Si pudiera recordar.
Si pudiera saber la verdad.
Si pudiera estar segura de que no se trataba de una misión de locos. Levantó la vista hacia el oscuro cielo de octubre y sintió la leve llovizna de Oregón mojándole la cara. ¿Habría inclinado alguna vez la cabeza hacia atrás dejando que aquella misma humedad resbalase por sus labios y sus mejillas? ¿Se habría parado ya antes en esa misma esquina, justo enfrente del viejo hotel Danvers, agarrada a la mano de su madre, esperando a que el semáforo se pusiera en verde?
El tráfico avanzaba deprisa; los coches y los autobuses salpicaban agua cada vez que sus neumáticos saltaban por encima de los charcos. Bien embozada en su abrigo, ella tiritaba, aunque no a causa del aire frío del otoño o de la brisa que soplaba desde el húmedo y oscuro río Willamette, que estaba solo a unos pocos bloques al este. No, tiritaba al pensar en lo que estaba a punto de hacer: enfrentarse a su destino -o así se lo contaba a sí misma. Sabía que estaba a punto de librar la batalla de su vida.
Pero estaba decidida a hacerlo. Ahora no podía echarse atrás. Había viajado cientos de kilómetros, había sufrido un infierno de emociones, había pasado días enteros buscando en su memoria y había dedicado laboriosas horas a rebuscar en bibliotecas y hemerotecas de toda la zona noroeste, leyendo meticulosamente cada una de las crónicas, los artículos y las noticias que había podido encontrar sobre la familia Danvers.
Ahora sus planes estaban a punto de hacerse realidad. O de echarse a perder. Miró hacia el hotel: siete pisos de arquitectura victoriana que en otro tiempo fue uno de los edificios más altos de la ciudad, y que ahora había quedado empequeñecido por sus homólogos de acero y hormigón, esos grandes rascacielos que cortaban el aire elevándose desde las estrechas calles de la ciudad.
«Que Dios me ayude», se dijo en un susurro. Por hermoso que fuera, el edificio del hotel Danvers le pareció de alguna manera siniestro, como si albergara secretos -oscuros secretos- que podrían cambiar el curso de su vida para siempre. Lo cual era completamente absurdo. Sin embargo, Adria sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con el viento que soplaba por las estrechas calles de Portland.
Sin esperar a que el semáforo se pusiera en verde, cruzó la calle a la carrera, con los faldones del abrigo ondeando contra las fuertes ráfagas de viento. La luz del día empezaba a apagarse, mientras el sol amortajado de nubes se iba poniendo por detrás de las colinas del oeste, unas colmas que todavía conservaban bosques verdes y estaban salpicadas de lujosas mansiones.
Aunque el hotel Danvers estaba cerrado al público -como lo había estado durante los últimos cuatro meses, mientras se llevaban a cabo las obras de remodelación que pretendían devolverle su antigua grandeza decimonónica-, entró en el vestíbulo pasando por una puerta que habían dejado abierta para los trabajadores.
Las obras casi habían terminado. Durante los últimos dos días, Adria había estado observando los camiones de reparto que introducían mesas, sillas y otros muebles por la entrada de servicio. Hoy había llegado la mantelería y la vajilla, así como parte de la comida que anticipaba la gran inauguración prevista para el fin de semana.
Se comentaba que el clan Danvers al completo, con la primera esposa de Witt Danvers y sus cuatros hijos, estarían en la ciudad. Perfecto.
Un frío nudo de temor le apretó el estómago. Desde que supo del cierre y la reapertura del hotel, había estado planeando la manera de presentarse ante aquella familia, pero antes, para tantear al terreno, tenía que hablar con el encargado de relaciones públicas del hotel: Zachary Danvers, el rebelde de la familia y segundo hijo varón de Witt. Según todos los artículos que había leído, Zachary nunca había encajado bien en el clan. El parecido entre todos los miembros de la familia Danvers -tan evidente en sus hermanos- había pasado por encima de él y durante sus años de juventud había tenido más de un roce con la ley. Sólo el dinero de su padre había podido mantener a Zachary alejado de problemas más serios, y los rumores decían que no solo era el último en la lista de favoritos de Witt, sino que había estado a punto de que se le suprimiera del testamento.
