TERCERA PARTE 1993

5

El recuerdo de la pelea que había tenido con su madre era vívido. Había empezado por una discusión sobre un chico al que Adria había estado viendo a escondidas y había derivado rápidamente en una abierta pelea.

– El Señor tu Dios es un Dios vengativo Adria…

– Ese no es mi Dios -le había contestado Adria, que entonces tenía solo dieciocho años-. Es tu Dios, mamá. El vuestro. Pero no el mío.

Aquella había sido una de las pocas bofetadas que Sharon Nash había dado a su hija adoptiva y que había dejado una huella intensa en Adria; aquel dolor había quedado profundamente marcado en su alma.

– No se te ocurra nunca, nunca más, hablarme de ese modo -le había dicho Sharon, lanzando el amargo aliento mezcla de café y ginebra al rostro de Adria-. Ahora ve a lavarte y olvídate de volver a ver a ese chico nunca más. Es basura. Me oyes, basura. Igual que su madre. Por sus venas corre mala sangre.

– ¿Y qué tipo de sangre corre por las mías? -le había preguntado Adria.

– No lo sabemos; y no hace falta que tú lo sepas.

– Por supuesto que sí.

– Los caminos del Señor son inescrutables. Si te trajo hasta nosotros fue por alguna razón. Y tú no eres quién para cuestionar su sabiduría, ¿me entiendes?

Adria había dado media vuelta sobre sus talones y había subido corriendo hacia su pequeño dormitorio, construido bajo los aleros del segundo piso.

Habían pasado algunos años. Pero le parecía como si aquello hubiera sucedido ayer y la pelea parecía hacer eco ahora en la estrecha habitación del hotel cercano al aeropuerto.


Había recordado aquella pelea a causa de Zachary Danvers, otro canalla, otro hombre al que debía evitar. Aunque solo había hablado con él durante unos minutos, había tenido tiempo de darse cuenta de quiénes eran él y su familia, la familia de ella, y no le había disgustado. Aquel hombre era la oveja negra de la familia: echado a patadas de su casa y viviendo la mayoría de las veces muy apartado de los deseos de su padre. Hacía las cosas a su manera, sin importarle un comino haber nacido rico, y estaba maldito por un espíritu irreverente que podría hacer que la ayudara a ella a descubrir la verdad.

O puede que no. El año anterior a la muerte de su padre, parecía que Zach y Witt habían enterrado el hacha de guerra. Sin embargo, ella sabía por instinto que aquel hombre podría ser su único aliado en la familia; los demás solo parecían dispuestos a repartirse el botín de la fortuna que había dejado su padre. Quizá Zachary era como los demás. Si así era, su batalla iba a ser más dura de lo que ella había imaginado.

Se quedó mirando su reflejo en el espejo que había sobre el lavabo del baño y se mordió el labio. ¿Era aquella una misión imposible? ¿Cómo esperaba combatir a la todopoderosa familia Danvers? ¿Y por qué le parecía Zachary Danvers -su hermanastro, por Dios- tan atractivo?

Adria siempre se había sentido atraída por el tipo de hombres a los que su madre despreciaba: los rebeldes, inadaptados y solitarios que Sharon Nash encontraba repulsivos. Los Zachary Danvers del mundo.

Pero Zach era el único miembro de la familia Danvers que ella creía instintivamente que podría ayudarla, el único de sus hermanos en quien sentía que podía confiar. ¡Confiar! Soltó una risotada al darse cuenta de la tontería que se le acababa de ocurrir. Zachary Danvers era tan de confianza como una serpiente de cascabel hambrienta para un ratón que hubiera caído en una trampa. Volvió al dormitorio, cogió la cinta de vídeo que la había llevado hasta Portland y se la metió en el bolso. Mientras lo cerraba, se preguntó por qué no había aprendido jamás aquella lección tan importante acerca de los hombres.

Solo porque Zach pudiera ser su hermanastro, no quería decir que fuera de confianza. Era un hombre depredador, un hombre que aprovecharía cualquier oportunidad, un hombre con una vena salvaje que aún no había conseguido domesticar, un hombre al que no le importaría en absoluto que ella fuese su hermanastra. Había en él un lado animal -puramente masculino y extremadamente letal- que desafiaba los límites del parentesco. Era atractivo y violento, y parecía tan imprevisible como un cartucho de dinamita.

No le importaba sentirse atraída por él. Sentirse atraída por hombres violentos e irreverentes había sido un defecto de carácter que había sufrido toda su vida.

«Eres idiota», se dijo, de pie sobre la delgada y desgastada alfombra que había al lado de la puerta.

Pero, si no podía confiar en Zachary, ¿en qué otro miembro de aquella familia podría confiar? En nadie. De la misma manera que ninguno de ellos confiaría en ella.

Llevaba puesta solo su braguita de encaje y volvió a dirigirse al cuarto de baño, donde acabó de vestirse apoyada en el marco de la puerta. Había encontrado aquel vestido en una tienda que vendía ropa de «segunda mano». Era un vestido de seda blanca confeccionado por una marca conocida que le quedaba perfecto. Nunca antes había tenido un vestido de aquella marca, nunca había gastado demasiado dinero en un vestido y menos en uno usado como ese.

Su madre adoptiva había sido una mujer frugal, temerosa de Dios, que no estaba de acuerdo en que las mujeres se pusieran ornamentos de cualquier tipo; no llevaba ninguna joya, excepto el anillo de bodas de oro y una cruz también de oro colgando de una cadena, y solo vestía ropas sencillas y cómodas, y zapatos fuertes y resistentes.

Pero su padre era diferente. Al contrario que su mujer, Victor había sido toda su vida un soñador, esperando siempre que aquella temporada la tierra les diese una buena cosecha y que el año próximo la vida fuera más fácil para ellos.

Y ella siempre le había creído. Desde que descubrió su secreto -que él pensaba que ella era London Danvers-, se había dejado guiar por aquella zanahoria de oro que él había puesto delante de sus narices y se había agarrado a ella con desesperación.

Había estado investigando, leyendo todo lo que se decía de los Danvers y del secuestro de aquella niña, rebuscando en los periódicos antiguos que había en el escritorio de su padre, y había hablado con el secretario de su fallecido tío Ezra; había estado escarbando e investigando cualquier pedazo de información, y rezando para poder encontrar cualquier evidencia irrefutable que confirmara o negara que ella era aquella pequeña princesa desaparecida. Ezra Nash, un abogado conocido por saber manejar los entresijos de la ley, había llevado a cabo los papeles de la adopción. Sin embargo, no quedaban copias de aquellos papeles, que o bien habían sido destruidos mucho tiempo atrás o bien denotaban que existía un secreto sobre su nacimiento que se había querido mantener oculto.

Adria no se había dejado arrastrar por la ilusión que había empezado a fluir por sus venas cuando supo que podría ser London Danvers, pero había decidido que quizá por fin podría descubrir su verdadera identidad. Se decía que las posibilidad de que ella fuera la heredera desparecida eran de una entre un millón, pero al final había seguido el dictado de su corazón -y el sueño de su padre- y había conducido su destartalado Chevy en dirección oeste hasta llegar a Portland, el hogar de London. Casi había llegado a convencerse de que ella era London Danvers. Había llegado a creer que por fin iba a encontrar a su familia. Y que aquella familia, en cuanto hubiera superado la primera conmoción, le daría la bienvenida con los brazos abiertos. Ahora, mientras ladeaba la cabeza y se colocaba los pendientes de circonio, se mordía el labio inferior. Los pendientes en forma de lágrima brillaban en la luz como si fueran auténticos diamantes, pero eran falsos, hechos para que parecieran joyas caras cuando no eran más que piedras comunes y baratas.

«Como tú.»

¡No! Ella no podía creer los comentarios que había oído durante toda su vida entre los habitantes de la pequeña ciudad en la que había crecido. ¡No podía!

Se pasó el cepillo por el cabello y empezó a peinarse los largos rizos negros. Salvaje «pelo de bruja», así había llamado a menudo su madre adoptiva a esos bucles largos y desordenados que Adria no era capaz de domar, y tenía razón.


Había planeado presentarse en la fiesta de inauguración del hotel Danvers. Había llegado la hora de enfrentarse a la familia Danvers. Había intentado ponerse en contacto por teléfono con Zach después de su primer encuentro en el salón de baile, pero no había logrado pasar de la recepción del hotel, y, aunque había dejado varios mensajes, Zachary no parecía dispuesto a devolverle sus llamadas. No se había molestado en buscar a otros miembros de la familia. Sabía demasiadas cosas como para suponer que podría confiar en ellos. Zachary era el único con el que no tenía casi nada que perder, el único de los hijos de Witt que había hecho algo por sí mismo en la vida; los demás -Jason, Trisha y Nelson- se habían contentado, por lo que ella había leído, con mantenerse a la sombra de Witt, cumpliendo sus órdenes y esperando como buitres a que este muriese.

Pero Zach era diferente y lo había sido desde el principio, desde que se había especulado acerca de quién era su verdadero padre. Había tenido problemas con la ley, y se rumoreaba que él y el viejo habían llegado en más de una ocasión a las manos. Cuando Zach todavía iba al instituto, había tenido lugar una de las mayores peleas entre ellos -la razón de la cual no había llegado a descubrir- y a Zach lo habían echado de casa y lo habían desheredado. Sólo desde hacía poco, antes de la muerte de Witt, había vuelto a formar parte de la familia.

Adria imaginaba que alguien que había, estado apartado de aquella familia durante tanto tiempo sería muy parecido a ella. Aunque por el momento parecía haberse equivocado. De manera que esa noche haría un llamamiento general, y si no al menos conseguiría llamar la atención de la familia Danvers.

«Era una farsante.»


Zach podía oler un fraude a un kilómetro de distancia. Y aquella mujer, con su pelo negro y sus misteriosos ojos azules, y con aquella mueca de irreverencia en la sonrisa, que pretendía hacerse pasar por London, era tan falsa como el famoso billete de tres dólares.

Pero no podía sacársela de la cabeza. Lo había intentado, pero ella seguía flotando en la superficie de su conciencia, jugando con sus pensamientos.

Estaba de mal humor a causa de la gran inauguración, así que se sirvió una bebida del bar que tenía en la habitación, y que había sido su casa durante los últimos cuatro meses, el mismo tipo de habitación en la que debería haber estado durmiendo la noche en que London fue secuestrada. Ahora la habitación del séptimo piso parecía diferente, ya que la decoración reflejaba más el ambiente de fin de siglo que el de los años setenta, pero todavía le recordaba de manera inquietante aquella noche. Witt estaba enfurecido, Kat llorando, y el resto de los chicos… los supervivientes… se lanzaban miradas desconfiadas unos a otros y a la policía.

Pasó un dedo sobre la superficie ahumada del vidrio de la ventana y luego se metió en el bolsillo la llave de la habitación. No tenía ganas de recordar el pasado y echaba la culpa a Adria por haber vuelto a rememorar aquella lejana época de su vida.

Ahora mismo, Zach solo deseaba marcharse de allí. Ya había cumplido con su parte del trato -que consistía en remodelar el hotel- y ahora quería recibir su recompensa, el precio que había acordado con Witt antes de que este muriera.

Había sido una escena muy dolorosa. Su padre había intentado romper el hielo reconociendo que estaba equivocado en cuanto a su infiel esposa, pero las palabras se habían enredado una y otra vez y habían acabado discutiendo. Zach había estado a punto de marcharse, pero Witt le había hecho volver sobre sus pasos.

– Si lo quieres, el rancho es tuyo, muchacho -le había anunciado Witt.

La mano de Zach se había detenido en el pomo de la puerta del estudio.

– ¿El rancho?

– Cuando muera.

– Olvídalo.

– Eso es lo que quieres, ¿no es así?

Zach se había dado la vuelta y se había quedado mirando a su padre con una expresión que podría cortar el acero.

– Si no recuerdo mal, tú siempre consigues lo que quieres, ¿no?

– Espera -le había suplicado su padre-. El rancho vale varios millones.

– Me importa una mierda tu dinero.

– Ah, de acuerdo. Así habla mi orgulloso hijo. -Witt estaba de pie al lado de la ventana, con una mano en el bolsillo y la otra rodeando un vaso de whisky irlandés-. Pero aun así lo quieres. ¿Para qué? -Sus cejas blancas se alzaron ligeramente-. ¿Nostalgia, acaso?

Aquel golpe le llegó hondo, pero Zach apenas se estremeció.

– Eso no importa.

– Es tuyo -resopló Witt. j

Zach no se iba a dejar convencer fácilmente por el viejo. Era lo suficientemente listo para saber que el rancho tenía un precio. Un alto precio.

– ¿Qué es lo que tengo que hacer?

– Nada complicado. Restaurar el viejo hotel.

– ¿Hacer qué?

– No me mires como si te estuviera pidiendo que te eches a volar. Tú tienes tu propia empresa de construcciones en Bend. Trae aquí a tu personal o contrata a gente nueva. El dinero no es problema. Solo quiero que el hotel vuelva a tener el mismo aspecto que cuando se construyó.

– Has perdido la cabeza. Eso costará una fortuna…

– Sé indulgente conmigo. Eso es todo lo que te pido -dijo Witt en voz baja-. Tú quieres el rancho y yo estoy encariñado con el hotel. Las explotaciones forestales, las inversiones, todo eso no me importa nada. Pero el hotel tiene clase. Era el mejor de su estilo en otra época. Y me gustaría verlo igual que antes.

– Contrata a otro.

Witt entornó los ojos mirando fijamente a su hijo y sorbió el último trago de su whisky.

– Quiero que lo hagas tú, muchacho. Y quiero que lo hagas por mí.

– Vete al infierno.

– Ya he estado allí. Y me parece que tú has tenido algo que ver en eso.

Zach tragó saliva. Nunca había saldado las cuentas con el viejo, pero sabía reconocer una rama de olivo cuando se la ponían delante de las narices. Y esta rama en concreto estaba unida por una cadena de plata al deseo de tener el rancho.

– No dejes que tu orgullo te aparte del camino de conseguir aquello que deseas.

– No lo hago -mintió Zach.

– ¿Qué me dices, entonces? -dijo Witt, extendiendo una de sus grandes manazas.

Zach dudó durante una fracción de segundo.

– Trato hecho -dijo finalmente y ambos se estrecharon las manos.


Zach había empezado los trabajos en el hotel y Witt había modificado su testamento. El proyecto de remodelar el hotel Danvers, para devolverle el aspecto de grandeza que había tenido, duró dos años y Witt había muerto mucho antes de que estuviera acabado, sin poder llegar a ver su sueño realizado. Zach había podido pasar la mayor parte de ese tiempo en el rancho, hasta un año antes. En aquel momento, el trabajo se había hecho tan complicado que se había visto obligado a trasladarse a Portland, para asegurarse de que todos los acabados se hacían de la manera adecuada.

Ahora se arreglaba el nudo de la corbata que le rodeaba la garganta. Tenía que estar en la gran inauguración, controlar los últimos detalles y luego se podría marchar a toda prisa en su jeep. «¿Qué iba a pasar con Adria?» Por Dios, ¿no podía dejar de pensar en ella? Parecía como si ella estuviera siempre ahí, cerca de la superficie de sus pensamientos, de la misma manera que lo había estado Kat. Por supuesto, así era. Porque, lo quisiera o no, ella se parecía mucho a su fallecida madrastra. El cabello negro, los ojos de color azul claro, la barbilla puntiaguda y las mejillas redondeadas eran una réplica de Katherine LaRouche Danvers. Adria era un poco más alta que su madrastra, pero exactamente igual de hermosa y tenía la misma elegancia especial que él no había visto jamás en ninguna otra mujer más que en Kat.

