguna manera tenía que descubrir la verdad. No era una tarea fácil, pensó, mientras se introducía en el ascensor rodeado de espejos del Orion y apretaba el botón para que se cerrara la puerta.


Como habían convenido, Jack Logan se sentó en un rincón oscuro del café Red Eye, un pequeño local cercano al aeropuerto. Era un lugar lleno de humo que ya había utilizado en otras ocasiones, cuando no quería ser reconocido. Vio acercarse a Jason Danvers y maldijo para sus adentros. Iba vestido con un traje caro y, por el amor de Dios, acababa de salir de su Jaguar.

– ¿ Por qué no te has puesto un cartel de neón en la espalda? -gruñó Logan, meciendo su vaso de McNaughton's.

– ¿Qué?

– Se te ve a kilómetros de distancia.

– No tengo intención de quedarme aquí demasiado tiempo -dijo Danvers, frunciendo el entrecejo.

– Ni yo tampoco.

Jason pidió un whisky con hielo, y esperó hasta que la camarera dejó las bebidas sobre la mesa y recogió el dinero. Ignorando su bebida, metió la mano en un bolsillo de su chaqueta y sacó la cinta de vídeo, que acercó a Logan deslizándola sobre la mesa.

– ¿Qué es?

– Espero que nada. -Jason puso a Logan al corriente de los detalles.

– ¿Cuántas copias de esta cinta hay por ahí?

– Sabe Dios. Ella me dio una y yo le pasé una copia a Sweeny.

– ¿Ninguna a la policía?

– Todavía no. Pensé que te podrías encargar tú del asunto.

– Deberías ir a la comisaría.

– Hay allí demasiados chivatos. Si voy a la comisaría, aparecerá en las noticias de las seis de la tarde.

Logan farfulló algo. No podía negar que Jason tenía razón.

– Veré qué es lo que puedo hacer, pero esa muchacha está metiendo las narices por todas partes.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Jason inquieto.

– Llamó a mi casa una docena de veces e incluso vino a verme.

– ¿Hablaste con ella?

– Aún no.

– ¡Mierda! -Se pasó una mano nerviosa por el pelo-. Esto es peor de lo que me temía.

– ¿Te preocupa?

– Maldita sea, claro que sí -dijo Jason, echando una ojeada alrededor.

– ¿Crees que puede tratarse de London?

– ¡No!

– Pero no estás seguro.

– Nada es seguro, Logan.

– Es idéntica a tu madrastra. -Los hombres se quedaron mirándose durante unos segundos, compartiendo un secreto que ninguno de ellos quería revelar, y luego Jason se tomó de un trago su bebida.

– No hables con ella hasta que descubramos qué pretende. Si hace público este asunto, tendremos que llevar la cinta a la policía.

– Pero no antes.

– No.

– ¿Y dices que Sweeny está investigando?

– Ahora mismo está en Montana. Comprobando la veracidad de su historia. Me llamó ayer.

– Es un completo estúpido.

– Trabaja con él en este asunto, ¿de acuerdo? Mantén las orejas abiertas y la boca cerrada. Si el asunto llega hasta la policía, házmelo saber. -Jason dejó un billete de veinte dólares sobre la mesa y salió del local.

– Maldito hijo de perra -murmuró Logan entre dientes, mientras recogía el billete de veinte dólares y lo cambiaba por uno de cinco.


Manny tenía razón. En el rancho todo funcionaba a la perfección. No hacía falta que Zach estuviera allí. Una vez más, no se le necesitaba. Era la historia de su vida. Sonrió tristemente para sus adentros, mientras caminaba sobre la nieve recién caída hacia el cobertizo donde Manny estaba reparando el tractor. En la pared había un montón de herramientas colgadas, un banco de trabajo ocupaba toda la pared y flotaba en el aire un olor a aceite y polvo.

Las luces de los fluorescentes parpadeaban y Manny, doblado sobre sí mismo, estaba medio tendido sobre el motor del tractor.

– Maldita máquina -murmuró mientras intentaba reparar la conducción de gasóleo.

– ¿Cómo va eso? -preguntó Zach.

– De maravilla -contestó él gruñendo, mientras manipulaba una llave inglesa. Satisfecho con su trabajo, se apoyó en la carrocería y se incorporó.

De sangre Paiute, Manny era un hombre alto con la piel oscura y brillante, cabello largo que empezaba a encanecer y un rostro inusualmente carente de expresión. Recogió su sombrero negro de vaquero del asiento del tractor y se lo colocó en la cabeza.

– Creí que te había dicho que te podías quedar en la ciudad el tiempo que hiciera falta.

– No podía aguantar más allí.

Manny hizo una leve mueca mostrando uno de sus dientes de oro.

– No te culpo por eso. La única razón para ir a la ciudad son las mujeres y el whisky. Y las dos cosas las puedes conseguir aquí.

Zach se acordó de Adria. En ese momento las mujeres eran un peligro para él. Especialmente una que afirmaba ser su hermana. Al menos el whisky aún era seguro.

Salieron juntos del cobertizo. El cielo era de un color gris azulado, el aire era fresco y negras nubes empezaban a aparecer por el oeste recortándose sobre la ancha silueta de las Cascades.

– ¿Ya te has sacado de encima todos los asuntos familiares? -preguntó Manny.

A lo lejos relinchó un caballo.

– Eso no sucederá nunca -contestó Zach.

Si no era Adria, aparecería otra impostora. Durante el resto de su vida, Zach se encontraría con mujeres que pretenderían ser London Danvers. Solo esperaba que las demás no le llegaran a afectar de la misma manera que esta de ahora. Sabía que una de las razones por las que había conducido a toda velocidad por las montañas era poner cierta distancia entre él y ella, para volver solo cuando se hubiera aclarado las ideas.

– Conseguí un comprador para los novillos de dos años.

– ¿Para todos? -preguntó Zach, intentando olvidarse de la mujer que afirmaba ser su hermana.

– Doscientas cabezas.

– Es un buen comienzo.

– Hum.

– Sube… Te invito a comer y de paso me puedes poner al corriente de todo.

Había pasado todo el día en el rancho, revisando los libros de cuentas, mirando ofertas para comprar y vender ganado y tierras, y luego había dado una vuelta por la propiedad. La bomba de agua de la casa y de los edificios colindantes no funcionaba bien, el techo de uno de los cobertizos parecía un colador, tenía un conflicto con el gobierno acerca de la tala de algunos pinos viejos y uno de sus clientes asiduos -que durante años le había comprado cientos de cabezas de ganado- se estaba retrasando en los pagos. En los ranchos colindantes había aparecido un brote de virus en el ganado y varios rancheros de la zona se habían visto afectados. Se esperaba que Zach se presentara en la reunión local de la Asociación de Ganaderos de Bend, y tenía que encargar las provisiones y los recambios que necesitaba tener en el rancho para pasar el invierno.

– Lo mismo de siempre, lo mismo de siempre -dijo Manny mientras conducían entre los pastos y descubría una abertura en la verja por la que podría escaparse el ganado. Era verdad. Aunque había problemas en el rancho, ninguno de ellos era insuperable. Manny y los demás hombres podían mantener el rancho en funcionamiento mientras Zach estuviera en Portland.


Se detuvo en su oficina en Bend y descubrió que el trabajo de la constructora no avanzaba muy deprisa, como había sucedido desde que él había centrado toda su atención en la remodelación del hotel. Hizo varias llamadas telefónicas, se reunió con una pareja de inversores, que estaban interesados en construir una nueva zona de ocio alrededor del campo de golf, y habló con su secretaria, Terry, una pelirroja bajita de treinta años que esperaba su tercer hijo para febrero. Eficiente hasta el punto de que podía hacer funcionar la oficina ella sola, conocía a Zach mejor que cualquier otra persona.

– ¿Qué tal la vida en la ciudad? -preguntó ella en cuanto lo vio entrar en la oficina.

Estaba sentada tras el escritorio -con un lápiz colocado tras la oreja y una taza de café al lado de la máquina de escribir- comprobando las cuentas bancarias, y pequeñas arrugas de preocupación cruzaban por su frente.

– No es gran cosa.

– Jason ha llamado -le informó, echándose hacia atrás en su silla giratoria que protestó con un crujido.

– ¿Aquí?

– Intentó encontrarte en el rancho, pero no estabas. Manny le dijo que habías venido a la oficina, de manera que trató de localizarte aquí. Dijo que era urgente que hablaras con él.

– Para Jason todo es siempre urgente.

– Me pareció que insistía más de lo habitual. -Ella dejó las gafas sobre la mesa, agarró su vaso medio lleno de café y se puso en pie. Doblando ligeramente la espalda, se acercó hacia la máquina de café y se sirvió otra traza-. ¿Quieres uno? Es descafeinado.

– Gracias, da igual -dijo Zach, negando con la cabeza.

Tras sorber un poco de café, ella le preguntó:

– Y por qué piensa Jason que necesita que te quedes en Portland… ¿el hotel?

– Sí, probablemente se trate de eso -dijo Zach, pero sospechaba que el problema era Adria Nash.

No había ninguna duda de que tendría que volver a la ciudad. Sintió que la sangre le empezaba a hervir. No quería volver a ver a Adria, no quería tener que enfrentarse de nuevo con el conflicto de emociones que ella le inspiraba.

Mientras sonaba el teléfono y Terry corría a descolgarlo, Zach cogió la jarra de café y se sirvió una taza de aquel insulso descafeinado.

– En un segundo estará contigo -dijo ella con una dulce sonrisa y presionó el botón de retención de llamada-. Es tu querido hermano de nuevo y parece que está bastante enfadado.

– ¿Porqué?

– Dijo algo sobre «airear la mierda». -Ella volvió a sus cuentas bancarias y Zach entró de nuevo en su despacho. Cerrando la puerta de golpe, agarró el teléfono y se sentó en el borde del escritorio-. ¿Sí?

– ¿Dónde demonios te has metido? -preguntó Ja-son y Zach pudo notar la agitación en su tono de voz.

– ¿Cuál es el problema?

– Ya sabes cuál es el problema. ¡Adria es el problema! Me parece que está dispuesta a ir a los periódicos con su cuento.

– ¿Te lo ha dicho ella?

– Me lo ha dado a entender.

Zach sintió que los músculos de sus hombros se tensaban como si fueran cables de acero.

– ¿Qué ha pasado?

– La llamé y le ofrecí un poco más de dinero.

– Y ella se rió de ti.

– Más que reírse.

– Por Dios, Jason, tú nunca das marcha atrás, ¿no es así? -Se había puesto de nuevo de pie sin siquiera darse cuenta.

– Vuelve aquí enseguida.

– Para arreglar lo que tú has estropeado.

– Haz lo que tengas que hacer, Zach. Pero sabes que estás metido en esto tan hasta el fondo como todos nosotros.


Anthony Polidori no soportaba ser molestado mientras desayunaba. Durante los últimos años, cualquier interrupción de sus comidas o de su sueño la entendía como una afrenta personal, y había dado instrucciones estrictas a todo el personal de su casa para no ser interrumpido por nadie. Ni siquiera por su hijo.

Estaba sentado al lado de la ventana del salón con vistas al río y había tomado un cruasán con dedos perezosos, mientras echaba un vistazo al periódico buscando los partidos del día. Era una mañana soleada de finales de octubre y se había puesto las gafas de sol para protegerse de la luz.

Mario entró en el salón con un tazón en la mano. Llevaba el pelo revuelto y no se había afeitado. Tenía muy mal aspecto. Se sirvió café de la jarra que reposaba sobre la mesa. Mario era una persona sin civilizar y sin modales.

Anthony no disimuló su irritación. Dobló el Oregonian por la sección de deportes y dejó sobre la mesa su vaso de zumo.

– ¿Qué ha pasado? -Su hijo no solía levantarse antes del mediodía.

– Malas noticias -dijo Mario, poniendo cara de matón, la misma que le había metido en tantos problemas con las mujeres. Se acercó a los ventanales y se quedó mirando una barcaza que era remolcada río arriba.

– Deben de serlo para haberte hecho salir de la cama cuando todavía luce el sol.

Mario soltó un gruñido y luego se dejó caer en la silla de hierro forjado que había delante de la de su padre.

– Me parece que te interesará escuchar lo que te voy a contar.

– Estoy esperando.

– Parece que ha llegado a la ciudad una nueva mujer.

– ¿Esa es la novedad?

Mario echó lentamente un poco de leche en su café.

– Podría serlo. Afirma que es London Danvers.

Los ojos de Anthony se entornaron pensativamente detrás de sus gafas de sol.

– Eso no es una novedad. Era predecible.

Los oscuros ojos de Mario parpadearon mientras se incorporaba y le quitaba a su padre el tazón de frutas que este reservaba como postre de su desayuno. Sorprendido, Anthony hizo un gesto a la camarera, la cual ya se había anticipado a su petición y salía de camino a la cocina.

– Siempre hay alguna mujer que afirma ser London.

– Pero deberías ver a esta -dijo Mario, rascándose la barba incipiente-. Es una jodida imagen viviente de la vieja señora. Katherine, ¿no era así como se llamaba?

La espalda de Anthony se puso ligeramente rígida. No le gustaban las palabrotas, al menos no en la mesa, y no estaba de humor para escuchar las tonterías de su hijo. Últimamente estaba insoportable.

– O sea que se parece…

– No solo se parece… por lo que he oído ¡es su viva imagen!

Anthony agarró el tenedor cuando la camarera traía un nuevo tazón de frutas y un plato para Mario. Parecía que su hijo estaba disfrutando de su desayuno, haciendo muecas mientras engullía una gruesa salchicha, colocando los codos sobre la mesa e ignorando cualquier sentido del decoro.

– Acaso debería conocer a… ¿cómo se llama?

– Adria Nash. Viene de un pueblo de Montana. Tengo a un par de tipos trabajando en ello.

– ¿Cómo has sabido de ella? No he leído nada en los periódicos ni he oído una palabra de eso en las noticias.

– Todavía no se ha hecho público, pero probablemente pronto lo será. Uno de mis hombres la descubrió en la inauguración del hotel. Fue allí con Zach Danvers y luego se presentó a todos los miembros de la familia. -Mario tomó un trago de su café-. A Jason casi le da un colapso.

– Me lo puedo imaginar -dijo Anthony secamente-. ¿Crees que puede ser ella?

– Podría ser. -Mario atravesó a su padre con una dura mirada-. Ya sabes que hay mucha gente que cree que tú secuestraste a la niña.

Anthony tomó del plato el resto de su cruasán.

– Si yo la hubiera secuestrado, ¿crees que estaría ahora yendo a ver a la familia Danvers para comunicarles que ella era la niña desaparecida? -Notó cómo empalidecía su hijo y sintió una pizca de satisfacción-. ¿Qué es lo que piensa Trisha? ¿Está preocupada? -le preguntó con frialdad.

– ¿Cómo quieres que yo lo sepa? -Un músculo se tensó en la mandíbula de Mario.

– ¿No la sigues viendo?

– Ya te encargaste tú de eso hace mucho tiempo -dijo su hijo con amargura.

– Trisha Danvers es como el resto de la familia. No se da por vencida. Nunca. Cuando quiere algo, lo persigue hasta conseguirlo. Y, muchacho, ella te quiere conseguir a ti. Siempre fue así, e incluso te utilizó para enfrentarse a su padre. Para ella no eres más que un instrumento, hijo.

Los ojos de Mario centellearon con furia. Anthony agarró su periódico abierto y se preguntó quién sería aquella mujer que se hacía llamar London Danvers. Tenía que descubrir todo lo que pudiera sobre ella. -Creo que deberíamos invitar a la señorita Adria Nash -dijo, mirando a su hijo por encima del periódico. Mario había dejado a un lado su plato y lo observaba con mirada siniestra. -¿Porqué?

– Por los viejos tiempos.

– Witt está muerto. ¿ Qué te importa a ti todo este asunto?

Anthony no se molestó en contestar. ¿Cómo le podía explicar a su hijo que las enemistades familiares nunca se acaban? No importaba cuántos protagonistas hubieran muerto, la venganza debía continuar hasta el final. Anthony no estaría satisfecho hasta que no quedara en Portland ni un solo Danvers.

Se sintió contento con la noticia de que había aparecido una nueva London Danvers.


Adria llamó a la puerta del pequeño apartamento de Tigard, un barrio situado en las colinas de la zona oeste de Portland. Al cabo de unos instantes, vio un ojo negro que la observaba por la mirilla y enseguida oyó cómo descorrían el cerrojo. Se abrió la puerta y una mujer mexicana, bajita, con una larga melena negra y unos increíbles dientes blancos, se paró ante la entrada.

– ¿ La señorita Santiago?

– Por el amor del cielo -susurró la mujer, abrazándola- Es usted la viva imagen de la señora.

– ¿Me permite pasar? -preguntó Adria.

Había concertado una cita con aquella mujer, María Santiago, quien había trabajado para la familia Danvers hasta que fue despedida, poco después de la muerte de Witt. Le había explicado quién era y qué estaba investigando, y María había aceptado, aunque con reticencia, entrevistarse con ella.

– Por favor, por favor… -María se apartó de la puerta y la invitó a entrar-. Tome asiento.

Adria se sentó en el borde de un sofá floreado que estaba desgastado por las esquinas y María en una mecedora situada al lado de la ventana, colocando los pies sobre un escabel.

Adria ya le había explicado por teléfono por qué estaba en Portland. Le había contado su historia, diciéndole que había sido adoptada, que deseaba saber cuáles eran sus raíces, pero que habían sido destruidos todos los informes sobre su pasado, y María, que obviamente se sentía sola, había aceptado hablar con ella.

– No quisiera pedirle que me contara nada confidencial -dijo Adria-. Pero hay tantas cosas que desconozco de la familia Danvers que creo que usted podría ayudarme.

María alzó la barbilla y miró por la ventana hacia el aparcamiento.

– Hace unos años, no le hubiera dicho ni una palabra -admitió ella-. Pero luego murió el señor y Jason me despidió. Ahora… -Se apretó las manos con ansiedad-. ¿Qué desea saber?

– Todo.

– Ah, eso nos llevaría mucho tiempo. Es una larga historia.

Adria no podía dar crédito a su buena suerte. Sonrió a la amable mujer.

– Yo tengo todo el resto de mi vida -le dijo y se acomodó en el sillón dispuesta a escuchar.


Eran casi las diez de la noche cuando regresó al Orion y su cabeza, al igual que su magnetófono, estaba llena de datos sobre la familia Danvers, de secretos y de respuestas a varios misterios, incluido el de la enemistad con la familia Polidori.

Decidió que celebraría su éxito con una copa de vino y un baño caliente en la habitación del hotel, porque al día siguiente tendría que mudarse a otro más barato. Después de eso, aún le quedaban varias cosas importantes que hacer. Dado que la familia Danvers se negaba a reconocerla, iba llegando el momento de dirigirse a la policía y a la prensa. En cuanto pudiera tener una vivienda más permanente, hablaría con las autoridades de la ciudad y ofrecería una entrevista a algún periódico local, para empezar a mover aquel asunto. Luego, por supuesto, tendría que hablar también con los abogados que administraban las propiedades de Witt. No había pretendido llegar tan lejos, pero la habían empujado a hacerlo.

La habían llamado fraude, oportunista, cazafortunas e impostora. Las autoridades y los abogados que cuidaban de «sus intereses» dirían la última palabra. Aunque no todavía. Pensar en la prensa la hacía sentirse como si fuera una atracción de circo. La familia Danvers pelearía contra ella con todo el dinero que tenían. Intentarían acallar cualquier rumor y tratarían de desacreditarla buscando cualquier cosa en su pasado, hurgando y hurgando hasta encontrar un fallo en su historia, alguna inexactitud que pudiera llevarles a negar que ella era London.

Eso era lo que deseaba.

«¿Y qué pasaría con Zachary?»

Oh, cielos, sí. Zachary. ¿Qué pasaría con Zachary?

Una vez en su habitación, se quitó la ropa, se sirvió una copa de Chabils y luego se metió en la bañera llena de agua caliente. Bebió lentamente mientras pensaba en su hermano.

Atractivo. Inteligente. Rudo.

Problemático. „

Zach Danvers era el tipo de hombre al que debía evitar, si no quería que le rompiera el corazón.

15

Media hora después, cuando salía de la bañera y se secaba la piel con una de las mullidas toallas del Orion, Adria se puso a pensar en su misión -su investigación para descubrir su verdadera identidad. ¿Era ella London Danvers? Y si así fuese, ¿qué importancia tenía? ¿Realmente quería estar relacionada con aquella gente, el clan Danvers? Ninguno de ellos le gustaba. «Excepto Zachary.»

No es que confiara en él. No era mejor que los demás, pero no podía sacarse su imagen de la cabeza. Rudo, mientras que sus hermanos pretendían ser, personas educadas; aparentemente irreverente, mientras que Nelson intentaba hacer ver que siempre seguía las reglas. Zachary era arrogante porque no le importaba nada; Jason era arrogante porque creía que se merecía el dinero y el poder con el que había nacido.

Zachary era diferente.

¿A causa de la sangre que corría por sus venas? ¿Por qué podía ser un Polidori? Aquello le parecía una idea desagradable, pero intrigante. Su relación con ella podría entenderse mejor si él no fuera parte de la familia Danvers. Limpió el vaho del espejo con la punta de la toalla y se puso a pensar en Zachary, en el tipo de hombre que era, en lo que podría sentir estando en la cama con un hombre como aquel. Aquella idea fue como una bofetada en plena cara. ¿Qué estaba haciendo fantaseando con un hombre que la detestaba, un hombre que podía ser su hermano? Dándose una reprimenda mental, se miró en el reflejo del espejo y se dijo que tenía que pensar en él como si fuera un hermano: aquel irritante seductor era, ya fuese o no su hermano, su peor enemigo. Lo mismo que el resto de la familia. Se puso una camiseta y se metió en la cama. Las sábanas estaban almidonadas y limpias, pero no tenían la misma frescura campesina y el mismo aroma de las sábanas de lino que utilizaban en su casa. En Belamy. Era divertido, durante años había estado pensando en escapar. Las luces de la gran ciudad habían atraído su joven corazón, pero demasiadas cosas la habían mantenido unida a aquel pueblo que nunca había considerado su casa. No es que lo echara de menos, pero las duras tierras de Montana ya no le parecían tan odiosas, y por primera vez en muchos años pensó de nuevo en su tierra y sintió una punzada de nostalgia.

Pero no pensaba salir corriendo de vuelta hacia la seguridad y el aburrimiento de Belamy. No cuando ya había llegado tan lejos. «La gente de arrestos se crece en las adversidades», se recordó mientras se apoyaba en la almohada.

Cerrando los ojos escuchó el ruido del tráfico, un disparo y enseguida el sonido distante de las sirenas de la policía. Se preguntó dónde estaría Zachary, y luego, irritada por haber dejado otra vez que se metiera en sus pensamientos, se enrolló en las sábanas e intentó alejarlo de su mente. De todas formas, ¿qué le importaba a ella dónde estuviera? Era demasiado inteligente para dejarse atrapar por él. Incluso aunque resultara no ser su hermano, incluso aunque no hubiera tenido ningún romance con su madre, incluso aunque su apellido no fuera Danvers, no era el tipo de hombre en el que podía confiar y era mejor que dejara de interesarse por él.

«¿Interesarse? ¿Como quien dice "enamorarse"?» De ninguna manera. Aquel hombre era un fruto prohibido, y ahí acababa todo. Lo encontraba seductor solo porque era un tabú. Erótico porque era la persona equivocada para ella, la menos apropiada.

Y aun así, ahí estaba: no conseguía sacárselo de la cabeza. Recordó su irreverente y torcida sonrisa resplandeciendo en medio de su dura mandíbula; se acordó de cómo se había sentido cuando sus labios se aprestaron con deseo contra los de ella, con una extraña luz brillándole en los ojos y aquellas manos varoniles recorriendo su cuerpo.

«¡Por el amor de Dios, déjalo ya!»

«¡Olvídalo. No es alguien por quien puedas sentirte atraída! ¡Es tu enemigo! ¡Es igual que el resto de la familia! Piensa, Adria. Utiliza tu mente y sé lista.»

Oyó la campanilla del ascensor sonar varias plantas más abajo y el carrito del servicio. Y luego permaneció escuchando el zumbido de la calefacción mientras se quedaba dormida. Tuvo sueños eróticos, fantasías de sudorosos cuerpos desnudos y entrelazados, de labios que maridaban los lugares más recónditos y de dedos que recorrían susurrantes cuerpos deseosos. En sus sueños, se ponía horcajadas sobre él, con su desnuda piel brillando a luz de un fuego que se apagaba, con el pelo húmedo y s ojos negros albergando un íntimo secreto.

Lo deseaba con tanta ansiedad, y ahora mismo, pero había algo más, alguien más en aquella habitación, con una presencia sin rostro, oscura y amenazadora, acechando en las sombras.

Oyó unos pasos que se arrastraban por el suelo.

«¿Quién anda ahí?», gritó buscando con la mirada por las oscuras esquinas, con el corazón latiéndole con fuerza. Miró hacia atrás en busca de Zachary, pero este había desaparecido y ahora ella estaba sola. «¡Zach!» Pero su voz solo hizo eco en el silencio, golpeando contra muros que no podía ver.

Sintió un nuevo roce y un escalofrío en la piel. «¡Zach!, ¿dónde estás?» Se levantó y echó a correr a toda prisa y desnuda como estaba. Se encontraba en un callejón y la niebla la rodeaba, alguien la perseguía y ella podía oír sus pisadas resonando sobre los adoquines.

«¡Zach!», gritó de nuevo, desesperada, pudiendo ya sentir a sus espaldas el aliento de su atacante. «¡Ayúdame!» Siguió corriendo, con sus pies desnudos golpeando el irregular pavimento. Oh, Dios, ¿dónde estaba? Si al menos pudiera alcanzar la próxima esquina…

¡Demasiado tarde! Quienquiera que la estaba persiguiendo ya estaba casi a su altura. Podía oír su respiración, sentirlo a su lado. Una mano la alcanzó y la agarró por el cuello…

Adria abrió los ojos. Todo estaba a oscuras. El corazón estaba a punto de salírsele del pecho y tenía todo el cuerpo bañado en sudor. Por un momento no supo dónde se encontraba, pero enseguida empezó a recordar… El Orion… a salvo… con la puerta bien cerrada.

Entonces, ¿por qué esa sensación de desasosiego? ¿Por qué le castañeaban los dientes y apenas podía respirar? Había sido un sueño. Solo un sueño. No pasaba nada. Intentó tranquilizarse y ponerse de pie. Fue hasta el baño y bebió un vaso de agua…

Y entonces lo vio. Alguien acababa de introducir un pequeño sobre por debajo de la puerta.

«Probablemente sea la cuenta», se dijo, pero prefirió ir a comprobarlo.

Con todos los nervios en tensión, cruzó por encima de la alfombra y cogió el sobre del suelo. Estaba en blanco. Y cerrado. Con cuidado lo abrió metiendo una uña por debajo de la solapa.

Dentro no había más que una nota: «Tiene usted un paquete en el mostrador del vestíbulo».

«¿Qué?» Abrió la puerta pero el pasillo estaba vacío. Le pareció que allí estaba ocurriendo algo raro. Algo muy malo. «No vayas tan rápido.» Se acercó a la pequeña mesilla de noche que había junto a la cama y marcó el número de teléfono de la recepción.

– Soy Adria Nash -dijo cuando le contestó al otro lado del cable una voz femenina. Dio el número de habitación y preguntó-: ¿Tiene algún paquete para mí?

– Déjeme que lo mire. -Oyó cómo colgaban el auricular y a los pocos minutos de escuchar una música de ambiente la mujer volvió a estar al habla-. Sí, señorita Nash, tiene usted un paquete. Se lo haré llegar inmediatamente.

– Espere un momento. ¿Sabe quién lo envía?

– No, lo lamento. Estaba en la oficina de recepción. Probablemente lo trajo un mensajero. Voy a comprobar el libro de anotaciones y se lo digo.

– Gracias.

Adria colgó el auricular y al cabo de dos minutos un botones llamó a la puerta de su habitación llevando en las manos un grueso paquete envuelto en papel marrón, con su nombre escrito en letras mayúsculas. Dio una propina al botones y a continuación, antes de que pudiera abrir el paquete, sonó el teléfono.

– Señorita Nash, soy Ellie, de recepción. No sabría cómo explicárselo. Quizá hubo algún descuido, porque normalmente el personal que se encarga de esto es muy eficiente y toma nota de todos los paquetes que llegan y del nombre del emisor.

Adria se quedó mirando el envoltorio que sostenía entre las manos y sintió que se le encogía el estómago. Fuera lo que fuese lo que había allí dentro, parecía blando.

– Le pido disculpas en nombre del hotel y espero que esto no le cause ningún trastorno.

– No… está bien -dijo Adria aunque sentía, sosteniendo el paquete entre las manos, que allí había algo que no funcionaba-. Si tengo más preguntas que hacerle, bajaré a la recepción.

– Gracias -dijo Ellie y Adria colgó el teléfono.

«No lo abras, ¿y si se tratara de una bomba?»

Esto es ridículo. ¿Una bomba? Imposible. Pero aun así… ¿acaso debería llamar a la policía?

«Oh, por el amor de Dios, estás dejando que tu imaginación te juegue una mala pasada», se dijo enfadada. Y a continuación rompió el envoltorio del paquete. No explotó ni nada le saltó a la cara. Pero cuando miró en su interior, se le heló la sangre.

Allí, metida dentro de una bolsa de plástico, había una rata muerta con uno de sus pequeños ojos brillantes visible a través del plástico. Adria tiró el paquete al suelo como si estuviera al rojo vivo. «Oh, Dios mío, Dios mío», susurró, tapándose la boca con una mano.

¿Quién podía haberle enviado aquello?

Sintió que la bilis le subía por la garganta.

¿Se trataba de un aviso?

¿O no era más que la diversión de algún pervertido que trataba de burlarse de ella metiéndole miedo?

«Misión cumplida», se dijo, intentando calmarse un poco. Apretando los dientes, cogió un pañuelo de papel de la mesilla de noche y agarrando con él la bolsa de plástico la sacó del envoltorio.

Había algo más en el paquete, una nota intimidatoria de la persona que le había enviado aquello. Con dedos temblorosos sacó la hoja de papel y leyó:


¡VETE A TU CASA, PERRA!


«Oh, Dios», murmuró. A través del plástico, se dio cuenta de que había algo que brillaba bajo la luz, y estuvo a punto de vomitar cuando reconoció en aquel objeto la cadena y el colgante que le habían robado, colocado alrededor del cuerpo inerte de la rata.

La sencilla pieza de joyería que su padre le había regalado estaba fuertemente anudada a aquel pequeño cuerpo.

«Maldito seas», exclamó, sintiendo arcadas.

Para recuperar la cadena debería abrir la bolsa, desatarla del cuerpo del animal, limpiarla y…

«¡No lo toques, no lo vuelvas a tocar! ¡Tienes que ir ahora mismo a la policía! Tienes que contarles lo que está pasando. Ellos pueden encontrar huellas o alguna pista en el paquete. Además, quienquiera que esté detrás de esto puede seguir intentando aterrorizarte, o acaso algo aún peor.»

Dejando escapar un suspiro y sin tocar el paquete le donde había caído, se acercó a la ventana y la abrió para que entrara aire fresco.

«Piensa, Adria, piensa.» Se apartó el pelo de la cara con manos temblorosas e intentó calmarse.

Poco a poco se sintió más tranquila. Había crecido a una granja. Los animales muertos y toda clase de redores -ratas, ratones, musarañas, ardillas y otros por el estilo- eran algo con lo que ella y los gatos de la casa estaban acostumbrados a enfrentarse. Lo que le iba miedo no era la rata muerta, sino la intención que escondía tras aquel envío, y el hecho de que alguien hubiera entrado en su habitación en el hotel Danvers, hurgado y robado entre sus efectos personales, y después hubiera matado una rata y se la hubiera enviado junto con su cadena. Aquello era escalofriante.

Se acercó al teléfono. Podía llamar a la policía. O al personal de seguridad del hotel. O a Zach.

Que era probablemente lo que aquel degenerado esperaba que hiciera. Quienquiera que fuese, seguramente esperaba que saliera corriendo a hablar con las autoridades. De modo que, lo quisiera o no, era mejor que esperara… al menos hasta que pudiera tener cierta idea de lo que estaba sucediendo allí.

Por el momento, aún estaba a salvo, pero tenía que mantenerse en guardia.

Quienquiera que fuera el que estaba detrás de aquel gesto monstruoso iba a tener que enfrentarse con ella.

«Pero puede tratarse de alguien peligroso. Esto puede que no sea más que el principio de algo aún mucho peor. Cuanto más te enfrentes al clan Danvers, más se enfrentarán ellos a ti.»

Hizo un repaso mental de los miembros de la familia. ¿Habría sido uno de ellos? O cualquier otra persona, ¿alguien con quien todavía no se había encontrado? ¿Alguien relacionado con la familia Danvers que no quería que apareciera London?

Quienquiera que estuviera detrás de aquella broma de mal gusto se iba a llevar una buena sorpresa. Adria no pensaba echarse atrás. Con cautela, utilizando un pañuelo de papel, volvió a meter la bolsa de plástico en el envoltorio y abrió la puerta del frigorífico del mini-bar. Luego sacó varias botellas de cerveza y soda para hacer sitio, y colocó en su lugar el paquete. Puso en la puerta de la habitación el cartel de no molesten y se sentó a pensar en su próximo movimiento.


El teléfono estaba en una de las esquinas de detrás de la taberna, entre las mesas de billar y los servicios. Sweeny esperó a que sonara la señal de línea en Portland. Iba a informar a Danvers, pero primero tenía que hacer otra llamada.

La voz de Foster sonó al otro lado del cable. «Has llamado a las oficinas de Michael Foster. En este momento no estoy aquí, si dejas tu nombre y un número de teléfono yo te llamaré cuando vuelva…»

– Mierda -gruñó Sweeny-. Foster, ¿estás ahí? ¡Soy yo, Sweeny. Coge el maldito teléfono. -Esperó un momento, pero nadie contestó-. Demonios -gruñó de nuevo-. Mira, sé que estás ahí, de modo que levanta el maldito auricular. Tengo un trabajo para ti. Uno muy bien pagado, de manera que si te interesa… -Esperó de [nuevo, pero no hubo respuesta. Golpeando con las puntas de los dedos en la tapa de las desgastadas Páginas Amarillas, se decidió a darse por vencido-. Llamaré más tarde.

Cuando hubo colgado el auricular, intentó sacarse ¡de encima el mal humor, pero le fue imposible, como parecía que era imposible que el maldito viento frío dejase de soplar en aquel pueblo.

Se sentó a la barra del bar y se bebió su copa, mientras escuchaba una canción country que hablaba de un tipo completamente destrozado por la muerte de una mujer. Cielos, qué lugar tan miserable. Entraron varios pueblerinos, sonrieron al camarero a la vez que intercambiaban con él unas cuantas palabras y se subieron a sus taburetes habituales. Aquello era igual que uno de esos seriales baratos de la televisión. Sweeny casi podía adivinar sus nombres: Norm, Cliff, Sam… En lugar de quedarse boquiabierto observando a aquella pandilla, prefirió ponerse a mirar el partido de béisbol que retransmitían por televisión. Aunque ni siquiera sabía de qué equipos se trataba.

Le dolían los huesos por el trabajo de la noche anterior. Había ido en coche hasta la granja donde había crecido Adria Nash y había estado hablando con la gente que se cuidaba de ella ahora, pero no había conseguido descubrir gran cosa. O bien aquella pareja era poco habladora por naturaleza, o bien habían pensado que él era un vendedor de seguros que pretendía colocarles una póliza contra incendios para la casa y los cobertizos. Ni siquiera le habían invitado a entrar. La mujer había mantenido la puerta entreabierta con la cadena puesta y habían estado hablando a través de la delgada rendija. Al salir de la granja, se había dirigido a los almacenes de depósito del pueblo, había sobornado al muchacho que hacía el turno de noche y había abierto el armario que pertenecía a Adria Nash. Sweeny se había pasado varias horas allí, rebuscando entre las cajas y los muebles, y abriendo uno tras otro todos los embalajes hasta llenarse de polvo, para salir de allí con la Biblia de la familia, así como con todos los recibos devueltos que demostraban que Adria Nash estaba realmente en bancarrota. No era de extrañar que fuera tras el dinero de los Danvers. Ahora, el montón de recibos y la Biblia estaban de nuevo guardados en la unidad de almacenamiento de Adria. Había hecho fotocopias de todos los recibos y de la parte del árbol genealógico familiar de la Biblia familiar, así como de varias páginas con anotaciones. Luego le había dado un billete de cincuenta dólares al chico que vigilaba el almacén y había vuelto a colocar las cosas en las cajas, tal y como las había encontrado. Adria nunca se daría cuenta de lo que había pasado.

Pero todavía estaba helado de frío y en aquel pueblucho de mierda. Pidió otra cerveza y echó un vistazo a su reloj. Agarró su maletín y volvió otra vez hasta el teléfono. Esta vez Foster estaba en su oficina. Descolgó el teléfono al segundo timbrazo.

– Ya era hora -farfulló Sweeny.

– Oswald, qué alegría oírte -dijo Foster sin ocultar el sarcasmo en su tono de voz.

– Sí, ya.

– Bueno, he recibido tu mensaje, ¿de qué se trata? -De un buen negocio. Quiero que me encuentres a algunas personas. La primera tiene varios nombres. Se hace llamar Ginny Slade, Virginia Watson o Virginia Watson Slade. Debe de tener unos cincuenta años, más o menos, creo, y está casada con Bobby o Robert Slade.

– ¿Eso es todo? -preguntó Foster.

– ¿Qué más necesitas?

– Watson y Slade no son nombres poco comunes. ¿Qué te parecería una localidad para empezar? Ya sabes, algo así como al este del Mississippi.

– Espera un momento. -Oswald abrió su maletín con impaciencia y sacó las fotocopias del árbol genealógico que había en la Biblia-. Espera, déjame ver -dijo, moviendo el dedo por la página-. Mira, parece que Virginia nació en Memphis, Tennessee. Ella y Bobby se casaron en la Primera Iglesia Cristiana en junio de 1967. Además de estos datos concretos, sé que viajó hasta Montana al menos una vez y dejó allí a su hija en adopción. Probablemente se llamaba Adria, o algo por el estilo. Una pareja mayor, Víctor Nash y su esposa Sharoh, adoptaron a la niña hacia finales de 1974, creo, aunque no he podido encontrar ninguna referencia a una fecha concreta, porque no existen registros oficiales.

– ¿Eso es todo?

– No exactamente -dijo Sweeny, imaginando que esta nueva información podría sorprenderle-. Escucha esto: sospecho que la tal Virginia Slade fue la niñera de London Danvers.

Se oyó un largo silbido al otro lado de la línea telefónica.

– Ginny Slade.

– Bingo.

– ¿En qué estás metido? No, espera, déjame que lo adivine. Ha aparecido la niña y reclama su parte de la herencia.

– Lo has pillado.

– Puede ser interesante.

– Mira a ver qué puedes averiguar.

– ¿Dónde puedo encontrarte?

– Yo te llamaré. ¿Necesitas algo más?

– ¿Qué te parecería un número de la Seguridad Social?

– Claro. -Sweeny volvió a mirar sus notas sobre Ginny Slade-. Lo tengo -le dijo y a continuación le leyó el número que esta tenía en su cartilla cuando había sido niñera de London.

Le explicó cuatro cosas más sobre el asunto y colgó esperando que Foster pudiera averiguar algo más. Era un pirata informático reconocido desde los años ochenta, que había encontrado la forma de sacar provecho a sus habilidades. Sweeny no sabía realmente cómo trabajaba, si se metía en los archivos del Censo Nacional o algo por el estilo, o si tenía algún conocido en el gobierno que trabajaba para él, pero Foster había formado parte del servicio nacional de búsqueda de personas desaparecidas, incluso de personas que no deseaban ser localizadas. El caso es que de una forma u otra siempre realizaba su trabajo.

Satisfecho, Sweeny cerró su maletín. Ahora ya se sentía mejor. Otra copa más y ya podría llamar a Jason Danvers.


Adria miró hacia atrás por encima del hombro, pero no vio ninguna cara conocida entre el tumulto de personas que pasaban por delante de la puerta de entrada del Orion. Se dijo que se estaba comportando como una paranoica, que nadie la estaba siguiendo, pero no podía quitarse de encima la sensación de que alguien la ¡estaba observando. Y la rata muerta que tenía en la nevera del minibar le servía para recordarle que alguien sabía dónde se alojaba y a dónde iba. Durante todo el día, mientras daba vueltas por la ciudad buscando una residencia más permanente, había tenido la sensación de que un par de ojos estaban clavados en su espalda, observando cada uno de sus movimientos. Había pensado que quizá se tratara de nuevo de Zach, pero este no había aparecido y su estilo no era el de permanecer en las sombras. Podía haber estado siguiéndola, como ya había hecho antes, pero al final habría acabado enfrentándose con ella. «Entonces, ¿quién?», pensaba mientras echaba un ¡nuevo vistazo a la calle. No vio a nadie escondido tras jun periódico o parado al lado de una cabina de teléfono

0 echando un vistazo rápidamente a los escaparates de las tiendas de enfrente en el momento en que ella mira-iba en su dirección. La persona que le había enviado el paquete la había puesto al límite. Ahora andaba medio escondida. Antes de abandonar el hotel por la mañana temprano, había estado hablando con el jefe del servicio, con el personal de seguridad y con la oficina de recogida de paquetes. Nadie recordaba haber visto a alguien dejando un paquete para ella. Quienquiera que estuviera detrás de aquello había sido muy cuidadoso. Y ella también tenía que serlo.

Saludando con la mano al viejo que vendía periódicos al lado del mostrador, Adria entró en el hotel y preguntó en recepción si le habían dejado algún mensaje. Tenía una llamada de teléfono y un sobre duro con su nombre escrito sobre su superficie de lino, esta vez no en letras mayúsculas. En lugar de leer los mensajes allí mismo, donde cualquiera que pasara podría verla, decidió dirigirse hacia el ascensor.

Una vez en su habitación, se quitó los zapatos, echó un vistazo al frigorífico y luego se dispuso a leer las notas. La llamada de teléfono era de Nelson Danvers, quien quería hablar con ella «urgentemente». Bueno, eso parecía un progreso, pensó. Pero podía hacer esperar a Nelson todavía un poco más.

La invitación que iba dentro del sobre de lino era algo inesperado. Sacó una tarjeta escrita a mano y leyó el contenido:

El señor Anthony Polidori desearía tener el honor de poder contar con su presencia esta noche a la hora de cenar, las siete en punto en el Antonio's. Un coche irá a recogerla a la puerta del hotel.

Ningún número de teléfono. Ninguna dirección. Solo una nota dejada en la recepción del Orion.

Adria volvió a leer las pocas líneas. ¿Qué podía querer de ella Polidori? Obviamente, se habría enterado de que estaba en la ciudad afirmando ser London Danvers, pero ¿cómo? ¿Y cómo había averiguado dónde se alojaba? Sintió un escalofrío que le recorría la espalda y se acercó a la ventana para mirar afuera, sospechando de nuevo que alguien podría haber estado siguiéndola o que quizá ahora alguien podría estar vigilando su ventana.

No vio a nadie apoyado en una farola mientras miraba hacia su ventana, ni ninguna figura sospechosa escondida entre las sombras.

«Cálmate», se dijo mientras se golpeaba los labios con el borde de la tarjeta y se acercaba al armario, donde echó un vistazo a su exiguo guardarropas. ¿Podría ser peligroso entrevistarse con Polidori? ¿Acaso debería rechazar su oferta? ¿O debería ir a ver qué era lo que quería de ella?

Se rió de sí misma al darse cuenta de que estaba empezando a pensar como una Danvers. Ella no tenía ningún motivo para temer a Polidori; de hecho, conocer al peor enemigo de Witt Danvers podía llegar a aclararle muchas cosas. Según todos los miembros de la familia, él fue el sospechoso número uno del secuestro de London. ¿Por qué la quería ver?

Se puso una sencilla camiseta negra de cuello alto, se echó el pelo hacia atrás y se colocó una chaqueta.

Cuando salía a toda prisa del ascensor hacia el vestíbulo, ya había llegado la limusina y el chófer la ayudó a entrar en el oscuro interior. No estaba sola. Había dos hombres sentados uno frente al otro. El más bajo, un hombre mayor vestido con un elegante traje gris y gafas oscuras, la saludó.

– Señorita Nash -le dijo, tomando su mano, mientras ella se sentaba a su lado-. Bienvenida, bienvenida. Yo soy Anthony Polidori. Mi hijo, Mario.

– Es un placer -dijo Mario con calma.

Era un hombre moreno y de buen aspecto, con rasgos regulares, un cabello negro y rizado más largo de lo que estaba de moda, y los ojos del color de la obsidiana.

– Me ha sorprendido que quisieran verme -dijo ella, decidiendo hablar sin tapujos.

Anthony sonrió y golpeó la rodilla de su hijo con el bastón.

– Se ha sorprendido. -Se golpeó los brazos mientras la limusina arrancaba-¿No ha oído usted hablar de la enemistad entre mi familia y la familia Polidori? -preguntó él con voz escéptica.

– Algo he oído -contestó ella con evasivas, sin intención de hablar más de lo imprescindible.

– Lo imaginaba. -Durante unos instantes pareció que se perdía en sus pensamientos y solo el sonido suave de la música clásica llenó el afelpado interior del coche-. Mario, ¿dónde están tus buenos modales? Pregúntale a la señorita Nash si quiere algo para beber.

– Más tarde, quizá -dijo ella, pero Mario ignoró su respuesta y le sirvió una copa de vino de una botella que acababa de extraer de una cubitera.

– Por favor, hágame el honor -insistió Mario. Mario, que debía de rondar los cuarenta años, parecía llevar su buena presencia como si se tratara de un traje caro. Parecía que estaba posando cuando se movió para sentarse delante de ella. Mientras le acercó la copa llena de vino espumoso, su dedo le rozó la mano solo durante una fracción de segundo, pero su mirada no se apartó de ella aún después de apartar la mano.

Mirando hacia afuera por los cristales ahumados, Anthony chasqueó la lengua.

– Es una pena, esa enemistad -admitió-. Pero no se puede hacer nada para solucionarla. Se remonta varias generaciones, sabe usted. Empezando por Julius Danvers y mi padre.

Eso era algo que Adria ya sabía. María, que había trabajado para los Danvers durante muchos años, le había hablado de Stephano Polidori y de cómo llegó a convertirse en rival de la familia Danvers.


El patriarca de la familia Danvers, Julius Danvers, había hecho dinero y había empezado a amasar la fortuna familiar a finales del siglo XIX. Había sido un maderero inmigrante que había tenido la previsión de adquirir todos los terrenos ricos en árboles que había podido comprar, pedir, tomar prestados y, en alguna ocasión, robar, y no solo había fundado la compañía que se dedicaba a la tala de árboles, sino que había fundado una serie de aserraderos que se extendían desde el norte de California hasta la frontera canadiense al norte de Seattle.

Se rumoreaba, pero nunca se pudo probar, que Julius era un auténtico hijo de perra capaz de matar a cualquier hombre que tratara de interponerse entre él y su poder sin rival en el negocio de la madera en el Pacífico nordeste. Su culpabilidad en algunos «desafortunados accidentes», que habían costado la vida a algunos de los hombres que no le eran especialmente leales, siempre se había dado como cierta, pero nunca se había llegado a probar.

Hombre ya acaudalado a principios del siglo XX, Julius diversificó los negocios dedicándose a los barcos y a los hoteles, e invirtiendo la fortuna familiar en nuevos sectores de la industria. Abrió el elegante hotel Danvers en el centro de la ciudad a tiempo para la Exposición de Lewis and Clark en 1905. El hotel, que se tenía por el más lujoso de Portland, se convirtió en el hogar de la élite de quienes viajaban a la ciudad del río Willamette.

A pesar de que Julius no había acabado el instituto, fundó también el Reed College, el primer colegio universitario de Portland, donde estudiaban sus hijos y conseguían tanto diplomas como clase social.

Julius era famoso por su carácter duro y cruel, y todo el mundo suponía que le había hecho favores a políticos, jueces y policías, y que así había tenido a muchos hombres importantes en un puño, a base de llenarles los bolsillos de dinero. Julius siempre había tenido buen cuidado de alinearse con los poderosos y bienpensantes de la ciudad y del estado, para así poder asegurarse de que nada podría entrometerse en su camino hacia la riqueza o las ambiciones familiares.

Su mayor competidor era Stephano Polidori, un inmigrante italiano, de los pocos que había en Portland, que había empezado su carrera trabajando en un huerto de verduras al sureste de Portland. Stephano había empezado vendiendo verduras con un carrito y más tarde con una camioneta, ahorrando hasta el último céntimo para comprar cuantas granjas pudiera mantener. Cuando la ciudad y los negocios crecieron en ella, abrió un mercado de frutas y verduras al aire libre, y más tarde un restaurante. Había llegado a ahorrar el suficiente dinero como para construir un hotel que hiciera la competencia al hotel Danvers en cuanto a lujo a principios de siglo.

También la familia Polidori se había enriquecido, y cuando Stephano empezó a diversificar sus negocios, se enfrentó con las ambiciones de Julius: llegó a pujar más alto que este por las propiedades a orillas del río y convenció a muchos hombres de negocios de que su hotel era capaz de servir mejor a sus necesidades que el hotel Danvers.

Stephano y Julius se convirtieron en feroces rivales.

Julius no podía aceptar que Stephano fuese capaz de hacer algo más que vender lechugas y tomates con un carrito. Pero Stephano era tan astuto y peligroso como su fiero competidor. Al igual que Julius, Stephano utilizaba su poder para comprar escalones en la jerarquía social pudiente de Portland.

La rivalidad y el odio que existía entre estos dos hombres y sus familias se hacía más profunda conforme pasaban los años.


– He oído hablar de Julius al igual que de su padre -aventuró Adria mientras la limusina giraba para entrar en el aparcamiento de un restaurante situado a la orilla del río.

– Hombres testarudos, los dos -suspiró Anthony con voz profunda-. Todos culpamos a Julius por la muerte de mi padre, ¿sabe usted?

Por supuesto, había leído las noticias sobre el incendio. Había sido la noticia más importante de 1935. La causa de la catástrofe había sido un incendio de grasa que había comenzado en la cocina, pero algunos periodistas se preguntaban si Stephano había muerto realmente por accidente o si Julius Danvers había tenido algo que ver en la tragedia, que había incendiado el hotel y los alrededores hasta los mismísimos cimientos.

Sobre la tumba de su padre, y en presencia de multitud de periodistas, Anthony Polidori, el nuevo patriarca de la familia, había jurado vengarse contra la asesina familia Danvers.

– Ya hemos llegado -dijo Anthony, señalando el restaurante-. Lo dirige un amigo mío.

El chófer abrió la puerta de la limusina y Anthony, casi sin apoyarse en su bastón, se bajó del coche y se dirigió delante de ellos hacia la plataforma del muelle que daba a la puerta de entrada del restaurante.

En cuanto entraron por la puerta el maître los saludó a gritos. Desde la cocina se oyeron las voces de los cocineros y camareros enviándoles también sus saludos. En aquel restaurante italiano, Anthony no tenía enemigos.

– Qué alegría verte por aquí de nuevo -le saludó con entusiasmo el maître-. Tu mesa ya está preparada. Por favor, acompañadme. -Les dirigió subiendo unos pocos escalones hasta un pequeño reservado, una sala de la segunda planta rodeada de cristaleras, que ofrecía una vista de 360° de los puentes que cruzaban el oscuro río Willamette.

– Es bonito, ¿no le parece? -preguntó Anthony.

– Mucho -afirmó Adria mientras el maître le apartaba la silla para que ella se sentara.

– El río Willamette es la sangre que da vida a esta ciudad. -Anthony dirigió su vista hacia el río y se quedó mirándolo como si no se cansara nunca de ver aquel panorama del Willamette y de los rascacielos que se erguían en la orilla oeste.

Sin esperar a que pidieran la comida, un esbelto camarero les trajo vino y pan crujiente italiano.

– ¿Lo de siempre? -preguntó mientras servía tres vasos.

– Para todos -contestó Polidori.

– ¿Por qué quería usted verme? -preguntó ella cuando hubo desaparecido el camarero.

– ¿No se lo imagina? -Los negros ojos de Anthony parpadearon maliciosamente mientras reía entre dientes.

– Es porque hemos oído que ha venido usted a Portland para defender sus derechos de herencia. Porque afirma usted ser London Danvers -intervino Mario.

– ¿Por qué les importa eso? -dijo Adria, tomando un sorbo de su Chianti.

– Pruebe el pan -le ordenó Anthony, ignorando la pregunta por el momento- Es el mejor de la ciudad. Probablemente de todo el Noroeste -añadió, cogiendo él mismo una rebanada.

– ¿Todavía les preocupa la familia Danvers?

Anthony le ofreció una de sus sonrisas.

– Siempre me ha preocupado lo que le pase a la familia de mi rival. -La miró y se limpió las migas de los dedos-. Sentí una gran conmoción cuando secuestraron a la pequeña y se me consideró sospechoso. -Meneando la cabeza ante aquel disparate, añadió-A pesar de mis protestas y coartadas, Witt y su compinche, Jack Logan, parecían pensar que yo tuve algo que ver con la desaparición de la niña. Incluso Mario, a pesar de que en aquel momento estaba en Hawai, fue considerado sospechoso. El hecho de que su hijo Za-chary dijese que había sido asaltado por un par de italianos, puso inmediatamente a mi familia como principal sospechosa de ser los posibles secuestradores. No hay ni que mencionar que los dos hombres que decía que le atacaron tenían también coartadas perfectas y fueron vistos aquella misma noche en varios restaurantes de la ciudad. -Movió un dedo en el aire-. Pero eso no le importó a nadie. Un Danvers había hecho la acusación, y eso en esta ciudad tiene su importancia; mucha importancia. -Levantó las palmas de las manos hacia el cielo-. Así que nos gustaría limpiar el nombre de los Polidori. Y, si resulta que es usted London, me gustaría poder ayudarla. -Mordió su rebanada de pan y pareció sentirse feliz, como si hubiera olvidado la conversación, pero Adria sabía que no era así. Al ver que ella no respondía, él añadió-: Dudo que la familia Danvers se sienta entusiasmada de que sea usted su hermana.

– Ha habido un poco de resistencia -contestó ella evasiva.

– Un poco, ¿no me diga? -interrumpió Mario, soltando una carcajada ante aquella afirmación.

Ignorando el sarcasmo de su hijo, Anthony añadió:

– Por supuesto, no sé nada de su situación financiera, pero no es ningún secreto que los Danvers son extremadamente ricos e influyentes. Si deciden luchar contra usted, y, créame, seguro que lucharán como lobos heridos, con todo lo que tengan a su alcance, yo estaría dispuesto a ayudarla.

– ¿Ayudarme? -di)o ella sin estar segura de haber entendido correctamente.

– Por supuesto.

Mario se echó hacia atrás en la silla, mirando pensativamente con sus negros ojos en dirección a ella. Se metió luego los dedos entre el pelo.

– Nuestra familia tiene algo de poder en esta ciudad. De hecho, pensamos que nuestros abogados son los mejores de la ciudad. Si necesita usted ayuda legal, o un préstamo…

– No creo que eso sea una buena idea. -Aquello sonaba como si la quisieran tener a ella de su parte y eso la estaba empezando a inquietar.

– ¿Quiere usted demostrar que es London o no?-preguntó Anthony, y sus negros ojos brillaron con una helada luz interior que era tan fría como la muerte.

– Por supuesto.

– Entonces debería considerar mi oferta.


Tenía ganas de negarse rotundamente. A pesar de que él y Mario habían hecho todo lo posible para parecer amables, se sentía como si aquella conversación estuviera preparada de antemano, para colocarla a ella en una posición en la cual les estuviera en deuda durante el resto de su vida. Sin embargo, no era tan estúpida como para rechazar aquella oferta sin más. Aún no. Había aprendido que la paciencia es una gran virtud, aunque a veces cueste mantenerla. El problema era que ella no estaba en disposición de rechazar ningún tipo de ayuda. Aunque los Polidori tenían grandes rivalidades con los Danvers, ella necesitaba aliados a su lado, cualquier aliado que pudiera conseguir. Solo tenía que pensar en la rata muerta para no olvidarlo.

– Es usted muy generoso.

– Entonces, arreglado.

– No tan deprisa. Sabe usted, la mayoría de la familia todavía cree que usted estaba detrás del secuestro de London.

La sonrisa de Polidori se desvaneció. Se quedó mirando el vino tinto que había en su vaso.

– Yo nunca le haría daño a un niño. A ningún niño.

– ¿Y qué me dice de Robert Danvers? -preguntó ella a Anthony.

– El hijo mayor de Julius tuvo un accidente de navegación, si no recuerdo mal -resopló Polidori.

– Hay personas que creen que usted tuvo algo que ver.

– La gente habla por hablar.

– Julius tuvo tres hijos -insistió ella un poco más-. Solo uno de ellos, Witt, sobrevivió.

Dejando escapar un largo suspiro, Anthony dijo:

– El segundo hijo de Julius, Peter, murió en la guerra. -Frunció el entrecejo- Sabe usted, tampoco tuve nada que ver en eso. Aunque estoy seguro de que a la familia Danvers le gusta pensar que estaba aliado con Mussolini y con Hitler, yo no contraté a los nazis para que mataran a Peter. Ni hice nada en la barca en la que navegaba Robert el verano en que se mató. Lo que yo he oído es que había bebido más de la cuenta y se acercó demasiado a la orilla del Columbia. Su barca se estrelló contra las rocas. Se rompió el cuello en el accidente. Murió en el acto.

– Un accidente que dejó a Witt como único heredero.

– Exactamente. Si pude ser tan vil como para preparar todas esas muertes, ¿por qué no maté también a Witt?

Adria se quedó pensando y decidió arriesgarse.

– Quizá quería que él desplegara un poco las alas. Se rumorea que tenía usted una rivalidad personal con Witt. No me parece una tontería pensar que hubiera querido usted ver a uno de los hijos de Julius enfrentado a un poco más de dolor a lo largo su vida. -No mencionó el lío de Anthony con la primera mujer de Witt, Eunice, pero el asunto quedó en el aire, en suspenso, aunque imposible de disimular.

– ¿Cree usted que yo soy una especie de gran padrino de la Mafia? -preguntó Anthony, meneando la cabeza y mirando a su hijo.

– No le conozco a usted en absoluto -puntualizó Adria-. De hecho, ni siquiera estoy segura de que deba estar aquí.

– ¿Y eso por qué?

Acercándose más a él, Adria contestó:

– Porque, señor Polidori, pienso que es posible que usted me haya traído aquí para sonsacarme información sobre la familia Danvers en su propio beneficio.

– No confía usted en mí.

– Existe una razón por la que usted me ha invitado a cenar esta noche y no creo que sea porque piensa que no conozco la cocina italiana al haber crecido en Montana.

– Solo tenía curiosidad, eso es todo -dijo, alzando una de sus grises cejas.

– ¿Porqué?

– Se rumorea que si aparece London Danvers, será la heredera de una buena parte de Danvers International.

«Ahí está.»

– Muchos de nuestros negocios están en clara competencia con la corporación Danvers y espero que, si usted llega a heredar esa parte de la fortuna, quizá desee vendernos algunas de las pequeñas industrias. -Colocando los codos sobre la mesa, añadió levantando las cejas- Estoy especialmente interesado en el hotel Danvers.

El corazón se le cayó a los pies. ¿El hotel? Recordó la sala de baile con sus hermosos candelabros, el viejo ascensor, el tiempo y el dinero que había costado remodelarlo para que volviera a tener su aspecto original.

– ¿Para qué me ha traído usted aquí? ¿Para sobornarme? -Meneó la cabeza y se rió ante la pomposidad de aquel hombre que, aunque él estuviera poco dispuesto a admitirlo, se parecía mucho a varios de los miembros del clan Danvers-. Me temo que tendrá usted que pedir número y esperar en la cola. Hay bastante gente en la familia Danvers intentando lo mismo. Parece que piensan que tengo un precio.

– ¿Y lo tiene? -preguntó él.

– No.

– Ah… una mujer honrada. Con nobles intenciones. -Sus ojos se movieron peligrosamente.

– Solo quiero descubrir la verdad.

16

Zach podía oler los problemas. Crepitaban en el aire, como la electricidad antes de una tormenta de rayos y le empujaban a regresar a Portland.

No había sido la inquieta llamada de Jason lo que le había hecho subir a su jeep y dirigirse hacia el oeste atravesando las montañas. Tampoco los asuntos urgentes eran la razón. Ni que estuviera preocupado por perder el rancho en caso de que Adria demostrara ser London. No, la razón por la que estaba conduciendo como un loco a través de las montañas era algo más básico, más primario y tenía que ver con una inquietud que sentía en las entrañas y que no podía reprimir ni sabía cómo definir.

«Idiota», se reprochó mientras miraba a través del parabrisas la llovizna que empezaba a caer. Las luces de Portland se veían a lo lejos como faros que le conducían a su destino, al lado de ella.

¿Para qué?

«Adria.»

Apretó los dientes y agarró con fuerza el volante entre las manos. Ni siquiera sabía dónde podía encontrarla.