Sí, Zachary era el hombre al que tenía que ver en primer lugar. Había mirado sus fotografías tantas veces que sabía que podría reconocerlo sin ninguna dificultad. Con algo menos de un metro ochenta de altura, el pelo negro como el carbón, la piel oscura y unos profundos ojos grises rodeados de gruesas cejas, Zachary era el único de los hijos de Witt Danvers que no se parecía a su padre. Más delgado que sus hermanos, y que el hombre grandullón que lo había engendrado, tenía las facciones tan cinceladas como las colinas que miraban al océano Pacífico. Era un hombre de rasgos duros, curtido y con una boca sería que raramente había sido fotografiada sonriendo. Una cicatriz sobre la oreja derecha, que le llegaba hasta el nacimiento del pelo, y la nariz rota eran una muestra más de su temperamento violento.
En el vestíbulo se cruzó con dos hombres que se tambaleaban bajo el peso de un sofá envuelto en plástico. Oyó a unos obreros que discutían en la parte de atrás, y vio a unos cuantos trabajadores y empleados del hotel que iban del comedor a la cocina, que estaba situada justo enfrente de las puertas de entrada. La recibió un olor a productos de limpieza, aguarrás y barniz, y el vocerío del personal que le llegaba apagado por el ruido de las aspiradoras.
Mientras los dos obreros depositaban el sofá al lado de la enorme chimenea, ella se detuvo en medio del vestíbulo y echó un vistazo a aquel hotel que en otro tiempo fuera el más opulento de Portland: un lugar donde se habían reunido los dignatarios y los padres de la ciudad, y donde se habían tomado las decisiones que conformarían y planearían el futuro de la misma. Miró hacia arriba, hacia las vidrieras de colores que se elevaban por encima de las puertas de entrada, por donde se colaban los últimos rayos del día, que iban a caer sobre un impoluto suelo -que se extendía ante el mostrador de recepción- con una luz de tonos ámbar, rosa y azulado.
Tragó saliva para deshacer un nudo que se le había formado en la garganta; aquel hotel era su herencia. Su patrimonio. Su futuro.
¿O no?
Solo había una manera de descubrirlo. Se dirigió a la amplia y curvada escalera que llevaba hasta la terraza.
– Oiga usted, señora, está cerrado.
Aquella voz, profunda y masculina, pertenecía a un hombre alto y fornido que se balanceaba encima de un andamio colocado a la altura del segundo piso. Estaba manipulando la lámpara de araña que pendía sobre el mostrador de recepción del vestíbulo.
Sin hacerle caso, empezó a subir los peldaños recubiertos de alfombra.
– Oiga, ¡estoy hablando con usted!
Dudó por un momento, con la mano agarrada al pasamanos. Aquello no iba a resultarle fácil, pero el electricista no era más que un pequeño escollo. El primero de muchos. Tratando de desarmarlo con una resuelta sonrisa, se dio la vuelta y levantó los hombros.
– ¿Es usted Zachary Danvers? -preguntó, sabiendo perfectamente que no se trataba de él.
– No, pero…
– ¿Es usted algún familiar de los Danvers?
– ¿Qué demonios dice? -Desde debajo de su gorra la miró frunciendo las cejas-. No, por supuesto que no. Pero no puede usted subir por ahí.
– Tengo una cita con Zachary Danvers -insistió ella con una voz fría y autoritaria.
– ¿Una cita? -repitió el electricista, quien obviamente no la creía.
– Una cita -contestó ella, mirando a aquel trabajador sin ceder ni un milímetro.
– Yo no sé nada de eso. Soy su capataz y no me ha dicho nada de ninguna cita -dijo él, mirándola receloso con cara de pocos amigos.
– Puede que lo haya olvidado -dijo ella, forzando una fría sonrisa-. Pero tengo que hablar con él o con algún miembro de la familia Danvers.
– Volverá dentro de media hora aproximadamente -le contestó él de mala gana.
– Le esperaré en el salón de baile.
– Oiga, no creo que…
Sin volver a mirarle acabó de subir deprisa los últimos peldaños. La alfombra amortiguaba el sonido de sus botas y su respiración se hizo un poco más rápida, signo de su estado de excitación.
– Mierda -dijo el electricista entre dientes, pero no se movió de su andamio y volvió a concentrarse en su trabajo-. Malditas mujeres.
El corazón le latía tan deprisa que apenas podía respirar, pero al llegar al rellano de la escalera dio media vuelta hacia la izquierda y abrió con los hombros las puertas dobles. La sala estaba a oscuras. Sintió que le faltaba el aire en los pulmones y buscó a tientas el interruptor de la luz.
