Capítulo Dos

En cuanto Carlie entró en Dulce Pecado, sus sentidos se vieron inundados de chocolate y a punto estuvo de soltar un gemido de placer. Respiró hondo, llenando su cabeza con el delicioso aroma. Casi podía oír cómo esos dulces entonaban: «Pruébame, pruébame».

Esa tienda era el último sitio al que una reconocida adicta al chocolate, con un bajo presupuesto debía ir, pero después de leer el periódico anunciando la apertura y la desconcertante promoción de San Valentín, había sido incapaz de resistir la tentación. Podía resistir muchas cosas, pero entre ellas no figuraba el chocolate. Ni la posibilidad de ganar una fabulosa cena de San Valentín en el restaurante de cinco estrellas del Delaford, el Winery.

«Piensa en la enorme matrícula que tendrás que pagar y en los libros de texto tan caros que vas a necesitar», le aconsejó una voz interior.

Como si pudiera olvidarlo. Aún le faltaba un año para sacar el diploma en terapia ocupacional, y eso, sumado a la carga añadida de pagar toda la renta de la casa, después de que su amiga Missy se hubiera fugado con un chico dos días antes de que tuvieran que mudarse, hacía que el dinero escaseara. Desde luego, era más escaso de lo que había imaginado en su vida al llegar a los veintiocho años.

No obstante, no iba a dejar que nada la apartara de lograr el diploma y luego asegurarse el trabajo con el que había soñado, en el que podría ayudar a personas que se enfrentaban a desafíos de ayudarse a sí mismas. Como su abuelo, cuyo ataque al corazón diez años atrás la había encauzado en el curso que había elegido para sí misma. Y cuya recuperación continuaba inspirándola hasta el presente.

Una de las cosas que había sufrido un recorte drástico había sido permitirse chocolates de gourmet. La decisión había sido buena para su cuenta corriente, pero trágica para sus papilas gustativas.

Pero después de dos meses de negárselos, de sobrevivir con chocolates de supermercado, se merecía un pequeño capricho. Clavó la vista en la exposición de trufas importadas y sintió que la boca se le hacía agua. Algo procedente de Bélgica sería tan fabuloso…

Juntó las manos, cerró los ojos y disfrutó otra vez de ese maravilloso aroma, vagamente consciente de que la puerta se abría y cerraba a su espalda, y luego de unos pasos que se acercaban.

– Vaya, sí que huele bien aquí.

Abrió los ojos, ya que al instante reconoció la voz profunda y ronca procedente a su espalda y giró en redondo. A menos de un brazo de distancia se hallaba Daniel Montgomery, su atractivo vecino. Se le veía maravilloso con una camisa azul de franela, que resaltaba de manera peculiar los ojos almendrados enmarcados en las gafas de montura negra que solía llevar, sumado a esos vaqueros que hacían cosas aún más espectaculares con todo lo demás. El mismo vecino al que nada más ver, la primera vez, le había alterado el pulso y que siempre la dejaba muda. Y que de no ser por los agujeros que le hacían en el patio M.C. y G., ni siquiera sabría que existía. Además, eso poco importaba, ya que tenía novia. Habían estado compartiendo un beso en el porche el día que ella había llegado a la casa nueva. Sin mencionar que iba a marcharse de la ciudad.

El corazón le dio un vuelco al darse cuenta de que la miraba con cierta admiración y mucho interés. Parpadeó y se dijo que sin duda la luz del sol le había nublado la vista. Volvió a parpadear y la invadió una ridícula decepción. No cabía duda de que había sido el sol, porque no tenía una mirada de admiración, sino de confusión. Como si no la hubiera visto nunca.

Su expresión aturdida la instó a decir:

– Hola, Daniel. Soy, mmm, yo, Carlie -se maldijo por no saber cómo hablar con él.

Él pareció salir del estado de estupor en el que hubiera podido caer, probablemente por una sobrecarga sensorial de chocolate, y asintió.

– Lo sé. Hola, Carlie.