Cuando volvió a su habitación del hotel eran ya más de las diez. Se quitó los zapatos. Se sentó en la cama frotándose un pie y se quedó mirando el frigorífico. No quería acercarse a él. Agarró el auricular del teléfono con la mano que tenía libre. Mientras marcaba el número de teléfono que Nelson le había dejado en recepción, se apoyó el auricular entre el hombro y la oreja. El teléfono sonó cinco veces y ya estaba a punto de colgar cuando alguien contestó.

– Nelson Danvers.

– Soy Adria -dijo ella-. ¿Querías hablar conmigo?

Hubo una pausa al otro lado del cable.

– Sí, eh, bueno, he pensado que nos podríamos ver. Ya sabes, para hablar, para conocernos. He pensado que quizá esta noche, si te va bien. Si quieres, puedo ir al centro y nos encontramos en el bar del hotel.

Ella echó un vistazo a su reloj. ¿Por qué no? Todavía era pronto y no estaba en absoluto cansada. De hecho, la rata muerta y el encuentro con los Polidori la habían puesto tan nerviosa que no podía descansar. Le dijo que se encontrarían allí en veinte minutos y colgó, antes de darse cuenta de que tenía una nota sobre el escritorio, una simple hoja de papel con su nombre escrito en el dorso. ¡Oh, Dios! Aquella nota no la habían metido por debajo de la puerta.

Sintió un escalofrío mortal en la nuca.

Con manos temblorosas agarró la nota y la leyó:


¡MUERE, PERRA!


Sintió un temblor que le recorría la columna vertebral. Se le puso carne de gallina. Le faltaba el aire en los pulmones y dejó caer la nota al suelo.

«No pierdas los nervios.»

Respirando profundamente, pensó que aquel mensaje no era mucho más preocupante que el simple hecho de que alguien hubiera podido dejar aquel trozo de papel en su habitación, ya que esta estaba cerrada con llave. La misma persona que se había introducido en su habitación del hotel Danvers, el mismo bicho raro que le había dejado una rata muerta en la recepción del hotel. Ese pensamiento hizo que se le encogiera el estómago. Aquel tipo sabía dónde se alojaba y, lo que era aún peor, podía entrar y salir de su habitación cuando ella no estaba o cuando estuviera durmiendo.

El pánico empezó a invadirla, pero ella intentó calmarse. Sí, debía dar aviso a las autoridades, y enseguida, pero por el momento no podía dejar que un cobarde escritor de anónimos le hiciera perder los nervios. Se recordó que ella no era una persona nerviosa que se asustaba con facilidad. Había crecido en una granja y su padre la había llevado a cazar, a pescar e incluso había estado escalando las Bitterroots. Había estado buceando en el lago Flathead, había ayudado a marcar las reses, oliendo la carne quemada y oyendo los mugidos de los novillos, y había aprendido a ser dura. También había navegado por los rápidos y había tenido que sacrificar a su caballo favorito con su rifle del calibre 22, después de que este se rompiera una pierna. Se había atrevido a perder su casa y todo aquello que amaba y, por Dios, no iba a dejar que nadie le hiciera perder los nervios. No mandándole estúpidas notas anónimas. Maldito cobarde. Agarró el anónimo y se lo metió en el bolso junto con el que había recibido antes y a continuación trató de tranquilizarse. Puede que se los enseñara a Nelson para ver qué opinaba del asunto.


Al cabo de diez minutos, estaba en el bar del hotel, en una mesa apartada al lado de la ventana con vistas a la calle. Observó el abundante tráfico que se movía lentamente de semáforo en semáforo. Los peatones con paraguas y embutidos en impermeables con los cuellos alzados caminaban contra el viento a lo largo de las aceras. Todos andaban deprisa.

No había pensado en tomar nada, pero la nota que acababa de recibir le había hecho cambiar de opinión. Estaba bebiendo un ron con Coca-Cola cuando llegó Nelson. Casi no lo reconoció, pues siempre lo había visto impecablemente vestido con trajes caros. Esta noche llevaba el pelo despeinado y mojado a causa de la lluvia, y vestía un suéter de lana, unos vaqueros negros y una chaqueta de cuero negro que parecía bastante nueva, como si se la acabara de comprar para la ocasión.

Mientras que Zachary era un tipo duro y siempre tenía esa expresión de «me importa todo una mierda», Nelson parecía fuera de lugar con esa ropa, quizá demasiado a la moda para él. Un enigma.

Nelson miró nerviosamente por la sala antes de descubrirla. Su cara se relajó mientras echaba a andar lentamente entre las mesas en dirección a ella. Le pareció más pálido de lo que recordaba, menos seguro de sí mismo, y observó en él un rasgo de muchacho que antes no había notado.

– ¡Adria! -Su cara se llenó con una amplia sonrisa, mientras se dejaba caer en la silla que había frente a ella. Enseguida se acercó a la mesa el camarero y él pidió un whisky con hielo-. Te parecerá extraño que te haya llamado -dijo, sacudiéndose unas cuantas gotas de lluvia de la chaqueta.

– Lo esperaba.

– ¿De verdad?

– Tú eres el primero. Imagino que todos los miembros de la familia tendrán ganas de hablar conmigo antes o después. Ya sabes, para tratar de convencerme de que lo mejor que puedo hacer es marcharme de la ciudad.

Él no perdió la sonrisa ni un instante, aunque Adria pudo ver un destello de hielo en sus cálidos ojos azules.

– Bueno, me sabe mal decirlo, pero seguro que eso te ahorraría un montón de problemas.

– Hum. ¿De modo que lo que debo hacer es dar media vuelta y marcharme?

– No exactamente.

– Y entonces volver a empezar desde cero.

– ¿Es eso tan malo?

– Creo que sí -dijo ella con los nervios agotados-. ¿Tienes alguna idea de cuántos años me he pasado intentando averiguar quién soy? ¿De dónde vengo?

El camarero trajo la bebida y Nelson sumergió el hielo con un dedo.

– De modo que no te importa si eres o no London, siempre y cuando llegues a descubrir quién eres.

– Yo soy London.

– De acuerdo, London -dijo él con una pizca de sarcasmo, mientras se la quedaba mirando pensativo-. ¿Qué es lo que quieres de nosotros?

– Ya te lo he dicho: que se me reconozca.

– Y, junto con el reconocimiento, tu herencia.

– Mira, Nelson, no espero que ni tú ni el resto de la familia me reciba con los brazos abiertos sin hacerme ninguna pregunta. Las cosas no son así de sencillas.

– No…

– Y me doy cuenta de que no soy la primera que afirma ser tu hermana.

– Ha habido ya muchas.

Adria puso las manos abiertas sobre la mesa como si estuviera suplicando.

– Todo lo que pido es una oportunidad. No sé qué es lo que está haciendo tu familia, pero imagino que todos ellos estarán haciendo lo posible para demostrar que soy una impostora. Y supongo que habréis contratado a un montón de abogados e investigadores para que trabajen en ello noche y día. -Los ojos de él se apartaron de los de ella y Adria se dio cuenta de que había dado en el clavo. Seguramente estaba siendo seguida por un detective contratado por la familia. Sintió un nudo en el estómago, pero intentó mantener la calma-. De manera que si conseguís alguna información concluyente de que no soy London Danvers, decídmelo y me marcharé de aquí al momento. Estoy dispuesta a que me hagan análisis de sangre, de ADN, a someterme al detector de mentiras, lo que sea con tal de acabar con esto. Llámame cuando tengas los informes de tus investigadores privados.

– ¿Cómo sabes que…?

– Es de sentido común. -Se apoyó en el respaldo de la silla y se lo quedó mirando fríamente-. Es lo que yo hubiera hecho de estar en vuestro lugar.

– Puedes acabar con las manos vacías.

– Eso no es ninguna novedad. -Se quedó mirándolo fijamente y él parpadeó antes de concentrar su interés en su vaso medio vacío-. Lo único que me interesa es descubrir la verdad, Nelson. Puede que a ti no te interese, pero me parece que es una pena que un abogado de oficio no esté intentando descubrir lo mismo, cueste lo que cueste.

Él tomó un trago rápido de su Scotch y Adria pensó que aquel muchacho era el que más se parecía a su padre de todos los hijos. Witt había sido un hombre más grande, pero este tenía los mismos aristocráticos ojos azules brillantes, la misma nariz, el mismo pelo espeso y la misma mandíbula cuadrada. Sin embargo, más allá de esas similitudes en los rasgos faciales, se acababa el parecido. Decididamente, Nelson era distinto de Witt, o al menos distinto de como imaginaba ella que había sido Witt, por los artículos que había leído sobre él y las fotos que había visto. Witt Danvers debió de ser una persona tiránica, ruda y cruel. Nelson parecía tener en su carácter un lado amable y Adria se preguntó si, aunque pequeña, habría habido una pizca de amabilidad en el carácter de Witt Danvers. Cualquier ternura que hubiera albergado en su negro corazón la había dedicado solo a su hija London. Su pequeño tesoro.

De repente sintió una tremenda y extraña simpatía por aquel hombre que estaba sentado frente a ella. Todos los hijos de Witt tenían cicatrices emocionales que probablemente jamás se curarían. Pero no iba a conseguir nada si mostraba algún síntoma de debilidad, si se dejaba llevar por las emociones.

– ¿Qué sucedería si se demostrara que yo soy London? -preguntó ella, levantando una ceja-. ¿Qué haríais vosotros entonces?

– No sé… es algo que no puedo siquiera considerar. Ella lleva muerta mucho tiempo… al menos, muerta para mí. Para nosotros. Para la familia.

– Si resultara que yo soy la pequeña y querida London, todos vosotros me tendríais que ver cada día y tendríais que discutir conmigo sobre los negocios familiares, ¿no es así?

– Yo no trabajo para la compañía.

– Tú estás en la junta de dirección. No eres uno de los principales directivos, pero también estás involucrado. Por supuesto que Jason es el que maneja todos los hilos, pero tanto tú como tu hermana estáis bajo sus alas. -Como él no respondía, ella insistió, decidida a convencerle-. Yo puedo ser una ayuda para ti, sabes. He leído en alguna parte que te interesaría meterte en política. Si me ayudaras a descubrir la verdad, seguro que eso quedaría muy bien en tu historial, ¿no te parece? -Le guiñó un ojo, como si estuvieran conspirando-. Los titulares podrían ser de lo más halagüeños, y eso no iba a hacerte ningún daño en el recuento final de votos. Ya los estoy viendo: UNO DE LOS HERMANOS DANVERS ENCUENTRA A LA HERMANA DESAPARECIDA O NELSON DANVERS DEMUESTRA QUE ESA MUJER ES SU HERMANA. CANDIDATO ENCUENTRA A SU FAMILIAR TANTO TIEMPO DESAPARECIDA. Y podría seguir así mucho más.

Nelson abrió los ojos receloso. -Y además -dijo ella, levantando un hombro- si realmente resulta que yo soy London, podría poner bastante dinero para ayudar en tu carrera política. Probablemente contabas con utilizar tu parte de la fortuna familiar para eso -dijo, chasqueando la lengua y se preguntó qué estaría pensando él en aquel momento.

– Mira, Adria, he venido hasta aquí con la intención de solucionar este asunto. Pero no necesito llegar a ningún trato contigo.

– Perfecto, tú lo has dicho. Yo tampoco necesito llegar a ningún trato. -Cogió su bolso, sacó de él las dos notas anónimas que había recibido y las dejó sobre la mesa-. Alguien me ha estado enviando notas y… regalos, si es que se le puede llamar así.

– ¿Quién te ha enviado esto? -preguntó él, empalideciendo.

– No lo sé. Habrás visto que no están firmadas. La marca de un auténtico cobarde.

– ¿Cómo las has recibido? ¿Te las han enviado por correo? -preguntó él mientras se tensaba un músculo en su mandíbula.

– Una estaba encima del escritorio, en mi habitación. La otra, que llegó junto con una repugnante sorpresa, la dejaron en la recepción del hotel. No hay muchas personas que sepan que me alojo aquí, Nelson, pero obviamente tú lo sabías, de modo que debo imaginar que el resto de la familia también lo sabe. Supongo que el tipo al que mandaste que me siguiera debió de informarte a ti, y tú se lo hiciste saber al resto de la familia. -Se lo quedó mirando a los ojos-. Dales este mensaje a la familia: no ha funcionado. No me voy a marchar. Debería haberos dicho que me vuelvo muy cabezota cuando alguien pretende que haga algo que yo no quiero hacer. -Se apoyó sobre la mesa acercando su rostro al de él-. La conclusión es esta: cuanto más me apretéis, más os apretaré yo a vosotros. Esto es una pérdida de tiempo -dijo, señalando las notas- y el paquete que me enviaron solo evidencia que alguien necesita ir al psiquiatra.

– No tengo ni idea de quién ha enviado estas cartas -dijo él, parpadeando con rapidez, como si estuviera intentando poner en orden sus pensamientos-. Y ese paquete del que hablas, ¿qué contenía?

– Créeme, es mejor que no lo sepas. ¿Por qué no les mandas un mensaje de mi parte a tus hermanos? Diles que aflojen un poco. Estoy casi decidida a ir a la policía y a la prensa si siguen así, y eso me llevará directamente a las primeras páginas de Oregonian. Conozco a unos cuantos columnistas que darían un ojo de la cara por una historia como esta y a varios reporteros de por libre que se dejarían cortar un brazo con tal de poder conseguir meter un poco de cizaña en esta ciudad. Les encantaría remover un poco las entrañas de la alta sociedad, escribiendo algunos artículos sobre la familia Danvers. -Tomó un largo trago de su vaso-. ¿Qué opinas?

– Lo que yo pienso, Adria -dijo Nelson con una voz sorprendentemente baja y calmada-, es que tú eres igual que las demás. Una impostora.

– Y lo que yo pienso es que alguno de los miembros de esta familia empieza a estar asustado. -Golpeó las notas con la yema de un dedo-. Muy asustado.

– Ni siquiera sabes que las haya enviado alguien de la familia.

– ¿Quién si no?

Recogió las notas y se las metió en el bolso. No tenía ganas de llegar tan lejos, pero no le dejaban otra salida. Alguien de la familia parecía haber decidido que ya era hora de jugar fuerte. ¿Acaso era Nelson? No le parecía, pero ella apenas lo conocía. Si Nelson fuera realmente su hermano, ella sentiría pena por él, vistiendo sus caros trajes durante el día y su flamante chaqueta de cuero negro por la noche, mientras seguía en un trabajo que no le gustaba solo porque formaba parte del juego político que muchos años atrás había empezado su padre. Imaginaba que aunque el bueno de Witt estuviera en la tumba, Nelson todavía estaba intentando demostrarle a su padre -o a sí mismo- que, después de todo, él también era capaz de hacer algo realmente importante con su vida.

– Si hay algo más que quieras saber -preguntó ella.

– ¿Por qué no nos dejas en paz?

– No puedo.

– Esa es tu misión, ¿no es así?

– Veo que lo has pillado, Nelson. -Como aquella conversación no parecía llevar a ninguna parte, ella cambió de actitud-. Mira, esto tampoco tiene por qué ser una batalla -dijo.

– Por supuesto que lo es. -Él se la quedó mirando con unos ojos que de repente parecían haberse quedado sin vida. Ella deseaba apartar la vista de aquella mirada muerta, pero no lo hizo-. Y si conoces algo a nuestra familia, entenderás que no puede ser de otra manera.

– Ya veo que nos hemos entendido -dijo ella, señalando hacia la barra del bar-, y no te preocupes por la cuenta, diré que la carguen a mi habitación.

Nelson se la quedó mirando, mientras cruzaba las puertas acristaladas del bar. No le habían salido demasiado bien las cosas. Había pretendido hacerse amigo de ella y sonsacarle algo de información, pero ella le había dado la vuelta a la conversación y él no había sabido qué decir. Normalmente no se ponía nervioso con las mujeres, en casi todos los sentidos era inmune a ellas, pero ocasionalmente se encontraba con alguna que podía hacerle perder los nervios, y Adria Nash, fuera quien fuese, había conseguido mucho más que ponerle de los nervios.

Tuvo la horrible premonición de que aquella mujer era London. No solo por su apariencia, sino por su manera de hablar, por su arrogancia y su firmeza. Había esperado encontrarse con una tímida y tonta campesina de Montana, una muchacha interesada en conseguir algo de dinero y batirse enseguida en retirada, pero en aquella mujer había mucho más de lo que aparentaba y eso lo asustaba sobremanera.

Pasándose los dedos por el cuello de la chaqueta, se vio reflejado en el espejo que había tras la barra del bar. Otra mirada turbia se cruzó con la suya y Nelson sintió que se le reblandecía la nuca. Había pasión en aquella mirada, descarada energía sexual, que le golpeó con una intensidad que hizo que se le helara el aire en los pulmones. Sintió la misma conmoción oscura que había tratado de negarse durante años. Durante un instante le mantuvo la mirada al extraño, pero luego dio media vuelta y salió corriendo. No tenía tiempo para ligues de una noche. Además, eran bastante peligrosos. Tenía que pensar en su carrera política y no podía, solo por una lengua húmeda deslizándose hacia abajo por su columna vertebral, caer en el oscuro deseo que le había perseguido desde la primera vez que se había sentido interesado en el sexo. Una sola noche podía poner todo su futuro en peligro. Especialmente ahora.

Ignorando el calor que crepitaba en su espalda, y que hacía que su labio superior transpirara, abandonó el bar y encorvó los hombros contra la fría brisa de octubre. Con paso rápido, antes de dejarse llevar por los demonios sexuales que todavía ardían en su mente y que le empujaban a dar media vuelta y encontrarse de nuevo con el sensual extraño, caminó las pocas manzanas que le separaban del hotel Danvers, donde había aparcado su coche. Sin dudarlo un momento, llamó a Jason desde el teléfono móvil que tenía en su Cadillac.

– Acabo de estar con Adria -dijo, mirando hacia atrás por encima del hombro, como si estuviera esperando a alguien; acaso al potencial ligue de una noche, que podría estar mirando por la ventanilla-. Ahora mismo voy para tu casa.

– ¡Perfecto! -Jason colgó el teléfono y se pasó los dedos por las vértebras de la nuca.


Había sido un día infernal. Había estado toda la mañana reunido, pero su mente estaba muy lejos de los negocios. No había podido dejar de pensar en Adria Nash ni un minuto: la proverbial mosca en el culo.

¿Cómo iba a poder quitársela de encima la familia? Había algo en aquella mujer que le hacía hervir la sangre y se había imaginado golpeándola hasta dejarla sin conocimiento o haciendo el amor con ella, o ambas cosas a la vez. Se le ponía dura solo con imaginarse que la tumbaba en la cama y que la follaba como un loco. «Contrólate», se dijo en voz baja. El simple hecho de pensar en una relación sexual con ella ya era ridículo; era una idea peligrosa y que seguramente le venía a la mente por lo mucho que le recordaba a Kat. La culpa, que siempre había sido su compañera, le estaba devorando.

Esperaba una llamada de Sweeny y acababa de tener una pelea con Kim, quien insistía en que hiciera de una vez realidad el divorcio que tan a menudo le había prometido. No necesitaba más problemas por ese día y ahora ahí llegaba Nelson, quien estaba empezando a perder los papeles. Aquel muchacho estaba a punto de cambiar de bando con ese asunto Adria-London. Normalmente muy calmado, Nelson estaba ahora a punto de acabar realmente trastornado. Jason echó un vistazo a su reloj y frunció el entrecejo. «Venga, Sweeny», se dijo antes de servirse otra copa y tomársela de un trago.

Tres minutos más tarde sonó el teléfono. Jason descolgó el auricular al segundo timbrazo y oyó la voz nasal de Sweeny.

– He investigado todo lo que he podido en este agujero de mierda -le anunció Oswald a modo de saludo-. Nuestra amiga la señorita Nash ha estado muy ocupada. Después de descubrir la cinta de vídeo de su padre, estuvo investigando en todas las bibliotecas del estado, y se ha leído todos los libros sobre el negocio maderero y el de hostelería, así como sobre barcos e inmobiliaria.

A Jason se le pusieron en tensión todos los músculos del cuerpo. «Danvers International.»

– De manera que ha hecho los deberes.

– Demonios, sí, ha hecho los deberes. E incluso se ha ganado algunos puntos extra, si quieres que te diga la verdad. Pidió libros de otras bibliotecas de todo el Noroeste: Seattle, Portland, Spokane, Oregón City, y también periódicos. Y ha estado en contacto con todos los ayuntamientos de tres de esos estados. Como te he dicho, la chica ha estado realmente ocupada.

A Jason se le congeló la sangre. Había imaginado que era una guapa tonta, una farsante del tres al cuarto en busca de un poco de dinero. Y Sweeny seguía saturándole de malas noticias.

– Además, tienes que saber que se ha licenciado con la mejor nota en la universidad. Cum laude.

– ¡Cielos!

– Esta tía no es otra de tus guapas cabezas de chorlito. Tiene cerebro, y parece que está dispuesta a averiguarlo todo sobre ti, sobre tu familia y sobre la manera en que habéis hecho dinero.

Jason se apoyó contra la pared y se quedó mirando hacia la noche. Se sentía como si el suelo empezara a hundírsele bajo los pies.

– Si miras en tu lista de accionistas, te darás cuenta de que tiene acciones en Danvers International; no muchas, no te creas, solo un centenar, pero las suficientes para que le llegue toda la información que envías a tus inversores.

«¡Dios!» Jason resistió la urgencia de aclararse la garganta.

– ¿Algo más? -preguntó con las mandíbulas tan apretadas que empezaban a palpitarle.

– Oh, sí, mucho. Y nada que te guste oír. Se ha hecho un análisis de sangre. A negativo. No es que sea tan poco común, pero dado que Witt era O negativo y Katherine A negativo, su hija muy bien podría ser A negativo. No he encontrado ningún registro del grupo sanguíneo de London, pero no me extrañaría en absoluto que hubiera sido A negativo. Lástima que Witt y Katherine ya no estén aquí para hacerse un análisis de ADN. Ha sido toda una amabilidad por su parte el que haya esperado a que los dos padres naturales de London estuvieran incinerados, ¿no te parece?

– Muy conveniente para ella, maldita sea. -Por ahora, me parece que te tiene pillado por los pelos cortos -dijo Sweeny, y Jason pudo notar un tono de satisfacción en su empalagosa voz. Jasón respiró profundamente para calmarse. -Ahora cuéntame las buenas noticias -dijo Jason, esperando que hubiera alguna grieta en la historia de Adria.

– Está en bancarrota.

– ¿Cómo que en bancarrota?

– Tan endeudada que se está ahogando en tinta roja. Incluso aunque ha hipotecado la granja, parece que la tendrá que vender y aun así todavía tiene que pagar un montón de facturas de hospital. La calderilla de los Danvers podría hacer que no acabara, de hundirse en la miseria.

Esa noticia le animó. En una batalla legal, la señorita Nash perdería, a menos que diera con algún abogado ególatra o con algún renegado que esperara llevarse un trozo de la fortuna de los Danvers, y que estuviera de acuerdo en trabajar en la contingencia de no recibir dinero por adelantado. Jason tenía un montón de amigos en la ciudad, abogados que no se atreverían a ir en contra de la familia Danvers ante un tribunal, pero también había montones que sí lo harían -en el caso de que se presentase la eventualidad- solo por conseguir algo de fama.

– De acuerdo, ¿qué más?

– Eso es todo por ahora, pero espero conseguir algo más en cuanto vuelva de Memphis.

– ¿Qué es lo que hay allí?

– Espero que Bobby Slade.

– ¿El marido de Virginia? -Jason empezó a sentir un pequeño rayo de esperanza-. ¿Lo has encontrado?

– Creo que sí, y te advierto algo: será mejor que empieces a rezar para que por sus venas corra sangre del tipo A negativo. Eso podría lanzar una gran sombra sobre la historia de la chica. Ah, hay otra cosa que debes saber. Esta noche una limusina recogió a la señorita Nash en la puerta del hotel Orion.

– ¿Quién?

Sweeny dudó por un momento y Jason tuvo la odiosa sensación de que le estaba apretando las tuercas.

– Bueno, ahí va el golpe -soltó al fin Oswald Sweeny, alargando las palabras-. Parece que tu buen amigo Anthony Polidori la llevó a cenar.


– Escucha -dijo Nelson, dejando la chaqueta sobre el respaldo de una silla-, te digo que es una incógnita. Hay que saber enseguida qué es lo próximo que va a hacer. Me dijo que iba a ir a la prensa y creo que está dispuesta a hacer lo que dice. No creo que me estuviera tomando el pelo.

Zach se acercó a la chimenea y apoyó la cadera en el mármol italiano; se sentía incómodo en aquel salón tan formal; la misma habitación a la que nunca le habían dejado entrar cuando era un niño. Decorada en color blanco, con pequeños toques en negro y dorado, era una habitación fría y él hubiera deseado estar en cualquier otra parte del mundo antes que estar allí, arrinconado en la vieja casa familiar con todos sus hermanos.

Ahora sus ojos se dirigieron hacia Nelson. El más joven de los Danvers era una persona exagerada y probablemente por eso mismo podría llegar a ser un buen político.

Nelson había estado caminando nervioso de un lado a otro a lo largo de todo el salón, lanzando inquietas miradas a Zach desde el momento en que su hermano mayor apareció.

– ¿Y qué piensas que debemos hacer? -preguntó Zach incapaz de descifrar la expresión de su hermano menor. Zach nunca lo había entendido, ni siquiera cuando Nelson no era más que un muchacho.

– ¡Mierda, no tengo ni idea de lo que debemos hacer! Por eso estoy aquí.

– Pues tú eres quien pretende convertirse en un gran alcalde -dijo Zach antes de acercarse la botella de Coors a los labios.

– Gobernador -aclaró Nelson.

Trisha acercó un encendedor a su cigarrillo.

– ¿Y qué piensas tú que podemos hacer, Zach?

– Dejarla en paz. Y esperar a que el juego se le vaya de las manos.

Trisha se rió en medio de una nube de humo.

– El que a ti no te importe este asunto no quiere decir que a los demás nos traiga sin cuidado.

– ¿Tienes alguna idea mejor?

– Alquilar a un matón. -Trisha cruzó las piernas y se echó hacia atrás sobre los mullidos cojines del sofá.

– ¡Ni pensarlo! -le soltó Nelson.

– ¡Cielos! ¿Es que no sabes reconocer cuándo estoy bromeando? -Trisha miró hacia otro lado, pero Zach pudo ver una extraña sombra en su mirada, algo que ella disimuló al momento.

– Nadie es capaz de darse cuenta de cuándo estás bromeando, Trisha. Ni siquiera tú -dijo Nelson, enfrentándose a su hermana.

– Eres muy listo, Nelson. Muy listo.

Nelson se pasó ambas manos por el pelo.

– Lo mejor es que nos andemos todos con cuidado. La chica acaba de recibir dos anónimos amenazadores y cierto maldito paquete del que no me quiso contar nada -dijo Nelson.

– Qué bonito -ronroneó Trisha, pero Zach notó que todos los músculos de su cuerpo se ponían en tensión.

– ¿Qué quieres decir?

Mientras Nelson les relataba la conversación que había mantenido con Adria, a Zach se le heló el corazón. ¿Alguien estaba amenazando a Adria? Pero ¿quién? Solo las personas que había en aquella habitación, y su madre y la familia Polidori, sabían dónde estaba alojada. No, eso no era así; estaban también los criados que habían podido oír las llamadas telefónicas, y también el investigador privado que Jason había puesto tras sus huellas. Trisha, con una expresión indescifrable, aplastó su cigarrillo en un cenicero de cristal.

– ¿A alguno de vosotros se le ha ocurrido pensar que Adria podría ser quien dice que es? Puede que sea realmente London, y si es así todos nosotros estamos de mierda hasta las orejas y sin una pala con que recogerla.

– London está muerta-dijo Jason, dando por zanjado el asunto.

– ¿Cómo estás tan seguro? ¿Cómo podemos saberlo? -preguntó Trisha.

– Todos lo sabemos. Obviamente, murió hace muchos años y si no es así hay una posibilidad entre un millón de que todavía esté viva en alguna parte, inconsciente del hecho de que es una Danvers.

– O puede que ya haya descubierto quién es -dijo Zach, dirigiendo lentamente su mirada a cada uno de los miembros de la familia.

– Es como una mosca en el culo -dijo Trisha mientras se levantaba del sofá- Sabes una cosa, odio todo esto. No soporto cuando alguien se presenta aquí afirmando que es London, la princesita de Witt Danvers. Así es como él la llamaba, ¿sabéis? -Dirigió sus ojos sombríos hacia Zach-. Te acuerdas, ¿no es verdad? Ella era lo único que le interesaba. Cualquiera de nosotros podría haber desaparecido de la faz de la tierra y él ni siquiera habría parpadeado. Pero si se trataba de London… ah, entonces todo era muy importante.

– Tiene que estar muerta -dijo Jason.

– Puede que alguno de nosotros la matara -añadió Zach sin poder evitar morder el anzuelo.

– Por Dios, Zach, ¿sabes lo que estás diciendo? ¿Cómo te atreves ni siquiera a pensarlo? -Nelson se arremangó las mangas de su suéter mientras dirigía la mirada a cada uno de sus hermanos-. Mirad, discutir entre nosotros no nos va a llevar a nada bueno. Lo que tenemos que hacer es encontrar una manera de desacreditarla. Me ha asegurado que si descubrimos que de verdad ella no es London se marchará de aquí.

– ¿Y tú la has creído? -preguntó Trisha con una larga risita sofocada-. Cielos, Nelson, eres realmente un ingenuo, ¿lo sabías? Cuanto más pienso en ello, más convencida estoy de que eres el perfecto funcionario.

– Basta ya-le ordenó Jason-. Tengo a Sweeny investigando su historia y a un hombre que la sigue a todas partes. Si tiene un cómplice, nos enteraremos enseguida. -¿Sweeny? -dijo Zach enfadado. Había sospechado que Jason podría haber hecho que siguieran a Adria, pero Oswald Sweeny era un tipo tan poco de fiar que sería capaz de vender a su propia madre si el precio era lo suficientemente alto.

– Ha hecho muy bien su trabajo.

– Es un jodido lameculos -dijo Trisha. Por una vez, Zach estuvo de acuerdo con su hermana, pero ahora no tenía tiempo de discutir con Jason su manera de elegir a los detectives privados.

Zach se volvió hacia su hermano pequeño. Nelson parecía increíblemente nervioso, como si estuviera drogado.

– ¿Los anónimos que recibió eran auténticos? -preguntó Zach, forzándose a pensar con un poco de lógica. Por una parte, tenía ganas de despedazar uno a uno a todos sus hermanos por los despectivos comentarios que hacían sobre Adria, y por otra, se sentía como un tonto por confiar en ella, aunque fuera un poco.

– ¿Adonde quieres llegar? -preguntó Nelson, mirándole con expresión interrogante.

– Puede que los haya escrito ella misma.

– ¿Para qué? -preguntó Nelson. -Para ganarse la simpatía de la gente -contestó Zach mientras despegaba la etiqueta de su botella.

– Eres un poco retorcido, ¿no te parece? -dijo Trisha.

– Espera un momento. ¿Por qué no? -preguntó Jason, dándole vueltas a aquella idea-. Es lo suficientemente inteligente para haber escrito ella misma las notas. Mierda, es verdad, probablemente eso es lo que ha hecho. -En sus ojos se reflejaba una auténtica admiración.

– O de lo contrario puede que esté en peligro -pensó Zach en voz alta y aquella idea hizo que se estremeciera hasta los huesos-. ¿Por qué no me dices dónde se aloja?

– Ha alquilado una habitación en el Orion -le informó Nelson-. No sé el número de habitación.


«El Orion.» No había vuelto a estar en aquel hotel desde la noche del secuestro. Y jamás había podido pasar por delante de aquella fachada de cemento sin tener la sensación de que el tiempo corría hacia atrás, y le llevaba hasta aquella horrible noche en que le dieron una paliza -dejándolo casi muerto- que acabó por convertirle en sospechoso del secuestro de su hermana. -¿Quién más sabe que está allí? Nelson se mordió el labio inferior.

– Probablemente lo sepan ya la mitad de los habitantes de Portland. Demonios, Zach, ¿no me has oído? ¡Me dijo que estaba dispuesta a ir a la prensa y a la policía! ¿No sabes lo que podría pasar? Esto va a ser un circo…

– ¿Por qué te preocupas tanto? -le preguntó Trisha a Zach, mientras sacaba otro cigarrillo del paquete-. Como ya he dicho, nunca te ha importado una mierda lo que le pasara a la familia.

– Y sigue sin importarme.

– Pues parece que te haya picado el gusanillo, ¿no crees? -Golpeó el filtro de su cigarrillo en el encendedor-. Sabes una cosa, Zach, si no te conociera tan bien, pensaría que estás interesado en Adria. Románticamente hablando.

El no se molestó en contestar.

– Como con Kat. No pudiste apartar tus manos de ella, aunque sabías que aquello era un suicidio. -Trisha se quedó mirando el dorado filtro de su cigarrillo como si allí estuvieran todas las respuestas a todos los enigmas del universo-. No me gustaría pensar que esta copia de Kat haya puesto ya sus garras en ti.

Zach forzó una fría sonrisa.

– Por todos los demonios, Trisha, me parece que aquí la única que tiene garras eres tú.

Ella lo miró con el ceño fruncido a través de una nube de humo.

– Yo sigo pensando que la mejor idea sería llevársela lejos de aquí, a algún sitio como, por ejemplo, el rancho -dijo Jason.

– Olvídalo. -Zach se dijo que no estaba interesado.

– Eso te daría la oportunidad de estar a solas con ella -se burló Trisha-. Y en el rancho, como con Kat.

Los dedos de Zach se apretaron alrededor del cuello de su Coors y Jason, arrugando la boca, alzó tina mano.

– Eh, vosotros dos, tiempo para una tregua. Zach, contrólate, sabes perfectamente quién es el enemigo aquí.

Sí, Zach lo sabía. Pero no le hacía ninguna gracia. Jason seguía sugiriéndole que convenciera a Adria para que se marchara de Portland y se fuera con él al rancho.

Zach empezaba a estar de acuerdo en que aquella mujer era un problema.

17

Desde fuera, el hotel Orion parecía igual que años atrás, cuando Zach, determinado a perder su virginidad, cruzó aquel umbral. Por dentro, las cosas habían cambiado. El vestíbulo principal había sido remodelado. Había mesas de vidrio y decoraciones florales alrededor del mostrador de recepción, y habían plantado puntiagudas palmeras sobre tiestos de terracota.

Ignorando aquella sensación de deja vu que le ponía la piel de gallina, Zach se dirigió directamente hacia el mostrador, en el que dos empleados -un hombre y una mujer de unos veinte años- estaban al cuidado del turno de noche.

– ¿Podría llamar a la habitación de la señorita Nash? -preguntó Zach-. Dígale que tiene una visita en el vestíbulo.

Los dos empleados intercambiaron una mirada y la mujer echó un vistazo a su reloj.

– ¿Le está esperando?

– No

– Es tarde.

– No le importará.

Unos dedos de uñas bien arregladas se pasearon sobre las teclas del ordenador.

– Déjeme que compruebe si ha avisado de que no la molesten… -Se quedó mirando la pantalla, se encogió de hombros y se colocó el auricular del teléfono en la oreja-. ¿Su nombre?

– Zachary Danvers.

– ¿Le conoce?

– Claro.

– Espere un momento.

– Estaré esperándola en el bar.


Cuando sonó el tercer timbrazo del teléfono, Adria se incorporó a ciegas y echó un vistazo al reloj: las doce y cuarto. No hacía más de una hora que se había acostado, pero el sopor del sueño todavía la embriagaba. Cogiendo el auricular con una mano, se apartó el flequillo de la cara con la otra.

– ¿Hola?

– Señorita Nash, soy Laurie, de recepción. Lamento molestarla, pero tiene usted una visita. El señor Danvers ha venido a verla.

– ¿Quién?

– Zachary Danvers.

– ¿Zach? -La niebla se disipó de su mente en el momento en que la empleada le transmitió el mensaje.

Casi se le paró el corazón antes de que se diera cuenta de que la tropa de los Danvers ya estaba empezando a moverse. La familia se había puesto en marcha en cuanto ella había amenazado con dirigirse a la prensa. Imaginó de qué manera trataría de convencerla para que se fuera a dar una vuelta.

Se puso unos vaqueros y un grueso suéter. Incapaz de controlar sus endiablados rizos negros, se colocó un pasador en el pelo, en la base de la nuca, y agarró el bolso.

«Preparada para el tercer asalto», se dijo pensando en Polidori, en Nelson Danvers y en la maldita rata que tenía en el frigorífico. De repente se había convertido en una persona popular. Demasiado popular. Y demasiada gente sabía dónde se alojaba. Estaba llegando la hora de mudarse a algún lugar más barato, a algún barrio más apartado.

En el momento en que cruzó la puerta del bar vio a Zach. A pesar de la tenue luz del interior, lo reconoció al momento, sentado a una mesa situada en una esquina.

Estaba sentado en el borde de la silla con las piernas cruzadas. Tenía arremangadas hasta los codos las mangas de la camiseta de trabajo y estaba mirando hacia la puerta con unos ojos que no dejaron de seguirla mientras se acercaba a él.

Había olvidado lo impresionante que era: su boca arrebatadora, sus gruesas cejas negras, su cara -angulosa y afilada- y aquellos ojos que parecían poder atravesar cualquier fachada.

Meciendo una cerveza entre las manos, ni siquiera dijo una palabra cuando ella estuvo a su lado; no le ofreció una leve sonrisa ni le dio a entender, de alguna manera, que estaba contento de volver a verla. De hecho, casi frunció el entrecejo como si estuviera irritado por verla.

– ¿Sabes qué hora es? -preguntó ella, dejando el bolso sobre la mesa.

– Pasada medianoche -gruñó él.

– Si has venido hasta aquí para intentar sobornarme, olvídalo.

– Siéntate, Adria -le invitó él-. He oído que has recibido un paquete repugnante.

– Veo que las malas noticias vuelan -dijo ella, sentándose.

Se acercó el camarero y, aunque en principio no pensaba tomar nada, enseguida decidió pedir algo. La presencia de Zach siempre la ponía nerviosa. Suponía que se trataba de su actitud: todo ese ego masculino y esa desaforada sexualidad, como si supiera lo atractivo que resultaba para las mujeres; era el típico hombre cínico del que la mayoría de las mujeres deberían mantenerse alejadas, un vaquero solitario del que no podía esperarse nada bueno.

– Tomaré una copa de chardonnay, por favor.

– Háblame de las notas que has recibido.

– No se trata exactamente de notas -dijo ella, sacando una bolsa de plástico de su bolso. Se las acercó deslizándolas sobre la mesa y él las leyó a través del plástico.

– Alguien de pocos recursos. -Su boca se torció en un rictus agrio y sus cejas se juntaron.

– Alguien apellidado Danvers, si no me equivoco.

– Nelson me dijo que también has recibido un paquete.

– Así es. -Llegó su vino y ella tomó un sorbo.

– ¿De la misma persona?

– Imagino.

– ¿De qué se trataba?

«Oh, Dios.»

– Un regalo personal -dijo ella, observando su reacción-. Una rata muerta con…

– ¡Cómo! ¿Que alguien te ha enviado una rata muerta? -exclamó él, empalideciendo.

– … con una cadena anudada alrededor del cuerpo, la misma cadena con colgante que me robaron de la habitación cuando estuve alojada en el hotel Danvers y esta nota -dijo, señalando una de las notas metidas en el plástico.

– ¡Dios bendito! Adria, ¿estás bromeando?

– ¿Sobre esto? No -contestó ella, negando con la cabeza.

– ¿Y no has avisado a la policía?

– Todavía no.

– ¿Dónde está el maldito paquete?

– En hielo.

– ¿Qué?…,

– En el frigorífico de mi habitación. -Él se la quedó mirando como si no la creyera-. ¿Quieres verlo?

– Ahora mismo. -Su contundencia había variado desde la impresión al enfado; dejó varios billetes sobre la mesa y la siguió hacia el ascensor, pasando por delante del mostrador de recepción.

– Esto es cosa de locos -gruñó él mientras ella abría la puerta de su habitación, entraba y se dirigía directa al minibar.

– Me lo vas a decir a mí. -Adria abrió la puerta del frigorífico y Zach se agachó, apoyado sobre una rodilla, y echó un vistazo al interior.

– Hijo de perra -susurró él-. Maldito hijo de perra. -No llegó a tocar la bolsa y a continuación le dijo-Tienes que avisar a la policía, Adria. -Señaló el paquete-. Esto no es una simple nota amenazadora que alguien mete por debajo de tu puerta.

– Estoy esperando.

– ¿A qué? ¿A que ese loco vaya a por ti? No. No hay nada que esperar. -Cruzó al otro lado de la cama y cogió el auricular del teléfono-. Si no llamas tú, lo haré yo. Esto ya ha llegado demasiado lejos.

– Espera un momento. He dicho que llamaré a la policía y lo haré, pero… antes volvamos al bar y acabemos nuestras bebidas. Pensemos en esto con un poco de calma. -De repente ella sintió que necesitaba salir de aquella habitación inmediatamente.

– No hay que pensar nada con calma. Esto es muy serio, Adria. -Utilizando un pañuelo, él sacó la bolsa de plástico con el horripilante contenido del frigorífico-. ¿Llegó en este envoltorio? -preguntó él, señalando el paquete de papel marrón que había sobre el escritorio.

– Sí.

– Entonces, volvamos a meterlo dentro. -Empezó a meter de nuevo el roedor cuidadosamente en el paquete.

– Espera un momento. ¿Qué estás haciendo? Tenemos que conservarlo.

– Tengo un amigo que trabaja en el departamento de policía. Un detective. Él sabrá qué debemos hacer.

– No creo que sea una buena idea.

– Es mejor que cualquier otra cosa que me puedas proponer. No quieres ir a la policía, de acuerdo. Déjame que lo hagamos discretamente.

– Tendré que hacer una declaración.

– Sí, supongo que así es. Pero, vamos, ¿no me dirás que tienes ganas de pasar otra noche con este tipo? -Él señaló con la barbilla el envoltorio en el que ahora estaba metida la rata.

– No, más bien no -admitió ella, pero no estaba segura de si podía confiar en él.

Como si le hubiera leído el pensamiento, él dijo:

– Créeme. Hablaré con mi amigo del departamento de policía. Venga. Te invito a un trago.

– No me gusta que me manipulen.

– Solo estoy intentando ayudar. -Sus miradas se cruzaron por un instante demasiado largo-. Todos tenemos que confiar en alguien, Adria. Y eras tú la que me viniste a buscar a mí hace varios días. Ahora el camino ha sido a la inversa.

Eso era verdad.

– De acuerdo -dijo ella, asintiendo ligeramente con la cabeza-. Dile a tu amigo del departamento de policía que me llame. Me gustaría recuperar mi cadena.

– ¿Vas a volver a ponértela? -preguntó él, levantando una ceja.

– No lo sé. Pero me gustaría tener la oportunidad de decidirlo.

Con cuidado, él se metió el paquete en el bolsillo de la chaqueta y se acercó hacia la puerta.

– Tenemos que pasar por recepción para que te den unas llaves nuevas…

– Como si eso pudiera detener a alguien -murmuró ella, pero empezó a sentirse algo más segura sabiendo que Zach estaba ahora allí.

Lo cual era completamente estúpido. Él era un Danvers. Uno de ellos. No debería fiarse de él ni un pelo, pero no le discutió cuando el ascensor llegó a la planta baja, y se quedó a su lado mientras él le conseguía una llave nueva para su habitación. Luego, Zach hizo que la recepcionista le asegurara que nadie, ni siquiera los empleados del hotel, entrarían en la habitación de Adria.

– No creo que tantas palabras vayan a ayudar en nada. Cualquiera que quiera entrar en mi habitación encontrará la manera de hacerlo -dijo ella mientras cruzaban el vestíbulo en dirección al bar.

– Tendrán que pasar por encima de mi cadáver -susurró Zach mientras mantenía la puerta de vidrio abierta para que ella entrara.

Una vez dentro, él eligió una mesa al lado de la ventana desde donde se pudiera ver la puerta. Zach podía ver a la gente que estaba en la acera, frente a la puerta de entrada del hotel, e incluso a cualquiera que entrara en el vestíbulo. Aunque seguramente también habría entradas escondidas y de servicio por donde cualquiera pudiera colarse.

Adria nunca se había sentido tan vulnerable en su vida. Y ahora, por tonto que fuera, la presencia de Zach la reconfortaba. Si al menos pudiera confiar en él.

«No debes confiar en nadie, Adria. Recuérdalo. Piensa en las notas. Recuerda el paquete que Zach tiene ahora en su bolsillo. No bajes la guardia ni un solo segundo.»


Un camarero dejó sus bebidas sobre la mesa y Adria intentó tomar un sorbo de vino; pero no podía disfrutar de aquel trago, no con Zach tan cerca, con sus ojos escudriñando la puerta y su mandíbula apretada con rudeza. No con todo lo que le había pasado durante las últimas veinticuatro horas.

Zach observaba con atención el pequeño local, inspeccionando con la mirada a los clientes sentados en la penumbra, en las mesas o en taburetes a lo largo de la pulida barra de metal.

– Esto no me gusta nada -dijo él, ignorando su cerveza que se había quedado en una esquina de la mesa.

– Ya somos dos. -Pero además de ser un puñado de nervios, ella estaba furiosa. Nadie tenía derecho a aterrorizarla-. Mira, no voy a dejar que ese desgraciado, sea quien sea, me detenga. Y eso es lo que intenta hacer, lo sabes. Creo que piensa que voy a salir corriendo y no voy a parar hasta llegar a Montana.

Zach arrugó la boca.

– Bueno, pues eso no va a suceder. Me ha enfadado mucho. Y en lugar de salir corriendo asustada, he decidido que voy a apretar un poco las tuercas. Voy a darle la vuelta a la tortilla.

El se la quedó mirando por encima del borde de su copa.

– Voy a dirigirme a la prensa y voy a empezar a aparecer en los periódicos.

– Perfecto. -Sus ojos se arrugaron por los bordes.

– ¿No te importa?

– ¿Por qué? ¿Por la mala prensa? Por supuesto que no. Lo único que me importa es que nadie te haga daño.

– Su mirada se clavó en la de ella y Adria tuvo que apartar la vista-. Da una maldita rueda de prensa si lo deseas, pero vigila tus espaldas. Seguro que hay alguien que te está observando ahora mismo. -Él echó un largo trago de su cerveza y se la quedó mirando fijamente, de una manera que hizo que a ella se le acelerara el corazón-. ¿Sabes lo que necesitas?

– No, pero tengo la impresión de que tú me lo vas a decir -dijo ella casi en un gemido. -Un guardaespaldas.

– ¿Qué? Me estás tomando el pelo, ¿no? -En absoluto.

Él se había puesto tan serio de repente que ella no pudo evitar reírse.

– Dame un respiro. Sé cuidar de mí misma. Recuerda que crecí en un rancho en Montana…

– Pero has estado recibiendo anónimos amenazadores.

– De un cobarde.

– A quien le gusta jugar con animales muertos. Despierta, Adria. Esto es serio.

Sintió que un escalofrío tan helado como la medianoche le recorría toda la piel y tuvo que tragar saliva.

– Entonces… Danvers… ¿estás sugiriendo que tú podrías ser mi guardaespaldas? ¿Crees que estás cualificado para ese trabajo?

Él no contestó, pero la miró con tanta intensidad que ella sintió que el diafragma se le apretaba contra los pulmones. De repente notó que le faltaba el aire.

– ¿No te parece que sería una estupidez por mi parte, una auténtica estupidez, tener a alguien apellidado Danvers protegiéndome?

– Si quieres, puedes pelear sola contra el mundo.

– No contra el mundo, Zach. Solo contra la familia Danvers.

– Son poderosos.

– Querrás decir somos poderosos, ¿no es así? Te guste o no, tú también formas parte de la familia.

– Si quieres que te sea sincero, no me gusta -dijo él, encorvándose sobre su cerveza.

– Pero estás unido a ellos, ¿no es así? -dijo ella-. A causa del dinero de papá.

Él estiró los brazos sobre la mesa y le agarró las muñecas con sus curtidas manos. Las palabras salieron de su boca en un tono profundo y amenazador.

– Escúchame, señorita. Ahora estoy intentando ayudarte y lo único que haces peleándote conmigo es mear fuera del tiesto.

– No quiero ningún favor -dijo ella, alzando la barbilla, pero no podía ignorar los cinco dedos apretados contra la sensible piel interior de sus muñecas. Su garganta se había quedado tan seca como el humo y tuvo que bajar los ojos apoyándose, durante un instante que le pareció interminable, en la clavícula.

– Intento ayudarte. Después de todo lo que has pasado, creo que deberías aceptar una mano cuando te la ofrecen.

Ella quería creerle, pero sabía que posiblemente estaba mintiendo, que había sido enviado allí con la misión de que lograra convencerla. Había venido enviado por la familia -quisiera o no admitirlo- y esa idea, la de la familia Danvers decidiendo cómo podía manipularla, hizo que se pusiera de mal humor. Desde que recordaba, siempre había habido alguien tratando de dictarle lo que tenía que hacer, intentando doblegar sus deseos, y esta vez, por Dios, no estaba dispuesta a ceder ni un milímetro. Apretando los dientes, se separó de sus manos y se puso de pie.

– Déjame en paz, Danvers. Sé que estoy sola en esto, de manera que no hace falta que hagas el papel de héroe.

– ¿Eso es lo que estoy haciendo?

– Dime si no qué.


Zach se la quedó mirando mientras ella salía a toda prisa por la puerta, observando la curva de sus caderas y el rígido porte de sus nalgas. Sus piernas eran delgadas, pero no flacas, y se preguntó qué tal sería rodearla por la cintura.

«Mierda», murmuró para sus adentros enfadado consigo mismo por la dirección que habían tomado sus pensamientos.

De todas formas, no tenía intención de dejarla marcharse sola. Lanzando varios billetes sobre la mesa, salió tras ella. Cruzó el vestíbulo justo en el momento en que se cerraban las puertas del ascensor, pero no le importó. Se tomó un respiro, apoyado en una columna, mientras observaba las luces del ascensor, que parpadeaban sobre las puertas cerradas y luego se detenían por un instante en el número de la planta quinta. Cuando el ascensor descendió, no se paró en ningún otro piso. Sin dudarlo un momento, Zach esperó a que las puertas se volvieran a abrir y se metió en el ascensor. Si hacía falta se quedaría toda la noche sentado en el pasillo; pero si alguien estaba acechándola, sería mejor que se anduviera con cuidado.

La campanilla del ascensor sonó suavemente cuando este llegó a la quinta planta. Zach echó a andar por el pasillo vacío y comprobó que la cabina del teléfono estuviera vacía. Hizo una llamada rápida a Len Barry, el amigo que trabajaba en la policía. Len estuvo de acuerdo en pasar por allí a recoger el paquete, que ya le estaba quemando en el bolsillo a Zach. Después de colgar, Zach agarró una silla y la arrimó a una planta artificial, al lado de la ventana, en una esquina del pasillo con vistas a los dos lados. Se sentó en la silla de respaldo bajo a esperar.


Adria contó lentamente hasta diez. Las indirectas de Zachary la habían acompañado hasta la puerta del ascensor. Aquella arrogancia la sacaba de quicio: su manera de intentar que mandara a paseo sus propias iniciativas. Tanto él como el resto de su familia actuaban como si ella solo estuviera interesada en sacarles dinero. Se soltó el pelo y tiró el pasador sobre la cama con indignación.

– Bastardo -murmuró Adria y se echó a reír a la vez que aquella palabra salía de su boca.

¿Acaso había algo de verdad en aquel insulto? ¿O no? Si hubiera mirado dentro de sí misma, si realmente hubiera mirado, se habría dado cuenta que una parte de ella deseaba que otra persona hubiera engendrado a aquel hombre; otra persona que no fuera Witt Danvers, el cual ella creía que era su propio padre.

Porque, maldita sea, le parecía que Zachary era tan sensual e inquietante como ningún otro hombre de los que había conocido antes. ¿Estaba intentando ayudarla? ¿O solo lo estaba haciendo ver?

La cabeza estaba a punto de estallarle. ¿Era realmente Zach hijo de Witt? Oh, ¿y qué le importaba a ella? ¿Le importaba? Lo único que quería descubrir era si realmente ella era hija de Witt. La paternidad de Zach no era algo en lo que tuviera que pensar. Zachary Danvers no era alguien en quien tuviera que pensar.

Cogió el periódico que tenía sobre la mesilla de noche de su habitación y lo abrió. Con dedos furiosos, pasó las páginas y se detuvo en la sección «Habitaciones para alquilar». Mañana, a primera hora, tenía que empezar a buscar otro lugar en el que alojarse, luego se acercaría al Oregonian y les contaría a los periodistas una historia tan interesante que no iban a poder evitar publicarla en la edición del día siguiente. Después hablaría en televisión y en las emisoras de radio.

Si la familia Danvers quería jugar fuerte, así sería. Ella estaba más que preparada para enviarles un balonazo de los que no habían visto nunca antes en su vida.


Trisha aparcó en su plaza habitual, entre el garaje y la cabaña de madera de la propiedad de los Polidori. Era la cabaña del guarda, que se suponía estaba desocupada; Mario había hecho de la pequeña casa de campo cubierta de enredaderas su lugar secreto para citas durante los últimos veinte años. El corazón le latía ligeramente acelerado y Trisha se reprendió por ser tan tonta, mientras esquivaba las goteantes clemátides y golpeaba suavemente en la puerta de entrada antes de abrir.

Él la estaba esperando. Iluminado por detrás por las luces de la cocina, avanzó por el oscuro salón y a ella se le cortó la respiración. A pesar de que ella se había hecho cínica e insensible con los años, la visión de Mario nunca había dejado de producirle una ola de ilusión que corría por su sangre.

Apareció ante ella con el pecho desnudo y los pantalones vaqueros ajustados a sus caderas.

– Llegas tarde -dijo él con aquella voz profunda que siempre conseguía que se le deshicieran los huesos.

– Tuve problemas en casa.

– Olvídalos. -Él la agarró por los hombros y cerró la puerta de un portazo tan fuerte que hizo que los goznes vibraran.

Sus brazos la rodearon y sus labios se posaron sobre los de ella, calientes, hambrientos, posesivos. Trisha se estremeció ilusionada y cerró su mente a cualquier cosa que no fuera aquel hombre vital. Necesitaba varias horas para olvidar a Adria y a London, y todo aquel maldito y sórdido asunto.

Si Adria era capaz de demostrar que ella era London, todos los sueños de Trisha se romperían en pedazos y su vida quedaría totalmente destruida.

A menos que pudiera detenerla.


Adria saltó de la cama en cuanto sonó la alarma de su despertador, a las seis de la mañana. Se sentía como si acabara de quedarse dormida, tras una noche de estar tumbada dando vueltas y preocupándose inconscientemente por si había alguien intentando abrir su puerta. Apenas había podido descansar y por su mente flotaban imágenes de ratas con enormes dentaduras, de extraños escondidos entre las sombras y de Zachary, a veces como un enemigo y otras como su amante. Una y otra vez pasaba por su mente la noche en el jeep, cuando él la había besado con una pasión animal, que la había encendido y había hecho que se derritiera como la cera. Por el miedo que sentía, porque sabía que alguien la estaba siguiendo y vigilando, porque alguien estaba intentando aterrorizarla, se sentía más unida a Zachary Danvers.

Por supuesto, aquello era ridículo. No podía desear a aquel hombre. Sus fantasías solo se debían a que aquel era el hombre más seductor que había estado a su alrededor desde hacía mucho tiempo, y por el simple hecho de que era un fruto prohibido, un hombre rudo que no podía ser suyo.

«Un fallo de carácter», se dijo, mientras se cepillaba los dientes y veía su despeinado cabello reflejado en el espejo que había encima del lavabo.

Se colocó bajo el chorro de agua caliente de la ducha y se quedó allí hasta que consiguió despertarse. Hoy era el día en que iba a dirigirse a la prensa. Se le hizo un nudo de terror en el estómago solo con pensarlo. Había deseado no tener que llegar a eso, pero había sido una estúpida. Era inevitable hablar con la prensa.

Pero lo primero era lo primero. Necesitaba encontrar una residencia permanente. Se vistió deprisa y, provista del periódico del día anterior, salió de la habitación. Al momento, se paró en seco. Cuando su mirada se topó con los inquietantes ojos grises de Zachary Danvers, sintió que el corazón se le aceleraba de tal manera que ni siquiera pudo articular una palabra. Zach todavía llevaba la ropa de la noche anterior; estaba sentado con las piernas cruzadas y su barba lucía un sombreado de varios días sin afeitarse. Se masajeó la nuca con los dedos y la saludó con una sonrisa torcida.

– Buenos días -le dijo con voz cansina, como si estuvieran acostumbrados a encontrarse cada día al amanecer.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -consiguió preguntar ella.

– Esperándote.

– ¿Por qué? -dijo ella, sintiendo una sacudida en todo el cuerpo.

– Pensé que era aconsejable que alguien se quedara vigilando. Ya sabes, para asustar a los chicos malos.

– ¿Eso hacías?

– No has tenido ningún contratiempo, ¿verdad?

– ¿Y eso ha sido gracias a ti?

– No me ha visto mucha gente -susurró él-. Solo los más madrugadores. Unos cuantos deportistas que salían a correr y varios tipos con carteras llenas de asuntos importantes. -Se desperezó, y su cuerpo pareció hacerse más alto y esbelto; luego se puso de pie y sus músculos se distendieron-. Entonces, ¿te ha molestado alguien?

– No me ha llamado nadie, pero había dejado dicho en recepción que tomaran nota de los mensajes.

– ¿Qué te parece si te invito a desayunar? › Ella lanzó una mirada en su dirección. Estaban soplos en el ascensor y la pequeña cabina parecía llenarse con su presencia. Por una vez no había en sus ojos ni una pizca de hostilidad y ella estuvo tentada de bajar |a guardia, aunque él tenía la innata habilidad de hacer que se sonrojara con cualquier pretexto. Pero lo quisiera o no, necesitaba a un amigo, un contacto en la familia, alguien que aparentara no odiarla; aunque ahora estar cerca de Zach era peligroso de una manera muy diferente.

Cuando el ascensor llegó a la planta baja y las puertas se abrieron con un susurro, Adria salió al vestíbulo y dejó escapar el suspiro que ya no podía retener más. Se paró en recepción para recoger sus mensajes. El empleado le ofreció una sonrisa artificial.

– Es usted una persona muy popular -le dijo, entregándole un fajo de ocho hojas de papel.

– ¿Qué es esto? -preguntó en voz alta mientras pasaba las hojas una a una: Mary McDonough del noticiero de la KPTV, Ellen Richards de una revista local, Robert Ellison, un periodista del Oregonian. Sintió un nudo en la garganta-. Parece que se haya escapado el gato -dijo a Zach mientras un hombre bajo y parcialmente calvo se levantaba de una silla medio oculta tras una maceta de helecho.

– ¿Es usted Adria Nash? -le preguntó con una sonrisa. A su lado, Zach se puso tenso-. Soy Barney Havoline, del Portland Weekly. -Le entregó una tarjeta de presentación que ella observó durante un instante, doblándola ligeramente por las esquinas con los dedos-. He oído que estaba usted en la ciudad y que dice ser London Danvers. ¿Es eso verdad? -Puso en marcha su magnetófono y le sonrió abiertamente como si fueran viejos amigos.

Zach se acercó un poco más a ella.

– En esencia es verdad, sí -contestó Adria con una leve sonrisa.

– ¿ Y cómo sabe usted que es la heredera de Danvers?

– Lo descubrí por mi padre.

– ¿Witt Danvers?

– No, mi padre adoptivo. Mire, señor Havoline, no sé cómo se ha enterado de que estaba en la ciudad y de dónde me alojo, pero…

– ¿Puede usted demostrar que es London?

– … pensaba dar una rueda de prensa a lo largo del día y explicarlo todo.

Él le sonrió por un instante y ella se dio cuenta de que varios clientes del hotel la estaban mirando; incluso un o de los botones se había parado delante de ella para admirar el espectáculo.

– La verdad es que sólo la entretendré un instante-insistió Havoline-. Pero tengo un par de preguntas más que hacerle.

– Le ha dicho que más tarde -le interrumpió Zach, colocándose entre Adria y el pesado periodista.

– Pero ya que estamos aquí -insistió Havoline-. Permítanme que les invite a un café o a desayunar… y ¿usted quién es? -preguntó el periodista, antes de que sus ojos se fijaran en Zach y su rostro se iluminara de repente.

– Es usted una pesadilla -dijo Zach, mirándole de una manera feroz. -Qué… -Largo de aquí.

– Zachary Danvers. -Al periodista le brillaban los ojos, como si se hubiera dado cuenta de que aquella historia tenía mucha más enjundia de lo que había pensado-. De modo que esta mujer podría ser su desaparecida…

– ¡Le he dicho que se largue!

– Todavía no, esperen. ¿Puedo hacerle unas cuantas preguntas más? -Asomándose por encima del hombro de Zach, el periodista intentó captar la mirada de Adria, pero unas manos enormes lo agarraron por las solapas de la chaqueta y lo llevaron a rastras hacia la puerta de entrada, lanzándolo más allá del puesto de periódicos-. ¡Eh, oiga, no puede usted hacerme esto! ¡Tengo mis derechos!