De repente, con un derroche de resplandor, cientos de pequeñas lámparas en miniatura, que estaban suspendidas en candelabros en forma de lágrimas, iluminaron el salón de baile. El corazón le dio un vuelco ante la visión del pulido suelo de roble, de las hileras de altas ventanas de arco y de la deslumbrante luz que los varios centenares de pequeñas bombillas reflejaban en los cristales grabados.
Sintió un nudo en la garganta y parpadeó para refrenar las lágrimas. ¿Era allí donde había sucedido todo? ¿Donde el curso de su joven vida había dado un giro, desde un camino predestinado hacia un territorio inexplorado?
«¿Por qué?», se dijo, mordiéndose el labio inferior. Oh, Dios, ¿por qué no podía recordar?
La lluvia de octubre se deslizaba por su pelo y por el cuello de su chaqueta. Las hojas caídas, que estaban ya empapadas, se adherían a la acera y eran batidas por la leve llovizna de Oregón, que parecía ascender de las calles húmedas y amontonarse en las esquinas de los edificios. Coches, camionetas de reparto y camiones pasaban por las calles, con las luces de sus faros que apenas podían competir con la acuosa iluminación de las farolas.
Zachary Danvers estaba de mal humor. Aquel trabajo había durado demasiado y le había hecho perder mucho tiempo. El poco orgullo que sentía por la labor de renovación había quedado empañado. Trabajar allí le hacía sentirse hipócrita y agradecía que el trabajo estuviera a punto de terminar. Lanzando para sus adentros juramentos contra sí mismo, contra sus hermanos y especialmente contra su padre, empujó las puertas de vidrio del viejo hotel. Había desperdiciado allí un año de su vida. Un año. Y todo a causa de una promesa que le había hecho a su padre, un par de años antes, en su lecho de muerte. Y porque había sido codicioso.
Se le agrió el estómago con ese pensamiento. Posiblemente era más parecido al viejo de lo que le gustaría admitir.
El encargado del hotel, un tipo nervioso recién contratado, con el pelo fino y una nuez de la garganta que trabajaba a doble jornada, estaba hablando con el nuevo recepcionista, acodado sobre el amplio y lujoso mostrador de caoba, que era el orgullo del vestíbulo. Zachary había descubierto aquel estropeado mueble de oscura madera en una taberna centenaria situada en los bajos de un decrépito edificio en Burnside. El edificio de la taberna iba a ser demolido, así que Zach había decidido restaurar el mostrador y ahora la otrora deteriorada caoba brillaba bajo las luces del vestíbulo.
Todas las instalaciones del hotel habían sido reemplazadas por antigüedades, o por réplicas, y ahora el hotel podía alardear de volver a tener el auténtico encanto de finales del siglo XIX pero con comodidades del XX.
A los publicistas les habría encantado esa frase.
El porqué había estado de acuerdo en renovar aquel viejo edificio era algo que aún no comprendía, aunque estaba empezando a sospechar que estaba desarrollando un sentido latente de orgullo familiar. «Hijo de perra», murmuró para sus adentros. Estaba harto de la ciudad, del ruido, del aire contaminado, de las luces y sobre todo de los asuntos de su familia, o de lo que quedaba de ella.
– ¡Oye, Danvers, te están esperando! -le gritó su capataz, Frank Gillette, desde su puesto en el andamio a más de cinco metros del suelo del vestíbulo-. Hay una mujer en el salón de baile. Lleva ahí más de una hora.
– ¿Qué mujer? -preguntó Zach entornando los ojos.
– No me dijo su nombre. Me aseguró que tenía una cita contigo.
– ¿Conmigo?
– Eso es lo que dijo. -Frank empezó a bajar por la escalera de mano-. No quiso hablar conmigo puesto que no soy, y cito textualmente, «un miembro de la familia Danvers».
Frank saltó al suelo y se limpió el polvo de las manos. Sacó un arrugado pañuelo del bolsillo trasero del pantalón y se lo pasó por debajo de la visera de su gorra.
Se oyó un estrépito que venía desde algún lugar cerca de la cocina y luego un ruido de vajilla de plata que retumbó por todo el hotel.
– ¡Demonios! -gritó Frank mientras se daba la vuelta y miraba en dirección a la cocina-. Maldito Casey.
– ¿Es periodista?
– ¿La mujer? -preguntó Frank, sacando del bolsillo un paquete de cigarrillos-. Qué sé yo. Como te digo, yo no soy uno de los Danvers, de modo que no me lo dijo. Y no es que me hubiera importado pasar un rato con ella.
– ¿Es guapa?
– Rozando el diez -dijo Frank.
– Vaya.
