– Te he hecho una pregunta, Danvers -aulló Steve, el policía más alto-¿Qué le ha pasado a la chica?
– ¿Qué chica?
– Tu hermana.
«¿Trisha? ¿London?»
– ¿Qué le pasa a mi hermana? -preguntó él-. ¿Dónde está Jason?
El fornido policía le agarró de un brazo y Zach estuvo a punto de caerse en medio de la calle.
– ¡Por Dios, quítame las manos de encima! -masculló Zach con el aire escapándosele por el hueco del diente que había perdido.
– Mira esto, Bill -dijo el policía abriendo la chaqueta de Zach, apartando la cara solapa con su porra y dejando aparecer las purpúreas manchas de sangre-. ¿Te encuentras bien, muchacho?
– Vamos a llevárselo al viejo. Había un enfermero en el hotel, con su madre. Y creo que el viejo ha llamado también a su médico particular. Venga, hijo, entremos por la puerta de atrás. No queremos que la prensa te saque una fotografía con este aspecto, ¿no es así?
– ¿Qué le ha pasado a Trisha? -preguntó Zach aturdido.
Los dos matones, Joey y Rudy, habrían encontrado a su hermana. Seguramente estaría borracha y… ¡Oh, Dios! Sintió que la ira ardía por sus venas.
– Quizá tú nos lo puedas contar-dijo Bill mientras tiraba de Zach en dirección a la entrada de servicio-. Me imagino que tendrás alguna maldita historia que contarnos.
– Me importa un maldito comino la hora que es -vociferó Witt, al límite de perder la paciencia. London había desaparecido. Su preciosa niña se había esfumado sin dejar rastro. Casi se le había parado el corazón al saber que no estaba por ninguna parte, pero después de seis tazas de café tenía la mente más clara y estaba seguro de saber quién era el desgraciado que estaba detrás de todo aquello-. Quiero que envíes un coche a casa de los Polidori. Quiero que despiertes a ese maldito hijo de perra y averigües qué es lo que sabe de todo este asunto -gritó Witt a Logan.
– Tranquilízate, Witt. Podremos interrogar a Polidori cuando hayamos terminado de buscar por el hotel.
– Será mejor que muevas el culo -dijo Witt, acercándose al humidificador de puros que tenía en el escritorio de su oficina, en la planta baja del hotel. Katherine estaba durmiendo, gracias al doctor McHenry y a unos cuantos somníferos. Witt encendió su cigarro y se sentó de nuevo a su escritorio de madera maciza-. ¿Has buscado por todas las habitaciones?
– Dos veces -contestó Logan.
No soportaba las indirectas de Witt sobre que él y sus hombres no eran capaces de hacer su trabajo.
– Y en el ascensor de servicio…
– Y en la lavandería, el almacén de la ropa, las salas de conferencias, el resto de las habitaciones, incluso en las conducciones de aire, las claraboyas, la sala de máquinas, las neveras… También hemos buscado en el aparcamiento, el restaurante, los lavabos, la bodega y en cada rincón y agujero que tiene este viejo hotel. Ha sido restaurado al menos media docena de veces, y mis hombres han estado revisando cada uno de los proyectos por si hubiera alguna habitación secreta que se nos haya pasado por alto. Créeme, Witt, no está en el edificio.
– Entonces, ¿a qué estás esperando?
– Estoy esperando a que me lleguen los informes de los hombres que hay en los alrededores. Estamos rastreando diez manzanas a la redonda, interrogando a la gente en la calle, registrando los edificios adyacentes y peinando literalmente toda la zona. Tenemos agentes en la estación de autobuses, en la de trenes y en el aeropuerto.
– Estás perdiendo el tiempo -gruñó Witt impaciente-. Polidori…
Levantó la vista y vio que entraban en la oficina dos policías, trayendo a Zach, lleno de magulladuras y de sangre. La cara del chico estaba completamente morada y tenía un corte en la mejilla que le llegaba hasta la oreja. La nariz todavía le sangraba y estaba completamente desfigurada. Se levantó de golpe y dio la vuelta al escritorio, dirigiéndose hacia él.
– Traed al médico -ordenó a los policías y luego preguntó su hijo-¿Qué te ha pasado?
Zach miró con recelo hacia los policías. Se pasó la lengua por los labios secos e hinchados.
– ¿Qué está pasando aquí? -preguntó Zach, deslumbrado por la luz-. ¿Le ha sucedido algo a Trisha?
– ¡Cielos, no! ¿De qué estás hablando?
– Ellos, la policía, dicen que ha desaparecido… -Estaban hablando de London -dijo Witt, sintiendo que se le encogía el estómago.
– ¿London? Pero si no es más que una niña… -Zach tragó saliva con dificultad.
– ¿Estabas tú con ella?. Zach negó con la cabeza, afligido. -¡Cielos! -Todo su mundo se estaba viniendo abajo y no sabía a quién maldecir por ello. -¿Qué le ha pasado? -preguntó Zach.
– Ha desaparecido -contestó Witt.
– ¿Desaparecido? Pero estaba en la fiesta. Yo la vi. Tú también la viste.
– Sucedió más tarde. También ha desaparecido Ginny. Eso es todo lo que sabemos. -A través de su silencioso miedo, intentó dirigir su atención hacia el muchacho, al que habían golpeado hasta dejarlo casi irreconocible-. ¿Tú estás bien?
– Todavía estoy con vida -respondió Zach, apretando los dientes.
– ¿Qué te ha pasado? -preguntó Witt antes de descolgar el teléfono y marcar un número de tres cifras-. ¿Está todavía McHenry ahí? Enviaré a alguien a buscarlo. Bien, dígale que baje aquí inmediatamente. Sí, a mi oficina. ¿Qué? Ah, se trata de Zach. Está aquí, sí, pero está herido. Parece grave. -Colgó el auricular e hizo que dos de los oficiales de policía se levantaran del sofá de cuero verde-. Ven aquí, será mejor que te tumbes. Parece que has perdido mucha sangre.
– Estoy bien.
– Túmbate ahí, ¿de acuerdo? -le ordenó Witt, sintiendo que las sienes le estallaban-. Por una vez en la vida, Zach, hazme caso. Túmbate en el sofá y deja que McHenry te examine, ¡por el amor de Dios!
Pareció que Zach iba a contestarle con alguna réplica agria, pero en lugar de eso se sentó en el sofá en el momento en que el doctor McHenry ya entraba en la oficina. Era un hombre ágil, de unos setenta años. Había sido el médico particular de Witt durante muchos años, y era el mejor que se podía conseguir con dinero.
McHenry conocía sus chismes, pero se podía confiar en que mantendría siempre la boca cerrada, lo cual suponía un incalculable valor añadido.
– Me gustaría ver cómo ha quedado el otro -bromeó el doctor, mientras ayudaba a Zach a quitarse la camisa.
A Witt se le encogió el estómago al ver la fea herida, roja y sangrante, que Zach tenía en el hombro.
– Bueno, Zach, empieza a contarnos -dijo Witt apoyado en una esquina de su escritorio.
Cogió un puro nuevo, aunque el otro todavía humeaba en el rebosante cenicero. Zach, hosco y haciendo muecas de dolor mientras el doctor le curaba las heridas, no dijo ni una palabra. Como era normal en él.
– Mira, Zach, no me importa lo que pienses de mí. Demonios, nada me importa más que la seguridad de London, de modo que será mejor que me digas qué ha pasado esta noche. La vida de tu hermana puede depender de eso.
Zach le dirigió una mirada cargada de odio, pero Witt no le hizo caso. Se volvió hacia Jack Logan y le miró fijamente a los ojos.
– Y nada de lo que se diga en esta habitación saldrá de aquí, ¿de acuerdo?
Logan asintió con la cabeza, y Witt, satisfecho, volvió a sentarse en su silla.
– Somos todo oídos, Zach.
Zach cerró los ojos tratando de que la habitación dejara de dar vueltas. Quería mentir, pero no lo hizo y contó su historia con solo dos pequeños cambios. No quiso admitir que su madrastra le había provocado durante el baile, en la fiesta, y mantuvo el nombre de Jason fuera del asunto. No quiso echarle la culpa a su hermano y afirmó que la cita con Sophia la había arreglado él mismo. No estaba seguro de por qué lo hizo. Quizá quería enfrentarse él mismo a Jason. O quizá sentía algún tipo de fraternal camaradería por aquel hermano mayor que, desde que recordaba, había sido una espina en el culo para él. O puede que simplemente estuviera cagado de miedo.
El doctor McHenry no dijo ni una palabra mientras se dedicaba a curar a Zach. Hablaba para sus adentros, mientras le aplicaba pomadas y algo que le quemó como el fuego del infierno. Luego empezó a ponerle puntos en la herida del hombro y a continuación hizo lo mismo con la cuchillada que tenía sobre la oreja. Una vez hubo acabado con los puntos de sutura, empezó a trabajar con la cara de Zach.
– Te han vuelto a romper la nariz, muchacho, pero eso te imprimirá carácter cuando seas mayor -dijo el doctor, limpiándole la sangre reseca.
Cada vez que tocaba la nariz de Zach, este estaba a punto de volver a desmayarse.
– Te daré algo para el dolor. -Sacó una aguja hipodérmica de su maletín negro, bajó los pantalones a Zach e hincó la aguja en su trasero-. Y esto es para prevenir el tétanos.
Zach prefirió no mortificarse por el hecho de que McHenry le hubiese obligado mostrar el trasero a su padre y a unos cuantos policías de Logan. Le importaba un comino lo que hicieran con él su padre o el médico. Pero no había nada peor que tener que vérselas con la policía.
Al final, le tocó el turno al sargento detective Jack Logan. Zach notó el escepticismo en los ojos de Logan, mientras este le interrogaba, y se dio cuenta de la manera en que dos de sus hombres intercambiaban miradas desconfiadas cuando les habló de la prostituta. Dijera lo que dijera, sabía que ellos pensarían que estaba mintiendo.
Incluso cuando Logan empezó a preparar un informe de los hechos, grabando la conversación mientras que sus oficiales tomaban unas pocas notas a mano, Zach pudo leer la incredulidad en los oj os del viejo policía.
– Esos tipos que te atacaron -dijo finalmente Logan, mientras McHerny cerraba su maletín-, ¿Rudy y Joey?
– Así es como se llamaban entre ellos.
– ¿No los habías visto antes?
– Nunca.
– Debería ir al hospital -les interrumpió el médico.
– Mire, doctor, estamos intentando encontrar a la hija de Witt -dijo Logan sin perder la compostura- No creo que deba decirle que el tiempo es muy importante. Solo necesitamos que Zach venga con nosotros a la comisaría para echar un vistazo a unas cuantas fotografías, eso es todo.
– Yo no se lo recomendaría.
– ¿Zach? -dijo Witt, arrugando el entrecejo. Apenas podía abrir la boca, la cabeza estaba a punto de estallarle y el hombro le escocía como el mismísimo infierno, pero asintió a su padre.
– Iré.
No había nada más que McHenry pudiera hacer allí. Se llevó a un lado a Witt y le advirtió de algo al oído, pero Zach no pudo oír de qué se trataba. Fueron a la comisaría en un coche de la policía. Se sentaron en una pequeña habitación iluminada por la centelleante luz de un fluorescente, y perfumada por el olor persistente de cigarrillos y café rancio, y Zach se dedicó a repasar páginas de fotografías de matones en blanco y negro en medio de una bruma de dolor.
– ¿Qué me dices de este? -preguntaba un policía y Zach se detenía en la foto solo para después negar con la cabeza.
Había en aquella habitación más gente de la que había estado con él en el hotel. Conforme pasaban las horas, los policías iban y venían, mirándole mientras se pasaban la mano por la cartuchera de sus armas, tomaban algunas notas o se contaban chistes verdes. -Y este, ¿qué me dices de este?
Las preguntas no cesaban, y Zach miraba una fotografía tras otra, fotografías granulosas en blanco y negro de personas a las que nunca había visto. Pasaba la página, negaba con la cabeza, y pasaba otra página más. Su padre estaba también en la habitación, andando de un lado a otro, mirando a todos como si quisiera despedazar a alguien, a cualquiera.
Le pareció que las fotografías empezaban a cobrar vida y a dar vueltas ante sus ojos. Le dolía la espalda y sintió como si no hubiera dormido durante cientos de años. Un policía se sentó en la esquina de la mesa observando sus reacciones, mientras otro salía a buscar café.
Zach se hundió en la silla y pidió un cigarrillo. El café no le servía de gran ayuda.
– Esto es todo. No tenemos nada -dijo un fornido policía bostezando, a la vez que otro, una mujer delgada que acababa de entrar de servicio, se quedaba mirando los libros de registro.
– Supongo que Rudy y Joey no habrán sido procesados nunca aquí -dijo el oficial Ralph O'Donnelly, mientras apagaba la colilla de su cigarrillo en una taza de café vacía.
– ¿ Rudy?-La mujer pasó la mirada de Logan a Witt.
– Sí, el chico dice que oyó sus nombres. -El oficial O'Donnelly se puso de pie y se estiró. La espalda le crujió con un sonido sordo.
– ¿Por qué no lo has dicho antes? -preguntó ella, buscando de nuevo entre los libros de fotografías y abriendo uno de ellos. Colocó la página abierta bajo la nariz de Zach-. Míralo de nuevo.
Todos los que había en la habitación se quedaron mirando a Zach, mientras pasaba con dificultad un dedo por debajo de las fotografías y forzaba la vista, intentando enfocar cada una de las caras. La vista se le nublaba por momentos, pero siguió mirando y notó que el aire de la habitación empezaba a ser irrespirable.
– No creo que…
– ¡Mira de nuevo! Imagínate al tipo recién afeitado o con diferente color de pelo o lo que sea -murmuró Logan con enfado-. No te pases ninguno por alto.
Zach apretó los dientes volviendo a ojear las fotografías de aquellos matones, suponiendo que en aquella página no había ni una sola pista, cuando de repente se paró en una de las fotos de la última hilera. El pelo era diferente, ahora lo llevaba más largo, y la barba y el bigote de la foto cubrían lo que le pareció que era una mandíbula picada de viruela, pero los ojos, esos ojos maliciosos, eran los mismos.
Apenas podía hacer que su garganta trabajara cuando apoyó un dedo acusador sobre la fotografía.
– Rudolpho Gianotti -dijo la mujer con una mueca de satisfacción. Y a Zach le dio la impresión de que aquella mujer estaba deseando echarle el guante al tipo por motivos personales-. Una cabeza perdida que trabaja en equipo con Joseph ViSiri.
– ¡Demonios! -gruñó Witt. Cruzó la habitación y se quedó mirando la fotografía de los matones. Con la cara roja y temblando, añadió-: Estaba seguro de que estaban relacionados con Polidori.
– Bingo -dijo la mujer-. La brigada antivicio anda detrás de ellos por drogas y prostitución, y posiblemente también por apuestas ilegales.
– ¡Te lo dije! -refunfuñó Witt, dando una patada a la pata de la mesa-. Cuando le eche las manos encima a Polidori te aseguro que se va a acordar de mí. ¡Vamonos!
– ¡Alto! -dijo la mujer policía-. No estamos hablando del viejo. Estos tipos (golpeó con un clip sobre la foto de Rudy Gianotti) están relacionados con su hijo, Mario.
A Witt se le pusieron los ojos negros como la noche. Odiaba al hijo tanto como al padre.
– Tráelo aquí, Jack. Vamos a hablar con él.
– Lo haremos -le aseguró Logan-. Pero primero vamos a encontrar a Gianotti y a Siri. Veamos qué es lo que nos cuentan, qué es lo que saben. Y luego podremos ir a por Mario Polidori.
– Y a por el viejo.
– Quizá.
El rostro de Witt se torció con una mueca de rabia.
– Él está detrás de todo, Jack. Te lo dije desde el principio. El secuestró a mi pequeña y solo Dios sabe qué es lo que le habrá hecho.
– No te preocupes, Witt, la encontraremos.
La voz de Logan se hizo más débil y Zach no llegó a entender lo que estaba diciendo. La habitación empezó a dar vueltas a su alrededor, la cabeza se le tambaleaba y parecía que los huesos se le derretían. Parpadeó para seguir despierto, pero la oscuridad lo empezó a envolver. Con un leve suspiro resbaló de la silla y cayó al suelo inconsciente.
Dos días después Zach se despertó en una habitación de hospital, con el hombro ardiendo y un regusto a vómito en la boca. No podía respirar bien porque algo -un algodón, supuso- obturaba sus fosas nasales. Tenía vendas que le rodeaban la cabeza y le sujetaban el hombro, y todo olía a antiséptico.