Se le revolvieron las entrañas al recordar su desafortunada única noche con su madrastra. La pasión, el peligro, la emoción que no había vuelto a encontrar en ninguna otra mujer. Al recordar a su madrastra, un calor prohibido empezó a fluir por sus venas. Ella le había seducido, se había aprovechado de su virginidad, le había mostrado un pedazo de cielo y luego le había hecho cruzar las puertas del infierno, que era donde iba a pasar el resto de su vida. Aun así, no hubiera cambiado nada de lo que pasó.

Pero ¿por qué ese único encuentro con Adria Nash le había devuelto a la memoria unos recuerdos tan vividos de algo que había intentado ocultarse durante tantos años?

No había visto a Adria hasta el día en que se la encontró en el salón de baile, con aquel aspecto ingenuo tratando de convencerle de que ella era su hermanastra desaparecida hacía tanto tiempo, pero sabía que la volvería a ver. Como la famosa falsa moneda del refrán. Siempre vuelve a tus manos. Adria había intentado ponerse en contacto con él por teléfono, pero él no se había molestado en contestar a sus mensajes. No quería darle a entender que tenía alguna esperanza. No se trataba de la primera impostora que aparecía afirmando ser London y seguro que no iba a ser la última.

Metiendo dos dedos entre su cuello y el duro cuello de su esmoquin, miró su reflejo en el cristal y se preguntó por qué se había vuelto a poner ese estúpido disfraz de mono. Por formalidad. Y él odiaba la formalidad. Al igual que odiaba la fiesta que estaba a punto de empezar.

Echó un vistazo a su bolsa de lona. El equipaje estaba hecho y él preparado para marcharse. Mañana al mediodía estaría ya lejos de allí.

«Vete con viento fresco», se dijo, mientras cerraba la puerta de la habitación y se dirigía hacia el ascensor cruzando el amplio pasillo. No le había dicho nada al resto de la familia acerca de la visita de Adria. No había ninguna razón para hacerlo. Todos estaban demasiado preocupados en sus propios asuntos. Las propiedades del viejo todavía no se habían repartido y si los principales herederos eran conscientes del hecho de que acababa de aparecer otra supuesta London… Un extremo de su boca se curvó hacia arriba. Pasó la uña del dedo pulgar por el pasamanos de latón del ascensor y consideró al posibilidad de dejar caer la bomba, pero al momento descartó esa idea. No le interesaba nada andar jugando con sus hermanos solo para ver sus reacciones. El ascensor se paró en el segundo piso y Zachary echó un vistazo al salón de baile a través de las puertas abiertas. Los invitados, como una bandada de pájaros, ya habían empezado a reunirse allí. Una sensación de deja vu se apoderó de él al oír el crujir de las telas de seda, el tintineo de las copas de cristal y el murmullo de las risas apagadas. En los últimos veinte años no se había celebrado ningún acontecimiento en aquella sala. La última fiesta había sido la del sesenta cumpleaños de Witt.

Bajo la chaqueta de su esmoquin y la camisa sus músculos empezaron a tensarse, como si estuvieran esperando problemas. En una esquina de la sala había una pianista que tocaba un piano de cola, que brillaba como si fuera de ébano pulido. Zachary reconoció la melodía, era el tema de una película reciente, pero no le prestó demasiada atención.

El champán fluía desde una fuente que gorgoteaba sobre una pila, en la base de una escultura de hielo con la forma de un caballo alzado sobre sus patas traseras, el símbolo del hotel Danvers. Un puñado de rosas flotaban en cuencos de cristal y había pétalos sobre las mesas de la comida y la bebida. A Zach se le hizo un nudo en el estómago. Todo aquello parecía una réplica de la noche fatídica en que London había desaparecido.

Había dejado que Trisha se encargara de los arreglos para la fiesta, esperando que se ocupara ella de la lista de invitados, del menú, de los músicos, de los artistas y de cualquier otra cosa que tuviera que ver con la maldita celebración. Le había dicho que hiciera lo que le pareciera mejor. Él ya había hecho suficiente con la remodelación del hotel y no tenía ningún interés en la fiesta de inauguración, eso era todo. No le interesaba lo más mínimo aquella fiesta.

Ahora se sentía como si hubiera dejado suelto un demonio. Aquella celebración parecía una copia de la fiesta sorpresa que Kat había preparado para el sesenta aniversario de Witt. Las centelleantes luces blancas en los árboles, el pulido suelo de la pista de baile, la lista de invitados de renombre e incluso el champán, servido en copas altas, eran una reminiscencia de aquella condenada fiesta.

Pasó al lado de una mesa con ensaladas y se dirigió derecho hacia el bar, ignorando a su hermano que le hacía señas para que se reuniera con un grupo de amigos. Todos los hombres que estaban con él se parecían a Jason. El pelo perfectamente cortado, vistiendo esmóquines caros e impecables, lustrosos zapatos y cuerpos trabajados en gimnasios exclusivos. Zachary imaginó que todos ellos pertenecerían a algún bufete de abogados del centro de la ciudad. ¿Quién quería juntarse con ellos?

Sin hacerles caso, Zach se acercó a la barra del bar. El camarero, un muchacho de apenas veinte años -aspecto deportivo, fino bigote y barba corta- que lucía un pendiente de oro en una oreja, le sonrió:

– ¿Qué va a ser?

– Una cerveza.

– ¿Cómo dice?

– Una Henry, Coors o Miller. De barril o de botella, no me importa. O cualquier otra que tenga.

El camarero le ofreció una sonrisa condescendiente.

– Lo lamento, señor, pero no tenemos…

– Pues consígala -le gruñó Zach, y el camarero, aunque se había quedado sorprendido, fue a hablar enseguida con el jefe del servicio, quien salió corriendo en dirección al ascensor del personal.

– Hola Zach. Un trabajo excelente. Este lugar es magnífico -dijo una entusiasta voz femenina desde alguna parte a sus espaldas. Zach no se molestó en responder.

Otra mujer -alguien de la prensa, pensó- se agarró de su brazo.

– ¿Me permite que le haga unas preguntas, señor Danvers?, sobre el hotel…

– Creo que mi hermana ya mandó una nota a la prensa.

– Lo sé, pero tengo varias preguntas.

– Hable con Trisha. Trisha McKittrick. Ella es la decoradora de interiores-contestó Zach con un tono apenas cortés.

– Pero usted ha sido el encargado de la remodelación.

– Ella se ha encargado de todos los diseños del interior. -Y, dándose media vuelta, dejó a aquella mujer con sus preguntas en la boca y se quedó mirando fijamente su reloj.

Jason iba a soltar una especie de discurso y sería respondido por el alcalde, el gobernador o algún otro personaje importante de la ciudad. Zach se quedaría un rato por allí, se dejaría fotografiar un par de veces y luego saldría a toda prisa.

Mientras esperaba su cerveza, Zach se puso a andar de un lado a otro delante de una ventana, frunciendo el ceño y deseando que aquello hubiera acabado ya. No debería haber aceptado asistir a esa fiesta. Maldita sea, estaba empezando a ablandarse. En otro tiempo, habría dicho a Jason de manera explícita lo que pensaba, si su hermano hubiera pedido a Zach que formara parte de aquella farsa. Pero ahora estaba allí, y quizá por algún resto de orgullo egoísta referente al trabajo que había llevado a cabo en el hotel, Zach había aceptado, aunque con reticencia. «Eres igual que el resto de los Danvers, siempre buscando una pizca de gloria», se dijo.

– ¿Señor Danvers?

Zach parpadeó y se encontró ante él a un camarero que llevaba una bandeja de plata con una botella de cuello largo de Henry Weinhard, reserva especial, y una copa helada. Zach agarró la cerveza con una media sonrisa.

– No necesito eso -dijo, apuntando a la copa helada mientras abría el tapón de la botella y lo tiraba en la bandeja-. Pero querré alguna cerveza más.

– Estaré en el bar, señor, para cuando me necesite.

– Gracias.

Zach echó un buen trago directamente de la botella y empezó a sentirse mejor. Miró hacia afuera por la ventana y vio una hilera de radiantes limusinas blancas esperando para aparcar bajo el toldo de la entrada y depositar a sus ocupantes, la élite de Portland, en la puerta del hotel. Hombres vestidos de esmoquin, mujeres enjoyadas, con pieles y vestidos de seda, emergían de sus carruajes reales de esos tiempos modernos y se precipitaban hacia el hotel.

Aquello era una broma.

Sintió ganas de fumar y se dijo que era mejor, que lo olvidara. Había dejado ese vicio hacía casi cinco años. Apoyando un hombro contra el marco de la ventana, se quedó mirando hacia la noche. En ese momento la vio. Como un fantasma del pasado, Adria Nash acababa de aparecer en la esquina de enfrente. Se le revolvieron las entrañas cuando la vio cruzar la calle entre la riada de automóviles, corriendo entre taxis y limusinas hasta llegar a la puerta del hotel. Vistiendo el mismo abrigo negro que ya le había visto, avanzó evitando los charcos y se detuvo ante el portero.

De modo que tenía el valor de dejarse ver por allí.

Acabó su cerveza de un trago, dejó la botella vacía en una esquina de la mesa y avanzó deprisa entre la multitud. Varias personas intentaron detenerlo; mujeres que le ofrecían alentadoras sonrisas y hombres que miraban interrogantes a su paso. Probablemente era el tema de más de una conversación, pero no le importaba en absoluto que le tuvieran por la oveja negra de la familia o que la gente pensara que se había reconciliado con el viejo, justo antes de que Witt muriera, para tener su parte de la herencia.

Cuando se dirigía hacia las puertas dobles de la entrada principal del hotel, vio a Adria sonriendo al encargado y asegurándole que había sido invitada.

– ¿Dice usted que su nombre es Nash…? -preguntó" el encargado, sonriendo amablemente, mientras repasaba la lista de invitados.

– En realidad, me llamo Danvers.

La sonrisa del encargado seguía impasible.

– ¿Danvers? De modo que es usted de la familia.

– Sí…

– Está bien, Rich. La muchacha viene conmigo. -Zachary dio un apretón a los helados dedos de Adria pero no se molestó en sonreír.

Ella lo miró con aquellos claros ojos azules que parecían perforar su alma.

– Gracias, Zach -dijo ella como si se conocieran de toda la vida.

Una tensión en el pecho le advirtió de que estaba cometiendo un error colosal -también podía sentirlo en los huesos-, pero aun así la ayudó a quitarse el abrigo, se lo dio al guardarropas, y la acompañó hasta el salón de baile. Se sentía casi tan traidor como la noche en que se había acostado con su madrastra; y aquella misma sensación de destino fatal -de estar andando por un camino que no tenía principio ni fin- volvía a sentirla ahora, mientras le ofrecía a Adria el brazo, al que ella se agarró.

Más de una cabeza se volvió en su dirección. Era tan hermosa como la mujer de la que afirmaba que era hija. Su cabello negro relucía mientras rozaba la desnuda piel de su espalda. Su vestido, blanco y brillante, dejaba al descubierto uno de los hombros, rodeaba su pecho, se ceñía a su cintura y caía alrededor de sus caderas hasta rozar el suelo.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -le preguntó él cuando estuvieron lejos de los oídos de la mayoría de los invitados.

– Si hubieras contestado a mis llamadas, te lo habría explicado.

– Estoy seguro. -Él no la creía.

– Pertenezco a este lugar.

– ¡No digas tonterías!

– ¿Por qué has venido a rescatarme? -preguntó ella sonriendo abiertamente.

– No he hecho tal cosa.

– Por supuesto que lo has hecho. De no ser por ti, el viejo Richard me habría echado a la calle agarrándome de una oreja. -Un camarero se detuvo ante ellos ofreciéndoles bebidas en una bandeja de plata y Adria cogió una copa de flauta. Zach negó con la cabeza y el camarero desapareció entre los invitados- Reconócelo, Zach, me has salvado.

– Sólo trataba de evitar una escena.

– ¿Eso es lo que pensabas que iba a hacer: montar una escena? -Su sonrisa era cautivadora.

– Lo sabía.

– No sabes nada de mí.

– Excepto que eres una impostora.

– Sé que no es eso lo que crees.

– Por supuesto que sí.

– Entonces, ¿por que no has dejado que montara mi «escena» y que me las apañara yo sola? -Bebió un trago de su copa, sonriendo a la vez con los ojos.

– Sería mala publicidad.

– ¿Desde cuándo te preocupa eso?

– Esta familia ya ha tenido suficientes escándalos -dijo él.

– Pues yo creía que no te importaba el buen nombre de la familia -dijo ella, arqueando las cejas de una manera tan sensual que le hizo sentir una tensión en la ingle.

– Y no me importa -contestó él, mirándola fijamente.

No parecía tan segura de sí misma como pretendía aparentar. En sus ojos podían leerse las dudas, pero también había un brillo de desafío que provocaba en Zach ganas de retarla. Tan hermosa como Kat, con los labios gruesos y las mejillas redondeadas, y con unas cejas que se arqueaban con elegancia sobre unos hermosos ojos azules, era sensual y sobria. Pero había en ella un toque de inocencia que jamás había formado parte de Katherine LaRouche Danvers. Incluso en los momentos en los que era más vulnerable, Kat siempre parecía llevar las riendas del juego, y su papel en ese juego siempre era sexual y manipulador.

– ¿Puedes demostrar que eres London? -preguntó él, decidiendo ir directo al grano.

– Puedo y lo haré.

– Eso es imposible.

Ella alzó un hombro desnudo y bebió lentamente de su copa, mientras la pianista tocaba las primeras notas de una vieja canción de los Beatles consiguiendo desprender de la melodía cualquier rastro de nostalgia. Las risas ascendieron hasta el techo, donde los candelabros brillaban con un millón de minúsculas lámparas, exactamente igual que había sucedido hacía veinte años.

Zach trató de ignorar la sensación de deja vu que intentaba apoderarse de él.

– Creo que deberías presentarme al resto de la familia.

– ¿Para eso has venido aquí esta noche?

Ella sonrió lentamente y a Zach estuvo a punto de parársele el corazón.

– He vuelto aquí para verte, Zach.

Igual que Kat. Sintió una presión en el pecho, pero no iba a dejar que le tomaran el pelo.

– Lo dudo. Y no intentes halagar mi ego masculino, ¿de acuerdo? No te va a funcionar.

Sonriendo como si supiera que él estaba bromeando, ella dijo:

– Tú eres el único a quien me podía acercar, el único miembro de la familia que puede creerme y darme una oportunidad.

– Pues creo que te has equivocado, hermanita. No te creo en absoluto. Y no me importa quién eres o a qué estás jugando, pero no creo que tú seas London. Ahora, ya puedes vender tu historia a la prensa, si quieres, y se la puedes contar al resto de mi familia, pero incluso si resultaras ser la reina de Inglaterra, me importaría un comino.

– Eres un mentiroso, Zach -dijo ella en un tono que le hizo sentir un escalofrío y darse cuenta de que ella le llevaba ventaja. Obviamente, ella había hecho los deberes y sabía mucho más de él que él de ella.