Zach sacó a Havoline por las puertas de cristal y lo echó a la calle.

– Le demandaré, bastardo -gritó el periodista, sacudiéndose la chaqueta, mientras una flamante furgoneta de una cadena de televisión local aparcaba delate de la puerta del hotel.

– Demonios -murmuró Zach a la vez que agarraba a Adria por el brazo. Mientras los periodistas entraban en la furgoneta, la hizo dar media vuelta y la empujó hacia el mostrador de recepción.

– Tenemos que salir de aquí -le dijo al recepcionista, quien había estado observando toda la escena-. Supongo que habrá una puerta de servicio o algo por el estilo para que no tengamos que montar una escena aquí, en el vestíbulo.

– No sé…

Otra furgoneta de una cadena rival aparcó ante el hotel y de ella empezaron a bajar varios periodistas que se dirigían hacia la puerta de entrada.

– ¡Pues haga algo! -le ordenó Zach al recepcionista y este llamó al guarda de segundad.

– Escolta a estas personas para que puedan salir y llama a Bill para que suba a encargarse de los demás.

– ¡Por aquí! -El guarda, un fornido negro con cara de haber visto de todo, les condujo hacia la parte de atrás del vestíbulo y les hizo pasar por varias puertas dobles hasta llegar a la cocina.

Detrás de ellos se oía un tumulto de voces excitadas que aumentaba de volumen y Adria se dejó conducir agradecida hacia las puertas de acero de un ascensor. No estaba preparada para la prensa. Todavía no. Necesitaba tiempo para redactar su declaración, tiempo para estar lista para contestar todas las preguntas y todas las acusaciones que sin duda le iban a caer encima.

Al cabo de unos minutos ya estaban en la calle y recorrían a pie el corto camino que les separaba del hotel Danvers, donde se había apostado otro grupo de periodistas. Agarrándola con firmeza, Zach la guió desde la entrada privada del aparcamiento, por un laberinto de pasillos, hacia el garaje donde estaba aparcado su jeep.

– ¿Adonde vamos?

– ¿Importa eso? -preguntó él, poniendo en marcha el motor y saliendo del estrecho aparcamiento.

– Creo que tengo derecho a saberlo.

– Tú sola te has metido en este lío. Si quieres, te puedo dejar aquí para que te coman las pirañas.

– Yo no he llamado a la prensa.

– Lo que tú digas. -Zach arrimó el morro de su jeep hacia la salida del aparcamiento.

– ¿No me crees? -preguntó ella decepcionada mientras salían a toda velocidad del aparcamiento y se unían al denso tráfico que atascaba las calles de la ciudad.

– No -admitió él, mirando en su dirección-. Pero, por si te sirve de consuelo, te diré que no te he creído ni una sola palabra desde que apareciste por esta ciudad.

18

Su rostro era una máscara de calma resuelta. Su barbilla estaba levantada con determinación y sus profundos ojos azules se movían de la cara de un periodista a la de otro. Mientras en el cielo se formaban nubes que amenazaban lluvia y el viento frío agitaba las ramas sin hojas de los árboles, Adria estaba de pie en un leve repecho del parque dirigiéndose a la multitud de periodistas. Sus mejillas, azotadas por el frío glacial, estaban sonrosadas, su sonrisa era sincera y Zach pensó que quizá se había pasado años hablando en público en la universidad.

Hasta aquí, aquella rueda de prensa apresuradamente concertada había ido bien, y además de los periodistas, varios paseantes se habían parado a escuchar su potente voz.

– …por eso estoy aquí. Para descubrir la verdad. Para descubrir por mí misma si realmente soy la hija de Witt y Katherine Danvers.

Tenía seis micrófonos pegados a la cara mientras los reporteros no dejaban de tomar fotografías y de filmarla. El viento mecía sus cabellos haciéndolos caer sobre, su cara, el tráfico seguía fluyendo con su ruido de motores, las mangas de regadío seguían lanzando chorros de agua y los frenos hidráulicos de los camiones chirriaban como telón de fondo.

Un periodista prepotente, de labios delgados y nariz puntiaguda, le preguntó:

– ¿Tiene usted alguna prueba, aparte de la cinta de vídeo de su padre adoptivo, de que es usted London Danvers?

– No, la verdad es que no…

– ¿Y eso no le parece poco? Las cintas caseras de vídeo son hoy en día algo muy usual. Cualquiera podría preparar un montaje como este.

Los ojos de Zach se quedaron mirando a aquel hombre y tuvo que agarrarse las dos manos con fuerza solo para estar seguro de que no iba a emprenderla a puñetazos con aquel desgraciado.

– No es un montaje -replicó Adria con firmeza.

– Usted piensa que no. Pero no lo sabe. No tiene usted ni idea de cuáles fueron los motivos que tuvo su padre adoptivo para filmar eso.

Una mujer pelirroja con voz profunda preguntó:

– ¿Qué fue de Ginny Slade?

– Ojalá lo supiera.

– ¿Por qué no pidió un rescate?

– Tampoco lo sé -dijo Adria, mientras pasaba rugiendo un camión que hizo que las palomas de la plaza alzaran el vuelo dejando tras de sí un rastro de plumas azuladas.

– ¿Qué me dice del millón de dólares de recompensa que ofreció Witt a quien pudiera encontrar a su hija? ¿No podría Ginny haber estado interesada por ese dinero?

– No puedo hablar por ella.

– En el momento del secuestro, algunas personas sugirieron que uno de los hombres de negocios locales, Anthony Polidori, podría estar detrás del asunto -preguntó otra mujer-. Witt Danvers siempre mantuvo que Polidori estaba involucrado.

– No sé quién estaba detrás de aquello.

– Polidori fue investigado por la policía pero no se pudo probar nada.

– No tengo nada que comentar al respecto.

– ¿Quién organizó el secuestro?

– No lo sé…

– Y qué dice usted, señor Danvers, ¿qué hay de usted y de su familia?

Zach contestó atravesando a aquella mujer con una mirada que la hizo estremecerse de miedo.

– No tengo nada que decir.

– Pero está usted aquí, junto a la mujer que afirma ser su hermana.

– Se trata de su circo, no del mío. -La sangre estaba empezando a hervirle.

– De modo que ¿eso es lo que piensa de este asunto? -insistió la mujer obviamente nerviosa mientras avanzaba hacia él-. ¿Y qué me dice del resto de la familia?

– Tendrá que preguntarles a ellos.

– Ellos no están aquí. Usted sí. ¿Qué opina usted?

– No tengo nada que comentar.

– ¿No fue usted uno de los principales sospechosos en aquel momento?

– Por el amor de Dios, ¡yo solo tenía diecisiete años! -dijo él con los ojos brillándole pero enseguida trató de calmarse-. Esa pregunta tendrá que hacérsela a la policía.

Agarró a Adria por el brazo y, si hubiera podido, le habría gustado largarse de allí con ella de inmediato. Los periodistas eran animales carroñeros. Todos ellos. Lo había aprendido personalmente cuando secuestraron a London.

– ¿Y qué es lo que tendría que decir la policía?-preguntó la mujer pelirroja.

Adria lanzó una mirada a Zach.

– Todavía nada -dijo Adria, pero no añadió que, a insistencia de Zach, ella había pasado las tres horas anteriores en la comisaría explicando su historia, dejándoles una copia de la cinta de vídeo y mostrándoles las notas amenazadoras-. Gracias a todos por haber venido. Si desean ponerse en contacto conmigo, por favor, dejen una nota en la recepción del hotel Orion. -¿El Orion? ¿Por qué no el hotel Danvers? -gritó un hombre.

– Espere un minuto…

– Solo unas pocas preguntas más…


Los dedos de Zach se apretaban con fuerza alrededor de su codo y la empujaban hacia el jeep.

– Maldito circo -gruñó él mientras la introducía en el coche y luego se sentaba al volante.

Mirando por el espejo retrovisor, vio a más de uno de los hambrientos periodistas que corrían hacia sus coches y furgonetas esperando, sin duda, seguirlos. «Buena suerte», pensó Zach ariscamente. Conocía aquella ciudad como si fuera la palma de su mano y había pasado la mayor parte de sus años de adolescencia dándole esquinazo a los coches de la policía. Puso la primera marcha, quitó el freno de mano y arrancó. Varios coches les siguieron y él no pudo reprimir una sonrisa de satisfacción.

– Creo que ha estado bien, ¿no te parece? -preguntó Adria.

– Ha sido un fiasco.

– Hablando como un auténtico Danvers.

Frenó al doblar una esquina y las ruedas patinaron.

– ¿Nos están siguiendo? -preguntó ella.

– Sí. -Él miró por el retrovisor, frunció el entrecejo y giró por un callejón que desembocaba en Burnside-. Algunos de los buitres parece que no se han quedado aún satisfechos. -Aceleró sobre el oscuro río Willamette diciéndose hacia las montañas del este, luego giró en rendo en medio de la calzada, volviendo a cruzar el río y dirigiéndose hacia el sur, mirando continuamente por el retrovisor hasta que vio satisfecho que los coches qué estaban de uno a otro carril detrás de ellos ya no podrían darles alcance-. Ahora realmente has agitado el nido avispas.

– Ya era hora.

– No tendrías que haber llamado a la prensa lo primero…

– Te he dicho que no he sido yo.

– Bueno, pues alguien lo ha hecho.

– Sí -asintió ella, dándole vueltas a esa idea mientras dejaban atrás la ciudad-. Alguien lo ha hecho.. «¿Quién?» ¿Alguno de los Danvers? ¿Anthony Polidori? ¿El obseso que le había dejado aquellas feas notas? ¿Alguien que había estado espiando sus conversaciones telefónicas? ¿Trisha? ¿Nelson? ¿Jason? ¿Zach? Sintió que le dolía la cabeza y se dio cuenta de que aparte del café amargo y oscuro, que había tomado en la comisaría de policía, no había comido nada en todo el día.

– Tendrás que marcharte del Orion.

– Lo sé.

– ¿Tienes algún otro lugar en el que alojarte?

– Aún no.

– Jason piensa que deberías venirte al rancho.

– ¿Contigo?-preguntó ella.

– Supongo.

De repente el interior del jeep pareció empequeñecerse y la atmósfera se fue cargando, mientras ella pensaba cómo podría ser vivir lejos de la ciudad, con Zachary. ¿Qué tal sería encontrárselo a su lado cada mañana? Echó una mirada a su perfil. El corazón empezó a latirle con fuerza. Por supuesto, no podía aceptar aquella proposición; tenía muchas cosas que hacer allí, en el valle del Willamette. Y aquello no era más que otra estratagema de la familia para quitarla de en medio.

– Me da igual lo que piense Jason. «¿A solas con Zachary Danvers? ¿A salvo?» No podía creerlo ni por un segundo. Zachary era peligroso desde muchos puntos de vista como para pensar en eso. Nunca podría estar a salvo con él.

– Eso te gustaría, ¿no es así? -dijo ella, tocando con el dedo el interior de la ventanilla y limpiando el vaho que se había formado en el cristal-. De ese modo estaría encerrada en un lugar en el que la familia me pudiera tener vigilada, escuchando mis conversaciones telefónicas y teniéndome controlada veinticuatro horas al día. Gracias, pero creo que no me interesa.

Él abandonó la autopista y se metió en un área de servicio. Al final del camino había un restaurante con un neón centelleante que anunciaba desayunos y comidas las veinticuatro horas. Zach aparcó al lado de la puerta de entrada.

– Bueno, vayamos a comer algo y luego decides. -Él se acercó a ella para abrirle la puerta. El contacto con su cuerpo cálido y firme rozando sus muslos tuvo un efecto definitivo en la velocidad del pulso de Adria. «Detente.»

Como si él hubiera sentido lo mismo, sus ojos se encontraron con los de ella y durante un ridículo instante él deseó besarla de nuevo. Sus ojos se ensombrecieron por un momento, buscando los de ella, y su aliento le rozó la cara. Olía a cuero y a café, y a masculino almizcle, y su mandíbula estaba casi negra por no haberse afeitado.

Salvaje y rudo.

Primario y lascivo.

Apasionado y mordaz.

Zachary Danvers era todo eso y mucho más. Ella se mordió los labios y aguantó la respiración. Esperando…, sintiendo que él podía leerle el pensamiento.

– ¿Qué demonios voy a hacer contigo?

– Tú no eres responsable de mí.

– ¿Ah, no? -Una de sus oscuras cejas se arqueó. Ella se puso tiesa, en actitud defensiva.

– Mira, Zach, supongo que debería agradecerte que me hayas ayudado hoy, pero la verdad es que no necesito a una niñera.

– Podría llegar a sorprenderte. -Él le dirigió una sonrisa que la atravesó. Pura animalidad masculina. Luego saltó a la calzada y ella tuvo que echar a correr para alcanzarle.

Tenía ganas de decirle que se perdiera y la dejara en paz, pero no podía hacerlo. Había estado a su lado cuando lo había necesitado y había tenido que aguantar la rueda de prensa; y no le había discutido, sino que incluso la había ayudado a reunir a los periodistas y había estado a su lado todo el tiempo, manteniendo la calma. Ella desconocía cuáles eran sus motivos, pero dudaba de que fueran nobles. Le estaba agradecida por su ayuda, a pesar de que pensaba que debería haber manejado aquella situación sola, y creía que probablemente él estaba siendo amable con ella solo para poder espiarla por orden de la familia. Pero, entonces, ¿por qué había insistido para que fueran a la comisaría y presentara una denuncia? Puede que no tuviera otra elección; quizá se había sentido acorralado y prefirió que se hiciera público de una vez por todas que había llegado a Portland otra mujer que afirmaba ser la hija desaparecida de Witt Danvers.


Entraron en el restaurante. Se podía oír música country por encima del bullicio de las conversaciones y del crepitar de la parrilla. Se sentaron a una mesa al lado de la ventana.

Al cabo de unos instantes, una camarera les sirvió café y les prometió que regresaría para tomar el pedido. Adria cogió un menú e intentó concentrarse en la lectura de los platos especiales del día, pero tener a Zachary sentado enfrente era una distracción, un tipo de distracción que ahora no deseaba.

Una vez hubieron hecho sus pedidos, Zach se bebió su café y se sentó de lado en la silla.

– Creo que podrías decirme qué es lo que piensas hacer, Adria -dijo él, mirándola con unos ojos que parecían poder ver hasta en los rincones más oscuros de su alma-. Porque de aquí en adelante me parece que no va a haber demasiada diversión.

«Y por eso estoy aquí. Para descubrir la verdad. Para descubrir por mí misma si realmente soy la hija de Witt y Katherine Danvers…» Su voz era clara. Potente. Su barbilla estaba levantada como diciendo que no podía dar marcha atrás.


«Maldita sea.»

En su habitación, quien asesinó a Katherine observaba las imágenes de Adria Nash en la televisión.

«Por qué no ha vuelto a su casa? ¿Por qué demonios ha tenido que montar una rueda de prensa? ¡Ahora todo Portland -por no decir todo el maldito país- la estará mirando!»

La rabia le ardía por dentro.

¿Y si ella fuera realmente London? ¡Cielos, se parecía tanto a Kat que casi daba miedo!

Por su memoria pasaron varias imágenes de Katherine Danvers.

Kat, una mujer joven y con éxito, segura de su sexualidad, caminando por una calle al lado de Witt.

Kat, un poco más mayor, con el anillo de oro brillando en su dedo y demostrando que ella era la señora de Witt Danvers.

Kat, embarazada y todavía seductora, con su otrora terso vientre ahora redondeado. Aquel niño creciendo en su interior le había dado un aspecto orgulloso. Ahora ya estaba unida a Witt y a la fortuna de los Danvers de manera irrevocable.

El asesino de Kat parpadeó, sintiendo el sudor que le corría por la frente y luego caía sobre la mullida alfombra. «Cálmate, cálmate. No dejes que te saque de quicio.» Pero las imágenes que veía en la televisión le recordaban otras del pasado, fotografías mentales que nunca podría olvidar. Imágenes que ardían y emitían destellos dolorosos. ¡Flash!

Kat con la niña, maravillosa, y Witt pegado a las dos, como si no tuviera ya una familia, como si no tuviera ya otros cuatro hijos, como si esa preciosa criatura fuera más importante que los otros cuatro juntos. Cielos, aquello era asqueroso. Horrible. Quien asesinó a Katherine estaba estremeciéndose por dentro. Recordando. ¡Flash!

Kat intentando recuperar de nuevo su esbelta figura, quemando cualquier resto de grasa que hubiera quedado del embarazo y posando en un impecable y diminuto traje de baño de una sola pieza. ¡Flash!

Kat, con el pelo negro reluciente y recogido sobre la cabeza, rodeada de la élite de Portland. Jugando al bridge. Acudiendo a fiestas de caridad o a bailes de gala en sus ceñidos trajes… ¡Flash!

Kat flirteando con alguien, vestida solo con unas bragas.

¡Flash!

Kat desnuda… Su cuerpo reluciente… En la ducha… Oh, Dios, qué vulnerable que había, sido desde que London fue apartada de su lado… qué fácil había sido poner píldoras en su bebida y después, cuando estaba desorientada, cuando tropezó ahí afuera, darle un empujón por encima del muro. ¡Flash!

Kat cayendo por encima del muro, el reconocimiento escrito en sus ojos cuando sus miradas se cruzaron, el miedo contrayendo sus hermosos rasgos.

Y luego el sonido. El horripilante sonido de los huesos rompiéndose y los músculos golpeando con un ruido seco contra el pavimento, ahí abajo. No fue muy difícil. Se podría hacer de nuevo.

«Solo unas pocas preguntas más», un periodista seguía insistiendo, pero la cámara ya no enfocaba a Adria. La cámara enfocaba ahora el pétreo semblante de un Zachary Danvers, quien parecía realmente cabreado. Mientras empujaba a Adria alejándola de la muchedumbre, una vena se hinchaba en su cuello y sus ojos estaban tan oscuros que casi parecían negros.

Por supuesto que él tenía que estar allí. Zachary nunca había podido resistirse a las mujeres hermosas. ¿Por qué no iba a sentirse, como tantos otros hombres, cautivado por su madrastra? ¿Por qué no iba a arriesgarse a sufrir la cólera de Witt por estar con ella?

Y ahora estaba con una mujer que podría ser una copia de aquella.

El hijo igual que el padre.

Locos los dos.

Iba siendo hora de hacer algo. Algo permanente. Pero antes… un susto.

El asesino de Katherine sonrió y apagó el televisor.

¡Flash!

En un destello de futuro le llegó una imagen de Adria, la pretendiente, tumbada sobre un charco de su propia sangre, con los huesos rotos, el cuello y la cabeza doblados en un ángulo imposible. Con los ojos mirando ciegos hacia arriba.

Incluso en su muerte podría sentirse orgullosa de parecerse a la mujer que afirmaba que había sido su madre.


Sonó el interfono.

– Ya sé que ha dicho que no le molesten, señor Danvers -dijo la secretaria de Jason, Francés, en su más anodino tono de voz-, pero tiene a su hermano por la línea dos, e insiste en hablar con usted ahora mismo. He intentado explicarle que no se podía poner…

– Está bien, hablaré con él.

Jason cruzó la alfombra de color verde bosque y descolgó el teléfono. La voz de Nelson parecía agitada y fuera de sí.

– Canal dos. Las noticias. -Sonó un clic que daba a entender que había colgado.

Como la soga de un verdugo, un nudo se apretó en la garganta de Jason. Cogió el mando a distancia y, apuntando hacia el televisor que estaba en la otra esquina de su oficina, presionó el conmutador mientras con un mal presentimiento colgaba el teléfono. El televisor se puso en funcionamiento. Y Jason se quedó mirando el programa, viendo hechos realidad sus peores presentimientos. Lo había hecho. Adria Nash había dado su maldita rueda de prensa en medio de un parque y, a su lado, unas veces a la vista de las cámaras y otras no, estaba Zach. Maldita mosca en el culo ese Zach. Su mandíbula estaba oscurecida por una incipiente barba y sus ojos eran fríos y de una expresión indescifrable. Vestía ropas arrugadas y tenía el aspecto de un maldito vaquero, pero no parecía importarle la imagen que estaba dando ante las cámaras.

Jason maldijo en voz alta. Empezó a sentir un tic en su ojo izquierdo mientras seguía mirando la pantalla paralizado.

Dios, qué hermosa era aquella mujer. Estaba de pie, erguida, con su salvaje cabellera negra ondeando al viento y mirando a la cámara con sus claros ojos azules; se parecía tanto a Katherine que Jason apenas podía respirar. Recordó la sensual sonrisa de Kat, su risa burlona, la picara luz de su mirada. Al principio solo había tenido ojos para Zach, incluso cuando este no era más que un chiquillo, pero más tarde, cuando Zach desapareció de la familia, después de que Witt pillara a su hijo rebelde en la cama con ella, en el rancho, las cosas cambiaron. Al final, Kat había acabado por fijarse en Jason.

Al principio había empezado poco a poco. Una sonrisa. Un pestañeo. Un chiste travieso. Un dedo acariciando la base de su nuca, que se había quedado allí un segundo más de la cuenta. Las largas ausencias de Witt en viajes de negocios ya no le molestaban, todo lo contrario.


La primera vez había sido una fría noche de invierno con el viento aullando sobre el tejado. Se había ido la luz, y Jason y Kat se habían quedado solos en casa. Ella había fingido que tenía miedo y él la había rodeado con sus brazos para consolarla y darle calor. Cuando ella había alzado la cara hacia él, a Jason le había parecido lo más natural del mundo besarla, acariciarla, quitarle la ropa y hacerla suya como un potro salvaje haría suya la hembra de otro. Ella era indomable y su pasión había estado contenida durante años de represión.

Después de aquella primera noche juntos, se habían acostado de vez en cuando, experimentando con drogas, poniéndose a tono con coca, marihuana y sexo. Incluso pensando ahora en ella se sentía excitado como no se había sentido durante años. Su mujer, Nicole, era y siempre había sido, frígida. Kim era una pequeña preciosidad, desesperada por complacerle, deseosa de hacer realidad cualquiera de sus fantasías, pero nunca dejaba de presionarle para que pidiera el divorcio y jamás había poseído aquella sexualidad salvaje, aquella primitiva lujuria sexual que hacía que Kat fuera un caso aparte entre sus otras amantes. Mientras que Kat disfrutaba del sexo, Kim intentaba por todos los medios aparentar que estaba disfrutando. Aunque ella habría hecho cualquier cosa que él le hubiera pedido, las respuestas de Kim siempre le parecían forzadas e inhibidas.

Ninguna había podido igualar la salvaje ninfomanía y el narcisismo de Katherine LaRouche Danvers.

Y aquella Adria -fuera quien demonios fuese- se parecía tanto a Kat que llegaba a darle miedo… y a excitarlo.

Allí estaba, contestando a las preguntas y sonriendo, por el amor de Dios, manejando diestramente a la muchedumbre. Jason apoyó la cadera contra el escritorio. Ya se había dado cuenta de que Adria Nash era un enemigo al que no tenía que menospreciar. No se la podía tomar a la ligera. Y no lo iba a hacer. Se había dado cuenta desde el primer momento en que la había visto. Pero no se iba a salir con la suya. La iba a detener antes de que pudiera reclamar un solo céntimo del dinero de los Danvers. Por un momento se le pasó por la cabeza qué tal sería en la cama. ¿Cargada de sexualidad como Kat o acomodaticiamente desapasionada como Kim?

Frunció el entrecejo al recordar a su amante y sus cada día más molestas exigencias. No podía divorciarse de Nicole. No quería. Su mujer, aunque era una bayeta flácida en la cama, era astuta. Se había casado con él por la mitad de lo que él tenía, que, eso esperaba, pronto sería la fortuna más grande de Portland. Tenía que encontrar la manera de mantener tranquila a Kim… y también de enfrentarse a Adria Nash.

Con los ojos entornados, observó el final del programa, en el que los dos presentadores especulaban con la posibilidad de que la heredera desaparecida hubiera vuelto para reclamar su fortuna, y luego sintió que se le encogía el estómago mientras por la pantalla pasaban unas antiguas imágenes de la noche en que London fue secuestrada. Se le revolvieron las entrañas al ver a su padre y a Kat, y entre ellos una foto de la pequeña London. Utilizando la tecnología informática, habían hecho un montaje del aspecto que podría tener aquella niña ahora, y sus rasgos no distaban mucho de los Adria. Sintió una punzada como de plomo que se le clavaba en la espalda.

Pero ¡era imposible que ella pudiera ser London! Era condenadamente imposible.


Apagó el televisor y el interfono volvió a sonar.

– Lo siento, señor Danvers, lo siento de veras, pero el señor Sweeny insiste en que usted quiere hablar con él. He intentado convencerle de que está usted ocupado, pero me ha contestado de una manera grosera…

– Está bien, Francés, hablaré con él.

– Línea dos de nuevo.

– De acuerdo. -A Jason le empezaban a sudar las manos. Se soltó los tirantes para recibir las noticias de Sweeny-. Jason Danvers.

– Me dijiste que te llamara cuando estuviera en Memphis y aquí estoy -dijo Sweeny con una voz que sonaba engreída.

– ¿Has encontrado a Bobby Slade?

– He encontrado un montón de cosas sobre él. Robert E. Lee Slade parece ser un apellido o algo así. No ha sido fácil, pero ya tengo la lista de los primeros candidatos.

– Pues asegúrate de que das con el que buscamos.

– Eso es pan comido. Ah, por cierto, creo que deberías saber que tu Adria ha estado ocupada.

– ¿Ah sí? -Los dedos de Jason se apretaron alrededor del auricular.

– Sí. He descubierto a través de un empleado de los Polidori que allí es todo un acontecimiento. El viejo piensa que la podrá utilizar si es London, porque, como posiblemente tú ya sabes, está interesado en comprar un buen pedazo de Danvers International.

– Venga ya -dijo Jason, apretando los dientes. -Bueno, eso es lo que dice. Y además, el joven Polidori parece estar muy interesado en ella.

– ¿Mario?

– Hum, puede que sea un asunto turbio, ¿no crees? Tu hermana todavía lo sigue viendo.

– Lo sé -gruñó Jason. Trisha nunca aprendería.

– Tienes una familia muy divertida, Danvers. Te volveré a llamar cuando tenga algo más. Clic.

– ¡Espera! -dijo Jason a la vez que aquel baboso detective colgaba el teléfono.

Las informaciones de Sweeny solían ser de fiar, y si había conseguido tener un informador entre los empleados de Polidori, para Jason el dinero que gastaba ya había estado bien empleado. Pero quería saber más. Mucho más.

La soga que sentía alrededor de la garganta se apretó un poco más.

Mirando su reloj, frunció el entrecejo y agarró el maletín que tenía sobre el escritorio. En la sala de recepción, Francés estaba hablando por teléfono. Cuando se dirigía hacia los ascensores, ella le detuvo.

– Es Guy, de Seguridad -le dijo, manteniendo el teléfono en alto-. Parece ser que tenemos un asedio de periodistas, que están esperando abajo para hablar con usted o con alguien de la familia Danvers. Y estos -dijo, mostrándole un montón de mensajes- son de periodistas y columnistas de todo el país. -Alzó las cejas por detrás de los cristales ahumados de sus gafas-. ¿Ha aparecido otra nueva?

– Sí, y una muy convincente -dijo Jason incapaz de ocultar su irritación.

– Vaya por Dios. -Sus pequeños labios se curvaron en medio de su cara carnosa. Francés Boothe daría su vida por Danvers International-. Bueno, Guy dice que debería intentar no pasar por el vestíbulo.

– De acuerdo -dijo él, lanzándole una sonrisa de «no te preocupes»-. No creo que esperen que me escape por el tejado. ¿Alguna cosa más?

– La señorita Monticello ha llamado dos veces. Ha dicho que la llame.

Los dedos de Jason se apretaron alrededor del asa de su maletín al oír mencionar a Kim. No podía quedarse quieta ni un momento; tampoco le haría daño esperar a que él la llamara. Ahora que Adria había hablado con la prensa, Kim era un asunto que podía esperar. Con el ceño fruncido, avanzó por el pasillo junto a dos vicepresidentes. Los dos le iban hablando a la vez, dos aduladores que se preocupaban más de Danvers International que de sus familias. Se las apañó para responder como un autómata, mientras llegaba hasta el ascensor que le llevaría al helipuerto que había en la azotea.

El aparato le estaba esperando y Jason se alegró de oír el zumbido de las hélices que le apartarían de cualquier conversación durante los próximos cinco minutos. Mientras el helicóptero se elevaba, él miró abajo, hacia la ciudad, y tuvo la premonición de que se avecinaba un desastre. Tiempo atrás, había estado convencido de que llegaría a ser el príncipe heredero de Portland. Ahora, por culpa de Adria Nash, ya no estaba tan seguro.

Iba siendo hora de demostrarle a la señorita Nash en qué aprieto se había metido. Y se trataba de un verdadero aprieto.


Zach se quedó observando a Adria. Estaba sentada en el rincón más apartado del jeep, mirando hacia fuera a través de la ventanilla, pero, eso imaginaba él, no podría ver nada más que los coches que pasaban a su lado. Actuaba como si no estuviera allí, con él, pero Zach no podía olvidar lo cerca de ella que estaba. Siempre que se encontraba a su lado, sus instintos parecían ponerse en guardia y sus nervios se tensaban como si fueran cuerdas de arco.

El labio inferior le sobresalía levemente y golpeaba impaciente con los dedos sobre una pierna. Llevaba el pelo suelto y revuelto por el viento, y sobre uno de los hombros le caía un mechón de rizos rebeldes. Observó la curva de sus pechos a través de la chaqueta y se preguntó si su parecido con Kat acabaría en la cara o continuaría también debajo de la ropa. Enfadado consigo mismo por aquel pensamiento, encendió las luces y salió del aparcamiento del restaurante, en donde no había podido apartar la vista ni un segundo de la hermosa curva de sus mejillas, del precioso hoyuelo que se le formaba cuando sonreía, de la suave columna de su cuello y de la redondez de sus pechos.

Había sido un día muy duro, intentando acallar la sensación de volver a ser de nuevo un adolescente impaciente por el sexo. Pero lo que sentía por ella era algo más que una simple atracción sexual; en ella, su mente era tan atractiva como todo lo demás.

Adria había ofrecido una entrevista tras otra y, aunque Zach lo desaprobaba, no había dicho absolutamente nada ni había hecho un solo gesto para intentar detenerla. Se había quedado en las sombras, viendo cómo ella manejaba diestramente las preguntas de los periodistas, aunque era imposible que no hubiera notado las insinuaciones al respecto de que no era más que una vulgar cazadora de fortunas, que pretendía apropiarse del dinero de un hombre muerto. Había sabido mantener la calma e incluso introducir cierto humor en la situación. Desde el punto de vista del público de lectores de periódicos y de los telespectadores, Adria Nash iba a tener un buen aspecto -endemoniadamente bueno- y si la familia Danvers no la aceptaba como una mujer honesta en busca de la verdad, iba a acabar teniendo un montón de problemas con la opinión pública.

Zach resopló disgustado. Las relaciones públicas y la opinión pública eran el departamento de Nelson. Seguramente el muchacho estaría ahora sudando la gota gorda.

– Y bien, ¿adonde vamos?

– Supongo que de vuelta al hotel.

– Habrá un enjambre de reporteros revoloteando por el vestíbulo -predijo él-Y el teléfono no parará de sonar.

– Eso se lo dejaré a los de seguridad -dijo ella, sonriendo, y bostezando añadió:-Además, imagino que tú los sabrás manejar.

– Tú misma -gruñó él, y ella hasta consiguió sonreírle mientras conducía hacia el hotel Orion.

Adria era más dura de lo que él había imaginado en un principio y, como tan vehementemente había afirmado en más de una ocasión, no iba a salir corriendo asustada. Su tenacidad e independencia habían hecho que se ganara su respeto.

– La prensa puede ser muy dura.

Ella miró en su dirección.

– Estoy acostumbrada a eso. -Por una décima de segundo, él pudo ver en sus ojos algo más que su usual hostilidad, una oscura mirada que le produjo un estremecimiento prohibido en el vientre-. No te preocupes por nada, Zach, estaré bien.

Intentando aplacar en silencio la lujuria que la presencia de ella despertaba en lo más profundo de su mente, Zach aparcó frente al hotel.

– Vamos a ello -dijo él bruscamente, conduciéndola hacia la puerta del hotel a través de la neblina. Sus pies corrían sobre la acera mojada y Adria agachaba la cabeza contra la lluvia.


Zach había supuesto que tendrían que enfrentarse a una multitud de periodistas hambrientos de noticias escandalosas, pero el vestíbulo estaba casi desierto. Solo había unas pocas personas, que vestían impermeables y llevaban paraguas, y entraban y salían con prisas del restaurante y del bar.

Adria se relajó un poco. Había sido un día largo que la había llevado al límite de sus fuerzas, no tanto a causa de los periodistas y de sus preguntas, sino más bien debido a Zachary. Él se había comportado de manera aprehensiva, con sus grises ojos mirando amenazadores a los periodistas y había contestando de forma brusca las pocas preguntas que le habían formulado. La tensión que él había sentido se podía oler en el aire, se notaba en los músculos tensos de su cuello cuando una de los periodistas le había formulado varias preguntas concretas, y la había notado cada vez que él le había dirigido la mirada. Había estado con ella la mayor parte del día, y solo la había dejado aproximadamente una hora, mientras ella había estado contestando a las preguntas de una periodista del Oregonian.

A Adria le parecía imposible creer que aquel hombre fuera su hermanastro. Le parecía tan sexy, tan oscuramente sensual que dudaba de que pudiera ser miembro de su propia familia. Seguramente no lo habría encontrado tan atractivo, tan peligrosamente seductor si en realidad corriera por sus venas la misma sangre. Como si él le hubiera leído el pensamiento, se la quedó mirando y ella pudo ver en sus ojos aquella diminuta llama de pasión que él trataba en vano de ocultar.

Se le hizo un nudo en la garganta y le pareció que el tiempo se detenía.

Ella se sintió como si ellos dos fueran las únicas personas en el mundo. Un hombre. Una mujer. Adria se mordió nerviosamente los labios y se dio cuenta de que los ojos de él habían seguido el movimiento de su boca. Tragó saliva con dificultad.


– ¿Señorita Nash? -El recepcionista la llamó intentando captar su atención.

– Ah, sí -dijo ella, alegrándose de la interrupción. Aclarándose la garganta y rezando para que su rostro no dejara traslucir lo que estaba pensando, añadió-: ¿Tengo algún mensaje?

– ¿Está lloviendo en Oregón? -dijo el recepcionista con ironía, intentando hacer un chiste mientras le pasaba un montón de notas que ella cogió.

Echó un vistazo rápido a cada uno de los mensajes. Algunos eran de periodistas, otros no sabía quién los había enviado, probablemente curiosos, personas sorprendidas de que alguien volviera a afirmar que era London Danvers. Caminaron juntos hasta el ascensor y Zach echó una última mirada hacia atrás, por encima del hombro, antes de tocarle el brazo.

– Espero que no te moleste que suba a tu habitación contigo y compruebe si tu amigo te ha dejado algún otro regalo.

A Adria estuvo a punto de parársele el corazón. Se mordió el labio inferior dudando. «Esto es una estupidez, una completa estupidez, Adria. Siempre has sido una mujer inteligente, ¡de manera que no lo eches ahora todo a perder! ¡Piensa, por el amor de Dios! Quedarse a solas con Zachary en la habitación del hotel es andar buscando -no, es encontrarse- problemas tan serios que seguro que te vas a arrepentir. ¡Lo que te pide es imposible!» Encogiéndose de hombros, mientras él pulsaba el botón de llamada del ascensor, ella replicó: -Lo que tú quieras.

«Oh, Dios, ¿de veras había contestado eso?» Se metieron en el ascensor y la atmósfera pareció hacerse tan densa que casi no podía respirar. Zachary colocó las dos manos en el pasamanos de metal, apoyando sus caderas contra el pulido y limpio metal, sin atreverse a acortar la distancia que había entre los dos.

Ella no debería estar pensando en Zach en aquellos términos. No tenía tiempo de liarse con un hombre; no le quedaban fuerzas para eso y, hasta donde ella sabía, aquel hombre era su hermanastro y la única cosa sensata que podía hacer era mantenerse alejada de él. Lo cual le parecía imposible.

«Bueno, al menos trata de pensar en él en términos que no sean sexuales», se dijo mientras el ascensor se detenía y se abrían las puertas. «Es el peor candidato a amante que puedes encontrar. ¡La persona equivocada! ¡Por el amor de Dios, utiliza la cabeza, Adria!»

Intentando ignorar a Zach, salió hacia el largo pasillo. Estaba tranquilo y desierto. Demasiado desierto. Demasiado tranquilo.

«No dejes que tu imaginación empiece a jugarte malas pasadas.»

Adria intentó sacarse de encima la sensación de que algo estaba fuera de lugar, que no estaba perfectamente en su sitio, pero en cuanto llegó a la puerta, tuvo más de un segundo de duda. El miedo hizo que su mano se detuviera con la llave ya preparada. Por tonto que fuera, tenía el estremecedor presentimiento de que alguien o algo maligno había estado allí hacía poco, y un escalofrío de terror le recorrió la columna vertebral.

Lo cual era ridículo. No era más que la consecuencia del cansancio acumulado durante aquel largo día, y de las notas y el paquete que había recibido hacía poco; eso era todo. Sin embargo, aún dudó un instante antes de introducir la llave en la cerradura.

– ¿Pasa algo? -preguntó Zachary tan cerca de ella que pudo sentir su aliento en la parte de detrás de su cuello. «No seas tonta.»

– No, por supuesto que no.

– ¿Quieres que entre yo primero? -dijo él, animándola y alzando una de sus negras cejas.

– No. Creo que me las apañaré -dijo ella con sarcasmo-. Olvídate de las tácticas de guardaespaldas, ¿de acuerdo?

Forzando una leve sonrisa, Adria metió la llave en la cerradura y abrió la puerta empujando con el hombro. Dio un paso hacia dentro.

La habitación estaba helada y el aire acondicionado encendido.

La mirada de Adria se topó con el gran espejo que había al lado del armario. Se le heló la sangre.

– ¡Oh, cielos! -susurró, intentando apagar un grito.

– ¿Qué? -le preguntó Zach, avanzando a su lado, para detenerse en seco al observar la escena-. ¡Cielos!

El espejo estaba roto y salpicado de sangre, como si alguien hubiera golpeado el cristal con un puño. Entre los trozos de espejo alguien había pegado una gran fotografía de Adria mutilada. La cabeza estaba separada del cuerpo y la sangre que manchaba el espejo parecía salir de su cuello. Los ojos estaban recortados y rodeados de sangre, y el espejo estaba tan completamente rojo que cuando ella miró la imagen vio reflejados allí sus propios ojos bañados en sangre.

– ¿Qué tipo de monstruo ha podido hacer esto? -dijo Adria, empezando a temblar.

– Alguien que te quiere ver fuera de la escena -contestó Zach, rodeándole los hombros con un brazo-. No lo mires más.

Pero ella no podía apartar la vista de allí. El miedo la había dejado paralizada.

– Esto es una locura -susurró ella-. Una auténtica aberración.

– Es cierto.

– Alguien me odia.

– Y mucho. Y podría estar escondido detrás de ti en cualquier esquina.

– ¡Oh, Dios!

– Puedes acabar con todo esto cuando quieras, lo sabes -dijo él, apoyando la barbilla en la cabeza de ella y rodeándola con sus brazos-. Olvida todo este asunto de London. La familia te pagará…

Ella se apartó de él.

– ¿Es eso lo que quieres? ¿Es que tú formas parte de… de esta locura? -le preguntó intentando razonar. ¿Estaba allí Zach por encargo de alguien, para ser su salvador, para hacerla entrar en razón o para asegurarse de que se marchara de allí?

– Solo me preocupa tu seguridad.

– Y que me vaya.

– Adria…

– Pues no ha funcionado. Creo que ya te lo había dicho antes, no me dejo asustar fácilmente.

– Esto no es una broma.

– Lo sé. Pero no pienso echarme atrás. -Aunque estaba temblando, se encaró con él-. Puedo enfrentarme a esto, Zach -dijo ella, cruzando los brazos sobre la cintura-. Maldito bastardo enfermo. No se va a salir con la suya. No pienso permitírselo.

Zach la miró por un instante y luego inspeccionó rápidamente el lavabo y los armarios. Todo parecía en orden. Estaban solos.

– Quienquiera que haya hecho esto ya se ha ido, pero no hace mucho. La sangre todavía no está seca. Puede que haya sido descuidado, quizá ha dejado alguna huella dactilar, algún pelo o algo por el estilo.

– Bastardo -murmuró ella, temblando como un pedazo de gelatina.

A pesar de las duras palabras que le había dirigido a Zach, tenía ganas de desplomarse, de tirar la toalla, de aceptar la derrota y marcharse de allí. ¿A quién demonios le importaba si ella era o no London Danvers? No valía la pena. No cuando estaba enfrentándose con un psicópata. Y ya no podía más. No cuando estaba tan cerca de sentirse obviamente asustada por culpa de aquel desgraciado.

– Voy a llamar primero a la policía y luego a seguridad del hotel. -Zach inspeccionó el pasillo, luego volvió a entrar y se acercó al teléfono.

– Espera un momento -dijo ella, agarrándole la mano.

– ¡Ni lo sueñes! Esto es muy grave. Quien te está haciendo esto es un enfermo. Primero la rata, ahora esto. -Él levantó el auricular.

– Quienquiera que está haciendo esto se ha marchado de aquí corriendo -matizó ella, intentando mantener la calma, algo que se le estaba haciendo demasiado difícil de conseguir. Se recordó que estaba a salvo. Que Zach estaba a su lado.

«Pero ¿él no es parte de la familia? ¿No te estaba diciendo que te marcharas, e incluso sugiriéndote que aceptaras una recompensa?»

A Adria se le secó la garganta. ¿Podía confiar en él? Y si no podía confiar en Zach, ¿en quién?

– Necesito un minuto para pensar y… arreglar un poco esto y…

– ¡Ni hablar! No te acerques ahí. -Él la miró fijamente-. No pensarás tocar eso, ¿verdad? Mira, no se trata de una broma de niños. Se trata de la obra de un perturbado. De alguien que está obviamente trastornado. No quiero ni pensar qué podría hacer luego.

– Yo no… no tengo miedo -mintió ella.

– Y una mierda. Tienes tanto miedo como yo. No quieras engañarme. Mira, no discutí contigo cuando quisiste hablar con la prensa, y estuve a tu lado como si fuera una estatua de mármol mientras tú dabas las entrevistas. Pero no pienso dejar que te pase algo malo solo porque eres demasiado cabezota para dar marcha atrás cuando un auténtico chiflado te está amenazando.

– ¿Quieres que dé marcha atrás?

– Sí, eso es lo que quiero.

– Y eso es lo que quiere él. Es lo que él espera.

– Muy bien, ¿y a quién le importa?

– A mí.

Zach se quedó mirándola fijamente.

– Entonces es que no eres tan lista como había imaginado. -Él cruzó la habitación y la agarró por los hombros antes de acercar su rostro al de ella. Sus fosas nasales palpitaban y sus ojos estaban entornados-. Esta noche no te vas a quedar aquí.

Ella prefirió no discutirle. No podía seguir en aquella habitación ni un segundo más.

– He captado el mensaje -dijo ella con los nervios a flor de piel-. Y tienes razón, estoy asustada. Lo que ha pasado aquí esta noche me ha aterrorizado.

– Es normal.

– Pero estoy intentando mantener la calma todo lo que puedo -admitió ella-. Lo cual no es fácil.

– Estoy de acuerdo con eso.

– ¿Cómo habrá podido entrar aquí?

– Con una llave… alguien del personal -dijo Zach, pensando en voz alta, mientras volvía a echar un rápido vistazo por la habitación. Le apretó los hombros cariñosamente y luego la soltó-. De cualquier manera, eso no importa. Aquí no estás segura.

Ella no intentó detenerle para que no llamara a la policía. Él tenía razón; lo sabía. Len Barry no estaba de servicio, pero otro detective, Celia Stinson, llegó y se hizo cargo de sellar la habitación y llamar a una brigada de investigación. Al oficial de seguridad del hotel no le hizo demasiada gracia, pero a Stinson no le importó lo más mínimo y continuó dando órdenes, tomando notas y escuchando lo que Adria y Zach tenían que contarle. Luego, tras escuchar la historia de los anónimos y de la rata muerta, y observando por ella misma la magnitud de la depravación del asaltante, aconsejó a Adria que se marchara de allí. Enseguida.

– Y no me refiero solo a que baje al vestíbulo -dijo ella, mirando el espejo roto, la fotografía y la sangre, mientras un fotógrafo tomaba instantáneas de la escena, otro agente buscaba huellas dactilares y un tercero inspeccionaba cuidadosamente la alfombra-. Este depravado habla en serio. Y es peligroso. Váyase a otro hotel. Preferiblemente lejos de aquí.

Adria hizo una declaración y, a petición de la detective, le dio una lista de la gente que ella creía que podía estar tratando de aterrorizarla. Muchos de ellos eran miembros de la familia Danvers.

¿Quién estaba intentando aterrorizarla?

¿Jason?

¿Trisha?

¿Nelson?

¿Alguien a quien ella no conocía? Alguien que tenía miedo de que ella fuera realmente London Danvers.

Adria se quedó mirando a Zach y rezó para que al menos él no formara parte de todo aquello… no, seguramente él no. Su miedo y su preocupación parecían demasiado sinceros.

Pero ¿quién? ¿Quién podía estar tan desesperado? ¿Tan determinado? ¿Y ser tan retorcido?

Por el rabillo del ojo, Adria pudo ver su reflejo en el espejo roto y manchado de sangre, y estuvo a punto de parársele el corazón. Tenía el pelo revuelto, estaba pálida y su imagen se veía distorsionada.

Durante unos segundos, Adria sintió como si le hubieran ofrecido una imagen de su futuro, como si estuviera siendo testigo de su propia muerte.

19

Un infierno.

Eso era lo que habían sido los últimos tres días: un infierno.

De momento la policía no había descubierto al criminal que estaba aterrorizando a Adria. En la escena del crimen, en el hotel Orion, no habían encontrado ni huellas dactilares ni ninguna otra evidencia. Zach había, pasado casi todo su tiempo con Adria, incluso peleándose con el circo de periodistas que había provocado sus declaraciones, o escapando con ella de los periodistas y corriendo hasta su hotel en Estacada, a kilómetros de la ciudad. Él había cogido una habitación al lado de la de ella y había insistido para que la puerta que comunicaba ambos dormitorios permaneciera siempre abierta por si ella necesitaba ayuda. Desde entonces, cada noche se había pasado horas mirando aquella puerta y pensando en ella, en lo cálida e inocente que debería de verse con su pelo suelto rodeando su rostro, con sus negros rizos cayendo sobre sus sonrosadas mejillas y sus pechos visibles bajo el extremo de las sábanas. Aquella imagen casi le había hecho perder la cabeza.

Una vez incluso había llegado a abrir la puerta para observarla mientras dormía. La luz de la luna entraba por la ventana y ella había suspirado con los labios dulcemente entreabiertos, mientras se daba la vuelta en la cama. Sus párpados se habían abierto por un momento y él se había quedado quieto como una estatua, pero ella no había llegado a despertarse y él había conseguido de alguna forma reunir fuerzas para volver a su habitación. No había podido dormir en toda la noche, apretando los dientes y pasando buena parte de la noche tomando más duchas frías de lo que le hubiera gustado admitir.

Por ahora, parecía que nadie había descubierto dónde se alojaban. Él no se lo había dicho a nadie y, a menos que ella abriera su seductora boca, estaría a salvo. Ella había hablado de buscar un alojamiento más permanente, pero había conseguido convencerla de que era importante que tuvieran movilidad, por si aquel loco la volvía a encontrar y tenían que salir huyendo de nuevo.


Ahora, mientras miraba al otro lado de la mesa de una pequeña taberna en medio de ninguna parte, donde él esperaba que nadie pudiera reconocerla, ella le sonreía con un leve destello pícaro en los ojos.

– Eres un paranoico -le acusó ella, hablándole por encima de su plato de sopa de almejas.

El bar, donde los cacahuetes, las palomitas y las galletas saladas eran gratis, estaba lleno de personas vestidas con ropa de trabajo y en la televisión daban un partido de baloncesto. Por el alboroto de la gente, parecía que el Portland Traid Blazers estaba ganando.

– Es un rasgo familiar -dijo él, dejando a un lado su plato-. ¿Crees que se puede formar parte del clan familiar si no lo eres?

– Supongo que no -dijo ella con una sonrisa guasona que le tocó la fibra sensible. Demonios, estaba empezando a estar loco por aquella mujer.

Ella pareció sentirse de repente culpable, como si le hubiera estado ocultando algo.

– He recibido una llamada telefónica -admitió ella.

El esperó a que le contara el resto, pero pensó que ella podría pasarse horas, incluso días, deliberando si debería o no confiarle aquel secreto.

– ¿Quién te ha llamado? -preguntó él cuando ya se le había acabado la paciencia. Sintió que los pliegues de los extremos de su boca descendían.

– Mario Polidori.

– ¿Sabe él que estás aquí? -La sonrisa de Zach desapareció y su rostro se convirtió en una piedra.

– Probablemente ya lo sabe un montón de gente -señaló ella, apuntándole con el mango de la cuchara-. Tu familia me tiene vigilada, de eso estoy segura. Y posiblemente ellos no son los únicos. Con todo ese alboroto que se ha montado en los medios de comunicación…

– ¡Cielos! -En su cabeza algo se agitó y sintió un retortijón en las entrañas; un signo claro de que esperaba problemas. Casi nunca había sentido aquello sin que al poco tiempo hubiera tenido que enfrentarse con algún tipo de problema. ¿Por qué no se lo había dicho antes? Deberían mudarse a cualquier otro lugar, quizá a las montañas, o a la playa. A algún lugar seguro-. ¿Te ha llamado alguien más?

– Solo Polidori -dijo ella, negando con la cabeza y haciendo que su rizada cabellera le rozara los hombros.

– ¿Qué quería?

– Obviamente, hablar conmigo.

Ella dejó caer su cuchara en el cuenco vacío. ¿Debería contar a Zach la oferta que le habían hecho los Polidori? Lo estuvo pensando, pero prefirió mantener la boca cerrada. ¿Qué podía ganar con eso? Decirle que la familia italiana estaba intentando comprar varios negocios de Danvers International solo serviría para hacer que se pusiera más furioso y receloso de lo que ya lo estaba. Y ella no tenía por qué ser la diana de su mal humor. Y, además, ya que no tenía ninguna intención de vender a los Polidori ni el hotel ni ningún otro negocio familiar, en caso de que demostrara que ella era London, no valía la pena que le comentara nada.

– Mantente alejada de él -le advirtió Zach.

– ¿Porqué?

– Es mala sangre.

– Oh, no me metas a mí en esa vieja enemistad familiar.

Alguien puso en la gramola una balada country que empezó a elevarse por el aire cargado de humo.

– Esa enemistad existe, Adria. Y yo tengo las cicatrices que lo demuestran.

La mirada de ella se dirigió a la delgada línea que cruzaba un lado de su cara. Apenas era visible, pero parecía servirle como un continuo recordatorio. No había duda de que él todavía estaba convencido de que el ataque que había sufrido en el Orion lo había orquestado la familia Polidori.

En la zona del bar se escuchó un alboroto de aprobación de los clientes que estaban viendo el partido de baloncesto. La sala se llenó de gritos y silbidos, apagando la voz del comentarista y la música. Los Blazer debían de haber metido otra canasta.

– Por qué no me cuentas los detalles de esa enemistad familiar -le sugirió ella una vez que se calmó el alboroto y un borracho ofreció una ronda a todos-. Y luego decidiré si quiero o no reunirme con Mario.

– La enemistad -dijo él, sintiéndose reticente a hablar de aquello.

– Ya conozco una parte de la historia.

– Hubiera apostado a que así era.

– Venga, Zach, cuéntame.

Se la quedó mirando pensativamente e hizo girar su alargada botella de Henry's entre las palmas de las manos. Alzó las cejas y luego arrugó el entrecejo.

– Bueno, ¿por qué no? De todas formas estoy seguro de que ya conocerás los detalles más sangrientos. Ha estado ahí desde siempre, desde que yo era niño. Nunca he conocido un… odio tan intenso entre dos familias. Posiblemente ya habrás leído muchas cosas al respecto -dijo él, y ella asintió con la cabeza prefiriendo no mencionar a María Santiago.

La camarera llegó con una nueva cerveza para Zach. Cuando hubo retirado las botellas, los vasos vacíos, los platos y los cuencos, y dejado la cuenta sobre la mesa, se marchó balanceando precariamente su pesado cuerpo. Entonces Zach siguió contándole la historia de los Polidori y los Danvers. Su versión era más o menos la misma que ella había escuchado antes.

– Y eso es todo -concluyó él, frunciendo el entrecejo.

Se bebió parte de la cerveza, dejó la botella medio llena en la mesa y pagó la cuenta. Salieron a la calle. La noche era fría pero clara, y millones de estrellas centelleaban en un suave cielo de ébano. Altos abetos se erguían como viejos centinelas alrededor de la taberna y el sonido de un riachuelo brincando entre oscuras piedras rasgaba el silencio de la noche.

Cuando ella subió al coche se sentía sin defensas. Le gustaba estar con Zach y se sorprendía del hecho de que apenas acababan de conocerse… ¿o no era así? Una parte de ella se sentía como si lo conociera de toda la vida.

Él condujo entre las estribaciones de las montañas, por un sinuoso camino que seguía el curso del río Clackamas. Detuvo el coche en una zona en que la calzada era más ancha y la ayudó a bajar por un camino que llegaba hasta la orilla del agua. En medio de la oscuridad, ella podía oler el agua clara mezclada con el aroma de la tierra húmeda y los abetos, y sentía la fuerza del río en su camino a través de las colinas.

Una brisa fría descendía por el cañón como si siguiera el curso del río y Adria notó el aliento de él sobre su rostro. Empezó a sentir frío y se abrazó para calentarse. Zach se quitó la chaqueta vaquera y se la echó a ella sobre los hombros sin siquiera llegar a rozarla con los dedos.

– Creo que te gustará ver esto -dijo él como si necesitara una razón para convencerse a sí mismo-. Cuando veo las cosas oscuras o difíciles, suelo pasar un rato donde el poder de la naturaleza es más fuerte. A veces me ayuda a aclararme. Si estoy cerca de la costa, camino por la playa observando las grandes olas. Si estoy en el rancho, cabalgo por las montañas, entre las ensenadas que llevan hasta el río Deschutes y, si estoy en la ciudad, bueno, normalmente vengo hasta aquí.

– ¿Sólo? -preguntó ella y su sonrisa brilló en la oscuridad.

– Siempre.

Un pájaro nocturno cantó lastimeramente y pareció que el bosque de ancianos árboles se cerraba alrededor de ellos, separando el resto del mundo de aquella corriente de agua.

– Me estabas hablando de la enemistad familiar -añadió ella y pudo ver que la tensión volvía a sus duras facciones.

– Es algo que pasa de generación en generación, ¿no es así? El viejo Witt, el gran hombre que intentas demostrar que fue tu padre, era tan cruel y testarudo como su padre. Witt estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de preservar la fortuna y el nombre de los Danvers.

– No te caía bien.

– En absoluto -admitió Zach.

– Pero ¿le respetabas?

– Odiaba a aquel hijo de perra. -Zach se quedó mirando el río, y Adria pudo ver que sus rasgos, severos y fuertes, se teñían con un vestigio de remordimiento a la pálida luz de la luna.

– ¿Qué me dices de tu madre?

Él resopló, apretando los labios pensativamente.

– Eunice… ella es un poco… complicada -dijo él como si estuviera sopesando sus palabras-. Dice una cosa y hace otra.

Adria había oído la historia de Eunice Patricia Prescott Danvers Smythe. Cuando era joven, Eunice había sido la mejor elección de Witt Danvers como esposa. Además de pertenecer a una familia rica, tenía su propia fortuna, algo de inteligencia y un porte majestuoso, a pesar de que se rumoreaba que, desgraciadamente, solía pensar por sí misma. Algunas personas habrían dicho de ella que era consentida, desdeñosa y despreciativa. Se sabía que Witt había tenido otras mujeres en su vida, especialmente cuando era joven, y María, la criada, admitía que los líos de faldas de Witt eran algo que se comentaba por toda la ciudad y que habían llegado a los oídos de Eunice. Aunque le había dado dos hijos, un muchacho y una chica, Witt no se sentía satisfecho con su testaruda mujer y pasaba muchas noches fuera.

María le había dicho que ella los había oído discutir, y que Eunice había, acusado a Witt de impotente, pero seguramente no se trataba más que de las palabras vengativas de una mujer amargada, porque nunca se demostró que fuera verdad. Eunice le había dado a Witt dos hijos más, Zachary y Nelson.

Desde el principio, se había, especulado acerca de la paternidad de Zachary. Este se quedó mirando a través de la oscuridad hacia el salvaje río.

– Parece que tu madre se preocupa de todos vosotros -dijo ella con un tono de duda.

– Mi madre nos abandonó.

– Porque no tuvo otra elección.

– Eso es lo que ella dice. -Se agachó y agarró una piedra que luego lanzó al río con toda la fuerza de sus músculos.

– ¿Esperabas que se quedara con tu padre?

– No -dijo Zach con los labios apretados en la oscuridad, mientras cogía otra piedra y la lanzaba al cauce del agua. Luego, como si se hubiera dado cuenta de la futilidad de aquel acto, se acercó a la base de un viejo abeto y se apoyó contra su rugoso tronco-. Esperaba que nos llevara con ella.

– Pero no podía…

– No quiso, querrás decir. En aquella época, los jueces y los tribunales de divorcios solían favorecer a la madre, aunque el padre fuera un hombre poderoso como Witt Danvers. Pero Eunice estaba demasiado asustada para ir a un juicio público, demasiado interesada en salvar la cara y conseguir todo el dinero que sus abogados pudieran sacarle a Witt. Tenía que mantener un caro estilo de vida. La verdad de todo es que, incluso cuando sus hijos eran pequeños, Eunice pasaba más tiempo en el club MAC, haciendo ejercicio y relacionándose, del que pasaba con nosotros. Y entonces, cuando mi padre decidió divorciarse de ella, no quiso que arruinaran su reputación por el hecho de que mi padre fuera un mujeriego y ella tuviera un lío con Polidori… -Miró en dirección a Adria, esperando su reacción-. ¿De verdad crees que yo era tan ingenuo para no enterarme de lo que pensaba la gente o tan sordo para no oír lo que todos comentaban? -Su sonrisa era tan fría como el helado fondo del río-. Desde que tengo memoria, he oído las conjeturas de la gente acerca de que yo era hijo de Polidori. Pero eso no es verdad.

Ella se acercó a él y se quedó parada bajo las ramas del macizo árbol. El olor a tierra húmeda y agua fresca se mezclaba en el aire con un aroma de puro almizcle masculino. La noche era seductora y los rodeaba como un suave manto oscuro.

– Se podían hacer análisis de sangre. Podían haber probado que eras…

– ¿Estás bromeando? ¿Witt Danvers yendo al médico para demostrar que había engendrado a su propio hijo? -Su voz era ronca y apenas audible por encima del sonido del agua que corría por entre los árboles-. No tienes ni idea del tipo de hombre que era. Un auténtico bastardo que solo pensaba en ponerle los cuernos a su mujer, en dominar a sus hijos con el cinturón y en comprar pequeños negocios en quiebra a precio de saldo. Había arrasado bosques enteros dejando la tierra yerma, sin pensar ni una sola vez en la reforestación o en la erosión que estaba causando, ni en nada que no fuera la manera de amasar más y más dinero. Sin siquiera parpadear, cerraba aserraderos y campos de explotación forestal, dejando a familias enteras en la calle sin que le importara un carajo; no si la finalidad de sus maniobras era que tenía una posibilidad de hacer más dinero. Era cruel y despiadado, y estaba orgulloso de su poder. Jamás habría permitido que su paternidad tuviera que demostrarse con un examen. Tienes que entender, Adria, que no le importaba nada ni nadie que no fuera él mismo. Resumiendo, su maldito orgullo y London; mierda, sí, se preocupaba por London. -Se dio la vuelta y la luz de la luna se reflejó en sus ojos llenos de ira.

– No te gustaba ella.

– No era más que una niña -dijo él, mirando el rostro de Adria, moviendo los ojos lentamente como si estuviera tratando de descubrir algo en sus facciones, buscando alguna prueba de que ella podía ser aquella pequeña desaparecida a la que apenas recordaba.

A Adria se le aceleró el corazón y de repente le pareció que le costaba respirar. Zach le rozó la mejilla con un dedo, mientras la seguía mirando fijamente.

– London era preciosa, testaruda y lista como un lince -añadió él-. Tenía a Witt metido en su pequeño puño y lo sabía. Me seguía a todas partes como si fuera un maldito cachorro. No la necesitaba a mi lado, pero no podría decir que no me gustaba. De hecho, pensaba que era gracioso la manera en que el viejo había perdido la cabeza por ella. -Se acercó más a Adria y cogió entre los dedos un bucle de su cabello. De repente a ella se le hizo un nudo en la garganta-. No sé si tú eres London -dijo lentamente, con los ojos brillando en la oscuridad-. Pero si lo eres, las cosas van a ser realmente mucho más complicadas. -Se calló durante un instante, mirándola profundamente a los ojos. Ella tragó saliva y notó que la sangre se le acumulaba en el cuello.


