Al mediodía del día siguiente a San Valentín, cinco horas después de haber despertado sola, Carlie estaba sentada en el sofá, cambiando de un canal a otro del televisor. Vestida con un chándal viejo y unos calcetines gordos de lana, se sentía tan desaliñada como estaba. El cielo gris del exterior reflejaba lo que pasaba en su interior.
Había quedado desolada al descubrir que él ya se había ido, pero el sentido común le decía que era lo mejor. Le había ahorrado el bochorno de lo que sin duda se habría convertido en una despedida con lágrimas.
Con un suspiro, apagó la tele y se obligó a reconocer la razón de su abyecta tristeza, porque sólo podía haber una explicación de por qué sentía como si le hubieran extirpado el corazón.
Se había enamorado.
– ¡Argh! -cerró los ojos y dejó caer la cabeza en el respaldo del sofá.
«Fantástico, Carlie». Si enamorarse en el momento inoportuno del chico inoportuno fuera una prueba olímpica, ella ganaría la medalla de oro. Su única esperanza era que ese ataque de amor se desvaneciera pronto. Quizá un baño caliente y un poco de chocolate la ayudaran a superarlo.
Oh, sí… eso la ayudaría. «No». En su mente se materializó una imagen de los dos en la bañera y gimió. Y probablemente durante los próximos cincuenta años, cada vez que comiera chocolate pensara en Daniel.
Suspiró, se puso de pie y fue al cuarto de baño, decidida a echarse agua fría en la cara y despertar de una maldita vez. Tenía que leer un capítulo antes de su clase de esa noche. No había nada como un par de horas de química orgánica para apartarle la mente de Daniel y su corazón maltrecho. Se concentraría en la universidad y se olvidaría de él. Era un plan excelente.
Entró en el cuarto de baño, encendió la luz e hizo una mueca cuando la luz desnuda le invadió los ojos. Luego miró el espejo. Y reculó aterrada.
Parecía algo que ni siquiera los cachorros querrían enterrar en el patio. Su pelo era el nido de una rata, salía erizado en todos los ángulos. Tenía los ojos hinchados con manchas de rimel debajo. Piel pálida, con surcos de lágrimas, la nariz roja… cielos. Seguía aterrada cuando sonó el timbre. Los cachorros comenzaron a ladrar con furia y los oyó correr hacia la puerta.
– Tranquilos -dijo al entrar en el pequeño recibidor.
Como era su costumbre, miró por las ventanillas que flanqueaban la puerta. Y se quedó helada. Durante unos tres segundos. Luego abrió y miró a Daniel en mudo asombro.
Mientras los cachorros lo recibían alborozados, ella logró decir:
– Hola.
– Hola -se subió las gafas y parpadeó-. ¿Estabas mirando una película de miedo?
– ¿Una película de miedo?
– Tienes ese aspecto de pelo de punta -le miró el chándal viejo y sonrió-. Estás…
– No lo digas.
– … asombrosa.
Antes de que ella pudiera hacer algún comentario, Daniel cruzó el umbral, esquivó a los cachorros saltarines, la tomó en brazos y le plantó un beso que le hizo ver las estrellas.
– Asombrosa -repitió, besándole el cuello.
– Debes de tener las gafas empañadas -se sintió impulsada a señalar, aferrándose a sus hombros para no deslizarse al suelo.
– No. Debían de estarlo antes, pero no ahora. Todo es perfectamente claro ahora.
Ella se echó para atrás en el círculo de. sus brazos.
– ¿Qué haces aquí?
En respuesta, él cerró la puerta, la tomó de la mano y luego la condujo a la sala de estar. Los cachorros los siguieron antes de continuar hacia la cocina en busca de algo de comida en sus cuencos.
Daniel se sentó en el sofá y la obligó a sentarse a su lado.
– Tenemos que hablar -dijo.
– ¿Sobre qué? -preguntó con recelo.
– Nosotros.
Esa única palabra reverberó en su cabeza. Alarmada, notó la expresión seria de él.
– ¿Nosotros? -repitió-. Ya no hay un «nosotros».
– ¿Y si te dijera que quiero que lo haya?
Su corazón realizó una danza desbocada.
– ¿Cómo podría suceder algo así? ¿Estás pensando en términos de una relación a largo plazo?
Él movió la cabeza.
– No. No es eso lo que quiero.
Sin saber si sentirse aliviada o aterrada, Carlie preguntó:
– ¿Qué es lo que quieres?
El le tomó las manos.
– Últimamente me he sentido… inestable. No lograba determinar exactamente qué era lo que pasaba, así que lo achaqué al estrés de la mudanza. Pero en las últimas dos semanas, desde que estamos juntos, esa sensación ha empeorado mucho.
No sonaba muy prometedor. Sin saber muy bien cómo responder, dijo:
– Oh.
– Me vi bombardeado con todos esos sentimientos que no había previsto y necesité un tiempo para aclararlo. Pero al final lo logré y comprendí qué iba mal. Fue esta mañana. Es la razón por la que me fui. Pero ahora he vuelto.
– Estoy confusa. ¿Qué iba mal?