– Tienes un aspecto horrible.
Se dio la vuelta rápidamente al oír la voz de Jason. Sintió un dolor que le descendía por los brazos. Los recuerdos de Sophia, de los matones, de la navaja y de London pasaron por su mente.
– Malnacido -dijo él, notándose la lengua hinchada-. Me tendiste una trampa. -Intentó incorporarse agarrándose al gota a gota que tenía conectado al dorso de la mano.
– Lo has entendido mal, Zach, lo lamento. No tenía ni idea de que…
– Mentiroso.
Jason cerró los ojos por un momento.
– Es verdad. Sabía que había un pequeño problema con el chulo de Sophia.
– ¿Llamas un pequeño problema a esos dos tipos que me querían cortar el cuello? -Tan enfurecido que apenas podía hablar, Zach se dijo en silencio que había sido un estúpido cayendo en la trampa que le había tendido Jason-. ¡Me pones enfermo!
– Yo no sabía que iban a estar allí.
– ¡ Y una mierda! -Zach se dio la vuelta y se quedó mirando hacia la ventana.
Desde allí podía ver el cielo y la estela de un avión cruzando el vasto azul. Apretó tan fuerte las mandíbulas que le dolieron. No quería mirar a su hermano. La almohada parecía áspera contra las heridas de su cara y le dolía la cabeza. Por Dios, cuánto odiaba los hospitales. Al menos tanto como odiaba a Jason en aquel momento. -Papá cree que Polidori está detrás del secuestro de London.
Zach no contestó. La enemistad entre los Polidori y los Danvers había existido durante generaciones. Witt siempre culpaba a Polidori de cualquier cosa que fuera mal en su vida, lo mereciera este o no.
– Pero aún no tenemos noticias. Ni siquiera el FBI nos ha dicho nada nuevo. Nadie ha pedido un rescate y Jack Logan teme que pueda haber sido secuestrada por algún grupo terrorista. -Logan es un idiota.
– Pero tiene sus razones. -Jason se puso a andar a los pies de la cama, colocándose en el centro de la línea de visión de Zach-. Mira, ya sé que la cosa tiene mal aspecto, Zach, y me parece que… -Su rostro se torció en una mueca, mientras buscaba las palabras adecuadas-. Bueno, la verdad es que me siento responsable por lo que te ha sucedido.
– Como debe ser.
– Pero la verdad es que no imaginé que irían contra ti.
– Pero sabías que irían allí.
– ¡En absoluto, tío! Yo solo sabía que Sophia me estaba esperando. No tenía ni idea de que su chulo estaría tan cabreado como para mandar a unos matones con navajas. -Se tiró nerviosamente de las puntas de su bigote-. Tienes que creerme, Zach… Si lo hubiera sospechado, no te habría enviado al Orion.
Zach dejó escapar un gruñido de disgusto.
– No te culpo por no creerme -dijo Jason, dejando escapar un profundo suspiro-. Aunque la verdad es que yo ya había decidido no ir a ver a Sophia. No habría jasado por allí ni loco, pero no pensé que la tomarían contigo. Pensé que podrías pasar un buen rato con ella, te lo aseguro. Tienes que creerme.
Zach no le creía. Había sido un estúpido al creer en Jason aquella vez, pero no volvería a cometer ese error amas. Posó la mirada sobre la mesa de metal que había al lado de su cama.
– Si pudiera cambiar las cosas, tío, te aseguro que lo haría. -Jason se metió una mano en el bolsillo y apoyó i otra en la mesa-. Como ya debes saber, las cosas en casa están muy mal. Papá está en pie de guerra contra Polidori. Kat, cuando no está borracha, está dormida a base de píldoras y valium. Y Trisha. Bueno, está como un cencerro, pero eso tampoco es una novedad.
Jason se movió de nuevo para colocarse en el campo de visión de Zach, pero este no le dio la satisfacción de mirarle a los ojos.
– Y en cuanto a Nelson, ahora a sus ojos eres un héroe.
Zach apretó los dientes.
– Sí -dijo Jason, cogiendo la chaqueta que había dejado en el respaldo de una silla-. Nelson piensa que alguien que se lo monta con una prostituta y que luego recibe una puñalada es una especie de héroe.
– ¿Zach?
Aquella voz era familiar y le trajo cálidos recuerdos de una época remota. En su mente oyó risas infantiles, y olió el aroma de canela y chocolate, y un perfume de jazmín. En alguna parte, acaso en el porche trasero, ladraba un perro. Pero de aquello hacía tantísimo tiempo…
– Vine en cuanto me enteré de lo que ha pasado. Como atontado, Zach abrió un ojo. Habían apagado ya las luces de la habitación. Solo quedaba una luz de noche que iluminaba la habitación de hospital. A través de la ventana, el reflejo de las luces del coche de seguridad que vigilaba el aparcamiento centelleaba contra el muro. Forzó los ojos y se movió a un lado antes de poder reconocer el semblante de una alta y recia mujer, que vestía una falda y una blusa caras. Su madre, Eunice Patricia Prescott Danvers Smythe, estaba de pie al lado de la barandilla de su cama. Una docena de emociones cruzaron por su mente (ninguna de las cuales deseaba examinar de cerca), mientras sentía una punzada en la cabeza.
– ¡Vaya!, ¿qué estás haciendo aquí?
Ella le miró con ojos tristes, marcados por toda una vida de tristeza por los errores cometidos en la juventud.
– Nelson me llamó… me explicó lo que había pasado y tomé el primer avión que salía de San Francisco.
Pasó la mano por encima de la barandilla de la cama y colocó unos largos y fríos dedos sobre su mano. La expresión de su madre era dura y las arrugas alrededor de los ojos denotaban desesperación.
– Lamento tanto que haya pasado esto, Zach. ¿Estás bien?
Él nunca había estado bien. Y los dos lo sabían.
– ¿ Por qué te preocupas? -dijo él, apartando la mano y forzando a su lengua a pronunciar aquellas palabras.
Ella se estremeció, pero no se movió.
– Me preocupo, Zach. Me preocupo mucho. Más que ninguna de las personas que hayas conocido jamás.
Él resopló.
– No te crees que te quiero -dijo ella con una voz carente de inflexión-. Nunca lo has creído.
Él cerró los ojos de nuevo y deseó poder hacer lo mismo con los oídos, para no tener que seguir escuchando sus mentiras. Si le hubiera querido, si de verdad le hubiera querido, nunca lo habría dejado con Witt.
No contestó, simplemente hizo ver (como llevaba haciendo durante años) que ella no existía. Su rechazo ya no le podía hacer daño. Había tenido mucho tiempo para curar sus heridas y olvidar. Ella podía decir lo que quisiera, pero Witt la había comprado y le había pagado suficiente dinero para que abandonara a sus hijos.
– Creo que tú y yo compartimos algo especial -dijo ella con voz trémula. Él sintió, casi como si lo viera, que ella se movía hacia la ventana. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que dejó de creerla? ¿Ocho años? ¿Nueve? Quizá más-. Odio tener que admitirlo, y el Señor sabe que una madre no debería hacerlo, pero tú siempre has sido mi favorito. De todos mis hijos, tú eras el que tenía siempre más cerca de mi corazón.
– No me mientas, mamá. Los dos sabemos que nunca has tenido corazón.
– Zachary, no te atrevas nunca… -dijo ella tomando aire de golpe, pero tan pronto como apareció su enfado se disipó-. Imagino que me lo merezco.
¡Vaya montón de mierda! ¿Por qué no se callaba de una vez? Ya no podía seguir escuchándola más.
– Nunca debería haberme marchado, pero… bueno, tu padre se aseguró de que jamás podría acercarme a mis hijos. Es posible que no te lo creas, pero fue un precio demasiado alto el que pagué. Me he arrepentido de eso… Él volvió a cerrar los ojos. No podía creerla. Había estado liada con Polidori durante años, conociendo las inevitables consecuencias. Para Zach, ella les había dado la espalda a sus hijos, a su marido y a su vida, por un hombre que solo la había utilizado para ajustar las cuentas con Witt. Zach no había creído jamás que hubiese habido amor entre Anthony Polidori y su madre. No. Lo único que compartían era el sexo, puro y simple, y aquella idea hizo que se le revolviera el estómago. Polidori había elegido a Eunice para fastidiar a su oponente y Eunice se había acostado con el peor enemigo de su marido por la excitación que le provocaba aquella relación con él. Había tenido aquella relación con él para demostrarse que todavía era atractiva para los hombres y para hacerle ver a su negligente mando que todavía podía tomar decisiones por sí misma.
Zach había oído aquellas explicaciones, y en el fondo de su corazón sabía que Witt y ella nunca habían sido felices juntos. En casa siempre se había vivido en tensión mientras estuvieron casados, aquello no era ningún refugio seguro. Se preguntaba cómo habría llegado a liarse con Polidori, dónde se encontraban, quién había dado el primer paso… Pero se suponía que los niños no deberían saber ese tipo de cosas y él prefería dejarlo en su imaginación.
– Me has juzgado demasiado a la ligera, Zach -dijo ella con una voz que era casi un susurro-. No sabes lo que significa sentirse sola e ignorada, tener toda la vida programada y planeada por otros, tener que hacer ver que se es feliz cuando no es así, sonreír cuando lo que sientes son ganas de llorar.
Él entreabrió los ojos y vio que ella había apoyado la frente en la ventana, con la barbilla casi enterrada en el cuello y el aliento empañando el cristal. Parecía cansada, y se preguntó si aquella aura de agotamiento se debía a su tormentoso matrimonio con Witt, a su sentimiento de culpabilidad por haber escogido a su amante frente a sus hijos o a haberse casado con uno de los más reconocidos cardiólogos del país.
Ella miró hacia atrás como si hubiera sentido que él la estaba observando.
– No me odies, Zach -dijo ella, parpadeando y mojando las puntas de los dedos en los extremos de sus ojos-. No me odies por quererte.
– Tú no sabes lo que significa querer.
– Oh, sí, claro que lo sé. Conozco el amor y el dolor que el amor produce. Desgraciadamente, y también tú lo conocerás. Nadie, ni siquiera tú, puede pasar por la vida sin conocerlo. -Cruzó los brazos alrededor de su cintura y dio media vuelta en redondo-. Tú prefieres odiarme, Zach, porque es más fácil. Te hice daño, porque engañé a tu padre.
– No quiero oír hablar de eso.
– Bien, pero yo tengo que contártelo, ¿no lo entiendes? Witt era tan… desconsiderado; y además se acostaba con otras mujeres, con muchas mujeres antes de que… En fin, conocí a Anthony en una fiesta benéfica. Era tan amable y atento, y a pesar de que sabía que no debía… bueno, así fue como empezó todo -reconoció ella-. De modo que ahora ya lo sabes. Imagino que todavía desearás devolverme el golpe. Es comprensible.
– La verdad es que me importa una mierda.
– Ya lo sé. ¿Y cambiaría algo las cosas que te dijera que lo siento?
El no se molestó en contestar. -Haría cualquier cosa por ti, Zach. -Su voz sonaba sincera, tanto que estuvo tentado de creerla, pero solo durante un segundo.
– ¿Y qué me dices de haberte quedado aquí? Si no es mucho preguntar.
– Tú no lo entiendes.
– No quiero entenderlo. -La cabeza empezaba a dolerle de nuevo.
Ella abrió la boca, pero se quedó un momento callada. Cuando volvió a hablar, el tono de su voz era frío.
– Ya sabes dónde puedes encontrarme, Zach. Puedes disimular todo lo que quieras, pero yo sé que la vida con tu padre no es fácil para ti. Si quieres venir a San Francisco a vivir conmigo y con Lyle durante una temporada, estaré…
– No, gracias.
No necesitaba su ayuda. Si Eunice tenía algunos sentimientos maternales latentes, de acuerdo, pero él no tenía ganas de oír hablar de ellos. Por lo que a él respectaba, había ido a visitarlo solo porque, una vez más, se sentía atormentada por su culpabilidad, lo mismo que le pasaba cada Navidad y cada cumpleaños. Era una madre a tiempo parcial y a él no le hacía ninguna falta que fuera nada más. -Puede que cambies de opinión -dijo ella, colocándose el bolso en el hombro y poniéndose la chaqueta sobre el brazo.
– No lo haré.
– Lo que tú digas, Zach. Pero quiero que sepas que solo he venido porque te quiero.
Ella salió de la habitación dejando tras de sí el aroma del mismo perfume caro que él recordaba desde sus primeros días de vida.
El dolor y la soledad le arrebataron, pero luchó para mantenerlos a raya. Él no se sentía unido a nadie. Su padre no creía en él, su madre -a pesar de sus protestas- no lo quería, y él sentía muy poco el parentesco con sus hermanos. Pensaba en su madrastra de una manera indecente y no tenía muchos amigos; no los necesitaba. Y ahora London había desaparecido. Se sorprendió de lo mucho que le preocupaba eso, pensando que era pequeña y que estaría sola y asustada. Parpadeó varias veces para detener las lágrimas. No por su madre. No por London. No por sí mismo. Ya había derramado demasiadas lágrimas cuando Eunice se marchó, hacía un montón de años; no iba a ser tan estúpido para volver a llorar de nuevo.
Decidió que era el momento de ponerse en marcha. En cuanto estuviera lo suficientemente recuperado, vendería el coche y… ¡Por Dios!, deja de soñar. No podía marcharse de allí. Aún no. No hasta que se hubiera solucionado el asunto de London; de lo contrario iba a ser el principal sospechoso y se iba a encontrar con toda la policía del estado pisándole los talones. Pero quizá, con un poco de suerte, para cuando saliera del hospital London ya estaría en casa, sana y salva. Entonces nadie se iba a dar cuenta de que se había marchado.
Debía tener paciencia, lo cual no iba a ser fácil. La paciencia nunca había sido una de sus virtudes. Porque en ese momento estaba atrapado. No había ninguna maldita salida.
A Jack Logan no le gustaban los Polidori. Especialmente Anthony. Nunca le gustó y nunca le gustaría.
Apretó el encendedor de su Ford Galaxy de dos puertas, de 1969, su orgullo y alegría. De color rojo fresa, con el techo marfil y una potencia extraordinaria, aquel coche era un regalo de Witt Danvers -un regalo muy caro-. Logan no tenía que pensar en él como si fuera un soborno. Frunciendo el entrecejo, cuando vio su curtido rostro en el espejo retrovisor, intentó no darle vueltas al hecho de que él, que había sido básicamente un policía honesto, había acabado trabajando para Witt Danvers. Parándose en un semáforo en rojo de la calle Setenta, extrajo un Marlboro del paquete que llevaba en la guantera y se lo colocó entre los labios. A decir verdad, tampoco le gustaba Danvers mucho más que Polidori. El encendedor saltó de su orificio y Logan encendió el cigarrillo mientras se ponía en marcha de nuevo.
Logan no confiaba en la gente con dinero, especialmente en los ricos con ambiciones políticas; y en el puesto número uno de la lista de las personas en las que no confiaba estaban Anthony Polidori y Witt Danvers. Polidori estaba metiendo mucho ruido con la intención de presentarse a senador del Estado, y los votantes católicos e italianos estaban de su lado; Witt tenía la vista puesta en convertirse en alcalde o gobernador, por lo que sospechaba Logan, y los blancos protestantes de Portland estaban dispuestos a votar por él. A Logan se le revolvió el estómago solo de pensarlo. Si las cosas acababan saliéndole bien, Witt Danvers podría terminar siendo el jefe de Logan. ¡Maldita mierda!
Aceleró su Ford para pasar un semáforo en ámbar en el boulevard McLoughin y puso rumbo al sur, a las afueras de la ciudad, hacia Milwaukee, donde se había ido extendiendo un enclave de granjeros italianos que vivían en caravanas desde mediados de aquel siglo. Los Polidori habían sido en otra época vendedores de verduras, pero habían ahorrado, habían invertido en tierra barata, habían vendido sus productos a los mejores restaurantes de Portland y poco a poco habían amasado una fortuna; no tan grande como la de los Danvers, pero en esencia igual de importante.
Sí, pensó Logan exhalando una larga bocanada de humo, le gustaría ver a Anthony Polidori estrellarse a causa del secuestro de la pequeña Danvers. Iba a ser divertido ver a aquel miserable arrastrándose por el suelo de la sala de interrogatorios. Pero eso no iba a pasar. Él lo sabía, Polidori lo sabía y Witt Danvers, por mucho que el viejo se empeñara en no admitirlo, también lo sabía.
