DIERON un biberón a cada bebé y los pusieron a dormir. Martha cerró la puerta suavemente y confió en que se durmieran pronto.
– Es curioso, pero ya no me siento tan cansada -dijo ella, mientras desentumecía los brazos-. Hace un rato me caía de sueño.
– ¿Quiere cenar? -le preguntó Lewis-. Eloise nos ha dejado algo preparado.
Martha lo siguió a la cocina para ver de qué se trataba. Después de todo, se sentía hambrienta.
Lo que encontraron no parecía muy apetecible: arroz, estofado y un cuenco con una salsa de color rojo.
– Quizá tenga mejor aspecto cuando esté caliente -sugirió Martha.
Se sentaron a la mesa del comedor para cenar. Después de servirse empezaron a comer, pero tras unos segundos, se detuvieron.
– Esto no hay quien se lo coma -dijo él.
– Está repugnante -confirmó ella, dejando el tenedor a un lado.
– ¿Qué es esto tan asqueroso? -preguntó Lewis mientras removía el estofado.
– No consigo distinguir ningún ingrediente -dijo, y tomó el cuenco con la salsa roja-. Quizá con esto mejore.
– Tenga cuidado -advirtió Lewis-. Seguro que es picante.
– Lo tendré -dijo ella, y se llevó el tenedor a la boca.
Martha nunca había probado nada como aquello. Sintió el ardor recorrer el interior de su nariz hasta llegar a los ojos, que se llenaron de lágrimas. Le quemaba la garganta y comenzó a toser bruscamente. Lewis se levantó y le trajo una botella de agua.
– Creo que me he envenenado -consiguió decir.
– Le advertí que tuviese cuidado -dijo Lewis.
– No me dijo que fuera una bomba.
– Nunca lo he probado, pero no confío en el aspecto de esas salsas.
Martha bebió más agua y alejó el plato.
– Pensé que la vida en una isla del Océano índico sería perfecta. El mar, el sol, la comida… ¿Y qué me encuentro nada más llegar? Un diluvio y un estofado con una salsa que me ha destrozado las papilas gustativas de por vida.
– El tiempo mejorará -la animó Lewis.
– ¿Y qué pasa con la comida? ¿Cree que esto es todo lo que Eloise sabe preparar?
– Probablemente. El gerente de la oficina la recomendó porque vivía cerca de aquí, pero no me dijo nada de que supiera cocinar.
– Cocinar es fácil. Una buena comida no necesita ser complicada, todo lo contrario, cuanto más sencilla, mejor -dijo Martha, encantada de hablar de su hobby favorito-. Además, teniendo en cuenta que estamos en una isla tiene que haber una gran variedad de pescados frescos que a la plancha con un poco de limón o mantequilla y una gran ensalada…
Se detuvo al ver que Lewis la observaba interesado.
– ¿Cómo? -dijo él sorprendido-. ¿Sabe cocinar?
– ¡Por supuesto que sé cocinar! -contestó Martha algo molesta-. ¡Me encanta cocinar! De hecho, si no hubiera sido periodista, me hubiera gustado ser… ¡Ah, no! De ninguna manera -dijo negando con la cabeza.
– ¿Por qué no?
– Por si no lo recuerda, tengo que cuidar a dos bebés. No tengo tiempo de cocinar.
– Eloise la puede ayudar con los niños. Estará encantada, ya vio como le gustan.
– Sí, pero…
– ¿No querrá comer esto durante seis meses? -la interrumpió señalando el estofado.
– No -dijo mirando con asco la comida que quedaba en el plato-. Sinceramente, no.
– ¿Por qué no cambiamos nuestro acuerdo? Eloise puede cuidar de los bebés mientras usted cocina. También puede ayudarla con los baños y las comidas de los niños, además de ocuparse de la limpieza de la casa.
– No sé -dudó Martha.
– ¿Qué le parece si le consigo un coche?
– Está dispuesto a cualquier cosa con tal de no comer este estofado, ¿verdad? -dijo mirándolo sorprendida.
– Así es. Ponga usted las condiciones.
– Esto se pone interesante -dijo divertida.
– Venga, Martha, ¿qué me dice?
Se quedó en silencio, haciéndole creer que lo estaba pensando. Pero ya había tomado una decisión. Eloise era encantadora, pero no tenía ni idea de cocinar a la vista de lo que había preparado. En cambio, ella disfrutaba cocinando. Podía ir al mercado y comprar fruta, verdura y pescado. De esa forma, comerían bien.