En aquel instante eterno ella supo que él iba a besarla.

Ella emitió un gruñido de protesta y él acercó la cabeza a su rostro, pero ella no le detuvo. Sus labios encontraron los de ella en la oscuridad. Cálidos, ansiosos y ardientes, los labios de Zach se moldearon sobre los de Adria con una posesión estremecedora.

Ella sintió que el latido del corazón le resonaba en los oídos, mientras las manos de él la rodeaban, apretándola con fuerza, haciéndola sentir el calor de su sangre, el fuego de su vientre.

Caliente y duro, el cuerpo de él la presionaba y su lengua se introducía entre sus labios abiertos.

Dentro de ella empezó a crecer un remolino de deseo.

Le echó los brazos alrededor de su cuello, sintiendo el roce de su cabello en el dorso de las manos, degustando el sabor salado de su piel, oliendo su aroma almizclado, sintiendo el bulto bajo sus vaqueros allí donde él se apretaba tan íntimamente contra ella.

Zach introdujo las manos por debajo de su suéter, acariciando su abdomen antes de ascender por las costillas con sus dedos rudos y callosos.

– Dios, qué bien me haces sentir -musitó él mientras introducía la mano por debajo del delgado encaje. Ella gimió, esperando más, y sabiendo que estar así con él era un error.

– Adria -susurró él, mientras que con la punta de un dedo recorría el terso y excitado pezón. La volvió a besar, aún con más pasión. Luego le quitó la chaqueta y le levantó el suéter.

El aire frío acariciaba su abdomen. Su boca se movía lenta y sensualmente por su mandíbula y su cuello, dibujando con la lengua un pequeño camino circular sobre los huesos de la base del cuello, allí donde el pulso de ella martilleaba impacientemente.

Adria se combó contra el árbol.

Cuando él alzó la cabeza y se la quedó mirando, ella sintió que se deshacía.

– Te deseo -musitó él con una voz tan torturada como el viento que corría a través de los árboles.

– Lo sé.

– No podemos hacer esto.

– Lo sé.

Las manos de él cogieron uno de sus pechos, y ella cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, diciéndose que no podía, que no debería hacer el amor con él, pero cuando la boca de Zach rodeó uno de sus pezones, su voluntad se desvaneció tan rápidamente como si un viento potente se la hubiera arrancado de cuajo. Lo recorrió con su lengua ágil, sus labios lo chuparon a través del encaje húmedo de su sujetador y ella sintió que se le doblaban las rodillas. Los dos cayeron al suelo sobre el espeso manto de agujas que había bajo los árboles. El río bramaba furioso a su paso y Adria le apretó la cabeza contra el pecho, mientras que con los dedos exploraba sus gruesos mechones de cabello.

Pensamientos peligrosos se mezclaban con un temerario abandono.

«¿Por qué no hacer el amor con él? No sabes si es tu hermano… No sabes si piensa en ti como Kat.»

– Adria, por el amor de Dios -dijo él con voz ronca mientras enterraba la cabeza en el abdomen de ella.

Su aliento era como el aire templado del desierto, y se introducía por la pretina del vaquero de ella tocando la parte más femenina de su cuerpo. Ella le besó la coronilla.

Él incorporó la cabeza tomando aire temblorosa y lentamente, y luego se apartó rodando de ella.

– Zach…

– Déjame.

– Pero…

– Por el amor de Dios, vístete -le ordenó él sin mirarla.

– No pasa nada.

– No, sí que pasa algo. Ponte de nuevo la maldita ropa e imagina que esto no ha sucedido jamás. -Él se puso de pie, lanzó la linterna hacia ella y empezó a desandar el camino en la oscuridad.

«¡Maldito hombre!» Cómo podía ser tan exasperante. Ella se arregló la ropa sin sentir ni pizca de remordimiento. No había intentado seducirlo y lo que se había estado cociendo entre ellos durante toda la semana simplemente había empezado a arder. Sabía que debería haber tenido cuidado y no haber continuado, eso era cierto. No podía hacer el amor con un hombre que podría ser su hermano, pero hubiera preferido arder en el infierno antes que aceptar toda la responsabilidad por el deseo que latía entre ellos dos. Adria cogió la linterna y empezó a subir por el camino, murmurando mientras el rayo de luz se movía delante de ella y el murmullo del río se iba apagando en la distancia.

Cuando dio la vuelta al último recodo del camino, vio el jeep con los faros iluminando la corteza agrietada de un enorme tronco. Alguien había grabado unas iniciales en la áspera corteza, rodeándolas con el imperfecto dibujo de un corazón. Qué irónico.


Cuando ella subió al asiento del acompañante del Cherokee, lanzó una mirada furiosa a Zach.

– Esto ha sido un error -dijo él.

– No pienso discutir nada.

– Bien.

– Pero no te comportes como si yo hubiera empezado.

– Simplemente ha sucedido, ¿de acuerdo? Y no volverá a suceder jamás. -Pero en el momento en que aquellas palabras cruzaban sus labios, él supo que estaba mintiendo. No había ninguna forma de que él pudiera mantener sus manos alejadas de ella.


Más tarde, Adria no vio ninguna razón para decir a Zach que iba a ver a Mario Polidori. Zach se había puesto furioso cuando ella había mencionado que Mario la había llamado. Decidió que ya estaba cansada de su actitud excesivamente protectora. La mitad del tiempo él actuaba como su hermano mayor, la otra mitad parecía que quisiera ser su amante.

Emociones opuestas luchaban dentro de ella y decidió que necesitaba alejarse de él para aclararse las ideas, para centrarse de nuevo en su investigación. Tenía que descubrir si era London. Si lo era, tendría que pelear con todo el clan Danvers para conseguir recuperar sus derechos; si no lo era… entonces se marcharía. O se convertiría en la amante de Zach. De una forma o de otra, se estaba arriesgando a un suicidio emocional.

Aparcó su viejo coche en la calle, al lado del antiguo mercado de verduras donde Stephano Polidori había empezado a amasar su fortuna. El mercado, a solo cuatro manzanas del hotel Danvers, estaba cerrado y se proyectaba construir un nuevo rascacielos de oficinas en aquel terreno.

Mario la estaba esperando, apoyado en una farola al lado de un bar irlandés.

– Ya pensaba que no vendrías -dijo él.

– Te dije que vendría -contestó ella incómoda, pero consiguiendo controlar sus nervios.

– Lo sé, pero imaginé que tu amigo te habría persuadido para que no me vieras -dijo él, poniéndose derecho y ofreciéndole una reluciente y seductora sonrisa.

– ¿Mi amigo?

Mario mantuvo la puerta del bar abierta para que ella pasara.

– Zachary Danvers. Tu hermano. -A Adria se le cayó el alma a los pies-. ¿No está jugando ahora a ser tu guardaespaldas?

– No está jugando a nada -dijo Adria mientras Mario la seguía hacia el interior lleno de humo.

Las risas y las conversaciones a gritos llenaban el local. Resonaba el tintinear de los vasos y el chocar de las bolas de billar, mientras los dardos cruzaban el aire. Una banda de jazz estaba tocando en un escenario improvisado, pero la música apenas se oía a causa de los estridentes clientes.

Sin preguntarle a ella, Mario pidió dos cafés irlandeses antes de meterse en negocios.

– Mi padre y yo nos estábamos preguntando si habías decidido algo sobre nuestra propuesta.

– Lo he pensado un poco -contestó ella mientras una delgada camarera colocaba ante ellos dos vasos de tubo-. Y la verdad es que no creo que pueda hacer tratos contigo o con tu padre. -Con una delgada pajita de plástico removió las gotas de crema de menta de la espuma cremosa de su café.

– Eso no lo sabes.

– Lo que no sé es quién soy. Pero aunque descubra que soy London, no podré hacer grandes demandas a la compañía.

– Tu serás la propietaria de la mitad de la compañía -dijo él, alzando sus oscuras cejas en señal de sorpresa.

– Aun así seré una intrusa.

– Pero…

– Donde yo crecí, Mario, uno se lo piensa antes de saltar. Y una cosa te puedo decir: no tengo planes de vender o cambiar nada en Danvers International. De hecho, a menos que vea que existe alguna flagrante incompetencia, es probable que no haga ningún cambio significativo.

– Eso me sorprende -dijo, él sorbiendo pensativamente su bebida y escrutándola con sus negros ojos.

– Creo en lo que dice el viejo refrán: «si no está roto, no hace falta que lo arregles» -dijo ella, recordando los largos y cálidos veranos pasados bajo el cegador sol de Montana y las muchas veces que su padre le había dicho esas mismas palabras.

Su padre. El hombre que la había educado, quien tan a menudo le había echado un brazo sobre el hombro en un gesto de ternura solo reservado para ella. Ahora le echaba de menos y sabía que, incluso aunque demostrara que Witt Danvers era el hombre que la había engendrado, Victor Nash siempre sería su padre.

– Háblame de ti -le sugirió Mario, pero Adria solo le contestó con una sonrisa.

– Es aburrido. De verdad. Crecí en una granja en Montana. Trabajaba toda la semana, iba a la iglesia los domingos. Fin de la historia.

– Dudo que eso sea todo -dijo él picaramente.

– ¿Por qué no me hablas tú de ti y de tu familia? Seguro que es una historia mucho más interesante que transportar heno y hacer mermelada.

– Me estás tomando el pelo.

– No. Estoy realmente interesada en saberlo -dijo ella-. Venga. ¿Qué tal era eso de crecer siendo hijo de Anthony Polidori?

Mario le ofreció una amplia sonrisa y sus negros ojos brillaron.

– Era un infierno -dijo él burlonamente-. Criados, chóferes, dos casas en Portland, un apartamento en Hawai y una villa en México. Ningún niño ha podido sufrir tanto como yo.

Adria no tuvo más remedio que reírse.

Luego él le contó historias más interesantes acerca de colegios católicos privados y monjas con temperamento agrio, y de largas reglas que estaban siempre listas para golpear las palmas de las manos de los niños que no estaban lo suficientemente convencidos de su fe. También le habló de su madre, que había muerto muy joven, probablemente a causa de la decepción de tener que enfrentarse a un marido y un hijo tan cabezotas. Y al final le habló de sus propios altercados con su padre.

– Pero ahora parecéis muy unidos -observó Adria.

– Yo era joven. Rebelde. Cachondo -dijo él, encogiéndose de hombros-. Ya sabes a lo que me refiero…

– ¿Lo sé?

– Tu turno, Adria. Háblame de ti.

Mirando fijamente sus negros ojos, ella observó un repentino brillo de perspicacia. No importaba lo que sintiera por él, aquel hombre estaba intentando seducirla.

– ¿Por qué querías reunirte conmigo?

– Está el asunto de los negocios de Danvers International -dijo él, divertido por lo rápido que ella había captado sus intenciones. Obviamente, a él le gustaban los retos-. Pero también tenía ganas de verte para conocerte mejor. -Tomó un trago de su bebida, frunció el ceño y le añadió azúcar.

– De acuerdo, pero vamos a dejar una cosa clara -dijo ella-. No soy una bocazas. -Ella no confiaba en él, pero sabía que podría sonsacarle algunas informaciones sobre la familia Danvers que podían ser útiles para su causa.

– Lo creo. -Hizo un gesto a la camarera y le indicó que deseaba otra ronda-. Y creo que los dos podemos aprender muchas cosas el uno del otro. -Su sonrisa era abiertamente seductora.


Trisha observaba desde las sombras del callejón que había al otro lado de la calle. Vio a Mario con Adria y sintió que los celos la embargaban. Furiosa, pensó en las muchas cosas que había dejado por él, en lo mucho que lo había amado, en lo mucho que habían compartido y sufrido juntos. Obviamente, todo aquello no significaba nada para él.

Los ojos se le llenaron de lágrimas. Se preciaba a sí misma por su fuerza exterior, por su habilidad para esconder el dolor que nunca demostraba, ni siquiera cuando tomaba drogas y alcohol.

Con manos temblorosas, encendió un cigarrillo e inhaló el humo con fruición. Hacía muchos años que debería haber acabado su relación con Mario, pero nunca había sido capaz de olvidarlo por completo. Siempre que pensaba que ya lo había superado, que estaba fuera de su influencia, él la había llamado, o le había enviado una flor, y ella había vuelto corriendo a sus brazos abiertos. Incluso durante el breve tiempo que duró su matrimonio, había estado viéndose a escondidas con Mario, mintiendo a su marido, engañándole, poniéndole los cuernos porque no podía controlar su más arraigado vicio: Mario Polidori.

Cuando conoció a Mario, ella no era más que una adolescente y verlo a escondidas de su padre había sido para Trisha algo excitante. Él la había introducido en el vino y la marihuana y, a cambio, ella le había entregado su virginidad en el asiento trasero del Cadillac Eldorado de su padre. Su interés por las artes había empezado a desvanecerse y ella se había saltado muchas clases solo para encontrarse con él en el río, en una habitación alquilada por horas, en la granja de su padre o en cualquier lugar en el que pudieran sentirse libres, y reírse de la pesadez de sus padres y de sus locas enemistades familiares.

El nudo que sentía en la garganta se hizo más duro mientras miraba a través de las cortinas del bar irlandés. Mario echaba la cabeza hacia atrás y sus dientes brillaban mientras sonreía. A Trisha se le encogió el estómago y sus manos se cerraron en puños de furia. No debería quedarse ahí para ver cómo la humillaba con otra mujer, con la farsante que afirmaba ser London.

Al pensar en su hermanastra, Trisha se sintió enferma. Perder a Mario por alguien que pretendía ser London era demasiado duro para ella. London, la persona que había conseguido acaparar la atención de toda la familia; la guapa de la familia. London, la princesa, el tesoro de la familia Danvers.

Sintiendo náuseas, Trisha se alejó de la maldita ventana y se dirigió hacia su coche. Las lágrimas le caían sin poder detenerlas y se juró que Mario iba a pagar muy cara aquella bofetada en plena cara. Pisó el cigarrillo en la oscura acera y corrió hacia su coche tratando de borrar de su mente la imagen de Mario riendo y bromeando, compartiendo una bebida y una sonrisa con aquella impostora.

No había duda de que estaba tratando de seducir a Adria. Mario se creía un gran amante y Trisha realmente no podía negar sus habilidades en la cama. Desgraciadamente, su apetito era insaciable y jamás le había sido fiel a ella, ni siquiera cuando se había quedado embarazada. Recordaba aquella noche con una claridad desgarradora.


Un día, finalmente se había atrevido a contarle lo del niño después de hacer el amor en un motel cercano al aeropuerto.

Su cuerpo todavía estaba mojado de sudor y ella estaba fuertemente abrazada a Mario, paseando sus dedos por los fuertes músculos de los brazos de él.

– Tengo que contarte un secreto -dijo ella mientras él se incorporaba para coger un paquete de Winston.

– ¿Ah, sí? -El rascó una cerilla, encendió el cigarrillo y dejó escapar el humo por el resquicio de la boca. Sonriéndole, le preguntó-: ¿De qué se trata?

– Es algo especial.

– Oh, vaya.

– Vas a ser padre.

Silencio. Un silencio mortal.

– En septiembre -le soltó deprisa mientras las cejas de él se juntaban y echaba el humo por la nariz.

Luego él sonrió -con un gesto irresistible y engreído- y ella se dio cuenta de que todo iba a ir bien.

– ¿Padre? ¿Yo? Caramba. -Sus palabras sonaban sarcásticas mientras se reía. Dándole una palmada en el trasero desnudo, Mario añadió-: Ha sido un chiste muy bueno, Trisha, has estado a punto de convencerme de que estás embarazada.

Se le tensó la espalda y sintió que las lágrimas empezaban a agolpársele en los ojos. Ella había imaginado que -en cuanto le contara lo del niño- él sonreiría, la abrazaría y caería a sus pies prometiéndole que se casaría con ella. Siempre había sido lo bastante estúpida como para creer que su amor -y ese niño, ese precioso niño- pondría punto final a la horrible enemistad que existía entre sus dos familias. Que el amor podría más que el odio.

– Estás bromeando, ¿no es verdad? -dijo él al ver las lágrimas que aparecían en los extremos de sus ojos.

– Voy a tener un niño, Mario -dijo ella enfadada mientras saltaba de la cama y se ponía el suéter-. Nuestro hijo.

Él se la quedó mirando durante un largo instante con el cigarrillo colgando de los labios y la ceniza a punto de caerle encima.

– No…

– ¡Es verdad! ¡Lo quieras o no, vamos a ser padres!

– Oh, Trisha, ¿cómo has podido hacerme esto? -susurró él con su moreno rostro completamente pálido. Se pasó las manos por la cabeza, como si así intentara borrar toda aquella conversación.

– No lo he hecho yo. Lo hemos hecho nosotros.

– Pero ¿estás segura?

– Me he hecho la prueba en una clínica.

– Mierda. -Se dio media vuelta en el colchón y se agarró la cabeza con las manos-. ¿Cómo ha podido pasar esto?

– Ya sabes cómo ha pasado.

– No podía habernos sucedido en peor momento. Mi viejo…

– Por el amor de Dios, Mario, no es algo que yo haya planeado. Perdona si es un inconveniente para ti -dijo ella, sintiéndose hundida por dentro. La habitación tembló mientras un avión cruzaba el cielo por encima de ellos y Trisha sintió que se ahogaba.

Arrojando su cigarrillo en el cenicero, él se la quedó mirando fijamente. Como si se hubiera dado cuenta finalmente de lo destrozada que estaba ella, abrió los brazos y le hizo un gesto para que se metiera de nuevo en la cama con él.

– Venga, Trisha. Esto no es el fin del mundo.

– Es un milagro -dijo ella, defendiendo a su hijo todavía no nacido-. Un milagro.

– Claro que lo es.

Ella no le creía y las lágrimas amenazaban con invadirla de nuevo.

– No te veo demasiado contento.

– Por supuesto que lo estoy -dijo él, aunque su voz sonaba triste-. Yo… estoy un poco sorprendido, eso es todo. Demonios, no son noticias que se reciban cada día. -Golpeó el colchón con una mano y ella se sentó en el borde de la manchada cama. Sus brazos fuertes la rodearon y ella quiso volver a creerle, a creer en su amor. Su aliento cálido y con aroma de tabaco le acarició la oreja-. ¿Quieres tener a ese… ese niño?

– ¿Acaso tú no?

– Oh, claro, claro.

Ella se relajó un poco, aunque hubiera deseado notar algo más de convicción en sus palabras.

– Supongo que ahora llega la parte en la que debería pedirte que te casaras conmigo, ¿no es así?

– Supongo que eso sería lo apropiado -dijo ella, intentando refrenar las lágrimas.

– Sí, bueno… lo apropiado. En fin, yo. Bueno, sí, te lo voy a pedir. Trisha, ¿quieres casarte conmigo?

– Por supuesto que quiero -le prometió ella, rodeándole el cuello con los brazos y cayendo sobre la cama con él-. Te amo, Mario. Siempre te he amado y te amaré hasta el día que me muera.

– Esa es mi chica -dijo él, besándola y acariciándole la cabeza como si fuera una niña.


Dos semanas más tarde, los dos habían comunicado la noticia a sus padres y ambos, Witt y Anthony, se habían subido por las paredes.

Según Mario, Anthony había dicho que su hijo era un tonto de remate y le había prohibido volver a ver a Trisha. Si Mario quería enamorarse y casarse, siempre estaba la hermosa Lanza que vivía en su mismo barrio; y si quería ser un imbécil y dejar a alguien más embarazada, era mejor que se hiciera mirar la cabeza. Ya era hora de que dejara de pensar con la polla y de que empezara a entrar en razón. Anthony había pedido a su hijo que no volviera a ver nunca más a Trisha y este había estado de acuerdo.

Pero luego Mario había roto aquella promesa. A la semana siguiente Mario le había contado a Trisha la discusión con su padre. A Trisha le había parecido que Mario estaba ligeramente más relajado.

Witt estaba trabajando en su estudio cuando supo la noticia y no había sido menos contundente que el padre de Mario. Cuando Trisha le había comunicado la noticia a su padre, Witt se había puesto rojo de ira y se había dejado llevar por una rabia tan profunda que ella había llegado a temer por su vida.

– Nunca te casarás con Polidori -le había asegurado Witt, rodeando el escritorio y lanzando a la pared un antiguo jarrón que se había roto en mil pedazos.

– ¡No me puedes detener! -Ella podía ser tan testaruda como su padre.

– Eres menor de edad, Trisha. ¡Tienes dieciséis años, por el amor de Dios! Podría llegar a demandar a ese bastardo por violación.

– Él me ama, papá. Y quiere casarse conmigo.

– Tendrá que pasar por encima de mi cadáver -insistió Witt-. Esto es un golpe bajo, pero todavía nos podemos encargar del asunto. Aún estamos a tiempo.

– ¿Qué es lo que quieres decir? -preguntó ella, pretendiendo no entender. Pero su estómago había empezado a palpitar de inquietud.

– Conozco a un médico que…

– ¡No! -gritó ella-. ¡No estoy dispuesta a abortar! ¡Oh, por Dios, papá! ¿Cómo puedes ser tan cruel? -El miedo empezó a bombear por sus venas. ¿Perder el niño? ¡No! Se iría de casa antes de dejar que su padre le arrebatara a su niño. Se rodeó el vientre con las manos como protegiéndolo.

– O solucionamos el asunto a mi manera o haré que detengan a ese muchacho -insistió Witt con una mueca de odio en la cara-. Y no intentes jugar conmigo, Trisha, porque nada me gustaría más en este mundo que ver en la cárcel al único hijo de Polidori.

– No puedes…

Witt arqueó los labios y sus ojos azules empezaron a brillar con maldad.

– Te sedujo, Trisha. Te violó y te dejó embarazada. Te utilizó, como si fueras una vulgar puta. Y si te crees que voy a permitir que tengas un hijo de Polidori, será mejor que lo pienses dos veces.

– No quiero…

Witt había alzado su mano con la intención de golpearla y Trisha dejó escapar un espeluznante gemido.

– Yo me encargaré de esto -dijo Kat, entrando a toda prisa en la habitación como si hubiera estado escuchando desde el pasillo, esperando el momento adecuado para hacer su aparición. Se quedó mirando a Trisha con una calma escalofriante. Trisha sintió miedo por primera vez en su vida.

– Es mi hija -protestó Witt.

– Y tú has perdido los nervios -dijo Kat, apretando los labios-. Te he dicho que yo me encargaré de esto, Witt. Esto es cosa de mujeres.

– No pienso dar mi brazo a torcer -gruñó Witt y salió corriendo de su estudio golpeando la puerta tras él.

Tranquilamente, Kat echó el cerrojo a la puerta y se volvió hacia ella con una mirada funesta. Los ojos de Trisha estaban llenos de lágrimas, porque sabía que acababa de perder aquella batalla. Dios, cuánto odiaba a su madrastra.

– Ven aquí, Trisha, vamos a hablar con un poco de sensatez de lo que ha pasado -dijo Kat-. Sé que estás enfadada y que tu padre, bueno, él también lo está. Pero se ha puesto así porque te quiere demasiado.

– ¡Una mierda! -sollozó ella, echándose atrás y pisando los trozos de vidrio roto.

– Es verdad. Él te quiere, a su manera. Pero odia a los Polidori tanto como te quiere a ti, y habla en serio cuando amenazaba con denunciar al chico. Posiblemente Mario se pasaría una buena temporada en prisión y ¿qué ibais a sacar de bueno tú y tu niño de eso? -La sonrisa de Kat era paternal y fría a la vez.

Trisha había empezado a sollozar desconsoladamente, dándose ya por vencida ante la enorme y constante presión que la familia seguramente iba a ejercer sobre ella.

Al final, Kat la había convencido para que hiciera lo que era más razonable, lo que era mejor para todos los que estaban involucrados, que era abortar; y al día siguiente, antes de que Trisha pudiera cambiar de opinión, Kat la había llevado a una clínica privada, donde había abandonado a la única persona -lo único- que había significado algo para ella.


Nunca más había vuelto a quedarse embarazada. Había perdido al niño y el amor de Mario. Aunque él afirmaba que todavía la quería, su relación nunca había vuelto a ser la misma. Habían perdido aquella inocencia que compartieran en el pasado. Por culpa de Witt. Por culpa de Kat. Dios, cómo los había odiado a los dos.

Ahora, pasados ya muchos años odiosos, apoyó la cabeza en el volante de su coche deportivo. Al menos su padre y Kat ya estaban muertos. Se lo habían merecido. Pero Trisha y Mario todavía seguían siendo amantes ilícitos, corriendo hacia las sombras de encuentros de sexo ardiente a escondidas y sin ningún compromiso. Trisha intentaba ocultarse el hecho de que todavía lo amaba, pero al final siempre pasaba algo que hacía que despertaran sus viejas y largo tiempo enterradas emociones, como si aquella pequeña vida que había durado tan poco, que había existido tan poco, la hubiera unido a Mario para siempre.

El amor, unido a los celos y al sentido de posesión que lo acompañaban, siempre volvía a salir a la superficie. Ella amaría a Mario Polidori hasta el día que entregara su último aliento. Esa noche, viendo a Mario con Adria, Trisha había vuelto a sentir las viejas punzadas del dolor y la pérdida, del amor y los celos. Sollozó con fuerza y sintió que su odio se ponía al rojo vivo, alojándose en la boca del estómago, donde le quemaba.

Mario estaba con Adria.

La hermosa Adria.

Tan hermosa como Kat.

Tanto como London.

20

– Voy a salir -dijo Jason, deteniéndose ante la puerta del dormitorio de su esposa.

– ¿Ahora? -Sentada ante el tocador, cepillándose el cabello, Nicole vio el reflejo de Jason en el espejo y pensó cómo podía haber estado alguna vez tan loca como para creer que él la amaba. Echó una ojeada a su reloj- ¿Adonde vas?

– A una reunión de última hora.

– Es casi medianoche -dijo ella sin disimular el tono de reproche en su voz.

– Lo sé.

Cerrando los ojos, intentó descubrir qué era lo que todavía la mantenía a su lado. Dejó el cepillo sobre la cómoda y dijo con calma:

– Sabes, Jason, debería divorciarme de ti y empezar de nuevo. De esa manera ya no tendrías que estar mintiendo todo el tiempo.

– No estoy…

– Por favor -dijo ella, levantando una mano antes de abrir los ojos-. No me hagas pasar por tonta, ¿no te parece?

Cuando se lo quedó mirando, Jason le estaba sonriendo con aquel rictus frío que ella había llegado a odiar con los años; un tipo de sonrisa que parecía reservar solo para ella.

¿La sartén te parece de repente demasiado caliente para ti, cariño? -dijo él y ella sintió que se le revolvían las entrañas al oír aquel apelativo.

Cuánto se habían alejado el uno del otro a lo largo de los años.

– Lo que está demasiado caliente no es la sartén, ni el fuego, sino tu joven y condenada amante -dijo ella, sintiendo que se le revolvían las entrañas. Sabía que hacía años que había dejado de quererla, pero las mentiras todavía le dolían.

Al menos él tuvo la decencia de no contestar.

– Se llama Kim, ¿no es verdad? ¿Esa rubia menuda de largas piernas y sin tetas? -Nicole se aplicó crema de noche para hidratar la piel, esperando poder detener esas pequeñas arrugas que empezaban a verse en el rostro conforme los años pasaban por ella-. Imagino que no creerías que no me enteraba de nada, ¿verdad?

Él pareció deshincharse un poco, como solía sucederle cuando en la práctica de la abogacía se enfrentaba con un testigo especialmente recalcitrante en el estrado.

– No sé de qué me estás hablando.

– Venga ya, Jason. -Se quitó la crema sobrante-. Al contrario de lo que tú quieres creer, no soy ninguna estúpida. Y sé lo que está pasando con el asunto ese de London. Empiezas a estar asustado, ¿no es así? -Ella se apartó el pelo de los hombros; se quitó los pendientes de diamantes que brillaban a la suave luz y los colocó en el neceser. Ella misma los había elegido. Se los había regalado Jason por su ¿quince…? ¿dieciséis…? aniversario-. Esta pequeña nueva London quizá podría ser tu hermana.

– No lo creo.

A veces, cuando el dolor no era demasiado grande, cuando ella era capaz de distanciarse de él, le parecía divertido verle mentir. Lo hacía tan bien, con tanta elegancia y tanta… convicción, como si de verdad creyera en lo que estaba diciendo.

– Zachary no estaría metido en esto si la cosa no pudiera ser realmente seria -dijo ella-. Me parece que Nelson está ocultando algo. Trisha está peor que nunca, se diría que está pasando una de esas temporadas. Y tu madre, normalmente tan distante, parece que de repente se interesa por la familia. Y tú estás preocupado -dijo ella, metiendo los pendientes en una caja de terciopelo y cerrándola-. Todos estáis muy preocupados.

– ¿Y tú no lo estás?

Él se acercó hasta ella por detrás y colocó suavemente las manos alrededor de su cuello. Sus miradas se cruzaron en el espejo y ella levantó la barbilla un segundo al sentir que él apretaba, apenas ligeramente. Para él podría ser muy fácil apretar un poco más, hasta que el aire dejara de pasar por su garganta, y estrangularla, pero Nicole no le tenía miedo. Echó una rápida mirada a la fotografía enmarcada que estaba colocada en una esquina de su neceser.

Su hija, Shelly, riendo y con la leve brisa marina moviendo su pelo, la miró desde la foto. Shelly era la única cosa de la que los dos, ella y Jason, se preocupaban. La única cosa.

La mirada de Jason se topó con la foto y sus dedos se relajaron.

Nunca podría hacer nada que significara poder perder a su hija, pues estaba tan colado por ella como Witt lo había estado por London. A sus ojos, su hija no podía hacer nada malo. Aquel diablillo lo manejaba con uno solo de sus pequeños dedos.

– Sabes que no me gustaría que ella viera lo que nos está pasando -dijo Nicole con calma, a pesar de que por sus palabras corría un afilado acero-. Eso podría ser devastador para ella.

– Los niños siempre sobreviven -dijo Jason, pero su sonrisa se había desvanecido.

– ¿Eso crees? -preguntó ella, añadiendo-: ¿Y qué me dices de ti?

– Yo estoy bien.

– ¿Lo estás? Yo no estoy tan segura. Y además están tus hermanos y…

Sus miradas volvieron a cruzarse en el espejo.

– Zach es un tipo que siempre cae de pie… Y los demás… ¿quién sabe? -Se apartó de ella y empezó a andar hacia la puerta.

– No pienso humillarte en público, Jason. Si tu amiguita quiere menear la mierda, yo no voy a formar parte del juego, ni tampoco Shelly. O bien dejas de ver a esa putita o bien intentas controlarla, no me importa lo que prefieras hacer.

Eso no era del todo verdad, le importaba, pues sabía que otra mujer, una mujer más joven, podía hacerle perder la cabeza; pero ella era lo suficientemente inteligente para darse cuenta de que Jason necesitaba algo más que una esposa. Necesitaba sentirse adorado y que le hicieran carantoñas, y siempre había necesitado alguna jovencita guapa que calentara su cama y acariciara su ego masculino.

La sola idea la ponía enferma, pero tenía que vivir con eso. Por Shelly. Siempre y cuando ninguna de sus guarras amantes se diera a conocer en público. Nunca antes se había preocupado por esos deslices, pero aquella Kim le preocupaba. Se había atrevido -demonios, y con unos nervios de acero- a llamar a la mujer de Jason Danvers y darle órdenes.

Las cosas parecían haber cambiado desde que Adria Nash había pisado aquella ciudad. Y no precisamente para mejor.

Oyó que llamaban a la puerta de entrada y el corazón se le subió a la garganta. ¿Y ahora qué? Durante un estúpido segundo sus miedos la hicieron imaginar que se trataba de Kim que estaba lo suficientemente desesperada como para dejarse ver en su propia casa. Probablemente Jason le había dado el código de la puerta y aquella putita había tenido el suficiente coraje para enfrentarse con su amante y la esposa de este.

¡Shelly! De repente pensó en su hija. ¡No podía permitir que Shelly se cruzara con aquella mujer! Cogiendo la bata de satén que había dejado a los pies de la cama, se la puso y salió corriendo escalera abajo, mientras se anudaba el cinturón. Maldita fuera aquella zorra si se cruzaba con su hija. Jason iba dos peldaños delante de ella y abrió la puerta, dejando que una ráfaga de viento frío precediera la entrada de su hermano.


Zachary, vestido con un pantalón tejano y chaqueta vaquera, parecía fuera de lugar en aquella casa en la que había crecido. Se le veía tenso y alterado, y no dejaba de caminar de un lado a otro de la entrada. Nicole se dio cuenta de que algo pasaba y, por la forma en que sus ojos se cruzaron con los de ella, se sintió atravesada por una corriente eléctrica. Llevaba el pelo demasiado largo y despeinado, y parecía que hacía días que no se pasaba una maquinilla de afeitar por la mandíbula; como si acabara de llegar del rancho. Era tan innatamente sexual que Nicole intentó evitar mirarlo a los ojos, por el miedo a sentir la promesa de una dulce seducción que presentía en aquellas cálidas órbitas grises.

Ella le ofreció una silla, pero él negó con la cabeza y se quedó mirando a su hermano. -Dame el número de Sweeny.

– Estaba a punto de marcharme… -dijo Jason.

– ¿Ahora?

– Una reunión de última hora. Zach no le presionó, como si lo que Jason hiciera con su tiempo no fuera asunto suyo.

– Bien. Vete. Solo quiero el número de teléfono.

– Sweeny está fuera de la ciudad. -Ahora era Jason quien empezaba a ponerse nervioso.

– Entonces dime dónde puedo encontrarlo.

– Había un tono desesperado en la voz de Zach, que amenazaba con ser desafiante.

– Va de aquí para allá; es difícil localizarlo -dijo Jason con un tono de voz estrangulado, casi fuera de control.

Toda su práctica de jugador de póquer desapareció. Nicole se dio cuenta de que estaba mintiendo de nuevo. Y sus mentiras parecían crecer cuando se enfrentaba a su hermano menor. ¿No iba a terminar nunca aquella cadena de engaños?

– Dame el número, Jason, o llámale tú mismo de una maldita vez. Quiero hablar con él -dijo Zach con mirada sombría.

– Me parece que necesitas un trago. Voy a buscar una botella de… -dijo Jason, retirándose.

– No necesito una copa -le cortó Zach-. Solo necesito ese maldito número.

Jason se quedó observando a su hermano y finalmente se ablandó.

– De acuerdo. Ven, vamos al estudio -dijo, mirando su reloj-. Sabrás que son casi las dos de la mañana en Memphis.

– Perfecto. Seguro que estará en casa.

– Puede que esté durmiendo.

– Pues entonces ya es hora de que se despierte -dijo Zach incapaz de aplacar la dura y desnuda tensión que había hecho nido en él desde que besó y tuvo entre sus manos a Adria.

Tenía miedo por ella. Miedo de que quienquiera que la estaba persiguiendo empezara a subir su apuesta. Pero no podía confiarle eso a su familia. No cuando uno de ellos podría ser el psicópata. Y por otra parte estaba el problema de sus sentimientos hacia Adria. Aquellos labios le habían ofrecido promesas tan dulces, con la cabeza echada hacia atrás en completo abandono y los pechos irguiéndose contra la fina tela de su sujetador. Había estado a punto de hacer el amor con ella, demasiado cerca, y había hecho todo lo que había podido para echarse atrás. Ella estaba allí, deseosa y suave, con su cuerpo rendido ante el suyo. En el momento de besarla ya sabía que no debería haberlo hecho, se había reprochado acariciar aquellos pechos y casi había perdido el control cuando ella le había aplastado la cabeza contra su pezón erguido. Nunca se había sentido tan excitado en su vida. Nunca había deseado algo tanto. Nunca había tenido que luchar tanto contra sus propios deseos.

Sólo pensar ahora en aquello hacía que sintiera una erección bajo la tela de sus téjanos. Se metió una mano en un bolsillo mientras Jason le mostraba el número de teléfono que tenía clavado en un corcho, al lado del escritorio. Apoyando el auricular en un hombro, Zach marcó el número y esperó impaciente, golpeando con los dedos de la mano que tenía libre en la esquina de la mesa.

– Venga, vamos -murmuró mientras Jason cerraba la puerta del estudio.

La voz nasal de Sweeny contestó al séptimo timbrazo.

– ¿Sí?

– Soy Zachary Danvers.

– Por Dios, ¿sabes qué hora es?

– ¿Qué es lo que has descubierto?

– Pensaba llamar a Jason por la mañana.

– Pues tienes suerte. Es por la mañana y Jason está aquí a mi lado -dijo Zach, mirando el reloj.

– Eres un gilipollas de mierda, Danvers. -Se aclaró la garganta y oyó el clic de un encendedor-. De acuerdo. No es mucho, pero al menos es un comienzo.

A Zach se le encogió el estómago. Si Sweeny confirmaba el hecho de que Adria era un fraude, entonces no era nada más que una buscona barata, una impostora. Pero si descubría que ella era London… Cielos, aquello podría ser aún peor, porque había estado con ella. El corazón le latía frenéticamente. De cualquier manera aquello no tenía remedio.

– Ha sido como buscar una aguja en un pajar -dijo Sweeny-. ¿Sabes lo que quiero decir? Bueno. Ahí va. Veamos, parece que el tipo que se casó con Ginny Watson se trasladó a Kentucky hace un tiempo. A Lexington. A finales de los setenta, por lo que he podido averiguar. Le iré a hacer una visita mañana.

– ¿Tienes su número de teléfono?

Zach no oyó nada más que silencio durante unos instantes.

– Bueno, ¿lo tienes o no?

– Claro, lo tengo. Pero me parece que verlo en persona será mucho mejor. Estar cara a cara con las personas hace imposible que puedan colgarte el teléfono.

– Quiero hablar con él.

– Tranquilo, muchacho. Tendrás oportunidad de hacerlo -dijo Sweeny tranquilamente-. Deja que yo rompa el hielo. Te llamaré en cuanto tenga más noticias. Le dejaré un mensaje a Jason.

– ¿Dónde te vas a alojar? -preguntó Zach.

– ¿ Que dónde me voy a alojar? Esa es buena. ¿Puede que en el Ritz. ¿O quizá te parece mejor el hotel Danvers? ¿Tenéis alguno en Kentucky? Mierda, ¿cómo quieres que lo sepa? -Colgó y Zach pudo oír claramente el clic.

– ¿De qué va todo esto? -preguntó Jason, sirviendo dos vasos de whisky sobre la barra del bar. Sus ojos miraban expectantes a su hermano.

– Simplemente estoy cansado de esperar y no me fío de Sweeny.

– Ni yo tampoco, pero mantiene la boca cerrada, y si descubre algo nos lo hará saber. Aunque tiene su precio. Y dime, ¿dónde está Adria? ¿La estás escondiendo en alguna parte?

Zach no contestó y los labios de su hermano mayor se curvaron en una dura sonrisa.

– ¿Te la estás guardando solo para ti?

– Pensé que te parecía insignificante.

– Ya ha salido en las noticias y en los periódicos. Menuda insignificancia. -Jason se acercó al escritorio, abrió un cajón y sacó un montón de fotocopias y de faxes-. Ha aparecido en las noticias nacionales, ¿lo sabías? Y me refiero a algo más que una simple nota de agencia de noticias. Están empezando a llamar de las cadenas de televisión y hasta en el Este empiezan a tener interés por el tema. Cada vez que conecto el televisor, parece que hay alguien hablando de ella; y durante el día, en el despacho, tenemos un auténtico sitio de periodistas en el vestíbulo.

– Publicidad gratuita -dijo Zach sarcásticamente.

– Vete a la mierda, Zach -dijo Jason, acabándose de un trago su whisky-. Y ha empezado a molestar aquí, en casa. Está alterando a Shelly y a Nicole y… Empiezo a sentirme como cuando secuestraron a London… con todos esos periodistas haciendo guardia alrededor de la verja.

Zach recordó la multitud de periodistas que habían acechado a la familia con preguntas, llamando a todas horas por teléfono, merodeando alrededor de la verja y de las puertas. También había oído que en el hotel se habían congregado muchos periodistas. Ni siquiera había quedado inmune su oficina en Bend; Terry le había llamado para decirle que un puñado de periodistas habían estado allí preguntando por él desde que Adria apareció ante la prensa.

– Es mucho peor de lo que había imaginado -dijo Jason mientras iba a buscar la botella otra vez-. Incluso los abogados de Witt están empezando a preocuparse. Quieren hablar con la señorita Nash, pero les he pedido que esperen un poco.

– Déjame que yo me ocupe de ella.-No quería que un puñado de sanguijuelas como los abogados de la familia Danvers se dedicaran a molestarla. Impaciente, se pasó una mano por el pelo.

– ¿No ha contratado aún a un abogado?

– No creo -dijo Zach, encogiéndose de hombros-. Pero esta noche ha ido a ver a Mario Polidori.

– ¿Polidori? -Los músculos de la cara de Jason se apretaron en una mueca de incredulidad, mientras sus fosas nasales se dilataban con disgusto-. ¿Por qué?

– No lo sé. No me lo ha dicho.

– De modo que los buitres ya están empezando a revolotear. Muy bien, Zach, eso es magnífico -dijo Jason sarcásticamente y luego señaló a su hermano con un dedo-. No puedes permitir que ese tipo se acerque a ella.

– No es asunto mío.

– ¡Ni hablar! Polidori, por medio de una pantalla de humo de abogados, compañías y silenciosos inversores, ha estado intentando comprar durante años varias de las empresas de Danvers International: las propiedades en el muelle y el hotel, inmuebles en el centro e incluso un par de aserraderos. Como sabes, quiere poseer cualquier cosa que lleve el logotipo Danvers. Está empeñado en comprar todas las propiedades que vendemos, aunque de momento lo hemos mantenido alejado.

– ¿Su dinero no es tan bueno como cualquier otro?

– No se trata del dinero, se trata de que lo de que la verdad era que no le gustaba la idea de que Adria estuviera con otro hombre.

«Idiota», se dijo mientras encendía la radio. Mirando con los ojos entornados hacia las luces de los coches que avanzaban en dirección contraria, estuvo escuchando media hora un programa dedicado a las canciones de Bruce Springsteen, pero su mente iba de las letras de las canciones a Adria. Cielos, ¿qué iba a hacer con todo aquello? Sabía qué era lo que deseaba y era algo obsceno o sencillamente estúpido, o puede que un poco ambas cosas, dependiendo de quién se demostrara que era ella.


Mientras conducía por la carretera hacia Estacada, Adria miró por el espejo retrovisor. Veía los faros de los coches que iban tras ella y no podía sacarse de encima la sensación de que la estaban siguiendo. Durante la cena con Mario Polidori había estado tensa. Incómoda. Y cuando había salido de Portland había presentido que ojos ocultos entre las sombras la observaban y vigilaban cada uno de sus movimientos.

«Eres tan mala como todos los de la familia Danvers», murmuró mientras el vehículo que iba detrás de ella, una gran camioneta que se elevaba bastante desde el suelo, la adelantó lanzando el polvo y barro del camino sobre su parabrisas. Puso en marcha los limpiaparabrisas e intentó ignorar la paranoia que la amenazaba.

La camioneta, que iba a más de noventa por hora, desapareció detrás de una curva y los haces de sus propios faros iluminaron los charcos, el húmedo pavimento y las cortezas cubiertas de musgo de los abetos gigantes que flanqueaban la carretera forestal.

Estaba cansada; su mente daba vueltas sin parar, repleta de imágenes de Zachary y de habitaciones de hotel ensangrentadas. La detective Stinson le había comunicado que la sangre que había en el espejo roto no era humana, sino sangre de rata, probablemente de la que le habían enviado al hotel.

Su estómago se encogió con ese pensamiento. A pesar de que había nacido en una granja y se había enfrentado cada año a la matanza de animales, o había ayudado a su padre a trocear los animales que cazaba y había encontrado cuerpos sin vida de ratas y de pájaros cazados por los gatos, esto era diferente: matar un animal y luego sacarle la sangre para utilizarlo en el siguiente acto de terror.

Sintió un escalofrío y se dijo que tenía que dejarlo correr. Sabía que su aparición afirmando que era London Danvers provocaría resistencia; pero no había supuesto lo macabra que podría llegar a ser.

Empezó a sentir que le dolía la cabeza. Su encuentro con Mario Polidori había resultado un fracaso. El interés que él mostraba por ella había pasado de la curiosidad y un moderado flirteo a algo más serio, algo que ella ni siquiera había contemplado como posible. Había visto un destello de desafío en sus ojos, cuando él la miraba fijamente, y había tenido la indudable e incómoda sensación de que él estaba deseando acostarse con ella. Al principio se había dicho que eran imaginaciones suyas, pero conforme avanzaba la noche y él se volvía más atrevido, con una mirada sombría y una sonrisa cada vez más provocativa, ella había estado segura de que trataba de seducirla. Y no porque la encontrara extremadamente fascinante, sino porque estaba relacionada con la familia Danvers y porque suponía un reto para él.

«Inténtalo», murmuró poniendo en marcha los limpiaparabrisas conforme la llovizna se hacía más persistente.

Lo que no necesitaba ahora era a un hombre -cualquier hombre- complicando las cosas. Sus emociones ya eran lo suficientemente complicadas con la atracción que sentía por Zachary. Dio un respingo al pensar lo cerca que había estado de hacer el amor con él. Y lo mucho que lo había deseado.

Se había estado diciendo que no había sido más que una reacción al hecho de sentirse amenazada, pero era algo más que eso. Mucho más, y algo peligrosamente impensable.

Su dolor de cabeza se hizo más intenso cuando se puso a pensar en lo que habría podido pasar aquella noche, lo que habría pasado si él no hubiera recuperado la sensatez, apartándose de ella.

«Idiota -murmuró, pero no sabía si estaba hablando de ella o de él-. No pierdas los nervios.»

Cuando giró la última curva a las afueras de los límites del pueblo de Estacada, vio el cartel del Fir Glen Motel que centelleaba en neones amarillos. Letras rosadas anunciaban que quedaban habitaciones libres en el pequeño motel.

El jeep de Zach no estaba aparcado en su sitio habitual y a ella empezó a acelerársele el corazón. Aquello era estúpido. Sí, claro que la tranquilizaba saber que él estaba en la habitación de al lado, pero más que eso, ella empezaba a depender de él, a preocuparse por él, a pensar en él en términos que sobrepasaban cualquier tipo de barreras. A veces deseaba no ser London. Eso podría resolver algunos problemas.

Pero no aclararía qué tipo de sentimientos había albergado él por Kat. De vez en cuando, Adria se daba cuenta de que él la miraba como si no estuviera viéndola a ella, sino recordando a otra mujer, a la mujer que ella creía que era su madre.

¡Menudo lío! Entró en el aparcamiento y buscó una plaza libre no demasiado lejos de la puerta de entrada de su solitaria habitación. El edificio del motel tenía forma de L, con una puerta y una ventana en cada habitación que daba al aparcamiento. La mayoría de las ventanas estaban a oscuras, con solo unos cuantos reflejos de luz visibles a través de las persianas corridas.

Apagó el motor y salió del coche; notó el aire fresco de la montaña mientras cerraba la puerta del coche y se encaminaba hacia la puerta de su habitación.

«Hogar, dulce hogar», pensó mientras el viento le azotaba el pelo y un raudo camión pasaba con estruendo. De nuevo tuvo la sensación de que estaba siendo observada, de que alguien estaba escondido entre las sombras con ojos vigilantes. Sintió un escalofrío y se dio la vuelta rápidamente, casi esperando que alguien saltara sobre ella de entre las sombras. Pero no apareció nadie.

Y aparte de algún ocasional coche que pasaba por el camino, la noche estaba tranquila y la niebla era densa. «¡Cálmate!», se dijo, pero antes de entrar en su habitación, echó un vistazo al aparcamiento. No vio nada amenazador. Reconoció la vieja Chevy Suburban del dueño y vio el azulado reflejo del televisor en la ventana de su oficina. El resto de los vehículos parecían estar vacíos.

Dio unos pasos hacia la puerta de su habitación y no oyó ninguna respiración acelerada ni pasos corriendo tras ella. Estaba sola. Nerviosa, pero sola.

Recordó el paquete que había recibido. La rata muerta con su cadena alrededor del cuello.

Recordó la habitación en el hotel Orion con su foto mutilada y manchada de sangre.

Pensó que los Polidon, Zach y la policía sabían dónde se alojaba.

Lentamente, con los nervios tensos como cuerdas de piano, colocó la llave en la cerradura y empujó la puerta. Crujió y golpeó contra la pared.

Entró y se acercó al interruptor de la luz.

Clic.

No pasó nada.

La habitación seguía tan oscura como la noche. Todos los pelos de los brazos se le pusieron de punta.

– ¿Qué está…?

Entonces lo oyó; y luego el sonido de una respiración acelerada, dificultosa. Se dio la vuelta, pero ya era demasiado tarde. Vio una sombra, una oscura figura que levantaba una mano. Se volvió hacia la derecha y algo duro golpeó contra su cabeza.

¡Crac!

Durante un instante el mundo se oscureció. Sintió un dolor profundo en el cráneo. Se le doblaron las rodillas y cayó contra el marco de la puerta. Intentó gritar, pero una mano le rodeaba la garganta, impidiéndole respirar, impidiéndole levantarse del suelo. Pateó y arañó, tratando de gritar, intentando luchar.

– Nunca aprenderás, ¿verdad, zorra? -dijo su atacante mientras Adria lanzaba un puñetazo en dirección a la sombra, sin alcanzar a nadie, e intentaba respirar sin conseguirlo, con los pulmones ardiendo. Solo vio el esbozo de una cara, escondida tras una máscara, cuando el atacante la golpeaba de nuevo en la cabeza-. Márchate antes de que sea demasiado tarde -le advirtió aquella voz, una voz que ella había oído antes, pensó ya sin fuerzas, antes de que el duro objeto la golpeara de nuevo.

Adría vio venir el golpe y levantó un brazo, mientras el atacante se movía soltando la mano que le rodeaba el cuello. Adria gritó y desplazó su cuerpo hacia un lado. El objeto golpeó contra la pared, aplastando parte del yeso, y luego se dirigió de nuevo hacia su cabeza. La habitación empezó a dar vueltas y ella casi perdió la consciencia, pero no antes de dejar escapar otro ronco y doloroso grito. Una mano enguantada le cubrió la boca y notó un aroma empalagosamente dulce que le llenaba las fosas nasales. Adria apretó los dientes con todas sus fuerzas.

El asaltante dejó escapar un chillido de dolor y se apartó. Adria estaba preparada. Se movió con rapidez y gritó pidiendo ayuda. ¡Casi había escapado! Se lanzó hacia la puerta como una loca y gritando, cuando por el rabillo del ojo lo vio venir de nuevo hacia ella. El mismo objeto oscuro le golpeó en la cara. Ella retrocedió rodeándose la cabeza con un brazo.

¡Zas!

Sintió un intenso dolor en el cráneo y pensó que iba a morir justo en el momento en que oyó el sonido distante y débil de una sirena rompiendo el silencio de la noche.

Luego oyó el apagado sonido de una puerta que se abría y una voz de hombre que gritaba:

– Eh, ¿qué está pasando ahí?

Su atacante se quedó quieto. Adria intentó sentarse en el suelo.

– ¡Socorro!

Una patada le dio en el pecho. Dolorida y aplastada, el dolor la hizo aovillarse, tratando de protegerse.

– ¡Maldita puta! -Respirando con dificultad y cojeando, el intruso se apartó de ella y salió con paso desigual por la puerta.

Adria tragó el metálico sabor de sangre que corría por su garganta, se incorporó y avanzó hacia el umbral. Solo con una mirada, nada más, estaba segura de que podría identificar al intruso. Era alguien con el que se había cruzado antes, pero el dolor que sentía en el cuerpo le impedía pensar con claridad y la vista empezaba a nublársele por los bordes, como si estuviera a punto de desmayarse. Intentó concentrarse, mantenerse consciente mientras su atacante desaparecía entre las sombras de los inmensos árboles que rodeaban el motel.

Intentó respirar profundamente mientras se agarraba a la puerta con fuerza y trataba de escrutar en la oscuridad de la noche. Vio las estrellas, las luces que centelleaban en la habitación de al lado, pero su atacante ya había desaparecido. «Maldita sea», pensó mientras escupía sangre en el suelo del porche. Intentó gritar de nuevo, pero ningún sonido salió de su boca.

Se abrió una segunda puerta, dos habitaciones más allá. La luz se derramó por el estrecho porche.

– Oiga, ¿está usted bien? -Una voz masculina. Desconocida. Inhaló una larga y dolorosa bocanada de aire.

Pasos. Crujido de gravilla. Corrían en su dirección. De nuevo la iba a patear. Ella se encogió. Un hombre apareció ante ella mientras la luz de la habitación se encendía. De repente sintió el estómago pesado y empezó a vomitar.

– ¡Oh, mierda! -dijo él, mirando la pequeña habitación antes de hincarse de rodillas-. No se mueva, señorita, está usted herida.

Ella miró hacia él, pero no pudo distinguir sus facciones y se volvió hacia la puerta abierta.

– ¡Marge! -gritó él con una voz que le atravesó el cerebro-. ¡Marge, despierta al encargado y llama al 911!

– ¿Qué? -una voz de mujer le chilló en respuesta, mientras se oían crujidos de puertas que se abrían y portazos que hacían vibrar los vidrios de las ventanas-. Usted quédese ahí tumbada, será mucho mejor.

Las voces se filtraban por la puerta abierta y atravesaban el dolorido cerebro de Adria.

– ¿Qué demonios está pasando? -preguntó una voz de mujer.

– ¡Eh, cállense! ¡Hay gente aquí que intenta dormir! -Un hombre esta vez.

– Maldita sea, ¿qué es lo que pasa en la habitación número trece?

Un hombre joven- Mary, ven a ver eso, ¿quieres?

– Tú no te metas -Mary no parecía tener ganas de ayudar.

Adria parpadeó e intentó no perder el conocimiento. Había algo familiar en el atacante, conocido y horrible y… que atormentaba los límites de su escrupulosidad. ¿Qué era? ¿Quién era?

– Oiga, señora, no sé lo que ha pasado aquí, pero esto no tiene buena pinta -dijo el hombre que intentaba ayudarla.

Ella se llevó una mano a la parte de atrás de la cabeza y notó que tenía todo el pelo manchado de sangre. Gimiendo, se incorporó con los ojos entornados, tratando de acostumbrarse al brillo de la luz. Cuando consiguió abrir los ojos, el corazón se le heló de miedo. La habitación estaba completamente destruida. Las sillas rotas, el televisor hecho pedazos, las sábanas rasgadas y tiradas por el suelo, como si alguien se hubiera dejado llevar por una furia tan ciega, tan salvaje que necesitara destrozarlo todo para calmar su rabia. En el espejo que había sobre la mesa, escrito en letras mayúsculas con un lápiz de cera, había un mensaje sencillo y terrible: MUERTE A LA PUTA.

Y lo que aún era peor, sobre el desnudo colchón había unas bragas negras, las mismas que le habían robado; estaban trituradas, como si las hubieran destrozado con una cuchilla de afeitar.

– ¡Oh, Dios! -De repente se volvió a sentir enferma y la habitación empezó a dar vueltas de nuevo. Tenía un sabor asqueroso en la nariz y en la boca, e intentaba luchar contra la sobrecogedora sensación de que algo maligno todavía se escondía entre las cortinas o detrás de la cama.

– ¿Qué ha pasado aquí? -preguntó el hombre-. No… espere. Quédese ahí tumbada. No intente andar. Deje que la policía arregle esto.

Pasos. Gritos. Gente que se arremolinaba a su alrededor. Algunos intentaban ayudar, otros eran simples curiosos. Le dolía el cuerpo tanto que no le importaba nada.

– ¡Válgame Dios! ¿Has visto eso?

– ¿Ha llamado alguien a la maldita ambulancia?

– Sí, claro. Parece como si hubiera entrado un oso y arramblado con todo.

– Sí, claro. Y ahora los osos se dedican a destrozar ropa interior.

– Sujétese a mí, señorita. Marge… ¿el encargado…?


La luz de unos faros centellearon contra la ventana y unos pasos cruzaron corriendo la gravilla del aparcamiento.

– ¡Adria! -Ella oyó su voz, bramando entre la gente, una cuerda de salvamento a la que agarrarse para salir de allí.

«¡Zachary!» Las lágrimas llenaron sus ojos mientras intentaba ponerse de pie.

– ¡Usted quédese tumbada! -le ordenó una voz.

Zachary se abrió paso entre la gente que se empezaba a acumular ante la puerta y la cogió entre los brazos.

– ¡Adria! ¡Oh, Dios, Adria! -dijo él, abrazándola como si así la pudiera defender, como si el calor de su cuerpo pudiera mantener alejado el miedo, el dolor. Abrazándose a él, notó los horribles sollozos que empezaban a abrirse paso por su garganta mientras empezaba a sentirse aliviada. Estaba con Zach y a salvo. A salvo.

– Oiga, usted, creo que es mejor que no la toque -le advirtió el hombre-. Deje que la vean los enfermeros, ya están en camino. Está sangrando, hombre, por no decirle que… eh, ¿es usted amigo suyo?

– ¿Qué demonios ha pasado aquí? -chilló el encargado, dirigiendo a Adria solo una somera mirada-. ¿Quién ha hecho esto? ¡Por Dios bendito, menudo estropicio!

– ¿Ha llamado alguien a la policía? -preguntó Zach. -He llamado al 911, estarán al llegar -dijo el encargado, un hombre bajo y calvo, vestido con pantalones cortos y camiseta de pijama, quien maldijo al ver el desastre-. La compañía de seguros se va a cagar cuando vea esto.

– No se preocupe por eso. -Zach besó a Adria en la frente y la cogió con sus fornidos brazos-. Te pondrás bien -le dijo como si quisiera convencerse a sí mismo. Ella se estremeció y él la apretó más fuerte contra su pecho-. Te vas a poner bien. En un principio ella no le creyó. Y también dudo de que él lo creyera.


«Has fallado.»

«Has fallado.»

«Deberías haber matado a esa puta ahora que tenías la oportunidad. Pero sigue viva, pretendiendo que es London, volviendo de nuevo con la vieja historia.»

Quien había atacado a Adria vio su reflejo en el espejo que estaba sobre el lavabo de la habitación de su hotel. El plan le había fallado. Porque Adria era más fuerte de lo que esperaba. ¡No se asustaba con facilidad y ahora, por lo que parecía, tampoco iba a morir con facilidad!

«Puede que sea London.»

«Quizá lo demuestre y entonces se descubrirá toda la historia.»

«Ahora que ha sido atacada, la policía podría sospechar de la muerte de Kat, y la idea del suicidio podía ser puesta en duda.»

La sangre podía limpiarse, pero los recuerdos no, y el recuerdo de London Danvers quizá no muriera jamás. Así había sido durante los malditos años en que las dos, ella y su madre, habían sido elevadas a una especie de santidad. Con esa idea, la angustia se hizo nido en el cerebro de quien había asesinado a Katherine, un dolor tan fuerte que llegaba a herir más profundamente que las heridas físicas que le había infligido Adria Nash.

«Generalmente se canoniza a los santos después de muertos.»

«¡Pero no te fíes! Ten cuidado con Adria Nash.»

«¡No dejes que se te vuelva a escapar!»


Tenía todos los músculos del cuerpo entumecidos y le dolía horriblemente la cabeza, a pesar de los analgésicos que le había dado el médico. Adria miraba a través de la ventanilla del acompañante del jeep de Zach e intentaba no pensar en las últimas horas. Pero las escenas de la sala de urgencias seguían dando vueltas por su mente, mientras que la letanía de preguntas a las que había tenido que responder -primero al equipo de emergencia, luego a las enfermeras y al final a la policía- seguían invadiendo su mente. Estaba terriblemente cansada, pero imaginaba que no sería capaz de dormir.

– ¿Tiene alguna idea de quién pudo hacerle esto?

– Usted es la mujer que afirma ser London Danvers, ¿no es así?

– ¿ Es usted alérgica a algún medicamento?

– ¿Pudo verle la cara a su asaltante o alguna marca que pueda identificarlo?

– ¿Tiene usted algún seguro médico?

– ¿Ha presentado alguna denuncia en el Departamento de Policía de Portland por anteriores ataques? ¿Cuál es el nombre del detective que se hizo cargo del caso?

– ¿Le duele aquí?

– ¿Puede decirme a qué hora salió del restaurante y a qué hora llegó al motel?

– ¿Este hombre es su marido?

Adria cerró los ojos. La noche la rodeaba como un remolino, y parecía que la policía estaba de acuerdo con ella en que podía estar envuelto en el asunto algún miembro de la familia Danvers, aunque también se había especulado que se tratara de algún tipo chalado, alguien que hubiera estado siguiendo durante años la historia de London Danvers.

Adria había intentado responder a todas las preguntas que le habían hecho. Había conseguido contestar con una débil sonrisa a las bromas de los detectives, pero cuando el médico de urgencias los había dejado marchar, y Zach la había llevado hasta el coche envuelta en una manta, ella se había hundido. A pesar de que no tenía ningún hueso roto y había conseguido parar buena parte de los golpes, tenía todo el cuerpo dolorido.