El modo en que pronunció su nombre, con esa voz ronca, le subió la temperatura unos pocos grados. El gesto de asentimiento había hecho que las gafas descendieran y que con gesto dominado él volviera a subírselas, haciendo que Carlie apretara los labios para suprimir el suspiro femenino que quiso escapar de sus labios. No había ninguna explicación lógica para que le excitaran esas gafas, pero por alguna razón desconcertante, las encontraba increíblemente eróticas. Una mirada a Daniel y sólo era capaz de pensar en darle un beso que le nublaría para siempre los cristales de las gafas.

Lo cual resultaba inexplicable, porque Daniel Montgomery no era su tipo. Le gustaban deportistas, y así como parecía que él se encontraba en buena forma, tenía «fanático de los ordenadores» escrito en la cara. Por lo que podía ver, pasaba casi todo el tiempo en la casa, sin duda delante de un ordenador, ya que en una ocasión había mencionado ser autónomo y desarrollar un trabajo informático. Extrañamente, nada de eso la había frenado de sentir esa loca atracción por él. Quizá padecía algún raro desequilibrio hormonal.

Se dijo que lo mejor que podía hacer era enterarse del certamen de Dulce Pecado en vez de mirar fijamente a Daniel. Por desgracia, era más fácil decirlo que hacerlo. Y también él podría dejar de mirarla de esa forma tan intensa y entablar una conversación social.

Él carraspeó.

– ¿Cómo… están M.C. y G.?

– ¿Te refieres a mis perros? -contuvo otro gemido y apenas logró evitar darse en la frente con la palma de la mano. «¡Qué respuesta brillante!». Aunque la culpa era de Daniel por hacerle esas preguntas tan complicadas después de aturdirla con su inesperada presencia.

Él sonrió.

– Bueno, ¿qué te parece si empezamos por ellos y luego pasamos a todos los otros M.C. y G. que conocemos?

Ese esbozo de sonrisa atrajo su mirada a la boca de él. Una boca increíblemente tentadora y hermosa. Los labios bien formados de algún modo lograban parecer suaves y firmes al mismo tiempo. Como algo creado tanto por los ángeles como por el diablo con el fin de comprobar si era posible alcanzar un ideal celestial y perverso… con un éxito espectacular. Como el chocolate, esa boca parecía llamarla con la misma letanía seductora: «Pruébame, pruébame».

Lo miró a los ojos y se humedeció los labios en un esfuerzo por hacerlos funcionar, ya que parecían haber olvidado cómo formar palabras.

– Los cachorros… están, eh, bien. Estupendos. A buen resguardo dentro de mi casa.

Él se secó la frente con gesto exagerado.

– Vaya. Mi patio te lo va a agradecer.

Entonces esbozó una sonrisa ladeada que a pesar de no ser simétrica, resultó absolutamente… perfecta. Una sonrisa que le formó unos hoyuelos en las mejillas que tanto sus dedos como sus labios anhelaron explorar.

Todo lo femenino que tenía en ella se puso firme.

– ¿Qué te trae a Dulce Pecado? -preguntó él.

Ella se acercó un poco más para susurrarle con tono de conspiración:

– Me temo que tengo debilidad por el chocolate -se echó para atrás y le costó no hacer un comentario admirativo sobre lo bien que olía. Limpio. Fresco. Masculino. Delicioso.

– Una debilidad por el chocolate, ¿eh? ¿No la tenemos todos?

Ella rió.

– ¿Tú también?

– Me temo que sí -en su mirada ardió algo hambriento-. Entre otras cosas.

De no considerarlo imposible, diría que su vecino sexy, cuya sonrisa casi le detenía el corazón, estaba coqueteando con ella. Al instante descartó ese pensamiento. Lo último que necesitaba eran unas fantasías inducidas por Daniel desbocadas por su mente.

Se encontró con su mirada y apretó los labios para no soltar algo que la hiciera morir de vergüenza.

El silencio creció entre ellos durante unos largos segundos, mientras Carlie maldecía el efecto que ese hombre surtía sobre ella. Nadie la había dejado jamás en ese estado de impotencia verbal. Cuando una suave voz femenina dijo a su espalda «buenos días», agradecida apartó la vista de Daniel y giró, sintiendo que acababan de salvarla de morir ahogada.