Tiró la ceniza, del cigarrillo por la ventana y apretó el pedal del acelerador. Ignorando los límites de velocidad, cruzó a toda marcha las calles de Milwaukee en dirección a la carretera que llevaba alWaverley Country Club, donde unas cuantas mansiones con jardines rodeaban el club más prestigioso de toda la ciudad. Los alrededores del exclusivo club estaban formados por varias hectáreas de exuberante verde y por canales que se extendían por la parte este de los bancos de arena del río Willamette.
Frunciendo ligeramente el entrecejo, Logan se metió en el camino del club y esperó en la puerta a que el guarda de seguridad determinara si podía pasar o no. Logan no tenía tiempo para perder en tonterías. Le mostró la cartera abierta con su placa (lo cual era una pérdida de tiempo, pues el guarda sabía de sobra quién era) y luego apagó su cigarrillo en el cenicero.
Las puertas se abrieron lentamente con un sonido de motor eléctrico. Logan apretó el acelerador y el Galaxy cruzó por en medio de los jardines de rosas y las fontanas que rodeaban el edificio principal.
Anthony Polidori salió a esperarlo a la puerta de entrada de la casa. Era un hombre bajo, de hombros anchos, con un fino bigote sobre los labios, unos ojos negros que brillaban cuando se enfadaba y un diente de oro. Acompañó a Logan hasta un vestíbulo de tales dimensiones que podría contener todo el apartamento de Logan en Sellwood.
– No te molestes en decirme por qué has venido -dijo Polidori, haciéndole pasar por unas puertas dobles de lustrosa madera negra-. Sé que se trata de nuevo de la chica de Danvers. -Señalando con una mano una silla de cuero, se acercó al bar, echó tres dedos de whisky irlandés en dos vasos bajos de cristal y le acercó uno de ellos a Logan.
El perfume ahumado del whisky acarició las fosas nasales de Logan, pero dejó el vaso en una esquina de la mesa de escritorio de Polidori. Le apetecía mucho tomar un trago, pero se las apañó para no demostrarlo.
– Tu nombre ha salido a colación en el asunto.
– Ya he dicho lo que tenía que decir -dijo Polidori sin molestarse en sentarse, tan solo se acercó a las enormes ventanas de vidrio que daban sobre el río-. Tus hombres han estado aquí cada día. Sabes que tengo mucha paciencia, pero aun así considero que esto es una pérdida de tiempo y del dinero de los contribuyentes. No tengo nada más que decir que no le haya dicho ya a ellos. Habla con tus hombres, Logan. Y luego diles que vayan a buscar a los verdaderos criminales.
Logan no se molestó en contestar. Era mejor dejarlo hablar. Que él solo fuese tirando del hilo.
– Me sorprende que hayas venido aquí personalmente.
– No me he quedado satisfecho con el informe de Taylor. Me ha parecido incompleto.
– Mira, Logan -dijo Polidori con un suspiro-, yo no tengo nada que ver con la desaparición de la pequeña.
– Corta el rollo -dijo Logan en una voz baja que ni él mismo reconoció como suya.
– Tampoco tú me crees, ¿verdad? -Los ojos de Polidori empezaron a brillar.
– Deja que te aclare una cosa. Dos de tus matones atacaron a Zachary Danvers, y lo dejaron lo bastante mal como para que acabara en el hospital, y, casi al mismo tiempo, la pequeña London Danvers y su niñera desaparecían. ¿Coincidencia?
– ¿Tengo que llamar a mis abogados?
– Dímelo tú.
– Yo no tengo nada que ver con ninguno de los dos incidentes -insistió Polidori y luego se volvió a acercar al bar y se sirvió otra copa.-Nada.
Logan no creía ni una sola palabra.
– Puede que te interese saber por qué voy tan duro. Tengo muy buena memoria y te recuerdo muy bien haciendo unas temerarias declaraciones el día que murió tu padre.
– Eso fue hace un montón de años.
Sin pestañear, Logan lo miró fijamente a la cara.
– No vacilaste en culpar a Julius Danvers, el padre de Witt, por el accidente en el restaurante.
El rostro de Anthony se puso rojo de ira.
– Juraste vengarte de todo el clan Danvers.
Los extremos de la boca de Polidori se arquearon, pero sus ojos reflejaban un odio tan intenso que llegaron a atravesar la piel de cuero de Logan.
– Eso fue hace años. Julius Danvers…
– Está muerto.
– …era un desgraciado y un asesino. Mató a mi padre, Logan. Tú, yo y todo Portland lo sabe. Contrató a un matón para que rociara el hotel con queroseno y le prendiera fuego. -Sus fosas nasales palpitaron mientras se acercaba al detective-. Aquel infierno mató a siete personas. La única razón por la que no perdió la vida más gente fue porque aquel fin de semana el hotel estaba cerrado. Alguien que conocía a mi padre apostó a que él estaría allí. Y acertó.
– O bien lo preparó tu propio padre para cobrar el seguro. -A Logan le encantaba hacer de abogado del diablo.
– Lo asesinaron, Logan. -La mandíbula de Polidori empezó a temblar-. Le golpearon en la cabeza y lo dejaron tendido en el suelo de su oficina, mientras rociaban el hotel con queroseno y luego echaban una cerilla encima. Nunca sabré si mi padre murió inconsciente o si se dio cuenta de lo que estaba pasando, gritando y retorciéndose, sintiendo la agonía de las llamas devorando su carne. No ha pasado un solo día de mi vida en que no piense en eso. -Sorbió un trago de su whisky y se cruzó con la mirada de Logan sobre el espejo del bar-. Stephano era un hombre decente. Un mando fiel. Un buen padre. Y Julius Danvers lo convirtió en una antorcha humana. Witt lo sabe perfectamente.
– Conjeturas.
– ¿Cuánto te paga para mantenerte de su parte, Logan? -preguntó Polidori con una fría sonrisa-. Sea lo que sea, nunca será suficiente.
Un músculo se tensó en la mandíbula de Jack. Pensó en coger su bebida, pero volvió a sentarse en la silla tratando de aparentar serenidad.
– Volvamos a la pequeña de Witt, ¿dónde está?
– No lo sé. Ya te lo he dicho antes. No sé nada de ese asunto.
– ¿No habrás decidido tomarte finalmente la revancha haciendo desaparecer a la pequeña?
– Seamos serios -contestó Polidori, echando un trago, mientras sus nudillos se ponían blancos por la presión con la que agarraban el vaso.
– ¿Qué mejor manera de hacer que Witt pierda la cabeza que quitándole a su hija predilecta, no? No podrías haber hecho nada que le doliera más que eso.
– Créeme, yo no lo hice. Ahora, si piensas seguir acusándome, llamaré a mis abogados. -Se acercó hasta el escritorio y descolgó el teléfono.
– No te creo -añadió Logan con una voz plana, mientras se quedaba mirando a Polidori con tanta intensidad que pudo ver las pequeñas gotas de sudor que empezaban a aparecer en las grises patillas del viejo. Era culpable como un diablo. Pero ¿de qué?
– No importa lo que tú creas, Jack. Lo que importa es lo que puedas probar. Y ahora, si es que has venido en visita social, cuida tus modales y bébete ese whisky que tan amablemente te he ofrecido. Y si estás aquí de servicio, será mejor que tengas alguna prueba para acusarme o ya te puedes ir de mi casa inmediatamente.
Jack no se inmutó. Por fin parecía que estaba llegando a alguna parte. Polidori había perdido su sangre fría.
– Joey Siri y Rudy Gianotti trabajaban para ti.
– No últimamente.
– Entonces trabajaban para tu chico.
Polidori se apoyó en el escritorio mientras su calmado rostro se ponía rojo de ira.
– Deja a Mario fuera de esto -le ordenó casi sin que sus labios se movieran bajo su bien recortado bigote.
– Puede que se haya metido en este lío por su cuenta -replicó Logan-. Se rumorea que tuvo un asunto con la chica de Danvers, la mayor, hace varios años. En aquel momento ella era menor de edad, dieciséis, si no recuerdo mal, cuando se les agrió el romance.
– Mi chico estaba en Hawai cuando desapareció la pequeña -dijo Polidori con las fosas nasales palpitándole.
– Qué casualidad.
– Él no sabe nada del secuestro.
– Todo el mundo en esta ciudad ha oído hablar de eso, Tony. Ha salido en todos los periódicos, e incluso en la televisión nacional. Y seguramente hasta lo emitieron en las noticias de Waikiki. -Dedicó a Polidori una de sus miradas torcidas de policía malo-. Tal y como yo lo veo, hay alguien que quiere joderle la vida a Witt Danvers. De manera que he estado investigando por aquí y por allá, averiguando cuánta gente tiene algo contra ese tipo, y ¿a que no te imaginas cuál es el nombre que está al principio de la lista?
– No tengo por qué seguir escuchándote -contestó Polidori, volviendo a descolgar el auricular.
– ¿Está Mario en casa? Me gustaría hablar con él. -Logan sintió que por fin empezaba a ganar la partida. Cogió su bebida. Aunque estaba de servicio. ¡Qué demonios!
– No tienes nada que hablar con Mario.
– Puedo hablar con él aquí -dijo Logan, pasando un dedo por el borde del vaso-. O bien puedo ponerle las esposas y llevarlo a la comisaría para interrogarlo. -Frunció el entrecejo pensativamente, como si estuviera considerando la idea-. He visto a un montón de periodistas merodeando por aquí. En busca de una historia. Bueno, tú decides.
– Eres un cerdo, Logan.
– Y tú un mentiroso -dijo Logan, dirigiendo la mirada hacia aquel hombre bajito embutido en un traje caro-. Así que, ¿qué me dices?
Polidori colgó de nuevo el auricular y se arregló la chaqueta. Logan casi podía ver las ruedecillas que se movían en su mente. Por Dios, hacer sudar un rato a ese bastardo le hacía sentirse de maravilla.
– Si Mano colabora, es probable que no tenga que ir tras él. Si no… -Logan alzó uno de los hombros y miró a Polidori por encima del borde de su vaso-, bueno, la cosa no creo que tenga muy buen aspecto en la prensa si toda la antigua basura que hay sobre tu hijo vuelve a salir a la luz. -Sonrió hacia dentro de su vaso-. Los escándalos tienen la mala costumbre de volver a enseñar sus sucias uñas cada cierto tiempo. Y la gente de esta ciudad tiene mucha memoria.
– ¿Mantendrás todo esto en secreto? -Los ojos de Polidori se entornaron durante una fracción de segundo.
– Puede que sea un cerdo, pero no miento.
Con un bufido de incredulidad, Polidori se dejó caer en una silla de color rojo oscuro, presionó un botón oculto bajo un cajón de su escritorio y apareció un guarda. Tras intercambiar unas rápidas frases en italiano, en las que el nombre de Mario se pronunció varias veces, el guarda volvió a salir. Logan tomó un trago de su bebida. A los pocos minutos, Mario hacía su aparición en la puerta de entrada.
De unos veintiséis años, era casi una cabeza más alto que su padre y sus ojos eran de color castaño claro. Con el cabello rizado y de sonrisa fácil, era el perfecto playboy de padre rico. Cuando no estaba conduciendo coches de carreras, o navegando por el Caribe, Mario dirigía el restaurante de la familia en el centro de la ciudad. ¿Drogas? ¿Adrenalina? ¿ O el clásico plan «vive al límite». Anthony se acercó a la silla de Logan.
– Ya conoces al sargento detective Logan.
– Nos hemos encontrado antes -dijo Mario, mirando a Logan de pasada solo un segundo. Logan no se molestó en ponerse de pie.
– Cree que puedes saber algo sobre el secuestro de la pequeña Danvers.
– Eso lo habrás soñado, Jack -dijo Mario, apoyando una cadera embutida en un pantalón tejano contra el borde del escritorio. Uno de los pies no dejaba de moverse nerviosamente-. Yo estaba en Hawai.
– Pero conoces a Joey Siri y a Rudy Gianotti.
– Solían trabajar para mí.
– ¿Haciendo qué?
– Cualquier cosa que se les pidiera -dijo Mario con una encantadora sonrisa de perfecta dentadura blanca-. Sobre todo trabajos especiales en el restaurante. Hace seis meses que despedí a Rudy; se había metido en asuntos de drogas y estaba en las últimas. Le pillé traficando y lo eché a la calle. Joey no encajó bien el golpe, aseguraba que si no readmitía a Rudy se marcharía. De modo que tuve que despedirle también a él. -Se separó del escritorio y se acercó hasta la ventana, intentando evitar la mirada del policía.
– ¿Y eso fue todo? ¿No los has vuelto a ver desde entonces? -preguntó Logan, acabando su whisky.
– Me los he cruzado por ahí -dijo Mario, encogiéndose de hombros-. Algunos tipos que trabajan para mí los conocen, pero Rudy y Joey se mantienen a distancia y así quiero que siga siendo.
– ¿Sabes que Zach Danvers afirma que fueron ellos los que le atacaron?
– Zach Danvers miente -dijo Mario, encogiéndose de hombros.
– Esta vez no -dijo Logan, aparentando fijar su atención en su vaso vacío-. Se rumorea que tú y Trisha Danvers estabais… bueno, liados.
Los extremos de los labios del joven Polidori se tensaron de manera casi imperceptible.
– La conozco.
– Por lo que he oído, tuvisteis algo juntos.
– ¿Adonde quieres llegar, Logan? -Los ojos de Mario miraban con una furia interior tan negra como el infierno. A pesar de toda su riqueza, aquel muchacho cargaba con una maldita historia de resentimiento.
– De alguna manera, Danvers puso fin a aquello. No podía permitir que su hija estuviera saliendo con un Polidori. Y se aseguró de que jamás volvería a ver al muchacho. -Logan dejó su vaso vacío sobre el escritorio.
– ¿Y qué?
– No conozco todos los detalles, pero estoy investigando. Lo que me pregunto es si eso no te dio suficientes motivos para hacérselo pagar a Witt Danvers.
– Mucha gente en esta ciudad quisiera ver a Witt Danvers hundido -dijo Anthony desde su posición detrás del escritorio.
– Unos más que otros -añadió Logan, alzando una ceja peluda.
– Yo estaba en Hawai. En viaje de negocios. En el momento en que atacaron a Zach Danvers. Yo estaba…
– Lo sé, bebiendo Mai Tais en la playa de Waikiki -le interrumpió Logan-. Pero Joey y Rudy dieron una buena paliza a Zach Danvers, y esa misma noche su hermana pequeña y la niñera fueron secuestradas.
– Apuesto a que fue cosa de Zachary -dijo Mario, ofreciéndole una fría sonrisa. Apoyándose en el escritorio, añadió-: No es ningún secreto que Zach odia a Witt. Si quieres saber mi opinión, preparó todo el asunto del ataque contra él para no levantar sospechas. Si quieres saber qué le ha pasado a London, pregúntale a Zach.
– ¿Tú crees que papá habría armado tanto lío si hubieran secuestrado a uno de nosotros? -preguntó Trisha con sus ojos azules nublados de enfado-. Imposible. ¡Todo este lío porque se trata de London!
Zach no tenía ganas de oírla. Sentado en una silla al lado de la piscina, cerró los ojos tras los cristales de sus gafas de sol y esperó a que Trisha se marchara de allí. No tuvo suerte. Ella colocó su caballete frente a los tres viejos abetos que coronaban el muro que rodeaba la propiedad. La luz del sol refulgía sobre la hierba y se reflejaba en el agua; mientras, Trisha se acomodaba en su silla de tijera esperando a que la luz fuera la adecuada. El día era sofocante. El vapor ascendía en oleadas desde el cemento que rodeaba la piscina. A Zach le dolían la cabeza y el hombro. Se estaba empezando a recuperar, pero lentamente. Cogió su lata de Coca-Cola y se sonrió por lo hábil que había sido vaciando el «contenido real» y rellenando su lata con licor de malta Cok 45 de una botella que había encontrado en el frigorífico. Era posible que le pillaran, pero le importaba un pimiento. Tomó un buen trago de su cerveza y sintió que su garganta se refrescaba. En pocos minutos se habría relajado. Entretanto, hacía todo lo posible por ignorar a su hermana.
– Papá empieza a estar harto de que ni la policía ni el FBI hayan averiguado aún quién está detrás de esto -dijo ella, emborronando el carboncillo con la punta de un dedo-. Quiere culpar a los Polidori solo porque los dos tipos que te atacaron habían trabajado para ellos.
¿Por qué no podía dejar de molestarle? Zach solo llevaba cuatro días en casa, desde que saliera del hospital, y esta era la primera vez que se había aventurado a salir de su habitación. Había decidido tumbarse a descansar al lado de la piscina, porque las cuatro paredes de su habitación estaban empezando a caérsele encima y estaba ya harto de ver los mismos pósters de Jimi Hendrix y Ali McGraw.