– De acuerdo. Vayamos a conocer al resto del clan. Son encantadores -dijo él, tomándola por el brazo y haciéndola avanzar entre el montón de invitados, quienes levantaban las cejas y cuchicheaban a su paso.


Aunque le molestaba, Adria se dejó conducir por Zach entre la multitud. Sabía que dejarse ver allí aquella noche era la mejor manera de llamar la atención de todos los miembros de la familia Danvers. Todavía le quedaba una pizca de esperanza de poder encontrar a un aliado entre la familia, alguien que fuera honesto con ella. Había imaginado que esa persona podría ser Zachary, por todo lo que había leído sobre él; y por cómo, poco después del secuestro de su hermanastra, había sido desheredado. Por cómo siempre se había enfrentado a su padre. Por cómo había encontrado su propio camino y había hecho una pequeña fortuna con una empresa de construcción en bancarrota que él había conseguido sacar a flote. Tiempo atrás lo habían echado de la familia, pero de alguna manera se las había arreglado para volver a ser readmitido. Implacable e inteligente, Zach siempre parecía caer sobre los pies.

Reconoció a Jason por las fotografías que había visto de él. Era alto y de constitución fuerte, con el pelo castaño con mechones grises. Su expresión era seria. Interrumpido en una conversación con una mujer mucho más joven que él, echó un vistazo entre el tumulto, se quedó mirando a Adria un rato y dudando por un segundo, mientras sus párpados se entrecerraban como si estuviera tratando de enfocarla bien. Bajo su rostro bronceado su piel palideció, y tragó saliva con evidente dificultad, antes de recuperar la compostura y volver a f mirar de un modo sereno, como lo haría un abogado de éxito.

Adria no se sorprendió de su reacción. Conocía su innegable parecido con la que suponía que había sido su madre; y en el destello de miedo que percibió en los ojos de Jason se dio cuenta de que también él la había reconocido.

– Creo que te gustará conocer a una persona -dijo Zach mientras se acercaban.

– Perdóname un minuto -susurró Jason al oído de su delgada amiga rubia. La mirada de la muchacha se posó en Adria y aparecieron diminutas arrugas entre sus perfectamente arqueadas cejas-. Solo será un momento, Kim, te lo prometo.

Apretando ligeramente el labio inferior, Kim no se movió del sitio, obviamente dispuesta a desafiar a Adria.

Los dedos de Zach se apretaron alrededor del brazo de Adria, como si esperase que esta fuera a escaparse.

– Esta es Adria Nash; mi hermano Jason.

– ¿Nos hemos conocido antes? -preguntó Jason.

– En otra vida -intervino Zach-. Adria cree que es London.

Kim se quedó boquiabierta, pero Jason se las arregló para sonreír.

– Otra London. Eso es perfecto, considerando las circunstancias. -Su voz era tan fría como su mirada-. Déjame imaginar. Te has presentado esta noche aquí para montar un gran número, segura de que los periodistas y los fotógrafos te podrían ver, ¿no es así? -Tomó un trago de su copa y se la quedó mirando por encima del borde de cristal-. ¿Me equivoco?

– En realidad, ya se dejó ver la semana pasada -dijo Zach a la vez que le soltaba el brazo.

– ¿Y no me habías dicho nada? -preguntó Jason, dirigiéndose a su hermano.

– Pensé que se habría marchado.

– Así, que se habría marchado sin más. -Jason murmuró algo para sus adentros sobre estúpidos cabezotas. Un rubor empezó a subirle por el cuello, mientras miraba a Adria de una forma dura, fría y desafiante-. ¿Cómo te han dejado entrar aquí?

– Dije que estaba conmigo -intervino Zach.

Los labios de Jason temblaron sobre su perfecta dentadura.

– ¿Tú la has dejado entrar y no tienes ni idea de lo que está planeando? ¿O es que también tú estás metido en esta historia? ¿Es eso?

Zach no se molestó en contestar, simplemente se encogió de hombros.

– Lo único que quieres es hacer sufrir al resto de la familia, ¿no es así?

– Es una impostora -dijo Zach de manera terminante-. Deja que haga lo que quiera.

– No ahora. No aquí -dijo Jason bajando la voz, dándose cuenta de repente de que varías miradas curiosas se dirigían en su dirección-. ¿No sabes lo que los abogados de las propiedades harían si…? -De pronto los ojos azules de Adria se entornaron como si fuera lo único que pudiera hacer para defenderse de la mirada de odio de Jason-. Llévatela arriba. A tu habitación. O no, mejor llévala a mi casa. Tienes las llaves.

– Nadie me va a llevar a ninguna parte -dijo ella.

– Tú has empezado esto -le recordó Zach.

– Lo que significa que haremos las cosas a mi manera -añadió ella, sabiendo que tenía que aparentar aplomo, pues cualquier muestra de debilidad ante el cían de los Danvers sería un suicidio.

Un extremo de los labios de Zach se elevó con una torcida mueca de diversión.

– Después de todo puede que sea London. También ella era bastante testaruda.

– Llévatela de aquí. Nos veremos luego en mi casa.

– ¿Qué pasará con Nicole? -preguntó Zach, viendo cómo la boca de su hermano temblaba al oír mencionar a su mujer. Eran un matrimonio de los más sólidos. -Está fuera de la ciudad. Visitando a su familia en Santa Fe.

Zach no le preguntó nada. Por qué su mujer estaba fuera una de las noches más importantes en la vida de su marido era algo que a él no le concernía.

– No voy a ir a ninguna parte -afirmó Adria-. Y no habléis de mí como si no estuviera aquí. Teniendo en cuenta que esto me concierne, tengo tanto derecho a estar aquí como todos vosotros.

– Tiene razón.

– Sácala de aquí, Zach.

– Como ya te he dicho, Jason, no pienso moverme de aquí -insistió Adria sin dejarse intimidar por la furia del mayor de los hermanos Danvers.


No había crecido en un rancho de Montana sin haber aprendido un par de cosas sobre la arrogancia de los tipos que se creen importantes. Ella podía llegar a ser tan cabezota como cualquier hombre cuando se trataba de algo en lo que creía, y estaba segura… bueno, casi segura… de que era London Danvers.

Adria vio un destello en los ojos de Zach y se dio cuenta de que se estaba divirtiendo al ver cómo su hermano perdía el control. Jason, el abogado de éxito. Jason, quien se había casado como Dios manda. Jason, quien parecía ser el único encargado de la fortuna familiar.

– No es este ni el momento ni el lugar…

– Entonces dímelos tú -dijo ella con firmeza y notó un movimiento por el rabillo del ojo. Kim, la delgada rubia aniñada, se acercó más a ellos, escuchando todo lo que decían.

– ¿Qué?

– Dime el momento y el lugar. -Adria no pensaba echarse atrás, no ahora que había llegado tan lejos. Se tragó todas sus dudas e intentó no perder los nervios.

– ¡Por Dios! -susurró otra voz masculina a sus espaldas y Adria se dio la vuelta para encontrarse con un hombre alto, rubio y delgado que la miraba con unos ojos azules que se abrieron como platos cuando le vio la cara-. Es exacta a…

– Lo sabemos, Nelson -le interrumpió Jason, obviamente irritado.

– Nelson, esta es Adria Nash -subrayó Zachary, como si le alegrara el desconcierto familiar-. Ha venido aquí porque afirma ser Lóndon.

Nelson pasó la mirada de su hermano mayor a Zach. -Pero no puede ser. No puede ser cierto. Todo el mundo sabe que London fue asesinada.

– Todo el mundo lo da por cierto -matizó Adria. Jason perdió los nervios.

– Quiero que te la lleves de aquí. Inmediatamente -dijo Jason, mirando a Zach con rabia.

– Me parece que no estoy lista para irme todavía.

– Si quieres que alguien de esta familia escuche tu historia con la mente abierta, será mejor que saques tu lindo culo de aquí ahora mismo -le ordenó Jason.

– Yo me encargaré de ella -dijo Zach agarrándola de nuevo del brazo, pero ella se soltó de su mano.

– No necesito que nadie se encargue de mí -dijo ella con un tono de voz desafiante.

– Entonces, dime ¿para qué has venido? -preguntó Jason-. Si no es buscando un pedazo del pastel, o alguien que se encargue de ti, ¿por qué no te has quedado donde estabas?

– Porque necesito saber.

– ¿De modo que no se trata de dinero? Ella no contestó y Jason sonrió sin una pizca de afabilidad. Su compañera, la mujer llamada Kim, no le quitaba los ojos de encima.

– Siempre se trata de dinero, Adria -dijo Jason mientras la pianista hacía un descanso y la música cesaba -. No hace falta que mientas a ese respecto.


Antes de que ella pudiera responder, Zach la había agarrado por el brazo y esta vez ella no se soltó. No valía la pena retorcerse para que liberara su brazo, y en lugar de montar un escándalo prefirió dejarse llevar fuera del salón de baile. Ella sabía que había estado allí hacía años; todo era casi exactamente igual. Las luces, la música, no… Entonces había una orquesta en lugar de una pianista y las copas de champán tenían otra forma. Y también había otros cambios: había habido un delicioso pastel con sesenta velas ardiendo y la escultura de hielo era la de un caballo al galope en lugar de un potro alzado sobre las patas traseras. Y los pétalos de rosas estaban por el suelo, creando una fragante alfombra rosa.

Seguramente lo que recordaba era la fiesta de cumpleaños de Witt, la última noche que pasó con sus padres -¿o acaso solo estaba soñando, convencida de la fantasía de que era London Danvers? Durante los últimos meses había leído todos los artículos de periódico, había estudiado cada una de las fotografías y repasado todo lo que se había dicho sobre la familia Danvers. Reconocía a sus hermanastros por las fotografías que había visto de ellos y habría podido reconocer a sus padres, si hubieran estado vivos.

Witt nunca había dejado de creer que su hija favorita volvería para reclamar su herencia, y había ofrecido una recompensa de un millón de dólares para quien pudiera dar noticias sobre su paradero; también había tenido en cuenta a London en su testamento, y se rumoreaba que sus propiedades estaban valoradas en más de un centenar de millones.

El dinero no era importante, se dijo, mientras Zachary la ayudaba a colocarse el abrigo, pero estaba dispuesta a descubrir la verdad, a pesar de las consecuencias.


«¡Cazafortunas! ¡Zorra! ¡Impostora!» Espiando desde las sombras de un estrecho callejón, quien asesinó a Katherine LaRouche Danvers se quedó mirando hasta que el coche se perdió de vista. La lluvia caía lentamente desde el cielo siendo tragada por las alcantarillas, salpicando sobre los charcos y calmando un poco la intensa rabia que había sentido el asesino de Katherine.

¿No había bastado con la muerte de Katherine?

¿Por qué tenía que aparecer aquí y ahora este engendro de aquel demonio de mujer?

Si Adria Nash llegaba a demostrar que era la hija de aquella zorra, entonces todo se vendría abajo, la fortuna de los Danvers quedaría dividida… pero, por supuesto, ella era una impostora. Tenía que serlo.

El asesino de Katherine apretaba tan fuerte los puños que le dolían. Al lado de los cubos de basura había unos arañazos apenas visibles, entre los charcos de agua que se formaban alrededor de las alcantarillas. Mirando hacia abajo, vio una rata mojada y medio escondida, que se deslizaba por un sumidero de la acera arrastrando su largo rabo. Los diminutos ojos reflejaban la luz de las farolas de la calle y una herida en una pata trasera inmóvil le chorreaba sangre.

– Largo de aquí -susurró con un instante de desconcierto antes de que sus pensamientos volvieran sobre Adria Nash.

«Cálmate. No pierdas los nervios. Tú puedes manejar esto. ¿No ha sido siempre así? La familia tiene una gran deuda contigo y ellos ni siquiera lo saben.» «Ella no es London», se dijo. «Posiblemente no. Seguramente no. Pero no puedes correr el nesgo. Has luchado muy duro para que ahora las cosas se tuerzan. Tienes que detenerla.» «Ella no es London», se dijo de nuevo. «Puede que no, pero tiene la edad que ella tendría ahora, ¿no es así? Y es la viva imagen de Kat. Has visto su rostro; tiene la misma complexión que ella, las mismas mejillas y los mismos ojos. Y su mismo pelo. ¿Podría ser más parecida a Kat? Es su viva imagen.»

La rabia encendió de nuevo al asesino de Katherine al recordarla. Hermosa. Atractiva. Impecable. No era de extrañar que hubiese hecho perder la cabeza a tantos hombres. Las mujeres la encontraban extrañamente fascinante; los hombres caían embrujados por un erotismo que parecía en ella algo innato.

Un mal gusto subió por la garganta del asesino de Katherine.

No podía dejar que eso pasara.

No podía permitir que se destruyera la fortuna de los Danvers.

Un débil chillido desesperado llamó de nuevo su atención.

¡La rata otra vez!

Era demasiado grande o estaba demasiado herida para poder meterse por el agujero de la alcantarilla. El asustado roedor iba de aquí para allá buscando ansiosamente una salida o una ayuda. Con su morro rosado temblando en la oscuridad y sus dientes diminutos dispuestos a defenderse si era necesario, la rata se escondió de pronto en un lugar relativamente seguro, detrás de las ruedas de una furgoneta aparcada. Con una fría calma mortal, quien asesinó a Katherine se acercó al animal herido que, sintiéndose de nuevo amenazado, intentó volver a meterse en la cloaca buscando ansiosamente una vía de escape.

– No te puedes escapar -le susurró, pero no estaba pensando en la rata medio muerta, sino en la hermosa mujer que acababa de marcharse en medio de la noche.

Pero volvería. Era inevitable.

De una manera o de otra, esta nueva London, tanto si era una impostora como si se trataba de la verdadera, tenía que ser destruida. Y si no se la podía apartar de allí, entonces sencillamente habría que matarla.

¿De modo que Adria Nash era como Katherine Danvers?

¿Tanto como para que se la pudiera considerar su viva imagen?

Volvió a mirar detenidamente a la rata atrapada.

Exactamente.

6

– ¿Qué te hace pensar que eres London? -Zachary se detuvo ante un semáforo en rojo que reflejaba su luz sobre la calle mojada por la lluvia. El motor de su jeep ronroneaba mientras el limpiaparabrisas hacía salpicar las gotas de lluvia del cristal.

– Tengo pruebas.

– Bueno, eso era en cierta medida mentira, pero no del todo.

– Pruebas -repitió él, poniendo en marcha el coche cuando el semáforo se puso en verde.

Cambió de marcha y el jeep empezó a avanzar por la empinada cuesta de la calle que subía hacia las colinas del oeste. Ella miró por la ventanilla, y a través de unas delgadas ramas de abetos y arces vio las luces de la ciudad que centelleaban allí abajo.

– ¿Qué tipo de pruebas?

– Una cinta de vídeo.

– ¿De qué?

– De mi padre.

– Tu padre, ¿quieres decir Witt?-Tomó una curva demasiado deprisa y el jeep patinó en el asfalto antes de recuperar la estabilidad.

– Mi padre adoptivo. Victor Nash. Vivíamos en Montana.

– Oh -dijo él burlonamente-, eso lo aclara todo.

Le lanzó una mirada que le decía sin palabras que pensaba que estaba loca, mientras llegaban a la cima de una colina y se metían por una calle cerrada por una valla metálica, que se abrió cuando Zach tecleó el código en la consola que había al lado de la puerta.