A Martha le gustó la idea. Si Eloise le echaba una mano con Viola y Noah, sería más fácil. Además, sería una agradable manera de distraerse.
– Está bien -dijo por fin.
Lewis sonrió. Martha advirtió que era la primera vez que lo veía sonreír. Había un brillo especial en sus ojos. Era tan sólo una sonrisa, pero no pudo evitar sentir un escalofrío en la espalda. La expresión de su cara se hizo más cálida. Parecía más joven y atractivo.
Martha se puso de pie, tratando de olvidar aquellos pensamientos.
– Veré si encuentro algo de fruta en la cocina -dijo ella.
Lewis la ayudó a recoger la mesa. Encontraron unos plátanos en la cocina y se fueron a la oscuridad del porche a comerlos.
– ¡Qué bien huele! -exclamó Martha-. Me gusta el olor a tierra mojada después de la lluvia. Por cierto, ¿estamos cerca del mar?
– Sí, cualquier sitio en San Buenaventura está cerca del mar -repuso Lewis secamente. Y señalando hacia el jardín, continuó diciendo-: ¿Ve aquellas palmeras?
Martha miró en la dirección que le indicaba.
– Sí.
– Pues allí está la playa. Escuche.
Martha prestó atención y escuchó el sonido de las olas al romper.
– Qué sonido tan agradable -dijo Martha con alegría. Miró a Lewis y sonrió-. Este sitio me empieza a gustar.
Lewis se inclinó, tomó un plátano del racimo y se lo ofreció. Sus ojos se encontraron. Por alguna extraña razón, Martha sintió que su corazón latía con más fuerza.
– Gracias -le dijo ella.
Martha se alegró de tener algo entre las manos. Comenzó a pelar el plátano lentamente, pero antes de terminar se ruborizó.
«No seas tonta. Es sólo un plátano», se dijo.
No sabía qué hacer. Miró de reojo a Lewis. Tenía los codos apoyados sobre sus rodillas y estaba comiendo tranquilamente su plátano mientras miraba hacia el jardín.
Martha abrió la boca y tomó un bocado. Justo en ese momento, Lewis se giró y la miró.
– ¿No le gustan los plátanos? -le preguntó mientras ella bajaba la mirada.
– Sí -dijo Martha.
Lewis terminó un plátano, dejó la cáscara sobre la mesa y tomó otro.
– ¿No tiene hambre?
– No.
¿Cómo que no? Estaba muerta de hambre.
Martha sintió que su rostro se sonrojaba y confió en que la tenue luz del porche no lo revelara. No podía continuar sentada allí con un plátano pelado entre las manos. En cualquier momento, Lewis preguntaría por qué no se lo estaba comiendo y entonces, ¿qué le diría ella? ¿Qué comer un plátano frente a él le parecía tremendamente erótico? Sería un tema de conversación muy interesante para tratar la primera noche a solas con su nuevo jefe.
Rápidamente, se metió el plátano en la boca. Pero, ¿ qué le sucedía esa noche? Ni que fuera una mojigata. Había hablado de sexo en muchas reuniones en Glitz para decidir los temas más interesantes para los lectores de la revista.
– ¿Quiere otro?
– No, gracias -dijo Martha. Tenía la boca llena y, en aquel momento, no quería saber nada más de comer plátanos.
– No ha estado mal, al menos hemos podido comer algo -dijo Lewis tras terminar su segundo plátano-. ¿Podría ir mañana de compras y llenar la nevera? Enviaré un coche a recogerla.
– Buena idea -contestó Martha-. Le pediré a Eloise que me enseñe dónde está el mercado y haré la compra.
Se quedaron en silencio. Se sentía más relajada por el cambio de conversación.
Hacía calor y la humedad era intensa. Martha escuchó el suave murmullo del mar. También podía oír el zumbido de los insectos y el sonido de la brisa entre las ramas de las palmeras. Sintió que la tensión se desvanecía. Los bebés dormían tranquilamente y Lewis estaba sentado junto a ella. Estaba cansada y necesitaba dormir, pero era maravilloso estar allí en el porche, disfrutando de la oscuridad. Era la primera vez que Martha se sentía relajada en meses, por no decir en años. Había tenido muchas preocupaciones últimamente. Su relación con Paul, su trabajo, el embarazo, el bebé, el dinero… Sí, hacía mucho tiempo que no se sentía así.
Martha cerró los ojos y bostezó. Se encontraba bien en aquel lugar.
Últimamente, se había dedicado a cuidar de Noah y a buscar la manera de llegar a San Buenaventura, pero por fin estaba allí y podía relajarse.