– Mamá llamó el otro día para saber qué tal te encontrabas… pero estabas durmiendo o algo así.
El no tenía ningunas ganas de ponerse a pensar en su madre. Eunice. Una madre que había resultado no serlo tanto. «Una madre no debería decir esto, Zach, pero tú siempre has sido mi favorito.» Aquellas palabras todavía resonaban en su cabeza. Sintió una presión en el pecho y le costó pronunciar las palabras:
– Pasó a verme por el hospital.
– Y no has querido hablar con ella.
– No tengo nada que decirle.
– Cielos, Zach, no deberías ser tan cabezota -dijo Trisha, frunciendo el entrecejo al mirar su caballete.
– Es un rasgo familiar.
– Deberías ser un poco más serio.
– Lo soy.
Si ella supiera. Cogió la radio que había sobre la mesa y la conectó esperando que la música, un poco de rock, fuera capaz de alejarla de allí. La radio dejó escapar un zumbido antes de detenerse en una emisora en la que sonaba un viejo éxito de los Rolling Stones. El sonido ensordecedor de Satisfaction reverberó sobre el agua azulada de la piscina.
Ican't get no… no, no, no, no…
– ¡No puedo oír ni mis propios pensamientos con ese ruido!
Él no contestó. Le importaba un comino si ella se quedaba sorda como una tapia, solo esperaba que se decidiera de una vez a dejarle en paz. Necesitaba estar solo. Y no tenía ningunas ganas de pensar en su madre. Ni en London. Ni en nada. Tomó otro trago de su brebaje. La mayor parte del tiempo sentía que todos los demás, incluida Trisha, le estaban intentando sonsacar información acerca del secuestro, como si pudieran acabar haciéndole confesar que había sido él quien había secuestrado a la niña. Pero ¿por qué?, ¿cómo?, ¿cuándo?
Él no confiaba en nadie que se llamara Danvers. Acaso había algo de verdad acerca de que por sus venas corría sangre de los Polidori, pensó con una mueca sarcástica. ¿No podría ser esa una razón (si se descubriera al cabo de los años que realmente era hijo de Anthony Polidori) que explicaría por qué era el maldito favorito de su madre? ¡Por todos los diablos! Pero no le gustaba esa idea. Ni un pelo. Era cierto que Witt era un malnacido de primera clase, sin ninguna duda, pero Polidori no era ni un ápice mejor. La policía llevaba años intentando relacionarlo con organizaciones criminales.
– ¡Apaga eso! -gritó Trisha.
Zach ignoró su petición.
– ¿Han conseguido algo intentando encontrar a la familia de Ginny Slade? -preguntó Zach.
Jason le había dicho que habían revuelto de arriba abajo la habitación de la niñera. Ella parecía ser la clave del secuestro. Se había comprobado que sus referencias eran falsas y no se sabía nada de su familia.
– Que yo sepa no -dijo Trisha, inclinando la cabeza y arrugando la nariz, mientras observaba con atención su trabajo-. Pero nadie cree que ella estuviera involucrada, porque de ser así habría pedido dinero. Y no ha tocado ni su cuenta bancaria. Todavía tiene en el banco un par de cientos de dólares. Creo que también tiene ahorros en el National Bank. Casi dos mil dólares. Y todavía no los ha tocado.
– ¿Cómo sabes todo eso?
– Lo he oído -contestó ella, lanzándole una rápida mirada-. Por los huecos de las cerraduras, los pozos de ventilación y las puertas abiertas.
Por primera vez en su vida, Zach estaba interesado por lo que su hermana había descubierto. Durante años había pensado que Trisha era completamente autista. Suponía que no le importaba en absoluto nada que no fuera ella misma, su manicura, su último novio o el último visionario que hubiera conocido. Aunque en los últimos tiempos, ahora que lo pensaba, no había salido demasiado de casa. Después del desastre con Mario Polidori… Zach miró de reojo a su hermana. Era hermosa, o eso le parecía, con su tupido cabello castaño rojizo y sus ojos azules. Se ponía demasiado maquillaje y ropa demasiado ajustada, pero tenía cierto atractivo. Aunque en términos generales, pensó, era un coñazo.
Con veinte años, todavía estaba tomando clases de arte, se había ido de casa tres o cuatro veces y siempre había vuelto, con el corazón destrozado, a causa de las drogas o sencillamente sin un duro. A veces las tres cosas a la vez. Los asuntos de drogas -normalmente marihuana y una vez hachís- habían sido manejados de manera discreta -y sin necesidad de arresto- por parte del detective Jack Logan de la policía de Portland, y Witt siempre había cubierto sus cheques en blanco y el despilfarro de sus tarjetas de crédito. Los corazones rotos no habían tenido remiendos tan fáciles. Trisha tenía un largo historial liándose con perdedores. Incluido Mario Polidori.
Sin importar cuáles hubieran sido las circunstancias de su última rebelión, Trisha siempre regresaba, con el rabo entre las piernas y los dedos apretados alrededor de la cartera de papá. Zach suponía que la culpa la tenía un mundo -donde se suele pedir que se paguen la luz y los alquileres- que era demasiado difícil para su hermana. Ella estaba mucho mejor teniendo a su padre para que le pagara los recibos.
Se tumbó en su silla y se quedó observando a su hermana. Ya tenía un gesto torcido en la boca que le recordaba a su madre. En pocos años, sobre todo desde el asunto Polidori, Trisha había cambiado. Zach no sabía exactamente qué era lo que había sucedido entre Mario y su hermana, pero había oído comentarios que aún resonaban entre las paredes de la vieja mansión, y Zach suponía que Mano Polidori había utilizado a su hermana para jugarle una mala pasada a Witt. Trisha había sido una inocente cómplice, más que una parte activa, en la guerra de odio que existía entre las dos familias desde hacía casi un siglo. Y no parecía que aquella enemistad fuera a acabar en un futuro cercano. Aunque eso a Zach le traía sin cuidado.
– Ya sabes, Zach -dijo Trisha, girando el caballete para que él pudiera ver su obra: una caricatura de él como el típico chico duro, sin afeitar, adolescente, arrellanado en una tumbona y bebiendo Coca-Cola. Una radio a todo volumen y una lata de Cok 45 estaban colocadas en una mesa al lado de la tumbona-. Será mejor que tengas cuidado.
– Muy divertido -remarcó él, señalando el dibujo.
– Yo no soy la única que puede ver dentro de ti, lo sabes. -Ella volvió a colocar el caballete en su bolsa de dibujo-. Kat y papá no te quitan el ojo de encima. Han estado hablando sobre un internado o sobre enviarte al rancho, y cito textualmente, para «que tenga que mover el trasero y se mantenga alejado de problemas».
– Imposible -replicó él, levantando la vista hacia las delgadas nubes que se movían hacia el oeste.
– Lo mires como lo mires, un internado o remover mierda en la Lazy M siempre es mejor que el Maclaren -dijo ella, mencionando el correccional para delincuentes menores de Oregón.
– ¿Así es como piensan ellos que voy a acabar?
– No tengo ni idea de lo que piensan ellos, pero eso es lo que yo imagino, Zach. Desde que saliste del hospital, no has sido precisamente una persona con la que sea fácil convivir; y luego está el asunto de los periodistas…
Él sonrió burlonamente haciendo crujir las falanges de los dedos de una mano con la otra.
– …me parece que no te has hecho demasiados amigos.
– Aquel tipo se lo merecía.
Zach todavía podía oír las preguntas, ver las cámaras enfocándole mientras intentaba alejarse del Lincoln de Witt y de los periodistas que acababan de aparecer por detrás del seto.
«¿Puede explicar usted por qué fue atacado la noche en que su hermana…?»
Había reaccionado dándole un puñetazo en la mandíbula al tipo, con un sonido de huesos rotos. El tipo había empezado a sangrar. A Zach había empezado a dolerle el brazo y el otro había caído al suelo, gimiendo de dolor. Todavía tenía pendiente una demanda de juicio.
Ahora, como si le estuviera leyendo los pensamientos, Trisha suspiró y recogió sus bártulos de dibujo.
– ¿Crees que yo he secuestrado a London? -le preguntó, diciéndose que no le importaba si lo creía o no.
Meneando el cabello y señalando la cicatriz que todavía le cruzaba la cara, ella dijo:
– No tengo ni idea de lo que hiciste aquella noche, pero sé que no nos estás diciendo la verdad… no toda la verdad, y acabarás cargando con la culpa de este asunto, a menos que lo aclares todo.
Los músculos de su nuca se pusieron tensos, porque él había pensado exactamente lo mismo.
– ¿Y desde cuándo eres tú la diosa de la virtud?
– Tomó otro trago de cerveza, vació la lata y la aplastó entre las manos.
Trisha se lo quedó mirando con unos ojos que habían visto demasiado sufrimiento para una vida tan corta.
– Tú no me conoces en absoluto, Zach. Ni siquiera te has preocupado nunca por intentar conocerme, ¿no es verdad? Mira, yo solo intentaba hacerte un favor. Pero olvídalo. -Volvió la cabeza hacia la casa-. Creo que me he equivocado. Con tu pan te lo comas.
Katherine tenía los ojos hinchados, la boca le sabía como si hubiera estado lamiendo un cenicero y le dolía la cabeza por encima de las sienes. Forzó uno de los ojos abiertos, a través de la luz del sol que entraba por la ventana casi cegándola. Suspirando, se enrolló en la sábana y pensó en el enorme peso de la tristeza que sentía en su corazón.
Estaba en su propio dormitorio y… ¡Oh, Dios!… la realidad le llegó rasgando su frágil cerebro. London había desaparecido, había sido secuestrada casi dos -¿o fueron tres?- semanas antes. El horrible monstruo de la desesperación le clavó sus garras por dentro. Necesitaba un cigarrillo. Con dedos temblorosos su mano se acercó a la mesilla de noche y agarró un paquete vacío de Virginia Slims, que arrojó al suelo. Las lágrimas empezaron a empañar sus ojos. No podía soportarlo más, día tras día. Los incompetentes policías, el inútil FBI y los medios de comunicación. Maldita prensa. Los pocos periodistas a los que habían dejado pasar los guardias de seguridad le habían estado haciendo preguntas que hacían que le sangrara el corazón y se le encendieran los ojos; solo buscaban una historia que contar y no les importaba nada el absoluto el dolor que ella sentía… No le extrañaba que Zach hubiera golpeado a uno de aquellos periodistas y le hubiese roto la cámara a otro, cuando regresaba a casa desde el hospital.
Consiguió ponerse de pie sobre sus inestables piernas y a continuación descorrió las cortinas de la ventana. Dos coches de policía y un sencillo Chevrolet descapotable estaban aparcados en el camino que llegaba hasta la entrada de la casa. Más allá, pasada la arboleda principal y los setos de rosales, vio la puerta de entrada de la verja, donde hacían guardia los buitres. Había varios coches aparcados a la sombra de un viejo arce, que derramaba sus ramas sobre el muro de piedra que mantenía alejados a aquellos carroñeros.
– Espero que ardáis todos en el infierno -murmuró, volviendo a correr completamente las cortinas.
¿Qué hora era? Sus ojos llorosos se volvieron hacia el reloj. Las dos de la tarde. Había dormido diecisiete horas, con la ayuda de los fármacos que le había recetado el doctor McHenry y de Dios sabe qué otras cosas más. De alguna manera, fuera como fuera, debía intentar recomponerse. Con o sin London.
Ese pensamiento hizo que le fallaran las piernas y se tuvo que agarrar al borde de la mesa para no caer al suelo. Tenía que encontrar a su niña. Tenía que hacerlo. No podía confiar en la policía federal o en la del gobierno, y Witt, bueno, la verdad es que tampoco él había sido de gran ayuda. El hecho de que ya no durmiera con ella, insistiendo en que debía descansar, la había molestado. Pero ella sabía cuál era la razón real. Tenía miedo de que ella pidiera algo más que una caricia en la cara, de que necesitara un beso, un abrazo o incluso que su marido le hiciera el amor para reconfortarla.
Cielos, necesitaba un cigarrillo.
Pasando la lengua por su ennegrecidos dientes, entró en el cuarto de baño, donde se quitó el camisón que llevaba puesto desde hacía días y se metió bajo la ducha.
Cuando se puso bajo el chorro caliente se vio reflejada en el espejo y se murió de vergüenza. Sin maquillaje, con el pelo sucio y revuelto, y con un cuerpo antes bien torneado que empezaba a verse ahora demacrado por la falta de alimentación. Recordó vagamente a María, su cocinera, entrando en el dormitorio e intentando hacerle tomar un poco de sopa o algo por el estilo.
Nunca antes en toda su vida Katherine se había dejado llevar por la desesperación; creía que su mejor arma era su cuerpo, y se pasaba las horas en el gimnasio, en el masajista, en la peluquería y en la manicura. Siempre llevaba ropa impecable, con un toque sexual, pero con clase y bien ajustada.
Pero ahora parecía un mamarracho. Una vez bajo la ducha, dejó que el agua bañase su cabello y su piel. Cerrando los ojos a la negra depresión que se cernía sobre ella cada vez que pensaba en London, se apoyó contra las mojadas baldosas. No podía darse por vencida, porque ella era la única oportunidad que le quedaba a London. Si ella dejaba de preocuparse por su hija, todos los demás harían lo mismo.
Sintió que los sollozos le quemaban profundamente la garganta y se dijo que no podía permitirse la libertad de volverse loca. Llorando también un poco por ella, dejó que las lágrimas se deslizaran por sus mejillas, con su sabor salado mezclándose con los chorros de agua de la ducha, mientras la iba rodeando una oleada de vapor.
Mientras estuviera sola, podría llorar y chillar y apretar los dientes con desesperación, pero cuando estuviera en presencia de los demás, debería intentar aparentar fortaleza.
Una hora después bajaba por la escalera. Llevaba el pelo radiante, seco y cepillado hasta hacerlo brillar, los dientes limpios, un maquillaje impecable, y vestía unos pantalones cortos y un top que hacía juego con sus ojos azules. Tomó un zumo de naranja del refrigerador, ignorando el ruego que le hacía María para que desayunara algo, y se enteró de que Witt y la policía se habían encerrado en el estudio con órdenes precisas de que no se les molestara. Perfecto. Dándole la espalda a María, echó un par de chorros de vodka en su zumo, se tragó dos Excedrin dobles, agarró un paquete de cigarrillos nuevo y se colocó el Wall Street Journal bajo el brazo.
Ya estaba preparada, o al menos eso pensó, pero la intensidad de la luz solar la hizo ponerse las gafas de sol que guardaba en un armario al lado de las puertas dobles que daban a la piscina. Afuera no se movía ni una pizca de aire; el sol caía sin piedad contra el cemento y los ladrillos que rodeaban la piscina.
Oyó un ruido, miró hacia fuera y, al pasar bajo los rododendros que flanqueaban el sendero de la piscina, se dio cuenta de que Zachary estaba nadando. Cortaba la superficie del agua como un atleta, y sus heridas -que todavía eran visibles sobre el fondo de su piel bronceada- parecían haber curado lo suficiente, incluso los navajazos.
Katherine sintió en el estómago el golpe de algo muy parecido al deseo. De todos los hijos de Witt, Zachary era el más atractivo. No se parecía al resto de los vástagos Danvers; su piel era bastante más oscura, era mucho más musculoso y sus ojos tenían un color gris tormentoso en lugar de ese azul claro que parecía ser la marca de fábrica de los Danvers.
Su nariz no era tan recta y arrogante como la de Witt, pero Katherine pensó que la razón era que se la habían roto varias veces. La última de ellas recientemente, durante la horrible noche en que London fue secuestrada, otra en un accidente de motocicleta y otra más durante una pelea en el instituto. El otro muchacho era dos veces más grande que Zach, pero había vuelto a casa con los dos ojos morados y la entrepierna hinchada a causa de la patada que Zach le había propinado en su ingle juvenil. Zach se había llevado la peor parte; no solo le habían roto la nariz, sino también varias costillas, y el padre del otro muchacho (que era abogado) había intentado demandarlo. Afortunadamente, Witt había pagado para que no lo hiciera, y eso era exactamente lo que el padre abogado estaba deseando que sucediera.
Irreverente y endemoniadamente sexual, Zach era atractivo en más de un sentido. Katherine se dejó caer en una tumbona, subió los pies y se dedicó a observar cómo su hijastro se deslizaba por la superficie del agua. Sus impecables músculos fibrosos brillaban húmedos a la luz del sol, mientras él se movía sobre el agua casi sin esfuerzo. Se preguntó si tendría la piel bronceada por todos los rincones del cuerpo, o si, debido a sus andrajosos calzoncillos, su trasero sería algo más pálido.