La mayor parte del camino de vuelta al hotel lo habían pasado en silencio, envueltos cada uno de ellos en sus respectivos pensamientos, hasta que Zach giró la última curva hacia el Fir Glen Motel y vio allí a los periodistas.

– Bravo -murmuró él, apretando los dientes.

– Parece que de repente me he vuelto popular.

– Demasiado popular.

En lugar de detenerse y tener que enfrentarse con la prensa, agarró el volante y dio media vuelta en redondo al jeep, tomando la carretera en dirección este. El camino era empinado y rodeaba las montañas de cumbres nevadas que empezaban a ser bañadas por los primeros rayos del sol.

– ¿Adonde vamos? -preguntó ella, mientras se subía la manta hasta la barbilla e intentaba ponerse cómoda, aunque realmente no le importaba. Tenía ganas de dejar de correr, de acabar con aquella investigación, de acallar las preguntas que asaltaban su mente.

– A mi casa.

– ¿Tu casa? -repitió ella mientras miraba fijamente por la ventanilla. El jeep subía la pendiente a ritmo constante. Las cimas nevadas de las inmensas Cascade Mountains se alzaban a lo lejos-. No sabía que tuvieras una casa.

Él le lanzó una mirada dura y pertinaz, pero impregnada de preocupación.

– Vamos al rancho.

– ¿A Bend? -dijo ella, meneando la cabeza, antes de aspirar el aire entre los dientes y estremecerse de dolor a causa del movimiento-. No puedo ir allí.

– ¿Por qué no?

– Está demasiado lejos. Tengo que ver a varias personas. Tengo citas en Portland. Entrevistas y citas con abogados.

– Podrán esperar -predijo él con voz severa.

Zach había estado callado durante la mayoría de las entrevistas, pero desde que ella le explicara lo que había pasado, cómo había regresado de su cita con Polidori y había sido atacada en el motel, había empezado a crecer en él un profundo desaliento.

– No, Zach, de verdad, no puedo…

– Han estado a punto de matarte esta noche -le soltó él, agarrándole la muñeca con su fuerte mano. Conduciendo con la otra, mantuvo uno de los ojos en la carretera que serpenteaba entre las laderas de las montañas-. Puede que tú no te lo quieras tomar en serio, pero yo sí. Quienquiera que te haya enviado estos avisos se ha quedado muy cerca del límite, y si te hubiera golpeado un poco más fuerte, o en un lugar diferente, ahora mismo no estaríamos manteniendo esta conversación.

Sintiendo un repentino escalofrío, ella intentó soltarse de su mano, pero Zach la tenía fuertemente agarrada. -Pero yo no puedo…

– Por supuesto que puedes. Has podido esperar casi veinte años para descubrir la verdad… creo que puedes esperar unos cuantos días más. Por favor, Adria, date un respiro para ponerte de nuevo en forma.

Ella quería discutirle, decirle que él no podía manejar su vida, pero no era capaz de encontrar las palabras. Y estaba asustada. Más asustada de lo que jamás lo había estado en toda su vida.

– Pero se trata solo de algo temporal, ¿de acuerdo? Una lenta y provocativa sonrisa se formó en medio de su oscura cara sin afeitar.

– No pienso secuestrarte, si es a eso a lo que te refieres.

Nerviosa, ella se pasó la lengua por los labios.

– Eso quería decir -dijo ella.

– Podrás ir y venir cuanto te plazca.

– Pero mi coche…

– Mandaré a alguien a buscar todas tus cosas. Incluido ese montón de chatarra al que llamas coche… después de que lo haya revisado un mecánico. -Está perfecto -protestó ella. -Está en las últimas. -Por favor, necesito un coche… -Haré que te lo lleven allí. En un par de días. Entretanto, hay montones de vehículos en el rancho: coches, camionetas, hasta tenemos un tractor, por si te sientes desesperada.

– Muy divertido.

– Eso me parece -dijo él, pero la risa no llegó a reflejarse en sus ojos-. Vamos, Adria, date unos días de descanso.

Ella se sintió impresionada por su amabilidad y se preguntó durante un segundo si su preocupación sería verdadera o si tan solo estaba haciendo su trabajo, protegiéndola y manteniéndola alejada de los problemas.

– Tú… bueno… no tienes por qué hacer esto, ¿lo sabes?

Él le soltó la muñeca y agarró el volante con ambas manos. En su frente aparecieron arrugas de preocupación.

– Por supuesto que sí.

No añadió que tenía pensado pegarse a ella como la cola, que temía por su vida, que se sentía enfermo de culpabilidad por no haber hecho caso a sus instintos, cuando sabía -él lo sabía- que no debería haberla dejado que se alejara de su vista.

El sol, saliendo sobre las escarpadas montañas cubiertas de nieve, lanzaba sus dorados rayos sobre el valle. Zach puso en marcha la radio y miró hacia el asiento del acompañante del jeep, donde Adria, envuelta en la manta, descansaba la cabeza contra la ventanilla y respiraba a ritmo constante, como si estuviera a punto de caer exhausta en un sueño reparador.

Bien. Apretó el pedal del acelerador y el jeep se lanzó hacia delante. Tenía las mandíbulas tan fuertemente apretadas que las sentía duras como el granito y se juró en silencio que, si algún día llegaba a encontrar a quien le había hecho aquello a Adria, mataría a aquel bastardo con sus propias manos.

21

– ¡Idiota! ¿Qué pensabas que estabas haciendo? -Anthony Polidori tenía ganas de golpear con el bastón a su hijo en la cabeza.

No había vuelto a pegarle desde que este le anunciara, años atrás, que había dejado embarazada a la chica de los Danvers, pero en aquel momento se merecía una paliza, una buena dosis de realidad; le hubiera dado de puntapiés. Apretando las mandíbulas, Anthony clavó su bastón en la blanda tierra del jardín.

– Solo la estaba tanteando…

– Debería haberlo supuesto. Ese es tu problema. Las mujeres. Cualquier mujer. Por el amor de Dios, mantente alejado de ella… ¡no haces más que causarme problemas!

Anthony se preguntó qué había hecho para merecerse un hijo tan estúpido. Rígido, cruzó el jardín e intentó no dar rienda suelta a aquel enfado que lo había mantenido despierto toda la noche desde que sonó el teléfono y habló con el informante que estaba vigilando a la señorita Nash. Sabía que podía haber problemas y había intentado anticiparse a ellos.

Se acercó a la pista de tenis, donde había pasado tantas horas jugando con su único hijo. Ahora la hierba y los dientes de león crecían entre el agrietado cemento de la pista. Un alto rosal salvaje, que no había sido podado en años, ascendía por la valla enredándose en el enrejado. Dios bendito, ¡cómo había pasado el tiempo! ¿Acaso lo había perdido empeñado en alimentar a esa odiosa bestia llamada «enemistad familiar»? ¿Habría perdido el sentido de la realidad? Recordó los años en que había esperado que su hijo creciera y se convirtiera en un sagaz nombre de negocios, un líder capaz de manejar los muchos negocios que su propio padre le había pasado a él, y que él esperaba que heredara su hijo, pero Mario nunca había estado demasiado interesado por los negocios. Había sido un atleta, y ya desde que iba al colegio se había dado cuenta de que tenía evidentes lagunas cerebrales… o de disciplina. Ese era el problema: el chico -bueno, ahora ya un hombre- solo tenía materia gris si sabía cómo utilizarla o si quería aplicarla a algo. Pero no quería. Aparte de un pequeño negocio de inversiones en bolsa que había dirigido durante algún tiempo, Mario no había trabajado ni un solo día de su vida. Guapo según los estándares de Hollywood, experto jugando al tenis y en la práctica del esquí, Mano no había visto ninguna razón para estudiar y aprender algo; sus resultados en la escuela solo podían calificarse de pobres, pero había hecho carrera con las chicas. Todas las chicas. Incluida Trisha Danvers.

Cuando Trisha se quedó embarazada -lo cual posiblemente no había sido más que una estratagema de aquella guarra para atrapar a Mario y hacerle la vida imposible a su padre-, Anthony se había enfurecido con su hijo, pero le había echado la culpa a la poca sensatez que este había demostrado en su juventud. Pero esto… esa manera de cortejar a esa Nash era estar buscando -no, mendigando- problemas, especialmente desde el momento en que la chica había sido atacada la noche anterior. Ya se le había pasado a Mario la edad en la que Anthony podía disculpar sus estupideces, achacándolas a su insensatez juvenil.

– La policía ya ha estado aquí, haciendo preguntas; y ¿a que no adivinas de quién he recibido una llamada? ¿Recuerdas a Jack Logan, el capitán de la policía hoy retirado? Era sargento detective cuando secuestraron a la pequeña de los Danvers. Parece ser que aún sigue trabajando para la familia Danvers y está más que contento de empezar a investigarnos de nuevo -dijo Anthony, dejando escapar un profundo suspiro.

Mario parecía sereno. No mostraba signos exteriores de remordimientos.

– ¿Cómo voy a saber yo quién la atacó? Por Dios, papá, ¡no tengo ni idea! ¿Cómo iba a saberlo? -Sus oscuras cejas se alzaron-. ¡No rne digas que uno de tus hombres está detrás de esto!

– ¡Por supuesto que no! -contestó Anthony y sintió un punzante dolor en el pecho, el mismo que sentía siempre que se veía sometido a un gran estrés. Respiró profundamente, tratando de calmarse, e ignoró la irritante molestia-. Estamos negociando con ella, ¿no es así?

El labio superior de Mario sobresalió pensativamente y luego negó con la cabeza.

– Aparentemente no. Afirma no estar interesada.

– Pero lo estará, si sabemos hacerle ver que merece la pena. -Anthony estaba seguro de sí mismo. Ya había jugado antes a ese juego. Muchas veces. Y siempre había ganado-. Pero debemos actuar con precaución -dijo, gesticulando con las manos-. Tenemos que poner de nuestra parte un poco de decoro, y ser cautos y pacientes para no pillarnos los dedos.

– ¿Adonde quieres llegar? Ella ya sabe lo que queremos. Tú mismo le dijiste que estabas interesado en el hotel. Yo no me he pillado los dedos.

– ¿No?

Echaron a andar por el camino que conducía desde el jardín de rosas hasta la parte de atrás de la casa. Mario mantuvo la puerta abierta para que pasara su padre, quien -ahora que se había calmado y ya podía respirar mejor- subió por la escalera. Se sentó en su butaca habitual, echó un poco de azúcar en su café y lanzó la edición matinal del Oregonian sobre el plato de Mario. El periódico aterrizó doblado encima de las rodajas de pomelo cuidadosamente peladas.

– ¡Pero qué…!

Mario se calló cuando vio la foto de un motel barato y al lado una pequeña fotografía de Adria. Incluso en blanco y negro era hermosa; las oscuras líneas de su rostro y sus enormes ojos le hicieron recordar que la deseaba.

– ¡Léelo! -le ordenó Anthony mientras golpeaba la servilleta sobre su regazo y esperaba impaciente a que la camarera le trajera el zumo y el café-. Encontrarás tu nombre en el tercer párrafo, creo. Una tal detective Stanton vendrá esta mañana para tomarte declaración. Pertenece al Departamento de Policía de Portland y está encargada del caso, porque la señorita Nash parece haber recibido ya varios anónimos desagradables. -Removió el café con la cucharilla.

Los ojos de Mario se convirtieron en una delgada línea de desaprobación mientras leía el artículo y se daba cuenta de que él había sido la última persona que había estado con Adria antes de que fuera asaltada.

– Esto no es más que una suposición bien fundamentada -dijo Anthony, sacando la cucharilla y acercándose la taza de café a los labios-. Pero creo que es probable que aparezcas también en las noticias de la tele de la mañana.

La cocinera depositó silenciosamente una cesta con bollos en la mesa y luego volvió a retirarse a la cocina.

– De ahora en adelante, hijo -le sugirió Anthony mientras tomaba un bollo de harina integral-, mantenme informado cuando pienses ver a la señorita Nash. -Partió el bollo por la mitad y lo untó con una buena cantidad de mantequilla-. Me gustaría poder hacer algo para evitarte a ti y a la familia un montón de problemas.


Zach caminaba de un lado al otro del estudio estirando el cable del teléfono hasta sus límites. Maldecía entre dientes y estuvo a punto de lanzar el auricular contra el suelo.

– Si pudiera hacerle una entrevista a la señorita Nash, cuando a ella le vaya bien… -insistía Ellen Rigley. Era una periodista agresiva, que no parecía entender el significado de la palabra no. Zach miró a través de la ventana hacia las hectáreas de terreno del rancho, que se extendía tanto como la vista podía alcanzar. Pero no tenía suficiente tierra. No lo bastante para esconder a Adria.

– Estoy seguro de que ella querrá contar su versión de los hechos…

Zach se mantuvo firme y se puso a mirar la primera página del periódico de la mañana, que descansaba sobre su escritorio. La foto de Adria estaba en la portada, al lado de las fotografías de Witt, Kat y London. Los titulares eran gruesos y negros y parecían gritar:


LA MUJER QUE AFIRMA SER LA HEREDERA DE LOS DANVERS ES ATACADA.


La prensa no había tardado demasiado en reaccionar. No hacía más de dos días que estaban en el rancho y aquello ya parecía una casa de locos.

A Zach le parecía como si estuviera andando sobre arenas movedizas. Cuanto más rápido se movía, cuanto más deprisa intentaba avanzar, más y más se hundía en la arena, hasta que sentía que empezaba a asfixiarse y no tenía escapatoria. No había manera de salvar a Adria.

«Bravo», pensó sarcásticamente. Estar tan cerca de Adria y mantener sus manos lejos de ella era el infierno; intentar evitar que la mataran se estaba convirtiendo en una misión casi imposible. Ella ya había hablado de volver a Portland, por el amor de Dios, cuando todavía no se le habían curado los golpes en la cabeza y sus heridas todavía no habían cicatrizado.

La voz femenina de aquella mujer tan pesada no dejaba de insistir:

– … yo puedo volar esta misma tarde, o mañana por la mañana, para encontrarme con ella en el rancho y…

– Ya le he dicho que la señorita Nash no tiene ninguna declaración que hacer. -Zach ya había tenido bastante.

– Necesito hablar con ella, señor Danvers. -Obviamente, ella estaba intentando intimidarle-. Adria aparece afirmando que es London Danvers y luego es atacada en un motel alejado de la ciudad por una persona desconocida. El Post desearía hacerle una entrevista para que pudiera contarnos su versión de la historia…


Zach colgó el aparato de un golpe y pulsó el botón para poner en marcha el contestador automático. Estaba harto de periodistas, de policías y de todo aquello. El teléfono volvió a sonar de inmediato y Zach, ignorando el impaciente timbre, tiró las llaves sobre el mostrador.

Había regresado a la casa del rancho después de pasar tres infructuosas horas en la oficina. Una horda de reporteros habían mantenido ocupada a Terry al teléfono y en persona, bebiendo y quejándose de su café, y esperando a que Zach hiciera alguna declaración. Les había hecho una -no apta para ser publicada- y la mayoría de los periodistas habían captado la indirecta, y se habían marchado de allí, golpeando la puerta al salir y con el rabo entre las piernas. Pero un par de tipos fornidos y espabilados habían seguido insistiendo, esperando que se diera por vencido y les ofreciera algo diferente a lo que habían dicho todos lbs periódicos de la nación.

Zach había abandonado la expectativa de poder trabajar y había dicho a Terry que cerraría la oficina durante el resto de la semana. Había metido unos cuantos papeles y un par de proyectos en su maletín, había cerrado la puerta de la oficina y había conducido su Cherokee como un loco hasta el rancho, hasta el ojo del huracán. Debería haber desconectado todos los teléfonos de la casa, pero quería estar en contacto con el sheriff de Clackamas y con la policía de Portland. Y además estaba esperando el informe de Sweeny. A Zach se le hizo un nudo en el estómago solo de pensar en él. Habían pasado dos días desde hablara con aquel baboso investigador privado y, según decía Jason, todavía no había dado señales de vida.

Probablemente aquel corrupto detective se estaba guardando lo que sabía. O Jason.

Desde el día en que Adria había sido atacada no confiaba en nadie.


Dejó la chaqueta en un gancho al lado de la despensa, bajó al vestíbulo y salió por la puerta trasera. Una ráfaga de viento helado le recibió y pensó que iba a nevar; en las montañas ya se podía ver una fina capa de nieve blanca en las cimas. El cielo era claro, el sol brillaba sin llegar a calentar y solo unas pocas nubes rodeaban los picos de las montañas. Cualquier otro día se habría alegrado por el tiempo helado que prometía aquel viento, pero no hoy.

El rancho no era inexpugnable, y hasta que no hubo echado de allí a los periodistas y fotógrafos que insistían en pasearse por el porche de la entrada principal, no tuvo oportunidad de pensar con calma.

Por suerte, Manny había decidido meter sus nativas manos indias en el asunto. Con su más cuidada y severa expresión india, se había echado sobre los hombros una gruesa manta de pelo de caballo y se había colocado como vigía en la puerta de entrada al rancho. Llevaba un sensato rifle en el salpicadero de la camioneta y había colocado una señal de no pasar en un poste de la valla, bien visible desde el camino.

Nadie podría sospechar que la carabina del calibre 22 no estaba cargada ni que Manny Claerwater era el peor tirador que había por aquella tierras y uno de los tipos más tranquilos que Zach hubiera conocido jamás. Su semblante severo era suficiente para mantener alejados de la propiedad incluso a los más ambiciosos periodistas.

De momento.

Zach había previsto mantener a Adria allí hasta que se hubiera recuperado y la noticia de su ataque hubiera empezado a olvidarse. Pero aquel plan le había explotado en las manos y parecía que todo el mundo sabía ya dónde se escondía.

Incluyendo la persona que quería hacerle daño. Los músculos de la espalda se le tensaron y apretó las mandíbulas tan fuertemente que le dolieron. Desde que ella había declinado la protección policial, Zach había decidido que su responsabilidad era mantenerla a salvo. Y viva. Pero parecía que el mundo, y la propia Adria, estuvieran en su contra.

La conclusión era que tampoco allí estaba a salvo. Y eso le preocupaba. Y le hacía tener los nervios a flor de piel.

Encontró a Adria al lado del establo, con el sol bañando su oscuro pelo negro. Tenía los antebrazos apoyados contra la valla y observaba las yeguas y los potros pastando la hierba del campo descolorida por el sol.

Un remolino de viento, cargado de arena, danzaba alrededor del potrero, levantando algunas hojas secas y arrastrándolas hacia el campo, donde los potros iban de un penacho de hierba seca a otro. Tenían la piel polvorienta y pelada, ya que estaban empezando a cambiar el pelo corto por el grueso y largo del invierno.

Sin darse cuenta de que él estaba detrás de ella, Adria cambió de posición, apoyándose en la otra pierna y ofreciéndole el perfil de su cara. Su corazón dio un brinco al verla y se dijo que debería olvidarse de que se trataba de una mujer.

– Eres una dama muy popular. El teléfono no ha parado de sonar.

– ¿Por qué te piensas que me he refugiado aquí? -Ella pasó un dedo por el polvoriento borde de la valla; sus mejillas habían tomado un tono sonrosado por el frío-. Al principio he estado hablando con ellos, pero las preguntas eran demasiado pesadas y he decidido tomarme un respiro.

– Manny los está manteniendo al otro lado de la valla y el contestador recogerá cualquier cosa que necesitemos saber. -Él se paró a su lado y colocó un pie en la primera tabla de la valla. Aparentando mirar las montañas que se alzaban en el horizonte, preguntó-¿ Cómo te encuentras?

– Perfectamente, excepto por el camión de ochenta toneladas que parece haberme pasado por encima. -Sonriendo levemente, hizo aparecer en sus mejillas aquel hoyuelo que a él le parecía tan sexy-. Pero sobreviviré y me temo que eso va a decepcionar a algunas personas.

– No digas eso.

Pero aún no había terminado.

– Sabes, Zach -continuó ella volviendo la cara hacia él, mientras la brisa mecía suavemente varios mechones rizados que ella mantenía sujetos con una goma para apartárselos de la cara-, no puedo quedarme aquí para siempre.

– Solo serán unos cuantos días.

– Tengo mi vida.

– Quieres decir la vida de London. -Él alzó una oscura ceja y levantó la cabeza hacia varias nubes blancas que avanzaban por el horizonte, mientras una bandada de patos pasaba sobre ellos volando veloces, en formación hacia el sur, como si quisieran recuperar el tiempo perdido.

Ella se protegió de los rayos del sol poniente con una mano.

– Ya es hora de que termine con este asunto.

– ¿Cómo?

– Creo que debería contratar a un abogado y a un investigador privado. Y hacer que la cosas empiecen a moverse.

Ella lo miraba tan intensamente -paseando la vista por sus ojos y su boca- que el deseo empezó a arder en él como una pradera en llamas que nadie puede apagar y que ningún mortal podría controlar. Se acordó de cuando la había besado y había estado a punto de hacer el amor con ella junto al río, y lo único que pudo hacer fue meterse las manos en los bolsillos e intentar ocultar el oleaje que empezaba a calentar su ingle. Tenía ganas de acercarse a ella y abrazarla, presionar sus labios contra los de ella y besarla hasta que ninguno de los dos pudiera respirar. Se imaginó tumbándola en el suelo hasta que su pelo se desparramara sobre la hierba.

¡Demonios, eso no le iba a llevar a ninguna parte!

Ella todavía estaba hablando de contratar a un detective.

– … será lo mejor para todos.

– Jason ya ha contratado a un tipo, un cretino llamado Oswald Sweeny. Él hará ese trabajo. -Para Jason y para ti.

Los extremos de su boca se tensaron involuntariamente.

– Dices que quieres saber la verdad.

– Y así es -dijo ella, parpadeando contra la luz del sol-. Pero corrígeme si me equivoco, ¿de acuerdo? Sweeny trabaja para la familia, ¿no es así? Está investigando e intentando demostrar que soy una impostora. De manera que no debería decirme, o la familia puede decidir que no hace falta que me informe, si ha encontrado alguna prueba positiva que demuestra que soy London. Sólo si no lo soy. -Ella se limpió el polvo de las manos en los pantalones vaqueros-. De manera que creo que será mejor empezar a buscar a algún tipo que esté de mi parte.

Él escarbó en el suelo con la punta de su bota.

– Por lo que sé, no creo que puedas gastarte mucho dinero.

Ella había estado esperando algo así, pero no de Zach. De los demás, sí, por supuesto, pero no de Zach, y no pudo detener la ligera punzada de miedo que sentía al pensar que él podría haber descubierto cosas sobre ella que no le hubiera dicho, que solo habría compartido con el círculo interno de la familia Danvers. Los pocos elegidos. Sintió un nudo en la garganta. Siempre había pensado que él estaba fuera del círculo familiar, pero -por doloroso que fuera- lo cierto era que solo ella estaba fuera de ese círculo. Obviamente, había secretos que Zach no le había contado, y se preguntó cuántas cosas sobre ella habrían estado hablando él y el resto de su familia a sus espaldas. ¿Les habría contado las confidencias que ella le había hecho a él sobre su vida en Montana? ¿Se habría reído de ella al descubrir que estaba en bancarrota? ¿Se habrían iluminado sus ojos con un brillo maligno cuando les hubiera contado que había estado a punto de hacer el amor con ella?

Estar al lado de Zachary Danvers era como andar por una frágil cuerda por encima de un cañón. Un paso en falso en cualquier dirección y podría caer sobre los afilados acantilados emocionales. Demasiada tensión y la cuerda se podría romper. No era tan estúpida como para imaginar que la había llevado hasta allí solo para protegerla.

– ¿Qué es lo que quieres de mí?

Él dudó, buscando con sus ojos los de ella, y a Adria le pareció que él podía leerle el alma.

– Sólo quiero mantenerte a salvo.

– Hasta que tu familia pueda demostrar que estoy mintiendo. -Ella sintió el aire que se movía entre ellos-. No puedes mantenerme aquí, no contra mi voluntad.

– ¿Eso es lo que estoy haciendo?

– Eso es lo que pienso. Sí -contestó ella, apretando los labios.

Los ojos de Zach adoptaron el color del sílex, sus cejas estaban apretadas juntas con un gesto de decepción, aunque ella no sabía si estaba irritado con ella, consigo mismo, con su familia o con el mundo en general. Estaban lo suficientemente cerca para llegar a tocarse, pero él se acercó aún más, avanzando hacia ella con una expresión súbitamente dura y cruel. Cuando la sombra de él cruzó por su cara, sus dedos se curvaron sobre las solapas de su gastada chaqueta de piel.

– ¿Ya no recuerdas que alguien ha tratado de matarte? -le preguntó él con un susurro ronco-. Fue hace menos de cuarenta y ocho horas.

– No puedo salir corriendo asustada. -Pero su respiración era rápida y entrecortada. El olor a café, cuero y colonia masculina la envolvió.

Él le dio una leve sacudida mirándola con ojos furiosos.

– ¿Recuerdas qué se siente cuando a uno lo muelen a golpes?

– Por supuesto -contestó ella, palideciendo.

– ¿Por qué crees tú que lo hizo?

– Yo… no lo sé.

– Yo tampoco, pero ese tipo aún está por ahí, y me parece que no se va a dar por vencido fácilmente.

– Ni yo tampoco.

– De acuerdo -dijo él, acercando su cara lo suficiente como para que ella pudiera llegar a ver unas estrías oscuras en sus ojos grises-. Hablemos de las sábanas, las de tu cama en el motel. ¿Les echaste un vistazo?

Ella tragó saliva con dificultad, pero no se dejó llevar por el impulso de dar un paso atrás. Sus dedos tiraban de ella con más fuerza.

– Estaban hechas trizas, como si un animal furioso, con dientes de veinte centímetros como afiladas cuchillas, las hubiera estado destrozando con maniático frenesí, sin poder detenerse.

Él tiró de las solapas de ella, haciendo que se pusiera de puntillas y acercándose hasta que sus narices casi se tocaron.

– Mientras estabas allí tirada, ¿no se te ocurrió leer el mensaje que te dejaron en el espejo? ¿Qué es lo que ponía?

– Eso no impor…

– ¿Qué ponía? -repitió él, alzando la voz.

– Algo sobre…

– No «algo sobre»… Ponía: «Muerte a la puta». Bastante claro, diría yo. De hecho, jodidamente claro. ¿No sabes qué tipo de psicópata es capaz de hacer una cosa así, sin olvidar lo que hizo con tus bragas? ¿Y si tu atacante hubiera utilizado esa cuchilla contigo en lugar de con las sábanas?

– Yo… no tengo ganas de pensar en eso.

– Bien, pues yo tampoco, pero me obligo a hacerlo, porque esto todavía no ha acabado.

Ella levantó la barbilla y se quedó mirando unos ojos que brillaban con determinación.

– No puedo salir huyendo sin más, Zachary. Yo empecé con esto y yo lo terminaré.

– También puedes esperar hasta que esto acabe contigo -gruñó él y se quedó mirando su boca de una manera que la hizo sentir que se deshacía como la gelatina. Con la misma rapidez con que la había agarrado por las solapas, la soltó y ella estuvo a punto de caerse cuando sus talones tocaron de nuevo el suelo.

Adria se sintió decepcionada cuando él volvió a alejarse de ella.

– Tal y como yo lo veo, no tienes otra opción más que quedarte quieta por un tiempo, al menos hasta que la policía atrape a ese tipo o hasta que la historia se olvide. Por el momento, eres un objetivo, no solo para el psicópata que te atacó, sino para cualquier otro loco que tenga ganas de pasar un rato divertido y que su nombre salga en la prensa. La persona con la que te estás enfrentando no es nada amable, Adria. De manera que no te muevas. -Él se la quedó mirando durante unos silenciosos y tensos segundos, y luego maldijo en voz alta y se encaminó hacia los establos.

Con el corazón latiéndole con fuerza, ella corrió hasta ponerse a su lado. Aprisionó el miedo que él había hecho salir a la superficie de su mente y se dijo que debía ignorar el mensaje erótico que parecía irradiar de sus ojos.

– No pienso dejar que nadie, ni tú ni nadie que se dedique a desgarrar ropa de cama, me intimide -insistió ella.

– Pues entonces es que no eres tan lista como yo había supuesto -dijo él, abriendo la puerta y entrando en el establo. La puerta debería haberse cerrado de un golpe detrás de él, pero ella la agarró y, apretando los puños con determinación, le siguió hasta el interior.

Varios caballos relincharon. Sus botas resonaron en el gastado suelo de tablas de madera y los olores a caballo y estiércol, aceite y cuero, heno y polvo se mezclaron e invadieron sus fosas nasales, haciéndole recordar la granja que había dejado atrás para llevar a cabo su investigación aquí, ¡en este maldito lugar! Tocó un áspero poste de abeto que sostenía el techo, en el que una lámpara de queroseno deslustrada, oxidada y cubierta de telarañas empezó a tambalearse.


Zach recorrió la longitud del edificio y abrió con los hombros una puerta al otro extremo del mismo. Las viejas bisagras chirriaron y él desapareció tras la puerta. Ella pensó si debería seguirle, pero supuso que era mejor dejarlo correr y se quedó observando a los caballos, acariciando cada uno de los curiosos y suaves hocicos que se asomaban en dirección a ella, sintiendo los calientes chorros de aliento contra las palmas de sus manos.

¿Qué estaba haciendo allí? ¿Qué estaba intentando demostrar? Debería volver a la casa, y dejar allí a Zach y su mal humor. Mejor todavía, debería tomar prestada su maldita camioneta y volver a Portland, donde se escondían las respuestas a su vida.

Pero se no se movió de allí, con la excusa de que sus heridas eran una razón para seguir alejada de la civilización, a solas con un hombre que le había arrebatado el corazón. Durante años había sabido dominarse y dominar sus emociones, pero con Zach había bajado la guardia, dejándose cuidar de buena gana por… oh, Dios…

Sus pasos resonaron por la vieja construcción y ella miró en aquella dirección descaradamente. Lanzando una sola mirada fugaz en su dirección, Zach sacó una silla de montar, una brida y una manta, y abrió de una patada la puerta del primer pesebre, en el que estaba atado un alto y esbelto potro de pelo oscuro. El caballo relinchó y meneó su gran cabeza, pero Zach se las apañó para esquivar el golpe y le colocó la brida. Con voluntad de hierro ganó la batalla entre el hombre y la bestia.

Adria supuso que estaba acostumbrado a ganar; que era un hombre que sabía lo que quería de la vida y siempre iba a por ello. Más o menos como Witt Danvers. Su padre. Y el padre de ella.

Zach echó la manta sobre el lomo del caballo, le colocó la silla de montar encima y apretó las cinchas. Estaba concentrado en lo que hacía, como si se hubiera olvidado de ella. El silencio, aparte de por el ruido de los caballos que se movían en sus pesebres, era ensordecedor.

– ¿Vas a cabalgar?

– ¿No lo parece? -dijo él.

– ¿Adonde?

La pregunta cayó de sus labios. Él miró por encima de su hombro y sus miradas se cruzaron en la penumbra del establo. Sus ojos estaban sombríos y todavía reflejaban una furia silenciosa. Durante un instante él le mantuvo la mirada y ella sintió que le faltaba el aire.

– ¿Porqué?

Ella levantó un hombro, pero no se movió. Él la estaba mirando de una manera tan intensa que ella sintió como si la estuviera desnudando con aquella dura mirada, quitándole la ropa prenda a prenda. Apenas podía respirar y el corazón le latía desbocado.

Sus ojos bajaron hasta la base de su cuello, donde su pulso estaba palpitando de forma insistente. Cuando la volvió a tocar con la mirada, ella sintió un latigazo de pura seducción.

– ¿Quieres venir? -le sugirió él con una voz tan baja que apenas se podía oír por encima del ruido de los relinchos y de las pezuñas de los caballos repicando contra el suelo.

«Oh, Dios» Casi incapaz de respirar, ella metió el dedo en una cuerda que estaba atada alrededor de un poste. El corazón se le salía del pecho. Se quedó mirando aquellos intensos y cálidos ojos, y sintió que se le deshacían las piernas.

– ¿Cómo?

– ¿Quieres que cabalguemos juntos? -repitió él lentamente, dejando que el doble sentido quedara suspendido en el aire que los separaba.

Ella no podía pensar y apenas podía respirar. -¿Y bien? -preguntó él-. ¿Te encuentras en forma? ¿O todavía estás demasiado dolorida por la paliza?

Ninguna paliza le iba a impedir hacer lo que quería hacer. Ella inclinó la cabeza sin apartar la vista de sus ojos oscuros. La estaba mirando con tanta fuerza que apenas podía tomar aire. Se pasó la lengua por los labios, que de repente se le habían quedado resecos, y oyó el viento que soplaba por entre las gastadas vigas.

– Creo que sí -dijo ella con una voz tan sin aliento que apenas pudo reconocer como suya.

– ¿Estás segura? -Una ceja oscura se alzó dubitativa en el rostro de Zach, y luego enganchó un pulgar en la hebilla de su cinturón, con los otros dedos apuntando hacia su bragueta-. Puede que sea una cabalgada muy dura.

Ella sintió las rodillas tan blandas como si fueran de goma y tuvo que apoyar la cadera contra la puerta del pesebre para no caerse.

– Lo sé.

– Puede que sea peligrosa.

Adria tragó saliva con dificultad y sintió una gota de sudor que descendía por entre sus pechos.

– No tengo miedo -dijo ella, aunque solo fuera para convencerse a sí misma. Su corazón iba al galope y su mente daba vueltas alrededor de imágenes eróticas.

– Entonces estás loca, Adria -dijo Zach, maldiciendo entre dientes. Chasqueando la lengua, sacó el caballo del pesebre y lo llevó hacia la puerta trasera del establo.

Adria, sintiéndose como si el suelo se hubiera abierto bajo sus pies, salió detrás de él. Había estado jugando con ella, poniéndola a prueba, y sintió que una nueva rabia profunda corría por sus venas.

– ¡Espera un momento! -le gritó Adria mientras él saltaba sobre la silla.

Él la ignoró y golpeó los flancos del caballo con los talones. El animal empezó a moverse y empezó a correr.

– ¡Espera, Zach, por favor…! -gritó ella con todas sus fuerzas.

Él tiró de las riendas. El caballo se detuvo y dio media vuelta. Los ojos de Zach centelleaban como un chisporroteo de hoguera en medio de una noche negra y sus labios estaban apretados con furia. Un vaquero rudo, dispuesto a hacer las cosas a su manera.


– Seguro que no quieres esto -dijo él con las fosas nasales dilatándose y el rostro duro como una roca.

– ¡Tú no sabes qué es lo que quiero!

– Claro que lo sé. Lo único que quieres… lo que siempre has querido, es meter las manos en el dinero de la familia. Pues bien, eso no va a pasar por mí.

El viento estaba empezando a soplar con fuerza y hacía que el cabello se le fuera a la cara rozándole las mejillas.

– No se trata de eso, y tú lo sabes. ¿Por qué no me dices a qué le tienes tanto miedo?

– ¿Miedo?

– Exactamente. Sales corriendo asustado por algo que no tiene nada que ver con lo que pasó la otra noche en el hotel.

Su boca se curvó en una sonrisa de desaprobación. -¿Tan obvio es de qué tengo miedo? -Se quedó mirándola como si pudiera desnudarle el alma con los ojos. Con un silbido hizo que el caballo diera media vuelta y se echó hacia delante en la silla. El animal salió galopando sobre la hierba seca, dejando tras él una nube de polvo rojo, y ella se quedó allí, sola.

Adria se apoyó en el muro exterior del establo. Cerrando los ojos echó la cabeza hacia atrás y sintió la presión de los tablones de cedro rugoso contra sus hombros. Apretó los puños enfurecida contra la madera y varias astillas se clavaron en sus desnudos nudillos.

«No tengas miedo, Zach.» Aquel hombre era tan endemoniadamente exasperante e incluso así… ¡Oh, Dios!…, aun así sentía que estaba empezando a enamorarse de él.

«¡No puedes hacerlo!» Pero no puedo detenerme a mí misma. «¡Él estaba enamorado de Kat!» Eso fue hace mucho tiempo. «¡Es tu hermano!» Eso no lo sé. No estoy segura. «¡Pero no puedes permitirte correr ese riesgo! ¡No ahora que está en juego todo aquello por lo que has estado luchando!» ¡Es cierto!

«Él tiene razón -se dijo furiosa consigo misma-. Eres una estúpida.» Se separó de la pared y se dirigió hacia la casa. Tenía la intención de dejarlo correr, de encontrar una manera de escapar de allí, de poner tanta distancia entre su cuerpo y el de él como le fuera posible. Podía tomar prestado el jeep o la furgoneta, o llamar a alguien para que viniera a buscarla…

O podía salir corriendo tras él. Un coyote aulló en la distancia y el sol se ocultó detrás de una nube. Sus pasos dudaron durante un instante antes de que se diera cuenta de que no podía dejar las cosas así. Darse medía vuelta y hacer ver que no pasaba nada no iba con su naturaleza, y había llegado ya demasiado lejos, había sufrido ya demasiadas luchas emocionales para echarse ahora a un lado y dejarlo correr.


Dirigiéndose de nuevo hacia el establo, decidió tentar a la suerte. Abrió la puerta de un golpe. Sus piernas se movían solas, sus botas resonaban sobre el gastado suelo de madera de camino al almacén de los arreos. Encontró una brida y volvió al establo. Una yegua de pelo negro sacó la nariz por encima de la puerta de su pesebre y Adria no se lo pensó dos veces. Colocó la brida en la cabeza del animal y a continuación, ignorando el persistente dolor que sentía por todo el cuerpo, sacó al animal del establo. La yegua se puso al trote; Zach ya casi se había perdido de vista, no era más que un punto en el horizonte, pero Adria no pensaba dejarlo escapar. Se apretó al lomo del animal, se echó hacia delante y chasqueó la lengua.

– ¡Vamos! -animó a su montura mientras le apretaba los flancos con los talones.

Como un oleaje de fuerza pura, el animal empezó a ganar velocidad, con sus músculos tensándose y relajándose a un ritmo acompasado, y el frío y duro suelo centelleando bajo los cascos. El viento le azotaba la cara y hacía que sus ojos se llenaran de lágrimas, mientras la entusiasta yegua avanzaba a toda velocidad, cruzando las vastas hectáreas de pradera en las que la hierba había crecido hasta ascender por los viejos troncos de los árboles. A lo lejos, las cimas rocosas de las montañas cubiertas de nieve se recortaban contra un cielo que empezaba a oscurecer.

Ella animó al animal a que corriera más, temerosa de que, si aminoraba la marcha un solo instante, podría darse cuenta de la locura que estaba a punto de cometer y tirar de las riendas dando media vuelta, obligándose a regresar al rancho -a la segundad-, lejos de aquel hombre que tanto podía salvarla como destrozarla.

El caballo de Zach se dirigió hacia un bosque de árboles bajos y Adria siguió tras él.

– Vamos, más deprisa -gritó Adria con el aire saliendo de sus pulmones como un desgarrón, con el miedo de enfrentarse a su destino pululando en las sombras de su mente. Pero aun así, seguía avanzando, dando caza a aquel hombre, y a su sueño, acercándose cada vez más a él.

Al cabo de un rato, él tiró de las riendas y su caballo aminoró la marcha al llegar a la orilla de un ancho río, que bajaba de las colinas y caía formando un salvaje torrente plateado delante de un acantilado. Entonces, como si hubiera sentido que alguien le perseguía, Zach se volvió en la silla.

A ella estuvo a punto de parársele el corazón cuando vio su perfil, de ángulos duros y afilados, como la silueta de las impresionantes montañas que se alzaban ante él, salvaje como el río que avanzaba furioso por el cañón y abría una grieta de agua entre el bosque. Él apretó las mandíbulas y sus ojos se entornaron en un silencioso reproche, pero ella no hizo caso. Apretó los flancos de su yegua y siguió avanzando. En el rostro de Zach no había ni rastro de regocijo.

Zach la estuvo siguiendo con la mirada mientras ella tiraba de las riendas deteniendo al animal. Cuando ya estuvo lo bastante cerca, él le dijo:

– Deberías regresar.

– ¿Volver a Montana?

– Volver a la casa.

– Todavía no.

Ella bajó del caballo y Zach hizo lo mismo. Se acercó a ella con el ceño fruncido y los labios apretados en una mueca furiosa, mirándola como si se tratara de una extraña… o peor, como si quisiera empezar a besarla y no parar jamás. -Por Dios…

– No, por mí, por nosotros -dijo ella, respirando con rapidez. Se quedó mirándolo obstinadamente, cuadrando los hombros y haciendo que sus furiosos ojos se clavaran en los de él.

– Nunca haces caso, ¿no es así? -No cuando se trata de algo en lo que no estoy de acuerdo.

El agua fría de la cascada salpicaba su espalda y podía oír el estruendo de la catarata estrellándose cien metros más abajo, sobre el rocoso fondo del cañón. Se quedó allí parada al lado de él, sin dar un paso atrás, retándolo silenciosamente con la mirada.

– No tienes ni idea de lo que quieres -dijo él con voz ronca.

– Dímelo tú.

Él se la quedó mirando con una dura expresión durante un largo rato, entornando los ojos contra el sol del atardecer, con el aliento echando vaho en el frío aire de la montaña.

– Nunca te das por vencida -dijo él con un tono de voz torturado, como si librara una batalla consigo mismo y estuviera a punto de perderla. De mala gana, él le apartó del rostro un negro rizo que le caía sobre la cara.

– No hay ninguna razón para hacerlo.

– Hay montones de razones, Adria. -Ninguna que me interese oír. -Ella alzó la cabeza, echando la barbilla hacia delante, dispuesta a discutir, sintiendo la brisa que se enredaba en su cabello.

Él la miró fijamente a los ojos haciendo que ella sintiera un brinco de anticipación en el corazón. Una pasión desatada y ruda anegaba los negros ojos de él, mientras le mantenía la mirada. Adria sintió de repente que el pecho se le aplastaba, como si se lo estuvieran apretando con cables de acero y se preguntó por un instante si quizá él tendría razón. Ella lo deseaba, sí, probablemente lo amaba, pero estar a su lado era mortalmente peligroso y le parecía que nunca tendría suficiente.

Como si él le hubiera leído el pensamiento, se acercó a ella y la agarró por la nuca con los fuertes dedos de una mano; apretándose contra ella, la besó hasta que ambos quedaron sin aliento. Con la mano que tenía libre la rodeó por la cintura, haciendo que su cuerpo estuviera tan pegado al suyo que ella pudo sentir el acelerado ritmo de su corazón y la dura evidencia del deseo debajo de su bragueta. Olía a cuero y sudor, y su boca sabía a café mezclado con licor. Un fuego interior que la iba consumiendo lentamente se extendió por todo su cuerpo.

Las manos de él descendieron por su espalda, apretándole posesiva y desesperadamente los pechos contra su firme tórax.

Rodeándole el cuello con las manos, ella se entregó a él, resistiéndose a escuchar las persistentes dudas que asaltaban su mente. Abrió la boca para él, como hubiera abierto de buena gana todo su cuerpo.

Él se agarró a ella empujándola hacia el suelo, apretándola contra su cuerpo, dejándola caer sobre el lecho de hierba y hojas secas que estaban esparcidas por el suelo del bosque. La besó a lo largo del cuello y en los ojos, mientras retorcía su cabello con las manos.

– ¿Estás segura? -preguntó él casi sin aliento y con voz ronca, mientras el viento corría entre los árboles.

– Lo deseo, Zach -dijo ella, mirándole fijamente a los ojos-. Te deseo a ti.


Él dudó, pero ella presionó los labios contra su boca y todas sus defensas se derrumbaron. Ella sabía cuál era la razón de su reticencia -que él todavía creía que eran hermanos-, pero ella estaba segura de que no era así. Era imposible que fueran parientes; ella no podía creerlo. La mayoría de la gente opinaba que lo había engendrado Anthony Polidori y él se parecía mucho más al italiano que a Witt. ¡Así era! ¡Sin duda! Zach acarició su cuello y ella echó la cabeza hacia atrás, ofreciéndose más a él.

Los dedos de Zach encontraron los botones de su blusa y el cierre de su sujetador, y al momento la empezó a desnudar. Aparecieron sus pechos, con sus oscuros pezones endureciéndose por el frío, aunque su cuerpo estaba caliente por el fuego que recorría sus venas.

Sus manos fueron rudas pero mágicas cuando la acarició recorriendo el valle de su espalda. El placer embriagaba el cuerpo de Adria y sintió que podría quedarse entre sus brazos durante el resto de su vida.

«Hazme el amor, Zachary», gritaba ella en silencio.

Los dedos de Zach recorrieron la cintura de su pantalón vaquero, y la liberaron de aquella prenda dejándola vestida solo con las minúsculas bragas. Ella gimió cuando él rozó sus pechos con los labios y las manos de ella se agarraron a su camisa, desgarrando los botones, sintiendo el mullido y oscuro vello de su pecho, mientras sus dedos recorrían los poderosos músculos de su tórax y los botones erguidos de sus masculinos pezones.

Él gimió con voz profunda, un gemido primigenio que la hizo estremecerse.

– Adria -susurró él con voz ronca, mientras la miraba a los ojos.

Ella colocó un dedo sobre sus labios.

– No, calla -le susurró ella, y una sacudida de calor le recorrió el cuerpo cuando él se metió aquel dedo en la boca y empezó a chuparlo con un desespero húmedo, hambriento y caliente.

El calor que ella sentía empezó a quemarla en el centro de su deseo, haciéndola sentir palpitaciones húmedas mientras él no dejaba de mirarla fijamente.

Su garganta estaba seca y la oscura humedad de su entrepierna empezó a vibrar de deseo. Lo deseaba por completo, sin importarle las consecuencias. Sin dejar de mirarla ni un instante, Zach empezó a descender las manos por su cuerpo, deteniéndose en la grieta entre sus nalgas hasta que ella empezó a retorcerse con todo el cuerpo, pidiéndole en silencio que siguiera adelante.

– ¿Estás segura? -preguntó él con las pupilas oscureciendo casi por completo el gris de sus ojos. Por encima de él, Adria vio las nubes que corrían por el cielo.

– ¡Sí!

– Puede que esto sea un error. -Las dudas ensombrecían sus ojos, mientras sus dedos se introducían profundamente en el cuerpo de Adria.

– No es un error -susurró ella, alzando la cabeza hasta que el aliento de él le rozó el rostro-. Hazme el amor, Zach -le pidió Adria, tirando por la borda cualquier precaución y haciendo oídos sordos a las dudas que gritaban en su mente-. Ámame y olvídate de todo lo demás.

Él tragó saliva y el viento pareció calmarse. Besándola, recorrió todo su cuerpo con los dedos y por debajo de la seda de sus bragas. Agachando la cabeza empezó a recorrer su piel con la boca, mientras se tumbaba sobre ella. Su lengua se deslizó formando círculos alrededor de su ombligo y ella se tensó, levantando la espalda del suelo, deseando más, más de él, todo.

Él descendió un poco más, y ella se sintió morir cuando le arrancó las bragas y su aliento, caliente y húmedo, rozó los rizos del vértice de sus piernas. Retorciéndose, Adria sintió cómo él la acariciaba, primero lentamente y luego cada vez más deprisa, haciendo que ella se deshiciera por dentro.

– Zachary -susurró ella con voz ronca.

– Aún no -susurró él mientras guiaba una de sus manos hacia su bragueta.

Ella se la bajó y lentamente le empujó los vaqueros por debajo de las caderas. Con dedos ansiosos ella le acarició por encima de los calzoncillos y sintió cómo se flexionaban los músculos de sus piernas, bajo el toque de su mano. Ella paseó los dedos por su terso abdomen y él sintió que le faltaba el aire.

El calor pasaba de su cuerpo al de ella.

– Estás segura de que quieres esto -dijo él de nuevo, cuando ya estuvieron los dos desnudos y respirando entrecortadamente, con sus cuerpos entrelazados y sudorosos, con los nervios tensos en espera del climax.

Como respuesta ella lo besó y él se colocó sobre su cuerpo, agarrando sus manos con sus fuertes brazos y colocándoselas bajo la cabeza. Sus ojos ardían de palpitante deseo y penetraban profundamente en el alma de ella.

Él la besó de nuevo y luego, bruscamente, como si estuviera luchando y perdiendo una batalla interior, le abrió las piernas. Ella alzó las caderas del suelo, mientras él se introducía en ella y Adria puso sentir su miembro duro e hinchado, rompiendo las barreras de sus vidas y profundizando más aún en el centro de su alma.

Ella cerró los ojos, pero él le habló besándole las mejillas.

– Mírame. No podremos olvidar nunca lo que nos está pasando hoy. No debemos olvidarlo jamás -susurró Zach con voz profunda.

Sus palabras eran como una funesta profecía, pero ella lo miró fijamente y empezó a moverse a su dulce y frenético ritmo. No podían detenerse, no podían parar ni a tomar aliento. Él se introducía en ella presionando más y más fuerte, hasta que ella empezó a sentir que se le nublaba la vista.

Adria estaba húmeda y caliente, como miel espesa, y sintió que él se vaciaba en ella en el mismo momento en que algo hacía erupción en su interior.

– ¡Adria, oh, Adria! -Su voz, un áspero silbido, hizo eco en las paredes del cañón y en la recámara de su corazón. Adria vio luces que brillaban ante sus ojos y su cuerpo se empezó a convulsionar alrededor del de Zach, agarrándose con fuerza a él como si temiera perder aquel precioso vínculo que acababan de descubrir: el éxtasis de amarse. Luego tragó saliva.

«Ámame», gritó ella en silencio, rodeándolo con sus brazos, mientras él caía sobre ella con el cuerpo sudoroso perfectamente acoplado al suyo. «Ámame, Zachary Danvers, y no pares jamás.»

Las lágrimas se le agolparon en los ojos -lágrimas de alegría o de alivio, no lo sabía-, pero no se dejó vencer por el persistente goteo y no quiso ponerse a pensar en el futuro.

Aunque este llegaría más pronto de lo que ella deseaba.

22

– Háblame de mi madre-dijo ella estremeciéndose mientras caía la noche, y mirando hacia arriba, a las balanceantes ramas llenas de agujas de los pinos que se recortaban contra el cielo azul. Unas cuantas nubes se movían lentamente por el cielo sin llegar a estropear el día.

A su lado, Zach se quedó tenso.

– Yo no conozco a tu madre -dijo él, subiéndosi los pantalones y abrochándoselos-. Vivía contigo, en Montana.

– Mi otra madre -le aclaró ella sin dejarse irritar por él, pero sin ninguna intención de que le diera excusas, como ya había hecho en el pasado. Ahora eran amantes, ahora podían compartirlo todo-. Katherine

El suelo estaba frío y a Adria se le puso la carne de gallina, mientras recogía los pantalones vaqueros y el suéter.

Después de haberle hecho el amor de manera furiosa y caliente, Zach la había abrazado contra su cuerpo desnudo. Ella había visto la cicatriz en su hombro, recuerdo de la noche que secuestraron a London y eso le había convencido de que era imposible que fueran parientes. O bien él era hijo de Polidori o bien ella no era London Danvers. Pero ahora, con la mente más clara ya no estaba tan segura.

Zach parecía más lejano de ella que nunca, como si la conmoción de lo que acababan de hacer hubiera sido una bofetada de realidad, un jarro de agua fría en plena cara.

– Katherine no era tu madre -dij o él con convicción.

– Eso no lo sabes.


Era verdad, pensó Zach mientras se ponía las botas. Tenía que irse de allí, muy lejos de allí. Estar con ella era como estar atrapado en una seductora telaraña, húmeda, cálida y excitante, pero extremadamente peligrosa. Aunque ella había decidido de repente hacer el amor con él -bien porque creía que no eran familia, o porque creía que así podría romper sus defensas y sonsacarle más información sobre su familia, o porque pretendía más tarde chantajearle, o, Dios no lo permita, porque sus motivos eran honestos y estaba interesada en él-, él sabía que aquello no debería haber pasado. Debería haber sido más fuerte. Desde que estuvo con Kat, él siempre había sabido controlarse y jamás se había dejado seducir por ninguna mujer. Siempre había sido él quien las había seducido. Había sabido ser fuerte y no dejarse llevar por el deseo. Hasta ahora. Con Adria. Apretó los dientes disgustado y se puso de pie limpiándose el polvo que cubría sus pantalones vaqueros.

No había sido capaz de resistirse a ella, al desafío de sus ojos azules, a la insinuante elevación de su barbilla, a sus dulces y sensuales labios, y a la provocadora invitación que le afectaba en su más profunda y ruda parte animal, allí donde su cuerpo tomaba las riendas y su mente se daba por vencida. Había estado deseando hacer el amor con ella. Lujurioso y ardiente sexo, y había acabado haciendo mucho más. Demasiado. Había caído en un remolino de deseo que amenazaba con engullirlo.

«¡Igual que con Kat!»

Cerró los ojos y se dijo que no era más que cuestión de tiempo. Podría mantenerse a distancia, podría controlarse. Al menos hasta que se hubiera resuelto todo aquel asunto.

«¡Eso no te lo crees ni tú, Danvers! ¿Cómo vas a conseguir mantenerte alejado de ella? Ahora que la has probado, que has degustado una parte de ella, ¿cómo vas a poder luchar contra el deseo de poseerla, si ya solo este instante te está desgarrando por dentro?»

Se le tensaron tanto los músculos de la espalda que le dolieron. Con enfado, se puso la chaqueta.

– Tenemos que volver. Está empezando a hacer frío.

Él se estremeció cuando los dedos de ella tocaron su hombro.

– No tienes por qué sentirte culpable -dijo ella por encima del rumor del río, que se precipitaba en una cascada desde el acantilado hasta las profundidades del cañón.

– No me siento culpable.

– Entonces por qué…

– Mira, Adria, no podemos volver a hacerlo. Nunca más. Al menos no hasta que no hayamos descubierto la verdad. -Él colocó sus firmes manos sobre los hombros de ella y la mantuvo a la distancia del brazo-. No podemos permitir que suceda.

– Así que estás empezando a creerme.

– Por el amor de Dios, ¿sabes de lo que estamos hablando? -dijo él casi chillando-. ¡Incesto! -La palabra quedó suspendida entre ellos, llenando la noche, inundando incluso la fría luz del crepúsculo.

– Eso no…

– ¿Cómo lo sabes? Si estás tan absolutamente convencida de que eres London, ¿cómo puedes saberlo?

Ella vio cómo él tragaba saliva con dificultad.

– Porque -dijo ella, apartándose el pelo de la cara- creo que tú no eres hijo de Witt.

– ¡Cielos! -Zach se quedó pálido-. ¿Así es como racionalizas las cosas? -Él la agarró por los brazos con tanta fuerza que ella sintió las yemas de sus dedos clavándosele profundamente en la piel, por debajo de la tela de su chaqueta-. Ahora, escúchame, hermanita, yo no soy hijo de Polidori.

– ¿Cómo lo sabes? -le soltó ella, escupiéndole sus propias palabras en la cara.

– ¿No crees que cuando Eunice y Witt se estaban separando, cuando se la estaba alejando de todo lo que ella decía querer, no crees que ella se habría enfrentado a Witt, y se habría reído en su cara, diciéndole que su segundo hijo había sido engendrado por su enemigo e insistiendo en que me quedara con ella?

– No, si quería que su reputación permaneciera intacta. Su reputación, como yo lo entiendo, era tan importante para ella como sus hijos, de modo que nunca habría dicho nada que pudiera empañarla.

– ¿Como sus hijos? No me hagas reír. Para ella nunca fuimos nada importante.

– Creo…

– Tú no lo sabes. Y en cuanto a su reputación, ya era tan negra como la brea.

Él chasqueó la lengua en señal de disgusto.

– No creo que pretendiera hacerte daño.

Las palabras de Eunice, pronunciadas al lado de su cama en el hospital, resonaron en su memoria: «Odio tener que admitirlo. Dios sabe que una madre jamás debería hacerlo, pero tú siempre has sido mi favorito. De todos los demás hijos, tú eres el que ha estado siempre más cerca de mi corazón». Como si él fuera diferente. Como si no fuera hijo de Witt. ¡Oh, Dios, no! La boca se le secó y se quedó mirando a Adria como si estuviera viendo su futuro a través de una ventana.

– No puedes haber hecho esto -dijo Zach, señalando el lecho de agujas de pino que había bajo el árbol- contando con la remota posibilidad de que yo no sea hijo de Witt.

– Lo he hecho por las mismas razones que tú, Zach. Porque lo estaba deseando. Porque desde el primer momento en que te vi supe que esto iba a suceder. Porque…, maldita sea, porque creo que te quiero.

Ella se puso de puntillas y lo besó en los labios con pasión. Él se dijo que debería apartarse de ella, que estaban jugando con fuego, que pasara lo que pasara aquello no podía acabar bien, que los dos iban a acabar ardiendo en aquel fuego, aunque ahora él ya no podía detenerse. Sus brazos la rodearon por la cintura y ya no quiso apartarse de ella. La besó y la acarició, y volvió a desnudarla, admirando fascinado la hermosura de sus pechos blancos -con leves marcas de venas azules ocultas bajo la carne firme- y aquellos pezones perfectamente redondos, que se endurecieron cuando los acarició y los besó, y a continuación hundió su rostro entre aquellos dos cálidos montículos.

Zach le besó la piel del abdomen, dibujando alocados círculos alrededor de su ombligo antes de seguir descendiendo, haciendo que ella se retorciera de placentero tormento contra él. Ella sabía a mujer y a tierra y a primavera.

Mientras el viento mecía sus cabellos, las manos de ella se dedicaron a prodigar su propia magia sobre él, despojándolo de su ropa, trazando imitativos círculos a lo largo de su espalda y su pecho, y tirando luego de sus vaqueros hasta dejar sus nalgas al descubierto.

Sus ojos brillaban mientras lo besaba, degustaba sus duros pezones y le pasaba la lengua por encima de las costillas, y a lo largo del oscuro vello que formaba una línea recta en dirección al ombligo.

Él luchó contra el impulso de cerrar los ojos y se quedó mirando a aquella mujer prohibida, aquella mujer de la que había creído que solo se preocupaba por sí misma, aquella mujer que podía descubrir los rincones más ocultos de su alma y sacarlos a la luz.

Zach se estremeció mientras la poseía con el mismo fervor apasionado con que lo había hecho la primera vez, hundiéndose en ella con fuerza -como si así pudiera hacer desvanecerse los demonios de su mente-, empujando rápido y con fruición, oyendo su entrecortada respiración, sintiendo aquel húmedo terciopelo caliente con el que ella lo envolvía, perdiendo la razón y el control de sí mismo, mientras el mundo parecía explotar y él se derrumbaba sobre ella, respirando con dificultad, incapaz de pensar de manera coherente. Se sentía perdido en la magia de ella y se preguntaba si algún día podría liberarse. ¿Alguna vez lo desearía? Besando los sedosos bucles negros y la piel suave del cuello de Adria, deseó que el mundo desapareciera y los dejara solos a los dos, para entonces -ojalá lo quisiera Dios- poder ser amantes para siempre. Sin miedo. Sin esos horribles pensamientos que gruñían en su mente y ponían a prueba su voluntad.

Cielos, aquello era peligroso. Nunca se había abandonado de una manera tan completa, nunca se había soltado de aquella soga que lo mantenía en contacto con lo real, nunca había dado tanto de sí mismo con tan desinhibido abandono.

Nunca le había hecho el amor a una mujer que pretendía ser London Danvers. Sus manos se cerraron, apretando en los puños polvo y agujas de pinos.

Ella lo mantuvo abrazado y al oír el latido acelerado de su corazón, Zach se preguntó cómo podía respirar con el peso de su cuerpo aplastándola. Cuando por fin pudo recuperar cierto control sobre sí mismo, se incorporó apoyándose en un codo y se quedo mirándola fijamente.

El negro cabello le caía en cascadas sobre el pecho y él le apartó los bucles a un lado.

– Eres demasiado hermosa -dijo él, pensando que aquella hermosura era una maldición. Tan parecida a Kat y a la vez tan diferente.

– ¿Por qué? -Ella le dirigió una mirada interrogativa que él no había olvidado nunca. El sol le daba en la cara y Adria tuvo que entornar los ojos; el viento movía las ramas de los árboles produciendo sombras que danzaban sobre sus ojos y sus mejillas.

– Es… bueno, peligroso, a falta de una palabra mejor.

– ¿Para quién?

– Para cualquier hombre que esté contigo y para ti misma.

– Pero tú no has hecho el amor conmigo solo por mi aspecto -dijo ella, girando sobre un costado y estirándose lentamente. Él se quedó mirando los huesos de las costillas, que aparecían por debajo de sus senos, y el abdomen que se hundió cuando ella alzó los brazos y los colocó por encima de la cabeza.

– Tampoco perjudica -contestó él con voz cansina, observando el juego de luces y sombras sobre su piel.

– No, pero no se trataba de ese tipo de atracción, y tú lo sabes. -Ella sonrió y por un instante Adria le recordó a Kat-. No te podías resistir porque soy un desafío, alguien a quien no deberías tener. Alguien a quien no deberías desear.

Ella se lo quedó mirando con tal intensidad que él tuvo que apartar la mirada. Cielos, era tan hermosa y se parecía tanto a una mujer a la que tenía que olvidar.

– Espera un momento -dijo ella y se enderezó sobre un codo-. No se tratará de un rollo edípico, ¿no? ¿Tú no estarás… no estamos aquí porque yo te recuerdo a ella? -Toda la alegría despareció del rostro de Adria.