Aparcó delante del garaje de un enorme edificio de estilo Tudor. Con tres pisos de ladrillo y piedra, y tejado de madera, la casa parecía haber crecido del mismo suelo en el que estaba ubicada. Lámparas exteriores ocultas entre las ramas mojadas de azaleas, rododendros y helechos, bordeaban el camino y reflejaban si luz tenue en el muro de piedra y argamasa. Había hiedras que ascendían con tenacidad por cada una de varias chimeneas y altos abetos se elevaban sobre muro de piedra que rodeaba la propiedad.

– Vamos -le ordenó Zach mientras mantenía abierta la puerta del coche. Ella bajó y lo siguió por un camino empedrado protegido del viento hacia la puerta trasera.

– ¿Te trae algún recuerdo este lugar? -preguntó é. mientras encendía las luces de una enorme cocina.

Ella negó con la cabeza y alzó una ceja como si le sorprendiera tener que admitir que no recordaba aquel lugar.

– Estamos en casa. Hogar, dulce hogar. Tragando saliva, miró a su alrededor esperando encontrar en algún lugar un detalle que recordara. Pero aquel suelo de azulejos brillantes no le decía nada, ni las puertas de vidrio de los armarios, ni los pasillos que se abrían en diferentes direcciones, ni las afelpadas alfombras orientales, nada hacía volver a su memoria ningún recuerdo largo tiempo olvidado.

– Esperaremos en el estudio -dijo Zach, observando su reacción-. Jason enseguida estará aquí.

Adria sintió un nudo en el estómago al pensar que debería enfrentarse con la familia Danvers, pero escondió su desazón. El estudio, situado en una esquina de la planta baja de la casa, olía a tabaco. El carbón resplandecía en una chimenea de piedra y Zach colocó en ella un trozo de roble musgoso antes de limpiarse y secarse las manos. Se quitó la chaqueta y la colocó en el respaldo de una silla de cuero.

– Y ¿qué me dices de este lugar? El estudio privado de papá. Tú, es decir, London, solías jugar aquí mientras papá trabajaba en su escritorio. -Su mirada era desafiante, con la barbilla levantada.

– Yo… no, creo que no me dice nada -admitió ella, pasando las puntas de los dedos por la añeja madera del escritorio.

– Caramba, esto es una sorpresa -se burló él-. Sin duda, la primera de muchas. -El apoyó un pie en el zócalo de piedra de la chimenea-. Bueno, ¿quieres empezar a contarme ahora tu historia o prefieres esperar a que llegue el resto del clan?

– ¿Hay alguna razón para que tengas que ser tan ofensivo?

– Esto no es más que el principio, créeme. Yo soy el príncipe de la familia.

– No es eso lo que yo he leído -dijo ella, intentando mantener el tipo-. Hijo rebelde, oveja negra, delincuente juvenil. -Aquello no era ningún ataque, ni ella podía atacarlo de ninguna manera.

– Eso es cierto, lo mejor del lote -admitió él con una mueca que hizo que se elevara un extremo de su boca-. Y ahora, ¿qué es lo que vamos a hacer, señorita Nash?

– No veo por qué razón tengo que repetir mi historia. Podemos esperar al resto de la familia.

– Como tú quieras. -Sus glaciales ojos grises, tan afables como un cielo ártico, la miraron de pasada mientras se dirigía hacia el bar-. ¿Un trago?

– No creo que sea una buena idea.

– Podría romper un poco el hielo. -Encontró la botella de whisky escocés y vertió un chorro en un vaso bajo de cristal-. Créeme, lo necesitarás antes de enfrentarte con ellos.

– Si tratas de asustarme, te aseguro que estás perdiendo el tiempo.

– Solo intento avisarte -dijo él, meneando la cabeza mientras se llevaba el vaso a la boca.

– Gracias, pero creo que podré enfrentarme a cualquier cosa que tengan que decirme.

– Pues serás la primera.

– Bueno.

Encogiéndose de hombros, se acabó la bebida de un trago y dejó el vaso vacío sobre la barra del bar.

– Siéntate. -Señalando un sofá, él se quitó la corbata, se desabrochó el cuello de la camisa y se subió las mangas. Tenía los brazos cubiertos de un vello oscuro y, a pesar de la estación, su piel estaba bronceada-. Solo por poner el caso -dijo-¿cuánto costaría que mantuvieras la boca cerrada y volvieras a casa?

– ¿Cómo?

Él apoyó los brazos en la barra del bar y le dedicó una sonrisa intransigente.

– No me creo tus tonterías, ¿de acuerdo? Y no me gusta perder el tiempo. Así que vayamos directos al grano. Planeas montar un buen escándalo, hablando primero con la prensa y los abogados, y afirmar que tú eres London, ¿no es así? -Se sirvió otro vaso de whisky, pero lo dejó sobre la barra sin tocarlo.

– Yo soy London. O al menos creo que lo soy. Y, por lo demás, me gustaría dejar a los abogados fuera de todo este asunto.

– De acuerdo, tú eres London -dijo él con un tono de sarcasmo en la voz.

– No hace falta que seas condescendiente conmigo.

– Muy bien. Entonces volvamos al punto uno. ¿Cuánto costaría hacerte cambiar de opinión para que decidieras que, después de todo, solo eres Adria Nash?

– Yo soy Adria.

– De modo que eres las dos.

– Por el momento.

– Hasta que aceptemos que eres London. -El fuego del hogar crepitó con fuerza.

– No espero que me llegues a creer -dijo ella, rechazando caer en su trampa. El estómago le daba brincos. El sudor empezaba a mojarle la nuca y las palmas de las manos, pero se dijo que tenía que aparentar calma. «No dejes que te impresione. Eso es lo que pretende»-. No hubiera hecho este largo viaje si no estuviera convencida de que era, de que soy, tu hermana.

– Solo por parte de padre -dijo él con una sonrisa que no llegó a reflejarse en sus ojos-. Escúchame, si pretendes convencernos de eso, Adria, muestra todas tus pruebas y hazlo bien.

– Tengo las pruebas y lo sé todo sobre tu familia -dijo ella molesta.

– De modo que has decidido aprovecharte de tu parecido con mi madrastra.

– Creo que deberías ver la cinta.

– ¿El vídeo? -dijo él desafiante.

– Sí, la cinta de vídeo que me trajo hasta aquí. -El vídeo que había sido el catalizador, aunque no realmente la prueba, al menos no la prueba definitiva. De repente le pareció una nimiedad, tan frágil como los sueños de su padre, quien creía que ella era una especie de princesa encantada de los tiempos modernos-. Lo encontré después de la muerte de mi padre. Me lo había dejado él.

– Me muero de ganas de verlo -dijo él sarcástica-mente. La miró un momento de reojo y sirvió otra copa-. Pero parece que aún tendremos que esperar a que empiece el espectáculo. -Dejó la copa de ella en una esquina de la mesa acristalada de café, y luego, cogiendo la suya de la barra del bar, se dirigió hacia la ventana. Se quedó allí de pie, como un centinela, mirando a través de los cristales mojados por la lluvia.

– Si no te importa, me gustaría utilizar el aseo -dijo ella, poniéndose de pie.

– ¿El aseo? -añadió él con un resoplido-. Vaya una palabra tan fina para una granjera de Montana.

Ella se quedó mirándose las manos por un momento y luego alzó los ojos hasta que su mirada se encontró con los ojos de él.

– Te gusta esto, ¿verdad?

– No me gusta nada -dijo, recorriendo todo el cuerpo de ella con la mirada.

– Ya. Pero te diviertes atormentándome. Sientes un perverso placer burlándote de mí, intentando ponerme la zancadilla.

– Tú has empezado esto -dijo él, arqueando ligeramente los labios-. Encuentra el «aseo» tú misma. A ver si puedes hacer que aparezca entre todos tus recuerdos escondidos.


Tras contar silenciosamente hasta diez, agarró su bolso y salió a toda prisa de la habitación. El pasillo no le era familiar, pero giró hacia la derecha, luego dobló la primera esquina y de repente se quedó parada cuando vio algo que solo podría describirse como el santuario de la familia de Witt Danvers. Cuadros, placas y trofeos diversos reposaban en una vitrina de cristal metida en el muro, del cual sobresalía de forma prominente.

Tuvo que tomar aliento con fuerza mientras miraba un retrato de ellos tres: Witt, Katherine y London. ¿Podría ser…? El corazón de Adria dio un vuelco y pasó la mano por el cristal, desplazando con cada uno de los dedos un pequeño reguero de polvo. Katherine estaba sentada en una silla de mimbre, vestida con un traje de color vino, cerrado por el cuello y con mangas largas. Su garganta estaba rodeada por un collar de diamantes y en sus dedos brillaban más diamantes. Sostenía entre sus brazos a London, una niña de picara sonrisa que parecía tener unos tres años. El cabello rizado de London caía en tirabuzones; llevaba un vestido de terciopelo rosa con cuello de encaje y bordados en los extremos de las mangas cortas. Witt estaba de pie al lado de ellas, con una mano colocada con gesto posesivo sobre el hombro de su esposa. Miraba a la cámara sonriendo y sus ojos parecían brillar con picardía.


«Papá», intentó decir ella, pero la palabra no llegó a salir de su boca. ¿Habría sido aquella su familia? Su familia biológica. Se le hizo un hueco en el pecho. «¡Oh, Dios!» Sus ojos se nublaron de lágrimas y notó que sus dientes se clavaban en el labio inferior. Después de tantos años de no saber, ¿Acaso estaba ahora mirando una foto de su familia? Sintió calor en la garganta y parpadeó, mientras recorría la curva de la mandíbula de Katherine, tan parecida a la suya, con un dedo y luego se quedaba mirando el rostro de la sonriente niña. Era cierto que el parecido, a pesar de que Víctor y Sharon Nash no le habían tomado muchas fotografías siendo niña, era considerable.

– ¿Fuiste tú mi madre? -preguntó en voz baja a la mujer de la foto y luego volvió a colocar un dedo sobre el cristal.

– ¿Tocándolo puedes llegar a saberlo? Sorprendida, dio un salto hacia atrás. No había oído a Zach acercarse, ni se había dado cuenta de que estaba de pie detrás de ella, con un hombro apoyado en la pared, observando su reacción. El corazón empezó a latirle con fuerza bajo el pecho.

– No… no te había oído llegar. -¿Qué opinas del memorial de la familia? -dije él, levantando un hombro. Luego, bebiendo lentamente un trago de su vaso, se quedó mirando la pared llena de cuadros-. La familia Danvers al completo. ¿No es el tipo de recuerdos que te hacen pensar en Ozzie y Harriet [1]?

Adria se quedó mirando la vitrina. Había diplomas y trofeos de fútbol, un premio de la Escuela de Arte de Trisha, un «certificado de alumno sobresaliente» de Nelson, una medalla de natación con el nombre de Jason grabado en ella y una llave de la ciudad dedicada a Witt Danvers. Alrededor de la vitrina había unas cuantas fotografías: de Witt con diversos dignatarios, de Witt con uno o varios de sus hijos, de Witt cuando aún era un muchacho con su padre, de Jason vestido de futbolista, de Nelson vestido de toga y con bonete, de Jason el día de su boda, y también de Trisha vestida de manera formal con un alto y escuálido galán a su lado.

Pero no había ni una sola fotografía, ni una sencilla Polaroid o una foto en blanco y negro de Zachary. No podía creer lo que le estaban diciendo sus ojos y siguió buscándolo entre las fotografías.

– Creo que no me he ganado demasiada popularidad en este concurso -le explicó él como si le hubiera leído el pensamiento-. Al viejo no le iba eso de enmarcar fotografías de fichas policiales.

– Yo, eh, no esperaba encontrarme con esto -dijo ella, acercándose hacia la pared.

– ¿Y quién lo iba a esperar?


Zach se quedó mirando el retrato de Witt con su segunda esposa y su hija, y sus ojos se cruzaron con los de la Katherine del retrato. Adria vio un músculo que palpitaba en su mandíbula y se sintió como si fuera una intrusa en algún lugar sagrado, como en realidad era aquel. De repente le pareció que le costaba respirar, mientras observaba cómo Zach miraba la foto de Katherine.

– No podía encontrar…

El salió de su ensoñación y la oscuridad de sus ojos desapareció.

– Al doblar la esquina, segunda puerta a la izquierda. Ella no esperó a que le diera más indicaciones y salió corriendo hacia el vestíbulo. Andaba a paso ligero, como si estuviera huyendo de algo íntimo y oscuro, y sintió una ligera punzada de terror.

Una vez en el baño, se lavó la cara con agua fría. «No te dejes impresionar por él», se dijo mientras veía su pálido rostro en el espejo. «No te dejes impresionar por él.» Pero no podía quitarse de encima la sensación de que en aquella lujosa mansión había algo maligno y amenazante.

Cuando regresó al estudio, él estaba de nuevo de pie junto a la ventana, mirando hacia la noche lluviosa.

Recordándose a sí misma que necesitaba por lo menos un aliado en aquella familia, que seguramente trataría de desacreditarla, cogió la bebida que él le había preparado y bebió un sorbo que le quemó toda la garganta. -¿Sabes por qué fui a verte a ti primero? -preguntó ella, intentando romper las barreras que él había levantado a su alrededor.

El no contestó, tan solo se quedó mirando hacia la noche como si su negritud le fuera hostil.

– Pensé que tú podrías entenderme.

– Yo no entiendo a los impostores.

– Tú sabes qué se siente al estar alejado de la propia familia -dijo ella con precipitación.

Él levantó ligeramente los hombros y volvió a tomar un trago de su whisky escocés.

– No dejes que unas cuantas fotografías colgadas en la pared te hagan pensar que tú y yo tenemos algo en común. De manera que yo estaba fuera.

– Pero querías volver.

– Dejemos esto claro, hermanita -dijo él, sintiendo que la espalda se le tensaba-:yo nunca quise volver a esta familia. Fue idea del viejo.

– ¿Por qué? -preguntó ella, decidiendo que no llegaría a saber nada de lo que había pasado si no forzaba un poco más la conversación-. ¿Qué le hiciste para que llegara a desheredarte?

– ¿Por qué tenía que haberle hecho yo algo a él? ¿Por qué no él a mí? -Él le lanzó una mirada tan fría que podría haberle roto un hueso y luego volvió a mirar a través de la ventana.

– Sólo era una suposición -admitió ella, pero las manos empezaron a temblarle un poco y tuvo que apretar el vaso con más fuerza. Estar cerca de él ya la sacaba de quicio; estar sentada bajo su dura mirada casi se le hacía imposible.

– Entonces, imagínalo tú misma.

– ¿Qué pasó, Zach?

Él se volvió hacia ella y entonces su ojos, hasta ese momento tan fríos, se entornaron sutilmente y ella sintió que la temperatura de la habitación se elevaba de manera repentina. En su rostro se reflejaban los duros contornos de las llamas de la chimenea, con sombras móviles que producían ángulos y líneas que lo hacían aparecer todavía más duro, más severo; pero también sentía algo más: aquella profunda mirada dirigida hacia ella hacía que el corazón se le acelerara, y era una sensación que no quería pararse a analizar demasiado. Adria se mordió los labios.

– La verdad es que eso no es asunto tuyo. Sin hacer caso del nudo que tenía en el estómago, ella dijo:

– He intentado averiguar qué pasó entre tú y Witt, pero no pude encontrar ninguna explicación. Pensé que tenía que ver con el hecho de que fueras sospechoso del secuestro, que algo que te ocurrió aquella misma noche era la confirmación de que estabas involucrado.