Desde que se había casado con Witt, Katherine jamás le había sido infiel. Incluso durantes los últimos años, desde que él había dejado de hacer el amor con ella, había conseguido ignorar el deseo que fluía por su sangre cuando veía a un hombre especialmente interesante. Había tenido montones de oportunidades durante los últimos años, incluso algunas proposiciones de amigos íntimos de Witt, pero las había dejado pasar de largo como si fueran bromas de mal gusto y nunca se había dejado llevar por sus deseos, incluso en noches en las que realmente había estado muy desesperada.
Pero ahora se sentía tentada por Zachary. No había ninguna duda. Y no estaba sola en eso. Por mucho que él se empeñara en negarlo, también se sentía atraído por ella. La última vez que habían estado juntos, cuando ella había llegado a perder los nervios y le había obligado a bailar con ella en la fiesta de cumpleaños de Witt, había sentido aquella dureza entre sus piernas, había visto el rubor de vergüenza en sus mejillas, dándose cuenta de que aquello respondía a lo que ella le hacía sentir.
«¡Basta ya, se trata del hijo de Witt, por Dios bendito! ¡Es tu hijastro!», pensó. Con dedos temblorosos, rasgó el celofán del paquete de cigarrillos, sacó un Virginia Slim y lo encendió. Él no había mirado en su dirección y no sabía que ella estaba allí, al lado de la piscina, y seguía nadando como si no fuera a detenerse jamás.
Lanzando el humo hacia el cielo, trató de dirigir sus pensamientos lejos del secreto atractivo de Zach. Pero entonces, al dejar de pensar en cómo seducirlo, su mente regresó a London y a la profunda depresión que la envolvía cada vez que sus pensamientos se dirigían a su hijita. ¿Dónde estaría? ¿Todavía estaría viva? ¿Estaría encogida y asustada? ¿O estaría ya muerta, brutalmente asesinada? Oh, cielos, no podía seguir pensando en eso. ¡No podía! «London», susurró con los ojos repentinamente bañados en lágrimas.
Tomó un largo trago de su zumo de naranja, esperando que el vodka pudiera calmar sus nervios. Si al menos alguien la abrazara y le susurrara en el oído que todo iba a salir bien… que London estaba a salvo y pronto volvería a casa. Le pareció que el pecho se le hundía por dentro.
Necesitaba a alguien. A cualquiera. A Zach.
Apretando los dientes contra aquel pensamiento que le paralizaba la mente -y que había sido su compañero constante durante semanas-, abrió el periódico que tenía entre las manos e hizo ver que estaba muy interesada en el mercado de valores, cuando todo su interés estaba realmente concentrado en mirar a Zach por encima del periódico. Con los ojos ocultos tras las gafas de sol, estaba segura de que Zach no se daba cuenta de que lo estaba observando; y ya estaba empezando a planear otra vez cómo seducirlo.
A Zach le quemaban los pulmones y la espalda empezaba a dolerle. Había estado nadando más de quince minutos seguidos, esperando a que Kat acabara de tomarse su bebida y se marchara, pero no había tenido demasiada suerte. Parecía que tenía la intención de quedarse allí indefinidamente. Aunque era tranquilizador que hubiese decidido dejarse ver, porque era raro que ella pasara tanto tiempo encerrada en su habitación, sin aventurarse a salir.
Pero entonces, en aquellos días, todo era extraño en la casa. Los policías y el FBI, los periodistas pegados a las puertas. La rabia contenida de Witt y el aislamiento de Kat. Jason había vuelto a instalarse en casa y se movía de aquí para allá como un animal enjaulado; Nelson, después de ir detrás de él a todas partes durante varios días, se había encerrado en su habitación.
Zach no confiaba en nadie y pensaba que todos le estaban observando continuamente, como si él tuviera alguna idea de lo que le había pasado a London y a la maldita niñera.
Saliendo a la superficie del agua, se apartó el pelo de la cara y tomó aire profundamente. Salió de la piscina y se quedó en el borde, chorreando, porque su toalla estaba en el otro extremo de la piscina, al lado de Kat, y desde el día de la fiesta intentaba evitarla. No se sentía cómodo a su lado, en parte porque estar cerca de ella le recordaba su miedo por lo que hubiera podido sucederle a London y en parte porque se sentía avergonzado por lo que había pasado durante el baile de la fiesta. Y todavía se sentía más humillado porque imaginaba que Kat sabría que había estado con una prostituta. Una puta. ¡Como si hubiera pagado por hacerlo!
No le faltaban oportunidades con chicas de su edad, pero no sentía el más mínimo interés por cualquier niñata atontada que se hubiera dejado tocar las tetas a cambio de su anillo de graduación o de cualquier otra baratija por el estilo. Las chicas siempre estaban deseando enamorarse, y eso era algo que a él no le interesaba en absoluto. No creía en el amor y sabía que jamás se enamoraría de nadie. Ver a sus padres y a sus hermanos le había convencido de que el amor era una idea estúpida. Para él, simplemente no existía.
El cemento le quemaba las plantas de los pies y corrió hacia el otro extremo de la piscina para recoger su toalla. Todavía le dolía todo el cuerpo y sabía que debía de tener una pinta horrorosa con sus moretones y sus cicatrices.
Kat le miró y le ofreció una radiante sonrisa que hizo que se le encogiera el diafragma apretándole los pulmones.
– Veo que te encuentras mejor -dijo él tímidamente, imaginando que ella tendría ganas de conversar.
– Sí.
Ella se levantó las gafas de sol para mirarlo directamente. Dios, qué hermosa era. Sus labios eran de un brillante color rosado y sus mejillas estaban ligeramente sonrosadas. De pie delante de ella, él podía ver la columna de su garganta y, más abajo, la profunda hendidura entre sus pechos. La línea de su bronceado, en algunas partes borrosa, todavía era visible y si ella se movía un poco de la manera adecuada estaba seguro de que hasta podría echar una ojeada a sus pezones.
– ¿No te han quedado daños permanentes? -preguntó ella como si realmente le importara.
– Eso parece. -Se secó el pelo y la cara con la toalla, intentando ignorar la cruda sensualidad que parecía irradiar de ella. Cielos, ¿por qué le estaba mirando de aquel modo?
– Me alegro. Estaba preocupada por ti. -Ella se estiró como si fuera un felino tumbado al sol. Una cálida brisa le acarició la nuca.
– ¿De veras lo estabas? -Él no confiaba en ella y de repente se sintió receloso.
Ella tragó saliva y se pasó la lengua por los labios. En algún lugar de la casa se oyó un portazo.
– Sí… han pasado tantas cosas, y algunas tan horribles. -Sus ojos se llenaron de lágrimas y él sintió pena por ella-. Es igual. Sé que te he tratado mal, que mi comportamiento en el hotel fue impropio. Estaba borracha y enfadada… y, ¡Oh, Dios!, Zach… estoy tan confundida. Pero quería que supieras que lo siento.
– Olvídalo -dijo él, sintiendo que su rostro se sonrojaba.
– Lo haré. Si es que puedes perdonarme.
«¡Cielos! ¿Adonde pretendía llegar?» El se aclaró la garganta y miró hacia las sombras que se movían entre los árboles.
– Por supuesto.
– Gracias. -De nuevo aquella sonrisa, pero esta vez había lágrimas que rodaban por sus mejillas y él se dio cuenta de lo desesperada que estaba por haber perdido a su niña.
Se sintió incómodo y estúpido por haber pensado en ella de manera sexual. Ella estaba apenada, ¡por Dios santo! Nervioso, anudó la toalla en sus manos.
– Yo…, eh…, mira, no te preocupes por London. Seguro que volverá.
¿Qué había hecho? ¿Había intentado darle esperanzas al respecto de aquella pobre chiquilla, que posiblemente ya habría muerto? Se sintió completamente miserable.
– Yo… no lo sé, pero todo el mundo la está buscando. -Aquello le sonó muy pobre, incluso a sus propios oídos, y se dio cuenta de que por los ojos de ella cruzaba el fantasma del miedo. ¡Demonios! ¡El no servía para esto!
Ella se incorporó y cogió las manos de él entre las suyas. El sintió un calor que le subía por los brazos.
– Eso espero, Zach -susurró ella parpadeando con rapidez, mientras sus dedos apretaban los de él. Un chispazo de electricidad hizo que a Zach se le encogiera el corazón. De repente ella parecía tan joven, tan vulnerable y tan pequeña. Tuvo que recordarse que se trataba de Kat-. Dios sabe cuánto lo espero.
Ella se agarró a sus manos y se puso de pie, quedando su cuerpo a solo unos centímetros del de Zach. Él casi podía sentir sus latidos angustiados.
Para su sorpresa, Kat se alzó sobre las puntas de los pies y le besó castamente las mejillas.
– Gracias por entenderme, Zach. Necesito un amigo.
Él volvió la cara y se quedó mirándola a los ojos, sintiendo su aliento cálido y húmedo contra la piel, medio esperando que ella lo besara de nuevo, pero ella sonrió tristemente y le soltó las manos; luego recogió sus cosas y echó a andar hacia la casa.
Él se quedó temblando al lado de la piscina, de pie, preguntándose qué demonios acababa de suceder allí.
Un dolor tan grande como si llegase directamente de las bodegas del infierno golpeó el pecho de Witt. Por un momento no pudo respirar. Era como si alguien le hubiese agarrado por la garganta y lo estuviera estrangulando. ¿Dónde estaban las píldoras? Se acercó deprisa al cajón abierto del escritorio y vio el frasco al lado de los lápices. Un dolor intenso le atenazaba el corazón mientras trataba de extraer una píldora de nitroglicerina y colocársela bajo la lengua. Estaba a punto de ahogarse y esperaba, con las cejas rozando ya la almohadilla de cuero del escritorio y la cabeza descansando entre las palmas de las manos. El sudor empezó a caerle por la frente y el maldito interfono se puso a sonar impacientemente. Él no contestó; sabía que Shirley, su secretaria durante más de veinte años, entendería el mensaje.
El timbre del interfono dejó de sonar, y cinco minutos más tarde ya estaba empezando a recuperarse. La angina de pecho había pasado. Se aflojó la corbata. Nadie más que McHenry sabía en qué estado se encontraba y había decidido guardar aquella información en secreto. Witt estaba muy enfermo y el estado de su corazón era… bueno, un signo de que ya no era tan fuerte como lo fuera años atrás.
Alcanzó el humidificador, abrió la tapa y el olor intenso de tabaco de La Habana le llegó a las fosas nasales. Agarró un cigarro, se lo colocó entre los dientes, pero no lo encendió. Ahora no. No después de una angina de pecho.
Apretó el botón del interfono, se enteró de que Roger Phelps estaba esperándole en la recepción de sus oficinas de Danvers International y le dijo a Shirley que lo hiciera pasar. Estaba enfadado, pero no se molestó en encender su puro para llenarse los pulmones de aquel humo relajante.
Al cabo de unos minutos, PheLps estaba sentado en el sillón que había al otro lado del escritorio de Witt. Aquel tipo se parecía a Joe Average. Pantalones oscuros, chaqueta marrón, camisa blanca y una anodina corbata barata. Su rostro no tenía nada destacable, solo unos rasgos gruesos en el inicio de los carrillos que hacían juego con la incipiente barriga que rodeaba su cintura. Wítt estaba bastante decepcionado con aquel hombre, que se suponía había sido agente de la CÍA antes de dejar de trabajar para el gobierno y pasarse a la empresa privada.
– ¿Qué puedo hacer por usted, señor Danvers? -dijo Phelps con voz nasal. Se levantó ligeramente los pantalones al sentarse y Witt se dio cuenta de que sus zapatos, uno mocasines baratos, por lo que parecía, estaban desgastados.
– Estará usted preguntándose por qué le he llamado. Han secuestrado a mi hija London. Ni la policía ni el FBI han sido capaces de descubrir nada. No tienen ninguna pista de dónde puede estar mi hija y ya ha pasado casi un maldito mes.
Phelps no hizo ningún comentario.
– Tiene usted muy buenas recomendaciones.
El otro alzó un hombro. Witt estaba empezando a irritarse.
– Dígame por qué tendría que pagarle para hacer un trabajo que ni el gobierno ni la policía parecen capaces de llevar a cabo.
La expresión de Phelps cambió al instante y a Witt le hizo pensar en un lobo con el hocico olisqueando el viento, buscando a una presa herida.
– Muy sencillo. Usted quiere encontrar a su hija.
– ¿Y usted puede conseguirlo? -Witt se acomodó en el sillón. A lo mejor Phelps era un tipo con buen olfato.
– Si no lo consigo, no me deberá usted nada, excepto el anticipo.
– De diez mil dólares.
– Es barato, ¿no le parece? -Dejó sobre la mesa de Witt la taza de café que no había probado-. Todo lo que le pido es que su familia no tenga secretos para mí. Ni mentiras. No quiero secretos de familia.
– Está bien. Puede preguntar usted a cualquiera de ellos mientras todavía están en Portland, pero tiene que saber que los voy a trasladar a todos, incluso a los chicos mayores, al rancho que tengo cerca de Bend. No voy a darle a nadie la oportunidad de que me quite a otro miembro de la familia. Zachary… -Frunció el ceño al pensar en el segundo de sus hijos. Siempre rebelde. Siempre engreído. Siempre metido en problemas-, será el primero en marcharse, aunque él aún no lo sabe. El resto de la familia le seguirá dentro de un par de semanas. De manera que lo mejor es que empiece por él. -Ese es el de la falsa historia sobre la puta. -La historia era cierta -dijo Witt, inclinándose hacia delante-. La policía habló con la chica… Una tal Sophia no sé qué.
– Costanzo. Ya he hablado con ella. Witt movió el cigarro que no había encendido de un lado de la boca al otro.
– ¿Qué le ha dicho?
– Lo mismo que le dijo a la policía. No mucho. Confirmó la coartada de su chico, pero tengo el presentimiento de que está mintiendo.
– ¿El presentimiento? -preguntó Witt con escepticismo.
– Créame, nos está ocultando algo. -Sonrió con gravedad-. Pero eso no será un problema. La haré hablar. Y en cuanto a su Zach, hablaré con él y veré qué es lo que nos dice; puede que cometa un desliz. Hablaré con todos los demás antes de que les haga preparar el equipaje. -Sacó del bolsillo interior de su chaqueta una libreta de notas, escribió algo, y luego frunció el entrecejo arrugando mucho las cejas-. ¿Qué me dice de su esposa? ¿La puedo encontrar aquí o se va a marchar al rancho con los chicos?
Witt dudó durante un segundo. Había estado luchando con su decisión, pero no podía mantenerla allí mucho más tiempo. Tendría que marcharse también.
– Katherine estará en el rancho.
– Por qué se sentía más tranquilo si la enviaba al centro de Oregón era algo que no comprendía, pero esperaba que cambiar de ambiente la ayudaría a mejorar su ánimo.
– ¿Y usted? -preguntó Phelps, ladeando la cabeza.
– Yo tengo un negocio que dirigir, Phelps. -Witt estaba empezando a perder la paciencia-. Me podrá encontrar aquí.
– Bien. -Phelps metió los dedos de una mano entre el estrecho cinturón y el pantalón-. Solo necesito una cosa de usted, Danvers, y se trata de honestidad, de usted y de su familia.
– La tendrá -reconoció Witt ansioso por que acabara aquella entrevista.
Aquel tipo con pinta de leñador le producía escalofríos, pero lo necesitaba. Necesitaba a alguien que le ayudara a encontrar a London. La policía estaba empezando a comportarse como una pandilla de ineptos idiotas y los del FBI no lo hacían mucho mejor. Estaba empezando a sentirse cada día más afligido y se preguntaba si habría sido castigado por algo. No creía demasiado en Dios, aunque solía asistir a la iglesia, pero no se comprometía con nada más que con su porción de pecados.
– Pero es posible que no la encontremos -dijo Phelps, interrumpiendo sus pensamientos. Frunció ligeramente el entrecejo y miró a Witt con unos ojos que de repente habían cobrado vida-. Si descubro que un miembro de su familia está detrás de esto, espero que me pague lo que acordamos.
– Por supuesto, se le pagará -confirmó Witt mientras el cuello de su camisa parecía apretarse alrededor de su garganta como una de esas cadenas corredizas que se coloca a algunos perros.
Phelps le dirigió una sonrisa fingida y Witt sintió como si alguien hubiera tirado de aquella invisible cadena.,
– Bien. Veo que nos vamos a entender perfectamente.