Abrió los ojos y vio que Lewis la estaba observando con una expresión indescifrable. Se quedó mirándolo y sintió que su tranquilidad se desvanecía. Su corazón se aceleró.
Martha desvió la mirada y se puso de pie.
– Voy a ducharme y a la cama -dijo con voz nerviosa.
– Buena idea -contestó Lewis, y miró de nuevo hacia la oscuridad del jardín, tratando de no imaginársela desnuda bajo el agua de la ducha. También él se daría una ducha, pero fría.
A la mañana siguiente, Martha se despertó tarde. Tardó unos segundos en recordar dónde estaba. Tumbada en la cama, se quedó mirando fijamente el ventilador del techo. A su lado, Viola se estiraba. Con cuidado para no despertar a Noah, Martha se incorporó y se retiró el pelo de la cara.
Había sido una noche muy larga. Había tardado en dormirse y cuando por fin lo había hecho, los bebés se habían despertado. Primero lo hizo Noah y luego Viola. Y así durante toda la noche. En cuanto uno se dormía, el otro empezaba a llorar de nuevo.
De repente, Lewis había llamado a su puerta para preguntar si necesitaba ayuda. ¿O había sido tan sólo un sueño? Martha frunció el ceño y trató de aclarar sus pensamientos. Tras unos minutos, lo recordó todo con claridad. Lewis había aparecido descalzo, con el torso desnudo. Tan sólo llevaba puesto el pantalón del pijama. Había estado allí, en su habitación, medio desnudo en mitad de la noche.
Aunque en aquel momento apenas le había prestado atención, el recuerdo de aquella imagen la perturbó. Lewis le había preguntado si necesitaba que la ayudara y ella le había contestado que no era necesario que los dos estuvieran levantados atendiendo a los niños. Más tarde, había decidido meter a los dos bebés en su cama junto a ella, confiando en que así se calmarían. Tras unos minutos, los niños se habían tranquilizado y terminaron por dormirse. Finalmente, pudo descansar.
De repente, Viola abrió los ojos y comenzó a balbucear.
– Ya estás despierta, ¿eh? -dijo Martha sonriendo, y la tomó en brazos-. Vayamos a ver qué podemos desayunar.
Se oía ruido en la cocina. Quizá Lewis ya estaba levantado, pensó.
Martha se miró al espejo antes de salir de la habitación. Se aseguró que no hubiera restos de maquillaje en sus ojos. Su cabello estaba revuelto, pero no podía hacer nada hasta que se duchara.
Dejó a Noah durmiendo en la habitación y se fue a la cocina con Viola.
Lewis no estaba allí. Se sintió sorprendida cuando tan sólo se encontró con Eloise. Le dio los buenos días.
– ¿Ha visto a Lewis? -preguntó Martha, tratando de no mostrar demasiado interés.
– Sí, ya se ha marchado a la oficina.
– ¿Tan pronto? -dijo mientras colocaba a Viola en su sillita-. ¿Qué hora es?
– Casi las once.
– ¡Las once! ¿Por qué no me ha despertado? -le preguntó a Eloise.
– El señor Mansfield me dijo que la dejara dormir -contestó-. Fue a verla a su habitación antes de irse, pero estaba durmiendo tan plácidamente que no quiso despertarla.
A Martha no le gustó la idea de que Lewis la hubiera observado mientras dormía. ¿Y si hubiera estado roncando o con la boca abierta? Aun así, le estaba agradecida, ya que había conseguido dormir unas cuantas horas seguidas y se sentía descansada.
Eloise se ofreció a cuidar de Viola mientras ella se duchaba. Cuando terminó, Noah ya se había despertado. Dio el desayuno a los niños y los vistió para ir a comprar. No fue hasta después de comer, mientras los niños dormían la siesta, cuando pudo recorrer toda la casa.
El lugar tenía un aspecto completamente diferente al de la noche anterior. La oscuridad y la humedad habían desaparecido. Hacía un día precioso. Lucía un sol brillante y soplaba una cálida brisa. Deslizó la puerta corredera de cristal que comunicaba el salón con el porche y salió.
– ¡Qué maravilla! -susurró.
Allí se había sentado la noche anterior con Lewis y, en la oscuridad, había tratado de imaginar cómo sería el jardín. Ahora lo tenía frente a ella. Era una extensión de hierba rodeada de altas palmeras y de arbustos de flores exóticas y hojas brillantes. Una buganvilla de intenso color rosa se extendía sobre la cubierta del porche y, al pie de la escalera, había un jazmín cuyo intenso aroma había percibido la noche anterior.