– Es posible que eso tuviera algo que ver -soltó él.

– ¿Y qué más?

La mandíbula de Zach se movió por un momento y ella pensó que él estaba a punto de confiárselo. Pero en lugar de eso volvió a mirar hacia la ventana y contestó: -No importa.

– Por supuesto que importa…

– Déjalo ya, Adria.

Ella se dio cuenta de que había un tono de advertencia en su voz y decidió que era mejor no seguir insistiendo. De momento. Pero estaba decidida a descubrir el secreto de Zach. Más que nunca, ahora quería saber qué era lo que había marcado al hijo rebelde de Witt. Acaso había algo de verdad en los rumores sobre que no era realmente hijo de Witt, sino que su padre era Anthony Polidori. Y puede que hubiera algo más. La manera en que había mirado el retrato de Katherine era demasiado explícita. Pero había muchos más secretos en aquella casa de los que ella había imaginado. Tomó otro trago y se recostó suavemente sobre los cojines del sofá a esperar.


Jason Danvers sacó con precaución su Jaguar del aparcamiento. Subió a toda velocidad las estrechas y mojadas calles de las colinas del este, después de haber pronunciado su preparado discurso y haberse tomado su tiempo para bailar con la alcaldesa, una mujer recientemente elegida y sorprendentemente popular. Había pronunciado un breve discurso y recibido los agradecimientos del presidente de la sociedad histórica por haber remodelado el edificio del hotel, había sonreído en el momento adecuado y hasta había tenido tiempo de ofrecer unas palabras a los reporteros del Oregonian y del Willamette Week. Al final, pasadas dos horas, se las había apañado para meter a Kim en un taxi y había abandonado la fiesta.

Sentía que el sudor le corría por el cuello de la camisa al recordar el hermoso rostro de Adria, tan parecido al de Katherine. ¿Podría ser ella, después de tantos años, la verdadera London? Lo que más temía Jason -su peor pesadilla- era que apareciera alguien que se hiciera pasar por su hermana desaparecida, y que fuera tan parecida que hiciera que la gente creyera que era la verdadera London. Había estado esperando algo parecido durante los últimos veinte años, sospechando que algún día una impostora pudiera llegar al despacho de abogados de los Danvers afirmando con seguridad que era la pequeña princesa desaparecida, haciendo declaraciones a la prensa e iniciando una batalla legal por la fortuna, que podría tardar décadas en ser resuelta por los tribunales.

Jason había pensado que su padre, cuando estaba con vida, habría sido lo suficientemente tonto como para creer a cualquier muchacha hermosa y de cabello negro que se hubiera acercado a él sonriendo y llamándole «papá». Pero Witt había demostrado estar hecho de una pasta lo bastante dura como para que Jason le diera crédito.

Poco después de la desaparición de London, cuando la policía, el FBI e incluso el detective privado de Witt, Phelps, habían desistido de encontrar a la niña, Witt había decidido que él mismo la encontraría.

Había alquilado varios minutos en la televisión y había ofrecido un millón de dólares de recompensa a quien pudiera dar noticias sobre el paradero de su hija.

El llamamiento televisivo había llevado al caos. Habían recibido miles de llamadas telefónicas y de cartas no solo del país, sino incluso de lugares tan lejanos como Japón, Alemania y la India. Por supuesto, se había acabado demostrando -tras ser investigadas por un equipo de especialistas contratado por Witt- que todas las posibles herederas eran impostoras, pero aquella búsqueda había costado varios millones de dólares, y no había dado ningún resultado.

Ahora acababa de aparecer esta nueva intrusa, y el parecido con Kat era algo escalofriantemente asombroso. Le llegaba a poner los pelos de punta.

«¿Y si se tratara de la verdadera London?»

Ese pensamiento se le metió como plomo en las entrañas, pero él sabía, maldita sea, estaba seguro de que tenía que ser una farsante.


Los rayos de los faros de un coche se reflejaron en las ventanas y Zachary se sintió aliviado sabiendo que su hermano por fin había llegado. Perfecto. Jason se ocuparía de Adria y Zach podría largarse por fin de aquella maldita ciudad. No tenía ninguna necesidad ni ningunas ganas de estar demasiado cerca de una mujer que le recordara a Kat.

– Parece que tenemos compañía.

– Ya era hora. -Adria estaba sentada en un lado del sofá, se había quitado los zapatos y sus rodillas sobresalían por debajo de la tela de seda de su falda.

Como si estuviera en su casa. Como si realmente fuera una Danvers. Como si fuera London. El observó el coche de su hermano mientras se paraba al lado de la puerta del garaje.

– No parece estar muy contento.

– No más que tú.

Zach notó la ironía en su tono de voz y sintió que los extremos de sus labios se le curvaban hacia arriba. Aquella chica tenía algo. Por problemática que fuera, y ella no sabía cuánto. Pero había sido capaz de enfrentarse a Jason, y eso, ya solo eso, era algo que hacía que Zach sintiera respeto por ella.

El potente motor del Jaguar se paró y sonó un portazo.

– Todavía tienes tiempo de echarte atrás.

– Ni lo sueñes.

Jason, como la mayoría de los abogados, era uno de los actores más consumados que Zach había conocido jamás. Siempre consciente de su presencia, de su interpretación y del efecto que provocaba, no parecía que nadie pudiera sorprenderle, a no ser que lo aparentara para obtener alguna ventaja. Excepto esta noche, que se había visto obligado a enfrentarse a su peor pesadilla: que London, su hermanastra, había vuelto y estaba dispuesta a reclamar su parte de la herencia, que resultaba ser precisamente la parte del león.

Jason traía una expresión malhumorada cuando entró en la habitación, pero enseguida cambió de cara. Sin un solo pelo fuera de lugar, con el esmoquin tan bien planchado como cuando lo había sacado de la bolsa de la lavandería, intentaba no perder el control de sus emociones. Con una sonrisa tan fría como un mes de noviembre, se acercó al bar y se sirvió una copa.

– Vayamos directos al grano, ¿os parece? -dijo Jason mientras cogía una botella de un caro whisky escocés.

Zach apoyó una cadera contra la chimenea.

– ¿Qué es lo que quiere, señorita Nash? -preguntó Jason.

– Que se me reconozca.

– Estaba preparada para oír aquella pregunta.

– ¿Que eres London?

– Sí.

La sonrisa de Jason era tan fría que Zach sintió por un momento pena por Adria.

– ¿Sabes que no te creemos?

– Ya lo esperaba, sí.

– Y sabes que ha habido cientos de jóvenes afirmando ser nuestra hermanastra.

Ella no se molestó en contestar, pero no apartó los ojos del rostro de Jason.

– Dice que tiene una prueba -les interrumpió Zach, quien se sentía incómodo por la arrogante actitud de Jason.

– ¿Una prueba? -Las cejas de Jason se alzaron y un músculo de su mandíbula empezó a palpitar.

– Tengo una cinta.

– ¿Una cinta de…?

– Es de mi padre adoptivo. En ella se explica lo que sucedió.

– ¿Tú la has visto? -preguntó Jason, mirando a su hermano.

– Aún no.

– Bueno, ¿a qué estamos esperando? Imagino que la ha traído, señorita Nash.

– Está en mi bolso. -Se agachó a recoger el bolso que tenía al lado de los pies.

Zach se metió las manos en los bolsillos.

– ¿ No crees que deberíamos esperar a que llegaran Trisha y Nelson?

– ¿Porqué?

– Todos estamos metidos en esto, Jason -dijo Zach, mientras Adria pasaba la cinta a Jason.

– ¿Esta es la única copia? -preguntó Jason, sacándola de su funda de plástico.

Adria le lanzó una mirada con la que le decía que, a pesar de lo que él pensaba, ella no era ninguna tonta.

– Por supuesto que no.

– Ya lo imaginaba. -Jason se quedó mirando la cinta de vídeo, la volvió a meter en su caja y la dejó en una esquina del escritorio-. Todo lo que hay en esta cinta puede ser verificado, ¿no es así? Si se trata de una cuestión legal, debe de haber documentos que lo confirmen.

– ¿Como por ejemplo?

– Papeles de adopción y ese tipo de cosas.

– Los papeles los destruyeron.

– ¿Destruidos? -dijo Jason, arrugando los labios.

– Sí, quemados.

– Convenientemente.

– Eso creo.

Por alguna razón que no podía explicarse, Zach se metió en la conversación.

– Tiene que haber copias guardadas en alguna parte.

– Creo que la adopción fue ilegal -añadió Adria, negando con la cabeza.

– Esto se pone cada vez mejor -dijo Jason, haciendo una mueca con la boca.

Zach sintió que se le revolvía el estómago por la manera en que Jason se acercaba a Adria, como si fuera un asesino a punto de atacar.

– Déjala en paz -advirtió a su hermano.

– Oh, no. Ella ha sido la que ha empezado esto.

– De repente Jason estaba empezando a disfrutar de la velada.

Pero Adria no se dejaba amedrentar.

– Mirad -dijo ella, poniéndose de pie y mirando a los dos hermanos de arriba abajo-, ya sé que vais a hacer todo lo que podáis para rebatirme. Y espero que me pongáis entre la espada y la pared. He investigado mucho este caso antes de decidirme a venir hasta aquí, porque, para ser sincera, no estoy segura de ser London Danvers.


Jason parecía cada vez más engreído, como si pensara que ella estaba empezando a echarse atrás.

– Así que has cambiado de opinión.

– No -dijo ella de forma tajante y dando un paso en su dirección-. Solo quiero saber quién soy de verdad. Mi padre creía que yo era London.

– ¿Tu padre?

– Victor Nash. Murió el año pasado. No pude descubrir la verdad hasta que encontré la cinta de vídeo.

– Eso nos facilita las cosas, ¿no es así? -preguntó Jason-. Tu padre, y me imagino que también tu madre, ya no pueden comparecer para que se les pregunte. Pero, por suerte para ti, él te dejó una misteriosa cinta de vídeo diciéndote que vas a heredar una fortuna. ¿Lo he entendido bien?

– Mi padre pensaba que debía saber la verdad -dijo ella con un ligero tono defensivo en su voz.

– De modo que te ofreció una especie de canto de cisne en su lecho de muerte en el que te decía que tú eras la princesa perdida del reino de los Danvers, ¿no es así?

Ella le clavó unos ojos oscurecidos por el recuerdo del dolor del pasado.

– Así es.

– Y tú debiste de creerle, pues de lo contrario no estarías aquí.

– Por supuesto. Pero ya no estoy tan segura.

– ¿Cuánto dinero costaría convencerte de que entre nosotros no hay relación de sangre?

– Ya lo he dicho antes, no se trata del dinero. Si descubro que no soy London, me marcharé.

– ¿Y no piensas ir corriendo a contárselo a la prensa?

De repente ella recorrió la distancia entre el sofá y Jason de manera tan rápida que a Zach se le cortó la respiración. Sin los centímetros añadidos de los tacones, ella era una buena cabeza más alta que Jason, así que tuvo que doblar el cuello para mirarle a los ojos. Dos manchas de color aparecieron en sus mejillas.

– Puede que a ti te resulte imposible de creer -dijo ella en voz tan baja que era casi inaudible por encima del crepitar de la chimenea-, pero no me importa en absoluto el dinero. Ya sé lo que eso supone para tu familia, y para otras muchas, pero a mí lo único que me importa es saber la verdad. -Sus labios se arrugaron con disgusto y sus ojos se entornaron apenas unos milímetros-. Sé honesto, Jason, ¿te gustaría a ti saber si yo soy realmente London?

– Yo ya lo sé -dijo Zach.

Jason se quedó mirando a su hermano.

– Es una impostora -añadió Zach, acabando su bebida de un trago.


Así era Zach, sacando siempre conclusiones precipitadas, pensó Jason. Era tan endiabladamente engreído. Para Zach las cosas eran blancas o negras, verdadero o falso, bueno o malo. Una vez más el exaltado hermano de Jason no estaba entendiendo la situación de la manera adecuada. La razón por la que a Jason le preocupaba aquella mujer no era su asombroso parecido con Kat. Por todos los demonios, cualquier cirujano plástico experto podría haberle arreglado la cara, y el color de su cabello podría ser artificial y hasta podría llevar lentes de contacto de color azul. Su apariencia no era el verdadero problema -a pesar de que era una cuestión que le molestaba un poco-, lo que verdaderamente le ponía nervioso era su actitud. Adria era la primera persona que admitía no estar segura de ser quien creía ser. Todas las demás impostoras, las pretendientes a la herencia de los Danvers, llegaban afirmando estar seguras y acompañadas por una cohorte de abogados, y contando su historia en todos los periódicos de costa a costa. Pero Adria era diferente… escalofriantemente diferente.

– Siéntese, señorita Nash -le sugirió en un tono de voz que la mayoría de los testigos en los tribunales obedecía sin rechistar.


Pero ella se quedó allí de pie, sin moverse del sitio, y Jason pudo ver por el rabillo del ojo cómo la boca de Zach se torcía con una mueca jocosa. Se estaba divirtiendo con aquello, sobre todo porque él no tenía ya mucho más que perder de la herencia. El viejo lo había desheredado ya una vez y luego, cuando él se había hecho mayor, Witt se había ido ablandando y al final había tratado de arreglar las cosas entre ellos, ofreciéndole a Zach el rancho, que era la única propiedad que realmente le interesaba.

Zachary había sido reticente, pero al final había aceptado. El viejo y su hijo rebelde habían llegado a algún tipo de trato, algo de lo que nadie hablaba. No había papeles firmados, pero al final Zach había acabado remodelando el hotel Danvers tal y como deseaba Witt. A cambio, Zach heredaría el rancho de Bend: gran cantidad de hectáreas de rica tierra de cultivo, pero una gota tan pequeña en el cubo de las propiedades de la familia que a nadie le importaba demasiado. El hecho de que Zach deseara tener aquel rancho le parecía a Jason que era una ganga en una negociación con su cabezota hermano. Aunque sospechaba que en el fondo era tan codicioso como el resto del clan.

Si de repente apareciera London, la parte de la herencia de Zach no se vería muy afectada. No tenía ningún porcentaje de los bienes activos, tan solo el maldito rancho, que apenas se vería disminuido en unas pocas hectáreas si tuviera que pagarle su parte a su hermana London. Pero Jason, Trisha y Nelson se verían seriamente afectados porque Witt, maldito fuera, había ordenado a sus abogados que cedieran el cincuenta por ciento de sus posesiones, incluido el valor del rancho, a su hija más joven. Un maldito cincuenta por ciento. No se había previsto, sin embargo, el hecho de que pudiera no aparecer jamás. Solo al cabo de cincuenta años -¡cincuenta años!-podrían devolverse esos activos al resto de los propietarios. Para entonces, Jason ya tendría un pie bien metido en la tumba. ¡Demonios, menudo desastre! Por suerte, muy poca gente conocía los términos de aquel testamento, pues de lo contrario no dejarían de aparecer una London Danvers tras otra, saliendo de debajo de las piedras con la intención de meter las manos en aquella fortuna.