Un viento seco soplaba por encima de los rastrojos del campo, levantando polvo y restos de paja y el sutil olor a gasóleo que llegaba del tractor que descendía por la colma, más allá de un descuidado bosquecillo. Hundiéndose en los talones de sus botas, Zach estiró el alambre de espinos entre los dos postes, con los músculos tensos por el esfuerzo. El sudor había mojado el pañuelo rojo que se había puesto en la cabeza. El sol caía a plomo, pero a Zach no le importaba.
– Aguanta ahí -le dijo Manny, el capataz del rancho-. Ténsalo por tu lado que yo lo tensaré aquí.
Por primera vez en vanas semanas, Zach se sentía libre. Sus heridas estaban casi completamente curadas y le encantaba el rancho: más de mil hectáreas de terreno al noroeste de Bend, en el centro de Oregón. Rodeadas por las laderas de las Cascade Mountain, las propiedades de los Danvers llegaban hasta donde alcanzaba la vista. Al contrario que la fortaleza de Portland, que estaba rodeada por un muro de piedra, la Lazy M era una zona salvaje y abierta, que hacía volar el espíritu vagabundo de Zach.
Le habían enviado allí justo después de haber sido interrogado por Roger Phelps, una especie de detective privado que había contratado su padre. El detective era paciente, hablaba despacio e intentaba hacer que Zach dijera cosas que no tenía intención de decir. Zach había acabado el interrogatorio con la sensación de que Phelps lo consideraba el principal sospechoso del secuestro de London. Había pensado decirle la verdad, pero no le pareció que fuera a salir nada bueno de mezclar a Jason con la prostituta. ¿A quién le podía importar? Los dos incidentes no tenían ninguna relación entre sí. Y Zach tenía su propio código moral, por muy flexible que fuera. Una cosa que no iba a hacer jamás era chivarse.
Después de hablar con Phelps, le habían mandado allí. Witt había pensado que las largas horas trabajando en el rancho, cargando heno, colocando alambre de espino, cuidando el ganado y teniendo que andar todo el día sobre una silla de montar le harían bien, mucho mejor que el internado que había sido una amenaza constante para él desde que London desapareciera. Witt había dicho a su hijo que creía que las interminables horas de trabajo lo mantendrían alejado de más problemas y Zach no le había replicado. Tenía ganas de marcharse de casa, lejos de las miradas suspicaces que le dirigían todos los miembros de la familia, lejos de la influencia de su madrastra, y no digamos lejos de los policías. Jack Logan, al igual que Roger Phelps, parecía creer que él era culpable de cualquier delito que se cometiera en la ciudad.
Si ellos supieran.
Por supuesto que había tenido sus problemas con la ley. Cuando aún era menor de edad le habían detenido por posesión de alcohol más veces de las que le gustaba admitir; y una vez había robado el coche de una funeraria para darse una vuelta, dejando al director de la funeraria y a la familia del difunto bastante enfadados. Witt había tenido que hablar con ellos para que a Zach, que era menor de edad, no le acusaran de robo de automóvil. Le habían echado de la universidad por haber quemado los retretes de la facultad, y había estado metido en todo tipo de peleas y accidentes de motos -aun antes de haberse sacado el carnet de conducir.
«Demonio sobre ruedas», así lo había definido en más de una ocasión Jack Logan.
Jason había dado la cara por su hermano pequeño:
– No es más que una etapa -había dicho a su padre-. Se está rebelando un poco, eso es todo. No es nada más. Déjalo y ya se calmará.
A Kat todo aquello parecía divertirle.
– Estoy convencida de que a su edad tú también debiste de hacer de las tuyas -le había dicho ella a Witt cuando este se puso furioso por el incidente del coche fúnebre, mirando como si tuviera ganas de estrangular a aquel muchacho que había criado como su segundo hijo varón.
Nelson, cada vez que Zach regresaba a casa en mitad de la noche herido y sangrando por alguna pelea, le pedía que le contara todos los detalles y había estado siguiéndole a todas partes durante varios días, diciendo a Zach lo mucho que se alegraba de que su hermano fuera tan «valiente».
La única que no decía nada era Trisha, sonriendo contenta como si le alegrara que Zach se estuviera llevando las broncas en lugar de tener que sufrirlas ella misma.
Sí, había sido un problema para todos los que había a su alrededor, pero eso le importaba una mierda. Y aquello era lo que más molestaba a Witt, el hecho de que Zach no tuviera medida y no le importara nada. Al menos Trisha tenía sus estudios de arte y Jason iba a convertirse en el maldito mejor abogado de todo el nordeste, pero Zach no tenía ninguna ambición, no quería hacer nada; no parecía interesado por los negocios hoteleros, por las explotaciones madereras o por cualquier cosa remotamente relacionada con Danvers International.
Pero a Zach le encantaba el rancho.
Y no tenía nada que ver con el secuestro. ¿Por qué nadie le creía?
Por supuesto que London había sido una molestia, y Witt había exagerado su favoritismo, pero, a decir verdad, a Zach le gustaba aquella chiquilla que podía salir de cualquier problema con solo sonreír pícaramente a su padre, y mirándole con aquellos ojos azules que brillaban como si contuvieran un secreto personal. Cualquiera que fuera capaz de manipular al viejo era persona a la que Zach respetaba. Aunque solo se tratara de una preciosa niña de cinco años.
Sentía mucho su desaparición y tenía que mantener su mente ocupada con otros pensamientos para que no se notara demasiado su oscura inquietud al respecto de lo que podía haberle sucedido. Pensaba que lo más probable es que hubiera muerto. O que quienquiera que la había secuestrado ya no la dejaría marchar, seguramente no después de tanto tiempo.
– Bueno, ¡esto ya está listo! -dijo Manny, comprobando el poste y satisfecho de lo bien que se sostenía aquella sección de alambrada; luego hizo un gesto a Zach levantando el pulgar de la mano derecha-. Hoy es viernes, creo que podemos dar la jornada por acabada. Zach echó un vistazo a su reloj. Las seis menos diez. Desde que llegara al rancho, hacía poco más de una semana, Manny no le había dejado terminar el trabajo hasta que no habían dado las ocho. Cada día la misma rutina. Zach regresaba a casa cada noche muerto de cansancio, se lavaba, cenaba y se iba a dormir antes de las nueve, para poder estar en forma al día siguiente, en que la jornada empezaba a las cinco de la mañana.
Se quitó el pañuelo, se secó el sudor y la mugre de la cara, y echó a andar hacia el sombreado banco de un riachuelo, donde había dejado su caballo después de la comida. Podía haber vuelto en la cabina de la desvencijada camioneta, o podía haberse sentado en el sucio remolque mientras este se balanceaba por los polvorientos caminos de vuelta a casa, pero él prefería ir a caballo; y especialmente en este, Ciclón, que era su favorito. Se trataba, de un testarudo potro alazán con las cuatro patas blancas, famoso porque mordía y coceaba; pero Ciclón era el caballo más rápido de todo el rancho.
– Vamos, muchacho -dijo Zach, colocándole la manta y la silla al potro-. Es hora de irse.
Con las orejas tiesas, el caballo se movió e intentó cocearlo, pero Zach fue lo suficientemente rápido como para evitar el golpe y agarrar con fuerza las riendas.
– Eres un maldito hijo de perra, ¿verdad? -dijo, saltando a la silla y tirando de las riendas-. Bueno, a mí no me importa, porque yo también lo soy, ¡arre!
Apretó los talones contra los costados del potro, se echó hacía delante en la silla y Ciclón empezó a correr. El viento revolvía el cabello de Zach y hacía que sus ojos se llenaran de lágrimas. Los altos pinos y los rojizos abetos pasaban borrosos a su alrededor y Zach una vez más se sintió libre y salvaje, como si en aquel momento pudiera hacer cualquier cosa que le viniera en gana.
No echaba de menos en absoluto a sus hermanos, Jason, quien vendería su alma por un poco más de dinero, o Trisha, quien intentaba rebelarse de la única manera que sabía: liándose otra vez con Mario Polidori, hijo del mayor enemigo de Witt. Obviamente, ella no suscribía el refrán de «una vez es mucho; dos, demasiado». Se rumoreaba que estaba metida en asuntos de drogas, aunque Zach no tenía ninguna evidencia de que así fuera. Y en cuanto a Nelson -ese muchacho sí que era un coñazo-, la cosa era clara y simple: desde el secuestro de London, Nelson había vuelto a seguir a Zach como un perrito faldero, esperando que le contara una y otra vez lo sucedido con la puta y con los matones del cuchillo, como si Zach fuera una especie de héroe de guerra. Aquello molestaba a Zach porque Nelson era un tipo blandengue y su adoración era demasiado intensa.
Pero London era otra cosa. Él se había negado a pensar en ella, prefiriendo hacerse el tonto en lugar de pensar en los horrores que podría estar sufriendo su hermanastra.
– ¡Vamos! -gritó al caballo. Zach tiró de las riendas y el potro respondió sin dudarlo un instante, tomando velocidad como si fuera un cometa cruzando el cielo estrellado y acercándose al barranco, allí donde un río cortaba en dos el campo. Con los músculos tensos y al galope, caballo y jinete avanzaban por el estrecho rocoso por el que solo fluía una delgada corriente de agua.
Zach se tendió sobre el cuello del potro y le animó a correr todavía más aprisa. Ciclón mordió el bocado con sus dientes y sus patas volaron sobre la tierra cuarteada. El viento soplaba en sus oídos y el sudor empezó a oscurecer el pelaje del caballo. Riendo por primera vez en varias semanas, Zach gritaba:
– Muévete, miserable pedazo de carne de caballo. Solo cuando ya estaban cerca del potrero, Zach tiró de las riendas, tomando de nuevo el control del animal desbocado.
– Calma, calma -le gruñó, poniéndose de pie sobre los estribos.
Cuando entraban en el potrero, el animal ya había reducido su marcha del galope al trote y acabó moviéndose con un andar lento y tranquilo. Ciclón ladeó la cabeza, con la brida tintineando mientras luchaba con el endiablado jinete que llevaba sobre el lomo.
– Lo has hecho muy bien -dijo Zach. Ciclón respiraba muy deprisa y Zach lo mantuvo un rato más en movimiento, hasta que el caballo volvió a respirar de nuevo a su ritmo normal-. Eso está mejor.
Zach no se dio cuenta de que Trisha lo estaba observando; no la vio escondida bajo las sombras de un pino enano hasta que no hubo parado al lado de la cerca y atado a ella las riendas. Con una sensación de ahogo comprobó que le tocaba enfrentarse de nuevo a su familia y que pronto le iban a amarrar las alas. Todo el antiguo enfado y resentimiento volvió de nuevo a asaltarlo, y aquel rancho que solo unos instantes antes le parecía enorme se convirtió de repente en un lugar pequeño y cerrado.
– ¡Este lugar es una prisión! -dijo Trisha mientras apartaba una larga rama que caía sobre la valla.
– ¿Qué haces aquí? -Pero ya lo sabía. Estaban todos allí. Para quedarse.
– Vacaciones familiares -dijo ella con voz sarcástica. Y arrugó la nariz cuando vio los tábanos revoloteando alrededor de las ancas del potro. Parecía que la ofendiera el olor dulce del estiércol mezclado con la orina y el polvo-. Créeme, he intentado quitarle a papá la idea de la cabeza, pero ya sabes cómo es él cuando se empeña en algo.
– Sí -masculló Zach mientras desmontaba de su caballo.
– En cierta manera, entiendo que papá estuviera cansado de tenernos a todos sentados a su alrededor y esperando a que sonara el teléfono en la casa de la ciudad, por si era la policía o los federales, y sin hacer nada más.
Zach lo recordaba perfectamente.
– Papá dice que le estábamos sacando de quicio; lo cual tampoco es nada nuevo -añadió ella sarcásticamente.
Zach no contestó.
– En fin, creo que estaba preocupado por la posibilidad de otro secuestro.
– Imposible -dijo Zach mientras le quitaba la silla al caballo y la dejaba sobre la valla de madera-. ¿No eras tú la que decía que no se habría preocupado en absoluto si nos hubieran secuestrado a uno de nosotros? ¿Que solo lo hacía porque se trataba de London? Trisha hizo un mohín.
– ¿Sabes una cosa?, si hubiera desaparecido yo, creo que habría comprado la botella de champán más cara del mercado y lo habría celebrado.
– No es tan malo como tú piensas -dijo ella sin demasiada convicción; luego, viendo cómo Zach la miraba de reojo, añadió- De acuerdo, es así de malo. De todas formas, no importa por qué nos ha mandado aquí; lo que importa es que ahora estamos todos en este lugar alejado de la mano de Dios.
– ¿Eso es cierto?
– Incluida Kat.
A Zach se le encogió el corazón, pero se las apañó para mantener la expresión fría y sin rastro de emoción.
– Pues no creo que esté muy contenta -dijo él con indiferencia.
– Y que lo digas -dijo ella, cogiendo unas cuantas agujas de la rama que estaba al lado de su cabeza, y apretándolas y retorciéndolas entre los dedos-. Tenías que haber visto la pelea que tuvieron. Me recordó la bronca de mamá y papá cuando se separaron. La verdad es que Kat se enfrentó a él con valor, debo reconocerlo, pero aparte de los gritos con los que protestaba por ser alejada de Portland, ha acabado viniendo aquí, como todos nosotros, y eso realmente la ha cabreado. Quería quedarse cerca de la investigación y creo que antes le hubiera pegado un tiro a papá que abandonar la ciudad. Pero, por supuesto, papá ha acabado saliéndose con la suya. -Los ojos de Trisha se nublaron y Zach se dio cuenta de que ya no estaba pensando en Kat.
– Él siempre se sale con la suya.
– Creo que papá tenía algún motivo más para enviarla aquí -dijo Trisha, mirando fijamente a su hermano.
Zach alzó una ceja con desinterés.
– Kat se ha puesto como un demonio porque cree que la investigación está empezando a decaer. Los polis no tienen ni una pista y el FBI no lo está haciendo mucho mejor. Son todos una pandilla de estúpidos ineptos incapaces de mover el culo.
– ¿ Y qué hay de Phelps?
– ¿El investigador privado? Es el hazmerreír. ¿Has visto alguna vez alguien tan… vulgar en tu vida? -Dejando caer las agujas de pino, se limpió las manos y se quedó mirando a Zach como si todo aquello fuera culpa suya-Aunque todo eso no es más que una fachada. Papá está convencido de que los Polidori están detrás del secuestro.
– ¿Y lo están?
– No son tan estúpidos, Zach. Anthony tenía que saber que está el primero en la lista de sospechosos.
Zach no estaba en absoluto convencido, pero no se molestó en discutírselo. Mejor dejar que Trisha creyera lo que quisiera.
– Todo esto es un coñazo. Desde que London desapareció no podemos ir a ninguna parte sin que algún maldito guardaespaldas nos acompañe.
Zach apretó las riendas al segundo travesaño de la valla. No tenía ganas de seguir escuchando las quejas de su hermana. Trisha estaba molesta simplemente porque no podría seguir viéndose con Mario Polidori. Ambas familias desaprobaban el romance entre Mario y Trisha. El único tema en el que los Danvers y los Polidori habían estado de acuerdo en los últimos cien años había sido prohibir a Mario y a Trisha que se siguieran viendo. Ellos habían replicado que ya eran adultos y Witt le había advertido a su hija que era mejor que empezara a actuar como una persona adulta o que se marchara de casa, pero por lo que a él le concernía, mientras viviera bajo su techo, debería seguir acatando sus reglas.
Trisha tenía otros planes. Pensaba que Mario y ella eran una especie de modernos Romeo y Julieta. La sola idea ponía enfermo a Zach, que pateó en el polvo. Ella debería haber aprendido ya la lección acerca de Mario Polidori. Con un gruñido, cogió la silla de montar y se la echó al hombro para llevarla al establo. Ella lo siguió y le dijo:
– Creo que tú y yo podríamos hacer un trato. Zach le lanzó una mirada dándole a entender que se perdiera. No necesitaba que Trisha le metiera en más problemas. Bastante tenía con los suyos. Aunque parecía que se había calmado un poco, el viejo no dejaba de amenazar con el internado, y Zach estaba empezando a plantearse la posibilidad de cruzar las puertas de Danvers y no volver la cabeza para mirar atrás. -Venga, Zach, necesito tu ayuda. Zach echó la silla sobre un caballete y luego lanzó la manta sobre el travesaño superior de la cerca. Una nube de polvo y pelo de caballo los rodeó.