Martha bajó los escalones y caminó tranquilamente por el césped hacia las palmeras, a través de las que se adivinaba el intenso color azul del mar y el brillo del sol sobre el agua. En ese punto, la hierba daba paso a la arena y de pronto se encontró en una pequeña playa.
– ¡Oh! -exclamó Martha.
Se quedó fascinada contemplando el paisaje. Parecía estar viviendo un sueño.
Lejos de las sombras del jardín, hacía calor. Se quitó las sandalias y caminó plácidamente por la arena de la playa. Se acercó a la orilla y miró el mar. El agua tenía diversas tonalidades. De transparente pasaba a verde claro, a continuación a un intenso turquesa y, en el horizonte, se volvía azul oscuro.
Martha pensó en la lluvia del día anterior y en lo triste que se sintió cuando llegaron. Era como si ahora estuviera en otro lugar. Siguió caminando por la playa, sintiendo la calidez y suavidad de la arena en sus pies. Pensó que, por fin, había llegado al paraíso.
Lewis no regresó hasta las siete. Eloise había ayudado a Martha a bañar a los bebés antes de irse. Hacía rato que se había marchado, cuando Martha oyó el coche. En ese momento, sintió que su corazón se aceleraba.
Viola y Noah estaban sentados en el gran sofá del salón. Martha les estaba dando el último biberón.
¿Dónde se habría metido todo el día?, pensó. Tenía que buscar la manera de decirle a Lewis que era conveniente que pasara un tiempo con Viola antes de que la niña se fuera a dormir, pero no quería que él la mal interpretase y creyera que se había sentido sola o que lo había echado de menos.
Estaba dando el biberón a Noah cuando la puerta se abrió y apareció Lewis.
– Hola -dijo mirándolo por encima de su hombro. A pesar de que sintió deseos de hacerlo, decidió no preguntarle donde había estado todo el día.
Lewis parecía cansado.
– Siento llegar tarde -dijo, y puso su maletín sobre la mesa.
Tenía un aspecto extraño. No era sólo por la ropa que llevaba, sino por cómo la llevaba. Vestía unos pantalones elegantes y una camisa blanca de manga corta. No parecía encontrarse cómodo sin su traje y su corbata. Martha recordó sus días en Glitz. y lo impecablemente que vestían los hombres que allí trabajaban. Trató de imaginárselo en alguna fiesta de la revista. Hubiera parecido una criatura de otro mundo.
Quizás él pensaba lo mismo de ella, pensó Martha mientras miraba su camisa sin mangas y sus pantalones vaporosos. Estaban llenos de manchas de la papilla de los niños. Había sido uno de sus conjuntos favoritos durante el verano pasado debido a la gran calidad del tejido y al diseño de las prendas. Tampoco ella estaba vestida para ir a una fiesta.
– Ha sido un día agotador -dijo Lewis, y se sentó en el sofá junto a ella-. Quería haber llegado a casa antes.
– No se preocupe -respondió Martha, disimulando su malestar-. ¿Qué hora es?
Lewis miró su reloj. -Las siete menos seis minutos.
– ¡Qué exactitud! -dijo Martha en tono irónico.
– Lo siento, llevo todo el día preocupado con pequeños detalles -dijo mientras Martha le miraba fijamente. Después de un momento, Lewis rió y añadió-: ¿Qué puedo decir? Al fin y al cabo, soy un ingeniero.
– Y que lo diga -dijo Martha sonriendo. Dejó a Noah a un lado y tomó en sus brazos a Viola para darle su biberón.
– ¿Qué tal ha ido el día? -le preguntó Lewis mientras la observaba.
– Bien -contestó Martha sin dejar de mirar a Viola-. Este sitio es precioso. Llevé a los niños a jugar a la playa. Han disfrutado mucho del agua, pero hacía demasiado calor para ellos, así que al rato tuvimos que buscar una sombra. Después nos fuimos de compras. ¡Ah! Gracias por mandar el coche. El mercado estaba lejos para ir andando y hemos aprovechado para comprar muchas cosas.
– Eso suena tentador. No soportaría ese horrible estofado de Eloise otra vez.
– Eloise está encantada de no tener que cocinar.
– Eso me imaginé. Se puso muy contenta esta mañana cuando le hablé de los cambios. ¿Cree que funcionará?