– Por supuesto que no es por eso por lo que estamos aquí.

– Pero tú y Kat… Oh, Dios… Zach…

Él volvió a mirarla a la cara.

– Te mentiría si te dijera que no te pareces a ella, o que no veo algo de ella en ti. Sí, sí, ya sé que eso puede significar que tú eres London y yo no estoy todavía preparado para enfrentarme a eso; pero, enfrentémonos a la realidad, tú no estarías aquí si no te parecieras a Kat.


Ella reaccionó echándose hacia atrás, como si la estuviera atacando. Su cara se convirtió en una mueca de incredulidad.

– De modo que esto… -dijo Adria, señalando el suelo revuelto en el que habían hecho el amor-… solo tenía que ver con ella, con estar con ella, con echarle un polvo a tu madrastra.

– No

– Por supuesto que sí -dijo ella, levantándose y recogiendo su ropa-. Me habías dicho que me parecía a ella, que habías estado liado con ella, de modo que lo único que querías saber era si yo estaba a la altura.

– ¿Es eso realmente lo que crees? -preguntó él, pasando de la sorpresa al enfado.

– Creo que tiene sentido.

– ¡Eso es un disparate, Adria, y tú lo sabes! -Él se incorporó y la agarró de un brazo, haciendo que se le cayeran los vaqueros de las manos. Sus dedos la apretaron posesivamente por la cintura y colocó su cara a solo unos centímetros de la de ella. Sus nances casi se tocaban y él pudo ver los cambiantes tonos azules de sus ojos-. Para empezar, has sido tú quien se ha echado encima de mí. -Con su mano libre señalaba los caballos, que intentaban pastar sobre la hierba que crecía alrededor de los árboles-. De hecho, me has perseguido hasta el borde del maldito acantilado.

– Pero…

– De modo que dejemos ya ese asunto de Kat, ¿de acuerdo? Por supuesto que te pareces ella y, como sabes, eso es un problema. Preferiría haberla olvidado para siempre, pero no voy a mentirte solo porque eso te haga sentir mejor. Sí, te pareces a ella. Lo suficiente para ser su maldita hermana gemela. Pero el parecido es solo exterior. Créeme, por lo demás no tienes nada en absoluto que ver con ella. ¿Lo has entendido?.

Ella no contestó, solo movió la cintura.

– ¿Lo has entendido, Adria?

– Eso creo -dijo ella, pero no parecía convencida.

– Sabes, lo que ha pasado aquí entre nosotros dos no tiene nada que ver con Kat. Nunca lo tuvo y nunca lo tendrá.

– De acuerdo, de acuerdo -dijo ella y se soltó el brazo de la mano de él-. Te has explicado muy bien, Danvers.

– Pero no me crees.

– Ya no sé ni lo que creo -admitió ella-. Ni siquiera sé qué es lo que quiero creer. ¿Qué está pasando entre tú y yo?

– Lo entiendo. -Él se quedó mirando el cielo. ¿Cómo habían podido llegar tan lejos? Y ahora que había sucedido, ¿podrían echarse atrás? Cuando conoció a aquella mujer tuvo la sensación de que nunca podría llegar a saciarse de ella. Puede que fuera más parecida a Kat de lo que él quería admitir. Cielos, menudo lío.

Cuando volvió a mirarla, ella estaba sonriendo, como si encontrara divertida la irritación que sin duda era evidente en su rostro.

– ¿Te parece divertido? -dijo él, moviendo la cabeza.

– No podría serlo más.

– Te creo. í

– De entre todo lo que imaginaba que pasaría al venir a Portland, jamás se me ocurrió pensar que acabaría liándome con uno de los Danvers. Quiero decir que suponía que podría haber resentimiento e incredulidad, y presiones para que me volviera a casa, pero esto… lo que ha pasado entre nosotros… créeme, nunca se me hubiera pasado por la cabeza hasta que te vi.

– ¿Y entonces?

– Bueno… entonces. -Ella asintió con la cabeza y dejó escapar un largo suspiro.

Zach notó que una sonrisa se le formaba en los labios y se la ofreció a ella.

– Sí, y lo más divertido, o quizá egocéntrico sea la palabra más adecuada, es que tú me estás acusando de haberte perseguido. Pero a mí me parece lo contrario.

– ¿Yo?

– Hum. -Ella sacudió la cabeza y sus negros rizos le rozaron la nívea piel-. Podría haberte seducido yo, pero después de todo, lo que me sedujo fueron esas sombrías miradas con las que me desnudabas. Todas las veces que estuviste a punto de besarme, pero no lo hiciste. Cuando me llevaste hasta la orilla del río Clackamas con la intención de seducirme, pero te echaste atrás, y creo que lo hiciste solo para que te deseara aún más. -Agarró una brizna de hierba y la sujetó entre los dedos-. Y ahora ¿yo soy la chica mala? -Ella le guiñó un ojo y él sintió que se le volvía a excitar la sangre-. A mí no me lo parece.

– Me parece que se te escapa algo.

– ¿El qué?

Él le agarró las dos manos con las suyas y las duras facciones de su rostro se ablandaron.

– Que esto se nos ha escapado de las manos. No hemos podido controlarlo, y los dos lo sabemos.

– ¿Y cómo vamos a poder a controlarlo, eh? -preguntó ella mientras volvía a recoger sus vaqueros-. ¿Actuando de esta manera? ¿Haciendo ver que no existe atracción entre nosotros?

– Quizá.

– No funcionará.

– Pues entonces buscaremos cualquier otra manera para que funcione -dijo él bruscamente.

Zach empezó a vestirse deprisa. No tenía tiempo para discusiones. Necesitaba respuestas y las necesitaba ya. Cuando se dio media vuelta vio, para su sorpresa, que ella estaba ya vestida, aunque tenía el pelo lleno de agujas de pino y en el rostro se reflejaba el brillo de una mujer satisfecha después de semanas de privación.

Ella se subió ágilmente al lomo de su yegua, lanzó una deslumbrante sonrisa en dirección a él y le dijo «Una carrera», mientras Zach todavía estaba poniéndose las botas. Con un grito que resonó entre los árboles, ella azuzó al animal y salió al galope, dejando una estela de risas tras ella. Como si nada le preocupara. Como si no estuviera recuperándose de las heridas de una agresión. Como si nadie la estuviera amenazando. Como si no acabara de hacer el amor con un hombre que podríaI ser su hermanastro.

«Menuda mujer», murmuró él, mientras se subía a su caballo dispuesto a aceptar el reto. Al cabo de unos instantes ya estaba dándole caza, con los árboles y el río pasando rápidos y borrosos ante sus ojos, y su objetivo, una mujer de largo cabello negro, ya a la vista.

Equivocado o no, estaba dispuesto a atraparla; y cuando lo hiciera, estaba seguro de que no le iba a importar que la tierra dejara de girar.


Lo último que esperaba Adria de Zach era que cambiara de opinión, y tan rápidamente. Pero después de que ella hubiera hablado durante horas con los periodistas, y estos le hubieran asegurado que su foto y su historia estarían muy pronto de nuevo en los periódicos, él se había quedado intranquilo y luego le había dicho que tenían que regresar de nuevo a Portland, como ella quería. A primera hora de la mañana.

Sus sentimientos eran ambiguos. Le hubiera gustado apartarse del resto del mundo, quedarse con Zach y olvidarse de todo lo demás, pero no podía. Todavía no se daba por vencida.

Mientras Zach estaba fuera, cortando leña, Adria se sirvió un vaso de vino y entró en el estudio. Paredes de madera y una chimenea de piedra rodeaban una estancia llena de muebles apolillados, cestos rebosantes de revistas antiguas y mantas indias. Las paredes de madera sin desbastar estaban adornadas con pinturas de caballos, castillos y tranquilas escenas de rancho. Se trataba de una habitación acogedora, muy utilizada, que olía a una mezcla de ceniza y madera quemada. Se imaginó a Zachary pasando allí sus noches, habiéndose quitado las botas y con las puntas de los pies apoyados sobre la desgastada otomana. Era una imagen acogedora, un pensamiento agradable, algo de lo que ella podía verse perfectamente formando parte. Pero eso era una locura. Solo porque habían hecho el amor ya estaba fantaseando con la idea de un futuro juntos.

Estúpido.

Adria paseó los dedos por los lomos de los libros de la biblioteca y encontró, tumbado en una esquina de un estante, un viejo álbum de fotos familiares.

– Ni siquiera sabía que lo tenía -dijo Zach mirando el álbum, mientras entraba en la habitación con un hatillo de leña.

El viento se coló con él en la estancia y ella olió un perfume de musgo y pino, que se mezcló con el de humo y madera cuando Zach encendió una cerilla en la chimenea de piedra e hizo arder varias astillas secas. Las llamas empezaron a prender y el fuego crepitó; Adria se arrellanó en un rincón del sofá.

– Te he servido una copa -dijo ella, señalando su copa de vino-. Está en la cocina.

Él regresó con una botella de cerveza y colocó la copa que ella le había servido sobre la mesilla de café, para ella. Luego se sentó en una silla que estaba frente a ella y se quedó observándola, mientras sorbía su chardonnay y pasaba lentamente las páginas del álbum.

– No encontrarás ahí nada interesante. -Bebió lentamente y ella posó sus ojos sobre él. Unos ojos intranquilos.

– ¿Estas seguro?

Ella siguió mirando las imágenes. Las fotos del álbum eran viejas y estaban descoloridas, algunas con el color completamente desvaído. Aunque no había ninguna foto de Eunice, vio varios espacios vacíos y una página amarillenta con la marca de la foto que había estado antes allí. También había varias de Zach, siempre serio y hosco, mirando a la cámara como si se tratara de un enemigo.

Había fotos de Kat, demasiadas, posando y sonriendo a la cámara, con un encanto natural delante de la lente. Adria se mordió el labio inferior mientras estudiaba las fotografías, y su corazón dio un brinco cuando vio una en la que Katherine llevaba sobre la cadera a una niña de negro cabello rizado.

Zach tomó un buen trago de su botella y luego se acercó de nuevo a la chimenea para colocar en ella dos musgosos troncos de arce.

– Nunca me has hablado seriamente de ella -dijo Adria mientras Zach se sacudía las manos y se quedaba mirando las hambrientas llamas amarillas que salían de la nueva madera-. Siempre has dado rodeos al tema.

– Creo que esta discusión ya la hemos tenido antes.

– Como digo «dando rodeos al tema».

– No hay mucho que contar. Ella me acusó de haber ayudado en el secuestro de London, y luego, cuando intenté consolarla, una cosa llevó a la otra y acabamos en la cama. Witt lo descubrió y me echó de casa. Fin de la historia.

– Excepto que te enamoraste de ella.

– No pretendas ponerle romanticismo al asunto, ¿de acuerdo} -resopló él-. Yo era un muchacho caliente, y ella una mujer desesperada y herida. Nunca debería haber… oh, mierda, ¿qué importa ya? De eso hace muchos años. Y ella está muerta. -Un músculo se tensó en su mandíbula y echó otro trago de su cerveza.

– ¿Y tú te culpas por ello?

– ¿No? ¿Sí? Quién sabe. Se suicidó porque jamás llegó a superar la desaparición de London, supongo. -Él se quedó mirando el fuego-. Puede que yo tuviera algo que ver en aquello. ¿Quién sabe? -Volvió a mirarla a ella-. Pero fue una cosa extraña, el suicidio. Katherine… bueno, era de esas personas que se comen la vida a bocados; no hay duda de que se sintió desesperada cuando desapareció su niña, e imagino que abatida, pero nunca me pareció el tipo de persona que podría llegar a quitarse la vida. -Meneó la cabeza y tomó un largo trago de su botella-. Es algo que siempre me ha incomodado.

– Porque la amabas.

– Basta ya, Adria. No la amaba. Nunca la amé. No fue más que algo físico. -Se dio media vuelta y se la quedó mirando fijamente-. Si me preguntas si aquello hubiera continuado de no habernos descubierto Witt, ¿quién sabe? Quizá. Depende de un montón de cosas. Yo no quería empezar algo con ella, sabía que me estaba metiendo en problemas, pero era joven, estaba caliente y se me presentó la oportunidad. Durante toda mi vida he pensado que debería haber sido más inteligente, pero, teniendo en cuenta lo que ha pasado hoy, me imagino que todavía no lo soy.

– Golpe bajo, Danvers -dijo ella, haciendo rechinar los dientes.

– Parece que hoy es el día para eso. Y no te des aires de superioridad moral, ¿vale? Porque no me lo trago. Tú estás ahí sentada, medio condenándome por haberme acostado con mi madrastra, pero resulta que bien podrías ser mi hermana y eso no te ha detenido, ¿no es así?

– No creo que debamos ir tan lejos -dijo ella, dejando caer el álbum al suelo.

– No te parece una bonita imagen, ¿eh? -El tomó un sorbo de su cerveza y rechinó los dientes.

Adria se sintió como si le hubieran dado una bofetada. Se puso de pie y se acercó hacia él. -Yo no soy…

El se levantó deprisa y la volvió a sentar en el sofá, colocando sus manos sobre los hombros de ella y apretándola contra los desgastados cojines. Sus cabezas estaban tan cerca que ella podía verle los poros de la cara y oler su aliento de cerveza.

– ¿No es por eso por lo que estás aquí, London? Para demostrar que eres mi pequeña hermanita y…

– ¡No! -gritó ella incapaz de creer que él siguiera insistiendo en que esa era la verdad. Se escapó del sofá, pero él la retuvo agarrándola con brazos que parecían cintas de acero.

– Te lo advertí…

– Hiciste vagas insinuaciones. Pero no esto. ¡Nunca! Deberías haberme dicho que tú… tú…

– ¿Que yo qué? -dijo él, manteniendo la mirada fija en ella-. ¿Que había hecho el amor con la mujer que puede que sea tu madre?

– ¡Que te habías enamorado de ella! -Sus palabras resonaron por la habitación como el restañar de un látigo.

– No estaba enamorado de ella. Te lo acabo de decir. Ella estaba caliente, Adria, y yo era un muchacho salido. No tengo ninguna excusa. Sé que estuvo mal.

– Y fue por eso por lo que Witt te desheredó.

– Fue una de las razones -dijo él con una dura sonrisa.

– Oh, Dios. ¿Y pudiste volver a mirarle de nuevo a los ojos? -preguntó ella.

– Cuando ella empezó a acostarse con Jason, el viejo tuvo a bien perdonarme. Yo no quería sus favores, pero él hizo un trato conmigo. Yo me quedaría con el rancho a cambio de restaurar el hotel. -Sus dedos se apretaron en la carne de ella-. Me preguntabas por qué se mató Katherine -dijo él-. Por mí. Por Jason. Por London. Y por Witt. Por la maldición de ser una Danvers… ¡La maldición que tú estás tan dispuesta a abrazar!

Ella corrió alejándose de él, respirando de manera entrecortada, con los ojos sombríos como la medianoche.

– No lo hagas peor de lo que ya es -le espetó ella y vio cómo su mandíbula se apretaba. Por un momento creyó que él la iba a volver a besar de nuevo, porque ella tenía ganas de besarle, de hacerle el amor…

– No creo que pueda serlo -dijo él mientras salía de la habitación y decidía que se iba a emborrachar. No, no solo a emborracharse, a caer redondo, hecho una mierda, reventando de alcohol.

La temperatura había descendido y empezaban a caer unos pocos copos de nieve. Tenía que encontrar a una mujer. Una mujer sin ataduras. Una mujer que solo quisiera un lío de una noche. Una mujer que ni siquiera le preguntara su nombre.

Dio un portazo que hizo que las ventanas temblaran.


Manny, a pesar del frío, estaba sentado en una mecedora en el porche de su pequeña cabana, al otro lado del aparcamiento. De las comisuras de sus labios pendía un cigarrillo y estaba tallando un trozo de madera, mientras escuchaba música de la radio que tenía en la ventana. Se quedó mirando a Zach cuando este pasó delante de él de camino a su jeep.

– ¿Te marchas?

– Sí.

– Parece que estás para echar serpientes por la boca.

– De entrante.

– ¿Cuándo piensas volver?

– No lo sé. -Movió la cabeza hacia la casa principal-. Vigílala, ¿de acuerdo?

– Soy un indio Paiute, Danvers, no un jodido carcelero.

– Tú solo asegúrate de que se queda aquí y de que no aparece nadie que pretenda llevársela. No estaré fuera mucho tiempo.

– Problemas con mujeres -dijo Manny sin alterar el rostro. Le dio una chupada a su cigarrillo y echó el humo por las fosas nasales-. Lo peor que hay.

– Amén.

Zach subió al coche y colocó la llave en el contacto, puso en marcha el motor y salió del rancho. ¿Qué demonios le pasaba? Primero Kat y ahora una mujer que se parecía tan endiabladamente a ella que era estremecedor, jodidamente estremecedor.

De alguna manera, en algún momento, debería alejarse de ella y romper con ese círculo vicioso de pecado que no dejaba de dar vueltas a su alrededor, atrapándole en su peligro, destrozando su vida, engulléndolo en sus eróticos anillos.


Al día siguiente por la tarde abandonaron el rancho, y no cruzaron ni una palabra durante todo el camino hasta Portland. A Zach eso le pareció perfecto. Tenía la cabeza a punto de estallarle por su íntima relación con el Jack Daniel's de la noche anterior; su única relación aquella noche. No le había dirigido ni siquiera una leve inclinación de cabeza a la rubia que tanto interés había mostrado por él la noche anterior. Su sonrisa fácil y su cara pecosa eran preciosas, y también sus rellenos pechos obviamente apretados bajo una diminuta camiseta amarilla, pero él no podía liberarse del recuerdo de Adria por mucho licor que ingiriera. No le había hecho ningún caso a la rubia y esta había encontrado enseguida otro vaquero más dispuesto. Zach casi había acabado ahogándose en whisky. Manny había tenido que enviar a un jornalero del rancho para que lo fuera a recoger.

Y hoy lo estaba pagando. Vaya si lo estaba pagando.

Se colocó unas gafas de sol sobre el puente de la nariz para protegerse de su brillo durante el camino, aunque la verdad era que el sol estaba bien oculto tras un banco de nubes y que los ojos le dolían por el exceso de whisky, por el humo y por la falta de sueño.

Conectó la radio y empezó a sonar música country. Se preguntó qué demonios iba a hacer con Adria cuando llegaran a Portland. Había llamado a la policía, pero de momento no tenían ninguna pista importante, al menos ninguna que le pudieran confiar a él. O a Adria.

Adria.

Hasta el momento no le había dicho cuáles eran sus planes, pero él sospechaba que tenía la intención de dejarlo plantado. Mierda, no podía culparla por eso. La noche anterior había sido cruel con ella, pero era la única manera de poder alejarse de ella, y tenía que alejarse de ella. Por el bien de los dos. Pero aun así, debía protegerla de quienquiera que fuese el que la estaba persiguiendo.

Cuando ya entraban en los límites de la ciudad, él dijo:

– Te buscaré una habitación.

– Déjame adivinarlo… ¿no será en el Orion? -dijo ella sarcásticamente y sin siquiera mirar en su dirección.

– Creo que estarás a salvo en el hotel.

Volviendo unos ojos hostiles en su dirección, de pronto empezó a acusarlo:

– ¿A salvo? ¿Estás loco? ¿A salvo de quién? -Una negra ceja escéptica se alzó imperiosa sobre sus ojos-. ¿De la familia Danvers? ¿De la persona que me atacó? ¿De ti? No lo creo.-Notó el disgusto en los ojos de él y se dijo que no le importaba-. Alojarme en el hotel Danvers sería tanto como alquilar una habitación en una guarida de leones.

– No, si yo me encargo de controlar la situación.

– Oh, claro, tú lo tienes todo bajo control -se burló ella.

– De acuerdo, dime tú entonces a dónde vamos.

– No lo sé. Llévame a mi coche y yo…

– Tu coche todavía no está arreglado.

– ¿Que no está arreglado? Pero si funcionaba perfectamente…

Él resopló. El mecánico le había llamado por la mañana.

– No sé lo que significa perfectamente en Podunk, Montana, pero a juzgar por lo que dice el tipo que lo sabe todo sobre los Chevy, el tuyo necesita nuevos frenos, amortiguadores, bujías, correa del ventilador y la lista no acaba ahí…

– ¡Fabuloso! Déjame que lo adivine, ¡seguro que le habrás dado autorización para hacer las reparaciones! -Empezó a imaginar cómo podría recuperar su pequeño Nova sin tener que empeñarlo.

– No te preocupes por eso. Te conseguiré un coche. Uno fiable.

– No quiero tu ayuda, Zach…

– Pero…

– Ni tu compasión.

– Necesitas un coche.

– Ni tu vena testaruda, ¿de acuerdo? Llévame al aeropuerto y allí alquilaré uno -dijo ella crispada. Parecía que todo se le escapaba de las manos y tenía que darle un giro a su vida, descubrir la verdad y decidir luego qué iba a hacer.

– Deberías quedarte conmigo -dijo él, mirándola de reojo.

– Ah, para estar a salvo -le espetó ella, incapaz de disimular o esconder su tono sarcástico.

– Sí.

– Olvídalo.

El la miró, luego siguió conduciendo, se pasó la salida del aeropuerto y se dirigió hacia el centro de la ciudad. No detuvo el coche hasta que no hubo llegado al aparcamiento del hotel Danvers.

Ella estaba tan furiosa que apenas si podía mirarlo a la cara.

– Llamaré un taxi -dijo Adria mientras él recogía su bolsa de viaje del asiento trasero.

– Perfecto.

– Quedarse aquí es una gran pérdida de tiempo.

– Lo que tú digas. -El pulsó el botón del ascensor con el codo y esperó, sosteniendo la maleta de ella en una mano y golpeando irritado el suelo con la punta de la bota. Llegó el ascensor, esperó a que ella hubiera entrado y luego pulsó el botón del vestíbulo. En el mostrador de recepción, se acercó al encargado y le ordenó mirándole con sus grises ojos:

– La señorita Nash necesita una habitación privada con una sola llave. Nadie, excepto la señorita Nash, puede tener acceso a su habitación. Y eso incluye al personal del hotel y a cualquier miembro de mi familia, ¿entendido?

– Por supuesto -dijo el encargado, inclinando la cabeza.

– Y quiero que ponga un hombre de vigilancia en la puerta de su habitación…

– Zach, esto es ridículo -le interrumpió ella. -…las veinticuatro horas del día. El guarda tiene que estar allí tanto cuando ella esté en la habitación como cuando no esté, ¿entendido?

– Por supuesto, señor Danvers.

– Podrá recibir llamadas de teléfono y sus invitados podrán esperar en el vestíbulo, una vez que ella les haya dado autorización, pero nadie, ni siquiera Jason, podrá incumplir estas órdenes. Si alguien lo intenta, quiero que se me notifique inmediatamente. Y no es necesario que la registre. Es mi invitada.

– Sí, señor Danvers -dijo el encargado secamente. Dejó la llave de la habitación de Adria encima del mostrador y ella, apretando los dientes con gesto de impotencia, la cogió. De momento. Solo hasta que le arreglaran en coche y pudiera buscarse otro lugar. Pero Zachary todavía no había terminado.

– Yo mismo le llevaré el equipaje y, como usted bien sabe, la persona que se aloja en esa habitación es una VIP, y nadie, y quiero decir nadie, tiene por qué saber que ella está aquí.

Adria iba a empezar a protestar, pero se contuvo. «Déjale que haga lo que quiera». Solo sería cuestión de minutos y luego volvería a ser completamente independiente. ¿O no? Una parte de su corazón no estaba de acuerdo con eso, mientras ella lo observaba, con su tranquila autoridad y su aspecto rudo y fascinante. Diciéndose que sería capaz de hacerse inmune a él, siguió a Zach hasta el ascensor, donde su presencia llenaba la pequeña cabina, y subieron hasta la séptima planta, a una suite compuesta por varias habitaciones, chimenea, terraza privada y jacuzzi. El dejó su bolsa de viaje sobre el sofá y cerró la puerta con llave. El sonido de la cerradura la hizo sobresaltarse.

– Me sentiré más tranquilo si me quedo contigo -dijo él, señalando con la cabeza el sofá estampado en el que había dejado la bolsa.

– Pues yo creo que, dadas las circunstancias, eso podría ser un gran error -dijo ella, notando ya que se le aceleraba el pulso. La idea de estar a solas con él le causaba una violenta sensación de calidez en la parte más baja del estómago.

– No puedo protegerte si no me quedo contigo -dijo él. La distancia entre los dos era de solo unos pasos y ella apenas podía mantenerse en pie.

– Y yo no puedo protegerme a mí misma si estoy contigo. -Ella apoyó el trasero contra el alféizar de la ventana-. Esto ha ido demasiado lejos, Zach, y no te estoy culpando a ti. Lo que ha pasado entre nosotros dos ha sido un error… Ahora me doy cuenta, pero no sé, no estoy segura de poder confiar en mí misma si tú te quedas conmigo. -Estaba hablando con el corazón, pero luchando consigo misma, porque una parte de su ser deseaba ser acariciada por él, besarlo, sentir sus manos sobre el pecho. Se mordió los labios antes de decir algo que era mejor que no dijese.

– ¿Esa es tu opción, Adria? -dijo él con una voz dulce y tranquila, casi como una caricia.

A ella le dio un vuelco el corazón. Recordó la sensación de aquellas manos sobre su cuerpo, el sabor de su piel, la manera en que él gemía contra su oreja. -Es así como tiene que ser.

– Estaré en la habitación 714 -dijo Zach, encogiéndose de hombros, mientras los extremos de sus labios se hundían en sus mejillas.

A ella se le hizo un nudo en la garganta al oír el número de la habitación de la que había sido secuestrada London hacía tantos años.

– Llámame si me necesitas -añadió Zach. «¡Te necesito! ¡Te necesito ahora!» Sus dedos se curvaron sobre el alféizar de la ventana para refrenar el impulso de salir corriendo detrás de él.

Con la espalda rígida como un palo, él salió de la habitación y cerró la puerta tras él.


Maldiciendo entre dientes, Zach metió el coche en el aparcamiento de la oficina central de Danvers International. El aparcamiento estaba cerrado, pero utilizó su tarjeta especial y las puertas se abrieron para él con realeza. La realeza Danvers.

No le había hecho ninguna gracia tener que abandonar el hotel, aunque sabía que Adria habría echado el cerrojo, pero por si acaso él había hablado con la detective Stinson para tenerla informada y para asegurarse de que Adria estaba en contacto con la policía. Ahora mismo, Zach tenía que encontrar respuestas, y lo único que había conseguido sonsacarle a Jason por teléfono habían sido vaguedades y evasivas. Había llamado, había estado siguiendo la pista de su hermano por las oficinas, y había decidido que si era necesario golpearía a su hermano hasta dejarlo sin sentido, porque ya iba siendo hora de descubrir la verdad.

Antes de que él echara a perder la vida de Adria para siempre.

Preparado para la pelea, aparcó en una plaza, reservada para un vicepresidente y tomó el ascensor hasta la planta en la que estaban los despachos de los ejecutivos. Durante el día el edificio estaba atestado de gente; por la noche parecía una tumba.

Echó a andar por el pasillo iluminado solo por las luces de seguridad, pasó el área de recepción, vacía a esas horas, y abrió las puertas de madera del despacho del presidente.

Jason, vestido con un flamante traje y corbata, estaba recostado en el sofá rinconera, delante del televisor que estaba en la esquina. Parecía haber tenido un día de perros, porque llevaba el pelo revuelto y se había aflojado el nudo de la corbata. Con uno de los talones apoyado sobre la acristalada mesa de café, Jason sorbía el líquido ámbar de un vaso.

Zach dejó que la puerta se cerrara de golpe tras él y se quedó observando la habitación en la que se tomaban todas las decisiones importantes de la compañía. Los dos muros exteriores eran de cristal y ofrecían una vista panorámica de las luces de la ciudad y de dos de los puentes que cruzaban el río Willamette.

El interior estaba lleno de trofeos y placas, colgados en las paredes recubiertas de madera de cedro, un homenaje a los bosques que habían sido la fuente de la fortuna Danvers.

– Pareces enfadado -le dijo Jason mientras se ponía de pie y se metía los faldones de la camisa por dentro del pantalón.

Jason se quedaba realmente corto en su apreciación.

– Un poco.

– ¿Adria? -preguntó Jason, apagando el televisor y echando mano de su bebida.

– Ella piensa por sí misma.

– Pensé que eso te gustaba en las mujeres.

– No en ésta.

Jason alzó una escéptica ceja.

– He oído que fue atacada, ¿está bien?

– Se pondrá bien.

– ¿La policía tiene algún sospechoso?

– Es probable.

– ¿Y qué dice al respecto tu amigo Len Barry? -peguntó Jason, fingiendo desinterés.

– Nada.

– ¿No te parece raro?

– Por supuesto que no. La policía se pondrá en contacto con Adria en cuanto tenga algo.

– ¿Y ella te mantendrá informado?

– ¿Por qué no se lo preguntas tú mismo? -dijo Zach, encogiéndose de hombros.

– Oye, que no pretendía fisgonear.

– Y una mierda.

– Sírvete lo que quieras.

– No esta noche. -Apoyando la cadera en el borde de la inmensa mesa del despacho de Jason, Zach dijo-: Solo he venido porque quiero ponerme en contacto con Sweeny.

– Ha llamado hace poco -dijo Jason, terminándose su bebida-. Hay nuevas noticias.

A Zach se le heló la sangre.

– La verdad es que llamó para pavonearse -continuó Jason mientras se dirigía al bar y añadía más whisky a su vaso lleno de cubitos-. Parece que ha encontrado a Bobby Slade, el que pensamos que puede ser el padre real de Adria. Roben E. Lee Slade. Es el ex marido de Ginny Watson, ya lo sabes, y ahora está viviendo en Lexington, Kentucky; parece que tiene una especie de tienda de recambios de coches, o algo así. -Jason hizo un gesto despreciativo con las manos, como si el empleo al que se dedicara Bobby Slade no tuviera la más mínima importancia-. Según Sweeny, Slade no sabe dónde está su ex esposa, y no ha sabido nada de ella desde la última vez, hace dos años, cuando se enteró de que estaba trabajando de niñera en San Francisco.

A Zach le empezaron a sudar las manos mientras recordaba a Ginny Slade: una mujer sencilla vestida con ropa pasada de moda y grandes zapatos que la hacían parecer una anciana al lado de Kat. Pero aquella insignificante niñera se las había apañado, de alguna manera, para robar el precioso tesoro de Witt delante de sus propias narices.

– ¿Y no dijo nada más ese tipo?

– Sí, muchas cosas. Bobby afirma que su mujer estaba chiflada. Completamente chalada. Perdió el poco juicio que le quedaba cuando su hija murió ahogada siendo aún una niña. Ella se culpaba a sí misma, lo culpaba a él y su matrimonio se acabó hundiendo. Sweeny dice que Slade parecía contento de haberse deshecho de ella.

– ¿Y qué hay de London?

– Ahí está la clave -dijo Jason, mirando hacia el techo-. Slade dice que hace años, a mediados de los setenta, según cree, justo antes de irse a vivir a Kentucky, ella se dejó ver por Memphis como caída del cielo. En aquel momento tenía una hija, una niña de pelo negro de unos cuatro años. En aquel momento le pareció raro, pero supuso que la niña era suya, tal como ella afirmaba. Siempre le habían gustado los niños, incluso después de perder al suyo. -Jason se quedó mirando fijamente a su hermano y el enfado oculto en sus ojos empezó a convertirse en odio-. Lo extraño de la situación es que, y eso es lo que hizo recelar a Slade, ella llamaba a la niña Adria, el mismo nombre que tenía su pequeña hija muerta.

– Dios bendito -susurró Zach.

– Yo pienso lo mismo. Odio tener que admitirlo, pero parece que Adria podría ser London.

Zach arañó el borde de la mesa. Aquello era un error. Tenía que serlo. Adria no podía ser su hermanastra. ¡Imposible! ¡No podían ser familia! Pensó en ella siendo golpeada, casi hasta dejarla sin vida, por un asaltante. Alguien que pensaba que ella era una impostora. Sintió que se le revolvían las tripas. Si el que había intentado matarla descubría la verdad… ¡cielos! Y había además otro problema, personal. Uno que él prefería olvidar. Pero no podía. Se acordó de cuando se había acostado con ella, de sus cuerpos brillando por el sudor y de la voz de ella gimiendo al ritmo furioso de sus arremetidas… por el amor de Dios…

– Nelson cree que debemos solucionar este asunto. Viene en camino.

– ¿Y qué hay de Trisha? -preguntó Zach, aunque a duras penas podía mantener su cabeza en la conversación.

– No he podido ponerme en contacto con ella -admitió Jason-. Posiblemente estará de juerga otra vez.

– Déjame hablar con Sweeny. Puede que esté mintiendo…

– Por favor, Zach, tranquilízate.

– ¡Necesito hablar con él!

– ¿Porqué?

– Sólo quiero hacerle un par de preguntas -dijo Zach, y Jason le ofreció una de sus sonrisas engreídas, con la que le decía que podía leer el pensamiento de su hermano pequeño como si fuera un libro abierto.

– El número está sobre la mesa, Zach, pero eso no te va a llevar a nada bueno. Los hechos, como suele decirse, son los hechos. Posiblemente Adria Nash es nuestra hermana. La buena noticia es que ella no lo sabe.

– Sí -dijo Zach con una sensación de desazón.

– Y además -dijo Jason, apretando la mandíbula de una manera que de repente le hacía parecerse mucho más a su padre, y que hizo que Zach se estremeciera-, por lo que a mí respecta -añadió Jason con una calma mortal-, nunca lo sabrá.

23

– Por fin nos podemos tomar un respiro -dijo Sweeny, con una empalagosa voz de satisfacción que canturreaba a través de los cables.

Todos los músculos del cuerpo de Zach se contrajeron y apenas podía respirar.

– ¿Tienes alguna dirección en la que se pueda encontrar a Ginny Slade?

– No. Pero tengo una de donde trabajó hace dos años. Pacific Palisandes, en San Francisco.

– Pásamela.

El detective dudó por un segundo, y luego dio a Zach el nombre y el número de teléfono del último jefe de Virginia Watson. No era mucho, pero era todo lo que Zach necesitaba. Colgó el teléfono en el momento en que Nelson cruzaba las puertas del despacho de Jason, echaba una ojeada a su alrededor y se quedaba parado, con el rostro visiblemente pálido.

– ¿Qué demonios ha pasado?

– Sweeny ha encontrado a Ginny Slade -dijo Jason-. Bueno, casi. Cree que está en San Francisco.

– ¿Entonces es verdad…? -Empezó a decir Nelson mientras se dejaba caer en uno de los sillones y se masajeaba las sienes con los dedos. Estaba claro que pensaba que su vida se venía abajo-. No puedo creerlo. ¿Ella es realmente London?

– Eso parece -dijo Zach.

– ¡No tenemos por qué creerlo! -dijo Jason con rotundidad- No tenemos por qué complicarnos con… basta con que mantengamos la boca cerrada.

– Imposible. Ella tiene derecho a saberlo -dijo Zach, a pesar de que sentía que se retorcía por dentro y un sabor amargo le ascendía por la garganta al darse cuenta de que todavía la deseaba. A pesar de que empezaba a estar casi convencido de que ella era su desaparecida hermana, no podía dejar de pensar en ella como mujer.

Nelson se pinzó el puente de la nariz con dos dedos, como si tratara de calmarse un dolor de cabeza.

– Primero mamá y ahora esto…

– ¿Eunice? -dijo Zach, levantando la cabeza.

– Tropezó y se cayó mientras perseguía a uno de sus malditos gatos -dijo Nelson-. Ahora está bien, sólo cojea un poco. No han sido más que unos rasguños. Nada serio, gracias a Dios. Pero este asunto de London. Es increíble. -Se quedó mirando a Zach y su boca se torció con una sombra de lo que fuera su antigua sonrisa-. Ya sabes que hace mucho tiempo eras mi héroe. Te habían dado una paliza, habías estado con una prostituta… -Su voz se apagó poco a poco y bajó la mirada al suelo. Suspiró ruidosamente, era un alma torturada que iba a la deriva desde hacía muchos años-. Supongo que ahora todo se ha acabado.

Zach no podía pensar en lo que pudo haber sido y no fue. Nelson siempre había estado perdiendo el paso y el hecho de que London hubiera aparecido no iba a cambiar nada para él. Colocó una mano sobre el hombro de su hermano menor y luego se marchó. Con paso firme cruzó la sala y abrió de un empujón las puertas.

– Oye, ¿adonde vas? -La voz de Jason lo siguió hasta el pasillo-. Espera un momento, ¡Zach! ¡Oh, mierda! ¿Qué estará pensando hacer ahora?

– ¿Qué importa? -dijo Nelson-. Esto se ha acabado, Jasse.

– Todavía no…

El resto de lo que iba a decir se perdió al cerrarse las puertas. Zach apretó el botón del ascensor con el puño. A pesar de que se sentía enfermo por dentro, con la idea de que Adria era London, se dijo que había sido inevitable, y que seguramente era mejor así. Aunque muy en el fondo no lo creía. La buena noticia era que estaban muy cerca de descubrir toda la verdad y que el manto que había cubierto durante muchos años a la familia iba a levantarse pronto. La mala noticia era que nunca más podría volver a tocarla.


Trisha estaba borracha

Entró en su Alpha y lo puso en marcha, haciendo correr su pequeño deportivo a toda velocidad y conduciendo en medio de la noche sin saber a dónde iba. Esperaba encontrarse con Mario, pero sus planes se habían desbaratado. Una vez más. Sus dedos se apretaban alrededor del volante y tomó una curva demasiado rápido; los neumáticos rechinaron y el coche se fue al otro carril. Unos faros la deslumhraron. El conductor del otro coche la evitó, pero estuvo a punto de estrellarse contra un árbol y se puso a tocar el claxon, mientras Trisha maniobraba su coche para volver a colocarlo en el carril de la derecha. «Que te jodan», murmuró entre dientes y luego miró por el retrovisor para asegurarse de que el otro tipo no había dado media vuelta para perseguirla. «Bueno, déjalo estar.» Le había demostrado lo que podía hacer un coche de verdad. Estaba de un humor de perros.

Por culpa de Mario. Y de Adria.

Mario había dicho que no podía quedar con ella, que estaba ocupado con algún negocio, pero Trisha no era tan estúpida como para creerle. A pesar de que se había disculpado varias veces, ella no había notado ni una pizca de arrepentimiento en el tono de su voz. Sabía cuál era la razón: había encontrado a una nueva mujer, alguien más excitante, alguien que representaba un nuevo reto para él. No hacía falta ser un lince para saber que la nueva persona que iba a ocupar su puesto en la cama de Mario podía ser Adria Nash.

Desde que había estado con Adria la otra noche, Mario había evitado a Trisha, dejándola plantada con alguna pobre excusa. Pero Trisha sabía a qué estaba jugando. Cada vez que se liaba con otra mujer, Mario se volvía una persona distante y distraída -a veces solo durante unos días, otras veces incluso meses-, pero luego siempre volvía a ella, completamente arrepentido, reanudando su romance con nuevo vigor y pasión, afirmando que la amaba.

Por el sexo merecía la pena esperar.

No así por la presión sentimental.

De modo que ahora él estaba interesado en Adria y a ella eso le molestaba -más de lo que le había molestado ninguna de las otras.

«Zorra», masculló Trisha, pensando en la pistola que tenía guardada en la guantera. No sabía a quién disparar primero, a Mario o a Adria. Quizá a los dos a la vez. Había comprado la pistola para protegerse y jamás la había utilizado, pero esa noche sus fantasías estaban yendo muy lejos y si encontraba a Mario -su Mario- con esa putilla de medio pelo de Montana, estaba segura de que les volaría los sesos a los dos.

¡Adria, que tanto se parecía a Kat! A Trisha se le revolvieron las tripas al recordar a su madrastra, la zorra que la había convencido de que abortara, para salvar a Mario de la cólera de Witt y de su amenaza de denunciarlo por violación.

Bien, Kat acabó llevándose su merecido, ¿no es así? ¿Cuántas veces más dejaría que Mario le rompiera el corazón?

A Trisha le sudaban los dedos mientras giraba el volante para tomar otra curva. La idea de asesinarlos era atractiva, muy atractiva. Disgustada consigo misma, apretó el encendedor del coche y pensó en parar a comprar algo. Un poco de coca le levantaría el ánimo y acaso le diera el valor suficiente para llevar a cabo sus planes asesinos. Sacó un Salem Light del paquete y se lo colocó entre los labios.

El teléfono móvil empezó a sonar y ella se puso a sonreír. Mario había cambiado de opinión. Sujetando el volante con una mano, cogió el teléfono.

– ¿Sí? -dijo casi sin aliento y oyó, decepcionada, la voz de Nelson al otro lado del aparato.

– Pensé que deberías saberlo -dijo él con una voz que denotaba desesperación-. Parece ser que Adria es London.

– Mierda, no…

El encendedor se disparó y Trisha se colocó el teléfono entre la oreja y el hombro, mientras encendía el cigarrillo y le daba una larga calada. Sin dejar de mirar la carretera, echó el humo por la comisura de los labios.

– Tampoco yo puedo creerlo, pero Sweeny está seguro de que ha encontrado una prueba concluyeme.

– Esa pequeña zorra no debe saberlo si no queremos que nos tenga bien agarrados por las pelotas. -Volvió a colocar el encendedor en su sitio y dio otra larga calada.

– ¿Tienes que ser siempre tan vulgar?

– ¿Sabe algo la prensa?

– Aún no. Pero lo sabrán. Zach ha salido corriendo…

– ¿Zach? -dijo ella, frunciendo el entrecejo mientras dejaba escapar un chorro de humo que nublaba temporalmente el parabrisas.

– Sí, ha vuelto a la ciudad.

– ¿Con esa puta?

– Eso creo. -A Trisha se le heló la sangre al entender que sus sospechas eran ciertas. Ya no le importaba que Mario estuviera ocupado esa noche-. Jason está intentando mantener la historia en secreto. No quiere que lo sepa nadie más que la familia, y menos que nadie, Adria, pero Zach salió corriendo de aquí como un loco y creo que se lo va a contar.

– Mierda. -Trisha notó que su mundo estaba empezando a tambalearse. Primero Mario, y ahora todo lo que tenía que ver con ser una Danvers, su vida entera, su futuro, se estaba desmoronando. Por culpa de Adria.

– Yo opino lo mismo.

– ¿Dónde está ella?

– Escucha esto -dijo Nelson con un tono de voz irónico-: Parece que Zach la ha escondido en el maldito hotel. Jason lo acaba de comprobar, aunque ese encargado lameculos, Rich, no ha querido decirle en qué habitación está. Jason le ha amenazado con despedirlo, pero así y todo no ha podido tirarle de la lengua.

– Seguramente Zach le habrá amenazado con partirle las piernas. -Trisha frenó en un semáforo en rojo.

– Probablemente. Eso es muy del estilo de nuestro hermano -dijo Nelson malhumorado.

– Esto cada vez va de bien a mejor -dijo Trisha, intentando pensar en algo.

– O de mal en peor -se quejó Nelson.

– ¿Qué le importará a Zach que Adria lo sepa?

– Dímelo tú, Trisha. Tú siempre has sabido ver las emociones de los demás.

De repente todo parecía tener sentido. Sus sospechas habían cristalizado y se sonrió a sí misma orgullosa, mientras ponía en marcha su Alpha en cuanto el semáforo cambió a verde. Los neumáticos chirriaron cuando ella pisó a fondo el acelerador.

– Apostaría a que nuestro romántico hermano se ha enamorado de ella -dijo Trisha disgustada con la idea-. Me dan náuseas solo de pensarlo. Ella es su… nuestra… ¡oh, cielos!, esto es jodidamente increíble. -Pasó el siguiente semáforo en ámbar-. Sabes, esto puede jugar a nuestro favor.

– No veo cómo.

– Ya lo verás -le prometió Trisha mientras colgaba el teléfono y giraba en dirección al río. Puso en marcha la radio y empezó a canturrear una vieja canción de Tina Turner que se oía por los altavoces. Por fin empezaba a estar segura de que podría enfrentarse con Adria Nash.


Después de que Zach se marchara, Adria se puso a trabajar. Llamó a la policía y habló con la detective Stanton, quien no tenía nada nuevo que decirle. Luego llamó a la agencia de alquiler de coches y reservó uno, tras haber telefoneado al mecánico de Zach y dejarle un mensaje diciéndole que quería recuperar su coche lo antes posible. El siguiente paso era encontrar la manera de contratar a un buen abogado, algo que hasta entonces había intentado evitar.

Se habían acercado a ella varios abogados, desde que su historia apareciera en la prensa, y tenía en su poder más de una docena de tarjetas de presentación de hombres afables, vestidos con trajes caros, que se habían ofrecido a echar un vistazo a su caso. Varios le habían dicho que podrían trabajar para ella sin cobrar nada de momento, pero le habían parecido demasiado impecables… demasiado preocupados por sus propios intereses, y aún no se había decidido a contratar a ninguno.

Pero ahora las cosas habían cambiado.

Y para peor.

Se tumbó en la cama y se tapó los ojos con el antebrazo.

«¡Olvídate de él!»

Si pudiera hacerlo, pero fuera a donde fuese no dejaba de pensar en Zach, en su escarpada cara angulosa, y sentía de nuevo la emocionante sensación de los labios de él presionando contra los suyos, y se deshacía por dentro de ganas de estar con él.

«¡Estúpida! ¿No te das cuenta de que te está utilizando? Seguramente no eres para él más que una distracción… y aun así…»

Sonó el teléfono y ella saltó de la cama. Zach. Tenía que ser Zach. Nadie más sabía que se alojaba allí. Descolgó el auricular e intentó que su voz sonara tranquila.

– ¿Hola?

– Adria -dijo una arrulladora voz femenina-. ¿De modo que estás ahí?

Su corazón se sobresaltó al reconocer la voz de Trisha.

– Zach no quería decirle a nadie dónde estabas, así que he tenido que dar palos de ciego y, aunque el recepcionista ha sido bastante contundente y no ha querido darme el número de tu habitación, no ha podido negarse a llamar él mismo para que pudiera hablar contigo -dijo ella irritada.

– ¿Qué quieres? -peguntó Adria, sorprendiéndose de que pudiera ser familia de aquella mujer.

– Tengo que hablar contigo.

– ¿Ahora?

– ¿Tienes algún plan mejor? -Sin esperar una respuesta, Trisha dijo-: Ahora estoy en el aparcamiento del hotel. Puedo encontrarme contigo en el bar dentro de cinco minutos, o… si prefieres ir a algún otro sitio…

– En el bar está bien -dijo Adna-. Te veré allí.

Y eso que estaba aquí segura, pensó, aunque en realidad no le importaba que supieran dónde se alojaba. Estaba ya harta de andar mirando todo el tiempo a su espalda y de tener que moverse entre las sombras. Acaso ya iba siendo hora de acusar a la persona que la había atacado y, de ese modo, descubrir exactamente qué había pasado veinte años atrás. Se pasó un cepillo por el pelo, se colocó una chaqueta sobre la blusa y cerró la puerta tras ella.

Estuvo a punto de darse de bruces con el guarda de seguridad, un fornido pelirrojo picado de viruelas, que estaba apostado en el pasillo.

– El señor Danvers me pidió que me quedara aquí -dijo él casi disculpándose-. ¿Va a salir?

– Solo será un momento.

– ¿Adonde?

– Abajo -dijo ella molesta por que aquel hombre se entrometiera en su vida privada, aunque sabía que solo estaba haciendo su trabajo.

Solo tenía que recordar el asalto que había sufrido hacía poco para no olvidar que debía estar en guardia. Trisha, aunque parecía una persona inofensiva, podía ser más peligrosa de lo que aparentaba. Adria se metió deprisa en el ascensor, y estuvo golpeando con los dedos nerviosamente en el pasamanos mientras la cabina descendía. En cuanto las puertas se abrieron silenciosamente salió al vestíbulo.


Zach la estaba esperando.

Apoyado con uno de los hombros en una columna, con las manos cruzadas sobre el pecho, miraba hacia la puerta del ascensor como si fuera un puma dispuesto a abalanzarse sobre una presa confiada.

– ¿Vas a algún sitio? -le preguntó mientras una sexual y lenta sonrisa se formaba en sus labios.

Una bandada de mariposas empezó a revolotear por su estómago.

– No, yo… -farfulló ella, pero no dijo más-. ¿Es necesario que estés ahí todo el tiempo, vigilándome para que no me escape?

La sonrisa desapareció de la cara de Zach y los ojos le brillaron con enfado.

– Creo que te estás volviendo muy confiada. Estás yendo demasiado lejos.

– Entonces apártate de mi camino -dijo ella, tratando de pasar a su lado.

– ¿Adonde crees que vas?

– Al bar.

– ¿Tienes sed?

– ¿Hay alguna razón especial para que seas tan imbécil o es tu talante natural?

– ¡Ay!

– Tú te lo has buscado. Y ahora, aunque no sea asunto tuyo, te diré que he quedado allí con tu hermana.

– ¿Trisha está aquí? -preguntó él, lanzando una mirada sombría hacia el bar a través de las puertas de cristal.

– Me está esperando; así que supongo que me dejarás pasar.

El no lo hizo. En lugar de eso, echó a andar delante de ella. Abrió las puertas del bar y echó un vistazo a la sala con ojos inquisidores. Su mirada sombría se detuvo fijamente en su hermana, quien estaba sentada en una esquina, con un vaso lleno de un líquido transparente en una mano y un cigarrillo en la otra. Con Adria pisándole los talones, avanzó por la alfombra estampada.

– ¿Qué demonios estás haciendo aquí? -dijo él sin apenas mover los labios.

– He venido a tomar una copa con mi… nuestra hermana -dijo Trisha, echando la ceniza de su cigarrillo al suelo-. ¿Te sientas con nosotros?

A Adria casi se le corta la respiración.

– Oh, caramba, no me digas que acabo de fastidiarte la sorpresa -dijo Trisha, aparentando consternación y colocándose los dedos sobre el pecho con un burlón gesto de sorpresa-. ¿No te lo ha dicho? -Lanzó a su hermano una mirada de sorprendida consternación y chasqueó la lengua-. Honestamente, Zach, creo que tiene derecho a saberlo, ¿no lo crees? -Volvió la mirada hacia Adria-. Ellos, quiero decir mis hermanos y sus detectives, están a punto de localizar a Ginny Slade, y parece que al final tenías tú razón en todo este asunto. Oh, Zach, no pongas esa cara de enfadado. Ya me he enterado de que tú lo sabías todo.

– Nadie ha hablado todavía con Ginny -dijo él.

– Solo es cuestión de tiempo.

– ¿Todavía? -susurró Adria, casi sin poder creer que después de todos esos meses, después de todo el esfuerzo, estaba a punto de demostrar que ella era…

Su mirada se dirigió a Zach y sintió que se le hacía un nudo en el estómago. Si ella era London, entonces, a menos que Zach no fuera hijo de Witt… Se dio cuenta de que el color había desaparecido de su cara y las rodillas le fallaron por un instante, aunque hacía tiempo que había imaginado que esto podría llegar a suceder. ¿Acaso no era eso lo que quería?

– Espero no haberme ido de la lengua, ¿verdad? -preguntó Trisha mientras Zachary se sentaba en el banco que estaba frente al suyo, agarraba a Adria del brazo y la hacía sentarse sobre la mullida tapicería de cuero, a su lado.

– ¿Por qué no me lo habías dicho? -preguntó ella, dirigiéndole una mirada furiosa a Zach. Zach, que la había protegido. Zach, que se la había llevado de allí. Zach, que había hecho el amor con ella. Adria apenas podía respirar.

– Acabo de enterarme.

La mirada de Trisha pasó de su hermano a Adria.

– Esto complica un poco las cosas, ¿no es así?

– Siempre han sido complicadas -dijo Zach, mirando a su hermana.

– Lo sé, pero me refiero para vosotros dos.

El camarero llegó con otra copa para Trisha. Zach pidió una cerveza. Adria, tragando saliva, pidió un char-donnay y se dio cuenta de la burlona sonrisa de Trisha.

– Vino blanco, la bebida preferida en, cómo se llamaba, Elk Hollow, Montana, ¿no?

– Basta ya, Trisha -le advirtió Zach.

– Oh, hermanito, me parece que me has malinter-pretado, ¿no crees? Y en cuanto a tu hermana… Yo diría que estás metido en un lío. -Trisha cogió su primera copa y se la acabó de un trago-. En un buen lío.

El camarero dejó las copas sobre la mesa y Adria tomó el tallo de la suya con dedos temblorosos. Tenía los nervios a flor de piel, pero intentó controlarse. Estaban pasando demasiadas cosas y demasiado rápido para que pudiera asimilarlas.

– ¿Para qué querías verme? -preguntó Adria.

– Para advertirte de que te alejes de Mario Polidori -dijo Trisha con una quebradiza sonrisa, y al ver que Adria alzaba las cejas, añadió-: Hace mucho tiempo que estamos juntos.

– Yo no tengo ninguna relación con él.

– ¡Ah! -Obviamente, Trisha no la creía.

– Al menos no del tipo que tú imaginas. Solo hemos hablado de negocios.

– Él te tenía agarrada de la mano y se reía de sus chistes -dijo Trisha, echando otro trago y aplastando su cigarrillo en el cenicero-. Mira, no pretendas jugar conmigo, ¿de acuerdo? Mario está fuera de tu alcance.

– ¿Quién te crees que eres? -preguntó Adria con los ya crispados nervios estallando al fin-. Vosotros dos. Tú. -Se volvió hacia Zach-. Tratando de tenerme virtualmente prisionera. Y tú, Trisha, diciéndome a quién tengo que ver y a quién no. Dejadme en paz. Yo estoy fuera de esto… -Se levantó para marcharse, pero Zach la agarró del brazo y la mantuvo firmemente sujeta a su lado.

– Espera un momento -dijo él y luego dirigió unos ojos que echaban chispas a su hermana-. ¿Esto es todo?

– Todavía no -dijo ella, meneando la cabeza-. Solo en caso de que no estéis lo suficientemente seguros de algunas cosas, tengo que deciros que si estáis enrollados, os habéis metido en un gran problema.

– Que te den por culo, Trisha -gruñó él.

– Si tú eres London, Adria, y está empezando a parecer que así es, entonces será mejor que empieces a aceptar el hecho de que Zach es tu hermano. Yo también he oído todos los rumores, los mismos que han perseguido a Zach durante toda su vida, y estoy segura de que los dos suponéis que él es hijo de Anthony Polidori. Pero no lo es.

Zach apretó tan fuerte la mandíbula que los huesos le asomaron por debajo de la piel de la barbilla. -Te lo advierto…

– Es cierto. Mamá lo comprobó hace años. ¿Recuerdas, Zach, cuando me acusabas de escuchar tras las puertas las conversaciones de los demás? Bueno, pues lo hacía. Cada vez que tenía ocasión. Era la única forma que tenía de sobrevivir, la única manera de saber qué estaba pasando. Y llegué a oír montones de cosas. Recuerdo que una vez mamá, utilizando métodos muy discretos, descubrió el grupo sanguíneo de Anthony Polidori. Se sintió hundida porque se demostró sin una mínima sombra de duda que él no podía ser tu padre. Tú, el favorito, el hijo que ella esperaba que no fuera de Witt.

Adria se sintió enferma.

– Así que si vosotros dos habéis estado flirteando, será mejor que recordéis que sois parientes más cercanos de lo que podíais imaginar.

– ¡Cállate, Trisha!

– Es enfermizo, Zach. Evidentemente enfermizo.

– Vamonos… -dijo Zach, empujando a Adria hacia el extremo del banco.

– Seguro que a la prensa le encantaría hacerse eco de esta pequeña novedad -dijo Trisha-. Me puedo imaginar lo que podrían decir al respecto de este… bueno, incesto es una palabra muy fea. Puede ser un asunto complicado -añadió antes de extraer otro cigarrillo del paquete que tenía abierto sobre la mesa.

– Haz algo por el estilo y te juro que te romperé el cuello -le advirtió Zach.

– Seguro que lo harías. Por favor, Zach, deja de ponerte melodramático. No va con tu carácter.

– Ponme a prueba -le conminó-. Aunque yo en tú lugar no lo haría.


Adria no podía seguir allí ni un minuto más. Tenía que marcharse, intentar pensar, respirar aire fresco, poner distancia entre ella y todas aquellas horribles y contradictorias emociones. Se levantó del banco, casi sin poder mantenerse en pie. Empezó a correr, atravesando la alfombra, cruzando las puertas, pasando el vestíbulo y saliendo afuera, a la noche. La lluvia que caía desde el cielo salpicando la calle era engullida por los desagües. La gente iba por las aceras con paraguas, con los cuellos de los abrigos levantados contra el viento, mientras avanzaban depnsa, de esquina a esquina, bajo la brillante luz de las farolas.

Adria siguió corriendo a lo largo de la calle, atravesando el tráfico sin hacer caso a los cláxones que sonaban a su alrededor, sintiendo las frías gotas que caían sobre su pelo y descendían por su rostro, para meterse por el cuello de su chaqueta. Le dolía todo el cuerpo, notaba que el corazón se le salía del pecho y se sentía tan sola y tan alejada del mundo como nunca antes se había sentido en su vida. ¡Oh, Dios!, ¿cómo había llegado a confiar en él? ¿Cómo había llegado a acariciarlo, a hacer el amor con él? La ciudad era empalagosa; y la noche era tan negra como la verdad acerca de la familia Danvers.

– ¡Adria! -La voz de Zach resonó desde algún lugar detrás de ella, y Adria estuvo a punto de caer sobre un hombre que se había sentado en un bordillo con las piernas sobresaliendo hacia la acera.

– ¿Le sobra una moneda? -le pidió el hombre, mientras ella seguía corriendo hacia delante, a ciegas, hacia un destino desconocido, lejos de la rabia, del dolor, del error fatal de amar al hombre equivocado.

Desde sus ojos empezaron a caer lágrimas, que se mezclaban con la lluvia que resbalaba por sus mejillas. ¿Por qué había venido a Portland? ¿Por qué? ¿Qué importancia tenía ser o no ser London?

– ¡Espera! ¡Adria!

Él se estaba acercando; ella ya podía oír las suelas de sus zapatos salpicando contra el pavimento mojado, mientras trataba de mover las piernas más rápido. «¡Corre, corre, corre! Márchate. Vuelve a donde perteneces, Adria Nash. Abandona ese sueño de ser London Danvers. ¡Aléjate de Zachary para siempre!»

En el paso de peatones, Adria se detuvo de golpe, con un pie ya en la calzada, ante un semáforo en rojo.

Un coche pasó velozmente a su lado, casi rozándole la pierna y levantando una cortina de agua que la empapó de medio cuerpo para abajo.

Los brazos de Zach la rodearon y ella gritó.

– ¡No!

– Tranquila, todo va a ir bien -dijo él, apretándola contra él y haciéndola subir de nuevo a la acera; la dejó que se desahogara llorando y sollozando. Ella gemía como un animal herido, apretándose a él como una posesa, abandonándose a la rabia que la consumía.

Varias personas se pararon a mirar y luego siguieron su camino andando deprisa.

– Adria, por favor, cálmate… Todo va a ir bien. No pasa nada.

– ¿Cómo puedes decir eso? -chilló ella desconsolada mientras la lluvia seguía cayendo sobre sus mejillas-. ¡Nada va a ir bien!

Pero el olor de Zach, la sensación de su cálido cuerpo presionando contra el de ella y la húmeda y suave tela de su chaqueta rozándole las mejillas la calmaba. Sollozando, con el corazón destrozado, ella se agarró a las solapas de su chaqueta mientras él la conducía hacia el hotel, bajo la luz de las farolas, besándola en la cabeza y prometiéndole que todo se iba a arreglar.

– Yo no quería que pasara esto -dijo ella con un hablar entrecortado, dejando escapar sollozos que le salían del alma-. Yo no quería enamorarme de ti.

– Lo sé, calla.

– Y ahora… ahora.

Y entonces él la besó, silenciando los labios de ella con los suyos. Sus labios tenían gusto a lágrimas dulces y a lluvia, y cuando ella lo miró a los ojos pudo ver en ellos un tormento tan profundo como el suyo, una angustia igual de desgarradora que la suya.

Su negro cabello estaba empapado y lacio, y se le pegaba a la cara. Zach se separó de ella y susurró su nombre con la voz rota.

Si al menos pudieran escapar a algún lugar donde la verdad, la prensa y la familia Danvers nunca los pudieran encontrar. Ella vio cómo su garganta tragaba saliva.

– Vamos -dijo él de repente.

– ¿Adonde…?

Sus labios se apretaron peligrosamente mientras se dirigía con ella de nuevo hacia el hotel.

– Tenemos que ir a San Francisco. Esto todavía no ha acabado.


Mientras se acercaban a la casa situada en Nob Hill, San Francisco, los nervios de Adria estaban tan tensos como cuerdas de piano. Después de haber pasado la noche en el aeropuerto de Portland, habían tomado el primer avión a la zona de la bahía. En la terminal del aeropuerto, Zach había alquilado un coche y había reservado dos habitaciones separadas en un hotel, pero con una puerta que las comunicaba. Como antes. Solo que esta vez ella sabía que ya no sería capaz de estar con él de nuevo; nunca podría volver a recorrer con su dedo la cicatriz que tenía en la cara, ni volvería a tocar sus masculinos pezones erectos y el mullido vello de su pecho.