Y esta de ahora lo miraba desafiante a los ojos, y se parecía tanto a Kat que despertaba en él los mismos deseos lujuriosos de cuando él tenía veinte años y su madrastra aún era la mujer más atractiva y excitante que había sobre la faz de la tierra. La había deseado, había tenido fantasías con ella y había soñando que hacía el amor con ella, pero ella solo parecía tener ojos ¡para Zach, que en aquella época no era más que un adolescente.

Zach, ¡por el amor de Dios!

La actitud de Zach atufaba a insolencia y no tenía»ningún respeto por las cosas buenas de la vida, a pesar de que tenía a las mujeres haciendo cola por él. Kat había sido la primera de la larga lista de mujeres que habrían dado sus diamantes o cualquiera de sus joyas más preciadas por tenerlo en la cama. El hecho de que Zach hubiera aparentado siempre indiferencia parecía haberlo hecho todavía más codiciado.

Jason no lo entendía, nunca lo había entendido. Todo lo que sabía es que Zach siempre había causado más problemas de lo que valía.

– Mira -estaba diciendo Adria con la barbilla levantada en su dirección-:¿por qué no pones la cinta de vídeo?

– Lo haré -le aseguró Jason mientras echaba un vistazo a su reloj-. Pero podemos esperar unos minutos hasta que lleguen Trisha y Nelson.

– Así que, después de todo, va a ser una fiesta familiar -dijo Zach con un tono de cinismo en sus palabras-. Nos lo vamos a pasar en grande.


– Te lo estoy diciendo, Trisha, fue totalmente sobrecogedor -dijo Nelson mientras detenía su coche delante del garaje, al lado del jeep de Zach y el Jaguar de Jason-. Quiero decir que sentí como si hubiera vuelto veinte años atrás en el tiempo. Es igual a Kat.

Trisha no parecía estar impresionada. Había pasado por eso mismo demasiadas veces. Nelson apagó el motor del coche.

– ¿Y qué es lo que quiere?

– No lo sé. Dinero, imagino.

– ¿De dónde ha venido?

– Te estoy diciendo que nadie sabe nada de ella.

– ¿Y no te parece que hubiera sido más inteligente investigarla antes de tener que reunimos con ella?

– Jason no quiso que montara una escena en la fiesta. Había allí demasiados periodistas.

– Así que nos la ha metido aquí. Fabuloso -dijo Trisha mientras bajaba del Cadillac y cerraba la puerta de un golpe.

Trisha no tenía tiempo para esos juegos de niños. Siempre había habido alguna mujer que pretendía ser London Danvers y siempre la habría. ¿Por qué iba a ser diferente esta vez? ¿Por qué no le habían dado un buen susto a esa zorra o le habían pagado para que dejara en paz a la familia? Las impostoras se compraban normalmente con poco dinero. Ofrecerles un cheque por dos o tres mil dólares y prometerles no iniciar acciones legales contra ellas por fraude era suficiente para tenerlas contentos y conseguir de ellas lo que quisieran. Siempre acababan firmando declaraciones en las que se comprometían a no volver a afirmar que eran London Danvers y a no molestar a la familia, y en algunos casos -sospechaba Trisha-hasta era posible que se hubieran acostado con Jason. Parece ser que se pirraba por acostarse con cualquier mujer que se pareciera, ya fuese remotamente, a Kat. Algún extraño tipo de complejo de Edipo. A Trisha no le importaba en absoluto, mientras que la mujer en cuestión desapareciera luego. Pagar a esas impostoras les ahorraba un montón de tiempo y dinero en abogados, de manera que todos quedaban contentos. Así que, ¿por qué no habían hecho lo mismo en esta ocasión?

– En este momento no podemos permitirnos ninguna publicidad adversa. Mi trabajo… -balbuceaba Nelson.

– No es tan importante, pequeño arribista. No eres más que un abogado de oficio -le recordó ella-. Y si no te mandaran cada mes el cheque del fondo fiduciario, andarías gorreándonos a todos para poder pagar el alquiler.

– Sabes muy bien por qué trabajo donde trabajo -dijo Nelson, mirando a su hermana con desafío-. No es más que un escalón en mi carrera, Trisha.

– Política-dijo ella con desprecio-. Eres igual de despreciable que tu padre. Delirios de grandeza.

– La política es poder, Trisha, y los dos sabemos lo que sientes por los hombres poderosos.

– Lo mismo más o menos que sientes tú -contestó ella con voz de gorgorito, aunque se sentía como si le estuviera abofeteando.

Sabía que había metido el dedo en la llaga, pero también sabía que Nelson tenía la extraña habilidad de reconocer las debilidades de las personas y exponerlas a la luz. A veces Trisha se preguntaba si habría algún secreto en la familia que Nelson no conociera y que no fuera capaz de utilizar para su propio beneficio. Bueno, él también tenía unos cuantos esqueletos en su armario. Mientras caminaban hacia la puerta, Trisha miró su reloj. Era más de medianoche y estaba cansada. La inauguración del hotel había sido todo un éxito y habría preferido quedarse dándose un baño de elogios de los invitados en lugar de regresar a esa casa, la casa en la que había crecido, un lugar lleno de fantasmas y malos recuerdos, de traiciones y mentiras. Allí se habían oído las risitas haciendo eco por los pasillos de la casa Danvers. Aunque la verdad era que ella no recordaba nada más que las continuas discusiones y los continuos arrebatos de ira, cuando Witt Danvers trataba de obligar a sus cinco hijos cabezotas a convertirse exactamente en lo que él quería que fueran. Trisha metió la mano en el bolso y sacó una cajetilla de cigarrillos. Se paró en el vestíbulo y encendió uno. Necesitaba algo más fuerte. Una bebida o una raya de cocaína podría servir, pero se conformó con la nicotina y siguió avanzando por el pasillo, intentando no recordar las peleas y el odio que habían inundado aquella casa cuando su padre descubrió que ella estaba saliendo con Mario Polidori.

– ¡Lo has hecho para reírte de mí! -había gritado Witt con la cara completamente roja y las venas de las sienes a punto de estallarle.

– No, papá, le amo…

– ¿Le amas? -había gritado Witt con sus ojos azules echando chispas de disgusto-. ¿Que le amas?

– Quiero casarme con él.

– ¡Por el amor de Dios! Por supuesto que no te vas a casar con él. ¿Acaso no sabes quiénes son los Polidori? ¿Lo que le han hecho a esta familia?

– Le amo -volvió a decir ella con firmeza, con lágrimas en los ojos.

– Entonces estás loca, Trisha, y de todas las cosas que he pensado de ti, te aseguro que nunca imaginé que eras tan estúpida.

Ella empezó a sentir que se derrumbaba por dentro, pero intentó mantenerse firme.

– Odias a Mario por culpa de mamá. Porque ella se acostó con Anthony…

La bofetada la mandó contra la pared del estudio de Witt y su cabeza golpeó contra la esquina de la chimenea.

– No vuelvas a hablarme nunca más de esa mujer, ¿me has entendido? Ella me abandonó a mí, lo mismo que abandonó a todos sus hijos, para poder seguir su romance con Polidori. ¡De manera que no me vengas ahora con cuentos de que estás enamorada de su maldito hijo!

– Tú no lo entiendes…

– No, Trisha, tú eres la que no me entiende. ¡No volverás a verlo nunca más! ¿Lo has entendido?

Aplastada contra la pared, enfrentada al rostro lleno de rabia de su padre, ella se negaba a aceptarlo. Estaba enamorada de Mario. Lo estaba. Tenía los puños apretados y tensos, y las lágrimas empezaban a correrle por las mejillas; aquel día se dio cuenta claramente de que su padre era un ogro, un horrible y rudo monstruo al que solo le importaba una cosa: su hermosa hija, London. Trisha se enjugó las lágrimas del rostro con la manga y se mordió el labio para intentar dejar de llorar. ¡En aquel momento odiaba a Witt Danvers y pensaba intentar todo lo que estuviera en su mano para hacerle daño!


Ahora, después de tantos años, todavía sentía la pena. Su padre había sido un bastardo mientras estuvo vivo y todavía ahora manejaba a sus hijos desde la tumba, poniendo riendas a su dinero para hacerles saltar a través de aros, como animales de feria. Se sentía furiosa. Caminó a lo largo del vestíbulo. Su padre nunca la había querido, en absoluto. Solo había querido a su hija pequeña, y ahora esta -o más probablemente cualquier impostora- había vuelto e intentaba meter sus codiciosos deditos en la fortuna del viejo. Bien, Trisha estaba decidida a pelear contra aquella cazafortunas con uñas y dientes. London se había librado mientras ellos tuvieron que enfrentarse y sufrir a su padre día tras día, y besarle el culo para que no los dejara fuera de su testamento.

Excepto Zach. Él había sido el único capaz de mandar a su padre al infierno y luego regresar a las buenas maneras de Witt. Por mucho que odiaba tener que admitirlo, Trisha admiraba la firmeza de su hermano.

Y en cuanto a Adria Nash, incluso si era capaz de demostrar que ella era London, Trisha se prometió en silencio que nunca le permitiría tocar un penique de la fortuna de los Danvers. No había pagado su deuda, no había tenido que vivir con el tirano sin corazón que había sido Witt Danvers. London no se merecía la mitad de las propiedades del viejo, y, de todos modos, lo más probable era que aquella mujer no fuera más que otra buscadora de fortunas.

– ¿Qué estás pensando? -preguntó Nelson con las cejas ansiosamente levantadas mientras observaba a su hermana.

– Nada.

– Procura comportarte bien, Trisha, y escucha lo que tenga que decirnos -dijo él sin creerla-. Prepárate. Es igual que nuestra querida madrastra hace veinte años.


Entraron en el estudio y Trisha estuvo a punto de tropezar cuando su mirada se detuvo en aquella mujer, una hermosa mujer. El parecido era sorprendente, y a pesar de que aquella muchacha no tenía la innata sensualidad felina de la mujer de la que afirmaba ser hija, era prácticamente el vivo retrato de Kat.

Alguien, probablemente Nelson, colocó un vaso en las manos de Trisha y ella tomó un trago. Zach los presentó, pero Trisha no prestó demasiada atención; estaba demasiado envuelta en los recuerdos de su madrastra. Sintió un nudo en la garganta. Cielos, ¿sería posible? ¿Era aquella mujer de verdad su hermanastra? Tomó otro relajante trago de su bebida y apagó el cigarrillo. Jason estaba hablando…

– …de manera que os hemos esperado para verla juntos. Adria asegura que esta es la prueba que necesitamos. -Metió la cinta de vídeo en el magnetoscopio y pulsó el botón de encendido. Trisha apartó su atención de aquella mujer que tanto se parecía a Kat y la dirigió hacia la pantalla.

Zachary volvió a su posición al lado de la ventana. El ambiente en la habitación era tenso, pero a él le pareció divertido ver las miradas de reojo que se intercambiaban sus hermanos. Adria los había conmovido. A todos ellos. Ahora estaban preocupados. Por primera vez en casi veinte años.

Oyó una voz y dirigió su atención hacia la pantalla del televisor, en la que se veía a un hombre demacrado, completamente calvo, tumbado en una cama de hospital y hablando con evidente dificultad.


– Supongo que debería haberte dicho esto antes, pero por razones que te contaré después, razones egoístas, Adria, mantuve la historia de tu nacimiento en secreto. Cuando me preguntabas al respecto, lo juro por Dios, yo todavía no sabía la verdad, y después… bueno, no supe encontrar el mejor momento para decírtelo.

»Tanto yo como tu madre, que en paz descanse, quisimos siempre tener hijos, pero, como tú bien sabes, Sharon no podía quedarse embarazada. Aquello era un continuo tormento para ella, que, por alguna razón, pensaba que Dios la estaba castigando, a saber por qué. Yo nunca lo entendí. De modo que cuando te encontramos a ti… cuando llegaste a nuestras manos, aquello fue la bendición por la que tanto había estado rezando.

»Te adoptamos por medio de mi hermano, Ezra. Probablemente apenas te acordarás de él, pues murió en el año 1977. Pero fue él quien te trajo hasta nosotros. Era abogado y trabajaba en Bozeman. Sabía que tu madre y yo estábamos desesperados por tener hijos. Los dos habíamos cumplido ya cincuenta años, y con las deudas que teníamos en la granja no se nos consideraba las personas más adecuadas para una adopción por medio de las vías legales usuales.

El hombre hizo una pausa para tomar un trago de agua de un vaso de vidrio que tenía en la mesa que había junto a la cama, se aclaró la garganta y volvió a mirar a la cámara.

– Ezra me dijo que había llegado a un arreglo con una de nuestras primas hermanas lejanas. La muchacha, Virginia Watson, estaba divorciada y sin dinero, y tenía una hija de cinco años de edad a la que no podía ofrecer los cuidados adecuados. Lo único que ella quería era que la niña, Adria, estuviera con una buena familia que la quisiera. Ezra era soltero. No quería tener hijos a su cargo, pero sabía que Sharon y yo no deseábamos otra cosa.

»Y lo hicimos. La adopción fue secreta y los papeles… bueno, la verdad es que no fueron muchos. No queríamos que el Estado metiera las narices, sabes. De modo que, simplemente, Virginia vino a casa y te dejó aquí. Y desde aquel día siempre te consideramos nuestra propia hija.


Hizo una nueva pausa, como si le costara pronunciar las siguientes palabras:

– Yo sospechaba que todo aquello no era demasiado limpio, pero no me preocupé mucho. Tu madre era feliz por primera vez en muchos años, y yo no tenía ni idea de quién eras realmente. Yo me decía que alguien no te había querido, y que nosotros sí, y eso era todo.

»Solo años después, cuando Sharon ya nos había abandonado, empecé a imaginar lo que había pasado. Te prometo que, hasta ese momento, no tenía ni idea de que podías ser la hija desaparecida de alguien. Demonios, Adria, para serte sincero, incluso si lo hubiera sabido, creo que no habría podido deshacerme de ti. Pero, en resumidas cuentas, lo que sucedió fue que yo estaba haciendo limpieza de periódicos viejos en el granero y vi uno en el que se contaba la historia del secuestro de la hija de los Danvers. La policía buscaba a la niñera, una mujer que se llamaba Ginny Slade. Aquello no significaba nada para mí, pero un par de semanas después, mientras estaba sentado en mi sillón al lado del fuego leyendo la Biblia, se abrió la página donde está el árbol genealógico de la familia y allí volví a ver aquel nombre: Virginia Watson Slade. Según el árbol, Ginny Watson se había casado con Bobby Slade, de Memphis.

El hombre se mordió los labios nervioso.

– No soy estúpido, y sé sumar dos y dos. Parecía que tú podías ser la hija desaparecida de los Danvers, pero quise estar seguro, de manera que traté de contactar con Virginia, pero nadie sabía nada de ella desde hacía años. Desde el momento en que te dejó en nuestra casa, parecía haber desaparecido. Ni llamadas de teléfono, ni cartas, ni ninguna dirección. Sus padres no sabían si estaba viva o muerta y no tenían ni idea de dónde podía estar Bobby Slade. Era como si se la hubiera tragado la tierra, y lamento admitirlo, pero me sentí aliviado. No quería perderte.

Victor parpadeó y tomó otro trago de agua. Su voz parecía sincera, pero Zach no iba a dejar que aquel espectáculo de feria le convenciera. Para él, Adria era una farsante.