– Mira, lo único que sé es que ya tenemos bastantes complicaciones aquí como para buscarnos una más. Se supone que nadie que no sea empleado puede andar por aquí. No quiero ni pensar en lo que pasaría si se tropieza, se rompe el cuello y lo descubre el inspector de trabajo…
– Te preocupas demasiado.
– Me pagas para que me preocupe. -Frank extrajo su arrugado paquete de Camel y sacó un cigarrillo.
– Tú acaba el trabajo. Ya me las arreglaré yo con la gente del seguro y con esa mujer.
– Bueno -dijo Frank sonriendo, mientras encendía un cigarrillo y le daba una calada-. Ahora veremos si este trasto funciona. Roy, da la corriente. -Rodeando el mostrador, pulsó un interruptor y se quedó mirando la lámpara de araña-. Maldita instalación -gruñó Frank con una cara que empezaba a enrojecérsele y el cigarrillo temblando entre los labios-. Ya te dije que un tonto alemán podría manejar… ¡Oh, demonios! -exclamó Frank exasperado y soltando un chorro de humo por la boca-. ¡Roy, corta la corriente de nuevo! -rugió.
– Iré a hablar con esa misteriosa mujer.
– De acuerdo -refunfuñó Frank mientras le daba una última calada a su cigarrillo, y luego volvió a subir al andamio.
Zach no dudaba que para el día de la inauguración todo funcionaría a la perfección. Frank se encargaría de ello, aunque tuviera que sujetar él mismo los cables con las manos.
Desde la escalera, Zach echó una ojeada al vestíbulo y pensó en su padre. Witt Danvers. Un auténtico coñazo.
A partir de ahora, Witt podría estar orgulloso del hijo al que había repudiado una docena de veces. No es que eso le importara. Witt Danvers estaba muerto e incinerado, y sus cenizas habían sido esparcidas por los espesos bosques de las montañas de Oregón hacía dos años. Un final justo para un maderero que había pasado toda su vida rapiñando la tierra.
Zach se frotó la cicatriz que tenía en el hombro, a través de la piel de su chaqueta, resultado de ser hijo de Witt Danvers. Apretó las mandíbulas. Había tardado años en hacer las paces con su padre y ahora ya era demasiado tarde para pedir compensaciones.
– Descansa en paz, miserable malnacido -dijo Zachary con labios temblorosos mientras abría las puertas.
Su padre siempre le había tratado de manera diferente que al resto de sus hermanos. Aunque eso ahora ya no le importaba. Zach tenía sus propios negocios, su propia identidad. La soga que suponía ser hijo de uno de los hombres más ricos de Portland no parecía apretarle tanto.
Dio dos grandes zancadas en el salón de baile y se quedó parado de golpe. Allí estaba aquella mujer, vestida con un largo abrigo negro que combinaba con unas botas altas hasta las rodillas. Al oírle entrar ella se dio la vuelta y, antes de que pudiera decir una sola palabra, él supo por qué ella le estaba esperando.
Unos brillantes rizos negros rodeaban su rostro perfecto. Sus redondos ojos azules, ribeteados por unas largas pestañas oscuras, le miraban fijamente. Sus finas cejas morenas se arquearon inquisitivamente. Cuando ella le sonrió, él sintió que el corazón se le paraba por un instante. Su sonrisa dejó ver unos hermosos dientes; sus mejillas estaban finamente cinceladas y su bien torneada barbilla permanecía ligeramente elevada.
Le pareció que el aire se le había detenido en los pulmones.
– Tú eres Zachary -dijo ella como si tuviera todo el derecho del mundo de estar allí, en medio del salón de baile; como si le perteneciera.
Zach sintió de repente la garganta seca y recuerdos olvidados salieron a la superficie de su mente.
– Exacto.
– Danvers -añadió ella, con una voz suave, apretando los labios durante una fracción de segundo. Sonrió ligeramente y caminó lentamente hacia él con la mano extendida-. He esperado mucho tiempo para encontrarme contigo -dijo forzando una sonrisa-. Mi nombre es…
– London -añadió él con todos los músculos de su cuerpo tensos por el dolor del pasado.
– ¿Me has reconocido? -La esperanza iluminó aquellos ojos azules.
– No puedo negar que existe un gran parecido.
– Oh. -Ella pareció dudar, perdiendo súbitamente aplomo.
– Es por eso por lo que estás aquí, ¿no es así?
– Sí.
– Crees que eres mi hermana desaparecida. -Él no podía disimular el cinismo de sus palabras.