Nunca más volvería a hacer el amor con él.

Cielos, se volvía loca solo por estar a su lado.

De alguna manera, completamente exhausta, Adria había conseguido echar un sueñecito de varias horas en el hotel, mientras Zach había empezado a buscar a Ginny Slade. En primer lugar, había llamado a! número que le había dado Sweeny, y cuando le dijeron que la mujer llamada Ginny -o Virginia- ya no trabajaba allí, había conseguido que le dieran otras posibilidades de localizarla, y había estado llamando a otros números de personas que habían tenido contacto con ella, había estado investigando las referencias de Virginia y hablando con todos los que la habían conocido en aquella ciudad.

Le había llevado horas, pero al final había tenido suerte y había dado con el actual jefe de Virginia, Velma Basset. Ahora estaban subiendo la escalera de una gran casa de estilo Victoriano, con la fachada pintada de gris con adornos en blanco. Unos anchos escalones de ladrillo conducían hasta un amplio porche y una puerta de roble rodeada por un marco de vidrieras.

Zach pulsó el timbre.

Le respondió un suave y dulce repique de campana.

A Adria se le encogió el estómago.

Al cabo de un instante, una esbelta mujer de unos treinta años -con mirada preocupada y unos dedos que iban de su garganta al marco de la puerta- les abrió.

– ¿Señora Basset? -preguntó Zach-. Yo soy…

– El señor Danvers, sí, lo sé. Y ella es la señorita Nash -conjeturó ella. Su sonrisa era amigable pero nerviosa-. Por favor, pasen. Hice lo que usted me sugirió y llamé a Portland. Me han mandado un fax con fotografías de ustedes dos, junto con varios artículos sobre el asunto de London. Espero que me sepan disculpar -añadió ella, haciéndoles pasar a través de un vestíbulo presidido por un enorme carillón hasta una pequeña habitación que en otro tiempo debió de ser la sala de juegos-. No prestamos demasiada atención a las noticias que no son locales. Mi marido es banquero y está más informado que yo, pero la verdad es que no sabía nada del secuestro. Yo no era más que una niña cuando sucedió y entonces vivía en Nueva York… Ah, bueno, creo que iré a dar un paseo, ¿nos les parece? Haré que baje Virginia y ustedes podrán hablar con ella aquí. Por favor, siéntense. Le diré a Martha que les traiga algo de beber… ¿Té, limonada o algo más fuerte?

– No hace falta que se moleste -le contestó Zach.

– Sí, bueno. Haré que les traigan algo, de todas formas. Y si resulta que la mujer es esa Slade… oh, caramba, bueno, no creo que pueda seguir cuidando de Chloe, ¿no les parece? -Sin parar de mover las manos, los dejó solos en aquella habitación decorada con bastidores de sombras chinescas.

Adria se sentó en el borde de un canapé y Zach se quedó de pie al lado de la ventana, mirando hacia la bahía.

Mientras la señora Basset estaba fuera, entró en la sala una camarera que les dejó un servicio de té sobre la mesilla de café acristalada.

Adria escuchó pasos en el pasillo y se cruzó de brazos nerviosa. ¿Sería capaz de reconocer a la mujer que la había apartado de sus padres naturales, a la mujer que había cambiado el curso de su vida para siempre?

– …pero yo no espero ninguna visita -protestó una vocecita aguda.

– Lo sé, pero me han dicho que son amigos suyos, conocidos de hace mucho tiempo.

– De verdad, señora Basset, yo no tengo ningún conocido…

Aquella voz, como una bolsita de perfume olvidada durante años en un cajón, entró en la habitación e hizo que a Adria se le parara el corazón. Cuando la mujer entró en la sala, el suelo pareció abrirse bajo sus pies. Era bajita, enjuta, con el pelo gris y rasgos muy poco atractivos, y cuando su mirada se posó en Adria, se quedó parada en seco.

– No -musitó casi sin llegar a emitir sonido alguno. El poco color de su rostro desapareció al momento-. Oh, Dios santo -susurró en voz baja. Recuperándose de la sorpresa, preguntó-: ¿Quién… quién es usted? -Intentó forzar una leve sonrisa, pero su labio inferior no dejaba de temblar.

– A ver si lo imaginas -le sugirió Zach.

– No lo sé…

– Creo que sí lo sabes, Ginny. Esta es London.

Los ojos de Virginia iban de uno a otro.

– ¿London?

– London Danvers, la niña a la que llevaste a Montana para que viviera con Victor y Sharon Nash, la niña a la que hiciste pasar por tu propia hija, que había muerto años atrás.

– ¡No! -dijo ella mientras se mordía los labios nerviosamente-. Señora Basset, no sé qué tipo de mentiras le habrán estado contando estas personas, pero…

– He llamado a la policía, Virginia -dijo Velma con calma-. Si están mintiendo…

– ¡Oh, Virgen santa! -Se echó las manos al pecho, cubriéndose el corazón-. No habrá usted…

– ¿Por qué no nos lo explicas todo? -dijo Zach, señalando una silla-. Quizá podamos llegar a un acuerdo.

– Oh, Dios mío… -protestó ella, pero se dejó caer en el sofá y se quedó mirando por la ventana las nubes que pasaban sobre las verdes aguas de la bahía. Empezaron a aparecerle lágrimas en las comisuras de los ojos y bajó lentamente la cara en señal de aceptación de lo que había hecho-. Lo siento, no saben cuánto lo siento.

– Cuéntanos, Ginny -insistió Zach, mientras a Adria se le partía el corazón al escuchar a aquella mujer, que parecía haber envejecido veinte años desde el momento en que había entrado en la habitación.

Velma Basset se quedó de pie junto al pasillo, apoyada a la madera barnizada de la puerta, mientras observaba a la niñera a la que había confiado a su hija desde que tenía apenas dieciocho meses.

– Yo… yo no quería hacerlo -dijo Ginny, metiendo una mano en el bolsillo y sacando de él un pañuelo con el que se secó los ojos-. Pero se trataba de mucho dinero.

– ¿De qué se trataba?

– Me habían prometido cincuenta mil dólares si me llevaba a London.

A Adria se le encogió el corazón de emoción.

– Sabía que estaba mal, pero no pude resistirme. Todo lo que tenía que hacer era desaparecer con la niña.

– Pero ¿por qué? ¿Para quién? -preguntó Zach.

– No lo sé.

– Pero alguien te pagó, te tuviste que encontrar con él… -dijo Adria sin poder permanecer callada más tiempo.

– Lo acordamos todo por teléfono. Al principio creí que se trataba de una broma. Pero entonces recibí un paquete. Diez mil dólares. Más dinero del que jamás había visto junto en toda mi vida, y me llamaron de nuevo, ofreciéndome otros cuarenta mil dólares. Lo único que tenía que hacer era marcharme de la ciudad. Me enviaron otros cinco mil dólares a un apartado de correos y el resto me lo mandarían cuando llegara a Denver. Desde allí, podría dirigirme a donde quisiera, intentando siempre alejarme todo lo que me fuera posible de Portland. Tendría que haberlo hecho más temprano, pero aquel día London no quería irse a la cama y al final tuve que hacerlo en el último momento. Estaba tan asustada, tan desesperada. Oh, Dios, ¿qué será de mí ahora?

– Bueno, puedes estar segura de que no vas a tener a mi hija a tu cuidado ni un minuto más -le dijo la señora Basset-. Te pagaré lo que cueste el despido, sea lo que sea, pero, créeme, ¡no vas a pasar ni una noche más en esta casa! -Estaba tan enfadada que temblaba; salió corriendo de la habitación y los delgados tacones de sus zapatos rojos resonaron con fuerza mientras subía las escaleras-. ¿Chloe? ¿Estás ahí?


Ginny se apartó con una mano temblorosa un mechón de cabello de la cara.

– ¿Cómo me han encontrado?

– Nos ha costado bastante -admitió Zach.

– Pero ¿estás segura de que no sabes quién te pagó? -preguntó Adria, acercándose más a ella.

Ella meneó la cabeza y dirigió unos ojos teñidos de culpabilidad hacia Adria.

– No tengo ni idea.

– ¿Hombre? ¿Mujer?

– La verdad es que no lo sé. No me encontré jamás con nadie y el dinero siempre me lo mandaba en efectivo, en billetes pequeños.

Parecía tan abatida, con las mejillas hundidas y la mirada vacía mientras sus ojos iban de uno a otro, que Adria la creyó.

– Alguien te pagó.

– Sí.

– Alguien con mucho dinero.

Ella asintió con la cabeza, pero a Adria le pareció que la mujer no estaba escuchándola, sino recordando el pasado y la manera como se había fugado con la hija de otra persona.

– Tienes que hablar con la policía -dijo Zach.

– Lo sé.

– No va a ser fácil.

Ella miró a Zach con ojos angustiados.

– Nunca lo ha sido -admitió-. Durante veinte años he estado mirando hacia atrás por encima del hombro, temiendo que llegara un día como este. Ya sabía que usted había vuelto a Portland -añadió, mirando a Adria-. Lo oí en las noticias. Vi su foto, leí su historia, sabía que se había reunido con su familia.

– Podría haber escapado -dijo Adria.

Ginny soltó una risita de desprecio hacia sí misma.

– ¿Adonde? La verdad es que no supuse que me encontrarían. -Se enderezó en su asiento-. Se parece mucho a ella, sabe. Es…, bueno, tanto que da miedo.

– Eso he oído decir.

– ¿Por qué no volvió para pedir la recompensa? -preguntó Zach.

Ella se lo quedó mirando durante un buen rato.

– Porque Witt Danvers me habría matado por haberme llevado a su hija -dijo y luego carraspeó-. ¿Me pueden esperar unos minutos para que recoja mis cosas? -preguntó con una débil sonrisa-. Y luego me iré con ustedes para entregarme a la policía.

– Por supuesto -dijo Adria.

– No creo que debamos perderla de vista -la cortó Zach.

– No se preocupe, señor Danvers -dijo Ginny, estudiando el rostro de Zachary como si fuera la primera vez que lo veía, intentando hacerse una idea de cómo sería hoy aquel hombre que había crecido como el hijo rebelde del hombre más rico de Portland-. Ya es hora de que esto acabe.

Ella se levantó y se dirigió hacia una puerta que había bajo el hueco de la escalera.


De modo que esto era todo, pensó Ginny bajando lentamente las escaleras. En algún lugar profundo de su corazón, siempre había sabido que acabarían por encontrarla y que tendría que admitir su complicidad en el secuestro de la pequeña Londón. Y el dinero que había imaginado que le iba a durar toda la vida, se había esfumado poco a poco.

Al entrar en su pequeña habitación se sintió cansada. Había esperado liberarse para siempre de las personas ricas y de tener que cumplir sus caprichos, cuidando de unos niños que deberían cuidar ellos mismos, pero cuando sus finanzas menguaron, tuvo que volver a ganarse la vida con la única cosa que sabía hacer. Ni siquiera el dinero que recibió de los Nash le había servido de mucho. Y así, había pasado la mayor parte de su edad adulta siendo una criada. Echó una ojeada a su pequeña habitación con unas cortinas de color cereza que colgaban sobre unas imposiblemente estrechas ventanas y casi se rió de su ingenuidad. Cincuenta mil dólares. Tendría que haber pedido el doble o el triple. Y aun así, no habría sido suficiente. El dinero siempre se le había escurrido entre los dedos como si fuera agua.

En el suelo había una alfombrilla trenzada, una de las que habían tirado sus jefes. El edredón se lo había hecho ella misma, pero ya estaba viejo y gastado. Como ella misma.

Cerró los ojos y se sentó sobre el colchón, preguntándose si no sería mejor acabar de una vez con todo aquello. Enfrentarse a la policía. A la prensa. A la familia Danvers.

No podría soportarlo.

Pero sabía que no tenía valor para quitarse la vida. No como Katherine Danvers… aunque a ella le hubiera parecido imposible. La segunda esposa de Witt era la última persona en el mundo de quien Ginny hubiera sospechado que acabaría suicidándose. Estaba tan llena de vida, tan rebosante de energía.

«Pero perdió a su hija. Por tu culpa, y tú sabes lo que se siente, lo desesperado que puede llegar a sentirse uno.»

Los ojos se le llenaron de lágrimas.

Oyó el crujido de un peldaño y pensó que venía de las escaleras. La estaban esperando. Probablemente impacientes. Debería recoger sus cosas, aunque sabía que acabaría en la cárcel y que allí le confiscarían todas las pertenencias.

Se secó una lágrima que le caía por la comisura de un ojo.

Oyó de nuevo pasos que parecían acercarse por el pasillo.

Decidió recoger de una vez sus cosas, antes de que Zachary la descubriera allí lloriqueando como una niña. Enfadada consigo misma, se pasó una mano por los ojos y los volvió a abrir. Bajó la maleta que tenía encima del armario y abrió los cajones de la cómoda. Con el estómago tan duro como un puño apretado, empezó a meter su ropa en la maleta de cualquier manera. «Prisión.»

Se estremeció. No podía imaginarse a sí misma allí. Pestañeó varias veces, llorando sin hacer ruido, intentando retener los sollozos mientras se dirigía a su pequeño cuarto de baño a buscar un pañuelo de papel. Mientras se secaba los ojos, le pareció ver un reflejo que cruzaba tras ella y vio que la cortina del baño se movía. De repente sintió frío y se dio cuenta de que la ventana del baño estaba abierta. ¿Se la habría dejado ella así? No…

«Oh, Dios.»

Entre la bruma de las lágrimas divisó una figura oscura, justo antes de que se abriera la cortina del baño y su asaltante diera un paso por encima del borde de la bañera.

Ella jadeó.

Antes de que pudiera gritar, una mano enguantada le había tapado la boca. «¡Oh, Dios!» Su visión se aclaró.

Estaba mirando unos ojos que reconocía. Se le heló el corazón. Sin duda se trataba de la persona que le había pagado, que ahora estaba decidida a que jamás contara la verdad.

Forcejeó salvajemente mientras sus venas bombeaban adrenalina. Pateó, arañó y luchó, pero ya era demasiado tarde. Y ella estaba demasiado cansada. La empujaron contra la pared y se golpeó la espalda con la barra del toallero.

Y entonces vio el cuchillo.

Pequeño.

Mortal.

Afilado.

Brillaba a la tenue luz de la habitación.

¡No! Trató de defenderse, pero no era suficiente contrincante para su atacante, que llevaba una pequeña almohada en la mano con la que le tapaba ahora la cara. Intentó tragar aire, gritar, salvarse, pero era demasiado tarde. Su atacante era demasiado fuerte. Demasiado determinado. Sus vanos esfuerzos por empujar y golpear eran lamentablemente débiles.

Tenía los pulmones ardiendo.

Pero no podía hacer nada.

De repente, Ginny Slade se dio cuenta de manera espeluznante de que estaba a punto de morir.


– ¿Y cómo tengo que llamarte ahora? -dijo Zach mientras avanzaba hacia la ventana-. ¿ Adria o London?

– Adria -dijo ella con un nudo en la garganta y los ojos llorosos. Este era el principio de su despedida-. Espero que para ti siempre seré Adria.

Los minutos que marcaba el reloj de carillón del vestíbulo seguían pasando; afuera, el siempre presente tráfico se movía lentamente ascendiendo por las colinas.

Adria se preguntó cuánto tiempo más le quedaba para estar con Zach, cuántos minutos. Sintió que el corazón se le rompía en mil pedazos mientras lo miraba fijamente. Sus fuertes hombros estaban tensos y rígidos; uno de sus pulgares estaba metido en la trabilla del pantalón con la mano colgando cerca de la tela de su bragueta. Sus mandíbulas estaban oscurecidas por la barba incipiente y sus ojos, bajo espesas cejas negras, estaban recelosamente entornados. Cambió de posición, apoyándose en el otro pie y aparentando interés por la vista a través de la ventana, antes de mirar de nuevo hacia la escalera.

– Mierda, está tardando mucho, ¿no te parece?

– Está recogiendo sus cosas -dijo Adria, aunque también era consciente de que tardaba demasiado.

La señora Basset bajó corriendo la escalera y entró en la habitación con una niña de cabello rubio de unos siete años tras ella.

– Nunca podré agradecérselo lo suficiente -dijo la señora Basset, mirando de reojo hacia la escalera-. Y yo que le había confiado a mi pequeña Chloe. Oh, Dios, solo de pensarlo me dan escalofríos. He llamado a Harry y quiere presentar una denuncia contra ella por falsedad de identidad o cómo lo llamen. Ahora mismo está hablando por teléfono con nuestro abogado. Oh, cielos. -Besando a su hija en la cabeza, dijo-: ¿Por qué no vas un rato a tocar el piano, querida?

– No quiero -dijo la niña groseramente, mientras su madre la llevaba hacia el piano vertical que había al lado de la chimenea. Chloe cruzó los brazos por delante del pecho de manera obstinada.

– Bueno… -dijo la señora Basset, retorciéndose las manos, mientras echaba un vistazo a la cesta de pas-telitos que estaba junto al servicio de té-. Ven aquí, entonces, ¿qué me dices de un dulce? -Colocó la bandeja frente a la niña-. Oh, caramba, he olvidado completamente mis modales. ¿Puedo ofrecerles una taza de té? Creo que es lo mínimo que puedo hacer.

– Gracias -dijo Adria, pero Zach tan solo negó con la cabeza y volvió a mirar hacia la escalera como si temiera que Ginny fuera a desaparecer de nuevo.

– Supongo que habrán llamado a la policía -dijo la señora Basset, frunciendo de pronto el entrecejo.

– Lo hemos hecho. Estarán aquí en un minuto… -dijo Adria.

– ¿Hay alguna otra salida en los sótanos? -preguntó Zach de repente.

– Oh, no… bueno, hay una trampilla para el carbón, pero ha estado cerrada durante años, y las escaleras de las antiguas bodegas, pero ahora están tapiadas. Si hubiera un incendio, las ventanas son lo suficientemente grandes…

– ¡Cielos! -Moviéndose con la rapidez de un guepardo, Zach salió del salón, cruzó el vestíbulo y echó a correr escaleras abajo.

¿Cómo había podido ser tan estúpido? Saltando sobre el pasamanos de la escalera, aterrizó en el suelo de cemento y notó una corriente de aire frío, antes de ver que las cortinas se movían sin ruido a causa de la brisa. El sótano estaba a oscuras y se dirigió a ciegas hacia la pequeña habitación que había en una esquina, donde vio un dormitorio iluminado por una luz escasa.

– ¿Ginny? -llamó, sintiendo una brisa escalofriante, como la premonición de una tragedia, que le corría por la base de la nuca.

Con los músculos rígidos, Zach entró en la habitación. Había una maleta abierta sobre la cama. En el armario había ropa colgando de las perchas. En el pequeño escritorio había un cajón abierto y ropa interior y de noche caída por el suelo.

– ¿ Ginny? -llamó de nuevo, pero nadie respondió.

Cuando cruzó la habitación y se dirigió hacia la puerta de un diminuto cuarto de baño, el vello de la nuca se le erizó. Había sangre cubriendo las paredes, el lavabo y el lavamanos. Ginny Slade estaba tirada sobre el suelo de baldosas desgastadas. La lengua le sobresalía por la boca y sus ojos miraban en blanco hacia el techo. Tenía varios navajazos en el pecho y de algunos todavía manaba la sangre. En su mano derecha sostenía una afilada navaja.


Zach se echó atrás, saliendo de la habitación llena de sangre y de aquellos ojos sin vida que parecían mirarle.

– ¡ Llama al 911! -gritó mientras subía la escalera-. ¡Adria, llama a la policía! Necesitamos una ambulancia.

Oyó el estruendo de pisadas y se dio media vuelta para encontrarse con Adria en el descansillo.

– No bajes aquí. Y, por el amor de Dios, manten a la niña alejada de la escalera -le ordenó.

– Qué… -Ella miró más allá de él y vio la sangre que salía del baño y empezaba a empapar la alfombra del dormitorio-.

¡Oh, Dios!

– Es Ginny… ¡ Llama al 911!

– La señora Basset está llamando.

Pero Zach ya no la escuchaba. Se obligó a volver al baño para tomarle el pulso a Ginny, buscando algún signo de vida, aunque sabía que era inútil. Ginny Slade, el único testigo de lo que le había pasado a London hacía tantos años, estaba muerta.

24

– ¿Está diciendo que no se ha suicidado? -preguntó Adria después de haber declarado ante la policía.

Estaba sentada en la sala de interrogatorios, en una silla situada al lado de una vieja mesa de fórmica. Zach estaba apoyado en el revestimiento de la pared. La habitación estaba envuelta en el siempre presente olor a humo y ceniza de cigarrillos, y había una papelera medio llena de vasos de plástico para café vacíos.

El agente encargado del caso era John Fullmer, un investigador que llevaba gruesas gafas y cuya vanidad parecía consistir en disfrazar su calvicie peinándose largos mechones de pelo castaño claro desde la parte de detrás de la cabeza, hacia delante.

Fullmer rebosaba una nerviosa energía. Fumaba y mascaba chicle al mismo tiempo, alternando las pompas de Wngley de menta que hacía reventar con las caladas a su cigarrillo Camel.

Habían pasado varias horas desde que Zach descubriera el cuerpo sin vida de Ginny y Adria había imaginado que esta, sabiendo que se enfrentaba a una acusación de secuestro, se había quitado la vida. Fullmer no opinaba lo mismo.

Colocando las manos alrededor de su vaso de café, Adria preguntó:

– Pero ¿cómo pudo haber descubierto alguien que la habíamos encontrado?

– Todavía no estamos seguros, y no queremos divulgar información que solo debería conocer el asesino, pero tenemos varias pistas. Habían forzado la ventana, de modo que parece que había alguien en la casa, esperándola. -Se quitó las gafas, las limpió con el dobladillo de su camisa e hizo reventar una pompa de chicle.

– Es que Ginny era zurda -dijo Zach a Adria secamente-. La navaja estaba en su mano derecha. Las puñaladas no tenían el ángulo correcto.

El detective golpeó sobre la mesa con una mano y se quedó mirando a Zach con mala cara.

– ¿Lo sabía usted?

– Lo recuerdo. -La mirada de Zach se movió por el centro de la habitación, pero Adria imaginó que en ese momento estaba a muchas millas de allí, perdido en la época en la que aún era un muchacho.

– ¿Cómo? -preguntó Adria.

– Porque una vez… hace mucho tiempo, cuando London todavía vivía con nosotros, Ginny tenía unas tijeras, que utilizaba para sus remiendos, supongo. Una vez las tomé prestadas. Tenía que abrir unos paquetes y no encontraba mi navaja. Intenté utilizar las malditas tijeras, pero me fue imposible. Al principio no entendía lo que pasaba, pero luego me di cuenta de que eran tijeras para zurdos. En aquel tiempo eran algo único. Ginny me pilló y me echó una buena reprimenda, diciéndome que no tocara sus cosas. -Su mirada se fijó en Adria de nuevo-. Pero eso no es una sorpresa.

El detective se quitó el cigarrillo de la boca y luego lo apagó en el cenicero rebosante.

– No tengo un informe oficial de la causa de la muerte. Tenemos que esperar el examen médico para eso, pero hay signos de lucha, pisadas en el charco de sangre y salpicaduras en las paredes que sugieren que fue asesinada. Parece que alguien la inmovilizó, cogió el cuchillo, apretó los dedos de su mano derecha alrededor del mango y le abrió las venas. Fin de la historia.

Adria se estremeció y se cogió las manos. El detective vació el cenicero en la papelera antes de encender otro cigarrillo.

Estuvieron hablando un rato más y luego les dejó marchar.

– Miren, sabemos que ustedes no atacaron a la vieja Ginny -les dijo el detective, pasándoles una tarjeta a cada uno-, pero puede que tengamos que hacerles algunas preguntas más.

– Puede localizarnos en Danvers International o en el hotel Danvers, en Portland -dijo Zach, mirando a Adria y escribiendo los números de teléfono en el reverso de una de las tarjetas de su empresa de construcción en Bend.

Cuando salieron de la comisaría Adria se sentía vacía, como si toda su vida se hubiera ido por el desagüe. Así que ella era London. Era la heredera de millones de dólares. ¿Y qué?

– Vamos, te invito a comer -propuso Zach, aunque parecía tan cansado como ella. Entre las sombras de su barba incipiente, su piel parecía más pálida y sus ojos angustiados. En el interior de ambos, algo les estaba preguntando cuánto tiempo más podrían continuar con aquella farsa, haciendo ver que no existía ninguna atracción entre ellos dos-. Conozco un sitio estupendo en Chinatown. Nos quedaremos aquí esta noche y mañana volveremos a casa para hacer públicas las novedades.

A casa. ¿Sentiría alguna vez ella que Portland era su casa?

Se estremeció al pensar en lo rápidamente que se había acabado la vida de Ginny.

– ¿Quién crees que pudo haberlo hecho?

– Ojalá lo supiera -dijo él, frunciendo el entrecejo mientras salían a la calle, donde estaba empezando a anochecer.

El viento que soplaba desde el océano era frío, con cortantes ráfagas heladas que ascendían hacia las colinas que rodeaban la ciudad; se le colaba por debajo de la chaqueta y le helaba hasta los huesos. Zach cogió la mano de Adria. Ella intentó soltarse, pero los dedos de él se apretaron alrededor de los de ella, mientras caminaban las tres manzanas que les separaban del lugar donde habían aparcado el coche.


Una vez dentro del Ford, él miró por el retrovisor y luego se mezcló con el resto del tráfico.

– Vigila por el retrovisor de tu lado -le dijo él, cambiando de uno a otro carril.

– ¿Crees que alguien nos está siguiendo?

– Es una buena suposición, ¿no te parece?

– ¿Aquí en San Francisco? -preguntó ella, aunque también había llegado a la misma conclusión que él, la misma que parecía haber insinuado el policía.

– Crees que nosotros condujimos al asesino… -Su voz se apagó y se quedó mirando por el retrovisor, comprobando si alguno de los coches que iban detrás del suyo cambiaba de carril, pero sin poder divisar nada que se saliera de lo normal.

– Obviamente, debe de tratarse de una conspiración que empezó hace bastantes años -dijo Zach, juntando las cejas-. Y por supuesto eso no incluye a tu madre o a… Witt. De modo que debemos asumir que la persona que te quería quitar a ti de en medio también quería matar a Ginny para mantener su secreto. -Golpeó el volante con los dedos-. Esto me hace pensar en Kat. Se suicidó o la asesinaron.

– Oh, Dios -dijo Adria, estremeciéndose-. Crees que las dos muertes, la de Ginny y la de Kat, pueden estar relacionadas.

– No solo relacionadas, sino cometidas por el mismo asesino.

– Pero ¿quién? -susurró ella. -Podría ser cualquiera.

– Alguien de la familia. -A Adria se le encogió el estómago. Alguien emparentado con ella. -Quizá.

– O alguien de la familia Polidori -dijo ella, a pesar de que la lista de sospechosos era muy corta.

Era cierto que Anthony Polidori podía haber estado detrás del secuestro, y estaba segura que había hecho que la siguieran, pero también los herederos de la fortuna Danvers podrían estar detrás del secuestro. Jason era una persona ambiciosa de poder; Trisha un animal herido, deseando hacerle a su padre el mismo daño que este le había hecho a ella. Nelson sin duda era entonces demasiado joven, solo tenía catorce años, y Zach también era casi un niño.

Satisfecho al ver que no les habían seguido, Zach se dirigió hacia Chinatown y aparcó en un callejón. El restaurante era pequeño, ruidoso, con poca luz y estaba lleno casi por completo. El ruido de los platos, las voces de la gente que hablaba en una lengua extraña y el chisporrotear de las sartenes que salía de la cocina abierta se mezclaban entre sí. Les colocaron en una mesa para dos, al lado de la cocina, y Adria no tuvo objeción al respecto, aunque apenas podía entender lo que decía el camarero ni ninguno de los clientes, los cuales parecían hablar solo en chino.

Sin embargo, le gustaba aquel ambiente. Hacía que las cosas fueran más fáciles. Estar allí a solas con Zach era la parte difícil. Pidieron sopa agridulce, pollo con especias y un plato de gambas tan picantes que hizo que le goteara la nariz, y todo eso lo acompañaron con cerveza china. Pero la comida le pareció insípida porque no podía olvidar los cenicientos ojos de Ginny Slade y toda aquella sangre vertida en el pequeño cuarto de baño.


Después de la comida, bebieron una taza de té con aroma de hierbas, que al llegar a su nariz le trajo a la memoria recuerdos desagradables y agrios. La noche en que la atacaron, ella había olido algo dulce en el aliento de su atacante, con un aroma de jazmín en el fondo. Abrió los dedos. La taza resbaló de sus manos y cayó sobre la mesa esparciendo el té por la superficie barnizada. El té caliente goteaba desde la mesa sobre su muslo.

– ¿Adria? -preguntó Zach.

En el momento en que el aroma de jazmín llegó a sus fosas nasales comprendió quién la había atacado.

– ¿Qué te pasa? -le preguntó Zach, mirándola fijamente con preocupados ojos grises.

– De todo. -Empezó a limpiar el té de la mesa, sin mirarle a la cara, diciéndose que seguramente estaba equivocada. Pero sabía que no era así. Lo sabía. Él le cogió una mano, apretándosela, y no le dejó acabar de limpiar la mesa con su servilleta.

– ¿Qué?

– Creo que sé quién me atacó en el hotel -dijo ella con voz temblorosa, deseando no haber descubierto la verdad.

– ¿Cómo?

– La persona que me envió aquellas notas desagradables.

– ¿Quién?

– Este té -añadió ella, señalando la copa que estaba sobre la mesa-. Es de jazmín, el mismo aroma que noté en la persona que me atacó.

A Zach se le hizo un nudo en la garganta mientras olía la taza. Una sensación de rechazo le hizo apartar la taza de un golpe, derramando parte del contenido sobre la mesa.

– Eunice -dejó escapar él con los ojos convertidos en apenas una delgada línea.

Adria asintió en silencio, incapaz de formular las palabras que se cernían sobre ellos: que la madre de Zachary había asesinado a Ginny Slade.


«Tengo que hablar contigo a solas.» Eunice dejó el mensaje en el teléfono móvil de Zach. «Tengo que decirte algo importante y la única manera de que descubras la verdad es hablando conmigo. Por favor, Zach, sé que imaginas cosas horribles de mí, pero no son verdad. Déjame que te explique realmente lo que pasó. Eres la única persona en la que puedo confiar.» Volvió a dejar el auricular sobre el teléfono de pared que tenía en la cocina y no dudó ni por un instante que Zach la iría a ver.

Pronto.

Mientras estaba sentada a la mesa de la cocina, leyendo en el periódico el artículo que hablaba del asesinato de Ginny Slade, Eunice supo que solo era cuestión de horas que Zach se presentara allí, acusándola de haber asesinado a Ginny.

Y no le creería cuando ella lo negara.

Frunciendo el entrecejo, echó una mirada a las aguas verdosas del lago Oswego, como si observando aquellas aguas oscuras pudiera imaginar qué era lo que iba a suceder. Eunice se había rendido pocas veces en su vida y no iba a hacerlo ahora.

Pero ¿quién había asesinado a aquella estúpida niñera? Seguramente alguien relacionado con la familia; puede que incluso alguien de la familia. ¿Uno de sus propios hijos?

Alguien lo suficientemente listo como para saber que Zach, y posiblemente la policía, la acusaría a ella. Alguien, acaso, que sabía que la muerte de Kat no había sido un suicidio y que Eunice había jugado un papel importante en el fallecimiento de la segunda esposa de WittDanvers.

«Maldita sea», murmuró ella enfadada al ver que sus planes habían fracasado. ¿Por qué no se había ido de la ciudad aquella zorra cazafortunas? ¿Por qué no había dejado de proclamar que ella era London? ¿La preciosa niña de Witt?

Aquello la ponía enferma. Su estómago se encogía y le subía por la garganta el gusto amargo de la rabia contenida, una furia al rojo vivo que corroía su sangre. Ella había dado a Witt cuatro hijos. ¡Cuatro! Y él les había dado la espalda cuando aquella cazafortunas había puesto sus falsos ojos en él. Maldito viejo loco.

Pero había tenido su merecido al perder a su niña favorita y al encontrar a su querida esposa en la cama con su hijo. Le temblaron las rodillas al pensar en Zach y Kat juntos en la cama. Aquello era enfermizo, eso era. Sucio. Incestuoso; y ahora… y ahora estaba haciendo lo mismo con la hija de aquella horrible mujer. Aquello era insoportable.

Eunice no tenía ninguna duda de que Adria era London; el parecido de la chica con Kat era espeluznante. A Eunice se le ponía la carne de gallina solo de pensarlo. Si al menos Zach hubiera sido engendrado por Anthony Polidori, las cosas serían más sencillas. Mucho más sencillas. Más limpias.

En realidad…

Eunice se estremeció y se frotó la herida que se había hecho en la mano, cuando había atacado a Adria en aquel apestoso motel. Estaba dolorida y todavía cojeaba a causa de aquel ataque que no había dado ningún resultado. Estaba tan enfadada, tan fuera de sí que enloquecía. Se acordó de sí misma escondida en la oscuridad, esperando, sabiendo que Adria, al igual que Kat, estaba con Zach.

Dios, ¿no iba a aprender nunca? ¿Por qué se había tenido que liar con su propia madrastra y con la hija de esta? ¡Su hermana! Eunice sintió que aquellos pensamientos le daban ganas de vomitar y empezó a sacudirse violentamente.

«Cálmate, mujer… no tienes que perder la calma. Esa es la única manera. Tendrás que enfrentarte con Zach. Pronto. ¡Y posiblemente también con London!» Maldita sea, ¿por qué no había cumplido Ginny Slade el trato hasta el final? No había duda de que Zach conocía todos los detalles del secuestro y seguramente habría deducido que su propia madre estaba detrás de aquel crimen.

Por un momento pensó en escapar. Posiblemente aún estaba a tiempo de llegar hasta Canadá o hasta México.

«¿Y luego qué?»

«Ganaría Katherine.»

«Ganaría London.»

«No», gruñó, apretando los puños tan fuerte que las uñas se le clavaron en las palmas de las manos.

Tenía que acabar lo que había empezado.

El siguiente paso era convencer a Zach.

Ella conocía bien a sus hijos y entendía mucho mejor a Zach que a los demás. Ahora mismo, ya habría descubierto que ella estaba detrás de los ataques a su preciosa Adria y seguramente querría enfrentarse con ella.

Salió de la cocina y se dirigió al baño, donde abrió el armario de las medicinas. Había un montón de frascos y botes alineados sobre los estantes de cristal, resultado de su intento de luchar contra aquellos insistentes dolores que ningún doctor había podido identificar. Porque no debería sentir ningún dolor. Gracias a la ayuda de la profesión médica, se encontraba tan sana y fuerte como si tuviera treinta y cinco años, y puede que incluso más fuerte. Había ido acumulando medicinas y recetas de al menos una docena de médicos, y combinadas con sus propios conocimientos básicos de química, anatomía y medicina, había sido capaz de fabricar sus propios «cócteles».

Se recordaba colocando una mezcla de Valium y somníferos en el vodka de Kat, en la habitación de su hotel, la noche en que esta falleció. Kat había salido y Eunice se había colado en la habitación, con la ayuda de una llave que le había quitado del bolso a Kat, cuando ella estaba en el bar del hotel. Mientras Kat estaba todavía bebiendo en el bar, ella se había metido en su habitación. Había sido tan fácil colocar el fármaco en su bebida, y luego esperar en el balcón a que Kat regresara y se sirviera otra copa antes de meterse en la ducha. Kat estaba muy débil.

La pérdida de London casi había llegado a matar a aquella zorra. Pero no del todo.

Había necesitado un pequeño empujoncito. Literalmente hablando.

Y Eunice se lo había proporcionado con mucha alegría. Había sido tan fácil ayudar a caer a aquella patética mujer desde la terraza.

«Mamá», dijo ahora Eunice, con la misma voz que había utilizado para atraer a su enemiga hasta el balcón. «Mamá.» Kat estaba tan desorientada que no se había dado cuenta de la trampa hasta que sus ojos se abrieron aterrorizados con sorpresa al ver a Eunice, justo antes i de que esta la empujara por encima del borde del muro de la terraza.

Eunice había imaginado que podría salvarse de la acusación de asesinato.

La investigación policial había concluido que la muerte de Kat había sido un suicidio, debido a la depresión y a una sobredosis de barbitúricos.

Pero alguien más sabía la verdad, dedujo Eunice mientras tomaba un frasquito y una aguja hipodérmica y cerraba el armario. La puerta de espejo se cerró de golpe y ella se encontró mirando sus propios ojos vacíos.

Sí, deseaba la muerte de Kat.

Pero había tenido que seguir viviendo con el sentimiento de culpa.

Y ahora, sospechaba, alguien más sabía que ella era una asesina y estaba esperando que la culparan también de la muerte de Ginny Slade.

¿Quién?

Si no era uno de sus hijos -y eso era algo que no podía aceptar-, ¿acaso Anthony o alguno del clan Polidori? Acaso esa era la recompensa por el hecho de que Ginny hubiera dejado que los culparan a ellos por el secuestro… no…

Frunció el entrecejo; en su frente y alrededor de sus labios aparecieron profundas arrugas. No era el momento de especular. Todavía tenía que enfrentarse con Adria -la única persona que se interponía entre la fortuna de Witt y sus hijos. Y si no había ninguna manera de asustarla, entonces tendría que morir.

Incluso aunque Zach tratara de impedirlo.

Muy mal.

Eunice no tenía miedo a morir, pero, por Dios, al menos sus hijos iban a heredar el legado y la herencia que les pertenecían por derecho propio.

Incluso si para eso Eunice tenía que volver a matar.

Incluso si esta vez no podía escapar de las consecuencias.

Incluso aunque Zach intentara detenerla.

De una manera o de otra, London Danvers iba a morir.


No fue fácil, pero Adria y Zach se las apañaron para evitar a la prensa, aunque ya se había hecho pública la noticia: Adria Nash era London Danvers. Los periódicos, la radio y la televisión ya habían aireado la historia a lo largo de toda la costa Oeste, y cuando Adria y Zach llegaron a Portland, los medios de comunicación habían tomado ya el aeropuerto, el hotel Danvers, la casa de Jason e incluso los alrededores del rancho en Bend.

Zach se había mantenido frío, cogiendo a Adria de la mano, y empujándola a través de la muchedumbre de periodistas y cámaras que había en el vestíbulo del aeropuerto de Portland. Ella se había metido en el jeep y no había llegado a hacer ninguna declaración. Y si algún periodista había tratado de seguirlos hasta la ciudad, Zach había conseguido despistarlo.

Más tarde o más temprano, se verían obligados a enfrentarse a ellos, pensó Adria mientras el jeep tomaba la carretera 1-84 que les llevaría directos al centro de la ciudad.

– ¿Crees que me darán un minuto de respiro? -preguntó ella, mirando por el espejo retrovisor de su lado y observando el tráfico que avanzaba detrás de ellos.

– Oh, por supuesto. -La miró de reojo mientras se metía en un carril de la autopista que iba hacia el sur-. Tú misma se lo pediste con aquella rueda de prensa.

– Supongo que tienes razón.

– Será mejor que empieces a acostumbrarte -le advirtió Zach-. Eres una gran noticia, querida. Y, a menos hasta que aparezca alguien con más interés periodístico, vas a provocar más atención que un ratón solitario en un nido de serpientes.

– Buena comparación.

– Eso creo. -Le lanzó una media sonrisa-. Enfréntate a esto: durante las próximas dos semanas vas a estar rodeada de más gente de la que jamás hubieras imaginado junta.

– Bravo -murmuró ella, pero se dijo que eso era lo que quería, ser aceptada como London Danvers, descubrir la verdad sobre su pasado.

Él cogió su teléfono móvil y escuchó los mensajes mientras se dirigía hacia la 1-5. La sonrisa desapareció de su cara.

– ¿Qué sucede? -preguntó Adria cuando él dejó el teléfono.

– Hay un cambio de planes. Tengo que hacer algo importante. Solo. Tendré que dejarte en la comisaría.

– ¿Quién te ha llamado?

El no contestó mientras avanzaba entre el tráfico hacia una salida que conducía hasta la avenida Macadam.

– Zach, ¿quién te ha llamado y qué te ha dicho?

– Ten paciencia. -El marcó un número, maldijo entre dientes y dejó un breve mensaje-. «Len, soy Zach Danvers. Necesito protección policial para Adria. Llámame.»

– Espera un momento -insistió ella mientras él se metía en el aparcamiento de un restaurante al lado del río Willamette-. ¿Qué está pasando, Zach? No puedes dejarme ahí y marcharte sin más. ¿Quién demonios te ha llamado?

Los labios de Zach estaban apretados por los bordes y rehuyó la mirada de ella.

– Oh, Dios -murmuró ella, comprendiendo de golpe- Eunice.

– Esperaremos aquí hasta que llame Len.

– ¿Por qué? ¿Qué quería? -Se le secó la garganta a causa del miedo-. ¡Oh, cielos! Quiere que vayas a verla, ¿no es así?

– Tú quédate aquí, donde estarás a salvo; yo volveré muy pronto.

– ¿Está loco? No pienso quedarme aquí sentada, mientras vas tú solo a enfrentarte con ella.

– Es mi madre -dijo él sin ninguna emoción.

– Y una asesina.

– No estamos seguros.

– ¡Lo sabemos, Zach! -Adria lo agarró del brazo-. No pienso dejarte ir solo. Iré contigo.

– No.

– Todo esto ha sido culpa mía.

– Y si tenemos razón, y ella está detrás de todo, tú estarás en peligro, pero yo no. Quédate aquí. Te llamaré. Llamaré a Len para decirle dónde estás. Mandará aquí a la policía o yo habré vuelto antes, y estarás a salvo.

– Oh, sí, claro -le soltó mientras empezaban a caer gotas sobre el parabrisas-. ¿No eras tú el que decía que necesito un guardaespaldas, protección las veinticuatro horas del día? ¿Qué pasará si alguien nos ha seguido hasta aquí? ¿Qué pasa si Eunice o alguien más nos ha estado espiando? ¿Y si tiene algún cómplice y la llamada de teléfono no era más que un cebo para alejarte de aquí?

– Maldita sea. -Obviamente esos mismos pensamientos se le habían pasado a él por la cabeza-. ¿Hay alguien en quien puedas confiar?

– ¿Para que me puedas aparcar allí? ¡No lo creo! ¿Quién podría ser? ¿Alguien de tu familia? ¿Jason? ¿Trisha? ¿O los Polidori?

– De acuerdo, de acuerdo. Lo he entendido. -Mientras el jeep se ponía en marcha, Zach golpeó impaciente el volante con los dedos.

– Creo que lo mejor es que no nos separemos. En lugar de discutirle, Zach metió la mano debajo del asiento y sacó una cartuchera con una pistola.

– ¿Tienes pistola? -preguntó ella sorprendida.

– Sí. He estado en algunos trabajos en los que pensé que necesitaba protección. Nunca la he utilizado. Pero tengo permiso para pequeñas armas de fuego. ¿Sabes cómo usarla?

– Crecí en Montana -contestó ella, mientras él le pasaba el arma.

– ¿Eres capaz de disparar si es necesario?

– Sí. -Pero no estaba segura. Por supuesto que si alguien amenazaba su vida o la de Zach… Solo pensarlo hizo que se le helara la sangre.

– Bien.

– ¿No sería mejor que la llevaras tú? -Notó el peso y el frío de la pistola entre sus manos.

El movió la mandíbula inferior hacia un lado mientras daba media vuelta en redondo para salir del aparcamiento.

– Estaba pensando que, en caso de que sucediera algo imprevisto y nos tuviéramos que separar… o… si me pasara algo a mí… tú deberías tener el arma.

– ¿Qué quieres decir con «me pasara algo a mí»? Salió del aparcamiento y se dirigió hacia el sur del río.

– No lo sé. Ese es el problema. No sé qué puede intentar hacer ahora Eunice si se siente acorralada. Me ha pedido que vaya solo, para hablar en privado conmigo, pero no me fío de ella.

– ¿Por qué no llamas a la policía?

– Lo haré. Cuando lleguemos allí. No quiero que se presenten antes de tiempo. Por si acaso tiene realmente algo que decirme a mí a solas… o a los dos.

– Muy amable. -Con el corazón latiéndole con fuerza, Adria cerró los dedos alrededor de la fría arma.

Se quedó mirando las colinas arboladas que se elevaban a un lado de la carretera y las aguas de color gris metálico que se extendían al otro lado. Había lujosas villas construidas junto al lago y entre los frondosos bosques.

Los nudillos de Zach estaban blancos, mientras apretaba el volante dirigiéndose hacia el centro comercial del pueblo. Luego giró por un estrecho camino que seguía la sinuosa orilla del lago. Se podían ver trozos de agua verdosa entre los altos árboles, donde las villas se alineaban a lo largo de la orilla.

Adria intentó recuperar el ánimo y se metió la pistola en un bolsillo de la chaqueta. Él miró a través del parabrisas, con las mandíbulas apretadas y los labios cerrados, formando una fina línea.

– ¿Cuál es el plan? -preguntó ella.

– Llamaré a la puerta y le pediré explicaciones.

– Conmigo.

– Tú te quedas en el jeep. Aparcaré unas cuantas casas más allá. -Él echó una ojeada por el retrovisor-. Nadie nos ha seguido, de modo que estarás a salvo. Mientras tengas la pistola contigo.

– He dicho que voy a ir contigo. Posiblemente Eunice está esperando que hagas lo que acabas de decir.

– Escucha, Adria, no me gusta este…

– A mí tampoco, pero prefiero estar contigo en lugar de quedarme esperando en cualquier parte, sin saber qué está pasando.

– De acuerdo. -Un músculo se tensó en su mandíbula.

– Además, creo que estoy más segura contigo.

– Esperemos que tengas razón -gruñó él entre dientes, mientras metía el coche por un camino flanqueado por dos pequeñas casas de paredes blancas, con buhardillas y negras contraventanas. Aunque era primera hora de la tarde, el día era gris y húmedo, y podían verse las luces del interior encendidas a través de las ventanas-. Acogedor, ¿no te parece? -se burló Zach mientras agarraba su teléfono, marcaba un número y explicaba a Len Barry, de la policía de Portland, en pocas palabras cuál era la situación. Luego colgó-. De acuerdo, esto nos dará suficiente tiempo -dijo él mientras salía del coche.

Mientras avanzaba detrás de Zach por el camino empedrado hacia un pequeño porche cubierto, a Adria le sudaban las manos y el corazón le latía a toda prisa. La fachada de la casa estaba cubierta por un manto de flores de todos los colores, bien podadas y arregladas, como merece cualquier casa de una prestigiosa vecindad.

La casa de un asesino.

Zach llamó con los nudillos a la puerta sin esperar a que Adria hubiera llegado a su lado. Adria sintió el peso de la pistola en su bolsillo mientras el corazón se le desbocaba.

¿Cómo podría enfrentarse a la mujer que había intentado matarla?

¿La asesina de Ginny Slade?


Se abrió la puerta y Eunice Danvers Smythe, vestida con un chándal azul y negro, apareció al otro lado. El sudor cubría su frente, y sus mejillas estaban coloradas como si acabara de salir del gimnasio.

– ¡Zach! -dijo ella antes de que su mirada se posara en Adria-. Oh…, me preguntaba si la habrías dejado sola. -Forzó una sonrisa tan fría como el fondo del río Columbia-. Entrad, entrad los dos.

– ¿De qué va todo esto, Eunice? -preguntó él sin moverse.

– Creo que va siendo hora de explicar unas cuantas cosas.

– ¿Como por ejemplo?

– Empezaré con Kat.

Los músculos de Adria se tensaron al oír el nombre de su madre y la dura expresión de Zach se volvió aún más severa.

– ¿Y por qué no Ginny? -preguntó él.

– Porque es mejor empezar por el principio, ¿no te parece?

– No tenemos mucho tiempo.

– No me lo digas. Has llamado a la policía. -Ella empezó a avanzar por el pasillo, con sus zapatillas de deporte rozando sin ruido el suelo de madera, cojeando levemente y dejando tras ella un olor a perfume de jazmín-. ¡Oh, Zach! Eres tan predecible. Me habría gustado que hubieras hablado antes conmigo. -Miró por encima del hombro hacia atrás y sus ojos se detuvieron de nuevo en Adria-. Después de todo, puede que sea mejor que hayas venido. ¿Te importaría cerrar la puerta?

Adria, sintiéndose realmente como si entrara en la guarida de un león, cerró la puerta. Zach la esperó y echaron a andar juntos hacia la cocina, donde Eunice ya estaba metiendo una bolsita de té en una taza con agua caliente. A su lado había otras dos tazas de porcelana que esperaban humeantes.

– ¿Queréis un poco de té? -preguntó Eunice, sumergiendo la bolsita en la taza.

Zach negó con la cabeza…

– ¿Y tú? -preguntó ella, mirando a Adria, quien vio en los ojos de Eunice una luz que hizo que se le helara la sangre.

Allí pasaba algo raro. El olor de jazmín que salía de la taza se extendía por la habitación, y un escalofrío tan helado como un mes de diciembre hizo que a Adria le temblaran los huesos.

– No, gracias -contestó Adria, pensando en qué podía haber puesto en el té.

– ¿Qué me querías contar, Eunice? -Zach estaba de pie, al lado de la mesa de la cocina, y no apartaba su recelosa mirada de su madre, mientras esta se preparaba la taza de té.

A Adria aquella situación le parecía irreal. Se quedó de pie al lado de Zach, esperando oír lo peor, observando a aquella mujer, que posiblemente era una asesina a sangre fría, mientras preparaba su taza de té.

– Siéntate, Zach. Y tómate una taza de té o un café conmigo -dijo ella, dejándose caer sobre una silla-. Creo que será lo último que podamos compartir en muchos años.

– Paso.

– Zach…

– Suéltalo ya, Eunice -dijo él, mirando su reloj-. La policía llegará dentro de unos minutos. Será mejor que me digas lo que quieres contarme, antes de que se lo tengas que explicar a un detective.

– Tú crees que yo maté a Ginny -dijo Eunice.

– Te me has adelantado.

– Pero yo no lo hice. -Eunice levantó los ojos y dejó la bolsa de té sobre la mesa.

– De acuerdo.

– Es verdad. Pero ya te he dicho qué debería empezar con Kat… o más concretamente con London. Yo la secuestré y pagué a Ginny para que se asegurara de que jamás aparecería. Pero ella falló. -Sus labios se alisaron mientras lanzaba una mirada a Adria.

– Así que decidiste deshacerte de Ginny.

– No… Alguien se me adelantó y ahora intenta que me culpen a mí de lo sucedido.

– Deja de decir sandeces -dijo Zach, avanzando desde la pared, acortando el espacio entre él y la mujer que lo había traído al mundo-. He venido aquí para encontrar respuestas, no cortinas de humo ni excusas ni mentiras.

– Pero es verdad -insistió ella con ojos suplicantes, mientras él se acercaba y se apoyaba en la mesa: un hombre grande y con músculos fuertes, y con una furia intensa dibujada en unos labios que se apretaban contra sus dientes.

– Suéltalo, Eunice. No tenemos mucho tiempo. Como te he dicho, la policía está en camino.

– Te estoy diciendo la verdad, Zach -le aseguró ella, casi desesperada, con la taza de té temblando entre sus manos. Tomó un largo trago y se rió como si hubiera hecho un chiste-. Yo no maté a Ginny.

Adria no se lo tragaba; sabía lo maligna que era aquella mujer.

– ¿No? -dijo Zach, entornando los ojos.

– No -contestó ella, dando otro sorbo a su infusión.

– ¿Y qué pasa con Kat?

– ¿Kat? -musitó Eunice pasmada. Todos los músculos de su cuerpo se tensaron, pero los forzó a relajarse de nuevo. Sus ojos parpadeaban con incertidumbre-. Se suicidó. Eso es lo que dijo la policía. -Tomó un nuevo sorbo de té. Adria seguía pensando que había allí algo que no cuadraba…

– Yo no estoy tan seguro -dijo él, mirando a su madre inquisitivamente-. A la luz de lo que ha pasado estos últimos días, le pediré a la policía que vuelva a revisar la investigación sobre su muerte. He llegado a creer que fue asesinada. Alguien se aseguró de que se hartara de pildoras y alcohol, y después la ayudó a saltar desde la terraza de su habitación. Y me parece que tú eres la candidata más probable.

– Por el amor de Dios, Zach, ¿te has vuelto loco? -susurró Eunice sin poder evitar morderse los labios con nerviosismo.

– Yo no.

– Así que me estás acusando a mí de estar loca.

– De ser una psicópata.

Ella estuvo a punto de dejar caer la taza. Toda su compostura se evaporó.

– ¿Me estás acusando a mí? -preguntó con cara furiosa-. Eso es una locura.

– Exactamente.

Ella estaba temblando, desmoronándose ante la mirada de Adria.

– De modo que ahora has decidido convertirte en policía, juez y jurado. Y ni siquiera eres capaz de entender los hechos. Te tenía por más listo, Zach.

– Lo único que tienes que hacer es demostrar que tú no drogaste a Kat con barbitúricos y después la empujaste desde la terraza.

– ¿No puedes dejarlo correr de una vez? Primero te liaste con aquella puta y ahora con esta… con esta mujer que es tu hermana.

Adria se encogió por dentro.

– ¿No sabes lo terrible que es esto? ¿Lo enfermizo que es? Es algo pervertido -vociferó Eunice, quien había perdido ya sus modales, con las pupilas completamente dilatadas.

– Hablemos de ella, pues. De Adria. De London -dijo él sin retroceder ni un paso-. Y de paso que intentas demostrar que no mataste a Kat y a Ginny, puedes intentar también convencernos de que no has estado persiguiendo a Adria.

– No sé de qué me estás hablando -soltó ella con las fosas nasales dilatadas.

– Corta el rollo, ¿vale? Déjame ver tu mano.

– ¿Qué?

– Tu mano. La que Adria te mordió cuando intentabas matarla en el motel de Estacada.

Eunice se quedó completamente pálida. -Esto es ridículo.

A lo lejos se oyó el sonido de las sirenas de la policía.

Eunice cerró los ojos durante un momento; cuando los volvió a abrir, Adria se dio cuenta de que en sus pupilas brillaba una nueva y acerada determinación.

– Te estás volviendo contra tu propia madre, ¿no es así, Zach? Y todo por algo que ella ha… -Eunice hizo un gesto de desprecio en dirección a Adria- inventado.

– Yo no he inventado nada.

– Hemos descubierto que ella es London, Eunice. Y tú has intentado matarla. Pero no te saliste con la tuya, no como hiciste con Ginny.

– Por última vez, Zach, yo no maté a Ginny. -Señaló hacia la silla que estaba al lado de la suya y le dijo en una voz que era casi un susurro-: Ahora, por favor, siéntate.

– No, gracias.

– Siéntate y tómate una taza de té conmigo -dijo ella, alzando engreídamente la barbilla.

Las sirenas se oían ya más cerca. Muy cerca. Eunice tragó saliva. Estaba asustada, sí, pero había algo más en su mirada. ¿Triunfo?

¿Porqué?

Adria se quedó mirando a aquella mujer y sus ojos se cruzaron con la estremecedora mirada de Eunice.

«Está a punto de atacarnos… de alguna manera.» Adria se dio cuenta de eso de repente. Pero ¿cómo? El miedo crepitaba en sus venas, mientras que Zach no parecía en absoluto intimidado por aquella mujer que era su madre, aquel monstruo que había intentado asesinarla.

– Tú intentaste matarme -señaló Adria.

– Te metiste en medio.

Adria pudo sentir entonces el frío odio que susurraba a través del aire. La furiosa mirada de Eunice se clavó en ella.

– ¿De qué?

– De los derechos de mis hijos, por supuesto. De su reclamación de las propiedades de su padre.

– Así que todo se reduce a una cuestión de dinero -dijo Adria.

– El dinero solo es una parte. El prestigio. Los derechos de nacimiento. Todo eso va junto. -Ya no se molestó en seguir disimulando-. Si hubieras dejado esos derechos aparte, nada de esto habría sucedido. Nada. Los chicos, mis hijos, habrían tenido lo que se merecen de la fortuna de su padre, pero tú no te podías quedar fuera, ¿verdad? Oh, no. -Los labios se le aplastaron contra los dientes-. He hecho un montón de cosas de las que no estoy orgullosa. Un montón.

– Incluyendo el secuestro -intervino Zach.

Eunice dudó.

– Tú lo hiciste, ¿no es así?, ¡y dejaste que me acusaran a mí! -insistió él.

– Aquello no formaba parte del plan.

– Bien, pero eso fue lo que pasó, Eunice.

– Oh, Zach.

– Dios, eres increíble. Lo hiciste tú, ¿no es así? ¡Tú secuestraste a una niña!

– ¡No a una niña! ¡A una intrusa! -Se puso en pie de golpe y pareció perder un poco el equilibrio.

– ¡Y después mataste a Kat!

– No… yo. -Se agarró al mostrador de la cocina como si de repente las piernas no la pudieran sostener.

– Siempre la odiaste. Odiabas a London. -El acercó la cara a menos de un palmo de la de ella-. Lo estuve pensando mucho y al final comprendí que Kat no se había quitado la vida. Imposible. Era demasiado vital, demasiado fuerte. Por muy desesperada que hubiera estado, jamás se habría suicidado. Así que o bien fue un accidente, lo cual es difícil de creer, o alguien la ayudó a caer desde la terraza. -Sus labios estaban blancos y sus ojos se ensombrecieron al comprender-. Tú eres la única persona que la odiaba lo suficiente para hacerlo. Posiblemente en nombre de tus hijos y de su herencia, por la misma razón por la que secuestraste a London.

– No -dijo Eunice con voz débil.

– Venga, madre, querías que viniera para escuchar tu confesión, ¿no? Pues deja que la oiga.

– Pero yo no…

¡Bam! Su puño golpeó contra la mesa. La taza de té se volcó. Adria se quedó parada. Las sirenas de la policía aullaban en la distancia.

– ¡Oh, Dios! -murmuró Eunice de una forma lastimosa-. Yo no quería hacer daño a nadie.

– ¡Y una mierda! ¡Tú la mataste!

– ¡Sí, vale, vale, sí! -Los ojos de Eunice se llenaron de lágrimas y empezó a parpadear.

Adria, aunque ya esperaba oír esa confesión, se quedó estupefacta al escuchar aquellas palabras.

– ¿Tú la empujaste?

– ¡Por supuesto que lo hice! -Algo del carácter duro de Eunice retornó a ella-. Por destrozada que estuviera tras la desaparición de su hija, no era una suicida. Kat, no. Dios, era una persona repugnante. -Ella volvió la mirada hacia Zach-. ¿Te sorprende? ¿El que tu propia madre pueda llegar a matar?

La mandíbula de Zach empezó a palpitar mientras se quedaba pálido.

– La verdad es que fue fácil. Colarse en su habitación. Meter barbitúricos en su bebida. Hacerla salir a la terraza… -La voz de Eunice volvió a ser casi un susurro-. Y lo único que tuve que hacer fue poner voz de niña pequeña… -Entonces empezó a hablar como si fuera una niña-. Mamá… Mamá… -Los ojos de Eunice brillaron por un instante, con su mente volviendo a recordar aquella horrible escena-. Ella estaba desorientada, creyó que yo era London y yo estaba escondida bajo la barandilla…

– Maldita asesina -gritó Adria, temblando de los pies a la cabeza.

Eunice volvió al presente.

– Y lo volvería a hacer. Por mis hijos.

A Adria se le heló la sangre. De modo que eso era todo.

– Ahórratelo, Eunice. Nadie se va a tragar tu gesto altruista -afirmó Zach.

– No espero que lo hagas, Zach, pero créeme una cosa -insistió ella-: yo no maté a Ginny.

– Después de lo que acabas de confesar, ¿esperas que te crea? -dijo él, apretando los puños.

Las sirenas de la policía sonaban ya muy cerca, pero Eunice no parecía darse cuenta.

– Yo ni siquiera sabía dónde estaba.

– Pero admites que tú hiciste que ella secuestrara a London. Y que le pagaste por ello. -Zach agarró el bolso de Adria y vació su contenido sobre la mesa: lápices de labios, un cepillo, una cartera, llaves, cartas y los duplicados de las notas que ella había entregado a la policía. Colocando un dedo sobre una de aquellas notas, Zach le dijo-: Tú las enviaste.

Eunice se quedó mirando aquellos objetos y apareció un tic bajo uno de sus ojos, mientras Zach añadía furioso:

– Y también le mandaste una rata muerta a su habitación del hotel.

La contracción en el ojo de Eunice se hizo más rápida y empezó a retorcerse las manos. Tenía los ojos vidriosos.

– Y destrozaste las sábanas y la ropa interior de Adria.

– No… la ropa de Kat… las sábanas de Kat…

– No de Kat. De Adria. De London.

– Es lo mismo -dijo ella con las fosas nasales dilatándose, como si de repente hubiera descubierto un olor nauseabundo-. Kat… London…

– Nada de eso.

Ella elevó de repente las manos como si suplicara, y a Adria le pareció un gesto patético viniendo de aquella mujer vieja, aunque no débil. Era lo suficientemente fuerte como para haberla echado a ella al suelo y haber intentado matarla, una persona retorcida capaz de matar una rata y sacarle la sangre, una maníaca capaz de destrozar una habitación, rasgando las sábanas, salpicando un espejo con sangre.