Trisha tosió y Zach dejó escapar una sonrisa. Que le aprovechara. Ella nunca había mostrado interés alguno por los caballos, solo estaba allí porque quería algo. Y eso era un problema.
– Mira -dijo ella-, este es el trato: necesito encontrar la manera de escabullirme de aquí. Por la noche.
– ¿Para qué?
– Es un asunto personal.
– Para encontrarte con Mario, ¿no es así?
– Cuanto menos sepas, mejor.
– No.
– ¿Por qué? -Su cara se torció con una mirada de orgullo herido-. Yo te he defendido a ti…
– ¿Cómo? -preguntó él.
– Le dije a Kat que no eras capaz de tocarle ni un pelo de la cabeza a London.
– Gracias por el voto de confianza -susurró él mientras cogía el pañuelo del bolsillo y se secaba el sudor de la nuca.
– Eso es mucho más de lo que cualquiera ha hecho por ti, y Kat todavía no está convencida de que no estés involucrado en el secuestro de alguna manera. Si fueras algo más mayor, todos estarían convencidos de que tú estabas detrás del secuestro, pero como solo tienes diecisiete años…
– ¿Por qué iba yo a secuestrar a London?
– Por dinero -dijo Trisha en voz baja y Zach no pudo contenerse. Alzó la cabeza de golpe y la miró entornando los ojos.
– ¿Y por qué no he pedido una recompensa?
– De momento.
– ¿Y cómo lo hice? ¿Cómo pude secuestrar a Ginny y a London y llevarlas a Dios sabe dónde, mientras estaba al mismo tiempo recibiendo una paliza como coartada. Lo que dices no tiene ningún sentido, Trisha, y todo el mundo lo sabe. Solo me apuntan a mí porque aquella noche yo había desaparecido y no tienen a nadie más a quien culpar.
– Eso díselo a Jack Logan.
– Logan es un asno. ¡Oh, mierda! ¿Y a quién le importa eso? -añadió Zach, saliendo afuera y desatando las riendas. Ciclón caminó de lado moviendo la cabeza, mientras Zach lo conducía hacia el establo. Con los músculos agarrotados por una ira tranquila, Zach llenó un cubo con agua y dejó que el animal bebiera antes de empezar a cepillarlo-. Estás completamente equivocada, Trisha -dijo al fin.
Trisha le quitó el polvo a una arpillera y se sentó con cuidado sobre un saco de avena. Mirando con el ceño fruncido y colocando los codos sobre las rodillas, apoyó la barbilla en las manos. Su mirada atravesó el aire polvoriento mientras se mordía el labio inferior.
– De acuerdo, de acuerdo, puede que realmente tú no debas ser el sospechoso número uno.
– Gracias.
– Entonces, ¿quién crees tú que se la llevó?
– No tengo ganas ni de pensar en ello. -Y era la verdad.
– Bien, pero alguien debió hacerlo.
– Vale. Entonces, Ginny.
– Sí, pero ¿para quién trabajaba?
– No lo sé. Demonios, ¿es necesario que volvamos a darle vueltas otra a vez a todo lo sucedido? -Zach odiaba tener que admitirlo, pero echaba de menos a la pequeña. La verdad es que le había sacado de quicio miles de veces. En más de una ocasión le había contestado con brusquedad o la había mandado al infierno, pero se preocupaba por ella, y por las noches dormía mal imaginando lo que le podía haber pasado y preguntándose si estaría bien.
Trisha cogió un trozo de paja del comedero.
– Si digo una sola palabra te puedo meter en un buen lío.
– ¿Y eso cómo? -preguntó Zach mientras se dedicaba a deshacer con la almohaza un nudo en las crines del potro.
– Podría decir que Mario me contó que tú estabas involucrado en el secuestro.
Zach se puso tenso. ¿Adonde quería llegar? Siguió cepillando al caballo lentamente.
– Eso sería una mentira.
– Pero todos lo iban a creer. Ya sabes que corren montones de rumores sobre ti por ahí.
– Hazlo, Trisha.
Él ya había oído todos los rumores y no tenía ganas de que le recordaran que cuando fue concebido, su madre estaba liada con Polidori. Apretó los dientes, pero siguió trabajando, ignorando las insinuaciones de Trisha y sus veladas amenazas. ¿Qué demonios quería de él?
– Lo que pasa es que odio estar aquí, Zach. Esto es… el culo del mundo. Solo quiero volver a Portland.
– Acabas de llegar.
– Eso no importa.
– Lo que quieres es estar cerca de Mario.
– ¿Y qué?
Zach le lanzó una mirada con la que le decía que era una estúpida.
– Sé un poco inteligente, Trisha. Lo tuyo con Polidori jamás podrá funcionar. Papá no lo aprobaría.
– ¿Y desde cuándo te importa eso?
– No me importa. Solo te estoy dando un consejo gratuito.
– Guárdatelo para ti.
– Vale.
Zach abrió la puerta trasera del establo y luego llevó al potro afuera. Con un leve respingo de la cabeza, el caballo echó a correr libre, pateando la tierra con sus pezuñas antes de sumergirse en una espesa nube de polvo. Nubes de tierra seca enturbiaron el aire y el animal relinchó de placer. Al cabo de un momento, todo lo que Zach podía ver del animal fueron cuatro patas blancas golpeando el suelo con fuerza.
– ¿No piensas ayudarme? -preguntó Trisha, poniendo mala cara.
– No, no pienso hacerlo -contestó Zach, meneando la cabeza.
Ella arqueó delicadamente una ceja y sus labios arrugados crearon una expresión entre desdeñosa y sonriente.
– Te arrepentirás.
– Cuéntame algo que no sepa.
Irritado, Zach salió del establo y deseó que al menos el resto de la familia lo dejara en paz.
Horas más tarde se encontró con Kat. Ya había atardecido y Jason había ido con Trisha y Nelson al pueblo. Zach, evitando a su familia tanto como podía, había tomado dos cervezas del frigorífico y se había subido al tejado del cobertizo que estaba detrás del establo. El cielo negro parecía estar vivo por las estrellas fugaces y Zach se sentó solo, con la espalda apoyada contra el rugoso muro exterior de la segunda planta del establo, con las piernas colgando de las toscas tablas de cedro. A través de la tela asfáltica y los tablones del techo, podía oír el apagado ruido de los caballos, golpeando y pateando el suelo, y dejando escapar ocasionales relinchos. La luna menguante no era más que un delgado gajo, pero aun así daba suficiente luz para dejar ver las hileras de árboles que flanqueaban el laberíntico edificio del rancho y las demás construcciones. La casa estaba iluminada como un árbol de Navidad, con reflejos de luz cálida saliendo por las ventanas. Kat todavía estaba despierta, merodeando por las habitaciones. La veía moviéndose de aquí para allá, pasando por delante de las ventanas, y supo que no podría colarse por las contraventanas del balcón de su dormitorio hasta que se hubieran apagado todas las luces y supiera que ella ya se había ido a dormir. Por el momento había conseguido evitarla, pero sabía que no podría mantenerse alejado de ella por mucho más tiempo.
Abrió una lata de Coors y la espuma de la cerveza se derramó por su mano. Tomó un trago y parte del líquido se le escurrió por la barbilla, cuando oyó que el viejo perro lanzaba un ladrido; a continuación oyó los inconfundibles sonidos de unos pasos caminando hacia la parte de atrás del establo. Al cabo de un momento oyó el crujir de los peldaños de la escalera y alguien que se encaramaba al henil. ¿Y ahora qué?
Olió el aroma de su perfume antes de verla asomarse por la ventana abierta del henil; la cara blanca y el pelo negro con el color de la medianoche. Sintió que el pecho se le constreñía de repente, como si se lo hubieran atado con cables de hierro.
– Manny me dijo que seguramente estabas aquí -dijo ella de manera tan despreocupada como si se hubiera pasado toda la vida moviéndose entre graneros y segando la hierba.
Sintió un nudo en las entrañas, mientras ella se metía por la ventana y se sentaba en el tejado. Apoyándose con una mano en el tejado del establo, Kat recorrió la corta distancia que la separaba de él deslizándose sobre su trasero.
El olor de su perfume se hacía más intenso mientras se le metía por las fosas nasales, y la mano de ella estaba tan cerca de la suya que pudo sentir el calor de su cuerpo. Recordó cómo la había sentido entre sus brazos, suave, flexible y dispuesta… Oh, Dios…
– ¿Qué es lo que quieres?
– Compañía-dijo ella, ofreciéndole una sonrisa-. Pensé que éramos amigos.
A lo lejos aulló un coyote. -No sé si eso es posible.
– Podemos intentarlo, juntos. Sobre todo si me invitas a una cerveza.
Tragando saliva con tanta dificultad como si tragara arena, él le acercó la segunda cerveza; y ella, con una sonrisa que centelleó en la negra noche, la abrió y bebió un trago cuando la espuma empezaba ya a salirse y a mojar sus dedos. Se lamió los dedos con la lengua y Zach intentó no pensar en lo sexual que resultaba con aquellas motas de espuma en los labios.
– Hace una noche hermosa -dijo ella, mirando hacia las nubes y suspirando con fuerza-. Si te gustan este tipo de cosas. -¿Atino?
– Yo soy una chica de ciudad. -Bebió otro trago de cerveza, luego dobló las rodillas y se rodeó las piernas desnudas con los brazos. Sus pantalones cortos apenas le cubrían el trasero, pero Zach trató de mantener sus ojos y su mente lejos de lo endemoniadamente sensual que era-. Me crié en Ottawa. Él no contestó nada; no podía. Estuvieron allí sentados en silencio durante lo que pareció ser una eternidad. A Zach le latía el corazón con tanta fuerza que pensó que ella podría oírlo, y aunque aparentaba una desinteresada insolencia, le pareció que ella lo estaba observando.
– No me gustaba la idea de venir aquí -admitió ella-. No quiero estar tan lejos por si hay novedades sobre de London… -Se le quebró la voz al pronunciar el nombre de su hija, pero se recuperó enseguida. Hizo una mueca y se pasó los dedos por los negros bucles que rodeaban su perfecto rostro-. Yo no te gusto demasiado, ¿verdad, Zach? -le preguntó de repente.
– Eres mi… madrastra.
– ¿Quieres decir la «malvada» madrastra?
Él se encogió de hombros y bebió el último sorbo de cerveza. Sus dedos estaban todavía alrededor de la lata vacía cuando ella se lo quedó mirando fijamente con unos ojos que brillaban como si tuvieran luz interior. Zach apenas podía respirar y ella, mirándole fijamente con descaro, le colocó los brazos sobre los hombros y rozó los labios de él con los suyos.
– ¡Cielos, Katherine! -suspiró él con el corazón saliéndosele del pecho-. ¿Qué haces?
– Calla. -Ella volvió a colocar aquellos suaves labios sobre los de él solamente durante un segundo. Un segundo que iba a cambiar el rumbo de su vida para siempre. Su boca era dulce y cálida, y estaba llena de promesas.
– No hagas esto, Kat -gimió Zach casi sin aliento.
– Tú también lo estás deseando -murmuró ella con un suspiro tan suave como una noche de verano.
Él se dijo que no podía besarla, o tocarla, ni siquiera pensar en ella, aunque se sentía demasiado débil para escapar de aquella situación. Ella entreabrió los labios y sus pechos, a través de la ligera barrera de la camiseta que llevaba puesta, rozaron el pecho desnudo de él.
En su mente gritaban un centenar de razones para detenerse, pero cuando su lengua le acarició los labios, y luego presionó ligeramente intentando introducirse entre ellos, él se dio por vencido y la besó, apartando de su mente todas las advertencias.
La lengua de Kat era caliente y maravillosamente húmeda. Tocó con su lengua el paladar de ella, la frotó contra sus labios y sus dientes, y sintió la promesa de placeres innombrables.
Zach sintió un calor que le recorría las venas y su pene empezó a ponerse tan duro que se tensaba contra la cremallera de sus vaqueros. «¡No lo hagas, no lo hagas!», le decía una voz interior, pero en lugar de protestar, él se incorporó y sus dedos se hundieron en el tupido cabello de ella. Ella agachó la cabeza y le besó el pecho desnudo deslizando la lengua por su piel.
Un estremecimiento que le quemaba como el fuego recorrió el cuerpo de Zach. Dejó caer la cerveza y la lata vacía rodó con estrépito por el tejado. Su cuerpo, convulso y ardiente de deseo, se apretó contra el de ella. Agarrándola con un anhelo desesperado, la volvió a besar en los labios con pasión, y ya no pudo pensar en nada más que en besarla y acariciarla, y en cabalgar sobre ella durante toda la noche.
«¡Es la mujer de tu padre, Danvers!», le gritaba su mente, y por una vez le hizo caso. Encontró la fuerza suficiente para apartarse de ella.
– Esto no puede funcionar -dijo él, respirando con dificultad, deseando poder borrar aquellas palabras en el momento en que acababa de pronunciarlas.
Estaba tan caliente que le parecía que iba a explotar. La cogió por los hombros manteniéndola a un brazo de distancia.
Katherine soltó una risa apagada y aquel sonido pareció hacer eco en las colinas que había a lo lejos. -¿Qué te pasa, Zach?
– Esto un error, eso es lo que pasa. -Él dejó caer los brazos y se quedó mirando hacia la distancia, mientras se pasaba unos dedos temblorosos y sudados por el largo cabello.
– ¿Desde cuándo te preocupas por si las cosas están bien o mal? -dijo ella, haciendo un mohín en la oscuridad.
– No juegues conmigo, Kat -la advirtió él y se sorprendió por la convicción que sonaba en sus palabras.
– Solo pensé que nos habíamos entendido. -Encogiéndose de hombros, se pasó un pie por debajo de la otra pierna y se lo quedó mirando fijamente-. No te entiendo, Zach. Yo pensaba… no, sabía, que deseabas esto.
– Pues no es así.
– Para decir la verdad, estaba segura de que era lo que necesitabas -resopló ella.
– No te necesito, Katherine -dijo él, deseando poder poner más distancia entre aquel sensual cuerpo y el suyo-. No necesito a nadie.
– Oh, cariño, en eso estás muy equivocado. -Para mortificarlo aún más, ella se acercó a él y le acarició la cabeza como si fuera un niño pequeño al que se acaba de perdonar una falta. Zach se apartó de su lado como si sintiera repugnancia.
– Déjame en paz, Kat -dijo él entre dientes.
Todavía sentía la entrepierna excitada y estaba ardiendo por dentro, pero miró a lo lejos, rehusando cruzar su mirada con la de ella. Se fijó en el oscuro perfil de las montañas que se elevaban en el horizonte y la oyó moverse, y tras ponerse de pie, recorrer la poca distancia sobre el tejado, introducirse por la ventana y desaparecer en el henil.
Cuando ya se hubo marchado, él se volvió a tumbar sobre los tablones de cedro, mirando con enfado hacia las estrellas y preguntándose por qué había sido tan estúpido. Podía haberla poseído, ella estaba dispuesta a ser suya, pero él, por algún latente sentido de la responsabilidad, no había hecho caso de sus acometidas. Todavía podía oler su perfume mezclado con el aroma de sus cigarrillos y recordar su tacto, aquel cálido tacto que le deshacía.
«¡Cielos, eres un estúpido!», se dijo.
Durante los siguientes días, Zach se las arregló para mantenerse a distancia. Se levantaba horas antes de que Katherine se hubiera despertado y volvía a casa a la caída del sol, después de una larga jornada de trabajo. Kat se pasaba el día encerrada en su habitación, viendo la televisión. Él nunca entraba allí. Y en cuanto a sus hermanos, todos ellos le sacaban de quicio. Jason se pasaba el día a su alrededor, invitándole a que le acompañara a Bend para conocer a algunas chicas, pero Zach siempre declinaba la invitación y Jason acababa yendo solo a desfogarse. Trisha estaba todo el tiempo pensando en Mario y probablemente tramando cómo escapar de la familia. Y en cuanto a Nelson, todavía no había superado la etapa de crearse héroes, y no dejaba de perseguirle mientras él iba de un trabajo a otro con la intención de que le contara algo más sobre la noche que pasó con la prostituta. No parecía importarle las muchas formas en que Zach había tratado de explicarle que no había sucedido nada, excepto que había salido de allí con unas cuantas nuevas cicatrices; Nelson estaba todavía embelesado, pensando que seguramente Zach se lo había «montado» con la puta, pero que estaba protegiendo su honor, o cualquier otra idiotez por el estilo.