– No era feliz. Y todo se debía a que me iba de aquí. Resulta que, en lo más hondo, la mudanza no me alegraba demasiado desde antes de que tú entraras en el cuadro. En cuanto apareciste tú en escena, me sentí todavía más desdichado.
– Eh… gracias.
Él movió la cabeza y suspiró.
– No quería decirlo como ha sonado. Tú no me hacías desdichado, sino la idea de alejarme de ti, de perder lo que habíamos comenzado, hizo que me diera cuenta de que no quería irme. Nunca quise irme. Realmente, no. Imagino que veía mi trigésimo cumpleaños como un buen momento para reevaluar mi vida, mis elecciones, y eso, combinado con la presión de mi ex novia, momentáneamente me convenció de que necesitaba cambiar las cosas. De modo que lo hice -bajó la vista a sus manos unidas-. El problema es que me encanta tener mi propio negocio, establecer mi propio horario. Y me encanta esta ciudad pequeña. Y resulta que también te amo.
Todo dentro de Carlie se paralizó.
– ¿Me amas?
– Sí. Tal como están las cosas. Sin el deseo de que cambies nada o seas otra cosa que la mujer extraordinaria que ya eres -sonrió-. Enamorarme… una de esas circunstancias imprevistas predichas por nuestros mensajes acerca de la pasión.
– Estás enamorado de mí -repitió en un susurró aturdido-. ¿Desde cuándo?
– Cariño, me conquistaste con el «chocorgasmo».
Las emociones la invadieron, pero antes de que pudiera abrir la boca, él continuó:
– No tienes que decir nada. Y menos si lo que quieres decir no es bueno. Yo sólo… quería que lo supieras. Y quería decirte que he pasado toda la mañana al teléfono y en la inmobiliaria. He quitado mi casa del mercado, Allied Computers se ha quedado sin un director y no me voy a ir a ninguna parte. Necesitaba respirar, pero al parecer había olvidado cómo se hacía.
– ¿No te vas a ninguna parte? -logró repetir.
– No. Bueno, salvo salir al porche. Dejé algo allí. Vuelvo enseguida.
Completamente aturdida, Carlie lo vio marcharse. En cuanto lo perdió de vista, se pellizcó el brazo. Sí, era real. Daniel regresó segundos más tarde con una caja enorme que exhibía el logotipo de Dulce Pecado, que dejó en la mesita de centro delante de ella.
– Sólo puedo conjeturar que el contenido de la caja representa un desastre dietético. Una catástrofe calórica. Y según el tamaño, un fiasco económico. ¿Qué has comprado?
– Lo que dijiste que querías.
– ¿Y qué es?
– El día de la inauguración de la tienda, le dijiste a Ellie Fairbanks que querías dos cosas de todo -con la cabeza indicó la caja-. Eso es dos de todo.
Se quedó boquiabierta.
– ¿Dos de todo lo que había en el local?
– Sí. Es para ti, aunque espero que lo compartas.
– Contigo.
– Ése es el plan.
– Nos llevará mucho tiempo comer todo este chocolate.
– Ése también es el plan -la miró fijamente-. La noche que apareciste en mi casa con aquella toalla, había estado esperando ansiosamente tu llegada. Recuerdo pensar que todo estaba listo… que lo único que faltaba eras tú. Resulta que fueron pensamientos proféticos.
– ¿Y si mis sentimientos no son los mismos que los tuyos? -le preguntó ella.
– Entonces tendré que esforzarme en convencerte de que lo que tenemos juntos es realmente bueno. Y que sólo podrá mejorar. Que estamos hechos el uno para el otro. Que tú eres todo lo que alguna vez he querido. Y que podría hacerte muy feliz.
– Com… comprendo. Imagino que eso significa que si ahora fuera a decirte que estoy enamorada de ti, renunciaría a la gratificación de que trataras de convencerme.
– Diablos, no. Dios, no. ¿Estás diciendo…? ¿Quieres decir…?
Parecía tan preocupado y serio, que se sintió avergonzada por mofarse de él. Le tomó la cara entre las manos y dijo:
– Te amo, Daniel. Mucho. Y no tienes que convencerme de que lo que tenemos juntos es realmente bueno. O de que sólo podrá mejorar. O de que estamos hechos el uno para el otro. Ya lo sé. Tú eres todo lo que alguna vez he querido. Y voy a hacerte muy feliz.
Con un gemido, la subió a su regazo y la besó hasta que la cabeza le dio vueltas. Luego se echó para atrás.
– No lo estás diciendo por todo el chocolate que te he traído, ¿verdad?
– No -movió las cejas-. Pero, desde luego, eso ayudó.
El sonrió.
– Debería haber sabido que no tendría que haber buscado más allá de mi propio patio para encontrar la felicidad.
Ella se adelantó y le pasó la lengua por el labio inferior.
– Cariño, no sabes cuánto me gustaría recompensarte…
– ¿Oh? ¿Y qué tenías en mente?
– Tú. Yo. Chocolate. Desnudos -le dedicó una sonrisa perversa-. Y no necesariamente en ese orden.