– No podía soportar la idea de veros juntos a los dos, Zach. No con Kat. No Kat… -Su voz se quebró y empezó a parpadear… como si tratara de aclararse las ideas. Cruzó los brazos por la cintura y empezó a balancearse-. Quiero decir no con London… ni con Kat… No podía permitir que eso sucediera… no tenía otra elección.

– ¿Otra elección? -repitió Adria, sintiendo de repente rechazo-. ¿Ninguna otra elección más que intentar matarme? -¿Quién era esa mujer? Una madre. Una vividora. Una asesina. Ella dio un paso atrás mientras Zach se dirigía hacia la mujer que lo había traído al mundo.

– Todo el mundo tiene otra elección, Eunice -dijo, volviendo a alejarse de ella.

– No es tan fácil como crees -sollozó ella, metiendo las manos en los bolsillos de su chaqueta de algodón.

– Claro que lo es. Tú lo haces difícil. Intentando matar a Adria, y cuando saliste de allí herida, dijiste a Nelson que te habías caído persiguiendo al gato. Por Dios, tú estás mal de la cabeza. ¿Y pretendes que me crea que no nos seguiste hasta San Francisco y mataste a Ginny?

– Tengo una coartada -dijo ella tras dudar un instante.

– Muy conveniente. ¿Quién?

Dejó escapar un suspiro y uno de sus hombros se hundió ligeramente. Se sonó la nariz con un pañuelo de papel que acababa de sacar del bolsillo.

– Nelson. La noche en que mataron a Ginny, él estaba aquí conmigo.

– Por el amor de Dios, ¿te piensas que no sé que él mentiría por ti?

– Posiblemente, pero no tendrá que hacerlo. Yo estaba aquí, Zach, en el lago Oswego, cuando mataron a Ginny.

– No me creo lo que diga Nelson.

– Entonces puedes creer a su amigo. -Ella alzó la barbilla y miró a los ojos acusadores de Zach-. Aquella noche Nelson estaba aquí con alguien más. No se quedaron toda la noche, por supuesto, porque se supone que yo no sé que Tom es el amante de Nelson, pero pasaron por aquí unas cuantas horas, como viejos amigos, ya sabes; les preparé la cena y jugamos a las cartas. Si no me crees ni a mí ni a tu hermano, pregúntale a Tom.

Las sirenas sonaban ya tan cerca que retumbaban por toda la casa.

– Eso tendrás que decírselo a la policía; quizá ellos te crean, pero yo no.

– Eso ya no tiene importancia.

– Por supuesto que la tiene -dijo él, y al momento pareció darse cuenta de la extraña sonrisa que empezaba a formarse en las comisuras de los labios de su madre-. Espera un momento…

– Todo ha acabado, Zach.

– ¿Qué quieres decir? ¿Acabado? -Su mirada se posó sobre la taza de té-. ¿Qué has hecho?

– ¿Qué he hecho, Zach? -dijo ella-. Siempre he hecho lo que tenía que hacer. Tú no me crees, pero todo lo que he hecho ha sido porque te quiero.

– Tonterías, Eunice -farfulló él-. ¿Qué demonios has hecho?

Cuando las sirenas ya se oían en la entrada de la casa, Zach miró sobre el mostrador de la cocina y descubrió un armario con la puerta entreabierta.

– Oh, no… -Abrió la puerta del todo y extrajo varios frascos de medicinas-. No habrás… -susurró Zach, observando la taza de té, mientras el sonido de pisadas y voces se filtraba a través de los muros. Barrió la tetera de encima de la mesa y esta se rompió en mil pedazos-. No tenías que haber hecho esto, mamá.

– Por supuesto que sí. Lo he hecho por ti.

En ese momento, Eunice se abalanzó contra Adria, sacando la mano que había estado todo el tiempo metida en su bolsillo. En el puño sostenía un delgado puñal que brilló mortalmente bajo la luz.

A Adria le dio un vuelco el corazón.

– ¡No! -gritó Zach.

– ¡No puedes hacerme esto, Kat! ¡No te lo permitiré! -Eunice arremetió contra Adria.

Adria la esquivó y golpeó el antebrazo de Eunice. El cuchillo osciló hacia abajo rasgando la camiseta de Adria.

– ¡Adria! -Zach agarró a su madre y la hizo caer sobre el suelo de baldosas. Ella miró a su hijo mientras este intentaba quitarle el puñal.

Con destreza, se echó a un lado y, mientras sus ojos se clavaban fijamente en los de Zach, dobló el brazo y dirigió la afilada hoja contra sí misma.

– Sabes, Zachary -dijo ella mientras hundía el puñal en su abdomen-, tú siempre fuiste el más listo. El más querido y el más brillante.

– ¡No!

Zach le sacó el puñal y la sangre le llenó las manos, tiñendo de rojo la chaqueta de deporte de Eunice.

– ¡Oh, Dios! ¿Por qué? -gritó a la vez que las puertas se abrían de golpe y cientos de pasos resonaban por toda la casa.

– ¡Policía! -gritó una voz ronca-. ¡Tiren las armas!


Normalmente a Anthony Polidori no le gustaba que lo despertaran, pero cuando su informante llamó para decirle que Eunice Danvers Smythe había sido trasladada al hospital, y que se la acusaba del secuestro de London Danvers, Anthony agradeció a aquel hombre por la información. Desgraciadamente, al final habían acusado a Eunice.

Le afligió un ligero sentimiento de culpa al pensar en ella, porque sabía que Eunice se había enamorado de él hacía treinta y cinco años. Él estaba interesado en ella, sí, pero no la amaba con la misma pasión que ella sentía por él; solo se había acostado con ella para fastidiar a Witt. Eunice se lo había imaginado. En ese sentido habían sido almas gemelas, disfrutando el uno del otro a expensas de Witt.

Aquel malnacido.

De modo que Eunice había decidido destruir la vida de Witt. Aunque durante años su familia había sido culpada del secuestro por su culpa, Anthony respetaba sus agallas. Quizá no debería haberse apresurado tanto a romper con ella, cuando Witt descubrió su aventura.

Salió de la cama y se puso una bata a rayas desgastada por los codos y con los dobladillos hechos jirones. Se la había comprado su mujer hacía casi medio siglo y, a pesar de que era un harapo, nunca había tenido el valor de deshacerse de ella.

Se preguntó si Mario estaría en casa o con alguna mujer -aunque no es que eso le importara. Arrastrando los pies por las baldosas del pasillo, se puso a pensar en su vida y se sorprendió al darse cuenta de que el profundo odio que había sentido por los Danvers parecía haberse debilitado con los años.

Llamó a la puerta del dormitorio de su hijo y esperó. Nada. Golpeó con más fuerza, frunció el ceño e intentó girar el pomo, pero estaba cerrada con llave.

– Mario, hijo, ábreme.

Oyó una voz adormilada.

– Venga, abre la puerta.

– Por Dios. -Tropezando y tirando cosas a su paso, Mario apareció finalmente ante la puerta, con el pelo revuelto y sin afeitar-. ¿Qué…?

– Tenemos que hablar.

– ¿Estás bien de la cabeza? Son las cuatro de la madrugada.

– Levántate. Te espero abajo.

Mario se pasó una mano por la cara y bostezó. Cuando se desperezó, su espalda crujió.

– Deja que me ponga las zapatillas y coja los cigarrillos -dijo él y luego se dio media vuelta, tropezó de nuevo y masculló algo entre dientes.

Aquel chico no crecería jamás.

Anthony bajó las escaleras, y cuando su único hijo entró dando traspiés en la cocina, ya había descorchado una botella de champán.

– ¿Qué demonios ha pasado? -dijo Mario, chasqueando la lengua.

– Tenemos una celebración.

– Mierda, ¿y no podía esperar hasta una hora más decente…? ya sabes, hasta las seis o las siete de la mañana.

– No. Y tampoco es este momento para sarcasmos.

– Lo que tú digas, papi. -Mario acercó un encendedor a su cigarrillo-. De acuerdo, Estoy impaciente por saberlo. ¿Qué celebramos?

– Varias cosas. Ven, acércate. -Anthony palmeó el brazo de su sillón indicándole a su hijo que se sentara allí, como cuando era niño. Echando humo por la comisura de los labios, él hizo lo que su padre le pedía-. Muy bien. Aquí… -Anthony pasó una copa a su hijo; luego, cuando Mario la tuvo en la mano, rozó el borde de su copa con la de su hijo-: Por el futuro.

– Bueno, sí, pues por el futuro. -Mario, pensando que su padre había perdido un tornillo más y estaba un paso más cerca del manicomio, empezó a beber, pero la mano de su padre lo detuvo-. Y por el fin de la enemistad familiar.

– ¡Dios mío!

– De acuerdo, pues por Dios también -dijo Anthony magnánimo.

– ¿De qué estás hablando? ¿La maldita enemistad familiar ha acabado? ¿Cómo ha sido? ¿Abres una botella del mejor champán y afirmas que la enemistad familiar se ha acabado, y toda esa mierda que nos ha estado persiguiendo durante años queda olvidada? ¿Así de simple? -Mario hizo chasquear dos dedos. Luego se frotó los ojos-. Estoy soñando. Eso es lo que me pasa. Se trata de una especie de pesadilla.

– Estamos celebrando también otra cosa.

– Oh, bien. ¿De qué se trata?

– Tu matrimonio.

– Ahora sí que estoy seguro de que estoy soñando.

– No, Mario. Ya va siendo hora. Necesitas una esposa. Y yo necesito un nieto. Tenemos que pensar en el futuro y no en el pasado. Tú te casarás, tendrás hijos y todos seremos felices.

– Oh, sí, claro. ¿Qué te ha pasado esta noche?-preguntó Mario-. Cuando me fui a la cama todo estaba como siempre, y ahora me sacas de ella y te pones a hablar como si fueras un adivino. ¿Te has dado un golpe en la cabeza o algo por el estilo?

Anthony ignoró los delirios de su hijo y volvió a golpear con el borde de su copa la de Mario. Había muchas posibles esposas para su hijo, pero a él se le había ocurrido que Adria Nash -London Danvers- era la potencial candidata. Era hermosa, inteligente y rica. ¿Qué más se le podía pedir a una nuera? Por supuesto que existía la posibilidad de que ella no le quisiera. Bueno, en ese caso había otras posibles mujeres jóvenes entre las que elegir. Mujeres fértiles, hermosas, aunque no necesariamente tan inteligentes como esa London.

– Solo hay una mujer con la que siempre he querido casarme -dijo Mario súbitamente despierto, y Anthony tuvo que contener una expresión de disgusto-.Trisha.

Apretando los dientes, el viejo tuvo que tragarse el último pedazo de su falso orgullo.

– Yo no te lo voy a impedir. -Luego volvió a tomar un sorbo de champán, mirando la cara de incredulidad de su hijo, y se rió a mandíbula batiente, como no se había reído en años. Palmeó a Mario en una rodilla, con un gesto de cariño que aún no había olvidado; el cariño que había sentido en otro tiempo, cuando su mujer aún estaba viva y Mario tenía cuatro o cinco años, y casi no tenían problemas-. Bebe. Disfrútalo. Y déjame que te cuente lo que ha pasado esta noche…


Mientras salía del hospital en el centro de Portland, Zach estaba desalentado. Había observado sin decir una palabra la llegada de la policía, del abogado de Eunice y de Nelson, todos ellos hablando y gritando. A Zach se le había agriado el ánimo. Trisha -cuando se dignó aparecer- había pasado de largo sin siquiera saludar a Adria, para decir a Zach:

– Mira lo que habéis hecho.

Un grupo de periodistas se agolpaban en la puerta del hospital. Todos gritaban tratando de llamar su atención. -Señorita Nash, ¿es cierto que finalmente se ha demostrado que es usted London Danvers? -Sí, eso parece.

– ¿Cómo se siente ahora que por fin recupera a su familia natural?

– Todavía no lo sé. -Se sentía extraña. Aunque se suponía que Eunice se recuperaría, iba a pasar una temporada en el hospital, bajo vigilancia policial.

– Va a heredar usted una buena cantidad de dinero, ¿no es así? ¿Cuáles son sus planes? -Todavía no tengo ninguno. Zach intentó meterse en medio, pero Adria lo agarró de un brazo.

– Miren -dijo ella, hablando a los micrófonos que la estaban apuntando-, ahora mismo estoy muy cansada. Por supuesto, estoy muy contenta de saber que soy London -dijo, intentando no cruzar su mirada con la de Zach, intentando no escuchar el dolor que sentía en el corazón al saber que él era su hermanastro-, pero no tengo planes concretos para el futuro.

– ¿Se quedará permanentemente en Portland?

– No lo sé.

– ¿Qué me dice de las acusaciones contra Eunice Smythe?

– No tengo nada que comentar.

– ¿Es cierto que la atacó en el motel de Estacada?

– No tengo nada más que decir en este momento.

– Pero ahora que es usted una de las mujeres más ricas del estado, seguramente…

– Discúlpenme.

Se abrió paso entre los periodistas y salió al lado de Zach. No podía mirarle a la cara; no quería pensar en el futuro. Durante casi un año había estado pensando que si podía llegar a demostrar que ella era London, si podía encontrar a su verdadera familia, su vida podría cambiar para mejor. Había estado pensando en el dinero, por supuesto, y se había visto como una astuta mujer de negocios que podría sentarse en las comidas de candad como manejar los asuntos de Danvers International. La pequeña princesa de Witt Danvers. El tesoro al que él había amado por encima de todas las cosas, incluyendo sus demás hijos.

Había sido una estúpida. Una tonta estúpida con sueños de adolescente.

Y no había previsto que podría enamorarse de Zachary.

Subieron al jeep y Zachary dirigió su Cherokee hacia la calle. Una docena y media de coches les seguían.

– Bravo -masculló él, mirando por el retrovisor-Perfecto.

Miró a Adria. Ella estaba exhausta, apoyada contra la ventanilla, mirándole con unos ojos que le llegaban al alma.

– Seguro que estarán también en el hotel -dijo él, girando de golpe y observando los faros que les seguían.

Conducía como un loco, cambiando de carril a cada momento y girando en las esquinas de forma imprevista. Ella se dio cuenta de que cambiaban de dirección y vio que las luces del centro de la ciudad empezaban a desaparecer a sus espaldas.

– ¿Adonde vamos?

– A algún lugar tranquilo.

– ¿Los dos solos?

Él dudó, apretando los dedos en el volante hasta que los nudillos se le pusieron blancos, y luego asintió con la cabeza. Algo en el interior de Adria -algo que ella prefería no reconocer- empezó a despertarse.

– Los dos solos.


Jack Logan era demasiado viejo para conducir a tanta velocidad, persiguiendo a un lunático en un jeep. Estaba cansado y de mal humor, y si no hubiera sido por la botella de whisky no habría podido seguir avanzando; tendría que haber llamado a Jason y haberle dicho que siguiera él mismo a su maldita familia. Pero le había pagado, y mucho, y pensó que más tarde podría pasarse todo el día durmiendo.

La jubilación no le había sentado bien; echaba de menos la acción y la excitación del trabajo en la policía. Era cierto que sufría una artritis que le hacía cojear y que ya no era tan rápido como antaño, pero aún tenía una mente despierta y podía hacer muchas más cosas que cuidar del jardín de su hija, o dedicarse a los pequeños arreglos de la casa; esas cosas que su hija Risa insistía en que eran una buena terapia. No, él echaba de menos la acción, sentirse vivo, y odiaba la idea de que, por el hecho de haber llegado a cierta edad, le hubieran apartado del terreno de juego.

De manera que seguía aceptando el dinero de los Danvers, que no era tanto como para no necesitar la pensión, pero sí lo suficiente para mantener su sangre en movimiento y hacerle sentirse vivo de nuevo. Seguía al otro coche, que tanto iba en una dirección como en la contraria, cambiaba continuamente de carril, y aunque estuvo a punto de perderlo de vista vanas veces, al final siempre lo volvía a encontrar.

Tenía un sentido innato para ese tipo de cosas, y había imaginado a dónde se dirigía aquel conductor loco -cambiando de calles continuamente, pero siempre conduciendo hacia el norte-, mientras cruzaban el puente de la carretera interestatal en dirección a las aguas que separaban la frontera sur de Washington con Oregón: el río Columbia y la marina en la que estaban amarrados los yates de los Danvers.

El jeep dio media vuelta en la interestatal y Logan siguió conduciendo, cruzando el puente desde el que casi no se divisaba el negro abismo que era el río Columbia. En la parte más alejada del río, en Vancouver, exactamente sobre la frontera de Washington, dio media vuelta y se metió en la autopista, esta vez dirección al sur. Para celebrarlo, tomó un trago de su botella y siguió conduciendo directo hacia la marina. Tras haber mostrado su pase caducado al guarda de la puerta, siguió avanzando lentamente hasta el aparcamiento y allí vio el jeep de Zachary, estacionado en un rincón oscuro.

Bingo.

«Todavía estás en forma, Logan», se dijo, y volvió a llevarse de nuevo la botella a los labios para calentarse el estómago y la sangre que corría por sus venas. No tenía teléfono móvil, pero sabía que allí cerca había una tienda de ultramarinos con dos cabinas de teléfono delante de la puerta. Pensó que iba a dejar que Jason siguiera sudando un poco más; se tomaría un par de copas en un bar de topless que no estaba muy lejos de allí y luego llamaría a aquel desgraciado. Y ya que estaba puesto, le pediría un aumento. Caramba, se lo merecía.

25

El olor del río ascendía desde el agua acariciando las fosas nasales de Adria, mientras caminaba a lo largo del embarcadero de madera que bordeaba las negras aguas. Sus pasos sonaban con fuerza sobre la corriente del río y el viento que corría a través de las gargantas del este. La marina estaba llena de barcos caros, amarrados con las velas enrolladas a los palos, con los motores en silencio, meciéndose sobre las aguas en constante movimiento.

Zach la ayudó a subir al yate de los Danvers, un barco reluciente que, según suponía, ahora debía de ser parcialmente suyo. Todo aquello era un despilfarro, pensó, considerando el odio que Eunice sentía por Katherine. Adria no tenía ninguna duda de que había sido Eunice quien la había estado amenazando, y quien había matado a Kat y a Ginny, a pesar de las afirmaciones en contra que vehementemente había hecho Nelson.

Miró a Zachary. Alto. Fornido. Preocupado. El tipo de hombre rudo y oscuro del que debería salir corriendo. Aquella iba ser la última vez en su vida que estaría a solas con él. Así tenía que ser.

El viento movía su cabello, y ella se dijo que aquel era el precio que debía pagar por descubrir la verdad. Había conseguido todo lo que quería y más de lo que hubiera esperado. Sintió un peso en lo más profundo de su corazón al pensar en su futuro, tan brillante por fuera y tan árido e inhóspito sin el amor de Zach.

«No le des más vueltas. Déjalo correr, por el amor de Dios. No es una cuestión de vida o muerte. Solo son penas de amor. Sobrevivirás.»

– ¿Una copa? -preguntó él una vez hubieron bajado la escalera que conducía al salón principal, una amplia sala decorada con madera de teca y metal.

– ¿Por qué no? -Se sentó en un sofá marino que estaba pegado a la pared. Un trago tampoco le haría daño. Había pasado dos largas y agotadoras semanas, pero estaba demasiado nerviosa para irse a dormir. Lo observó mientras rebuscaba entre las botellas y sintió un dolor agudo en el corazón. «Es un hombre prohibido.» «Más allá de lo permitido. Fuera de los límites.»

– ¿Qué quieres? -¿Cómo podía actuar como si no hubiera pasado nada?

– Ese es el problema -dijo ella-. No tengo ni idea de lo que quiero.

– ¿Qué te parece una copa de brandy?

– No estaba hablando de la bebida.

– Lo sé, pero he pensado que deberíamos dejar esa conversación para otro momento.

– Creo que eso es imposible -dijo ella, reclinándose sobre los cojines.

– Mira, tal y como yo lo veo, has conseguido todo lo que querías, London…

– ¡No me llames así!

– Es tu nombre. Aquel por el que tanto has luchado. Será mejor que te acostumbres a utilizarlo.

– Lo sé. -Se puso de pie y frunció el entrecejo-. Pero no tú, ¿de acuerdo? Solo… no me llames tú así.

Él se quedó callado, sirvió las copas y meneó la cabeza.

– No me parece lo correcto.

Zach atravesó el salón y se paró tan cerca de ella que Adria pudo sentir el calor de su cuerpo. Alto. Fornido. Sin afeitar. Con los vaqueros ajustados a las caderas. Como un maldito vaquero.

Le pasó la copa y sus dedos rozaron por un momento los de Adria. La misma electricidad que pasó por el cuerpo de ella pareció sacudirle a él.

Ella se apartó maldiciendo a los hados y frunció las cejas, mientras el líquido descendía quemando su garganta, pero acabó por tomarse la copa de un trago. Quizá el alcohol podría adormecer sus sentidos para que cuando lo mirase ya no sintiera aquella agonía que le desgarraba el corazón, y poder olvidar el erótico tacto de sus manos sobre ella y no perderse en su mirada.

Alzó el vaso para que se lo volviera a rellenar y levantó una ceja interrogativa. Pero la mirada de él era indescifrable.

– ¿Quieres emborracharte?

– Quizá.

– No creo que sea una buena idea.

– Yo creo que sí.

– No vas a reconsiderarlo.

– No.

– Adria, no creo que…

– No me des lecciones, ¿vale? No las necesito, ni de ti ni de nadie. -Adria se acercó al bar y se sirvió otro buen chorro de licor. Ya sentía el calor del alcohol corriendo por sus venas, y cuando tomó otro par de tragos empezó a sentirse más atrevida-. ¿Y qué es lo que vas a hacer ahora, Zach? Ya sabes, ahora que resulta que eres mi hermano.

– Salir corriendo.

Ella se rió, pero sentía un deseo secreto, profundo y prohibido que crecía en ella y la embriagaba. -Todavía estás aquí -observó ella.

– Porque todavía no estoy seguro de que no haya un asesino por ahí suelto.

– Creí que pensabas que tu madre era la culpable. -Así es… pero hay algo que no me parece convincente en toda esta historia.

– De manera que estás empezando a creerte su historia.

– Solo una parte.

Ella decidió hacer el papel de abogado del diablo. -De modo que a causa de la otra amenaza, del otro asesino, ¿qué es lo que vas a hacer? ¿Seguir pegado a mí hasta que lo metan entre rejas? ¿Ser mi guardaespaldas personal? -Ella bebió otro poco de brandy.

– Ese es el plan.

– Puede que yo no quiera un guardaespaldas -dijo ella, dejándose llevar por el impulso de decir exactamente lo que le pasaba por la mente-. Puede que quiera un amante.

– Entonces tendrás que buscarte uno tú misma, ¿no te parece? -Él se acabó su copa e ignoró el impulso de servirse otra. Achisparse no iba a mejorar aquella ya de por sí explosiva situación. Adria («no, London. Recuerda, es London ¡métetelo en la cabeza!») ya estaba empezando a perder el control, aunque no la culpaba por eso. Ambos habían estado demasiado unidos durante las últimas semanas.

Pero él no estaba convencido de que el peligro hubiera pasado. Había algo que no le cuadraba.

«¿O solo se trata de una excusa para seguir a su lado? ¿Para estar cerca de ella? ¿Para esperar que puedas olvidar quién es durante el tiempo suficiente para hacerle el amor?»

Se le hizo un nudo en el estómago mientras miraba con mala cara el fondo de su vaso, y luego sintió que ella le clavaba sus eróticos ojos azules.

– Pero yo te quiero a ti, Zach, solo a ti.

Él cerró los ojos y maldijo para sus adentros.

– No puedes. Sabes que eso es imposible.

– ¿Lo es?

Acabándose la bebida de un trago, ella dio un paso hacia él meneando la cabeza. Sus negros bucles se balancearon alrededor de su cara.

– Tú también me deseas.

– Por Dios, Adria, no me hagas esto -dijo él con voz crispada.

Ella no se detuvo hasta estar a su altura y luego se puso de puntillas, pasó las puntas de sus dedos por su pecho y apretó sus labios contra los de él.

– Ya lo hemos hecho antes.

– Pero no sabiendo que… oh, Dios.

Ella le acarició la nuez y luego le recorrió el borde de los labios con la lengua. A Zach se le deshacían los huesos y, con toda la fuerza de voluntad que pudo acumular, la agarró con fuerza por las muñecas.

– ¡No, Adria!

– Zach, por favor, te quiero…

– ¡Por el amor de Dios, no puedes! ¡Yo no puedo! -Su cerebro le discutía. «¿Por qué no? No será la primera vez que cruzas ese umbral. Una vez más y luego basta, adiós, para siempre. ¡Tómala, tómala ahora!» El deseo empezó a correrle por las venas y las sienes empezaron a palpitarle. La presión de su entrepierna empujaba ardientemente contra su bragueta. Cerró los ojos para apartar de sí el ansia de amor que brillaba en los ojos de ella-. Nos arrepentiremos de esto -gruñó él, sintiéndose como un barril de cerveza a punto de estallar.

– Nunca -dijo ella y el dolor de su voz rompió su duro caparazón.

Empujándola contra la pared, la besó con brutalidad, furiosamente. Le alzó las manos por encima de la cabeza y le asaltó la boca con la lengua. Sus pechos subían y bajaban tras la tela de su chaqueta, y él agarró uno con la mano.

– ¿Esto es lo que quieres, London? -dijo él, forzando aquellas furiosas palabras para que salieran de su boca, mientras metía la pelvis entre los muslos de ella, presionando contra su montículo.

– Yo no soy… -dijo ella, abriendo los ojos horrorizada.

– ¡Lo eres! Y es mejor que te enfrentes a ello. Él se estremecía por dentro de deseo, dispuesto a mandar a paseo sus precauciones y poseer su entregado cuerpo. La barrera de sus ropas era delgada, fácil de derribar, y entonces podrían estar desnudos. Solos. Hombre y mujer.

Hermano y hermana.

¡No! Si no paraba ese juego peligroso, se dejaría llevar por el anhelo de echarse sobre su cuerpo y poseerla. Demonios, y si ella no dejaba de mirarle de aquel modo… Él la besó de nuevo y esta vez su beso no fue tan brusco; la abrazó apretándola contra su cuerpo y perdiéndose en la maravilla de sus ojos. Introdujo los dedos en los espesos bucles de su pelo negro y sintió su boca abierta para él. Exploró con la lengua el sedoso paladar y ella gimió tan suavemente que apenas pudo oírla.

Le acarició el pecho, metiendo la mano por debajo del sujetador, sintiendo cómo se tensaba el pequeño pezón, sintiendo cómo el gemido del deseo ascendía por la garganta de ella.

– Yo… yo no puedo -susurró ella con lágrimas cayéndole por las mejillas.

– Lo sé. -Él se tragó su lujuria y de repente oyó un sonido que estaba fuera de lugar, como de cuero rozando madera. Su corazón desbocado se detuvo por un instante. j

No estaban solos. I

¡Demonios! I

Alzando lentamente la cabeza, colocó una mano sobre la boca de ella y le hizo un gesto para que se estuviera quieta. Por encima de sus manos callosas, él vio como sus cejas se juntaban por un instante y luego se alzaban de golpe. Ella había captado el mensaje

– Quédate aquí -le susurró él al oído.

– No… -dijo ella contra la mano de él, pero Zach le lanzó una mirada que no admitía discusiones y le seH ñaló que se metiera en la cabina; luego él subió lenta-j mente y sin hacer ruido las escaleras.

Con el corazón latiéndole deprisa y la mente nublai da por el miedo, ella lo vio salir. ¿Y si la persona que estaba en cubierta era el asesino que él insistía que andaba suelto? ¿Y si Eunice no era el asesino? ¿Quién podrías ser? Sintió los rápidos latidos de su corazón. No podía dejar que Zachary se enfrentara solo a él. Salió deprisa al salón en busca del arma, pero no la encontró y empezó a subir silenciosamente la escalera hacia la cubierta.

– …de manera que no te importa si es tu hermana o no, aun así te la quieres follar.

La voz de Jason Danvers susurraba por encima del sonido del viento.

A Adria se le puso la carne de gallina. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Les había estado siguiendo?

Subió la escalera del todo y se quedó espiando ai Jason, que estaba de pie, con un brazo apoyado en la botavara, con el viento de la noche haciendo que su chaqueta se hinchara alrededor de sus caderas. Estaba empezando a llover con fuerza, pero él seguía de pie, con la cabeza descubierta y los ojos clavados en su hermano menor.

Adria sintió que estaba en presencia de algo totalmente maligno. ¿Habría un teléfono a bordo? ¿Podría meterse de nuevo en la cabina y hacer una llamada sin que él se diera cuenta? ¿O acaso el teléfono estaría en el puente? ¿O una radio o algo por el estilo?

– Por Dios, Zach, es que nunca aprenderás. Primero Kat y ahora su hija. Adria se quedó helada.

– Tú también estuviste con Kat -dijo Zach con calma, con la espalda apoyada en el tambucho, mientras se enfrentaba a su hermano.

– Pero yo no he seguido luego con London.

– Posiblemente porque estabas demasiado ocupado matando a Ginny Slade.

– Eso es lo que te imaginas, hermanito. Por Dios, si te esfuerzas un poco más, puedes llegar a ganar un premio Agatha Christie o algo por el estilo. Tú y Adria, no, London, os habéis convertido en un par de detectives.

– No era necesario que la mataras.

– ¿No querrías que la dejara ir por ahí contando su historia? Sabía lo de mamá. Sabía que ella era la única que estaba detrás del secuestro. -Sonrió burlonamen-te, lanzando una mirada enfermiza y lasciva a la oscuridad-. Pensé que podría utilizar los planes de mamá para conseguir lo que quería. Pero tenía que ir un poco más lejos. Incluso sabía que había matado a Kat. Me sorprendió que la policía no lo averiguara.

– Pronto lo sabrán.

– Demasiado tarde. Pero fue una suerte que Sweeny encontrara por fin a Ginny. La estuve buscando durante años.

– ¿Para qué?

– Para asegurarme de que nuestra pequeña hermanita no volvería a aparecer.

Adria trató de escabullirse de nuevo por la escalera.

– No te muevas de ahí, London -dijo Jason y ella se quedó helada-. ¿No creerás que no te había visto? -Chasqueó la lengua-. Ven aquí y únete a la fiesta.

– Esto no es una fiesta. Déjala marchar.

– No puedo hacerlo. -Hizo un gesto a Adria con las manos para que subiera la escalera y entonces ella pudo ver la pistola, acerada y fría, brillando en su mano. Así que eso era todo. El callejón sin salida. A menos que Zach pudiera detenerlo-. Dime -dijo Jason-, ¿qué se siente al ser la mujer más rica de Portland? Será mejor que disfrutes de la sensación, porque no te va a durar demasiado.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó ella, subiendo por la escalera y sintiendo las frías gotas de lluvia que caían sobre su piel.

– Estaba charlando con mi hermano. Ahora tú eres parte de la familia, así que puedes unirte a nosotros.

– ¿Cómo nos has encontrado?

– Oh, bueno, tampoco ha sido tan difícil -se burló Jason mientras el viento arreciaba-. Sabía que estaríais juntos en alguna parte. Sólo era cuestión de imaginar dónde podríais querer pasar el rato juntos. Tenía que ser en algún lugar cercano, pero privado. Por Dios, Zach, sé que te crees que eres una especie de rebelde irreverente, pero ¿tirarte a tu propia hermana?

– Eres un miserable hijo de puta -dijo Zach, arremetiendo contra Jason, pero este dio un paso atrás y le lanzó una sonrisa tan malvada que a Adria se le heló el corazón.

– ¡No! -gritó ella, esperando oír el estallido de un disparo.

En lugar de eso, Jason empujó la botavara, y esta dio media vuelta atrapando a Zach por la cintura y arrojándolo contra la barandilla.

– ¡Oh, Dios! -Adria se lanzó sobre Jason, pero era demasiado tarde, pues este había agarrado a su hermano y le golpeaba en la nuca con la empuñadura de la pistola.

Adria gritó.

A Zach se le doblaron las piernas.

– ¡Maldito bastardo! -Adria se echó sobre Jason, agarrándole la mano con la que sujetaba la pistola, pero él la empujó lanzándola contra la barandilla. ¡Crac! El dolor le recorrió el cerebro. Se golpeó la cabeza contra la dura madera y se quedó atontada, con los pies resbalando por el suelo del puente, mientras su mirada se centraba en los dos hermanos.

Zach se levantó y le lanzó una patada hacia arriba, alcanzando a Jason en la ingle.

Con un gruñido de absoluta agonía, Jason se dobló.

Tambaleándose, Zach trató de patear a su hermano de nuevo.

Pero Jason era rápido. Agarró la bota de Zach entre las manos y lo trabó contra la barandilla.

«¡No, oh, no!» Adria avanzó tambaleándose hacia Jason, mientras este le retorcía la pierna a Zach. Este gritó de dolor y Adria se lanzó hacia delante, resbalando con los pies, mientras trataba de caer sobre la espalda de Jason.

Él todavía sostenía la pistola en una mano, pero a ella no le importó; se lanzó sobre él, dándole patadas y arañándole, luchando con todas las fuerzas de su cuerpo, mientras el barco se mecía y la lluvia seguía cayendo como una gruesa cortina.

Jason volvió a retorcerle la pierna a Zach y este aulló cuando se oyó el escalofriante ruido de los tendones separándose del hueso. Adria concentró todos sus músculos en la espalda de Jason, pero en ese momento, Jason empujó a su hermano y lo hizo caer a las frías y oscuras aguas del Columbia.

– ¡Oh, Dios, no! ¡No! -gritaba Adria, pateando con más fuerzas. No podía perder a Zach de aquella manera. ¡No podía!

Jason la apartó de un empujón.

– Desde la primera vez que te vi sabía que no me traerías nada más que problemas. -La pistola apuntaba directamente a su corazón, pero a ella no le importaba, no cuando Zach se estaba ahogando.

– Y tú eres un maldito asesino -dijo ella con una furia que le salía del alma-¡Púdrete en el infierno! -Corrió hacia la barandilla y saltó por encima, convencida de que oiría el sonido de un disparo a sus espaldas.

Pero no oyó nada más que el silencio mientras se sumergía en las aguas heladas y rezaba para ser capaz de encontrar a Zach. Antes de que fuera demasiado tarde.

Jason se la quedó mirando mientras se sumergía en el río y bajó la pistola. No podría durar más de dos minutos en el río. La temperatura del agua era muy baja y si la alcanzaba la corriente descendería por el río como un torrente. Él no tendría que asumir la responsabilidad de ninguna de las dos muertes, y con los arreglos adecuados, la prensa y la policía creerían probablemente que se trataba de un suicidio pactado: puesto que eran amantes, cuando descubrieron que eran hermanos decidieron acabar con todo aquello.


Sí, aquello podría funcionar, pensó, empapado y temblando de frío. Pensó en Zach y no sintió nada más que disgusto. Años atrás, la noche del secuestro, Jason le había jugado una mala pasada a Zach, intentando matar dos pájaros de un tiro. Sabía que los matones de Polidori le irían a buscar al hotel Orion. Sophia, la puta, era el cebo y Zach había sido un ingenuo. El que además le hubieran acusado del secuestro de London había sido un golpe de suerte. Al menos para Eunice. La policía se había tragado su coartada y Zach estaba tan empapelado que se convirtió en el sospechoso número uno. Jason pensó en su madre, convaleciente en el hospital. Posiblemente muriéndose. ¿Podrían culparla de alguna manera por las muertes de Adria y Zach? Por supuesto que no. Estaba bajo vigilancia policial las veinticuatro horas. Ni siquiera Jack Logan había podido acercarse a ella.

Secándose la lluvia de la cara, Jason escudriñó las estigias aguas del Columbia buscando algún signo de vida. No vio nada.

Puede que ya estuvieran muertos. Lo cual le facilitaba las cosas. Cuando Adria apareció por Portland, Jason sintió pánico. Las noticias que le había hecho llegar Sweeny de que ella era realmente London habían sido un duro golpe, pero instintivamente había sabido qué era lo que tenía que hacer. Para su sorpresa, matar le había parecido más fácil de lo que al principio había pensado. Después de comprar una coartada, había seguido a Adria y Zach hasta San Francisco, esperando poder matar a Ginny antes de que ellos avisaran a la policía o hablaran con ella. Por supuesto, no había sucedido así. Pero había conseguido salir de la casa antes de que lo atraparan.

Había aprendido muy bien de su madre. Eunice nunca podría imaginarse las cosas que le había enseñado. Había estado espiándola durante años y recientemente había descubierto lo que ella era capaz de hacer. Siempre había creído que él era quien tenía más osadía para hacer cualquier cosa con tal de preservar el nombre y la fortuna Danvers, todo aquello que tenía que heredar de su padre. Pero estaba equivocado. Eunice era la más fuerte de la familia.

Miró su reloj y escudriñó las aguas del río por última vez. Había pasado casi media hora desde que Zach y Adria cayeran por la borda. Tiempo suficiente para que el río hubiera hecho su trabajo.

Ahora había llegado la hora del espectáculo.

– ¡Socorro! -gritó, haciendo bocina con las manos en dirección a la caseta del guarda-. ¡Hombre al agua! ¿No me oye nadie? ¡Por el amor de Dios, necesito ayuda! -Corrió escaleras abaj o, llegó al teléfono y llamó al 911.

Esperó un rato, hasta que se asomó la primera persona de un barco vecino y empezaron a oírse a lo lejos las sirenas de la policía. Entonces se quitó los zapatos y la chaqueta, y se lanzó al agua a esperar. Para cuando llegara la policía, la corriente se habría llevado los cadáveres de London Danvers y su amante -su hermano- hacia el mar. Quizá la policía sospecharía de él, pero nunca podrían probar nada… dos vidas más arrebatadas por la fuerza del río.


Zach tosió, se hundió en el agua y luego tosió de nuevo. Cielos, estaba helado. Endemoniadamente helado. Sentía la cabeza como si le hubieran golpeado con una barra de hierro. Instintivamente, se empujó hacia arriba notando que la corriente lo arrastraba. Una vez en la superficie, llenó los pulmones de aire y sintió que se hundía de nuevo.

Tenía todos los músculos entumecidos y no podía mover una pierna, pero se forzó a ascender de nuevo a la superficie y tomó otra bocanada de aire. Algo iba mal -terriblemente mal- pero no podía recordar qué era. Respiró aire y tragó agua, y luego vio unas luces no demasiado lejos. Con esfuerzo empezó a respirar, todavía tosiendo, sintiendo que su cuerpo se deslizaba sobre el agua y notando que los helados dedos del río trataban de arrastrarlo de nuevo hacia el fondo.

Poco a poco empezó a recuperar la memoria. Mientras peleaba contra la corriente, las piezas de la noche empezaron a juntarse en su mente. Nadó con más fuerza, tratando de flotar sobre el agua, luchando contra la corriente y esperando que el peso muerto de su pierna no le hiciera desfallecer.

«¡Adria!» Se había quedado con Jason en el yate. Oh, Dios, podría estar ya muerta. La adrenalina empezó a bombearle por la sangre y se puso a nadar más rápido, ignorando el frío glacial, intentando no desfallecer por los calambres que sentía en los músculos y moviéndose rápido sobre el agua. Solo esperaba que aún no fuera demasiado tarde. «¡Dios, por favor, permíteme que la salve!»

Estaba ya a casi quinientos metros del barco, arrastrado por la corriente, cuando finalmente se pudo agarrar a un pilote, y tosiendo y temblando, consiguió salir del agua, se echó sobre la orilla rocosa y empezó a vomitar agua, pensando que había estado a punto de morir. Había perdido una de las botas en el río y se quitó la otra. Una de las piernas le dolía condenadamente. Apretando los dientes, escaló por la orilla como buenamente pudo. Apoyándose en una pierna, consiguió subir a un embarcadero de cemento y avanzó por el pavimento anegado por la lluvia, hacia una gasolinera abierta durante toda la noche. Se acercó cojeando hasta la pequeña oficina del guarda.

Bajo la luz titubeante de un fluorescente, un empleado, con la colilla de un cigarrillo prendida entre los labios, vio acercarse a Zach y se agachó bajo el mostrador para agarrar su pistola.

– Dios bendito, menudo aspecto tiene -dijo mientras se dirigía hacia la puerta.]

– Llame a la policía -gritó Zach, agarrándose al marco de la puerta.

– Vaya mierda. Por supuesto, ahora mismo llamo a la policía. -Apuntando la pistola en dirección a Zach, el empleado cogió el teléfono y marcó un número con dedos temblorosos-. Hola, soy Louie, de la Texaco que está en la carretera de la marina. Tenemos un pequeño problema aquí…


– …ya le digo que no sé lo que pasó. Yo estaba abajo, en el salón, y de repente oí un ruido en cubierta. Subíi corriendo la escalera y me di cuenta de que Adria Nashí y Zach ya no estaban por ninguna parte. Por eso pedí ayuda y salté al agua -dijo Jason con tono convincente. Le castañeaban los dientes, estaba temblando, y tenía las ropas empapadas y pegadas al cuerpo.

Había llegado la policía y una lancha patrullera estaba ya en el río, mientras que los demás policías recorrían el yate, haciéndole preguntas y registrando el interior. Ya habían saltado varios buzos a las heladas aguasl y sus linternas hendían la oscuridad del río.

Llegó otro coche patrulla con las luces de destellos encendidas. Cuando vio que el coche aparcaba al lado; de los otros y descendían de él dos oficiales, Jason se preparó para otra serie de preguntas. Pero no estaban solos. Tardaron un rato en ayudar a salir a otro hombre del asiento trasero.

Escudriñó la oscuridad, y cuando los oficiales y el otro acompañante pasaron bajo las luces de seguridad, pensó que había perdido la cabeza. El tercer hombre eral Zach. Completamente vivo. Arrastrando la pierna herida y lo bastante enfurecido como para echar chispas.

Un terror caliente como un ácido empezó a quemarle el estómago. Tenía que darle la vuelta a todo aquel asunto de alguna manera.

Zach sabía demasiado.

Tendría que encontrar una manera de detenerlo. Pero Zach no era el tipo de persona a la que se puede comprar. Con dinero no podría conseguir nada. No, su debilidad eran las mujeres, y la única mujer que podría persuadirle de que mantuviera la boca cerrada ya no estaba allí; sin duda ahora su cuerpo estaría flotando hacia el mar.

Por primera vez en su vida, viendo la cara enfurecida de su hermano, Jason supo lo que era el miedo. Un miedo auténtico y real que le hacía estremecerse hasta los huesos.

Apoyándose en unas muletas, y con un chubasquero echado sobre los hombros, Zach ascendió por la pasarela hasta la cubierta del yate. Estaba pálido, empapado, desaliñado y furioso. Llevaba la barbilla elevada en un gesto despiadado y sus ojos grises emitieron una luz asesina en cuanto se posaron sobre su hermano mayor.

– ¡Zachary! -Jason intentó que el tono de su voz sonara aliviado, aunque en realidad sentía que estaba acabado-. Cielos, temí que hubieras desaparecido cuando te caíste…

– ¿Dónde está Adria? -preguntó Zach.

– No está aquí. Se tiró al agua detrás de ti, creo.

– ¿Crees? ¿Crees? ¿Dónde demonios está, mentiroso pedazo de mierda? -Zach se abalanzó hacia Jason, tirando las muletas y estuvo a punto de caerse al torcerse el tobillo. Agarrando con los puños la mojada camisa de su hermano, acercó su cara a la de Jason-. Si le ha pasado algo, te juro por Dios que lo pagarás.

– ¡Oiga, ya está bien, cálmese! -le gritó un policía, corriendo hacia él.

Zach no le hizo caso. Dio un puñetazo a Jason en plena cara.

¡Crac!

Se le rompió el cartílago de la nariz y empezó a brotarle la sangre.

Jason sintió un horrible dolor por toda la cara.

Trató de protegerse, de darle un puñetazo, pero ya era demasiado tarde.

Frenético de ira, Zach le lanzó otro puñetazo a las costillas, que hizo que Jason estuviera a punto de caerse al suelo.

– ¡Maldito bastardo. Maldito bastardo asesino! -gritaba Zach mientras uno de los policías lo separaba de su hermano-. Tú la has matado.

– Bueno, cálmese -le advirtió otro de los policías, pero Zach agarró la muleta e intentó golpear a su hermano con ella.

Jason esquivó el golpe y el policía más fornido agarró a Zach.

– El señor Danvers nos ha dicho que ustedes dos se cayeron o se tiraron al río…

– ¿Que nos caímos? ¿Que nos tiramos? Este desgraciado me empujó. -Zach se volvió hacia su hermano-. ¿Dónde demonios está ella? ¿En el río? ¡Oh, Dios, será mejor que reces para que no le haya pasado nada!

– ¡Zach! -dijo Jason con un tono de voz avergonzado- Lo siento…

– Y un cuerno lo sientes. Estás esperando que te cubra las espaldas, ¿no es así? Pues ni lo sueñes. ¡Porque no pienso hacerlo! ¡Has intentado matarme! -dijo él, apretando los dientes-. Y por lo que sé, también has intentado matarla a ella.

– Arreglaremos esto en comisaría -dijo uno de los oficiales.

– ¡No! ¡Antes tienen que encontrarla a ella! -insistió Zach, intentando llegar hasta la barandilla, mirando hacia las negras aguas-. ¡Tienen que encontrarla!

– Ha pasado ya más de media hora, señor Danvers…

Zach se abalanzó hacia la borda, con los ojos fijos en la oscuridad. Intentó saltar al agua, pero una mano le agarró por la espalda, y luego una segunda, y luego le pusieron unas esposas.

– No puede…

– Vamonos, señor Danvers.

Trató de escabullirse, pero su tobillo herido no le permitía andar, haciendo que le doliera toda la pierna. Los agentes lo metieron en uno de los coches y Zach estuvo seguro de que nunca más volvería a verla. Ya no podría decirle que la amaba; nunca más, durante el resto de su vida, volvería a sentirla como cuando estaba a su lado. Adria Nash, o London Danvers, como quisiera que la llamaran, se había ido para siempre.


Zach había pasado varios días sin dormir. Cada período de veinticuatro horas parecía diluirse en el siguiente y él no tenía ni idea del tiempo que pasaba, o de la fecha que era, solo vivía con el angustioso conocimiento de queja-son estaba entre rejas y su madre, una vez recuperada de las heridas y dada de alta del hospital, se enfrentaba a un juicio. El cómplice de Jason, un matón en libertad condicional, había estado hablando más de la cuenta en un bar cercano al muelle de los pescadores y un informante de la policía lo había descubierto. No había hecho falta persuadirlo demasiado para que declarara y mencionara el nombre de Jason.

Nicole, quien se había trasladado con Shelly a Santa Fe, acababa de pedir el divorcio, y Kim había desaparecido de la escena con rapidez. Nadie la había visto desde hacía tiempo, aunque muchos sospechaban que ella había sido la primera en dar la noticia a la prensa de que Adria Nash era London Danvers. Por lo que a Zach respectaba, su hermano mayor y su amante se merecían todo lo que les pasara y mucho más.

Trisha había abandonado a Mario Polidori, cuando él le pidió que se casara con ella, diciéndole claramente que se mantuviera apartado de su vida. Pero Zach no creía que aquella fuera la última palabra. Trisha siempre había actuado como una estúpida cuando se trataba de Mario.

Y en cuanto a Nelson, al final parecía que tenía más agallas de las que él había supuesto, y en ese momento estaba intentando ayudar a Eunice. Durante años había sido un alma perdida, procurando mantener el equilibrio entre lo que era y lo que pensaba que tenía que ser, intentando todavía complacer a su padre.

La mayoría de la gente creía que Adria había muerto.

Zach tenía el corazón destrozado por una pena que se le propagaba por el cuerpo.

La policía y varios voluntarios habían emprendido una búsqueda a fondo por el río, y lo habían dragado en las zonas en que se podía, pero los informes de la prensa y de la policía especulaban con que el cuerpo de Adria podía haber sido arrastrado hasta el mar, que allí llamaban el gran Pacífico. Él cerró los ojos y sintió la presión de unas lágrimas amargas bajo los ojos. No había llorado desde hacía años, pero ahora no dejaba de sollozar como si fuera un niño.

En su imaginación podía verla a ella, medio seductora, medio inocente, con sus azules ojos rebosando deseo, mientras se tumbaba a su lado, pidiéndole que la amara. Se había sacrificado por él, arrojándose al río cuando lo que debería haber hecho era escapar de allí. Él tenía que haber sido quien intentara salvarla a ella. Él debería haber muerto y ella debería estar empezando una nueva y vibrante vida como London Danvers.

«Hijo de puta», gruñó, mientras destapaba de nuevo la botella de Scotch que le hacía compañía y echaba un buen chorro en su vaso vacío, uno que había cogido del cuarto de baño de aquel hotel Danvers: su pesadilla. Se preguntó si su padre lo estaría viendo en aquel momento. «¡Espero que te estés riendo a gusto de mí!» Se quedó mirando al techo, pero pensó que, mejor que eso, quizá había otra alternativa, y Witt Danvers no debía de estar al otro lado de las puertas del paraíso, no señor, sino más bien en el infierno, intentando llegar a un trato con el diablo.

Zach apretó los dientes con furia silenciosa. La prensa parecía haberse lanzado a competir para ver quién publicaba el mayor escándalo de la infame familia Danvers, y todavía estaban acampados a las afueras del hotel, del yate, del rancho, de los aserraderos, de las explotaciones forestales y de las malditas oficinas centrales de la compañía. Zach se echó al gaznate tres dedos de whisky y miró el reloj. Ya eran casi las diez. Dios, menudo desastre. Tenía un regusto amargo en la boca y le ardían las entrañas. Sonó el teléfono que tenía al lado de la cama; lo descolgó deseando en su interior oír la voz de Adria, pero sabía que eso no sucedería jamas.

– ¿Sí?

– ¿Quién está al mando?

– ¿Quién habla? -preguntó Zach.

– ¿No me digas que no me reconoces?

– Sweeny -dijo Zach con una sensación de asco.

– Tu hermano, el que está en la cárcel, me debe dinero.

– Sí, me lo imagino.

– He pensado que quizá tú deberías hacerme los honores.

Zach agarró la botella medio vacía y se echó un trago.

– No lo creo.

– Tengo una información nueva.

– Métetela en el culo.

– Es sobre London.

Todos los músculos de su cuerpo se tensaron. «No te derrumbes por esto.» Le dieron ganas de arrojar el teléfono al suelo, pero no lo hizo. Aguantó la respiración y esperó.

– Pero antes tendrás que pagarme.

– Vale. Estoy en la habitación 714.

– Voy para allá.

Clic. Zach se quedó mirando la botella y se preguntó si debería acabársela antes de enfrentarse con ese Oswald Sweeny.

Ignorando las muletas, se levantó de la cama, se miró en el espejo y se estremeció. Tenía la cara todavía pálida y lo que había pensado que no sería más que la barba de dos días era al menos de seis. «Mierda», farfulló mientras se quitaba la ropa y se metía en la ducha, intentando no mojarse la maldita escayola, esperando que el chorro de agua caliente sobre su piel pudiera llevarse el recuerdo de ella. Pero el agua de la ducha no pudo hacer nada para borrar unas imágenes que parecía que iban a acompañarle para siempre.

Se afeitó mirándose al espejo con el ceño fruncido. Todavía tenía un aspecto horrible.

Cuando llegó Sweeny estaba de nuevo zambullido en la botella. Balanceándose sobre sus muletas, con la botella agarrada en una mano, abrió la puerta.

– ¿Cuánto te debemos? -preguntó sin más preámbulos.

Oswald dudó mientras entraba en la habitación.

– Lo confirmaré cuando vea a Jason -dijo Zach, sabiendo que aquel tipo intentaría tomarle el pelo y sacarle algo más de dinero. Se acercó al escritorio y apoyó la cadera en una esquina-. ¿Quieres un trago?

Sweeny sonrió mostrando sus pequeños dientes, pero algo en la mirada de Zach, probablemente la mortal dureza que se reflejaba en sus ojos, le convenció para que declinara la invitación.

– Quiero la factura ahora mismo.

Sweeny dio un sobre a Zach, pero este no se molestó en abrirlo.

– Dime qué más has averiguado.

– No antes de que me pagues.

Zach no movió ni un solo músculo; se quedó observando a Sweeny, mirándolo como la cucaracha que era.

– La prensa me pagaría mucho dinero por lo que sé.

– ¿La prensa amarilla? -resopló Zach-. No tires piedras contra tu propio tejado.

– De acuerdo, de acuerdo -dijo él, levantando las carnosas palmas de sus manos-. Mira, la cuestión es que no podía dejar correr este asunto así como así. Todo ese tema de London era demasiado intrigante. Fíjate, hasta he pensado que debería escribir un libro, uno de esos libros revelación.

La mirada que le lanzó Zach hizo que se callara de golpe.

– En fin, he seguido investigando y ¿a que no adivinas lo que he descubierto? Tu viejo era impotente. -Esperó durante un rato a ver cómo reaccionaba Zach, pero la flacidez de la polla de Witt no era un gran secreto. Al menos no para Zach. ¿Adonde quería llegar Sweeny?

– Bien -dijo Sweeny, cuando los ojos de Zach le miraron por encima del borde de su vaso-. Pues a Witt Danvers no se le levantaba, al menos no muy a menudo. No lo bastante a menudo como para poder estar seguro de que engendraría otro hijo, o sea para ser el padre de London. Lo estuve investigando, y la verdad es que me llevó bastante tiempo, pero descubrí que tu madrastra, mientras se suponía que estaba visitando a unos parientes en Victoria, se dirigió a una clínica de Seattle para que le hicieran una inseminación artificial de un donante privado.

– ¿Qué estás diciendo? -dijo Zach, alzando la cabeza de golpe.

Sweeny esbozó su leve y diabólica sonrisa de satisfacción, contento por haber conseguido finalmente captar la atención de Zach.

– Te estoy diciendo que Adria Nash es London Danvers, pero no es hija de Witt Danvers, al menos no técnicamente, o biológicamente, digamos.

A Zach se le cayó el vaso de la mano y el whisky se derramó por el suelo salpicando los bajos de sus pantalones téjanos. La cabeza estaba a punto de estallarle.

– Si estuviera viva, supongo que todavía tendría derecho a toda su herencia. Eso lo tendría que decidir el equipo de abogados, pero dado que ella era la niña por la que tan loco estaba Witt, ella sigue siendo su princesa, la heredera de todo, y dado que la mitad de tu familia está muerta o entre rejas, ella se lo quedaría todo. ¿No crees?

– Si estuviera viva -gruñó Zach casi sin mover los labios.

– Sí, bueno… yo no puedo hacer nada a ese respecto.

– Supongo que puedes probar lo que acabas de contarme.

– Por supuesto. Se pueden conseguir los archivos, por orden del juez, tú ya me entiendes, y hasta he encontrado a una enfermera dispuesta a hablar. Es una pena que London haya muerto.


Zach llevó sus bolsas de viaje hasta el vestíbulo del hotel. Se había quedado en Portland mucho más tiempo del que tenía pensado quedarse. Había pasado casi una semana desde que hablara con Sweeny y los medios de comunicación ya no estaban sitiando ninguno de los edificios de la familia Danvers. Todavía llevaba la escayola, pero ya podía andar sin muletas y quería largarse de aquella maldita ciudad. Y no sabía si volvería alguna vez. Ya era hora de marcharse.

Llevado por un impulso, dejó el equipaje en la recepción del hotel y subió hasta el salón de baile, el primer lugar donde había visto a Adria. Abrió las puertas como si fuera a encontrarla allí, pero cuando encendió las luces, solo vio una sala vacía y fría, y sin un aliento de vida.

Ella solo le había dejado su recuerdo, un tobillo roto y la cruda confirmación de que nunca volvería a ser el mismo.

«Estúpido», farfulló, caminando por la gran sala y dejando que la puerta se cerrara de un golpe a sus espaldas. Se acordó de London la noche en que la secuestraron, de lo traviesa que había sido, de lo preciosa que era aquella niña. Bueno, al crecer se había convertido en toda una mujer. Adria vestida con su negro abrigo o con su reluciente vestido blanco, con sus ojos azules y sus labios provocadores, traviesa y amable. Sintió que se moría por dentro. Pero él era un hombre práctico. Al menos antes siempre lo había sido. Lo quisiera o no, tenía que enfrentarse al hecho de que ella se había ido, de que la había amado y de que nunca más volvería a amarla. Probablemente eso era lo mejor que podía pasar. No podía dejarse vencer por problemas emocionales. De nuevo se le llenaron los ojos de lágrimas amargas y se maldijo a sí mismo. No creía en el luto. Eso no resolvía nada.

Enfadado consigo mismo, apagó las luces y abandonó la sala. Conduciría hasta Bend y allí se emborracharía tanto que Manny tendría que llevarlo a casa, pero esta vez no saldría a buscar a ninguna mujer. No durante mucho tiempo.

Había aparcado en la calle y, mientras llevaba las bolsas al coche, sintió el tibio calor del sol del invierno filtrándose entre los edificios de oficinas y entre los árboles sin hojas que habían plantado delante del hotel. El sol bailaba sobre las húmedas aceras y se colocó unas gafas oscuras antes de volver la esquina y dirigirse hacia el jeep, donde, de repente, se quedó helado.


Ella estaba allí, con una de sus caderas embutidas en un pantalón tejano apoyada contra el guardabarros, con sus ojos tan azules como el cielo y su negro cabello rizado ondulando al viento. Era una visión.

– Qué dem…

– ¿Te vas a quedar todo el día ahí con la boca abierta o me vas a llevar a casa? -dijo ella y su voz le traspasó el corazón de parte a parte.

– Adria.

¡No podía creerlo!

Se le aceleró el corazón, pero aún no podía creer lo que veían sus ojos. No podía creerlo.

– ¿Y bien, vaquero?

Sintió un nudo en la garganta. Dejó caer las bolsas al suelo y avanzó unos pasos. Riendo, ella corrió hacia él y se lanzó en sus brazos. Diciéndose a sí mismo que aquello era real, él la apretó contra sí con todas sus fuerzas, dejando que su cuerpo se empapara del calor de aquel otro cuerpo, sin notar ya el dolor de su tobillo herido.

– Pero tú estabas… ¿qué ha pasado?

Ella lo besó con una pasión que le quemó la piel.

– No podía seguir alejada de ti -dijo ella con voz ronca-. Lo intenté. -Ahora lo miraba con cara seria-. Conseguí salir del río y me dije que lo mejor para ti era que pensaras que había muerto. Llevaba bastante dinero encima para buscar una habitación en un hotel barato e incluso me sobró para comprar algo de ropa. Estuve esperando, tratando de imaginar cómo podría recuperar mi coche y mi carnet de identidad, y regresar a Montana sin que tú me descubrieras.

– Y me habrías dejado pensar que… -Su mandíbula se endureció como una piedra.

– Calla -dijo ella, presionando los labios de él con un dedo-. Todavía creía que éramos hermanos y… bueno, luego se descubrió la historia de Katherine, y de que yo no era hija biológica de Witt, y pensé… -Le sonrió con unos ojos que desprendían amor-. Bueno, pensé que quizá podríamos hacer algo al respecto.

– ¿Por qué no has venido antes…? -preguntó él con voz ronca.

– Quería estar segura. Y no quería volver como London Danvers -dijo ella, apartándose el pelo de la cara-. He descubierto que me gusta ser Adria Nash, que no necesito ninguna herencia, ni el dinero de los Danvers. -Tragó saliva a la vez que alzaba la barbilla como retándole a que le discutiera-. He vuelto aquí porque te quiero, Zachary -dijo ella con valentía-. Quiero estar contigo. Sin compromisos.

Él se quedó mirándola un instante y sus labios se curvaron suavemente.

– Bueno, ¿a ver qué te parece esto? -dijo él-. Me enamoré de ti desde la primera vez que te vi y he ido hasta el infierno y he vuelto por culpa de eso. Créeme, habrá compromisos, y muchos. -Haciendo una mueca, la cogió en brazos y cojeando un poco la llevó así hasta el hotel.

Ella se reía, con una risa que hacía que Zach se estremeciera de alegría por dentro, y su cabello negro iba casi arrastrando por el suelo. La gente se volvía al verlos pasar, alzando las cejas; cuando él abrió la puerta del hotel Danvers de un golpe y empezó a subir la escalera hacia el salón de baile, una mujer dio un grito ahogado. Pero Zach ni siquiera la oyó.

Una vez dentro de la oscura sala, él la dejó de nuevo de pie en el suelo y cerró la puerta. Tomándola entre los brazos, la besó en el cuello rozando con los labios su piel suave. Ella le pasó los brazos alrededor del cuello.

– Ahora, señorita Nash… empecemos de nuevo-le sugirió él mientras jugueteaba con el primer botón de su blusa.

Adria sonrió al hombre que amaba. Le echó las manos por detrás de la nuca y supo que había llegado hasta allí en busca de su pasado… de una vida de lujo y riqueza… solo para descubrir que el amor era el tesoro más valioso de todos.

– Y no paremos -le sugirió ella.

– Buena idea. -Zach le guiñó un ojo mientras le abría la blusa-. Esta vez, preciosa, nos lo vamos a tomar con tiempo y lo vamos a hacer bien. Créeme.

– Te creo, vaquero -le aseguró ella-. Te creo.

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