Aquel chico estaba enfermo, pensaba Zach mientras salía de la ducha y agarraba un pantalón vaquero. La fascinación de Nelson por todo lo sexual le parecía retorcida. Quería saber todo sobre el bondage, el sadomasoquismo y toda esa mierda de la que Zach en realidad no sabía nada ni tenía ganas de saber. Hombres y mujeres con cadenas y pieles, como si fueran un grupo de depravados Angeles del Infierno o algo por el estilo. Aquellas cosas le producían náuseas.
Dejando a un lado sus pensamientos sobre Nelson, Zach encontró en la cocina las sobras de la cena, y como la cocinera ya se había retirado a descansar, recalentó las costillas de cerdo en el microondas, se sacó una cerveza del frigorífico y se llevó la cena al porche trasero, donde dormitaba el viejo collie al lado de la mecedora. Shep alzó el hocico al olor de la carne y en cuanto Zach se sentó se quedó mirando las costillas.
– No me mires así -dijo al animal-. Estás ya demasiado gordo.
Shep golpeó las tablas del suelo con el rabo. En algún lugar a lo lejos ululó suavemente una lechuza y el batir de unas alas rompió el silencio de la noche. El aire olía a caballos, polvo y artemisa. Zach pensó que podría encontrar la paz ahí afuera, en mitad de ninguna parte. Si no fuera por su familia.
Zach acabó su cena, le dio los huesos al perro y se limpió los dedos en el dobladillo de sus Levi's. Se acabó su Budweiser en dos tragos y volvió a la cocina a por otra. Tras beberse la segunda en otros dos tragos, empezó a sentirse mejor, mientras aplastaba el aluminio de la lata con las manos. Se dirigió hacia su habitación, donde conectó el equipo de música y se tumbó sobre la cama. La canción era un viejo tema de los Doors… Come on baby, light my fire… Como Kat. Chico, esa mujer puede encender fuegos peligrosos. Zach cerró los ojos y dejó que la música lo envolviera.
.… Try and set the night onfire [2]1 Las contraventanas estaban entornadas y un soplo de brisa movía las cortinas. Tenía los ojos abiertos mirando al techo. Estaba caliente, tan caliente como cuando Kat le había besado en el tejado del cobertizo. Solo pensar en estar con ella le había hecho tener sueños húmedos durante tres noches consecutivas. El dolor que sentía en los riñones era tan fuerte que había llegado a considerar la posibilidad de ir con su hermano en coche a Bend, y buscar a alguna mujer que pudiera aliviarle aquel dolor, pero el recuerdo de su última visita a una puta le había hecho preferir quedarse en el rancho. No necesitaba más problemas, pero, ¡cielos!, sí que necesitaba un poco de alivio. Aquella presión. Martilleando, martilleando…
En lo más profundo de su mente sabía que lo que quería no era simplemente cualquier mujer, que no podría llegar a aliviarse con cualquier mujer que estuviera dispuesta; estaba seguro de que nadie más que Kat podría hacerlo, y Kat, su «madrastra», era la peor elección de todas. Se tumbó de lado y se planteó hacerse una paja. Por supuesto que no iba a ser la primera vez que lo hacía, pero aquello le dejaba tan… vacío, o solo, o sintiéndose estúpido. «Enfréntate a eso, Danvers, la deseas a ella. Lo único que tienes que hacer es bajar al vestíbulo, girar en el pasillo y llamar a la puerta de su habitación y ¡el más dulce cono de este lado de las Rocosas te estará esperando para ofrecerte cualquier fantasía con la que puedas soñar!»
Tenía la garganta tan seca que no podía tragar saliva y los ojos le escocían; al final se resignó a su destino echando mano a la bragueta de sus pantalones.
Sintió un crujido en la puerta del balcón, notó el viento que entraba en la habitación y su corazón dio un vuelco. Abrió los ojos de golpe. Al principio pensó que estaba sufriendo alucinaciones al ver a aquella hermosa mujer al otro lado del cristal. La luz de la luna provocaba reflejos plateados en el negro cabello de Kat y refulgía en la parte superior de su pijama de seda. Su corazón empezó a latir con tanta fuerza que estaba seguro de que ella podría oírlo.
Las puertas se abrieron del todo y varias hojas secas entraron en la habitación arrastradas por el viento. Ese mismo viento le apartó el cabello del rostro mientras entraba en la habitación; pudo ver las lágrimas que resbalaban por sus mejillas. Le temblaban los labios y le goteaba la nariz.
– ¿Qué… qué estás haciendo aquí?
– Por favor, abrázame, Zach -susurró ella con una voz estrangulada por el dolor.
– ¿Qué sucede?
Avanzando a tientas hacia el borde de su cama, ella sollozó con fuerza y luego se quedó de pie delante de él, como si dudara.
Él se sentó en la cama. -No deberías estar aquí, Kat…
– Lo sé…, pero… ¡Oh, Dios! -Ella levantó los ojos al cielo y las lágrimas le resbalaron por las mejillas. Entre sollozos apagados, le dijo-: Witt acaba de llamar y dice que la policía ya ha dejado de buscar, la investigación sigue abierta, pero todos creen, la policía y el FBI, que London… que London está muerta. -Las últimas palabras eran apenas un quejido y Zach no pudo contenerse. Se puso en pie y la abrazó intentando consolarla, mientras su cuerpo se estremecía entre sollozos. -¡Oh, Dios, oh, Dios!
Enterrando su cabeza en el pecho de ella, y abrazándola con fuerza, hizo todo lo posible para pensar en ella no como una mujer, sino como una persona a la que el destino acababa de jugar una mala pasada. Ella se colgó de su cuello y empezó a llorar como un niño, con las lágrimas cayéndole sobre su pecho. Él le dijo que todo iba a ir bien, que por supuesto que London estaba viva, que algún día todos ellos la volverían a ver de nuevo, pero incluso mientras pronunciaba aquellas palabras, estaba convencido de que no eran nada más que mentiras.
Cuando al final cesó el estremecimiento de los sollozos de ella, él levantó la cabeza.
– Deberías volver a tu dormitorio, tómate alguna pastilla para dormir…
– No puedo. No quiero estar sola. Por favor, Zach, no me digas que me marche. Deja que me quede contigo. Solo abrázame. Por favor.
Sus palabras tenían un eco funesto, pero él no se podía negar y cuando ella volvió la cara hacia él, Zach le besó los temblorosos labios sabiendo que estaba a punto de cruzar una barrera a partir de la cual ya no habría marcha atrás. La vida ya jamás sería igual que antes. La verdad empezaría a llenarse de mentiras. Pero la besó y ella respondió a sus besos con el cuerpo anegado de deseo y de temor.
Su cerebro estalló, y la sangre se le hizo más líquida y caliente cuando ella recorrió su espalda con los dedos, a lo largo de la curva de su columna vertebral hasta llegar a sus nalgas. Él sintió que su ya rígido pene se alzaba para la ocasión, sabiendo que no había vuelta atrás, mientras ella se apretaba contra él, le abría los botones que mantenían sus pantalones cerrados y ponía sus manos sobre su miembro erecto. Con una suave calidez, sus dedos le descubrieron una magia con la que él jamás hubiera podido soñar.
Cayeron juntos sobre la cama, buscándose con los labios, apretándose con las lenguas y, antes de que pudiera considerar todas las consecuencias de sus acciones, Zachary le arrancó la camisa de noche, desgarrando los botones de sus ojales, mientras las costuras de la fina tela se rasgaban sin oponer resistencia. Entonces le vio los pechos, sintió la suave presión de los dedos de ella sobre su espalda y la observó mientras ella se lamía los labios. Cuando ella le pasó la lengua alrededor de los pezones, a Zach casi se le cortó la respiración; Kath abrió las piernas con ansiedad, alzando las caderas para frotar sus húmedos rizos escondidos contra la entrepierna de él.
Él pensó que estaba a punto de correrse sobre ella.
– Kat…
– Hazlo, Zach, por favor -dijo ella, clavándole los dedos profundamente en los músculos.
Cerrando los ojos, él penetró aquella húmeda y oscura calidez. Un grito salvaje salió de su garganta y ya no pudo detenerse. En tres largas acometidas ya había acabado; Zachary se corrió rápida y cálidamente, y se dejó caer sobre ella, dándose vagamente cuenta de que acababa de condenarse a sí mismo al infierno. Ningún hijo se atrevería a perder la virginidad con la mujer de su padre y esperaría luego sobrevivir.
Pero a él le daba igual. Se apretó más hondo contra su calidez y la besó de nuevo, más seguro ahora de sí mismo. Había sido un poco torpe por ser la primera vez, pero aprendería de ella y llegaría a ser el mejor maldito amante que ella jamás había tenido.
Zach no podía recordar cuándo fue la última vez que había dormido tan profundamente. Se movió lentamente y notó que a su lado había otro cuerpo, suave, cálido y desnudo. Con una sonrisa, recordó la pasada noche de amor y se dio la vuelta para acercarse a Kat, quien lo miraba con los ojos entornados. El amanecer estaba empezando a romper por el horizonte y pronto el personal del rancho se pondría en marcha; ella tenía que marcharse.
– Me había preguntado cómo sería estar contigo -dijo ella mientras le pasaba un dedo por la cicatriz que todavía era visible en el nacimiento de su pelo. Aunque sonreía, sus ojos estaban tristes.
– ¿Y cómo ha sido? -preguntó él, acercándose a su mejilla.
Aunque era peligroso estar allí con ella, él no podía apartarse. Le había hecho el amor tres veces durante la noche y se había despertado con una tremenda erección. Puede que todavía tuvieran tiempo para un rápido…
– Ha sido lo mejor, Zach -dijo ella, a pesar de que su rostro seguía mostrando preocupación y él sabía que le estaba mintiendo.
Él le acarició el cabello, rozando los suaves bucles que le caían sobre la cara y deseando poder detener la agonía que doblaba los extremos de su boca. Como si ella le hubiera leído el pensamiento, empezó a sollozar; enseguida las lágrimas llenaron sus pestañas y él se apretó contra ella, abrazando con pasión su cuerpo desnudo.
– No te preocupes.
– No puedo resistirlo, yo…
– Calla. Encontraremos a London. -De repente él se sintió fuerte, como si fuera capaz de cambiar el mundo-. La encontraré.
– Oh, Zach, si tú pudieras…
– Te sorprenderías. -Sus manos encontraron los pechos de ella y jugueteó con uno de los pezones que se ponía duro bajo la suave caricia de sus dedos- Déjame demostrarte…
– ¿No has oído nada? -dijo ella, separándose de golpe de él con los ojos muy abiertos.
– No…
– Yo sí. -Ella se apartó de su lado-. He oído algo…
Zach se quedó escuchando y gruñó al oír el silbido del motor de un vehículo -quizá una furgoneta- que se aproximaba.
– Probablemente Pete ha llegado más temprano que de costumbre. A veces lo hace -dijo Zach, volviendo a abrazarse a ella. Dios, quería más de ella. Dejó una mano apoyada en la curva de su cintura.
– ¿Estás seguro? -preguntó ella.
– Hum. -Él se quedó escuchando de nuevo y sintió que se le detenía el corazón. Aquel no era el ruido ronco del motor de una furgoneta, sino el limpio sonido de un coche de lujo, mientras reducía la velocidad para entrar en el camino de tierra. Un coche caro como un Lincoln Continetal-. ¡Oh, Cielos!
Oyó el ruido de la gravilla y luego el sonido de los frenos.
– Witt -susurró Katherine.
– No… -Pero aunque quisiera negarlo, oyó la portezuela del coche al cerrarse y unos pasos que resonaban sobre el camino. Unos pasos que podría reconocer en cualquier parte. Pasos autoritarios, que pertenecían a su padre. Unos pasos funestos-. ¡Maldita sea, Kat! Tienes que marcharte de aquí enseguida.
Pero ya era demasiado tarde. La puerta principal se abrió y los pasos recorrieron la corta distancia hasta el dormitorio principal. Kat se quedó helada al oír unos golpes apagados contra la puerta de madera.
– ¡Oh, Dios! -susurró ella-. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!
– Vete, por aquí -dijo él, señalando hacia las contraventanas abiertas del balcón. Ella se levantó de la cama, cogió su camisa de noche que estaba hecha un ovillo a los pies de la cama, y comenzó a andar hacia fuera en el momento en que la voz de Witt empezaba a resonar por todas las habitaciones.
– ¡Katherine! ¿Estás ahí? Había un tono de preocupación en aquella voz.
– ¡Dios mío! -Zach agarró sus pantalones, mientras oía cómo se abría la primera puerta que daba al pasillo y luego volvía a cerrarse. Solo le quedaban unos pocos segundos.
La puerta de su habitación se abrió justo en el momento en que Kat desaparecía a través de las contraventanas.
Su padre parecía un gigante. Zach no se preocupó en fingir que aún estaba durmiendo y Witt no dijo ni una palabra, solo se quedó mirando las sábanas revueltas y olió el persistente aroma del perfume de Katherine. Su boca se convirtió en un blanca línea enfurecida y un feo tic empezó a hacerle mover uno de los ojos.
– Fuera de aquí -le gritó casi sin aliento. Zach se estaba levantando de la cama en el momento en que el puño de su padre se estrelló contra su cara. Sintió que el dolor le explotaba en la mandíbula-. ¡Maldito hijo de perra!
– ¡Witt! -Kat estaba de pie en la puerta que daba al pasillo con la mano puesta sobre el pomo-. No… Yo… fue culpa mía.
– ¿Culpa tuya? ¿Tú le obligaste a que te echara un polvo? -Zarandeó a Zach, empujándolo contra la pared. La cabeza de Zach golpeó con fuerza el tabique y varios trozos de estuco cayeron al suelo. Sintió un dolor que le recorría toda la columna vertebral-. ¡Eres un maldito hijo de perra! -le gritó Witt, sacudiéndole con fuerza, mientras el espejo que había sobre la cómoda vibraba-. ¡Siempre sospeché que no eras hijo mío y ahora ya estoy seguro! ¡Lárgate de aquí antes de que te mate!
Zach salió corriendo hacia la puerta, con la mirada borrosa y sintiendo algo caliente y pegajoso que desde la cabeza le corría por la espalda.
– ¡No puedes hacerle esto! -gritó Katherine y Zach oyó una bofetada que hizo que se le revolviera el estómago. Se dio media vuelta, vio el verdugón que empezaba a formarse en la mejilla de Katherine y la expresión aturdida de Witt, como si no pudiera creerse que la acababa de abofetear.
– ¡No vuelvas a tocarme nunca más en tu vida! -le gritó ella, echándose hacia atrás.
– Lo siento. Cielos, Katherine, te lo prometo, yo nunca haría nada que pudiera herirte…
El se acercó un pasó hacia ella, pero Kat siguió caminando hacia atrás.
– ¡Aléjate de mí, Witt, te lo advierto! -chilló ella antes de darse la vuelta y salir corriendo hacia el grisáceo amanecer.
Los enormes hombros de Witt se hundieron y se apoyó contra la pared. Luego se quedó mirando a su hijo con ojos airados.
– Mira lo que has hecho, Zach -le dijo casi sin aliento.
Con cara de haber acabado de salir del infierno, Witt se soltó el nudo de la corbata y echó mano de la hebilla de su cinturón. Zach recordó las muchas veces que le había golpeado con aquella delgada tira de piel. Pero no volvería a hacerlo. No podía dejarse pegar como lo hacía cuando solo tenía ocho años, tumbado sobre la cama y mordiéndose el labio inferior para intentar no llorar en presencia de su padre, mientras este le azotaba con el punzante cuero. Ahora no.
– Vete ahora mismo y nunca más… -Witt se puso pálido de repente, rebuscó en el bolsillo, extrajo un frasco de píldoras y abrió la tapa. Se colocó una de las píldoras bajo la lengua-. No vuelvas nunca más por aquí.
– No lo haré -le prometió Zach, apretando las mandíbulas con determinación. La injusticia le quemaba la sangre y miró a su padre con ojos despiadados-. Nunca más volverás a verme.
Los ojos azules de Witt estaban fríos y la blanca línea que se le había formado alrededor de la boca evidenciaba su ira.
– Así quiero que sea, muchacho -dijo, dando un paso amenazador en dirección a su hijo-. De todas formas, si llego a descubrir que tienes algo que ver con el secuestro de tu hermana, te aseguro que te perseguiré yo mismo, como al mentiroso hijo de perra que eres, y te sacaré de tu miseria con mis propias manos.
Zach dio un paso atrás y tropezó con la puerta. Sentía punzadas en la cabeza y le dolía la mandíbula. Se quedó mirando fijamente a aquel hombre al que durante años había llamado padre. Tenía que marcharse. Ahora mismo. Correr todo lo lejos que le fuera posible. Y si no volvía a ver a Witt Danvers con vida de nuevo, sería mucho mejor para él.