– Por supuesto que sí -contestó ella. Se quedó callada unos instantes, mirando a Viola, antes de continuar-. Esta mañana nos levantamos muy tarde. Seguro que ya lo sabe.
Lewis se encogió de hombros. Deseaba poder olvidar la imagen de Martha cuando abrió la puerta de su habitación esa mañana. Era evidente que había hecho calor aquella noche. Se había asomado a su habitación y la había visto tumbada sobre las sábanas de la cama. Tan sólo llevaba puesta una camisa de hombre. Los niños habían pasado la noche junto a ella y, cuando se asomó, los tres dormían profundamente.
Lewis sintió que se le secaba la garganta y tosió. ¿Cómo era posible que se le secara la garganta en un clima tan húmedo?
– Debía de estar cansada -dijo él-. Los niños han pasado casi toda la noche despiertos.
– ¿Cómo lo sabe? ¿Acaso vino a mi habitación? -dijo, y lo miró fijamente con sus grandes ojos marrones.
– Sí, lo siento. Pensé que necesitaba ayuda. Llamé a la puerta, pero no me oyó y decidí entrar. Si prefiere que no lo vuelva a hacer, dígamelo.
– No, no importa -dijo Martha contrariada-. No estaba segura de si lo había soñado o no.
Aquella respuesta sorprendió a Lewis. Ambos se miraron en silencio. Martha se quedó pensativa y recordó el aspecto de Lewis. Todavía lo veía allí en su habitación, en mitad de la noche, descalzo y con el pecho desnudo mientras ella, con una amplia camisa, dejaba al descubierto algo más que sus muslos. Había usado aquella camisa de algodón para dormir desde que Noah había nacido.
Martha sintió un escalofrío recordando la escena. En aquel momento, hubiera sido muy fácil haber rozado la piel desnuda de Lewis. ¿Qué hubiera pasado entonces? De sólo pensar en ello se quedó sin aliento. Hizo un esfuerzo por apartar aquellos pensamientos.
– No quiero que se sienta obligado a ayudarme. Me ha contratado para que cuide a Viola, y si llora en mitad de la noche soy yo la que se tiene que ocupar.
No debía olvidar que la niñera era ella y él era su jefe.
Lewis se frotó la nuca.
– Ese es el problema con los bebés -se detuvo pensando las palabras-. Con ellos no es posible mantener la intimidad. Uno contrata a una niñera para que los cuide y antes de que se dé cuenta, está en su habitación medio desnudo en mitad de la noche.
Así que él también había estado pensado en aquella escena. Martha estaba aturdida. No sabía si alegrarse o no, por lo que decidió cambiar de tema.
– En cuanto los niños se acostumbren, dormirán de un tirón toda la noche -dijo ella-. Y nosotros no tendremos que andar paseando de madrugada medio desnudos.
Viola terminó de tomarse el biberón y Martha le dio ligeros golpecitos en la espalda para sacarle el aire, mirándola con una dulce sonrisa. Tras unos instantes, emitió un sonoro eructo que hizo que Lewis y Martha se rieran.
– ¡Esa es mi chica! -dijo Lewis.
Viola los miraba extrañada. Sin saberlo, había conseguido hacer desaparecer la tensión de aquel momento. De repente, lanzó los brazos hacia su tío.
– ¿Quiere tomarla en brazos? -preguntó Martha, y Lewis se sobresaltó.
– ¿Para qué?
– No se asuste. No tendrá que hacer nada. Sólo abrácela -dijo, y depositó a la niña en los brazos de Lewis antes de que siguiera quejándose-. Aquí tiene un cuento. Léaselo.
Intentó hacerlo, pero Viola no mostró ningún interés por el libro. Estaba más preocupada en el rostro de su tío y en meter sus pequeños dedos en su boca, en tocar su nariz y en tirarle del pelo.
– ¿Por qué no se está quieta como Noah? -protestó Lewis señalando al niño, que estaba tranquilamente sentado sobre el regazo de su madre siguiendo con atención el cuento.
– No tengo ni la menor idea -dijo Martha a punto de estallar en carcajadas-. Será una cuestión genética.
– Seguramente -convino Lewis pensando en su hermana. Aunque Viola tuviera sólo ocho meses, ya se hacía evidente que tenía el mismo carácter que Savannah.
– Espere que Viola crezca y empiece a discutir. Va a necesitar mucha disciplina.
– Eso será tarea de sus padres -dijo Lewis mientras sacaba los dedos de Viola de su oreja-. Eso no es asunto mío.
A Lewis, aquellas palabras le sonaron familiares.