– Ya sé que esto suena cruel -dijo Víctor en un susurro apagado-, pero no podía soportar la idea de perderte. Tú eras todo lo que tenía en el mundo. Y en cuanto a la familia Danvers, imaginaba que el daño ya estaba hecho. Yo no podía deshacer el secuestro. Y tenía que considerar el hecho de la adopción. En la época en la que llegaste a casa, ya sabíamos que no se habían rellenado todos los papeles, que la adopción no había sido del todo legal. Cielos, probablemente incluso era ilegal. Tenía miedo de verme implicado de alguna manera en un crimen, incluso aunque no tenía ni idea de dónde venías. Pero he decidido que no quiero morir sin compartir contigo este secreto, y dejaré este vídeo en un lugar seguro al lado de mi cama. Por si alguien se cuestiona la autenticidad de este vídeo, diré que Saúl Anders me prestó el equipo, colocó el trípode y vigiló que tuviera suficiente intimidad. Él no tiene ni idea de lo que hay en la cinta y me ha prometido que no la verá.

Los viejos ojos se volvieron vidriosos por un momento.

– Bueno, chiquilla, esto es todo lo que yo sé. Espero que te sirva de ayuda. Creo que a lo mejor te quise demasiado para decirte la verdad. Te echaré de menos, mi niña…

El hombre forzó una sonrisa y luego la pantalla se quedó en blanco.


Nelson dejó escapar un suave silbido.

Jason se quedó mirando su vaso vacío.

Trisha aplaudió como si estuviera en una función de teatro.

– Bueno, si esto no es lo peor de la historia del vídeo… ¿Realmente imaginas que vamos a creernos esta historia sensiblera?

– No lo sé -dijo Adria con voz ronca y con un brillo en los ojos que no había estado allí antes-. Pero es la verdad.

Zach se dijo que todo aquello era parte de un plan elaborado, que el hombre del vídeo posiblemente era un actor, o su propio padre intentando sacar tajada de la riqueza de los Danvers.

– La verdad… por supuesto que lo es -dijo Trisha incapaz de esconder el sarcasmo en su voz.

Jason presionó el botón de extracción y sacó la cinta de vídeo del aparato reproductor.

– ¿Esta era tu «prueba»? -preguntó Jason.

– Sí.

– ¿Y esto es todo?

Adria asintió con la cabeza, y la rabia tranquila que se traslucía en el semblante de Jason como un nudo de ansiedad pareció difuminarse.

– Bueno, señorita Nash, no parece que sea demasiado, ¿no?

– Esto no es más que el principio, Jason -replicó ella, poniéndose de pie y colocándose de nuevo los zapatos-. No tienes por qué creerme. Dios sabe que no lo esperaba. Pero puedes tomarte esto como una advertencia. Pienso descubrir quién soy realmente. Si no soy London Danvers, créeme, me marcharé. Pero si lo soy -añadió con su pequeña barbilla levantada con determinación- lucharé contigo y contra cualquier abogado que lances contra mí para probarlo. -Se colocó el bolso en el hombro y el abrigo sobre el brazo- Es tarde e imagino que tendréis muchas cosas de las que hablar, de modo que llamaré un taxi y…

– Yo te llevaré -dijo Zach incapaz de dejarla marchar así, sin más, aunque no sabía por qué razón. Estaría mejor lejos de ella, pero había una parte de él que se sentía intrigada con aquella historia. ¿Quién era realmente aquella mujer? -No te molestes.

– No es ninguna molestia.

– No es necesario.

– Por supuesto que lo es.

– Se dio cuenta de que Trisha lo miraba interrogativamente y vio que Jason lo observaba algo sorprendido con el rabillo del ojo-. Es la hospitalidad de los Danvers -subrayó Zach.

– Mira, Zach, no hace falta que me hagas ningún favor, ¿de acuerdo? -Ella salió de la habitación y él la agarró por el codo.

– Pensé que habías dicho que necesitabas un amigo. -Sus dedos ascendieron por su brazo y ella sintió su aliento cálido, con un ligero aroma a whisky, rozándole la nuca.

Se recordó que aquel hombre era como ella: un hombre sin pasado, si se tenía que creer en las fotografías familiares.

– Quizá haya cambiado de opinión -dijo ella con voz ronca.

– No me parece una idea inteligente, señorita. Creo que necesitarás todos los amigos que puedas encontrar.

Dudando por un momento, echó una ojeada por encima del hombro al resto de los Danvers. «Su familia.» ¿O no era así? Aparentando total independencia, se soltó de su mano y echó a caminar delante de él.

– Gracias, de todos modos.

Obviamente, Zach no estaba dispuesto a dejarla marchar así como así. La siguió hasta fuera del estudio y a través de la cocina, donde ella ya había descolgado el teléfono, y cuyo auricular él le quitó distraídamente de entre los dedos.

– Me parece que estás dejando pasar la oportunidad de estar a solas conmigo.

– No te halagues a ti mismo.

Sus labios se torcieron en una mueca de desaprobación.

– No, me refería a conseguir más información de la familia. Eso es lo que quieres, ¿no es así?

Entre las cejas de ella se formó una pequeña arruga de ilusión.

– ¿De qué lado estás?

– No estoy de ningún lado -dijo él, abriendo la puerta trasera. La noche se coló en la cocina-. Sólo me preocupo de mí mismo.

Un hombre solitario. Un hombre que no necesita a nadie. O al menos eso era lo que quería hacerle creer a ella.

– Veo que eres modesto.

– No creí que estuvieras buscando humildad, sino solo la verdad.

– Así es.

Su expresión era dura e inflexible.

– Entonces deberás saber sin duda que me importan un comino la familia o su dinero.

– Pero sí que te importa el rancho -dijo ella, echándose el abrigo sobre los hombros.

– Es mi debilidad -dijo él y sus ojos brillaron en la oscuridad.

Caminaron por el sendero mientras el viento silbada a través de los altos árboles que bordeaban el camino. Ella se sintió impresionada por la anchura de sus hombros y por el ángulo de su barbilla, de formas duras y atractivas.

– ¿Y tienes muchas más… debilidades?

– Ninguna más -contestó él, abriendo la portezuela de su jeep-. Dejé a mi familia cuando tenía diecisiete años. Dejé de confiar en las mujeres a los veintiocho, y estaba a punto de dejar de beber, también, pero pienso que un hombre debe tener al menos un vicio.

– Al menos.

– Al menos no soy un mentiroso patológico. Se sentó ante el volante de su coche, y su semblante pareció todavía más duro y peligroso en la oscuridad del interior.

– Y entonces, ¿por qué quieres tener algo que ver conmigo?

Puso en marcha el motor y encendió los faros del coche.

– Déjame que te aclare una cosa, ¿de acuerdo? Yo no quiero nada de ti. -Pisó el pedal del acelerador y el jeep empezó a moverse marcha atrás-. Pero tengo el presentimiento de que vas a remover un poco la mierda, señorita Nash.

– ¿Y eso te preocupa?

– No. -Giró el volante y el jeep dio una vuelta en redondo sobre la calzada. Sus ojos se habían vuelto oscuros como la obsidiana-. Porque todavía estoy convencido de que eres una impostora. Una muy buena, quizá, pero así y todo nada más que una simple impostora.

7

¿Qué demonios iba a hacer con ella? Cruzó las puertas de la verja y le lanzó una mirada furtiva. Estaba apoyada contra la portezuela del coche, mirando a través de los cristales de la ventanilla, y su perfil era tan parecido al de Kat que aquella visión hizo que se le formara un doloroso nudo en las entrañas. Si aquella muchacha no era London Danvers, entonces era su maldita sosias, el vivo retrato de la madre de London. La curva de la mandíbula, el rizado cabello negro, incluso la manera en que le miraba de soslayo a través del flequillo de rizados bucles, medio seductora, medio inocente. Era igual que Kat.

Giró el volante para tomar una curva, apretando con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. No hacía falta que nadie le recordara cómo era su autodestructiva y atractiva madrastra. Le había costado años sacarse a Kat de la cabeza. Y luego, cuando estaba convencido de que ya lo había superado, ella se había tomado una sobredosis de pastillas y todos los demonios de la culpabilidad habían despertado de nuevo, gritando dentro de su cabeza.

Y ahora esta mujer, este reflejo exacto de Kat, acababa de aparecer como si fuera su fantasma que hubiera vuelto para atraparlo. Lo que tenía que hacer era largarse de allí enseguida. Pero no podía, y la atracción que Adria provocaba en él era tal que sentía algo bajo la piel -como si fuera hielo líquido, caliente y gélido a la vez- quemándole con una fría intensidad y que le asustaba en lo más profundo de su ser. Como con Kat.

– Háblame de mi madre -dijo ella, como si le hubiera leído el pensamiento.

– Si es que era tu madre -dijo él, poniendo en marcha los limpiaparabrisas.

– ¿Cómo era? -continuó ella, ignorando la indirecta.

– ¿Qué quieres saber de ella? -preguntó Zach, mirándola de reojo en la oscuridad.

– Por qué se suicidó.

– Nadie sabe si intentó matarse o simplemente tomó demasiadas pastillas y se cayó -contestó él con un parpadeo en los ojos.

– ¿Y tú, qué piensas?

– No pienso nada. No serviría de nada. No la iba a traer de vuelta aquí. -Su mandíbula estaba dura como el granito.

– ¿Eso te gustaría? ¿Que estuviera todavía viva?

– Deja que te aclare una cosa, ¿de acuerdo? -dijo él, lanzándole una desdeñosa mirada-. No me gustaba Kat. En mi opinión no era más que una sucia manipuladora. -Redujo la marcha para girar en una esquina y añadió- Pero tampoco deseaba que muriera.

Era obvio que Adria había metido el dedo en la llaga, pero le parecía que Zachary no estaba siendo completamente honesto con ella. Había demasiada tensión en sus músculos, demasiado enfado escondido en las líneas de su cara. Y había algo más que no le estaba contando.

– ¿Y qué me dices del resto de la familia, cómo se sienten al respecto?

– Tendrás que preguntárselo a ellos -resopló él. El jeep llegó a la parte más baja de la colina y Zach se metió en la carretera que conducía al este-. ¿Dónde te alojas?

– En el Benson -mintió ella. Él alzó una ceja con interés y Adria supo por qué. El Benson, al igual que el hotel Danvers, era uno de los hoteles más antiguos y prestigiosos de Portland. Su vestíbulo era la reminiscencia de un antiguo club inglés, con cálidas paredes de madera, una gran chimenea y enormes escaleras que llevaban a los pisos superiores. En él se alojaban dignatarios, embajadores, estrellas de Hollywood y políticos de todo tipo, lo mismo que en el hotel Danvers. Las habitaciones no eran en absoluto baratas.

Pero como necesitaba algo de intimidad, un poco de espacio fuera de la mirada que todo lo abarcaba de la familia Danvers, mintió. ¿Qué importaba realmente si estaba alojada en un motel de mala muerte de la calle Ochenta y dos? Ninguno de los miembros del clan Danvers necesitaba saber nada más de ella. Al menos no por el momento. No hasta que estuviera preparada. No tenía ninguna intención de inventarse un pasado. Les contaría toda la verdad en cuanto creyera que era oportuno, pero en ese momento estaba cansada, se sentía sin fuerzas y no tenía ganas de comenzar un segundo asalto de aquella pelea.

– ¿Dónde vives, cuando no te alojas en el Benson? Ya eran demasiadas preguntas. Una sonrisa afloró a sus labios. Se le había pegado el cínico humor de él.

– Montana, ya te lo he dicho, crecí en una pequeña ciudad, cerca de Bitterroots, llamada Belamy. -Nunca había oído hablar de ella. -Poca gente la conoce.

– ¿Has vivido allí toda tu vida?

– Sí.


Sus preguntas la ponían al borde del abismo. Él estaba intentando descubrir si mentía. De modo que se mantuvo estrictamente en la verdad. Aunque nunca se había sentido demasiado cerca de su madre, Víctor era amable y cariñoso, y estaba empezando a sospechar que era un padre mucho más paciente de lo que Witt Danvers había sido jamás.

– ¿También pensaba tu madre que eras London?

– No creo -contestó Adria, negando con la cabeza.

Acelerando para pasar un semáforo en ámbar, él preguntó:

– ¿Recuerdas la primera vez que conociste a tus padres? Si eras London, debías de tener unos cinco años. Como tú misma dijiste, los niños de cinco años también tienen recuerdos.

Ella se quedó mirando los rascacielos que se elevaban hacia el oscuro cielo nocturno delante de ellos.

– Yo no tengo recuerdos, al menos no auténticos recuerdos. Solo imágenes. -¿Imágenes? ¿De qué?

Zach metió el coche en una calle lateral que conducía hasta el hotel Benson.

– De la fiesta. Había mucho ruido y fue muy excitante, y…

– Eso lo has podido leer.

– Recuerdo a Witt, con su cabello plateado. Me hacía pensar en un oso polar… tan grande…

– Eso también está en los periódicos. -Paró delante del Benson, en el carril reservado para los invitados y ella volvió hacia él sus radiantes ojos azules.

– Por supuesto que tienes razón -dijo ella, cogiendo el pomo de la portezuela-. Pero hay algo en todo esto que no encaja. Entre todas las imágenes borrosas que dan vueltas por mi mente, hay una tan clara que incluso da miedo.

– ¿De qué se trata? -dijo él burlonamente, aunque se sentía como si le estuvieran apretando un tornillo en el pecho y el corazón le latía con fuerza.

– Te recuerdo a ti, Zach -dijo ella, mirándole fijamente.

– Lo dudo -replicó él, sintiendo que aquel tornillo se apretaba un poco más.

– Tan claramente como si hubiera sido ayer. Recuerdo a un huraño muchacho de cabello negro al que yo adoraba.


Ella abrió la puerta, bajó del coche y echó a andar por la acera. Zach salió tras ella, pero ya había desaparecido. Como un fantasma que se esfuma en medio de un humo blanco, ella había desaparecido en el hotel.

Pensó en llamarla para que bajara de su habitación y pedirle explicaciones. ¿Qué era lo que recordaba de él? Pero no se movió. Evidentemente, aquel último gesto estaba pensado de antemano, un comentario final para llamar su atención.

Sonó un claxon detrás de él y apretó el acelerador alejándose, pero no pudo dejar atrás aquellas palabras; flotaban en el aire y le acompañaron durante todo el camino hasta el hotel Danvers, donde, para evitar a cualquiera de los invitados que pudiera estar aún en el bar después de acabada la fiesta, tomó el ascensor de servicio hasta la planta séptima y se metió en su habitación. La luz roja del contestador telefónico parpadeaba. No le sorprendió que Jason le hubiera llamado.

«Magnífico», pensó Zach, mirando sus bolsas de viaje. Tenía el equipaje listo y estaba preparado para marcharse, pero de repente supo con claridad que no iba a irse a ninguna parte. Al menos, no aquella noche. Quitándose los zapatos, se sentó en el borde de la cama y marcó el número de teléfono. Jason levantó el auricular al segundo timbrazo.


– Ya has llegado, ¿dónde estabas?

– La he dejado en la puerta del Benson.

– ¿Allí es donde se aloja? -preguntó Jason desconfiado.

– Tiene gracia, ¿no te parece? Pretende ser la heredera desaparecida de los Danvers y se aloja en la competencia.

La voz de Jason sonaba amortiguada, pero Zach le oyó ordenar a Nelson que llamara al Benson por la otra línea y que hablara con Bob Everhart, quien en otro tiempo había trabajado para Witt, para que averiguara el número de la habitación de Adria. Su voz era dura cuando volvió a dirigirse a Zach.