– Bienvenidos a Dulce Pecado -saludó la mujer, mientras su cálida mirada marrón los evaluaba con curiosidad-. Me llamo Ellie Fairbanks, propietaria del local, y me encanta que hayan venido para la inauguración. ¿Puedo ayudarlos?

Carlie le sonrió.

– Quiero dos de todo -dijo.

La risa melódica de Ellie se combinó con el sonido grave de la de Daniel.

– ¿Buscan algo para San Valentín? -preguntó Ellie, después de las breves presentaciones-. ¿Algo especial para alguien especial? -de nuevo la miró a ella y luego a Daniel-. ¿Quizá algo especial para su pareja?

El rubor invadió las mejillas el Carlie.

– No es mi pareja -se apresuró a explicar antes de que Daniel pudiera hacerlo, tratando de salvar lo que quedaba de su orgullo-. Sólo somos vecinos.

– Exacto -se situó junto a ella y se subió las gafas con el dedo índice-. Sólo somos vecinos.

– Y ni siquiera durante mucho tiempo, porque la casa de Daniel está en venta y se muda en un par de semanas -farfulló Carlie. Con un esfuerzo logró apretar los labios para contener ese flujo de palabras que amenazaba con adquirir vida propia.

– Bueno, me alegro de que decidiera visitar Dulce Pecado antes de marcharse, Daniel -Ellie sonrió-. Si le gustan nuestros chocolates, y estoy segura de que así será, podemos enviarle sus favoritos a su nueva casa.

– Suena estupendo -confirmó él-. Y el servicio de envío es justo lo que necesito hoy, ya que busco un regalo de cumpleaños para mi madre. Algo fuera de lo corriente.

– Desde luego, ha venido al lugar adecuado. Estoy segura de que podremos encontrar algo de su agrado.

– Daniel probablemente necesite algo para su novia, también -dijo Carlie, las palabras escapando de su boca antes de poder sellar sus rebeldes labios. Ni siquiera se molestó en rezar para que la tierra se abriera y la tragara.

– No tengo novia.

Las palabras pronunciadas con suavidad hicieron que lo mirara.

– ¿No? -Ellie y ella preguntaron al unísono.

La primera sonó sorprendida y curiosa. Carlie sólo sorprendida. Y decididamente jadeante.

Él movió la cabeza.

– No.

– Pero la tenías -indicó Carlie.

– Sí.

– Así que rompisteis.

– Sí.

La recorrió una descarga de calor, junto con la extraña sensación de que sentía como si sus hormonas aplaudieran. Pero daba la impresión de que sonsacarle información sería como tratar de pasar una salchicha por una aguja. Santo cielo, ¿es que no sabía que las mujeres necesitaban detalles?

– ¿Y qué me dice de usted, Carlie? -la voz de Ellie la sacó de su ensimismamiento-. ¿Tiene usted novio?

Carlie miró a la propietaria de la tienda, pero fue muy consciente de la intensidad de la mirada de Daniel mientras titubeaba. Seis meses atrás habría podido contestar que sí. Pero entonces Paul le había dado un ultimátum, y ella había elegido la opción «o hemos terminado». Jamás lamentó esa decisión, pero no podía negar que echaba de menos tener a un hombre en su vida con quien compartir cosas. Como las películas. Y las comidas. La conversación. Las risas. El sexo. Movió la cabeza.

– No. No hay ningún novio.

La sonrisa radiante de Ellie la abarcó tanto a ella como a Daniel.

– Bueno, como los dos están libres, entran en nuestro premio especial de San Valentín de una cena con la primera compra -después de explicarles las reglas, añadió-: ¿Quién sabe? Quizá encuentren a la pareja perfecta y ganen.

– Eso me gustaría -convino Carlie. Desde luego, una cita estaría bien después de la prolongada sequía de los últimos meses.

– ¿Por qué no echa un vistazo, Carlie -sugirió Ellie-, mientras yo le muestro a Daniel algunas cosas para su madre?

– De acuerdo.

– Grite si encuentra algo que le guste -le dijo Ellie, guiñándole el ojo mientras conducía a Daniel al mostrador…

– Lo haré -de hecho, tuvo ganas de gritar ante la magnífica visión del trasero de Daniel ceñido por los vaqueros.

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