Aquellas órbitas de color azul claro se nublaron y su mano, la misma que ella le había ofrecido y él había ignorado, cayó a un costado.
– Eso creo, pero no estoy segura. -Pareció que de nuevo volvía a encontrar su aplomo-. Durante mucho tiempo mi nombre ha sido Adria.
– ¿No estás segura?
Durante unos momentos, él no pudo hacer nada más que mirar fijamente aquellos enormes ojos azules; unos ojos iguales que aquel par de ojos traicioneros que antaño parecieron haber mirado en su interior; enseguida recobró el sentido. ¿Cómo podía haber pensado, aunque solo fuera por un segundo, que aquella mujer podía ser London? ¿Acaso no había estado cerca de tantas impostoras como para oler a una a kilómetros de distancia? Era cierto que se parecía a su madrastra. ¡Vaya cosa!
– Mi hermana lleva muerta más de veinte años -dijo él con el rotundo tono de voz que reservaba para los mentirosos y los estafadores.
– Hermanastra.
– Eso no importa.
– Solo quería saber si recordaba este lugar -añadió ella, echando una ojeada al salón.
– London solo tenía cuatro años.
– Casi cinco. Y los niños de cuatro años ya tienen recuerdos… puede que solo sean impresiones, pero en todo caso son recuerdos… -Ella miró hacia una esquina cerca de la hilera de ventanales-. La banda estaba allí, en ese hueco, y ahí había plantas… árboles, creo. -Sus dos cejas se levantaron como si estuviera tratando de atrapar un recuerdo fugaz-. Y allí había una enorme fuente y una escultura de hielo… un… caballo; no, no era solo un caballo, era un caballo corriendo, y…
– Veo que has estado investigando.
– No me crees -dijo ella apretando los labios.
– Creo que es mejor que te marches. -Zachary ladeó la cabeza en dirección a la puerta-. London está muerta. Lo ha estado durante veinte años, de modo que recoge lo que sea que me quieres vender y regresa a tu casa antes de que te saque de aquí y te deje en la calle con el resto de la basura.
– ¿Cómo sabes que London está muerta?
A Zach se le hizo un nudo en la garganta al recordar, con un retortijón en las entrañas, las acusaciones, los dedos que le señalaban a él, las miradas recelosas que levantaba a su paso.
– Estoy hablando en serio. Es mejor que te marches.
– Yo también hablo en serio, Zach. -Metiéndose las manos en los bolsillos, ella echó un último vistazo a la enorme sala y luego se dirigió de nuevo a él-: Como tú bien sabrás, no me doy por vencida fácilmente.
– No tienes ninguna posibilidad.
– ¿Quién está al mando?
– Eso no importa. -Su voz era dura y en su semblante se dibujaba una brutal resolución-. Puedes hablar con mi hermana y con mis hermanos, con mi madre, o con el gabinete de abogados que controla las propiedades mi padre, pero ninguno de ellos te va a escuchar. Harías bien en no malgastar tus esfuerzos ni mi tiempo. Haz caso de mi consejo y vete a tu casa.
– Esta podría ser mi casa.
– Tonterías.
– Es una pena que Katherine no esté viva.
A Zachary se le heló la sangre al oír mencionar el nombre de su hermosa y joven madrastra. Existía un inconfundible parecido entre aquella joven, que estaba arrogantemente de pie frente a él, y la segunda esposa de su padre, Katherine, Kat, la mujer que había hecho que su vida fuera un infierno durante años.
– ¿De verdad es una lástima o es más bien muy oportuno? -preguntó él manteniendo su fría expresión. Ella palideció levemente-. Vete de aquí.
– Me tienes miedo.
– He dicho que te vayas.
Ella le mantuvo la mirada durante unos instantes, y luego se dirigió hacia las puertas del salón y descendió por la escalera. Zachary se acercó a la ventana y se la quedó mirando mientras caminaba por la calle, con zancadas firmes y decididas, con la cabeza erguida bajo la lluvia que arreciaba.
Volvería. Siempre volvían. Hasta que el poder del dinero de la familia Danvers las alejaba de allí y las hacía desistir de sus descabellados sueños de hacerse con una pequeña parte de la fortuna del viejo.
«Vete con viento fresco», pensó él, pero en cuanto ella desapareció al doblar la esquina, sintió una premonición -como pisadas del demonio que ascendieran por su espalda- y supo con completa y absoluta certeza que esta de ahora -esta impostora que pretendía ser London Danvers- era, por alguna razón, muy diferente de las otras.