– Te deberías haber quedado por allí después de dejarla en la puerta del hotel -¿Para qué?

– ¿Para qué? Para vigilarla, por supuesto.

– Por supuesto -repitió Zach-. ¿Cómo no se me había ocurrido?

– Ella representa una amenaza para nosotros, Zach.

– No lo creo. -Tumbándose sobre la cama, se preguntó por qué se estaba tomando la molestia de conversar con su hermano-. Mira, es muy tarde, de modo que me voy a marchar…

– ¿Ahora? ¿Te vas a marchar ahora?

– Pronto.

– ¿Cuando estamos en medio de una jodida crisis familiar?

– Me importa una mierda.

– Ya lo sé -dijo Jason, y Zach se quedó mirando al techo.

Estaba mintiendo un poco. Sí le importaba. Por el rancho. Y además sentía curiosidad por Adria. ¿A qué estaba jugando?

Jason no se daba por vencido.

– Te crees que tu rancho está protegido, ¿verdad? Porque es un legado específico. Pero te diré que las cosas cambiarán si esa mujer demuestra que es London. Se compraron muchas hectáreas más después de que se firmara el testamento original, y todos esos acres no se van a considerar parte del rancho, por ejemplo. Y si todos los demás tenemos que darle una parte, para asegurarnos de que recibe su cincuenta por ciento, tú también tendrás que hacerlo, Zach.

– Parece que has estado muy ocupado -dijo Zach, frunciendo el ceño al auricular.

– Ahora, escúchame. Parece que Adria confía en ti. Tú fuiste la primera persona a la que se dirigió. Mantente cerca de ella. Averigua cuál es su precio… ¿Qué? -Su voz se debilitó al volver la cabeza, pero Zach lo escuchó todo a pesar de que su hermano hubiera tapado el auricular con la mano-. ¡Lo sabía! Vale, pues empieza a llamar a las compañías de taxi… No sé. Tú haz lo que te digo. La policía lo hace siempre; de acuerdo, llama a Logan. Todavía lo tenemos en nómina y sigue teniendo sus contactos a pesar de estar retirado. Oh, por el amor de Dios, ¡por qué tengo que cargar yo con esta mierda de conflicto de intereses! -La conversación parecía tener para rato y Zach estuvo a punto de colgar el auricular, pero Jason volvió de nuevo a dirigirse a él-: Menuda sorpresa. Ni Adria Nash o London Danvers, ni Adria Danvers o London Nash está alojada en el Benson. Seguramente se escondió en el lavabo de señoras hasta que vio que te habías marchado y luego salió para tomar un taxi a Dios sabe dónde.

– Ya se dejará ver. Las de su clase siempre lo hacen.

– Olvidas una cosa, Zach. Esta es diferente. No está aquí afirmando que es London, proclamando a los cuatro vientos que ella es nuestra querida hermanita perdida, no, la suya es una historia muy diferente; y ese es el tipo de historias que más le gustan a la prensa. «¿Es ella o no es ella?» Y se parece tanto a Kat que haría que todo el mundo se pusiera a especular. Tenemos que conseguir que mantenga la boca cerrada.

– ¿Cómo?

– Para empezar, tendrías que haberla seguido…

– Debes de estar bromeando.

– Pues no bromeo.

La mandíbula de Zach estaba tan tensa que le dolía. No le gustaba ser manipulado, y hasta donde le alcanzaba la memoria, siempre había habido alguien en su familia -Witt, Kat o Jason- intentando manejar los hilos. -Mi opinión es que trabaja con un cómplice.

– Venga ya…

– ¿Por qué no? Estamos hablando de un montón de dinero. Muchísimo. La gente haría cualquier cosa con tal de meter las manos en él, incluso hacerse pasar por una chica muerta. Piensa en ello, Zach, nuestra mayor preocupación es que ahora aparezca alguien afirmando ser la heredera, cuando Kat y Witt están muertos, y no hay manera de recoger muestras de ADN de ningún tipo.

– Yo no estoy en absoluto preocupado.

– Pues deberías estarlo. Tanto si te gusta como si no, eres un miembro de esta familia y… espera un minuto. -Tapó el auricular con la mano otra vez durante un momento y luego siguió hablando-: Mira, Logan está investigando en las compañías de taxi. Te volveré a llamar cuando haya averiguado algo.

– No hace falta que te molestes. Zach colgó el teléfono de un golpe. Estaba harto de Portland, harto de su familia, harto de todo ese lío. Se quitó el esmoquin -alquilado-, lo colocó de nuevo en su envoltorio y dejó la bolsa en el armario. Cuando ya se había vestido con un suéter y un pantalón tejano, sonó de nuevo el teléfono. Estuvo tentado de no contestar, pero volvió a levantar el auricular. No hacía falta que adivinara quién le estaba llamando.

– Está en el Riverview Inn, en la calle Ochenta y dos, en algún lugar cerca de Flavel -dijo Jason, contento consigo mismo-. Parece que nuestra pequeña caza-fortunas no nada en la abundancia, ¿no crees?.

– Y eso qué importa.

– Por supuesto que importa. No podrá pagar a los mejores abogados si ni siquiera puede permitirse una habitación decente. ¿Por qué no te das una vuelta por allí, Zach, y compruebas cuál es la situación? Y si trabaja sola, llévatela al rancho contigo.

– Ni lo sueñes.

– Allí estará a salvo. Aislada.

– No creo que quiera venir conmigo.

– Convéncela

– ¿Cómo? ¿Diciéndole que a lo mejor así puede llegar a conseguir una parte de la herencia?

– Venga, Zach. Hazlo. ¿Quién sabe? Puede que incluso sea London.

– No me hagas reír -dijo él, ignorando la extraña sensación que le encogía el estómago al recordar aquellos claros ojos azules y aquella voz ronca y seductora. «Te recuerdo a ti, Zach. Tan claramente como si hubiera sido ayer. Recuerdo a un huraño muchacho de cabello negro al que yo adoraba.» Sus manos empezaron a sudar alrededor del auricular del teléfono.

– Espero que tengas razón, pero te aseguro que me gustaría averiguarlo.

– Pues hazlo tú solo.

– Como te he dicho, ella confía en ti.

– Pero si ni siquiera me conoce. Zach empezó a golpear con un pie en el suelo con desesperación, pensando en Adria. Era hermosa y seductora, y él se sentía atraído por ella. Y esa atracción, solo por sí misma, ya era peligrosa. Ni quería ni deseaba que ninguna mujer se metiera en su vida, y menos aún una que tuviera la vista puesta en la fortuna familiar. Ya había aprendido antes esa lección.

– Solucionaremos este asunto muy pronto. Pero tenemos que saber manejarla. Todo lo que debes hacer es convencerla para que se vaya contigo al rancho durante un par de días.

– Ni lo sueñes.

– Bien, al menos ve y habla con ella. Pídele que se quede en el hotel Danvers, como un detalle de la familia.

– ¿Te imaginas que te va a creer? -preguntó Zach, dejando escapar una carcajada-. Me parece que se ha preocupado bastante por esconderse. No creo que quiera alojarse en un hotel donde la pueden vigilar de noche y de día.

– Pues yo creo que preferirá alojarse en un barrio más elegante. Recuerda que ha venido buscando dinero y seguramente le molestará tener que alojarse en un hotel de mala muerte.

– A lo mejor le gusta tener intimidad.

– En ese caso, no debería haber empezado esto jamás. Porque una vez que esto haya acabado, no va a volver a saber lo que significa esa palabra. -Hizo una breve pausa, y Zach imaginó a Jason moviendo una mano nerviosa alrededor de su garganta-. Demonios, Zach, no tenemos que quitarle los ojos de encima.

– Pues entonces, invítala tú a que se quede en el maldito hotel.

– Ella confía en ti.

– Si es inteligente -resopló Zach-, no debería confiar en nadie de esta familia.

Recordó la manera en que ella se había quedado mirando la fotografía de Witt, Kat y London. Como si realmente sintiera algo. O había llegado a creerse su descabellada historia o era la mejor endemoniada actriz que jamás había visto.

– Habla con ella -insistió Jason.

– Maldita sea. -Zach colgó el teléfono sin afirmar ni negar si lo haría. Agarró su bolsa de viaje y se estuvo pateando mentalmente a sí mismo hasta llegar al aparcamiento del hotel. Adria Nash era un problema. Un gran problema. Un problema que no necesitaba ni quería tener.

«Mierda.» Lanzó su escaso equipaje sobre el asiento trasero del jeep y salió a toda marcha del aparcamiento, conduciendo hacia el este, cruzando bajo la llovizna el sucio río Willamette y continuando a lo largo de las calles empedradas de la orilla este. Había poco tráfico, de modo que aceleró hasta el límite de velocidad, sintiéndose de repente ansioso por encontrarse con ella. Era tan malo como el resto de su familia. Nunca había oído hablar del Riverview Inn, pero no le costó encontrarlo: un edificio pobre de cemento y ladrillo, pintado de un sucio color blanco. El letrero luminoso anunciaba televisión por cable en las habitaciones. Las habitaciones eran departamentos unidos unos a otros en forma de «U». La vista panorámica desde la ventana de las habitaciones consistía en una calle asfaltada llena de baches y un bar abierto toda la noche al otro lado de la calle. Ni río, ni vista. Pero los precios eran baratos.

Zach echó un vistazo a los coches aparcados en el solar que quedaba en medio de las habitaciones, y se acercó a espiar de cerca un Chevy Nova con matrícula de Montana situado frente al departamento número ocho.

«Así que aquí estás», se dijo aparcando el jeep en una plaza vacía al lado de un arce solitario. Apagó el motor y se quedó mirando la hilera de habitaciones que rodeaban el aparcamiento.

La habitación del encargado del motel estaba a oscuras y esperó que no hubiera nadie espiándole asomado a la ventana. Se arrellanó en su asiento, echó una ojeada al reloj y frunció el entrecejo. Eran casi las cuatro de la mañana y el tráfico aún pasaba a gran velocidad por la carretera, salpicando agua de lluvia y produciendo un suave y constante zumbido. Se preguntó si Adria sería madrugadora y se dijo que no tardaría en averiguarlo.


Jason se pasó una mano nerviosa por la nuca. Tenía que pensar. Era el cerebro de la familia, el único que sabía cómo manejar las vastas propiedades de su padre. A Trisha no le importaba nada más que su arte y sus decoraciones, Nelson practicaba una especie de arcaica forma de derecho como abogado de oficio, y Zach había montado su propia empresa de construcción y ahora dirigía sus negocios desde Bend, a la vez que se encargaba del rancho. Pero Jason era el único que mantenía todas las propiedades de la familia y todos sus negocios unidos.

Se quitó el esmoquin, lo dejó colgado en el respaldo de una silla, para que la doncella lo recogiera por la mañana, y frunció el entrecejo cuando miró su cama. Desde que Adria Nash había irrumpido en la inauguración de aquella noche, sus planes habían empezado a caer en picado. En ese momento, si las cosas hubieran progresado tal y como lo esperaba, debería estar en la cama con Kim, envueltos entre las sábanas, abrazados, con su boca explorando aquel hermoso cuerpo, y la habitación se estaría llenando de jadeos y gemidos de placer. En lugar de eso, allí estaba, de pie a medio desnudar, deseando tomarse otra copa y preocupado porque una mujer -una astuta y preciosa mujer a la que no había visto jamás hasta aquella noche- pudiera llegar a encontrar la forma de robarle su fortuna familiar.

Después de que Zach y Adria se marcharan, había tenido que vérselas con su neurótico hermano pequeño y con su hermana, quienes, en opinión de Jason, deberían pasar unas cuantas horas más cada semana en el diván del psiquiatra.

Zach era un pesado, pero al menos no estaba cargado de complejos, como Trisha y Nelson. Trisha, aunque había pasado por una docena de amantes y por un matrimonio, nunca había sido feliz, y Jason sospechaba que jamás había llegado a olvidar a Mario Polidori. En el caso de Nelson, otros eran los demonios que atacaban a aquel muchacho. Bastante malo era ya trabajar como abogado de oficio, pero aún había cosas peores por las que Jason tenía que preocuparse del más joven de los Danvers. Nelson tenía una gran colección de normas morales, y podía pasarse inacabables horas exponiéndolas, pero aun así había una parte oscura en él, una parte que solo salía a la superficie cuando estaba preocupado o enfadado.

Se sirvió otra copa y se quitó los calzoncillos, con lo que quedó completamente desnudo. Se quedó parado ante las puertas correderas de vidrio del dormitorio -iluminadas por detrás por las luces del vestíbulo-, mirando por encima de las copas de los árboles las luces de la ciudad. Era un hombre de acción, un hombre capaz de tomar decisiones rápidas y luego llevarlas a cabo, una persona que hacía que las cosas sucedieran.

Sin ningún escrúpulo cogió el teléfono y marcó un número que se sabía de memoria, por la cantidad de veces que lo había utilizado. Un contestador telefónico se puso en marcha y Jason empezó a hablar. Su mensaje fue breve. «Hola, soy yo, Danvers. Es hora de que ponga en movimiento todos mis peones y tú aún me debes una. Tengo un trabajo para ti. Te volveré a llamar mañana.»

Le remordió un poco la conciencia, pero tomó un largo trago y sintió el familiar calor del whisky escocés quemándole la garganta, encrespando su estómago y calentándole la sangre.

Unas cuantas horas de reposo y estaría dispuesto para cualquier cosa. Y eso incluía también desenmascarar a la impostora Adria Nash.


Cuando apagó la luz, a Adria le dolía la cabeza. La habitación apestaba a rancia humedad, y al persistente aroma de cigarrillos y antiguas obscenidades. Pero aquel motel era barato y anónimo. Al menos, por el momento. Se tumbó en la cama y cerró los ojos. Las imágenes de Zachary cruzaron por su mente. No podía dejar que él la distrajera. Tenía que centrarse. Había invertido demasiado tiempo en su misión. Durante los últimos años había mandado muchas cartas, había hablado con abogados, se había entrevistado con funcionarios de agencias del gobierno, había intentado en vano localizar a Virginia Watson y hasta había empezado a escribir un diario. Porque ahora, tras la muerte de su padre, empezaba a tener una vaga idea de quién podía ser ella.

Y estaba dispuesta a llegar hasta el mismísimo infierno con tal de descubrir si, como su padre insistía, ella era realmente London Danvers.


Zach echó una ojeada a su reloj. Faltaba poco para que amaneciera. Miró por la ventanilla hacia el motel en el que dormía Adria Nash, y se preguntó si había alguna posibilidad de que aquella mujer fuera su hermana desaparecida.

Era imposible.

Era una locura.

Pero se parecía tan endemoniadamente a Kat.

Sintió una punzada en el estómago al recordar a su apasionada madrastra y todo el dolor que le había causado a su familia. No le apetecía pensar en ella y en todo lo que había pasado después del secuestro de London, ni quería darle más vueltas a su parte de culpa en que se hubiera empañado el nombre de los Danvers. Se acomodó en su asiento, mientras la lluvia comenzaba a arreciar golpeando con fuerza contra el parabrisas.

Se recordó a sí mismo de pie, empapado por la lluvia, la noche en que London fue secuestrada. Había corrido hacia los policías que apuntaban sus armas hacia él, mientras no paraban de hacerle preguntas…

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